"Donde está tu tesoro, allí también está tu corazón"

Evangelio según San Mateo 6,19-23. 

Jesús dijo a sus discípulos: No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban. Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben. Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado. Pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo estará en tinieblas. Si la luz que hay en ti se oscurece, ¡cuánta oscuridad habrá! 

San Cesáreo de Arlés (470-543), monje y obispo Sermón 32, 1-3; SC 243

"Donde está tu tesoro, allí también está tu corazón"

Dios acepta nuestras ofrendas de dinero y se complace en los dones que les hacemos a los pobres, pero con esta condición: que todo pecador, cuando le ofrece a Dios su dinero, le ofrezca al mismo tiempo su alma... Cuando el Señor dijo: "Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios" (Mc 12,17), es como decir: "como devolvéis al César su imagen sobre la moneda de plata, le devolvéis también a Dios la imagen de Dios" (cf Gn 1,26)... 

Por eso, como ya dijimos, cuando le damos dinero a los pobres, le ofrecemos nuestra alma a Dios con el fin de que allí dónde está nuestro tesoro, allí también pueda estar nuestro corazón. En efecto, ¿por qué Dios nos pide dar dinero? Seguramente porque sabe que particularmente nos gusta y que pensamos en eso sin cesar; y que allí dónde está nuestro dinero, allí también está nuestro corazón. Por eso Dios nos exhorta a tener tesoros en el cielo dando a los pobres; para que nuestro corazón siga allí donde ya enviamos nuestro tesoro y donde, cuando el sacerdote dice: "Levantemos el corazón", pudiéramos responder con una conciencia tranquila: "Lo tenemos levantado hacia el Señor".

Manuel, Sabel e Ismael, Santos
Mártires, 17 de junio

Santo Tradicional - No incluido en el actual Martirologio Romano

Martirologio Romano: Los Santos Mártires Manuel, Sabel e Ismael, en Calcedonia; los cuales yendo por embajadores del rey de Persia para tratar de paces con Juliano Apóstata, quiso éste obligarlos a que adorasen los ídolos; pero rehusando ellos obedecer, y manteniéndose constantes en confesar a Jesucristo, fueron degollados ( 362)

Breve Biografía
Es común dar por supuesto que con la paz concedida a la Iglesia por el emperador Constantino en 313 por el Edicto de Milán terminaron las persecuciones del Imperio Romano contra los cristianos, pero esto supondría olvidarse de Juliano el Apóstata, que si ha pasado a la historia con ese apodo es porque a pesar de haber sido educado en la fe cristiana, optó por volver al culto de los antiguos dioses del Imperio, lo que implicó nuevas víctimas, entre las que se encuentran San Manuel, al que no podemos separar de sus hermanos y compañeros San Sabel y San Ismael.

Los autores del “Acta Sanctorum”, conocidos como los Bolandistas, por haber sido el jesuita P. Juan Boland (+ 1665) el iniciador de la ingente obra de recopilar con espíritu crítico toda la documentación auténtica relativa a los santos, dedican siete páginas, en el tomo III de Junio, a recoger el texto griego y la versión latina de unas Actas de estos mártires según un manuscrito conservado en la Biblioteca Vaticana. Aunque parece ser que estas Actas son tardías, son sin embargo la fuente más importante de que disponemos sobre estos mártires y por ello la que sigue el clásico Año Cristiano del jesuita Juan Croisset Manuel, Sabel e Ismael eran tres hermanos persas; aunque su padre era pagano, su madre, cristiana, los educó en la fe de Jesucristo con la ayuda de un presbítero. Aparte de sus virtudes cristianas y su sólida formación, poco más sabemos de su vida; únicamente, los suponemos cercanos a la corte de su soberano, al que las Actas dan el nombre de Baltano.

El texto del Martirologio que hemos citado anteriormente ya nos describe su misión: tratar de mediar ante el emperador Juliano para lograr la paz en la guerra que sostenía con los persas. Sin embargo, su misión se vio truncada por la negativa de ellos a participar en los sacrificios paganos que les exigía el emperador. Los tres hermanos trataron de hacer ver la distinción entre su misión diplomática y sus convicciones personales, pero el soberano, olvidándose de las inmunidades debidas a los embajadores, mandó ponerlos en prisión.

Continúan las Actas (y de ello se hace eco Croisset) refiriéndonos los reproches del Emperador a los santos, tildándolos de necios, y la respuesta de éstos que no dudan en despreciar a Juliano por poner su confianza en unos mudos ídolos de piedra. Tras ello, vienen los azotes por parte de los verdugos y que, colgados de un leño les rasgasen los costados y les clavasen clavos en los talones, que son acompañados por las súplicas confiadas de los mártires a Aquél que padeció en la Cruz para salvar al género humano. A las amenazas siguieron las lisonjas, hechas por separado a los dos hermanos menores y al mayor, que todos rechazaron categóricamente, por lo que fueron objeto nuevamente del suplicio del fuego en los costados. Seguidamente, el tirano mandó clavar a Manuel un clavo en la cabeza y otros dos en los hombros y que fuera llevado, amarrado junto a sus hermanos, al lugar donde finalmente serían decapitados. Era el lunes 17 de junio de 362.

Terminan las Actas señalando que la intención del perseguidor era quemar los cuerpos sagrados de los mártires para privar a los cristianos de sus reliquias, pero que se produjo un hecho prodigioso que provocó la conversión de muchos paganos: Se abrió la tierra acogiendo en su seno los restos venerados, siendo así preservados de su destrucción y posibilitando que después la comunidad cristiana los recogiera y sepultara reverentemente. Posteriormente, en tiempos del Emperador Teodosio, se edificaría una Iglesia en su honor en dicho lugar. Juliano el Apóstata murió en la guerra contra los persas y es tradición que sus últimas palabras, en referencia a Jesucristo, fueron: “Venciste, Galileo”.

Aunque sea común representar juntos a los tres hermanos mártires, en ocasiones encontramos sólo a Manuel; en estos casos lo identificamos por aparecer con los tres clavos a los que antes nos hemos referido, en la cabeza y los hombros (o más bien el pecho); algo se ha difundido su figura especialmente en Portugal por haber llevado su nombre el rey Manuel I (1469-1521).

Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón
Tiempo Ordinario. No acumulen tesoros en la tierra. Este es un consejo de prudencia, porque no son seguros.

Oración introductoria
Ayúdame a ver con los ojos de la fe. Que todo acontecimiento en mi vida y en la de los demás, lo vea en el plano sobrenatural. Que vea con tus ojos, y así pueda servirte a ti y a mis hermanos los hombres. Ayúdame, pues sé que solo no podré, pero con tu gracia no se nublará mi vista. Y viéndote con claridad en mi vida te sirva sólo a ti.

Petición
Señor Jesús, te entrego mis ojos para ver como Tú ves.

Meditación del Papa Francisco
No acumulen, para ustedes, tesoros en la tierra. Este es un consejo de prudencia, porque los tesoros sobre la tierra no son seguros: se estropean, vienen los ladrones y se los llevan. Y, ¿en qué tesoros piensa Jesús? Principalmente en tres y siempre vuelve sobre el mismo argumento.

El primer tesoro: el oro, el dinero, las riquezas...Pero no estás seguro con esto porque, quizá, te lo robarán; no, ¡estoy seguro con las inversiones!; ¡quizá cae la Bolsa y tú te quedas sin nada! Dime, ¿un euro más te hace más feliz o no? Las riquezas, tesoro peligroso, peligroso... Pero las riquezas son buenas, sirven para hacer muchas cosas buenas, para llevar adelante la familia: ¡esto es verdad! Pero si tú las acumulas como un tesoro, ¡te roban el alma! Jesús en el Evangelio vuelve a este tema, sobre las riquezas, sobre el peligro de las riquezas, sobre poner la esperanza en las riquezas.

El segundo tesoro: la vanidad. El tesoro de tener prestigio, de hacerse ver. Y esto siempre es condenado por Jesús. De esto modo, ha invitado a pensar lo que Jesús dice a los doctores de la ley, cuando ayunan, cuando dan limosna, cuando rezan para hacerse ver.

Finalmente el tercer tesoro es el orgullo, el poder. Se narra la caída de la reina Atalía, su gran poder duró siete años, después fue asesinada. ¡El poder termina! Cuántos grandes, orgullosos, hombres y mujeres de poder han terminado en el anonimato, en la miseria o en prisión. Es de ahí de donde viene la exhortación de no acumular dinero, vanidad, orgullo, poder. Estos tesoros no sirven. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 20 de junio de 2014, en Santa Marta).

Reflexión 
San Juan Pablo II en una ocasión dijo que no podíamos negar en la oscuridad, en momentos difíciles, lo que hemos podido ver con claridad en la luz. Y es que en algún momento de nuestra vida, hemos visto con claridad la luz de Dios en nuestra vida, su amor, su misericordia. Pero en ocasiones, la queremos ahogar o esconder, cubriéndola con nuestros problemas, o incluso con nuestros éxitos. Sin embargo, sabemos que la hemos visto.

Y esa luz que hemos visto, no podemos negarla ante la primera adversidad, o esconderla en los momentos de éxito. Hemos visto, hemos sido testigos. Por eso debemos cuidar siempre que nuestra vista no se nuble. Asegurarnos, y pedirle a Dios la gracia. De manera que podamos únicamente servir a un solo Señor.

Propósito
Veré la mano de Dios en las cosas sencillas de mi vida ordinaria.

Diálogo con Cristo
Señor, ayúdame a ver la claridad de tu luz. Que no sea ciego a tu amor, a tu fidelidad, a tu constante intervención en mi vida. Que ante tantas “lucecitas del pecado”, que me ofrecen una felicidad incierta, brille ante todo tu luz en mi vida. Y que, con mis obras, refleje tu luz, para que mis hermanos puedan alabarte y servirte también a ti.

Es propio de la luz el iluminar en cualquier parte en que se encuentre (San Hilario, Catena Aurea, vol. I, p. 263)
 
¿QUÉ SENTIDO TIENE LA VIDA?
"El hombre está en el mundo porque alguien lo amó: Dios. El hombre está en el mundo, para amar y para ser amado".


A menudo me pregunto qué sentido tiene la vida. Los años pasan, envejecemos, algunos muy queridos se han marchado. Miras a tu alrededor y te dices: “¿Qué sentido tiene todo esto?”

Suelo reflexionar y me pregunto tantas cosas.

Dios le da sentido a todas las cosas que hago. Su Amor me motiva a continuar, y a tratar de ser una mejor persona, para Él y por Él. Y aunque no siempre lo consigo, sé que valora nuestros esfuerzos y sonríe complacido cada vez que lo intentamos.

A menudo siento que nos ve como a niños. Somos sus pequeños. Se ilusiona al vernos crecer, le alegran nuestros triunfos, está a tu lado cuando fracasas. Siempre está contigo.

He descubierto que experimentar su presencia amorosa te transforma la vida. Después de esta experiencia, de este fuego que te quema el alma, ya no puedes ser el mismo.

Algo en ti ha cambiado, muy profundamente. Ves todo tan diferente. Tu corazón encuentra el sentido de las cosas. Se enciende, se inflama con su Amor.

A partir de ese momento sólo puedes amar y te das cuenta que es verdad:“El hombre está en el mundo porque alguien lo amó: Dios. El hombre está en el mundo, para amar y para ser amado”.

Deja un momento tus ocupaciones habituales y dedícate algún rato a Dios

Ea, hombrecillo, deja un momento tus ocupaciones habituales; entra un instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos. Arroja fuera de ti las preocupaciones agobiantes; aparta de ti tus inquietudes trabajosas. Dedícate algún rato a Dios y descansa siquiera un momento en su presencia. Entra en el aposento de tu alma; excluye todo, excepto Dios y lo que pueda ayudarte para buscarle; y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de él. Di, pues, alma mía, di a Dios: «Busco tu rostro; Señor, anhelo ver tu rostro».

Y ahora, Señor, mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte, dónde y cómo encontrarte.Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré, estando ausente? Si estás por doquier, ¿cómo no descubro tu presencia? Cierto es que habitas en una claridad inacce­sible. Pero ¿dónde se halla esa inaccesible claridad?, ¿cómo me acercaré a ella? ¿Quién me conducirá hasta ahí para verte en ella? Y luego, ¿con qué señales, bajo qué rasgo te buscaré? Nunca jamás te vi, Señor, Dios mío; no conozco tu rostro. 

¿Qué hará, altísimo Señor, éste tu desterrado tan lejos de ti? ¿Qué hará tu servidor, ansioso de tu amor, y tan lejos de tu rostro? Anhela verte, y tu rostro está muy lejos de él. Desea acercarse a ti, y tu morada es inacce­sible. Arde en el deseo de encontrarte, e ignora dónde vives. No suspira más que por ti, y jamás ha visto tu rostro. Señor, tú eres mi Dios, mi dueño, y con todo, nunca te vi. Tú me has creado y renovado, me has concedido to­dos los bienes que poseo, y aún no te conozco. Me creaste, en fin, para verte, y todavía nada he hecho de aquello para lo que fui creado. Entonces, Señor, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo te olvidarás de nosotros, apartando de nosotros tu rostro? ¿Cuándo, por fin, nos mirarás y escucharás? ¿Cuándo llenarás de luz nuestros ojos y nos mostrarás tu rostro? ¿Cuándo volverás a nosotros? Míranos, Señor; escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Manifiéstanos de nuevo tu presencia para que todo nos vaya bien; sin eso todo será malo. Ten piedad de nuestros trabajos y esfuerzos para llegar a ti, porque sin ti nada podemos. Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca; porque no puedo ir en tu busca a menos que tú me ense­ñes, y no puedo encontrarte si tú no te manifiestas. De­seando te buscaré, buscando te desearé, amando te hallaré y hallándote te amaré.

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