Los trabajadores de la viña del Señor
- 17 Agosto 2016
- 17 Agosto 2016
- 17 Agosto 2016
Evangelio según San Mateo 20,1-16a.
Porque el Reino de los Cielos se parece a un propietario que salió muy de madrugada a contratar obreros para trabajar en su viña. Trató con ellos un denario por día y los envío a su viña. Volvió a salir a media mañana y, al ver a otros desocupados en la plaza, les dijo: 'Vayan ustedes también a mi viña y les pagaré lo que sea justo'. Y ellos fueron. Volvió a salir al mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Al caer la tarde salió de nuevo y, encontrando todavía a otros, les dijo: '¿Cómo se han quedado todo el día aquí, sin hacer nada?'. Ellos les respondieron: 'Nadie nos ha contratado'. Entonces les dijo: 'Vayan también ustedes a mi viña'. Al terminar el día, el propietario llamó a su mayordomo y le dijo: 'Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando por los últimos y terminando por los primeros'. Fueron entonces los que habían llegado al caer la tarde y recibieron cada uno un denario. Llegaron después los primeros, creyendo que iban a recibir algo más, pero recibieron igualmente un denario. Y al recibirlo, protestaban contra el propietario, diciendo: 'Estos últimos trabajaron nada más que una hora, y tú les das lo mismo que a nosotros, que hemos soportado el peso del trabajo y el calor durante toda la jornada'. El propietario respondió a uno de ellos: 'Amigo, no soy injusto contigo, ¿acaso no habíamos tratado en un denario? Toma lo que es tuyo y vete. Quiero dar a este que llega último lo mismo que a ti.
¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?'. Así, los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos».
Santa Juana Delanoue
Santa Juana Delanoue, virgen y fundadora
En la localidad de Saumur, cerca de Angers, en Francia, santa Juana Delanoue, virgen, que, confiada totalmente en la ayuda de la divina Providencia, acogió primeramente en su casa a huérfanas, ancianas y mujeres enfermas y de mala vida, y después fundó con algunas compañeras compañeras, el Instituto de Hermanas de Santa Ana y de la Providencia.
La historia del cristianismo presenta numerosos casos de penitentes que, en cooperación con la gracia de Dios, consiguieron volver las espaldas a una vida de pecado y miseria espiritual y llegar a las alturas de la santidad. La vida de pecado de muchos de esos santos penitentes llega a veces a extremos verdaderamente inauditos de maldad y depravación. Santa Juana Delanoue no tuvo que arrancarse a una vida de pecados enormes, sino a una vida de mundanidad y egoísmo, a las pequeñeces y ridículas vanidades del materialismo de una existencia burguesa. Su padre, que era originario de Saumur, ciudad de Anjou, vendía telas, piezas de alfarería y objetos de devoción, ya que por la ciudad pasaban los peregrinos que iban al santuario de Nuestra Señora des Ardilliers.
Aunque el negocio prosperaba, la situación de la familia Delanoue no era precisamente desahogada, pues el matrimonio tenía doce hijos. Juana, que era la menor, nació en 1666. La madre de Juana murió veinticinco años más tarde, después de largos años de viudez y Juana heredó la casa y la tienda, con poca mercancía y menos capital. Asoció inmediatamente al negocio a su sobrina de diecisiete años, llamada también Juana Delanoue, quien no sólo se parecía a ella en el nombre.
El primer objetivo de ambas jóvenes era ganar dinero, y los vecinos empezaron a notar pronto la diferencia con la época en la que la madre de Juana regenteaba la tienda y ayudaba generosamente a los mendigos que llamaban a la puerta. Ahora se daba a los mendigos con ella en las narices y la tienda estaba abierta aún los domingos, lo cual no era sólo una violación escandalosa del tercer mandamiento, sino también una injusticia para con los otros comerciantes. Por otra parte, las jóvenes alquilaban como posada a los peregrinos la habitación de la trastienda, que era una especie de cueva excavada en la falda de una colina. En una palabra, Juana empezó a internarse por el camino de «los negocios», sin darse cuenta de que se enredaba, cada vez más, en toda clase de triquiñuelas y pecados más o menos leves. De niña había sido muy devota y aún había tendido un tanto a los escrúpulos.
Pero la atmósfera religiosa del lugar era seca y formalista: prácticamente se confundía el amor de Dios con una serie de devociones y se reducía el cumplimiento de la voluntad divina a una cuestión de reglas y prescripciones. Juana ya no era una niña y, en su nueva posición social de dueña de un comercio, no podía ignorar esa sustitución del espíritu por la letra; así, todo el mundo estaba al corriente de que Juana Delanoue mandaba a su sobrina a comprar los víveres poco antes de la comida, para poder decir a los mendigos con conciencia tranquila, que no tenía nada que darles.
La víspera de la Epifanía de 1693, se presentó por primera vez en Saumur una extraña mujer, ya entrada en edad, que durante varios años iba a desempeñar en la vida de Juana un papel curioso y difícil de definir. Francisca Souchet era una viuda, originaria de Rennes, que pasaba su tiempo en peregrinar de un santuario a otro. Unos la calificaban de loca, otros de santa visionaria y otros más de simplona. El hecho es que la viuda relataba a todo el mundo sus «visiones celestiales» con el lenguaje oscuro y misterioso de los oráculos y empezando siempre por las palabras: «Él (Dios) me ha dicho ... » En un arranque de generosidad, Juana ofreció posada a la viuda por un precio irrisorio. Lo único que dijo la viuda en aquella ocasión fue: «Dios me ha enviado por vez primera a conocer el camino».
Como quiera que fuese, Juana se mostró particularmente inquieta y nerviosa mientras la viuda estuvo hospedada en su casa y, durante la cuaresma siguiente, fue a escuchar a los predicadores de diversas iglesias con la esperanza de encontrar algún consuelo a su intranquilidad. Finalmente, abrió su corazón al P. Geneteau, que era un hombre experimentado en la dirección de conciencia y ejercía el cargo de capellán del hospital municipal. El primer fruto de la dirección del P. Geneteau fue que Juana cesó de abrir la tienda los domingos. A las pocas semanas, la vida religiosa de Juana empezó a enfervorizarse, aunque el espíritu de avaricia seguía profundamente arraigado en ella. La Sra. Souchet volvió a Saumur en Pentecostés y al salir de la misa, empezó a referir a Juana sus visiones: «Él dice esto; Él dice lo otro ...» Lo que «Él» decía era absolutamente ininteligible. Sin embargo, Juana escuchaba atentamente a la viuda, pues empezó a sospechar que Dios podía valerse de aquella mujer andrajosa para comunicarle algo y aún empezó a entrever qué era lo que Dios quería decirle: «Tuve hambre y no me diste de comer; tuve sed y no me diste de beber; era yo un forastero y no me recibiste en tu casa; estaba yo desnudo y no me vestiste; estaba enfermo y no me visitaste ...» Y súbitamente Juana comprendió que su verdadera vocación no era el comercio, sino el servicio de los pobres; que no estaba hecha para recibir, sino para dar y para dar sin distinción. Inmediatamente se dirigió a su guardarropa y sacó sus mejores vestidos: «Este es para la señora de tal. Sé perfectamente que no lo necesita, pero Dios ha dicho que se lo regale». Esta notable conversión se confirmó, por decirlo así, un par de semanas más tarde. Cuando la sobrina llegó a la tienda un día, encontró a Juana de pie, perfectamente inmóvil e insensible a cuanto sucedía a su alrededor. Cualquiera que haya sido la naturaleza de aquel éxtasis, el hecho es que duró tres días y tres noches. Durante él vio Juana que estaba llamada al servicio de los más abandonados, que otras personas la seguirían en esa ardua empresa y que el P. Geneteau sería su director y la Madre de Dios su guía. El tiempo demostró la veracidad de la visión.
¿Pero dónde estaban esos seres abandonados de los que Juana debía ocupars? Francisca Souchet se lo indicó: «Él me ha dicho que debéis transladaros a Saint-Florent y consagraros al cuidado de seis niños que encontraréis en un establo». Así lo hizo Juana y encontró en Saint-Florent, en un establo, una familia compuesta del padre, la madre y seis hijos, todos enfermos de hambre y de frío. Juana llenó una carreta con alimentos, vestidos y cobertores y, durante dos meses, dedicó dos o tres días de la semana al cuidado de aquella familia. Pero eso fue sólo el comienzo. Pronto empezaron a llegarle noticias sobre otros miserables y, en 1698, Juana acabó por cerrar la tienda. Su vocación no era recibir sino dar. Tres años má tarde, tenía ya una docena de huérfanos en su casa y en el antiguo local.
Las gentes empezaron a Ilamar a la obra «La Casa de la Providencia», pues no comprendían de dónde sacaba Juana dinero para sostenerla. La respuesta la dio Francisca Souchet: «El rey de Francia no va a abriros sus tesoros; pero los tesoros del Rey del cielo estarán siempre a vuestra disposición». Las malas lenguas no faltaban. Y los hechos justificaron aparentemente sus malos augurios, ya que una mañana de otoño de 1702, la casa de Juana se vino abajo, debido a una falla del terreno, y uno de los niños pereció en la catástrofe. «¡Buena está la casa de la Providencia!», murmuraron los detractores. Y aún los partidarios de Juana se expresaron en términos más propios de Job que de Jesucristo. La santa se transladó con sus huérfanos al establo de la casa de los padres del oratorio. Pero los mendigos y pícaros que empezaron entonces a frecuentar el lugar turbaban la paz religiosa de la casa, de suerte que, tres meses más tarde, Juana tuvo que emigrar. Durante los tres años siguientes, se alojó con su gran familia en una casa que constaba de tres habitaciones, una cocina y una cueva anexa. Por entonces se unieron a Juana y su sobrina otras dos jóvenes, Juana Bruneau y Ana María Tenneguin. La santa les abrió su corazón y les explicó que el Señor le había revelado que iba a fundar una congregación religiosa consagrada al cuidado de los pobres y de los enfermos. Según el testimonio del P. Cever, Juana poseía una elocuencia sencilla, más eficaz que los sonoros párrafos de los predicadores. El hecho es que las tres jóvenes se mostraron prontas a seguirla.
El 26 de julio de 1704, con la aprobación del P. Geneteau, las nuevas religiosas vistieron el hábito por primera vez. Como era el día de la fiesta de Santa Ana, tomaron el nombre de Hermanas de Santa Ana. Por falta de sitio, la santa tenía que rechazar constantemente a huérfanos y ancianos que necesitaban de sus cuidados. Juana había soñado durante años en ver su pequeña Casa de la Providencia transformada en una gran mansión. Como decía Mons. Trochu, era la manera de demostrar a los detractores de la obra que aquella «burra de Balaam» sabía más que los sabios del mundo. En 1706, reuniendo todo su valor, la santa pidió a los padres del oratorio que le alquilaran la gran «Casa de la Fuente». Los padres aceptaron el trato, no sin elevar el precio de la renta 150%, ya que los nuevos inquilinos eran más sucios y revoltosos que sus predecesores. En ese mismo año, pasó por Saumur san Luis Grignion de Montfort (quien sería canonizado el año de la beatificación de Juana, 1947), y la santa decidió consultar con él su vocación y su obra. San Luis la reprendió al principio, diciéndole que el orgullo la había llevado a la exageración en la mortificación. Sin embargo, acabó por decirle, en presencia de las otras religiosas: «Proseguid por el mismo camino. El Espíritu del Señor os guía por el camino de la penitencia. Escuchad su voz y no temáis».
Los siguientes diez años fueron un período de altibajos, de consuelos y pruebas. El obispo de Angers, Mons. Poncet de la Riviére, aprobó las reglas de la nueva congregación. La santa, al hacer los primeros votos, tomó el nombre de Juana de la Cruz. Pero los padres del oratorio, que procedían como señores feudales, dieron a la santa no pocos dolores de cabeza, ya que pretendían apoderarse de la dirección de las religiosas y de la obra. Embebidos en el espíritu jansenista, los oratorianos veían con malos ojos que el P. Geneteau hubiese autorizado a Juana y a su comunidad a comulgar diariamente. No sabemos de dónde sacaba la santa el dinero necesario para sostener su obra. En el año de carestía de 1709, había más de cien personas en la Casa de la Providencia. Dos años después, el escorbuto puso en peligro la vida de las religiosas y de sus pupilos. En uno de los peores momentos, se presentó inesperadamente un nuevo bienhechor, Enrique de Valliére, gobernador de Annecy, quien estableció la obra sobre bases más firmes, regalando a la comunidad «La Casa de los Tres Angeles». Otros tres bienhechores se encargaron de la construcción de las dependencias y del pago de las reparaciones que fue necesario hacer. Cuando los edificios quedaron terminados, casi hacía falta un guía para encontrar el camino, pues había sitio para los huérfanos, los enfermos y los ancianos. En esa forma, en 1717, la Casa de la Providencia se convirtió en la Gran Casa de la Providencia. Antes de tomar posesión de la «Casa de los Tres Angeles», la madre Juana hizo un retiro espiritual de diez días, en el que tuvo las experiencias místicas más extraordinarias.
Por entonces se retiró el P. Geneteau y le sustituyó el P. de Tigné, quien dirigió a las religiosas con no menor prudencia, bondad y generosidad. También él se vio obligado a moderar a la santa en sus penitencias, que dos siglos más tarde Pío XI calificó de «increíbles». Desde la época de su conversión, dormía sentada en una silla o recostada en un cofre, con una piedra por almohada. Ya en vida, se atribuyeron a la madre Juana varias curaciones milagrosas. Sin embargo, Dios permitió que ella sufriese de atroces dolores de muelas y de oídos y de un extraño mal de las manos y los pies, cuyo origen, sin duda, no era puramente físico. En 1721, la congregación empezó a extenderse en Francia, donde pronto tuvo una docena de casas. Pero la santa nunca creía haber hecho bastante. Finalmente, en septiembre de 1735, fue presa de una violenta fiebre, a la que siguieron cuatro meses de grandes sufrimientos espirituales. Dios quiso que recobrase la paz del alma, pero no la salud del cuerpo. La madre Juana murió apaciblemente el 17 de agosto de 1736, a los setenta años de edad. «Aquella modesta tendera hizo más por los pobres de Saumur que todos los miembros del Consejo juntos. El rey les mandó que construyesen un hospicio gratuito para cien ancianos y no lo hicieron. Juana Delanoue, sólo con limosnas, consiguió construir un asilo para trescientas personas.» «¡Fue una gran mujer y una gran santa!» Tal era la opinión de los habitantes de Saumur. Y la Iglesia proclamó ante el mundo entero la santidad de Juana Delanouecon su beatificación en 1947, y su canonización por SS Juan Pablo II en 1982.
La fuente biográfica principal son las memorias de la hermana María Laigle, quien vivió en la comunidad de Saumur a principios del siglo XVIII. El primer biógrafo de la beata fue el P. Cever (Discours). La biografía oficial es la de Mons. Trochu (1938).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
San Gregorio Magno (c. 540-604), papa y doctor de la Iglesia Homilías sobre el Evangelio, n° 19
Los trabajadores de la viña del Señor
El Reino de los cielos se compara a un padre de familia que contrata trabajadores para cultivar su viña. Sin embargo ¿quién puede ser más justamente comparado con este padre de familia que nuestro Creador, que gobierna lo que ha creado, y ejerce en este mundo el derecho de propiedad sobre sus elegidos como un maestro sobre los servidores que tiene en su casa? Posee una viña, la Iglesia universal, que ha tenido siempre, por así decirlo, sarmientos que han producido santos, desde Abel, el justo, hasta el último elegido que nacerá al final del mundo.
Este Padre de familia contrata trabajadores para cultivar su viña, desde el amanecer, a la hora tercera, a la sexta, en la novena y a la 11ª hora, ya que no ha cesado, del comienzo del mundo hasta el final, de reunir predicadores para instruir a la multitud de fieles. El amanecer del día, para el mundo, era desde Adán a Noé; la tercera hora, de Noé a Abraham; la sexta, de Abraham a Moisés; la novena, de Moisés hasta la llegada del Señor; y la 11ª hora, de la venida del Señor hasta el final del mundo. Los santos apóstoles han sido enviados para anunciar en esta última hora, y aunque han llegado tarde, han recibido un salario completo.
El Señor no deja en ningún momento de enviar obreros para cultivar su viña, es decir para enseñar a su pueblo. Porque mientras hacía fructificar las buenas costumbres de su pueblo por los patriarcas, y luego por los doctores de la ley y los profetas, y, por último, los apóstoles, trabajaba, en cierto modo, cultivando su viña por medio de sus trabajadores. Todos aquellos que, a una fe recta, han unido las buenas obras, han sido los obreros de esta viña.
¿Es injusto Nuestro Señor?
Mateo 20, 1-16. Tiempo Ordinario. El premio de la acogida que damos a Cristo es uno solo, igual para todos: el denario de la gloria y de la felicidad eterna.
Oración
Señor, gracias por darme la gran oportunidad de poder trabajar en tu viña. Permite que en esta oración crezca en la fe y en amor para que nunca haga comparaciones inútiles y que, en todo, y con todos, promueva la unidad y la concordia.
Petición
Jesús, concédeme que sepa reconocer siempre los innumerables dones con los que colmas mi vida.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.
¿Qué hay detrás de una llamada?
Hoy me presentas diversos llamados que haces a los hombres. A unos los llamas en la mañana de su vida, a otros en la juventud, a algunos en su edad adulta y unos más en la vejez. Lo que me impacta es que llamas. Tú nunca dejas de llamar e invitar a seguirte. Pero ¿qué hay detrás de una llamada? Generalmente cuando llamo a alguien, lo hago por diversos motivos. Puedo llamar a una persona porque necesito algo de él, porque lo quiero tener a mi lado, porque él necesita algo de mí, porque me agrada pasar tiempo junto a él.
Sin embargo la pregunta puede ir más allá: ¿por qué siendo Tú, Dios Todopoderoso, llamas al hombre? Tú has hecho, sin mi ayuda, el mundo con todas sus maravillas, has llevado los hilos de la historia por muchísimos siglos, has obrado la redención sin mi presencia. Y entonces, ¿por qué me llamas para que colabore en la misión de instaurar tu Reino, trabajar en tu viña, sembrar tu Palabra? Ésta es la pregunta que quiero platicar contigo en esta oración. En ella podré encontrar un poco mejor el sentido de mi existencia y de mi vocación al Regnum Christi.
¡Qué maravilla que no eres el Dios autosuficiente que trabaja solo! Pides mi colaboración. Bien lo podrías hacer Tú solo y mucho mejor de como lo haría yo… pero no. ¡Soy importante para Ti! Me pensaste, me creaste, me miraste, me guiaste a tu encuentro, me miraste fijamente, me señalaste, te dirigiste a mí y me llamaste. No te importó mi edad, mi vestido, mi debilidad, mi cualidad. Sólo por amor me llamaste y en este mismo amor me sostienes. Dame la gracia de ser fiel a la vocación que me has dado y a cada invitación que a cada momento de mi vida me estás haciendo. «Somos artífices de la cultura del encuentro. Somos sacramento viviente del abrazo entre la riqueza divina y nuestra pobreza. Somos testigos del abajamiento y la condescendencia de Dios, que precede en el amor incluso nuestra primera respuesta. El diálogo es nuestro método, no por astuta estrategia sino por fidelidad a Aquel que nunca se cansa de pasar una y otra vez por las plazas de los hombres hasta la undécima hora para proponer su amorosa invitación.»
(Discursode S.S. Francisco, 23 de septiembre de 2015).
Reflexión
¿Has leído con atención el Evangelio de hoy? Conviene que lo hagas, porque humanamente es muy desconcertante...
Estamos demasiado habituados a oír hablar de los “derechos de los trabajadores”, de sindicatos obreros y de los derechos de las clases sociales menos favorecidas, vocablos y conceptos acuñados por las diversas corrientes del socialismo. A primera vista, parecería que Jesucristo nos hablara hoy de este mismo tema, pero la realidad es muy diferente.
Nuestro Señor nos narra la historia de un rico propietario que va a la ciudad a contratar jornaleros para su viña a distintas horas del día: a unos los contrata al amanecer, a otros a media mañana, al mediodía a otros, y a los últimos al atardecer. Y, cuando los llama para darles la “raya”, –su salario–, comienza por los que trabajaron sólo una hora. Les da un denario a cada uno. Obviamente, los primeros, al ver la escena, comenzaron a frotarse las manos pensando que a ellos les tocaría de a más. Pero, ¡cuál no fue su sorpresa al recibir, también ellos, un denario! Pero es que ellos habían aguantado el peso del bochorno, del trabajo y del calor de todo el día!... ¡Qué injusticia! ¿Por qué actúa así el dueño de la viña? Si hubieran existido en tiempos de Jesús los sindicatos de trabajadores, seguramente habrían demandado a ese propietario por ser un “negrero” y un “burgués explotador”!...
Pero, vayamos con calma. Jesucristo NO nos está hablando aquí de la justicia distributiva, ni de salarios, ni de nada de eso. El contexto es bastante diferente. Vamos a ubicarnos.
Si volvemos a leer el Evangelio, nos daremos cuenta de que Cristo comienza la parábola con estas palabras: “El Reino de los cielos se parece a un propietario que...” Aquí está el tema: nos está hablando del Reino de los cielos. Es decir, de la posibilidad de ser de aquellos que reciben la redención mesiánica. Dicho con palabras simples, trata de nuestra salvación, de esa que Cristo vino a traernos con su venida a la tierra y que continuará a lo largo de los siglos a través de su Iglesia.
El problema que afronta Jesús en la parábola es qué lugar o posición tendrán los hebreos y los paganos, los justos y los pecadores en relación con este mensaje salvífico que Él vino a anunciar. Éste era un tema muy candente en los tiempos de Cristo: los escribas y fariseos –que se creían los “justos” y los predilectos del pueblo judío–, ¿tenían que creer en la predicación del Bautista o no? ¿tenían que hacer caso a las enseñanzas de Cristo o era éste un “falso profeta” a quien ellos podían juzgar y condenar libremente? ¡Esto fue precisamente lo que hicieron ésos con nuestro Señor! En cambio, los publicanos, los pecadores y las prostitutas –a quienes los fariseos despreciaban como judíos de “segunda clase” y como gente perversa y “maldita”–, éstos sí creyeron en Cristo y se convirtieron...
A esta luz hemos de entender la parábola: los jornaleros de primera hora de la mañana son los fariseos, y los de la última hora vespertina son los pecadores. Los mañaneros son el antiguo Israel, y los postreros somos los que formamos la Iglesia de Cristo. Éste es el sentido de las palabras del Maestro: “Los primeros serán los últimos, y los últimos serán los primeros”.
¿Por qué? Porque aquéllos no abrieron su corazón a Cristo. Nuestro
Señor no nos hace ninguna injusticia. Más bien, ¡somos nosotros los afortunados!, ¿no te parece? Y es que el premio de la acogida que damos a Cristo no puede ser sino uno solo, igual para todos: el denario de la gloria y de la felicidad eterna. Pero, una vez abrazada la fe, ya la recompensa será diversa para cada uno, como dice san Pablo: “Dios dará a cada uno según sus obras” (Rom 2,6).
Y es que Dios, amigo lector, no es injusto. ¡No puede serlo! Sería un absurdo. Es lo que dice el propietario a los jornaleros que le protestan: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que yo quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”. Su amor y su misericordia son infinitos, y superan con creces y sin punto de comparación las leyes de la justicia humana. ¡Para dicha y fortuna nuestra!
Propósito
No buscar el reconocimiento de los demás al ayudarlos en alguna cosa y recordar que el premio de la acogida que damos a Cristo es el denario de la gloria y de la felicidad eterna.
Diálogo con Cristo
Señor, dame el abandono y confianza que debo tener en todos y cada uno de los días de mi vida, para que no me atreva a desconfiar de tu ternura y misericordia. Tú nunca te dejas ganar en generosidad y nos das el ciento por uno, ¡gracias Señor por tu inmensa bondad! Permite que tu medida de amor sea la mía, en mis relaciones familiares y sociales. Que busque ser el primer servidor de todos.
Parece que Dios no escucha mi plegaria
Será que no somos perseverantes en la plegaria o no pedimos como debemos.
Se cuenta que el emperador romano Alejandro Severo, pagano, pero naturalmente honesto, tuvo un día entre sus manos un pergamino en donde se hallaba escrito el Padrenuestro. Lo leyó lleno de curiosidad y tanto le gustó que ordenó a los orfebres de su corte fundir una estatua de Jesucristo, de oro purísimo, para colocarla en su propio oratorio doméstico, entre las demás estatuas de sus dioses, ordenando pregonar en la vía pública las palabras de aquella oración. Una oración tan bella sólo podía venir del mismo Dios.
Se han escrito muchísimos comentarios sobre el Padrenuestro, y creo que nunca terminaríamos de agotar su contenido. No en vano fue la oración que Jesucristo mismo nos enseñó y que, con toda razón, se ha llamado la “oración del Señor”. Es la plegaria de los cristianos por antonomasia y la que, desde nuestra más tierna infancia, aprendemos a recitar de memoria, de los labios de nuestra propia madre.
En una iglesia de Palencia, España, se escribió hace unos años esta exigente admonición:
No digas "Padre", si cada día no te portas como hijo.
No digas "nuestro", si vives aislado en tu egoísmo.
No digas "que estás en los cielos", si sólo piensas en cosas terrenas.
No digas "santificado sea tu nombre", si no lo honras.
No digas "venga a nosotros tu Reino", si lo confundes con el éxito material.
No digas "hágase tu voluntad", si no la aceptas cuando es dolorosa.
No digas "el pan nuestro dánosle hoy", si no te preocupas por la gente con hambre.
No digas "perdona nuestras ofensas", si guardas rencor a tu hermano.
No digas "no nos dejes caer en la tentación", si tienes intención de seguir pecando.
No digas "líbranos del mal", si no tomas partido contra el mal.
No digas "amén", si no has tomado en serio las palabras de esta oración.
La parábola del amigo inoportuno, tan breve como tan bella, nos revela la necesidad de orar con insistencia y perseverancia a nuestro Padre Dios. Es sumamente elocuente: “Yo os digo que si aquel hombre no se levanta de la cama y le da los panes por ser su amigo –nos dice Jesús— os aseguro que, al menos por su inoportunidad, se levantará y le dará cuanto necesite”. Son impresionantes estas consideraciones. Nuestro Señor nos hacen entender que, si nosotros atendemos las peticiones de los demás al menos para que nos dejen en paz, sin tener en cuenta las exigencias de la amistad hacia nuestros amigos, ¡con cuánta mayor razón escuchará Dios nuestras plegarias, siendo Él nuestro Padre amantísimo e infinitamente bueno y cariñoso!
Por eso, Cristo nos dice: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá”. Si oramos con fe y confianza a Dios nuestro Señor, tenemos la plena seguridad de que Él escuchará nuestras súplicas. Y si muchas veces no obtenemos lo que pedimos en la oración es porque no oramos con la suficiente fe, no somos perseverantes en la plegaria o no pedimos como debemos; es decir, que se cumpla, por encima de todo, la voluntad santísima de Dios en nuestra vida. Orar no es exigir a Dios nuestros propios gustos o caprichos, sino que se haga su voluntad y que sepamos acogerla con amor y genrosidad. Y, aun cuando no siempre nos conceda exactamente lo que le pedimos, Él siempre nos dará lo que más nos conviene.
Es obvio que una mamá no dará un cuchillo o una pistola a su niñito de cinco años, aunque llore y patalee, porque ella sabe que eso no le conviene.
¿No será que también nosotros a veces le pedimos a Dios algo que nos puede llevar a nuestra ruina espiritual? Y Él, que es infinitamente sabio y misericordioso, sabe muchísimo mejor que nosotros lo que es más provechoso para nuestra salvación eterna y la de nuestros seres queridos. Pero estemos seguros de que Dios siempre obra milagros cuando le pedimos con total fe, confianza filial, perseverancia y pureza de intención. ¡La oración es omnipotente!
Y, para demostrarnos lo que nos acaba de enseñar, añade: “¿Qué padre entre vosotros, si el hijo le pide un pan, le dará una piedra? ¿O, si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O, si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”
Efectivamente, con un Dios tan bueno y que, además, es todopoderoso, ¡no hay nada imposible!
Termino con esta breve historia. En una ocasión, un niño muy pequeño hacía grandes esfuerzos por levantar un objeto muy pesado. Su papá, al ver la lucha tan desigual que sostenía su hijito, le preguntó:
- "¿Estás usando todas tus fuerzas?"
- "¡Claro que sí!" -contestó malhumorado el pequeño.
- "No es cierto –le respondió su padre— no me has pedido que te ayude".
Pidamos ayuda a nuestro Padre Dios…. ¡¡y todo será infinitamente más sencillo en nuestra vida!!
Audiencia de Francisco en la Pablo VI
Agencias
Francisco recuerda el milagro de los panes y los peces para apelar a la corresponsabilidad de los cristianos
“Jesús vino a traer a todos el amor de Dios, por eso pide a todos los creyentes que sean servidores de la misericordia”
“Jesús desea que su alimento llegue a todos, y que sus discípulos, que somos nosotros, lo entreguen a los demás”
Jesús Bastante, 17 de agosto de 2016 a las 10:29
- "Compromiso común para celebrar e irradiar el Evangelio de la misericordia desde Alaska hasta la Tierra del Fuego"
- El rostro joven de la misericordia
- Alegres testigos del Evangelio de la misericordia
Cuando Jesús te perdona los pecados, te abraza, te ama... todo queda saciado. Jesús limpia nuestro corazón, lo llena con su amor, su perdón, su compasión
(Jesús Bastante).- El relato del milagro de los panes y los peces fue el eje de la Audiencia General del Papa, pronunciada en el Aula Pablo VI. Muchos jóvenes, algunos de ellos vestidos con sus trajes sde novio, acompañaron a Bergoglio en su alocución. Muchos niños, que daban el toque de alegría a una reflexión, ya de por sí, optimista: "Dadles vosotros de comer". Un canto evangélico, el de la multiplicación de los panes y los peces, a la corresponsabilidad y la misericordia.
Un pasaje que, como apuntó el propio Francisco, repite el proceso que, posteriormente, Jesús enseñará a sus discípulos en la Última Cena. "Un gesto de bendición de Jesús. Él tiene cinco panes y dos peces, alza los ojos al cielo, recita la bendición, parte el pan y lo reparte. Es exactamente lo mismo que Jesús hizo en la Última Cena. Lo que cada sacerdote debe hacer", indicó.
Y es que, como apuntó el Papa, "Jesús desea que su alimento llegue a todos y que sus discípulos, que somos nosotros, sean los que lo entreguen a los demás". El relato de Mateo arranca en el momento en que Jesús conoce la muerte de Juan el Bautista, y sale en barca para estar solo. "Pero la gente, que no entiende, va a pie y llega antes que él, que iba en barco, a la otra orilla del río".
"Él los vio y sintió compasión por los más débiles. Así era Jesús, siempre con la compasión, siempre pensando en los otros", subrayó Bergoglio, quien destacó la "determinación de la gente que siente que les han dejado solos. Muerto Juan el Bautista, se aferran a Jesús, al cual el mismo Juan había dicho que era más fuerte que él".
"La gente le sigue para escucharle y para llevarle a los enfermos. Y Jesús se conmueve", porque "Jesús no es frío, no tiene un corazón frío, es capaz de conmoverse. Él se siente ligado a esta gente". Y así lo hizo. Según el relato evangélico, "el maestro se dedicó a la gente", porque "la compasión de Jesús no es un sentimiento vago, sino que muestra toda la fuerza de su voluntad por estar cerca de nosotros, por salvarnos. Te ama tanto Jesús... quiere estar cerca de nosotros".
"Al llegar la tarde, Jesús se preocupa de dar de comer a todos los que están allí, hambriento", añadió Francisco en su reflexión. "Jesús se preocupa de todos los que le siguen. Y les dice a los discípulos: Dadles vosotros de comer. Y demostró que el poco pan que había, con la fuerza de la fe y la oración, puede ser dividido y repartido por todos. Es un milagro. Pero es el milagro de la fe y la oración, con la compasión y el amor".
"Jesús partió el pan y se lo dio a los discípulos, y los discípulos a la gente... El pan se iba partiendo y así... el Señor va al encuentro a las necesidades de los hombres, y nos hace partícipes concretos de su compasión", añadió el Papa. Porque "Jesús quiere llegar a todos, para llevar a todos el amor de Dios. Por eso convierte a todo creyente en servidor de la misericordia de Dios".
El gesto de bendición, "exactamente lo mismo que hizo Jesús en la Última Cena, lo que cada sacerdote debe hacer". Porque "la comunidad cristiana renace continuamente de esta comunión eucarística". Porque "vivir la comunión con Cristo no supone no encontrarse con la realidad cotidiana, al contrario, es estar siempre en relación con los hombres y mujeres de nuestro tiempo, con el signo concreto de la misericordia y la atención a los necesitados".
"Si se nutre de Cristo, la Eucaristía de cada día nos convierte, poco a poco, en cuerpo de Cristo. Jesús vino a todos, para traer a todos el amor de Dios, por eso pide a todos los creyentes que sean servidores de la misericordia", concluyó el Pontífice, quien clamó a "los creyentes que recibimos este pan, estamos llamados por Jesús a aportar nuestro servicio a los demás, con la misma compasión de Jesús".
El relato de la multiplicación de los panes y los peces, concluye con la constatación de que todos quedaron saciados, y que sobraron panes y peces. "Cuando Jesús te perdona los pecados, te abraza, te ama... todo queda saciado. Jesús limpia nuestro corazón, lo llena con su amor, su perdón, su compasión", recordó Francisco.
"Jesús ha pedido a sus discípulos seguir, amar al pueblo y tenerlo unido, al servicio de la vida y de la comunión. Invoquemos al Señor para que su Iglesia sea siempre capaz de hacer este servicio, y que todos podamos ser instrumentos de comunión en la familia, en el trabajo, en la comunidad... signos visibles de la misericordia de Dios, que no quiere dejar a nadie fuera" porque "esta comunión con Dios es vida para todos"
Saludo en castellano:
Queridos hermanos y hermanas
Jesús se conmovió al ver a la multitud que estaba extenuada y hambrienta, y salió a su encuentro para socorrerla. No solamente se preocupó de los que le seguían, sino que deseaba que sus discípulos se comprometieran en auxiliar al pueblo, mandándoles: «dadles vosotros de comer».
La bendición de Jesús sobre los cinco panes y los dos peces anuncia de antemano la Eucaristía, de la que el cristiano se alimenta y de la que saca fuerza para la vida. La Eucaristía nos va trasformando en Cuerpo de Cristo y en alimento para nuestros hermanos. Jesús desea que su alimento llegue a todos y que sus discípulos, que somos nosotros, sean los que lo entreguen a los demás.
Jesús nos ha enseñado el camino a seguir y nos manda que seamos nosotros quienes lo llevemos a los demás, a él, que es alimento que sacia y da vida, crea unidad y comunión.
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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a alimentarse constantemente de la Eucaristía para ser a su vez alimento para los demás e instrumento de comunión en la familia, en el trabajo, en el ámbito donde viven, siendo testigos de la misericordia y la ternura de Dios. Muchas gracias.
"Pasar por la Puerta Santa es dirigirnos a la puerta del corazón misericordioso de Jesús"
En la catequesis de esta semana Francisco reflexiona sobre el pasaje del Evangelio de la resurrección del hijo de la viuda de Naín
Por: Rocío Lancho García / Papa Francisco | Fuente: ZENIT (https://zenit.org)
(ZENIT – Ciudad del Vaticano, 10 de agosto de 2016).- El papa Francisco se ha reunido con miles de fieles procedentes de todo el mundo, en el Aula Pablo VI del Vaticano, para la audiencia general de los miércoles. Esta mañana, el Santo Padre ha saludado con calma a todas las personas que se encontraban a ambos lados del pasillo, conversaba unos instantes con algunos, bendecía a los niños pequeños, recogía los regalos que le hacían e incluso encendió una vela de una tarta que le acercaron. Durante la catequesis, el Papa ha reflexionado sobre la lectura de la resurrección del hijo de la viuda de Naín.
Así, en el resumen que hace en español, ha indicado que este pasaje del Evangelio “nos muestra a Jesús que, movido por la ternura ante el dolor de una madre viuda que lleva a enterrar a sus hijo, hace el milagro de resucitar al joven, restituyéndolo vivo a la madre”. Y ha precisado que Jesús, en la puerta del pequeño poblado de Naín, no se queda indiferente frente a las lágrimas de la mujer sino que, lleno de misericordia por su sufrimiento, la consuela y actúa”.
Durante este Jubileo –ha precisado Francisco– sería bueno recordar lo ocurrido en la puerta de Naín, porque sabemos que pasar por la Puerta Santa es dirigirnos a la puerta del corazón misericordioso de Jesús que, como al joven difunto, nos invita a levantarnos y nos hace pasar de la muerte a la vida. “Él, con su ternura y su gracia, quiere también encontrarse con nosotros y darnos vida abundante”, ha asegurado.
En esta misma línea, el Pontífice ha indicado que “llegamos a la Puerta Santa para presentar a la misericordia del Señor la propia vida, con sus alegría y sus sufrimientos, con sus proyectos y sus caídas, con sus dudas y sus miedos, porque sabemos que es la puerta del encuentro entre el dolor de la humanidad y la compasión de Dios”.
A continuación, el Papa ha saludado cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los provenientes de España, Latinoamérica y Guinea Ecuatorial. Para ellos ha deseado que “Cristo nos conceda el don de su gracia para que aprendamos a ser misericordiosos y atentos a las necesidades de nuestros hermanos, recordando que la misericordia es un camino que sale del corazón y que debe llegar a las manos, a las obras de misericordia”.
Tras los saludos en las distintas lenguas, el Santo Padre, como es habitual, ha dedicados unas palabras a los enfermos, jóvenes y recién casados. Por ello, el Papa ha recordado que el lunes pasado recordamos la figura de santo Domingo de Guzmán, cuya Orden de los Predicadores celebra el octavo centenario de la fundación. Y así, ha deseado que la palabra iluminada de este gran santo estimula a los jóvenes “a escuchar y a vivir las enseñanzas de Jesús”. A los enfermos ha exhortado a que la fortaleza interior de santo Domingo les sostenga “en los momentos de desconsuelo”. Finalmente ha pedido que la dedicación apostólica de este santos les recuerde a los recién casados “la importancia de la educación cristiana en vuestra familia”.
Publicamos a continuación el texto completo de la catequesis del Santo Padre:
Queridos hermanos y hermanas, buenos días:
El pasaje del Evangelio de Lucas que hemos escuchado (7,11-17) nos presenta un milagro de Jesús realmente grande: la resurrección de un joven. Además, el corazón de este pasaje no es el milagro, sino la ternura de Jesús hacia la madre de este joven. La misericordia toma aquí el nombre de gran compasión hacia una mujer que había perdido al marido y que ahora acompañaba al cementerio a su único hijo. Es este gran dolor de una madre que conmueve a Jesús y le provoca el milagro de la resurrección.
En el introducir este episodio, el Evangelista se detiene en muchos detalles. En la puerta de la localidad de Naín, un pueblo, se encuentran dos grupos numerosos que proceden de direcciones opuestas y que no tienen nada en común. Jesús, seguido por los discípulos y de una gran multitud va a entrar en la ciudad, mientras, estaba saliendo una procesión que acompañaba a un difunto, con su madre viuda y una gran cantidad de personas. En la puerta los dos grupos se cruzan solamente yendo cada uno por su camino, pero es entonces cuando san Lucas señala el sentimiento de Jesús: “Al verla [a la mujer], el Señor se conmovió y le dijo: ‘No llores’. Después se acercó y tocó el féretro. Los que los llevaban se detuvieron” (vv. 13-14). Gran compasión guía las acciones de Jesús: es Él quien detiene la procesión tocando el féretro y, movido por la profunda misericordia por esta madre, decide afrontar la muerte, por así decir, de tú a tú. Y la afrontará definitivamente, de tú a tú, en la Cruz.
Durante este Jubileo, sería bueno que, al pasar la Puerta Santa, la Puerta de la Misericordia, los peregrinos recuerden este episodio del Evangelio, sucedido en la puerta de Naín.
Cuando Jesús ve esta madre llorando, ¡entró en su corazón! A la Puerta Santa cada uno llega llevando la propia vida, con sus alegrías y sus sufrimientos, los proyectos y los fracasos, las dudas y los temores, para presentarla a la misericordia del Señor. Estamos seguros de que, ante la Puerta Santa, el Señor se hace cercano para encontrar a cada uno de nosotros, para llevar y ofrecer su poderosa palabra consoladora: “No llores” (v. 13).
Esta es la Puerta del encuentro entre el dolor de la humanidad y la compasión de Dios. Pensemos siempre en esto: un encuentro entre el dolor de la humanidad y la compasión de Dios. Atravesando la puerta nosotros cumplimos nuestra peregrinación dentro de la misericordia de Dios que, como el joven muerto, repite a todos: “Joven, yo te lo ordeno, levántate” (v. 14). ¡Levántate! Dios nos quiere de pie. Nos ha creado para estar de pie: por eso, la compasión de Jesús lleva a ese gesto de la sanación, a sanarnos, donde la palabra clave es: ¡Levántate! ¡Ponte de pie, como te ha creado Dios!”. De pie. “Pero, Padre, caemos muchas veces” – “¡Levántate, levántate!”. Esta es la palabra de Jesús, siempre. Al atravesar la Puerta Santa, tratemos de sentir en nuestro corazón esta palabra: “¡Levántate!”.
La palabra poderosa de Jesús puede hacer que nos levantemos y realizar también en nosotros el paso de la muerte a la vida. Su palabra nos hace revivir, da esperanza, refresca los corazones cansados, abre una visión del mundo y de la vida que va más allá del sufrimiento y la muerte. ¡En la Puerta Santa se registra para cada uno de nosotros el inagotable tesoro de la misericordia de Dios!
Alcanzado por la palabra de Jesús, “el muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre” (v. 15). Esta frase es muy bonita: indica la ternura de Jesús. “Lo entregó a su madre”. La madre encuentra de nuevo al hijo. Al recibirlo de las manos de Jesús se convierte en madre por segunda vez, pero el hijo que ahora le ha sido entregado no es de ella que ha recibido la vida. Madre e hijo reciben así la respectiva identidad gracias a la palabra poderosa de Jesús y su gesto amoroso. Así, especialmente en el Jubileo, la madre Iglesia recibe a sus hijos reconociendo en ellos la vida donada por la gracia de Dios. Es en fuerza de tal gracia, la gracia del Bautismo, que la Iglesia se convierte en madre y que cada uno de nosotros se convierte en su hijo.
Frente al joven que vuelve a la vida y es entregado a la madre, “todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: ‘Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo’”. Lo que ha hecho Jesús no es solo una acción de salvación destinada a la viuda y a su hijo, o un gesto de bondad limitado a esa ciudad. En el socorro misericordioso de Jesús, Dios va al encuentro de su pueblo, en Él aparece y continuará apareciendo a la humanidad toda la gracia de Dios. Celebrando este Jubileo, que he querido que fuera vivido en todas las Iglesias particulares, es decir, en todas las iglesias del mundo y no solo en Roma, es como si toda la Iglesia repartida en el mundo se uniera en el único canto de alabanza al Señor. También hoy la Iglesia reconoce ser visitada por Dios. Por eso, acercándonos a la Puerta de la Misericordia, cada uno sabe que se acerca a la puerta del corazón misericordioso de Jesús: es Él la verdadera Puerta que conduce a la salvación y nos restituye a una vida nueva. La misericordia, tanto en Jesús como en nosotros, es un camino que sale del corazón para llegar a las manos. ¿Qué significa esto? Jesús te mira, te sana con su misericordia, te dice: ¡Levántate! Y tu corazón es nuevo. ¿Qué significa realizar un camino del corazón a las manos? Significa que con el corazón nuevo, con el corazón sanado por Jesús puedo realizar las obras de misericordia mediante las manos, tratando de ayudar, de cuidar a muchos que lo necesitan. La misericordia es un camino que sale del corazón y llega a las manos, es decir, a las obras de misericordia.
Después del saludo en lengua italiana, el Santo Padre ha añadido:
He dicho que la misericordia es un camino que va del corazón a las manos. En el corazón, recibimos la misericordia de Jesús, que nos da el perdón de todo, porque Dios perdona todo y nos alivia, nos da la vida nueva y nos contagia con su compasión. De ese corazón perdonado y con la compasión de Jesús, comienza el camino hacia las manos, es decir, hacia las obras de misericordia. Me decía un obispo, el otro día, que en su catedral y en otras iglesias ha hecho puertas de misericordia de entrada y de salida. Y pregunté: ¿por qué has hecho esto? – Porque una puerta es para entrar, pedir el perdón y tener la misericordia de Jesús; la otra es la puerta de la misericordia de salida, para llevar la misericordia a los otros, con nuestras obras de misericordia”. ¡Inteligente este obispo! También nosotros hagamos lo mismo con el camino que va del corazón a las manos: entramos en la iglesia por la puerta de la misericordia, para recibir el perdón de Jesús que nos dice: “¡Levántate! ¡Ve, ve!”; y con este “¡ve!” – en pie- salimos por la puerta de salida. Es la Iglesia en salida: el camino de la misericordia que va del corazón a las manos. ¡Haced este camino!