La mies es abundante

Evangelio según San Mateo 9,35-38. 

Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias. Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: "La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha." 

San Toribio de Mogrovejo

Santo Toribio de Mogrovejo, obispo (1538-1606)    Toribio, arzobispo de Lima, es uno de los eminentes prelados de la hora de la evangelización. El concilio plenario americano del 1900 lo llamó: "la lumbrera mayor de todo el episcopado americano". Era la hora de llevar la fe cristiana al imperio inca peruano lo mismo que en México se cristianizaba a los aztecas.    Nació en Mayorga (Valladolid), el 16 de noviembre de 1538.

No se formó en seminarios, ni en colegios exclusivamente eclesiásticos, como era frecuente entonces; Toribio se dedicó de modo particular a los estudios de Derecho, especialmente del Canónico, siendo licenciado en cánones por Santiago de Compostela y continuó luego sus estudios de doctorado en la universidad de Salamanca. También residió y enseñó dos años en Coimbra.     En Diciembre de 1573 fue nombrado por Felipe II para el delicado cargo de presidente de la Inquisición en Granada, y allí continuó hasta 1579; pero ya en agosto de 1578 fue presentado a la sede de Lima y nombrado para ese arzobispado por Gregorio XIII el 16 de marzo de 1579, siendo todavía un brillante jurista, un laico, o sólo clérigo de tonsura, cosa tampoco infrecuente en aquella época.

Recibió las órdenes menores y mayores en Granada; la consagración episcopal fue en Sevilla, en agosto de 1579.    Llegó al Perú en el 1581, en mayo. Se distinguió por su celo pastoral con españoles e indios, dando ejemplo de pastor santo y sacrificado, atento al cumplimiento de todos sus deberes. La tarea no era fácil. Se encontraba con una diócesis tan grande como un reino de Europa, con una población nativa india indócil y con unos españoles muy habituados a vivir según sus caprichos y conveniencias.   Celebró tres concilios provinciales Limenses _el III (1583), el IV (1591) y el V (1601)_; sobresalió por su importancia el Tercer Concilio  Limense, que señaló pautas para el mexicano de 1585 y que en algunas cosas siguió vigente hasta el año 1900.   Aprendió el quechua, la lengua nativa, para poder entenderse con los indios.

Se mostró como un perfecto organizador de la diócesis. Reunió trece sínodos diocesanos. Ayudó a su clero dando normas precisas para que no se convirtieran en servidores comisionados de los civiles. Visitó tres veces todo su territorio, confirmando a sus fieles y consolidando la vida cristiana en todas partes. Alguna de sus visitas a la diócesis duró siete años.   Prestó muy pacientemente atención especial a la formación de los ya bautizados que vivían como paganos. Llevado de su celo pastoral, publicó el Catecismo en quechua y en castellano; fundó colegios en los que compartían enseñanzas los hijos de los caciques y los de los españoles; levantó hospitales y escuelas de música para facilitar el aprendizaje de la doctrina cristiana, cantando. No se vio libre de los inevitables roces con las autoridades en puntos de aplicación del Patronato Real en lo eclesiástico; es verdad que siempre se comportó con una dignidad y con unas cualidades humanas y cristianas extraordinarias; pero tuvo que poner en su sitio a los encomenderos, proteger los derechos de los indios y defender los privilegios eclesiásticos.  

Atendido por uno de sus misioneros, murió en Saña, mientras hacía uno de sus viajes apostólicos, en 1606.

Fue beatificado en 1679 y canonizado en 1726   Quien tenga la suerte de tener entre sus manos un facsímil del catecismo salido del Tercer Concilio Limense, aprenderá a llamar mejor evangelización que colonización a la principal obra de España en el continente recién descubierto.

Oremos Señor, tú que quisiste dilatar la Iglesia por medio de la actividad apostólica de santo Toribio de Mogrovejo y por su gran amor a la verdad, suscita también hoy en el pueblo cristiano aquellas mismas virtudes que resplandecen en este santo obispo, para que así la Iglesia crezca, constantemente en la fe y se renueve por la santidad. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

Calendario de Fiestas Marianas: Nuestra Señora de Monserrat, España

San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia 

Sermón sobre el evangelio de san Juan, nº 15

La mies es abundante

Cristo deseaba ardientemente que se cumpliera su obra y se disponía a enviar a sus operarios... Va, pues, a enviar trabajadores. «'Uno siembra y otro siega' Yo os envié a segar lo que no habéis sudado. Otros sudaron y vosotros recogéis el fruto de sus sudores» (Jn 4,37-38). ¿Cómo es que ha enviado trabajadores allí donde no ha enviado sembradores? ¿Adónde ha enviado los trabajadores? Allí donde ya otros habían trabajado... Allí donde los profetas ya habían predicado, porque ellos mismos eran los sembradores... 

¿Quiénes son estos que han trabajado antes? Abrahán, Isaac, Jacob. Leed el relato de sus trabajos: en todos sus ellos se encuentra una profecía de Cristo; ellos, pues, han sido sembradores. En cuanto a Moisés y a los demás patriarcas, a todos los profetas, ¿qué frío no han soportado en el tiempo en que sembraban? Por consiguiente, en Judea la mies estaba a punto. Y se comprende que la mies estaba madura en el momento en que tantos millares de hombres aportaban el precio de sus bienes, depositándolos a los pies de los apóstoles, y descargando de sus espaldas el peso de este mundo, seguían a Cristo (Hch 4,35; Sl 81,7).Verdaderamente, la cosecha había llegado a su madurez. 

¿Cuál es el resultado? De esta mies algunos granos fueron retirados, sembraron el universo, y he aquí que se levanta otra cosecha destinada a ser recogida al final de los siglos... Para la cosecha de esta mies ya no serán los apóstoles sino los ángeles los que serán enviados.

DOMINGO DE PASCUA
16 de abril de 2017
Hch 10, 34.37-43; Col 3, 1-4; Jn 20, 1-9

¡Jesús ha resucitado! ¡Celebramos, pues, con alegría la Pascua, hermanos y hermanas! En la alegría de este día, quisiera fijar nuestra atención en tres afirmaciones que hacía el Apóstol San Pedro a la lectura de los Hechos de los Apóstoles. La primera: Jesús pasó haciendo el bien y curando a todos los que estaban aquejados por algún tipo de daño corporal o espiritual. Es un resumen de la vida y de la misión de Cristo. También de su pasión, porque fue cuando tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras enfermedades para liberarnos, para curarnos (Mt 8, 17). Jesús hizo siempre el bien por amor a toda la humanidad.

Y, ahora, resucitado, continúa haciéndolo en bien de todos. La segunda afirmación de San Pedro sobre la que quisiera fijar la atención es: Nosotros somos testigos de todo lo que hizo, desde su muerte colgado de un madero y de su resurrección de entre los muertos. Pedro y los demás discípulos que habían convivido con Jesús nos transmiten lo que vieron, sintieron y creyeron sobre su Maestro. Y concretamente nos han transmitido un testimonio de primera mano sobre la resurrección del Señor: nosotros -decía Pedro- hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos.

Nosotros, los cristianos que no hemos convivido con Jesús en su vida terrena, hemos creído en este testimonio apostólico. Y sabemos que la resurrección de Jesucristo es el centro y la base de la fe cristiana. Como dice San Pablo, si Cristo no hubiera resucitado nuestra fe está vacía (1Cor 15, 14). Y el hecho de creer que Jesucristo ha vencido el poder de la muerte, es el fundamento de nuestra alegría y de nuestra esperanza en un mundo trastornado y lleno de dificultades, desde el momento que él ha vencido el dominio de los fuertes sobre los débiles y ha puesto a los pequeños en primer lugar. La tercera afirmación de Pedro que quisiera destacar es: Él nos encargó predicar al pueblo [...] que los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados. Este mandato del Señor que recibieron los apóstoles también está dirigido a nosotros.

Nosotros que creemos en Cristo resucitado debemos hacer conocer todo lo que él ha hecho por amor y el don de una vida nueva que ofrece a todo el mundo. Nuestro tiempo lo necesita con urgencia. Con nuestra vida de amor y de misericordia arraigada en Cristo resucitado, podremos testimoniar ante nuestros contemporáneos que en Jesucristo está la vida y que la vida es la luz de los hombres (Jn 1, 3-4).

Cada año por Pascua, después de haber vivido con fe el misterio de la muerte y la resurrección del Señor, somos enviados, como los apóstoles, a ser portadores de la luz, de la alegría y de la esperanza que nos vienen de Jesucristo. Esto pide que continuemos en nuestra conducta la obra de hacer el bien como hizo Jesús. Debemos contribuir a suavizar con nuestro amor las dificultades y el dolor de los que tenemos cerca y de todos los que estén a nuestro alcance. Para que la celebración festiva de la pascua no sea una fuga momentánea, una evasión, de la cruda realidad de los problemas y del mal que hay en el mundo. Nuestro compromiso es consecuencia de la certeza inquebrantable que Cristo, después de haber vencido a la muerte por medio de la muerte y de haber resucitado, está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).

Por ello, ante el terrorismo, las guerras y la violencia, ante los sufrimientos y la angustia de las víctimas de lejos y de cerca, ante tantas situaciones de dolor y de desamor, nosotros, los cristianos, tenemos el deber por amor de hacer todo lo necesario para superar estas situaciones.

En medio de un mundo en muchos sentidos absurdo, estamos llamados a ser testigos de amor, de justicia, de verdad, del valor trascendente de cada persona humana. Debemos testimoniar que las lágrimas pueden transformarse en esperanza, la desesperación en acción benefactora, la oscuridad en la aurora de una mañana; debemos testimoniar que la vida es más fuerte que la muerte. Todo esto lo tenemos que hacer con la fuerza que nos viene de la fiesta de Pascua, de la victoria de la vida sobre la muerte, de la paz sobre la violencia y la guerra, del bien sobre el mal. No confiando en nuestras solas fuerzas, sino en Cristo resucitado que quiere derramar sobre el mundo, a través de los cristianos, su amor indefectible, su misericordia infinita, su gracia inagotable para que el Evangelio de la liberación y de la paz se extienda de un extremo a otro de la tierra (cf. Bartolomé de Constantinopla, Mensaje de Pascua 2016: OR 04.28.2016, p. 6). La Eucaristía, que es el centro de la vida y de la espiritualidad del Pueblo cristiano, está indisolublemente ligada a la resurrección del Señor. Por eso tiene siempre un tono festivo y gozoso, y nutre la fe, mueve a la adoración, implica un trabajo en bien de los demás. Efectivamente, la Eucaristía hace presente al Resucitado en medio de la asamblea que celebra, lo hace presente, también, en la Palabra que es proclamada, lo hace presente en el pan y el vino sobre los que se invoca el Espíritu Santo para que los conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Todos hemos de acoger con amor a Jesucristo y agradecerle los dones que nos ha hecho incorporándonos por el bautismo a su misterio pascual, todos debemos ser testigos de su resurrección y de su palabra evangélica, todos tenemos que pasar por el mundo haciendo el bien, irradiando la luz que nos viene de él y comunicando a los demás el amor y la misericordia que él tiene hacia todos.

JUEVES SANTO - MISA DE LA CENA DEL SEÑOR

13 de abril de 2017 Ex 12, 1-8.11-14; 1Cor 11, 23-26; Jn 13, 1-15 La mesa está puesta, hermanos y hermanas. El jueves santo en Montserrat subrayamos la condición de mesa fraterna que tiene el altar eucarístico, por eso está cubierto con un mantel que lo envuelve por completo. Remarcamos esta condición de mesa porque, como decía la oración inicial, "hoy celebramos aquella misma memorable Cena" en la que Jesús confió a la Iglesia el sacramento de la Eucaristía. Cada palabra de aquella oración indicaba un aspecto concreto del contenido tan rico que tiene la cena que celebramos esta noche. Una cena que contiene el amor sin límites del Señor. Hoy la actualizamos. No nos limitamos a conmemorar su aniversario, sino que Jesucristo, desde su gloria, se hace presente entre nosotros para ofrecernos su salvación, actualizando su pasión bienaventurada, su gloriosa resurrección y su ascensión el cielo (cf. IGMR, 55). Por eso podemos decir -como hacía la oración inical- que la cena del Señor es "santísima". No es una cena como otra, lo que Jesús celebró con sus discípulos "antes de entregarse a la muerte", y que ahora actualizamos. Es una comida peculiar porque contiene la donación, la entrega, de Jesús a la humanidad por decisión de la Santa Trinidad. Es, pues, una cena sagrada en grado superlativo por el don que nos es hecho, para la ofrenda del Señor que renueva. El don que nos es hecho es el sacramento de la Eucaristía, de la presencia de Cristo resucitado en el pan y en el vino una vez haya sido invocado el Espíritu Santo sobre ellos. Jesús la tarde de la última cena hizo su don a la Iglesia y le "confió" el ir repitiéndola hasta el fin del mundo, hasta que él vuelva en su gloria. Y esto por una doble razón. Primero, porque glorificamos al Padre junto con él en cada eucaristía uniéndonos a la ofrenda que hizo de sí mismo al Padre y a toda la humanidad. Y, en segundo lugar, para que él se haga presente en medio del pueblo cristiano para nutrirlo con el sacramento y para unirlo a su intercesión universal. Esta cena era definida, también, por la oración inicial como "banquete de su amor". Es decir, como comida a la que Jesucristo nos invita por amor para comunicarnos su amor para que haga morada en nosotros y nos mueva a quererlo más a él y a querer a los demás haciéndoles don de nuestra vida.

Este banquete es sagrado por el don que nos es ofrecido -decía- y por el sacrificio de amor que renueva. El sacrificio es la entrega de Jesús a la humanidad hecho en la cruz, anticipado en la entrega de su Cuerpo y de su Sangre en la Eucaristía y renovado en la liturgia eucarística. Un sacrificio calificado, por la oración citada, de "nuevo de la Alianza eterna". Nuevo porque hasta Jesús no había habido nadie que hiciera una entrega tan grande y tan inédita; es el Hijo eterno de Dios que se entrega a la muerte en cruz en su condición humana. Ni antes ni después ha habido un gesto similar. Y tiene un valor único, que dura por todos los tiempos porque él se ofreció una vez por todas, con un valor salvífico infinito (cf. Heb 10, 10). Por eso también hablamos de "sacrificio único". Lo hacemos, de modo similar, en un doble sentido; es "único" porque no ha habido otro igual. Y es "único" porque él solo basta para vencer el pecado y la muerte, para curar todas las heridas del corazón humano, para abrir las puertas de la salvación eterna. El sacrificio que tuvo lugar una vez para siempre es actualizado en cada eucaristía. Y, es actualizado, en una doble dimensión. Por un lado Jesús renueva cada vez su donación total al Padre por amor. Y, por otro lado, renueva su entrega llena de ternura y de misericordia a la humanidad. Adorando el designio divino que nos ofrece la eucaristía y dando gracias a Cristo por su entrega en la cruz actualizada en el sacramento eucarístico, esta tarde pedimos - con la oración inicial- que por la celebración de esta cena santísima nos sea otorgada "la plenitud de amor y de vida". Dicho en otras palabras, pedimos la gracia de llegar a la plenitud del amor. Ya que al recibir la eucaristía recibimos el fruto del amor sin límites de Jesucristo, rogamos humildemente que nos sea concedido ir avanzando hacia el amar como él, tanto como sea posible; amarlo a él, estimar al Padre, amar a los hermanos, a toda la humanidad, con un amor activo que nos lleve a servir y ayudar con la fuerza que nos viene del Espíritu Santo.

Como signo de nuestra voluntad de servir, repetiremos ahora el gesto de Jesús de lavar los pies. Aunque materialmente lo haga el que preside la celebración, lo hace como expresión de la voluntad que todos debemos tener de servir a los demás a imitación del Señor. Y como signo concreto de nuestra voluntad de servir por amor, os proponemos participar en la colecta que haremos al final de la celebración para contribuir a ayudar a los que se encuentran sin trabajo; lo que recojamos será entregado a la Fundación Acción Solidaria Contra el Paro. Decía que en esta celebración y como fruto de la participación en la eucaristía, además de "la plenitud de amor", que acabo de mencionar, pedimos "la plenitud de la vida". Es decir, vivir intensamente la vida en Cristo con sus mismos sentimientos y sus mismas actitudes para con Dios y los hermanos (cf. Fil 2, 1-11). Y al mismo tiempo pedimos, también, poder llegar a "la plenitud de la vida" para siempre en la gloria de Jesucristo, de la que es prenda del eucaristía. La mesa está puesta y presidida por la cruz. Así, hermanos y hermanas, vemos cómo forman una unidad el sacrificio de Jesús en la cruz, su actualización sacramental en el altar y el "banquete" del Cuerpo y de la Sangre de Cristo al que, por su "amor", somos invitados. Contemplando un don tan grande y con un corazón agradecido, esta noche brotan de los labios del pueblo cristiano aquellas palabras que nos ha transmitido la Iglesia: "canta, oh lengua, el santo misterio / del gloriosísimo Cuerpo / y de la Sangre preciosa". Canta al Señor "que por sus manos se da a los doce / él mismo como comida" ,. "De rodillas, pues, a adorarlo, este sacramento tan grande" (cf. "Himno para el traslado del Santísimo Sacramento").

Rendirme ante Dios
San Juan 3, 31-36. II Jueves de Pascua

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
¿Qué son mis días sin Ti, Señor? ¿Qué son mis alegrías… mis preocupaciones sin Ti, mi Dios?... ¿Qué soy yo sin Ti?...

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.
La vida muchas veces se nos presenta como un camino… Un camino que hay que recorrer. Un camino que es hermoso pero que también tiene sus sendas estrechas, con uno que otro obstáculo que hacen difícil el paso.

Mientras lo recorremos se nos dice que hay que luchar, que no hay que rendirse… que hay que seguir hasta el final. "Es una lucha… es un combate" -se nos dice. Es apasionante…, muchas veces dolorosa; muchas veces se torna cansada. Ésa es, en ocasiones, la filosofía de vida.

La vida con Dios, por otro lado, nos invita a hacer lo contrario… nos invita a rendirnos. No ante la vida, ni ante nosotros mismos…Nos invita a rendirnos ante Él mismo…rendirnos ante Dios.

Rendirse ante Dios es dejarlo entrar en la propia vida…. Rendirse ante Dios es dejar que Él guíe mi caminar; es vivir sabiendo que nos espera la eternidad.Rendirse ante Dios no significa dejar de luchar, muy al contrario, significa confiar en que sólo con Él puedo ganar.

Rendirse ante Dios es aceptar su testimonio; aceptar su palabra… aceptar su amor.

Rendirme ante Dios es ya no poner resistencia a lo que Él quiera hacer conmigo… Es confiar en que el camino de la vida sólo rindiéndose tiene sentido.

Hoy me rindo ante Ti, Señor.

(Homilía de S.S. Francisco, 17 de abril de 2016).

Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Hacer un acto de caridad oculta como fruto de la contemplación del testimonio de amor de Jesucristo.

Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Y tu... ¿Qué haces ahí mirando al cielo?
¿Qué más queremos oír? Vámonos dando un tiempo para meditar y anunciemos lo que hemos vivido con Cristo resucitado.

Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir.  (Hechos de los Apóstoles 1, 11)

A estos hombres que veían como el Maestro, el amigo Jesús, el resucitado de entre los muertos, el que había pasado cuarenta días con ellos después de haberlo visto morir en la cruz un día viernes, hablando y comiendo con ellos...  se iba, como ya les había dicho, terminada su misión a volver con el Padre... pero también que un día volvería...

Acababan de recibir una llamada de atención. Ya no podían  "quedarse mirando al cielo"
Había que dejar la contemplación, el estar ensimismados, absortos, pensativos y ponerse alertas, decididos, enérgicos, firmes, valientes e intrépidos. Así fue como comenzó todo.

¿No será eso mismo lo que Dios nos está pidiendo aquí y ahora, en este momento de nuestras vidas, con las circunstancias en que la vida nos ha colocado a cada quién ?
Quizá enfermos, quizá con una reciente pérdida, esa, que tanto nos duele, con  un serio problema económico que nos quita el sueño, o tal vez  porque somos muy jóvenes y tenemos ansias de conquistar el mundo o porque estamos cansados, decaídos, tristes, porque sentimos que los años ya nos pesan y tal vez porque estamos felices y tenemos la alegría de vivir...

Cada quién con su momento diferente pero todos con la misma misión.

¡Hoy, en la oficina, en el taller, en el hogar, en la escuela, en la universidad, en el nuevo empleo, con los amigos, en las reuniones familiares o sociales, en tantos lugares donde la vida nos pone, podemos cumplir con esta misión que Jesús nos pidió al final de su paso por la tierra.

También nos habló del Espíritu Santo: "pero cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes los llenará de fortaleza y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los últimos rincones de la tierra".

Y vuelve a decir en el Evangelio:  Me ha sido dado todo el poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolos a cumplir todo cuánto yo les he dicho; y sepan que YO ESTARÉ CON USTEDES TODOS LOS DÍAS, HASTA EL FIN DEL MUNDO  (Mt 28, 16-20)

Hay Sacramentos y ritos expresamente para los sacerdotes y religiosos pero la firmeza en la vocación  cristiana, la audacia en la confesión de la fe y la enseñanza del amor a Dios y el seguir los pasos de Aquel que nos vino a decir: Yo soy la Luz , yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” sabemos nos toca a todos y cada uno de nosotros.

¿Qué más queremos oír? Vámonos dando un tiempo para pensar, para meditar, en el torbellino y ruidoso mundo en que vivimos para hacer conciencia de que ESO y solo ESO es nuestra misión, mientras caminamos hacia la Casa del Padre.
Hace falta nuestro "granito de arena" para que al final podamos decir:
¡Misión cumplida, Señor!

Las tentaciones
Si no fuera pecado, ¿lo haría? Vale la pena quitarse de la cabeza esa insinuación que no viene de Dios...

Una “buena tentación” es aquella que repite una y otra vez: “si me sigues, si cedes sólo por esta vez, si dejas el rigorismo, si te permites este pecadillo, ganarás mucho y perderás muy poco”. Ganar mucho dinero con una trampilla, o lograr un rato de diversión pecaminosa después de una semana de tensiones en el trabajo o en la familia, o conseguir un buen contrato a base de calumniar a un amigo, o...

A veces evitamos ese pecado sólo porque la conciencia nos pone ante nuestros ojos esa frase decisiva: “No lo hagas, es pecado”.

Sí, ya sé que es pecado, respondemos. Pero, si no fuera pecado, ¿lo haría?

Formular esta pregunta es señal, seguramente, de que no comprendemos la maldad que hay detrás de esa tentación. La vemos tan apetecible, tan fácil, tan a la mano, tan “buena”, que... Pero es pecado, nos dijeron en la catequesis, leímos en un libro, nos recordó un amigo sacerdote...

Hemos de comprender que algo es pecado no sólo porque un día Dios dijo: “Esto está mal: no lo hagas”. En realidad, si algo está mal (y Dios, porque nos ama, nos lo recuerda) es porque con esa acción ofendemos a Dios, dañamos al prójimo y nos degradamos a nosotros mismos. O, como decía santo Tomás de Aquino (siglo XIII), “ofendemos a Dios sólo cuando actuamos contra nuestro propio bien” (“Summa Contra Gentiles”, III, cap. 122).

El pecado no es, por lo tanto, como algunas normas de tráfico. Cuando busco un lugar para dejar el coche y veo la señal “prohibido aparcar”, es posible que me enfade, que no esté de acuerdo con el alcalde o con la policía. Dejar el coche ahí, en ese lugar concreto, quizá no molesta a nadie. Sé que está prohibido, pero si no estuviese prohibido, allí aparcaría... Incluso con la total certeza de que no causaría daño a nadie.

En otras ocasiones, en cambio, la misma señal de tráfico vale no sólo porque la pusieron allí, sino porque descubro que es justo, es bueno, no aparcar en ese lugar. Incluso habrá momentos en los que llegaré a una calle donde me gustaría aparcar, donde no hay señal alguna (¡está permitido aparcar allí!), pero no aparcaría porque me doy cuenta de lo mucho que perjudicaría a otras personas si lo hiciera.

El pecado es parecido al segundo ejemplo. No depende de la imaginación de Dios o de algún capricho del catequista o del sacerdote. Si la Iglesia nos enseña que el robo es pecado, o el adulterio, o la calumnia, o el masturbarse, o el aborto, es porque en cada uno de esos actos perdemos algo de nuestra vocación al bien, al amor, a la justicia.

No es correcto, por lo tanto, pensar: “si esto no fuera pecado, lo haría”. Porque si algo es malo, lo es siempre. Porque, además, mi condición de hombre y de cristiano me recuerdan que no vivo para seguir mis caprichos y buscar maneras para que las normas no me impidan realizar lo que me gustaría hacer ahora, sino que vivo para amar y hacer el bien, a todos y en todo. Por eso no quiero saltarme aquellos mandamientos que me apartan del mal para invitarme a hacer el bien.

Nos será más fácil superar la tentación del “si esto no fuera pecado...” cuando profundicemos y conozcamos mejor el porqué de los mandamientos, el sentido de cada norma ética, el bien que ganamos cuando queremos ser honestos. Los mandamientos no son imposiciones arbitrarias, sino señales que nos indican dónde está el bien y el mal, qué nos ayuda a vivir en amistad con Dios y con nuestros hermanos, y qué actos hieren esa amistad.

Por ejemplo, si no robo, aunque tenga que esperar más años para comprarme un coche nuevo, viviré con la conciencia más tranquila y en mayor paz con quienes viven a mi lado. Porque habré respetado el derecho de otro a un dinero que es suyo, que merece tener, que no puedo apropiarme sin dañarle y sin herir mi conciencia.

Lo mismo vale para los demás casos: el mal de cada acto pecaminoso es tan grave que destruye riquezas de la propia vida y de la vida de los demás, y por lo mismo es muy bueno no ceder nunca a la voz insidiosa de una tentación que me presenta como fácil y posible algo malo.

Pensemos, además, en positivo: cuando digo no a un pecado, entonces mi corazón está (al menos, debería estar) más dispuesto a hacer más cosas buenas, a vivir más a fondo mi condición de soltero o de casado, de padre o de hijo, de estudiante o de trabajador, de amigo o de ciudadano honrado.

Por eso, vale la pena quitarse de la cabeza esa insinuación que no viene de Dios, sino del propio egoísmo: “Si no fuera pecado...” Habría que sustituirla por esta otra: “Porque sé que es pecado, centraré mi mirada en el mucho bien que puedo llevar a cabo por otros caminos santos y buenos”.

De este modo, creceremos cada día en nuestra condición cristiana, viviremos como hijos que están a gusto en casa, con su Padre de los cielos, con tantos hermanos que también quieren ser justos y difundir amor para con todos. Aunque ahora tengamos que luchar enérgicamente contra una tentación fácil, aunque tal vez pensemos que estamos “perdiendo” una ocasión única.

Es muchísimo lo que gano si conservo mi espíritu abierto para amar, para estar muy cerca de ese Dios que tanto ha sufrido por hacer más bueno mi corazón cristiano...

Postscriptum: Me llegó una nota-comentario que pensé podía ser buena para complementar las ideas anteriores. Aquí la transcribo con pequeños retoques, y doy las gracias a la persona que me la envió.

“No es que las cosas son malas porque están prohibidas, sino que están prohibidas, porque son malas.

En los hospitales hay letreros que dicen: prohibido el paso, zona radiactiva… ¿es malo porque está prohibido, o está prohibido porque es malo, porque es nociva la radiación para nuestro organismo?

Dios nos ama, Él sabe lo que nos hace bien, según nuestra naturaleza, y lo que nos hace daño. El mal, nos hace mal; el bien, nos hace bien. La templanza es buena porque nos hace bien; la intemperancia es mala, porque nos hace mal.

Es verdad que el pecado es, ante todo y sobre todo una ofensa a Dios; pero el pecado le ofende a Dios, no porque le haga mella, porque suponga menoscabo, deterioro, pérdida, merma o perjuicio a Dios, sino porque Él nos ama y le entristece el mal que nos hacemos cuando somos malos; y esto hasta tal punto, que si el mal no nos haría mal, Dios no nos lo prohibiría, como no nos prohíbe la contemplación de un bello amanecer, o la audición de una hermosa música (claro, en su momento; porque si me pongo a contemplar un amanecer cuando debo tomar el avión para ir a concluir un negocio estupendo para mi economía familiar, o me pongo a oír una bella melodía cuando mi mujer duerme…).

Esto es aplicable a la drogadicción, el alcoholismo, la infidelidad conyugal, la lujuria, la falta de honradez, la falta de veracidad (el mentiroso, en el fondo, es un malabarista al que el espectáculo le va bien hasta que se le caen todas las pelotas en la cabeza… hace el ridículo, se degrada a sí mismo…)”.

PAXTV.ORG