San Mateo: converso, apóstol, evangelista
- 21 Septiembre 2017
- 21 Septiembre 2017
- 21 Septiembre 2017
Evangelio según San Mateo 9,9-13.
Jesús, al pasar, vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: "Sígueme". El se levantó y lo siguió.
Mientras Jesús estaba comiendo en la casa, acudieron muchos publicanos y pecadores, y se sentaron a comer con él y sus discípulos.
Al ver esto, los fariseos dijeron a los discípulos: "¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?".
Jesús, que había oído, respondió: "No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos.
Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores".
Fiesta de san Mateo, apóstol y evangelista
Fiesta de san Mateo, apóstol y evangelista, llamado antes Levi, que, al ser invitado por Jesús para seguirle, dejó su oficio de publicano o recaudador de impuestos y, elegido entre los apóstoles, escribió un evangelio en que se proclama principalmente que Jesucristo es hijo de David, hijo de Abrahán, con lo que, de este modo, se da plenitud al Antiguo Testamento.
Sin duda que los estudios críticos de la Biblia, y en especial del Nuevo Testamento, han dado vuelta muchísimas certezas populares en torno a los evangelios, una de ellas es la supuesta existencia de una redacción primitiva del Evangelio de san Mateo en arameo, dato que ya hoy de ninguna manera es aceptable, aunque formaba parte del conocimiento normal, incluso científico, en época de la redacción del Butler que prsentaré. Por no modificar su redacción mantengo el texto exactamente como lo trae, puesto que aporta una narración coherente y tradicional acerca del personaje. Pero debe advertirse que no es posible en la actualidad identificar al autor de ninguno de los cuatro evangelios con apóstoles que hayan escrito, en general se consideran apostólicos por su relación con el testimonio apostólico, porque dependen de la predicación directa e indirecta de los apóstoles, pero no por haber sido escritos por los apóstoles. Sigue a continuación el artículo del Butler-Guinea, con apenas cambios en relación al «martirio» de san Mateo.
Dos de los cuatro Evangelistas dan a San Mateo el nombre de Leví, mientras que San Marcos lo llama «hijo de Alfeo». Posiblemente, Leví era su nombre original y se le dio o adoptó él mismo el de Mateo («el don de Yavé»), cuando se convirtió en uno de los seguidores de Jesús. Pero Alfeo, su padre, no fue el judío del mismo nombre que tuvo como hijo a Santiago el Menor. Se tiene entendido que era galileo por nacimiento y se sabe con certeza que su profesión era la de publicano, o recolector de impuestos para los romanos, un oficio que consideraban infamante los judíos, especialmente los de la secta de los fariseos y, a decir verdad, ninguno que perteneciera al sojuzgado pueblo de Israel, ni aún los galileos, los veían con buenos ojos y nadie perdía la ocasión de despreciar o engañar a un publicano.
Los judíos los aborrecían hasta el extremo de rehusar una alianza matrimonial con alguna familia que contase a un publicano entre sus miembros, los excluían de la comunión en el culto religioso y los mantenían aparte en todos los asuntos de la sociedad civil y del comercio. Pero no hay la menor duda de que Mateo era un judío y, a la vez, un publicano.
La historia del llamado a Mateo se relata en su propio Evangelio. Jesús acababa de dejar confundidos a algunos de los escribas al devolver el movimiento a un paralítico y, cuando se alejaba del lugar del milagro, vio al despreciado publicano en su caseta. Jesús se detuvo un instante «y le dijo: 'Sígueme', y él se levantó y le siguió.» En un momento, Mateo dejó todos sus intereses y sus relaciones para convertirse en discípulo del Señor y entregarse a un comercio espiritual. Es imposible suponer que, antes de aquel llamado, no hubiese conocido al Salvador o su doctrina, sobre todo si tenemos en cuenta que la caseta de cobros de Mateo se hallaba en Cafarnaún, donde Jesús residió durante algún tiempo, predicó y obró muchos milagros; por todo esto, se puede pensar que el publicano estaba ya preparado en cierta manera para recibir la impresión que el llamado le produjo. San Jerónimo dice que una cierta luminosidad y el aire majestuoso en el porte de nuestro divino Redentor le llegaron al alma y le atrajeron con fuerza. Pero la gran causa de su conversión fue, como observa san Beda, que «Aquél que le llamó exteriormente por Su palabra, le impulsó interiormente al mismo tiempo por el poder invisible de Su gracia.»
El llamado a san Mateo ocurrió en el segundo año del ministerio público de Jesucristo, y éste le adoptó en seguida en la santa familia de los Apóstoles, los jefes espirituales de su Iglesia. Debe hacerse notar que, mientras los otros evangelistas, cuando describen a los apóstoles por pares colocan a Mateo antes que a Tomás, él mismo se coloca después del apóstol y además agrega a su nombre el epíteto de «el publicano». Desde el momento del llamado, siguió al Señor hasta el término de su vida terrenal y, sin duda, escribió su Evangelio o breve historia de nuestro bendito Redentor, a pedido de los judíos convertidos, en la lengua aramea que ellos hablaban. No se sabe que Jesucristo hubiese encargado a alguno de sus discípulos que escribiese su historia o los pormenores de su doctrina, pero es un hecho que, por inspiración especial del Espíritu Santo, cada uno de los cuatro evangelistas emprendió la tarea de escribir uno de los cuatro Evangelios que constituyen la parte más excelente de las Sagradas Escrituras, puesto que en ellos Cristo nos enseña, no por intermedio de sus profetas, sino directamente, por boca propia, la gran lección de fe y de vida eterna que fue su predicación y el prototipo perfecto de santidad que fue su vida.
Se dice que san Mateo, tras de haber recogido una abundante cosecha de almas en Judea, se fue a predicar la doctrina de Cristo en las naciones de Oriente, pero nada cierto se sabe sobre ese período de su existencia. La iglesia le veneraba también como mártir, no obstante que la fecha, el lugar y las circunstancias de su muerte, se desconocen, motivo por el cual en la última reforma de Martirologio ya no se menciona su martirio. Los padres de la Iglesia quisieron encontrar las figuras simbólicas de los cuatro evangelistas en los cuatro animales mencionados por Ezequiel y en el Apocalipsis de san Juan. Al propio san Juan lo representa el águila que, en las primeras líneas de su Evangelio, se eleva a las alturas para contemplar el panorama de la eterna generación del Verbo. El toro le corresponde a san Lucas que inicia su Evangelio con la mención del sacrificio del sacerdocio. El león es el símbolo de san Mateo, quien explica la dignidad real de Cristo, descendiente de David (el León de Judá); sin embargo, san Jerónimo y san Agustín, asignan el león a san Marcos y el hombre a san Mateo, ya que éste comienza su Evangelio con la humana genealogía de Jesucristo.
El relato sobre San Mateo que figura en el Acta Sanctorum, Sept. vol. VI, se halla muy mezclado con las discusiones en relación con sus supuestas reliquias y sus traslaciones a Salerno y otros lugares. Puede hacerse un juicio sobre la poca confianza que se puede poner en esas tradiciones, si se tiene en cuenta el hecho de que cuatro diferentes iglesias de Francia han asegurado poseer la cabeza del apóstol. M. Bonnet publicó una extensa narración apócrifa sobre la predicación y el martirio de san Mateo, en Acta Apostolorum apocrypha (1898), vol. II, parte I, pp. 217-262 y hay otro relato, mucho más corto, de los bolandistas. El Martirologio Romano se refiere a su martirio y dice que tuvo lugar en "Etiopía", pero en el Hieronymianum se afirma que fue martirizado "en Persia, en la ciudad de Tarrium." De acuerdo con von Gutschmidt, esta declaración se debe a un error de lectura del nombre de Tarsuana, ciudad que Ptolomeo sitúa en Caramania, región de la costa oriental del Golfo Pérsico. A diferencia de la gran diversidad de fechas que se asignan a los demás apóstoles, la fiesta de san Mateo se ha observado en este día, de manera uniforme de todo el Occidente. Ya en los tiempos de Beda existía una homilía escrita por él y dedicada a esta fiesta de san Mateo: véase el artículo de Morin en la Revue Bénédictine, vol. IX (1892), p. 325. Sobre los símbolos del evangelista ver DAC., vol. V, cc. 845-852.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Benedicto XVI, papa 2005-2013 Audiencia general del 30•08•06
San Mateo: converso, apóstol, evangelista
“Se levantó y le siguió.” La concisión de la frase pone claramente en evidencia la prontitud de Mateo en responder a la llamada. Eso significaba para él el abandono de todo, sobre todo de o que era para él una fuente segura de ganancias, aunque a menudo fuera injusta y deshonrosa. Es evidente que Mateo comprendió que la familiaridad con Jesús no le permitía seguir practicando una actividad que Dios no aprobaba. Es fácil captar la aplicación que se puede hacer para el momento presente: también hoy, estar atado a cosas incompatibles con el seguimiento de Jesús, -como es el caso de riquezas deshonestas- no es admisible. Una vez llegó a decir, sin rodeos: “Si quieres ser perfecto, ves, vende lo que tienes, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme”. Es exactamente lo que ha hecho Mateo: “se levantó y le siguió”. En este “se levantó”, se puede muy bien leer el rechazo a una situación de pecado y, al mismo tiempo, la adhesión a una nueva existencia, recta, en comunión con Jesús.
Acordémonos que la tradición de la Iglesia es unánime para atribuir a Mateo la paternidad del primer Evangelio. Eso se creía ya en tiempo de Papias, obispo de Hierápolis, en Frigia, un autor del año 130. Escribe así: “Mateo ha recogido las palabras (del Señor) en lengua hebrea, y cada uno las interpretó como pudo” (en Eusebio de Cesarea, Hist. Ecle. III, 39,16). El historiador Eusebio añade esta afirmación: “Mateo, que primero había predicado entre los judíos, cuando decidió ir también a otros pueblos, escribió en su lengua materna el Evangelio que anunciaba. De esta manera buscó, para quienes se separaba, la manera de reemplazar por escrito lo que perdían marchándose él de allí” (III, 24,6). No nos queda el Evangelio de Mateo escrito en hebreo o en arameo, pero en el Evangelio en griego que poseemos, seguimos todavía oyendo, en una cierta forma, la voz persuasiva del publicano Mateo que, hecho apóstol, nos continua anunciando la misericordia salvadora de Dios, y escuchamos ese mensaje de san Mateo meditándolo siempre como nuevo para aprender, también nosotros, a levantarnos y seguir a Jesús con decisión.
Santo Evangelio según San Mateo 9, 9-13. Fiesta Litúrgica: San Mateo, apóstol y evangelista.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Quiero dejarme amar…Te conozco desde antes que nacieras, se tu historia conozco tus problemas. Se de tus heridas y de tu pasado y aun así te amo. Solo abandónate en mis brazos, confía en mi amor que lo puede todo… Jesús
Señor, vengo el día de hoy a encontrarme contigo en la oración. Quiero estar un rato contigo y estar atenta a tu voz. Yo, como Mateo, necesito dejar atrás mis pecados y egoísmos, cambiar de estilo de vida, levantarme y seguirte. Ayúdame a lograrlo con la ayuda de tu gracia.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Cuando se abandona la oración, uno de los motivos principales suele ser que creemos que no sabemos orar. O que ya no sentimos nada en la oración por lo tanto no la estamos haciendo bien. Y por consecuencia decimos:"No sabemos orar".
¿Cuál es la razón de fondo de esta concepción? Que olvidamos que la oración es más divina que humana, por ello, no podemos medirla con parámetros humanos.
En la oración no importa tanto que hago yo, o preocuparme qué hace "Él" en mi alma. Se trata de estar con Él. Sólo y sencillamente estar con Él.
Pero es que soy súper pecador, por eso no puedo hacer oración bien hasta que no sea más santo. Pues olvídate de la santidad porque el camino de la misma empieza con la oración. No es el santo que necesita tanto de la oración sino el pecador. El enfermo es quien necesita la medicina con mayor urgencia.
Jesús aquí estoy, no sé orar. Quiero saber qué me dice este Evangelio a mí, pero llega un momento en que ya no tengo ideas. Ayúdame a comprender que la oración no consiste tanto en pensar y tener bellas ideas, sino sólo en hacerte compañía; estar a solas contigo y amarte con mi presencia.
"Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores". Cuando leo esto me siento llamado por Jesús, y todos podemos decir lo mismo: Jesús ha venido por mí. Cada uno de nosotros.
Este es nuestro consuelo y nuestra confianza: él siempre perdona, cura el alma siempre, siempre. "Pero yo soy débil, voy a tener una recaída...", Jesús te levantará, te curará siempre. Este es nuestro consuelo, Jesús vino por mí, para darme fuerzas, para hacerme feliz, para que tuviera la conciencia tranquila. No tengáis miedo. En los malos momentos, cuando uno siente el peso de tantas cosas que hicimos, de tantos resbalones en la vida, tantas cosas, y se siente el peso... Jesús me ama porque soy así.
(Homilía de S.S. Francisco, 7 de julio de 2017).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Buscaré un buen lugar para hacer mi oración y conseguiré una imagen de la Santísima Virgen o del Sagrado Corazón para que cuando llegue la distracción pueda contemplar la imagen y llevar de nuevo mi alma a Dios.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
¡Dios no juzga como los hombres! Escoge al que quiere, sin tener en cuenta las apreciaciones humanas.
Meditación
LLAMADO A DEJAR POR UNA VIDA APOSTÓLICA UNA VIDA CÓMODA
" Al irse de ahí, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, cobrador de impuestos, sentado ante su mesa, y le dijo: "Ven". Mateo, levantándose, lo siguió". (San Mateo IX-9).
JESÚS LLAMA A UN PUBLICANO
Al llamar a Mateo, Cristo agrega un publicano al grupo de sus discípulos. Los publicanos tenían mala reputación, eran mirados por los judíos fervientes como pecadores públicos con quienes habrían que evitar todo trato. Jesús no está de acuerdo con este prejuicio y no duda en llamar al corazón generoso de un publicano para atraerlo en su seguimiento. Esto revela la libertad absoluta de la elección divina de una vocación. ¡Dios no juzga como los hombres! Llama aún a individuos que parecen indignos. Escoge al que quiere, sin tener en cuenta las apreciaciones humanas.
EN EL MOMENTO QUERIDO POR DIOS
Su vocación puede llegar en el momento menos pensado. Mateo está sentado ante su mesa, donde recibe el pago de los impuestos. Aparentemente no piensa sino en cumplir bien su oficio y en sacarle jugo. No pudo prever el paso inesperado de Cristo que iba a cambiar su vida.
Con esto Dios muestra su soberanía en el llamado: no solamente llama a quién quiere, sino llama cuando quiere. Bajo este punto de vista se puede comparar el momento de la vocación al de la muerte. El Señor, por la muerte llama a cada hombre al más allá, en el instante que ha fijado, y que varía de individuo a individuo.
Igualmente varía el momento de la vocación. A menudo el llamado se dirige en los años de la juventud, aunque algunos llamados mas tarde, hasta en una edad muy avanzada.
VIDA TRANSFORMADA
Al decir "Ven", Cristo, desbarata la vida de Mateo. Hasta ese momento había sido una vida tranquila, cómoda, la vida de un hombre sentado en su despacho. Mas de pronto es arrojado a una aventura. Felizmente Mateo acepta de inmediato. Consiente en cambiar de vida. El Santo Evangelio señala muy bien el contraste: "levantándose le siguió". El que antes permanecía sentado se levanta y acompaña a Jesús en los caminos. Desde ahora Mateo no tendrá la vida cómoda que llevaba. Compartirá los riesgos, peligros e incomodidades de la vida de Cristo.
Así la vocación transforma una vida. El Maestro no teme descomponer los hábitos de comodidad a fin de llamar a una vida mas alta, mas grande. El lugar del oficio de cobrador de impuestos, asigna a Mateo la misión de apóstol. A todos los que hace llegar su llamado: "sígueme", les pide "que se levanten" para un trabajo atrevido y una intensa abnegación apostólica.
Terremoto en México: #PrayForMexico
Papa Francisco se solidariza con víctimas y pide oraciones
Por: Redacción | Fuente: ACI Prensa/20 de Septiembre 2017
El Papa Francisco mostró su cercanía y solidaridad con las víctimas del terremoto de magnitud 7,1 que el martes 19 asoló México y que dejó al menos 200 muertos como consecuencia del derrumbe de numerosas edificaciones.
“Ayer un terrible terremoto ha asolado México. Vi que hay muchos mexicanos hoy aquí entre ustedes. Causó numerosas víctimas y daños materiales. En este momento de dolor quiero manifestar mi cercanía y oración a toda la querida población mexicana”, señaló el Santo Padre tras pronunciar su catequesis este miércoles en la Audiencia General celebrada en la Plaza de San Pedro en el Vaticano.
El Pontífice, también invitó a rezar por los fallecidos, los heridos, los que han perdido sus hogares y por todos los que ayudan en las tareas de rescate.
“Elevemos todos juntos nuestra plegaria a Dios para que acoja en su seno a los que han perdido la vida, conforte a los heridos, sus familiares y a todos los damnificados".
"Pidamos también por todo el personal de servicio y de socorro que presta su ayuda a todas las personas afectadas, y que nuestra madre, la Virgen de Guadalupe, esté cerca de la querida nación mexicana”, exhortó el Pontífice.
El terremoto se produjo a las 13.14, hora local, a 57 kilómetros de profundidad en la zona central de México.
Según indicó el Servicio Sismológico Nacional de México, el epicentro estuvo a 12 kilómetros al sureste de Axocchiapan, Morelos.
Este fuerte sismo ocurre el 19 de septiembre, exactamente 32 años después del devastador temblor de 1985 que dejó gran destrucción y miles de muertos en el país, y 12 días después del terremoto de 8,1 de magnitud que cobró la vida de 96 personas.
¿Los desastres naturales son un castigo divino?
La intención de Dios es siempre un misterio y deberíamos abstenernos de hablar en nombre de Dios.
Millones de personas inocentes sufren los efectos de los desastres naturales, como muestran el reciente terremoto en Guatemala y el huracán «Sandy». No sabemos la razón por la que Dios permite los desastres naturales, pero sabemos que Dios no es indiferente al sufrimiento. Sabemos que al principio Dios creó la naturaleza y la bendijo. Cuando Adán y Eva pecaron, el mal entró en el mundo y este desorden también afectó a la naturaleza (creando la posibilidad de que haya desastres naturales). Los desastres naturales no son «obra de Dios» sino el resultado de la corrupción de la naturaleza. Incluso en estas situaciones de desastre, el sufrimiento de Cristo está unido al de su gente, de manera que intenta llevar a todos los hombres y mujeres hacia Él.
Cuando Dios creó la naturaleza, todo era bueno. Pero cuando el pecado entró en el mundo también la naturaleza se vio afectada. La corrupción de la creación perfecta por medio del pecado dio lugar a los desastres naturales.
El beato Juan Pablo II, en su carta apostólica Salvifici Doloris, usa la historia bíblica de Job para enseñar que el sufrimiento no siempre es un castigo. Explica que Job fue afligido por «innumerables sufrimientos» y que sus amigos decían que «él debía haber hecho algo realmente malo. El sufrimiento -decían estos- siempre es el castigo por un crimen realizado; es enviado por un Dios absolutamente justo, que lo envía por razón de la justicia».
«A sus ojos», continúa el beato Juan Pablo II, «el sufrimiento tendría sólo el significado de castigo por un pecado realizado; por tanto colocan la justicia de Dios al nivel de alguien que devuelve bien por bien y mal por mal». Sucede lo mismo cuando la gente dice que los desastres naturales «son obra de Dios».
El beato Juan Pablo II afirma que la historia de Job demuestra que esta afirmación es falsa. Escribe: «Es verdad que el sufrimiento tiene un significado de castigo cuando está conectado con un pecado, pero no es cierto que todos los sufrimientos sean consecuencia de un pecado, y que siempre sean un castigo. La figura del justo Job es una prueba real de esto en la revelación del Antiguo Testamento, que es la misma Palabra de Dios. Se nos presenta el problema de un hombre inocente que sufre sin tener culpa de ello».
A veces Dios nos manda el sufrimiento como castigo por nuestros pecados, pero no siempre. Con respecto a que Dios permite todo tipo de desastres naturales, la intención de Dios es siempre un misterio y deberíamos abstenernos de hablar en nombre de Dios.
Pasajes difíciles de la Biblia
¿Qué sentido tiene para los católicos este Libro en su conjunto y en sus distintas partes?
A veces resulta difícil comprender algunas páginas de la Biblia, especialmente del Antiguo Testamento. Leemos en ocasiones escenas, acciones, algunas presentadas como “órdenes divinas”, que hoy nos parecen contrarias a la justicia y a la bondad, que vemos como incompatibles con el modo de ser de Dios.
Las dificultades pueden superarse si aprendemos a leer la Biblia en su conjunto y en sus partes según los criterios de interpretación de la Iglesia católica. Vamos a recordar esos criterios y aplicarlos a un pasaje concreto.
Encontramos en el libro de Josué un pasaje que narra la conquista de Jericó. Josué pide a los israelitas que consagren como anatema para Yahveh todo lo que se encontraba en la ciudad, menos a Rajab la prostituta y a su familia. Las murallas de Jericó caen, y los israelitas asesinan a hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, e incluso a los animales (cf. Jos 6,1-27).
Un poco más adelante leemos cómo los gabaonitas, que vivían en la zona, estaban convencidos de que existía una terrible orden divina de exterminio. Tras haber engañado a Josué y conseguido una forma de “coexistencia pacífica” con los israelitas, explican el motivo de su mentira:
“Le respondieron a Josué: ‘Es que tus siervos estaban bien enterados de la orden que había dado Yahveh tu Dios a Moisés su siervo, de entregaros todo este país y exterminar delante de vosotros a todos sus habitantes. Temimos mucho por nuestras vidas a vuestra llegada y por eso hemos hecho esto’” (Jos 9,24).
Surge la pregunta al leer estos pasajes: ¿Dios habría dado la orden de exterminar a los pueblos que vivían en Palestina? En otras palabras: ¿es posible que Dios haya pedido a Josué que cometiese un acto que hoy nos parece claramente injusto? ¿Qué “culpa” podrían tener los civiles desarmados, los ancianos y los niños, las mujeres y los jóvenes, para ser asesinados? Además, ¿cómo justificar la conquista de una ciudad asentada durante muchos años en un lugar concreto? ¿Qué derecho tenían los israelitas de iniciar una guerra de invasión contra poblaciones que durante siglos habían vivido en aquella región?
Son preguntas, es cierto, que nacen desde nuestro tiempo histórico, y que pueden parecen fuera de sitio al ser aplicadas a una época muy diferente de la nuestra. Sin embargo, sabemos que el asesinato de inocentes o que la guerra de exterminio son actos que siempre van contra la justicia, aunque un pueblo haya llegado a un nivel de ceguera que le impida ver la malicia de sus acciones.
Pero entonces, ¿cómo Dios permitió en el pueblo elegido una actitud y unos comportamientos tan gravemente injustos? ¿No pudo haber revelado a los israelitas que nunca es lícito asesinar a inocentes, ni expulsar a una población de la tierra en la que vive?
En el camino hacia la respuesta, hemos de tener presente qué es la Biblia para la Iglesia. Luego podremos recordar los criterios de interpretación que la Iglesia usa para leer cualquier pasaje de la Biblia, y aplicarlos al relato de la conquista de Jericó.
Preguntémonos, para empezar: ¿qué sentido tiene para los católicos la Biblia en su conjunto y en sus distintas partes?
Como enseña el Concilio Vaticano II, la Iglesia considera que Dios ha inspirado todos los libros recogidos en el “canon” (la lista de escritos que constituyen la Biblia). Decir que estos libros están inspirados significa afirmar que exponen con certeza y sin ningún error lo que Dios quiere enseñarnos para nuestra salvación, porque están escritos gracias a la acción del Espíritu Santo (cf. Dei Verbum, n. 11).
Dios es el Autor de los distintos libros de la Biblia, y también es autor el hombre (escritor sagrado) que redacta bajo la luz de Dios y según sus talentos y cualidades humanas (cf. Dei Verbum, n. 11).
Encontramos, así, dos acciones en los escritos sagrados: por un lado, la acción por la que Dios quiere comunicar su Palabra; por otro, la acción del hombre que comprende y expresa el mensaje según su modo de pensar.
Teniendo esto presente, podemos preguntarnos: ¿cómo leer, cómo interpretar cada texto?
La lectura de la Biblia, en la Iglesia, se realiza según unos criterios generales y, siempre, bajo la guía del magisterio (del Papa y de los obispos que enseñan unidos entre sí por lazos de comunión y en plena sintonía con el Papa). Vamos a ver esos criterios generales de interpretación y aplicarlos a nuestro pasaje.
a. Primero, hay que identificar cuál es el género literario usado por el autor de cada libro. Según dice Dei Verbum (n. 12), “para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar en sus escritos, hay que atender cuidadosamente tanto a las formas nativas usadas de pensar, de hablar o de narrar vigentes en los tiempos del hagiógrafo, como a las que en aquella época solían usarse en el trato mutuo de los hombres”.
En el caso de la conquista de Jericó, el autor escoge el género de campaña militar, según la mentalidad de una época histórica en la que grupos humanos y tribus enteras pensaban que el derecho de conquista podría justificar la eliminación de las poblaciones vencidas. Además, el pueblo de Israel (y el autor sagrado es hijo de su pueblo) pensaba que ese derecho de conquista, como tantas otras tradiciones, venía directamente de Dios.
Hoy, ciertamente, reconocemos la atrocidad de la matanza de inocentes en cualquier guerra, del pasado o del presente. Pero aquel tiempo era muy diferente. Hemos de recordar, además, que Dios, en la elaboración de la Biblia, “condesciende” (cf. Dei Verbum n. 13) con los hombres y permite que elementos importantes de su mensaje queden expresados a través de palabras escritas por hombres frágiles, incluso pecadores, en un ropaje que nos puede parecer indigno, pero que es simplemente eso: lo que pensaba y vivía un grupo humano en una etapa concreta de su historia.
Hace falta, por tanto, no limitarnos a la “letra” del texto escrito para evitar el peligro de caer en el fundamentalismo. Ello nos lleva a recurrir a otros criterios de interpretación sumamente importantes. Presentamos ahora conjuntamente dos de esos criterios:
b. La Biblia necesita leerse “con el mismo Espíritu con que se escribió para sacar el sentido exacto de los textos sagrados” (Dei Verbum n. 12). En ese sentido, toda la Escritura adquiere comprensión plena a la luz de Cristo, que es el culmen de la Revelación y centro del mensaje que Dios quiere transmitir a los hombres.
c. Hay que leer la Escritura en su unidad, de forma que ningún pasaje sea considerado de modo aislado, como si por sí mismo fuese suficiente para expresar el mensaje de Dios a los hombres. Además, el Antiguo Testamento, que contiene “algunas cosas imperfectas y adaptadas a sus tiempos” (Dei Verbum n. 15) ha de leerse e interpretarse desde la plenitud de comprensión que recibe con el Nuevo Testamento (cf. Dei Verbum n. 16).
Volvamos a nuestro texto para iluminarlo con los dos criterios que acabamos de mencionar. El Nuevo Testamento (el Antiguo Testamento se comprende en plenitud desde el Nuevo Testamento, desde Cristo) ofrece dos textos que interpretan el pasaje que estamos considerando del libro de Josué.
El primer texto se encuentra en la Carta a los Hebreos. Allí leemos lo siguiente: “Por la fe, se derrumbaron los muros de Jericó, después de ser rodeados durante siete días. Por la fe, la ramera Rajab no pereció con los incrédulos, por haber acogido amistosamente a los exploradores” (Hb 11,30-31).
El segundo texto se encuentra en la Carta de Santiago: “Ya veis cómo el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente. Del mismo modo Rajab, la prostituta, ¿no quedó justificada por las obras dando hospedaje a los mensajeros y haciéndoles marchar por otro camino?” (Sant 2,24-25).
Estos dos pasajes del Nuevo Testamento interpretan la conquista de Jericó y el privilegio dado a Rajab en clave de fe y de obras: quien cree y se comporta de modo correcto se beneficia de la acción salvífica de Dios. No se habla de los otros aspectos del libro de Josué (la conquista de la ciudad, la entrega al “anatema” de hombres, mujeres, niños, animales), que quedan en la sombra y no son vistos como relevantes respecto de la pregunta con la que debemos leer la Biblia: ¿qué mensaje salvífico ofrece un pasaje concreto? La respuesta de estos dos textos del Nuevo Testamento para el pasaje que estamos considerando es clara: la fe lleva a la salvación, la falta de fe provoca la ruina de los hombres.
d. Damos un paso adelante con la ayuda de otros criterios de interpretación. Uno se refiere a la Tradición viva de la Iglesia. Como enseña el Concilio Vaticano II, la Sagrada Escritura debe ser leída teniendo “en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe” (Dei Verbum n. 12, cf. nn. 8-10). Nos fijamos ahora en la Tradición.
¿Qué entendemos por “Tradición viva”? En ella se recoge la predicación que los Apóstoles legaron a los obispos que les sucedieron, y que se convierte en una “transmisión viva, llevada a cabo en el Espíritu Santo”, que es “distinta de la Sagrada Escritura, aunque estrechamente ligada a ella. Por ella, la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree” (Catecismo de la Iglesia Católica n. 78, que cita Dei Verbum n. 8). De modo especial, los Santos Padres recogen y reflejan esta Tradición viva, y nos permiten acceder en su integridad a la Revelación de Dios (que está recogida tanto en la Tradición como en la Escritura).
Lo que acabamos de decir explica por qué el cristianismo no es una “religión del libro”: no se basa simplemente en un texto sagrado en el cual se encontraría todo y al cual se debería recurrir siempre, directamente, sin intermediarios ni interpretaciones. Sobre este punto, el Catecismo de la Iglesia católica n. 108, explica:
“Sin embargo, la fe cristiana no es una religión del Libro. El cristianismo es la religión de la Palabra de Dios, no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo. Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas (cf. Lc 24,45)”.
e. Otro criterio, ya mencionado, es la analogía de la fe. Por analogía de la fe se entiende la trabazón profunda que existe entre las verdades cristianas, dentro del conjunto de la Revelación. En otras palabras, no se puede “sacar” de un pasaje bíblico una conclusión que vaya contra lo que entendemos en la lectura completa de la Biblia y de la Tradición.
Es claro que si aplicamos la analogía de la fe es imposible interpretar la conquista de Jericó como si Dios hubiera ordenado un genocidio, sencillamente porque Dios es amante de la vida y, si no amase algo, no lo habría creado (cf. Sab 11,24-26). Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y así viva (cf. Ez 18,23). El Hijo no vino para condenar, sino para salvar a todo el que crea (cf. Jn 3,16-18). El seguidor de Cristo no puede desear que caiga fuego del cielo para destruir a los que no reciben al Señor (cf. Lc 9,51-56).
Desde la ayuda y la integración de otros pasajes bíblicos podemos llegar a una lectura correcta del libro de Josué. Si, además, vemos la Tradición viva de la Iglesia y las enseñanzas constantes de los Papas y de los obispos, aparece claramente que la Iglesia no ha defendido nunca un “derecho de conquista” que implique la destrucción completa de un pueblo, sino que más bien ha condenado siempre cualquier crimen de inocentes, también en tiempo de guerra, porque va contra el quinto mandamiento, y porque nadie debería apoyarse en la Biblia para justificar ninguna guerra de agresión ni, mucho menos, el exterminio de un pueblo.
Podemos añadir aquí que el pasaje de la conquista de Jericó, como otros pasajes bíblicos, fue interpretado por algunos Escritores eclesiásticos y Santos Padres de un modo alegórico, como una figura que escondía un significado más profundo. Por poner un ejemplo, Orígenes (siglos II-III) veía en la ciudad de Jericó una imagen del mundo; en Rajab, que acogió a los exploradores, encuentra un modelo de todos aquellos que reciben a los apóstoles por la fe y la obediencia; en el hilo escarlata que cuelga en su casa (cf. Jos 2,18) descubre una señal de la Sangre salvadora de Cristo (cf. Orígenes, Homilías sobre el libro de Josué, 6,4).
Existe, ciertamente, el peligro, ya señalado por santo Tomás de Aquino y recordado en un importante documento de la Pontificia Comisión Bíblica (El pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana, n. 20), de exagerar en el uso de la alegoría y olvidar la importancia de los datos históricos. Lo que encontramos en el libro de Josué, en un estilo que ciertamente no es el de un cronista ni el de un historiador en el sentido moderno de la palabra, es la narración de la conquista de una de las ciudades de la tierra prometida.
La conquista de Jericó es un dato histórico de un enorme dramatismo. Se coloca, por un lado, en el camino de Israel, el pueblo que sale de Egipto, que es ayudado por Dios para librarse de la opresión de los egipcios, que recibe unos mandamientos y unas promesas. Por otro lado, en el momento de la llegada, del asentamiento, de la conquista de unas tierras según un deseo divino que responde a la lógica de la promesa: si el pueblo será fiel, podrá vivir en libertad y tener una patria propia.
La ocupación de la tierra prometida se realizó, como dijimos, según modos que reflejan una mentalidad muy lejana a la nuestra. El hecho de la matanza, de haber ocurrido, sigue un modo de pensar en el que el derecho de conquista “permitía” tomar medidas muy fuertes sobre los vencidos. Pero la lectura correcta del hecho, en el contexto de una intervención de Dios en la historia, no puede prescindir de que por encima de una acción injusta, y con un pueblo todavía necesitado de una profunda conversión, Dios estaba preparando un camino para ofrecer la salvación a los hombres, si éstos la aceptaban con una fe como la que, en un modo imperfecto, encontramos en Rajab.
Además, notamos que la misma narración bíblica no nos habla de un exterminio completo de los pueblos que vivían en Palestina. Como vimos, los habitantes de Gabaón hicieron alianza con Josué (cf. Jos 9,3-27).
Otros pueblos no fueron conquistados, y serán motivo de continuas guerras y aflicciones para los judíos. El autor sagrado interpretó este hecho como parte de la voluntad de Dios, que habría querido “probar” a su pueblo para ver si mantenía o no su fidelidad. Sabemos que el pueblo no fue fiel: se unió con los pueblos vecinos y cayó en la idolatría y en numerosos males y derrotas (cf. Jue 2,20-3,8).
Está claro que siempre será incorrecto considerar a los pueblos vecinos simplemente como objeto de odio o de desprecio por parte de Dios. Aunque Israel tiene clara conciencia de ser un pueblo elegido, predilecto, amado, necesita reconocer que su elección está en función del amor que Dios tiene también a otros pueblos. Lo señala expresamente la Pontificia Comisión Bíblica en el documento antes citado:
“La elección de Israel no implica el rechazo de las demás naciones. Al contrario, presupone que las demás naciones pertenecen también a Dios, pues ‘la tierra le pertenece y todo lo que en ella se encuentra’ (Dt 10,14), y Dios ‘ha dado a las naciones su patrimonio’ (32,8). Cuando Israel es llamado por Dios ‘mi hijo primogénito’ (Ex 4,22; Jr 31,9) o ‘las primicias de su cosecha’ (Jr 2,3), esas mismas metáforas implican que las demás naciones forman parte igualmente de la familia y de la cosecha de Dios. Esta interpretación de la elección es típica de la Biblia en su conjunto” (El pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana, n. 33).
Es posible, además, realizar una lectura más precisa sobre este relato y sobre los diversos pasajes del Antiguo Testamento que hablan del “anatema”. ¿En qué consiste el “anatema”? En consagrar a Dios el botín y los despojos de los derrotados, para evitar cualquier contaminación con las religiones presentes en Palestina. En Dt 13,13-19 la orden de destrucción completa afecta no sólo a los extranjeros, sino a aquellas ciudades de Israel (es decir, a los mismos judíos) que se aparten de la Alianza y den culto a otros dioses.
En realidad, ya vimos que no todos los pueblos fueron exterminados. Con el pasar del tiempo, muchos de los pueblos hostiles dejaron de existir en Palestina. Entonces, ¿cómo entender el anatema? Lo explica el documento que citamos antes:
“En el tiempo de la composición del Deuteronomio así como del libro de Josué, el anatema era un postulado teórico, puesto que en Judá ya no existían poblaciones no israelitas. La prescripción del anatema pudo ser el resultado de una proyección en el pasado de preocupaciones posteriores. En efecto, el Deuteronomio se preocupa de reforzar la identidad religiosa de un pueblo expuesto al peligro de los cultos extranjeros y de los matrimonios mixtos” (El pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana, n. 56).
En ese contexto, pueden darse tres interpretaciones del anatema, expresados en el mismo n. 56 del documento que acabamos de citar:
-primero, teológico: reconocer la tierra como un dominio del Señor;
-segundo, moral: evitar al pueblo cualquier posible tentación que pueda dañar la propia fidelidad a Dios;
-tercero, sociológico: la tentación del pasado que puede darse en el presente “de mezclar la religión con las formas más aberrantes de recurso a la violencia” (El pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana, n. 56).
Esa tercera interpretación del anatema, podemos decirlo con seguridad, no corresponde al proyecto de amor de Dios. En otras palabras, Dios no quiso de ningún modo que fueran eliminados seres inocentes en la conquista de ciudades por parte de los judíos.
Quizá para más de uno quedaría por responder una pregunta que surge al leer la Biblia: ¿por qué no simplificar el texto sagrado? ¿No sería mejor dejar de lado un Antiguo Testamento difícil de entender, con pasajes como el de la conquista de Jericó que resultan “escandalosos”? ¿No lograríamos así un cristianismo más asequible al mundo moderno?
La respuesta está en comprender la naturaleza de la Biblia: es un único libro, en el que Cristo ocupa el lugar central, y en el que cada pieza tiene su valor. El Antiguo Testamento no es un “lastre”, sino un elemento clave de la Revelación, un conjunto de libros que nos lleva a comprender mejor la acción salvadora de Dios en su Hijo encarnado.
Como recordaba la Pontificia Comisión Bíblica en el texto antes citado: “Sin el Antiguo Testamento, el Nuevo sería un libro indescifrable, una planta privada de sus raíces y destinada a secarse” (El pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana, n. 84). O, como decía san Agustín, “en el Antiguo Testamento está velado el Nuevo, y en el Nuevo está la revelación del Antiguo” (La catequesis de los principiantes, IV,8).
En conclusión, los pasajes difíciles de la Biblia adquieren su inteligibilidad a la luz de una lectura realizada dentro de la fe de la Iglesia, según unos criterios de interpretación que nos dan la llave para la comprensión de un texto que narra una historia maravillosa: la de la llamada de un Dios que ama a los hombres; y la de la respuesta de los hombres que, en medio de las mil peripecias de la vida, y con límites debidos a las distintas épocas de la historia, se dejan guiar y maduran su respuesta de amor a quien tanto nos ha amado.