Muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis

Evangelio según San Lucas 10,21-24. 

En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: 

"Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. 

Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar". 

Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: "¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! 

¡Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!". 

San Sabas de Capadocia

San Sabas, abad

Cerca de Jerusalén, san Sabas, abad, que, nacido en Capadocia, se retiró al desierto de Judea, donde fundó un nuevo estilo de vida eremítica en siete monasterios que se llamaron «lauras», reuniendo a los solitarios bajo un superior. Vivió durante muchos años en la Gran Laura, que posteriormente llevó su nombre, brillando con el ejemplo de santidad y luchando esforzadamente por la fe de Calcedonia.

San Sabas, uno de los patriarcas más renombrados entre los monjes de Palestina, nació en Mutalaska de Capadocia, no lejos de Cesarea, el año 439. Su padre era un oficial del ejército, que, obligado a partir a Alejandría con su esposa, confió a su cuñado la administración de sus posesiones y el cuidado de su hijo Sabas. La tía de Sabas le maltrató de tal manera que el niño huyó de la casa a los ocho años y se refugió en la casa de su tío Gregorio, hermano de su padre, con la esperanza de ser ahí menos infeliz. Gregorio exigió entonces que se le confiase también la administración de los bienes de su hermano, lo cual dio origen a dificultades y pleitos legales entre los dos tíos de Sabas. El niño, que era de temperamento pacífico y sufría mucho por ser causa de discordias, huyó al monasterio de Mutalaska. Al cabo de algunos años, sus dos tíos, avergonzados de su conducta, decidieron sacarle del monasterio, devolverle sus propiedades y convencerle de que contrajese matrimonio. Pero el joven Sabas había gustado ya la amargura del mundo y la suavidad de Cristo, y su corazón estaba tan apegado a Dios, que no hubo argumento capaz de arrancarle del monasterio. A pesar de que era el más joven de los monjes, en fervor y virtud los aventajaba a todos. En cierta ocasión en que Sabas ayudaba al panadero, éste puso a secar sus vestidos junto al horno, pero los dejó olvidados y se le quemaron. Viendo al pobre monje muy afligido por ello, Sabas comprendió la necesidad de desapegarse de toda posesión, y se trasladó a Jerusalén para tomar ejemplo de los anacoretas de esa región. Pasó el invierno en un monasterio gobernado por el santo abad Elpidio. Los monjes querían que Sabas se quedase con ellos, pero el joven, que deseaba mayor silencio y retiro, prefirió el modo de vida de san Eutimio, quien se había negado a abandonar su celda aislada a pesar de que se había construido un monasterio expresamente para él. Subas pidió a san Eutimio que le aceptase por discípulo; pero el santo, juzgándole demasiado joven para el retiro absoluto, le recomendó a San Teoctisto, el cual era superior de un monasterio que quedaba a unos cinco kilómetros de la colina en la que él vivía. 

Sabas se consagró con renovado fervor al servicio de Dios. Trabajaba el día entero y velaba en oración buena parte de la noche. Como era muy vigoroso, ayudaba a los otros monjes en los trabajos más pesados, cortaba leña y acarreaba agua al monasterio. Sus padres fueron a visitarle allí. Su padre quería que ingresara en el ejército y disfrutase de las riquezas que él había amasado. Como el joven se negase, le rogó que por lo menos aceptara algún dinero para poder vivir; pero Sabas sólo aceptó tres monedas de oro y las entregó al abad a su regreso.

A los treinta años de edad, Sabas consiguió que san Eutimio le diese permiso de pasar cinco días por semana en una cueva lejana. Empleaba ese tiempo en la oración y el trabajo manual. Partía del monasterio el domingo por la tarde, con una carga de hojas de palma, y regresaba el sábado por la mañana con cincuenta canastas, porque tejía diez canastas al día. San Eutimio eligió a Sabas y a Domiciano para que le acompañasen a su retiro anual en el desierto de Jebel Quarantal, donde, según la tradición, ayunó el Señor durante cuarenta días. Los tres monjes iniciaron su penitencia el día de la octava de la Epifanía y volvieron aI monasterio el Domingo de Ramos. Durante aquel primer retiro san Sabas perdió el conocimiento a causa de la sed. San Eutimio, compadecido de él, rogó a Jesucristo que se apiadase de su fervoroso soldado; acto seguido golpeó la tierra con su bastón e hizo brotar una fuente. Sabas bebió un poco y recobró las fuerzas. Después de la muerte de Eutimio (c. 473), san Sabas se adentró todavía más en el desierto, rumbo a Jericó. Allí pasó cuatro años sin hablar con nadie. Después, se trasladó a una cueva situada frente a un acantilado, al pie del cual, corría el torrente Cedrón. Para subir a la cueva y bajar de ella, el santo empleaba una cuerda. Su único alimento eran las hierbas silvestres que crecían entre las rocas, excepto cuando los habitantes de la región le llevaban un poco de pan, queso, dátiles y otros alimentos. Para tomar un poco de agua, tenía que recorrer una distancia considerable. 

Al cabo de algún tiempo, empezaron a acudir muchos monjes que querían servir a Dios bajo la dirección del santo. Éste se resistió al principio; pero finalmente fundó una «laura»1. Una de las primeras dificultades que surgieron fue la escasez de agua, pero el santo, viendo un día a un asno hocear la tierra, mandó excavar en ese sitio, y allí se descubrió una fuente que dio de beber a muchas generaciones. San Sabas llegó a tener ciento cincuenta discípulos; sin embargo, no había entre ellos ningún sacerdote, pues el santo opinaba que ningún religioso podía aspirar a tan alta dignidad sin incurrir en presunción. Ello movió a algunos de sus discípulos a quejarse ante Salustio, patriarca de Jerusalén. El obispo juzgó infundadas las acusaciones que hicieron al santo ; pero, comprendiendo que hacía falta en la comunidad un sacerdote para restablecer la paz, ordenó a san Sabas el año 491. El santo tenía entonces cincuenta y tres años. Su fama de santidad atrajo a los monjes de las regiones más distantes. En la laura del santo había egipcios y armenios, de suerte que éste tomó disposiciones para que pudiesen celebrar los oficios en sus respectivos idiomas. Después de la muerte del padre de Sahas, su madre se trasladó a Palestina y sirvió a Dios bajo su dirección. Con el dinero que su madre había llevado, san Subas construyó dos hospederías, uno para los forasteros y otro para los enfermos; también construyó uno en Jericó y otro en una colina de las alrededores. El año 493, el patriarca de Jerusalén nombró a san Sabas archimandrita de todos los monjes de Palestina que vivían en celdas aisladas (ermitaños) y a san Teodosio de Belén archimandrita de todos los que vivían en comunidad (cenobitas). 

Siguiendo el ejemplo de san Eutimio, san Sabas partía de la laura una o más veces al año y, por lo menos, pasaba la cuaresma sin ver a nadie. Algunos de sus monjes se quejaron de ello. Como el patriarca no atendiese a sus quejas, unos sesenta de ellos abandonaron la laura y se establecieron en las ruinas de un monasterio de Tecua, en donde había nacido el profeta Amós. Cuando san Sabas se enteró de que los disidentes se hallaban en grandes dificultades, les envió víveres y los ayudó a reconstruir la iglesia. El santo fue arrojado de su laura por algunos rebeldes; pero san Elías, el sucesor de Salustio de Jerusalén, le mandó volver. Entre otras cosas, se cuenta que el santo se echó una vez a dormir en una cueva que era la madriguera de un león. Cuando la fiera volvió, cogió entre las fauces al santo por los vestidos y le echó fuera. Sin inmutarse por ello, Sabas volvió a la cueva y llegó a domar al león. Pero la fiera puso en aprietos al santo en varias ocasiones, de suerte que Sabas le dijo que, si no podía vivir en paz con él, más valía que retornase a su madriguera. Así lo hizo el león. 

Por entonces, el emperador Anastasio apoyaba la herejía de Eutiques (es decir, el monofisismo) y desterró a muchos obispos ortodoxos. El año 511, envió a san Sabas a ver al emperador para que dejase de perseguir a los cristianos. San Sabas tenía setenta años cuando emprendió ese viaje a Constantinopla. Como el santo parecía un mendigo, los guardias del palacio del emperador dejaron pasar a los otros miembros de la embajada, pero no a él. Sabas no dijo nada y se retiró. Una vez que el emperador hubo leído la carta del patriarca, en la que éste se hacía lenguas de Sabas, preguntó dónde estaba éste. Los guardias le buscaron por todas partes hasta encontrarlo en un rincón, orando. Anastasio dijo a los abades que pidieran lo que quisiesen; cada uno de ellos presentó sus peticiones, excepto san Sabas. Como el emperador le urgiese a hacerlo, dijo que no tenía nada que pedir para él y que sólo deseaba que el emperador restableciese la paz en la Iglesia y no molestase al clero. Sabas pasó todo el invierno en Constantinopla. Con frecuencia, visitaba al emperador para discutir con él contra la herejía. A pesar de todo, Anastasio desterró a Elías de Jerusalén y le sustituyó por un tal Juan. Entonces, san Sabas y otro monje partieron apresuradamente a Jerusalén y persuadieron al intruso de que por lo menos no repudiase los edictos del Concilio de Calcedonia. Se cuenta que san Sabas asistió en su lecho de muerte a Elías en una ciudad llamada Aila, junto al Mar Rojo. En los años siguientes, estuvo en Cesarea, Escitópolis y otros sitios, predicando la verdadera fe, y convirtió a muchos a la ortodoxia y a mejor vida.

A los noventa y un años, a petición del patriarca Pedro de Jerusalén, el santo emprendió otro viaje a Constantinopla, con motivo de los desórdenes producidos por la rebelión de los samaritanos y su represión por parte de las tropas imperiales. Justiniano le acogió con grandes honores y le ofreció dotar sus monasterios. Sabas replicó, agradecido, que no necesitaban renta alguna mientras los monjes sirviesen fielmente a Dios. En cambio, rogó al emperador que rebajase los impuestos a los habitantes de Palestina, si tomaba en cuenta lo que habían tenido que sufrir a consecuencias de la rebelión de los samaritanos. Igualmente, le pidió que construyese en Jerusalén un hospital para los peregrinos y una fortaleza para proteger a los ermitaños y a los monjes contra los merodeadores. El emperador accedió a todas sus peticiones. Un día en que éste se ocupaba de los asuntos de san Sabas, el abad se retiró de su presencia a la hora de tercia para decir sus oraciones. Su compañero, Jeremías, le hizo notar que no estaba bien retirarse así de la presencia del emperador. El santo replicó: «Hijo mío, el emperador cumple con su deber y nosotros debemos cumplir con el nuestro». Poco después de regresar a su laura, el santo cayó enfermo. El patriarca logró convencerle de que se trasladase a una iglesia vecina, donde le asistió personalmente. Los sufrimientos del santo eran muy agudos; pero Dios le concedió la gracia de una paciencia y resignación perfectas. Cuando Sabas comprendió que se aproximaba su última hora, rogó al patriarca que mandara trasladarle a su laura. Inmediatamente, procedió a nombrar a su sucesor y a darle sus últimas instrucciones. Después, pasó cuatro días sin ver a nadie, ocupado únicamente de Dios. Murió al atardecer del 5 de diciembre de 532, a los noventa y cuatro años de edad. Sus reliquias fueron veneradas en su principal monasterio, hasta que los venecianos se las llevaron.

San Sabas es una de las figuras señeras del monaquismo primitivo. Su fiesta se celebra en la Iglesia de Oriente y en la de Occidente. Su nombre figura en la preparación de la misa bizantina. El «Typikon» de Jerusalén, que consiste en una serie de reglas sobre la recitación del oficio divino, la celebración de las ceremonias y es la norma oficial en casi todas las iglesias del rito bizantino, se atribuye al santo, lo mismo que una regla monástica; pero, a decir verdad, es dudoso que san Sabas haya sido realmente su autor. El principal de sus monasterios, la Gran laura de Mar Saba (así llamado en honor del santo), existe todavía en la barranca del Cedrón, a unos deciséis kilómetros de Jerusalén, en el desierto que se extiende hacia el Mar Muerto. Entre los monjes famosos de aquel monasterio, se cuentan san Juan Damasceno, san Afrodisio, san Teófanes de Nicea, san Cosme de Majuma y san Teodoro de Edesa. En una época, el monasterio estuvo en ruinas, pero el gobierno ruso lo restauró en 1840. Actualmente está ocupado por monjes de la Iglesia ortodoxa de Oriente, cuya vida no es indigna del ejemplo del santo fundador. Después del monasterio de Santa Catalina en el Monte Sinaí (y tal vez de los monasterios de Dair Antonios y Dair Boulos en Egipto), el de Mar Saba es el más antiguo de los monasterios habitados del mundo y, ciertamente el más notable. El paisaje dersértico en que está situado y la majestad de los edificios, que parecen fortalezas, no ceden a los del monasterio de Santa Catalina. La fuente de San Sabas aún mana agua, sus palmeras todavía producen dátiles, los monjes llaman «pájaros de San Sabas» a las urracas que abundan en el sitio, y les dan de comer.


Nota 1: en la terminología monástica oriental la "laura" (del griego laura=corredor) equivale a lo que en occidente llamamos "claustro", también utilizado metonímicamente como en "ir al claustro", es decir, tomar el hábito, "ir a la laura de [tal monasterio]" equivale a entrar como monje allí (n. de ETF).

Cotelerius, Ecclesiae Graecae Monumenta, vol, III, pp. 220-376, y en la edición que hizo E. Schwartz de Kyrillos von Skytopolis (1939). Existe otra biografía, cuya adaptación se atribuye a Metafrasto; fue publicada por Kleopas Koikylides como apéndice a los dos primeros volúmenes de la revista griega, Nea Sion (1906). Cirilo de Escitópolis era todavía un niño cuando conoció a San Sabas y quedó muy impresionado; según parece, ingresó en el monasterio de San Eutimio el año 544, y pasó al de Mar Saba, poco antes de su muerte, ocurrida en 558. La fotografía es una vista actual de la Gran Laura.

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

Oremos

Dios y Señor nuestro, que con tu amor hacia los hombres quisiste que San Sabas anunciara à los pueblos la riqueza insondable que es Cristo, concédenos, por su intercesión, crecer en el conocimiento del misterio de Cristo y vivir siempre según las enseñanzas del Evangelio, fructificando con toda clase de buenas obras. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

Beato Guerrico de Igny (c. 1080-1157), abad cisterciense 
2º sermón para el Adviento

«Muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis»

¡Ven, Señor, «sálvame y seré salvado»! (Jr 17,14). Ven, «que brille tu rostro y nos salve» (Sl 79,4). Te hemos esperado, «sé nuestra salvación en el tiempo de la tribulación» (Is 33,2). Es con este deseo que los profetas y los justos iban al encuentro de Cristo; con un tal deseo y un tal amor que hubieran querido, a ser posible, ver ya con sus ojos lo que ya veían en su espíritu. Por eso el Señor decía a sus discípulos: «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y justos quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron». También Abraham, nuestro padre «exultó de gozo pensando ver el día» de Cristo; «lo vió», aunque en el país de los muertos «y se alegró de ello» (Jn 8, 56).

Ahí tenemos de qué nos enrojecer viendo la tibieza y la dureza de nuestro corazón, si no experimentamos el gozo espiritual el día del aniversario del nacimiento de Cristo que se nos promete ver muy pronto, si Dios quiere. De hecho, parece que la Escritura nos exige que nuestro gozo sea tan grande como nuestro espíritu, elevándose por encima de sí mismo, arda y se lance al encuentro de Cristo que viene, y adelantándose con el deseo, sin retardar, se esfuerce en ver ya ahora al que ha de venir.

El amor de Dios Padre

Santo Evangelio según San Lucas 10, 21-24. Martes I de Adviento.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Señor, ayúdame a descubrir tu cercanía de Padre en cada momento de mi vida.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

Como sería nuestra vida, si reconociésemos que no estamos solos…

Que sería de nosotros si tan sólo por un momento, ante la vida que se nos escapa volando, decidimos detenernos y abrimos los ojos de nuestra alma y nuestro corazón. Quizá la vida continúe, pero nuestra manera de vivir podría cambiar, ¿Por qué? Sólo por el hecho de contemplar y darnos cuenta de que realmente no estamos solos, nos daríamos cuenta de que tenemos la compañía de un Padre que nos protege, nos guía, nos ama y quiere nuestro bien.

En el Evangelio de hoy, podemos contemplar los sentimientos del corazón de Jesús. Él ya ha hecho la experiencia; se siente hijo y sabe que, como todo hombre, tiene un Padre, al cual puede dirigirse en todo momento, sea bueno o sea malo, sea alegre o sea triste, pues hay un momento para todo y es necesario que en nuestro caminar por la vida también se den momentos de encuentro con Dios, pues Él está ahí, a la espera, con los brazos abiertos como lo hace un verdadero Padre.

Si contemplamos nuevamente los sentimientos del corazón de Jesús en este Evangelio, veremos como Él es consciente y en cinco ocasiones menciona a su Padre: En la primera le agradece, en la segunda se suma a su voluntad como hijo y en las demás, se une a Él y reconoce que nada sería de Él sin su Padre; todo ello como fruto de un verdadero amor filial.

Todas nuestras necesidades, desde aquellas más cotidianas y evidentes, como la comida, la salud, el trabajo, hasta aquellas más trascendentales como ser perdonados y sostenidos en la tentación, no son el espejo de nuestra soledad: en cambio, hay un Padre que siempre nos mira con amor, que nunca nos abandona".

(Catequesis Papa. Francisco, 7 de junio de 2017)

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Tomaré unos minutos en mi día para poder dialogar con Dios.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!

Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

La grandeza de lo pequeño

Reflexiones Adviento y Navidad

Un par de peregrinos tocarán a la puerta de nuestro corazón pidiendo un lugar para que el Hijo de Dios pueda nacer.

En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: « Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. »
Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: « ¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron.
 (Lc. 10. 21-24)


“Yo te alabo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, y las revelaste a los pequeños.” Estas palabras encierran un misterio y una paradoja para la lógica humana. Los más grandes acontecimientos de su vida, Cristo no los quiso revelar a quienes, según el mundo, son “los sabios y prudentes”. Él tiene una manera diferente para calificar a los hombres.

Para Dios no existen los instruidos y los iletrados, los fuertes y los débiles, los conocedores y los ignorantes. No busca a las personas más capaces de la tierra para darse a conocer, sino a las más pequeñas, pues sólo estas poseen la única sabiduría que tiene valor: la humildad.

Las almas humildes son aquellas que saben descubrir la mano amorosa de Dios en todos los momentos de su vida, y que con amor y resignación se abandonan con todas sus fuerzas a la Providencia divina, conscientes de que son hijos amados de Dios y que jamás se verán defraudadas por Él. La humildad es la llave maestra que abre la puerta de los secretos de Dios. Es la gran ciencia que nos permite conocerle y amarle como Padre, como Hermano, como Amigo.

El adviento es tiempo de preparación, un momento fuerte de ajuste en nuestras vidas. Esforcémonos, pues, por ser almas sencillas, almas humildes que sean la alegría y la recreación de Dios. Cristo niño volverá a nacer en medio de la más profunda humildad como lo hiciera hace más de dos mil años. Un par de peregrinos tocarán a la puerta de nuestro corazón pidiendo un lugar para que el Hijo de Dios pueda nacer. ¿Cómo podremos negarle nuestro corazón a Dios, que nos pide un corazón humilde y sencillo en el cual pueda nacer?

“Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven, porque yo les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven, y no lo vieron, y oír lo que oyen, y no lo oyeron.”

La vocación

El Papa Francisco propone 3 pasos para descubrir la vocación

En un mensaje dirigido a Obispos, sacerdotes, consagrados y fieles de todo el mundo con motivo de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se celebrará el próximo 22 de abril de 2018, el Papa Francisco recordó que “nuestra vida y nuestra presencia en el mundo son fruto de una vocación divina” y por eso es necesario un proceso de discernimiento que ayude a descubrirla.

En el marco de la XV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos dedicada a los jóvenes, “en particular a la relación entre los jóvenes, la fe y la vocación”, que se celebrará en el próximo mes de octubre, el Pontífice reflexionó sobre tres conceptos: escucha, discernimiento y vida.

“En la diversidad y la especificidad de cada vocación, personal y eclesial, se necesita escuchar, discernir y vivir esta palabra que nos llama desde lo alto y que, a la vez que nos permite hacer fructificar nuestros talentos, nos hace también instrumentos de salvación en el mundo y nos orienta a la plena felicidad”, señaló el Santo Padre.

Escuchar

Francisco afirmó que “la llamada del Señor no es tan evidente como todo aquello que podemos oír, ver o tocar en nuestra experiencia cotidiana”. Destacó que “Dios viene de modo silencioso y discreto, sin imponerse a nuestra libertad. Así puede ocurrir que su voz quede silenciada por las numerosas preocupaciones y tensiones que llenan nuestra mente y nuestro corazón”.

Por ello, es necesario “prepararse para escuchar con profundidad su Palabra y la vida, prestar atención a los detalles de nuestra vida diaria, aprender a leer los acontecimientos con los ojos de la fe, y mantenerse abiertos a las sorpresas del Espíritu”.

El Pontífice explicó que para poder escuchar esa llamada del Señor hay que abrirse, salir de uno mismo. “Si permanecemos encerrados en nosotros mismos, en nuestras costumbres y en la apatía de quien desperdicia su vida en el círculo restringido del propio yo, no podremos descubrir la llamada especial y personal que Dios ha pensado para nosotros, perderemos la oportunidad de soñar a lo grande y de convertirnos en protagonistas de la historia única y original que Dios quiere escribir con nosotros”.

Ahora bien, reconoció que esa actitud de escucha, “es hoy cada vez más difícil, inmersos como estamos en una sociedad ruidosa, en el delirio de la abundancia de estímulos y de información que llenan nuestras jornadas”. Por ello invitó a la contemplación, a “reflexionar con serenidad sobre los acontecimientos de nuestra vida y llevar a cabo un fecundo discernimiento, confiados en el diligente designio de Dios para nosotros”.

Discernir

“Cada uno de nosotros –explicó el Papa Francisco– puede descubrir su propia vocación sólo mediante el discernimiento espiritual”. Insistió en que “la vocación cristiana siempre tiene una dimensión profética”.

Afirmó que “hoy tenemos mucha necesidad del discernimiento y de la profecía; de superar las tentaciones de la ideología y del fatalismo y descubrir, en la relación con el Señor, los lugares, los instrumentos y las situaciones a través de las cuales Él nos llama. Todo cristiano debería desarrollar la capacidad de ‘leer desde dentro’ la vida e intuir hacia dónde y qué es lo que el Señor le pide para ser continuador de su misión”.

Vivir

En el mensaje, Francisco destacó la necesidad de asumir la vocación, una vez descubierta, sin rezagarse: “¡La vocación es hoy! ¡La misión cristiana es para el presente! Y cada uno de nosotros está llamado (a la vida laical, en el matrimonio; a la sacerdotal, en el ministerio ordenado, o a la de especial consagración) a convertirse en testigo del Señor, aquí y ahora”.

“El Señor sigue llamando hoy para que le sigan –aseguró–. No podemos esperar a ser perfectos para responder con nuestro generoso ‘aquí estoy’, ni asustarnos de nuestros límites y de nuestros pecados, sino escuchar su voz con corazón abierto, discernir nuestra misión personal en la Iglesia y en el mundo, y vivirla en el hoy que Dios nos da”.


Historia del dogma de la Inmaculada Concepción

No siendo éste dogma de los que la Sagrada Escritura consigna con claridad absoluta, fue necesario escudriñar lo que enseñó la Sagrada Tradición y acudir al común sentir de la Iglesia

1.- ¿Evolucionan los dogmas de la Iglesia? Tal podría ser la pregunta que se formulase el lector. Sí y no. No evolucionan en su contenido, es decir, lo que hoy es verdadero, mañana o dentro de un siglo no vendrá a ser falso; pero sin evolucionar en lo que afirman o niegan, pueden evolucionar y evolucionan en la conciencia que de ellos va adquiriendo la misma Iglesia. Para poner una comparación, cada dogma (que vale lo mismo que una verdad revelada por Dios) es una semillita que el mismo Cristo ha sembrado en el campo fecundo de su Iglesia; semilla que germina, crece y se desarrolla cuando las circunstancias lo favorecen. Sino que, en nuestro caso, el tempero lo da el mismo Espíritu Santo, aquel espíritu de verdad del que decía Cristo a los Apóstoles: «Cuando yo me vaya, Él os guiará y os enseñará toda verdad, recordándoos cuanto os dije». No todo lo que Jesús hizo o dijo quedó escrito, ni tampoco cuanto enseñaron los Apóstoles que de Él recibieron el depósito de la fe. Pero nada se perdió. Parte de sus enseñanzas, las no escritas, quedaron como en el subconsciente de la Iglesia, y aflora cuando suena la hora de la Providencia, en forma tan clara y patente, que muchas veces no puede ser ahogada ni por la autoridad de los Doctores, como en el caso de nuestro dogma.

2.- Porque el dogma de la Inmaculada Concepción de María es de los clásicos para demostrar la fuerza inmanente que lleva toda doctrina divina depositada en la parcela de Dios, que es la reunión de los fieles con sus Pastores y el Sumo Pontífice romano, que los preside.

3.- Lo vamos a constatar en la Historia del dogma. No siendo éste de los que la Sagrada Escritura consigna con claridad absoluta, fue necesario, para llegar a la definición del mismo, escudriñar lo que enseñó la tradición y acudir al común sentir de la Iglesia.

I.- La Inmaculada Concepción en los primeros siglos

En los primeros siglos del cristianismo, los Santos Padres no se propusieron el problema de la Concepción Inmaculada de María. Recuérdese lo que hemos dicho en el capítulo primero de nuestro Tratado, al propósito. Pero la doctrina sobre el privilegio de María está contenida, como el árbol en la semilla, en las enseñanzas de los mismos Padres al contraponer la figura de María a la de Eva en relación con la caída y la reparación del género humano; al exaltar, con palabras sumamente encomiásticas, la pureza admirable de la Virgen; y al tratar sobre la realidad de su maternidad divina. Tres principios de la ciencia sobre María que dejaron firmísimamente sentados los primeros Doctores de la Iglesia.

1.º El principio de recapitulación

1.- Con estas palabras: principio de recapitulación, recirculación o reversión, es conocida la doctrina patrística sobre el plan divino de la salvación del género humano.

2.- A los antiguos Padres llamó poderosísimamente la atención, no menos que a nosotros, el bello vaticinio sobre la Redención humana contenido en el Protoevangelio. Y habiendo escrito San Pablo que Cristo es el nuevo Adán, completaron sin esfuerzo el paralelismo, contraponiendo María a Eva. Apenas podrá hallarse un Santo Padre que no eche mano de este recurso al hablar de la Redención. Y es tan constante la doctrina, tan universal el principio, que no es posible no admitir que arranque de la misma tradición apostólica.

3.- Citemos, por todos, a San Ireneo: «Así como aquella Eva, teniendo a Adán por varón, pero permaneciendo aún virgen, desobediente, fue la causa de la muerte, así también María, teniendo ya un varón predestinado, y, sin embargo, virgen obediente, fue causa de salvación para sí y para todo el género humano... De este modo, el nudo de la desobediencia de Eva quedó suelto por la obediencia de María. Lo que ató por su incredulidad la virgen Eva, lo desató la fe de María Virgen». Es decir, que como un nudo no se desata sino pasando los cabos por el mismo lugar, pero a la inversa, así la redención se obró de modo idéntico, pero a la inversa de la caída.

4.- Este paralelismo, que contiene dos aspectos, semejanza y contraposición, está repetido, según acabamos de decir, como un principio básico al tratar de María. Y como es fácil comprender, no alcanza toda su fuerza sino poniendo los extremos de la contraposición en igualdad de circunstancias: Eva, virgen e inocente, es causa de la ruina del género humano; María, Virgen e inocente también, causa de su salvación; Eva, adornada desde el momento de su existencia de la gracia, reclama, en la comparación, a María, también con la gracia desde el primer momento de su ser.

La legitimidad del principio de recapitulación ha sido declarada por el Papa Pío IX en su Bula dogmática sobre la Inmaculada.

2.º Exaltación de la pureza de María

1.- Un coro unánime de voces proclama a María purísima, sin mancha, la más sublime de las criaturas, etc. En esta universal aclamación de la pureza de María ha de haber, necesariamente, un principio general que la impulse. Los Santos Padres de la antigüedad no estaban mucho más informados que nosotros sobre la vida de la Virgen. ¿Qué les mueve, pues, a afirmar con tanto énfasis, con tanta seguridad, que María no admite comparación en su grandeza y elevación moral con criatura alguna? Su divina Maternidad. Evidentemente, sus alabanzas arrancan del principio que más tarde formuló San Anselmo: «La Madre de Dios debía brillar con pureza tal, cual no es posible imaginar mayor fuera de la de Dios». Ahora bien, para admitir su Concepción Inmaculada, caso de proponerse la pregunta, no necesitaban cambiar de rumbo. Bastaba sacar las consecuencias del principio sentado y admitido.

2.- Leamos algo de estas loas dedicadas a la Virgen.

San Hipólito, mártir, dice: «Ciertamente que el arca de maderas incorruptibles era el mismo Salvador. Y por esta arca, exenta de podredumbre y corrupción, se significa su tabernáculo, que no engendró corrupción de pecado. Pues el Señor estaba exento de pecado y estaba, en cuanto hombre, revestido de maderas incorruptibles, es decir, de la Virgen y del Espíritu Santo, por dentro y por fuera, como de oro purísimo del Verbo de Dios». Y en otra parte llama a María, «toda santa, siempre Virgen, santa, inmaculada Virgen».

En las actas del martirio de San Andrés, apóstol, se leen estas palabras que el Santo dirigió al Procónsul: «Y puesto que de tierra fue formado el primer hombre, quien por la prevaricación del árbol viejo trajo al mundo la muerte, fue necesario que, de una virgen Inmaculada, naciera hombre perfecto el Hijo de Dios, para que restituyera la vida eterna que por Adán perdieron los hombres». Aunque estas actas, como algunos opinan, no sean genuinas, es decir, contemporáneas de San Andrés, tienen una venerable antigüedad y nos atestiguan lo que entonces se pensaba de la Santísima Virgen.

San Efrén de Siria, apellidado Arpa del Espíritu Santo, canta de este modo a la Virgen: «Ciertamente tú (Cristo) y tu Madre sois los únicos que habéis sido completamente hermosos; pues en ti, Señor, no hay defecto, ni en tu Madre mancha alguna». Y en otras partes llama a María, Inmaculada, incorrupta, santa, alejada de toda corrupción y mancha, mucho más resplandeciente que el sol, etc.

San Ambrosio pone en labios del pecador: «Ven, pues, Señor Jesús, y busca a tu cansada oveja, búscala, no por los siervos ni por los mercenarios, sino por ti mismo. Recíbeme, no en aquella carne que cayó en Adán. No de Sara, sino de María, virgen incorrupta, íntegra y limpia de toda mancha de pecado».

Y San Jerónimo: «Proponte por modelo a la gloriosa Virgen, cuya pureza fue tal, que mereció ser Madre del Señor».

La lista podría alargarse muchísimo más. La conclusión es la siguiente: los Santos Padres no se proponen la pregunta sobre la Inmaculada Concepción, pero son tales las alabanzas que dirigen a la pureza de María, que, caso de plantearse la cuestión, hubieran llegado a la verdad por el mismo camino que seguían. Y desde luego, lo que les impulsa a la alabanza tan unánime y fervorosa de la pureza de María es la existencia de una tradición que puede calificarse de apostólica, derivada de las enseñanzas de los Apóstoles.

II.- La Inmaculada Concepción hasta la Edad Media

A partir del siglo IV, la Iglesia occidental no corre parejas con la oriental en profesar la Concepción Inmaculada de María. La herejía nestoriana que atacó directamente, única en la historia, la prerrogativa máxima de la Virgen, su divina maternidad, y que iba extendiéndose en el siglo V, ofreció más frecuente ocasión y aun necesidad de exaltar la soberana figura de la Bienaventurada Madre de Dios; al paso que en Occidente, en esta misma época, el hereje Pelagio desfiguraba el concepto de pecado original y sus funestas consecuencias en los hombres, por lo que los Padres se ven constreñidos a tratar antes de la universalidad del pecado que de la gloriosa excepción que representa la Virgen.

Leamos algunos testimonios de una y otra Iglesia.

1.º La Iglesia oriental

1.- En la Iglesia oriental encontramos el esforzado defensor de la maternidad divina de María, San Cirilo, que escribe: «¿Cuándo se ha oído jamás que un arquitecto se edifique una casa y la deje ocupar por su enemigo?». No se puede expresar más claramente la idea de la Concepción Inmaculada.

Y Teodoto de Ancira: «Virgen inocente, sin mancha, santa de alma y cuerpo, nacida como lirio entre espinas». Y en otra parte: «María aventaja en pureza a los serafines y querubines».

Proclo, secretario de San Juan Crisóstomo, en el mismo siglo V, dice de María que está formada «de barro limpio», es decir, de naturaleza humana, pero incontaminada.

2.- En el siglo VI, leemos en un himno compuesto por San Jaime Nisibeno: «Si el Hijo de Dios hubiera encontrado en María una mancha, un defecto cualquiera, sin duda se escogiera una madre exenta de toda inmundicia». Y a la santidad de María la califica de «Justicia jamás rota».

San Teófanes alaba así a María: «Oh, incontaminada de toda mancha». Y en otra parte: «El purísimo Hijo de Dios, como te hallase a Ti sola purísima de toda mancha, o totalmente inmune de pecado, engendrado de tus entrañas, limpia de pecados a los creyentes».

San Andrés de Creta: «No temas, encontraste gracia ante Dios, la gracia que perdió Eva... Encontraste la gracia que ningún otro encontró como Tú jamás».

Y en la carta a Sergio, aprobada por el Concilio Ecuménico VI, Sofronio dice de María: «Santa, inmaculada de alma y cuerpo, libre totalmente de todo contagio».

En adelante, la palabra Inmaculada, Purísima, ya no se refiere directamente a la sola virginidad de María. A medida que van adelantando los siglos se va perfilando con mayor precisión la idea de la Concepción Inmaculada.

Y así en el siglo VIII podemos leer estas palabras tan claras de San Juan Damasceno: «En este paraíso (María) no tuvo entrada la serpiente, por cuyas ansias de falsa divinidad hemos sido asemejados a las bestias».

En los siglos IX y X se contornea aún con mayor claridad la Concepción sin mancha de María. San José el Himnógrafo: «Inmune de toda mancha y caída, la única Inmaculada, sin mancha, sola sin mancha», dice de la Virgen.

Y San Juan el Geómetra en un hermoso verso: «Alégrate, Tú, que diste a Cristo el cuerno mortal; alégrate, Tú, que fuiste libre de la caída del primer hombre».

No es necesario proseguir porque en adelante la palabra Inmaculada, entre los orientales, ya tiene un significado preciso y concreto: la exención de María del pecado original. Además, desde el siglo VII la Iglesia oriental celebraba la fiesta de la Inmaculada Concepción, aunque no fuera universalmente. Sobre el significado de la fiesta oigamos a San Juan de Eubea: «Si se celebra la dedicación de un nuevo templo, ¿cómo no se celebrará con mayor razón esta fiesta tratándose de la edificación del templo de Dios, no con fundamentos de piedra, ni por mano de hombre? Se celebra la concepción en el seno de Ana, pero el mismo Hijo de Dios la edificó con el beneplácito de Dios Padre, y con la cooperación del santísimo y vivificante Espíritu». Como se observará, en estas palabras se menciona la creación de María y, asimismo, su santificación, como insinúa la alusión al Espíritu Santo a quien se apropia.

2.º En la Iglesia occidental

1.- En la Iglesia occidental, el proceso hasta llegar a la confesión clara y paladina de la Concepción Inmaculada de María resultó más lento debido a circunstancias especiales que lo entorpecieron. Pero el concepto que los Santos Padres manifiestan tener de la grandeza espiritual y moral de la excelsa Madre de Dios no desmerece ni cede en nada al de los orientales. La admisión de una mancha en María hubiera producido en Occidente, al igual que en el Oriente, un escándalo entre los fieles, y hubiera chocado con la idea que se profesaba sobre la santidad eximia de la Bienaventurada Virgen. Y en efecto, de ello echó mano el hereje Pelagio para atacar a su contrincante San Agustín, en la discusión sobre el pecado original que aquél negaba. Juliano, discípulo del hereje, escribía dirigiéndose al Obispo de Hipona: «Tú entregas a María al diablo por razón del nacimiento», es decir, si afirmas que el pecado original se trasmite por generación natural, María fue súbdita del diablo, porque de esta manera descendió y de este modo fue concebida por sus padres.

A esto contestó el Santo Doctor: «La condición del nacimiento se destruye por la gracia del renacimiento». Se discute si, con estas palabras, el santo Obispo admitió la Inmaculada Concepción. Pero es lo cierto que nuestro Doctor enseña que los pecados actuales tienen su origen en el pecado original. «Nadie, dice, está sin pecado actual, porque nadie fue libre del original». Ahora bien, opina que María no tuvo pecado actual alguno. «Excepto la Virgen María, de la cual no quiero, por el honor debido al Señor, suscitar cuestión alguna cuando se trata de pecado... Si pudiéramos congregar todos los santos y santas... cuando aquí vivían, ¿no es verdad que unánimemente hubieran exclamado: Si dijésemos que no tenemos pecado, nos engañamos y no hay verdad en nosotros?». Así, según el principio que sienta el mismo Santo Doctor, hemos de concluir que María careció del pecado original.

En esta misma época, hacia el 400, encontramos el máximo poeta cristiano Prudencio que, interpretando la fe de la Iglesia en la pureza sin mancha de María, canta en escogidos versos: «La víbora infernal yace, aplastada la cabeza, bajo los pies de la mujer. Por aquella virgen, que fue digna de engendrar a Dios, es disuelto el veneno, y retorciéndose bajo sus plantas, vomita impotente su tóxico sobre la verde yerba».

2.- En el siglo V, San Máximo escribe estas palabras: «María, digna morada de Cristo, no por la belleza del cuerpo, sino por la gracia original».

Al revés de lo que sucede en Oriente, en Occidente, a medida que van avanzando los siglos, se habla con mayor cautela sobre este asunto. No que se nuble por completo la creencia en la Concepción Inmaculada de María, pues sabemos que pronto comenzó a celebrarse su fiesta, sino que los autores eclesiásticos, por la autoridad de San Agustín, cuya opinión sobre este misterio es dudosa, y ante la necesidad de defender el dogma cierto de la universalidad del pecado original y sus consecuencias, se ven constreñidos antes a tratar de este punto que a establecer e ilustrar la excepción que constituye María a la ley universal del pecado.

Buena prueba de que la fe en este glorioso privilegio de María no quedó ofuscada nos la suministra la Liturgia. Dícese que en el siglo VII, y por obra de San Ildefonso, Arzobispo de Toledo, ya se celebraba la fiesta de la Concepción Inmaculada en España. Algunos, empero, dudan de la autenticidad del documento en que se apoyan los que lo defienden.

Pero con toda seguridad se celebraba ya en el siglo IX, como aparece por el calendario de mármol de Nápoles, que reza: «Día 9 de diciembre, la Concepción de la Santa Virgen María». La fecha de la celebración (la misma en que la celebran los orientales) indica que la fiesta transmigró de Oriente, con el que mantenía intensa relación comercial Nápoles. No es ésta la única constancia que queda de la celebración litúrgica. Por los calendarios de los siglos IX, X y XI sabemos que se celebraba también en Irlanda e Inglaterra.

3.- Pero, a pesar de la celebración litúrgica, el significado de la solemnidad no estaba teológicamente fijado. Y no deja de llamar la atención que fuese el Santo quizá más devoto de María quien frenase los impulsos del pueblo cristiano, suscitando la discusión teológica más enconada de la historia de los dogmas. Me refiero a San Bernardo.

Habiendo llegado a sus oídos que los monjes de Lyón, en 1140, introdujeron la fiesta, el Santo Abad les escribió una carta vehementísima, reprobando lo que él llama una innovación «ignorada de la Iglesia, no aprobada por la razón y desconocida de la tradición antigua». La carta es uno de los mejores documentos para probar la gran devoción del Santo a María. Cada vez que la nombra, la pluma le rezuma unción, y con la inimitable galanura de estilo que le caracteriza, convence al lector de que en todo el raciocinio no hay ni brizna de pasión. Impugna el privilegio porque así cree deber hacerlo.

A pesar del enorme prestigio del santo Doctor, su carta no quedó sin réplica. El primero que replicó a la misma, Pedro Comestor, ya hace notar la confusión de San Bernardo en el asunto, y distingue entre la concepción del que concibe, es decir, el acto de los padres, y la concepción del ser concebido, vale decir, la concepción activa y pasiva, que ya hemos definido antes. Ni faltó tampoco, como en toda polémica, la frase dura y encendida de parte del contradictor: «Dos veces -escribió Nicolás, monje de San Albano- fue traspasada el alma de María: en la Pasión de su Hijo y en la contradicción de su Concepción».

Aunque la carta del Doctor Melifluo no pudo impedir la extensión de la fiesta, que cada día cobró más auge, proyectó una influencia insospechada en las discusiones teológicas de los siglos posteriores.

III.- Controversia de los Escolásticos hasta el Beato Escoto

1.- Los siglos XIII y XIV son los del máximo esplendor de la ciencia divina llamada Teología. Los que la cultivaron se llaman Escolásticos, y hubo varios centros de importancia, entre los más ilustres, la Sorbona de París y la Universidad de Oxford, en Inglaterra. Al comentar los Escolásticos el «Libro de las Sentencias» de Pedro Lombardo, que les servía como de manual y guía para dar sus lecciones, se toparon con la cuestión de la Concepción de María. Los Doctores de París se inclinaron por la opinión maculista, y los de Oxford por la inmaculista, es decir, excluyeron a María de la común caída del pecado de origen. La victoria quedó por éstos últimos, y concretamente por el Beato Escoto, su más alto exponente y representante.

2.- En París, los Maestros se plantean la cuestión en estos términos: ¿Cuándo fue santificada la Virgen María? Santificada aquí equivale, como se verá por el contexto de toda la cuestión, a purificada. Por lo que en el mismo planteamiento del problema ya se da algo como presupuesto y seguro: que hubo en María algo que necesitaba purificación. Causa de proponerse el problema en esos términos es el error contenido en el «Libro de las Sentencias» que comentaban. El error consistía en afirmar que el pecado original se identifica con la concupiscencia de la carne, que corrompe y mancha al alma. Y ponían un ejemplo: Como la inmundicia del recipiente hace que el vino de suyo dulce se convierta en vinagre, así la concupiscencia de la carne, que se transmite por generación natural, mancha la pureza del alma. En su concepto, el pecado original tenía dos elementos: uno material, que es la concupiscencia de la carne, y otro formal, lo propiamente llamado pecado, que es la carencia de la gracia.

Partiendo, pues, del principio que la carne, inficionada por la generación natural, inficiona a su vez el alma, los Doctores de París se preguntan: ¿Cuándo fue santificada, es decir, purificada María de esta infección inherente a la carne?

3.- El primero en plantearse la cuestión en estos términos es Fray Alejandro de Halés. Sienta el principio de que a «María se le otorgó cuando podía dársele», pero no saca todas las consecuencias que de él se derivan. Y siguiendo la opinión que acabamos de exponer sobre el pecado original, se pregunta si María fue santificada en sus padres, respondiéndose que no, pues aunque ellos fueran santísimos, su santidad no pudo trasfundirse a la carne que concibieron. Continúa investigando si la carne de María fue purificada antes que su alma entrase y fuese infundida en la misma, y resuelve que tampoco, porque la carne no puede ser sujeto de santidad alguna ni de ninguna gracia. Prosigue interrogando si fue santificada en el mismo momento de infundirse el alma en el cuerpo, y se inclina también por la negativa. La conclusión es que fue santificada después de la concepción, aunque antes de nacer, porque si esto se concedió a Jeremías y al Bautista, «no puede negarse a tan excelsa Virgen lo que a otros se concedió».

4.- Sigue por el mismo camino, y con una conclusión más enérgica, el Doctor San Alberto Magno. Este cree ser de fe que María fue concebida en pecado original, pues las Escrituras, en el célebre texto de San Pablo, enseñan «que en Adán todos pecaron», y si todos, también Ella.

5.- Los dos colosos de la ciencia teológica, que continuaron la labor de enseñanza de los dos ya mencionados, prosiguen, aunque más expeditos, por el mismo sendero. Son Santo Tomás y San Buenaventura.

El Doctor Angélico, Santo Tomás, afirma y repite con insistencia en varias partes de sus obras, escritas en diversas épocas, que María contrajo el pecado de origen. Citemos sólo lo que escribe en su obra máxima, «La Suma». «A la primera pregunta de si María fue santificada antes de recibir el alma», responde que no, porque la culpa no puede borrarse más que por la gracia, cuyo sujeto es sólo el alma. «A la segunda, es decir, si lo fue en el momento de recibir el alma», responde que ha de decirse que «si el alma de María no hubiese sido jamás manchada con el pecado original, esto derogaría a la dignidad de Cristo que está en ser el Salvador universal de todos. Y así, bajo la dependencia de Cristo, que no necesitó salvación alguna, fue máxima la pureza de la Virgen. Porque Cristo de ningún modo contrajo el pecado original, sino que fue santo en su concepción misma, según aquello de San Lucas: "El que ha de nacer de Ti, santo, será llamado Hijo de Dios". Pero la Santísima Virgen contrajo ciertamente el pecado original, si bien quedó limpia de él antes del nacimiento». Y en otra parte se pregunta cuándo fue santificada, y responde: «Poco después de su concepción».

A estas palabras tan claras se les ha querido dar últimamente un significado distinto, haciendo mil equilibrios para que signifiquen que Santo Tomas no negó el privilegio de María, como si negarlo entonces supusiese defecto alguno. El Santo y ponderadísimo Doctor reiría de buena gana las acrobacias intelectuales de algunos de sus comentaristas.

San Buenaventura insinúa tímidamente la solución verdadera de la cuestión, pero se declara explícitamente partidario de la opinión maculista. Después de exponer la opinión común, escribe: «Algunos dicen que en el alma de la Santísima Virgen la gracia de la santificación se adelantó a la mancha del pecado original... Esto significa, según ellos, lo que San Anselmo dice de la Santísima Virgen: que María fue pura, con pureza tan alta, que mayor, fuera de la de Dios, no se puede imaginar. Esto no repugna a la fe cristiana, porque la misma Virgen fue liberada del pecado original por la gracia que dependía y tenía su origen en Cristo, como las demás gracias de los Santos. Estos fueron levantados después de caídos, la Virgen fue sostenida en el acto de caer para que no cayera, según la referida opinión». Ninguno había expuesto aún en París tan claramente, ni insinuado con tanta precisión, los argumentos a favor de la Inmaculada. Pero San Buenaventura se inclinó por la contraria. Tiranía de la razón que se impuso sobre los anhelos del amor.

4.- No estaba reservada a los Doctores de París la empresa de defender el privilegio de María. Cuando la doctrina contraria a la Inmaculada Concepción era corriente entre los teólogos, corroborada por la autoridad de los grandes maestros, «bajó a la palestra el Doctor providencial que Dios mandó a la Iglesia para este caso», decía el antiguo Oficio de la Inmaculada: el Beato Juan Duns Escoto.

IV.- La intervención del Doctor Mariano

1.- El Beato Juan Duns Escoto nació en Maxton (Escocia), de la noble familia Duns. Se formó en la Universidad de Oxford, y en la misma y en París enseñó teología. Al llegar a París, la cuestión sobre la Concepción de María estaba definitivamente ventilada y resuelta en sentido negativo. Su doctrina sobre la exención de María de todo pecado chocó con el ambiente reinante en la Universidad, y, según el estilo de la época, tuvo que defender su opinión en una disputa pública con los doctores de la misma. El rotundo triunfo que alcanzó, midiendo su ingenio y saber con los Maestros más renombrados, hizo aquella discusión científica celebérrima en los anales de la Universidad y aun de la Iglesia. La leyenda y la tradición, como acostumbran con los hechos trascendentales, la han adornado con mil detalles hermosos. Las crónicas eclesiásticas aseguran que, al pasar el Doctor por los claustros de la Universidad para la discusión, se postró ante una imagen de María, implorando su auxilio, y que la marmórea imagen inclinó su cabeza. En el aula magna de la Universidad, aguardaban al Doctor todos los Maestros. Presidían la Asamblea los Legados del Papa, presentes a la sazón en París para negociar ciertos asuntos con el Rey. Sea de ello lo que fuere, la tradición nos dice que se opusieron al Doctor Mariano doscientos argumentos, que él refutó y pulverizó después de recitarlos uno tras otro de memoria. El número de argumentos, aun sin llegar a los doscientos, fue grande, porque de los fragmentos de la disputa que han llegado hasta nosotros se pueden recoger cincuenta. La nobilísima Asamblea se levantó aclamándole unánimemente vencedor. Una defensa similar del privilegio mariano tuvo lugar en Colonia, donde el triunfo alcanzado por el Defensor de María fue tal, que hasta los niños le aclamaban por las calles: ¡Vencedor Escoto!

Todos estos detalles de la leyenda demuestran la impresión que causó la defensa escotista en la imaginación de los contemporáneos que veían irremisiblemente perdida la causa en el terreno intelectual. Pero si los detalles son legendarios, queda en pie la historicidad del hecho conocido con el nombre de Disputa de la Sorbona, como ha probado con sus estudios el mariólogo P. Carlos Balic, conocido en todos los centros teológicos.

2.- Pasemos a exponer la doctrina del Doctor Mariano. Notemos ante todo que el Beato Juan Duns Escoto se plantea la cuestión de modo completamente diferente al de los que le precedieron: «¿Fue concebida María en pecado original?». Este modo de preguntar no presupone ni prejuzga nada, y tiene un sentido claro y terminante: ¿Tuvo o no tuvo el pecado original? Ello arranca de la idea que nuestro Doctor tiene del pecado de origen, hoy común a todos los teólogos. Para el Beato Escoto, el pecado original no consiste más que en la negación de la gracia que se debiera poseer. Y por eso no ha de preguntarse nada sobre la carne, como hacían los anteriores.

A la pregunta, pues, de si María fue concebida en pecado, responde: No. ¿Motivos? La perfectísima Redención de su Hijo y la honra y honor del mismo. Es decir, que la dificultad de los contrarios la esgrime él como argumento casi único. Resumámoslo: «Se afirma que en Adán todos pecaron y que en Cristo y por Cristo todos fueron redimidos. Y que si todos, también Ella. Y respondo que sí, Ella también, pero Ella de modo diferente. Como hija y descendiente de Adán, María debía contraer el pecado de origen, pero redimida perfectísimamente por Cristo, no incurrió en él. ¿Quién actúa más eximiamente, el médico que cura la herida del hijo que ha caído, o el que, sabiendo que su hijo ha de pasar por determinado lugar, se adelanta y quita la piedra que provocaría el traspié? Sin duda que el segundo. Cristo no fuera perfectísimo redentor, si por lo menos en un caso no redimiera de la manera más perfecta posible. Ahora bien, es posible prevenir la caída de alguno en el pecado original. Y si debía hacerlo en un caso, lo hizo en su Madre».

El Beato Escoto va aplicando el argumento ora desde el punto de vista de Cristo Redentor perfectísimo, ora desde el punto de vista del pecado, ora desde el ángulo de María, llegando siempre a la misma conclusión. Su argumento quedó sintetizado para la posteridad con aquellas cuatro celebérrimas palabras: Potuit, decuit, ergo fecit, pudo, convino, luego lo hizo. Podía hacer a su Madre Inmaculada, convenía lo hiciera por su misma honra, luego lo hizo.

De todo lo cual se deduce, escribe el Doctor Alastruey, en su conocida «Mariología»:

1.º Que el Doctor Mariano distingue perfectísimamente entre la ley universal del pecado de origen, en la que entra María, y la caída real. Es decir, entre el débito, como dicen los teólogos, y la contracción del pecado. María debía contraerlo por ser descendiente de Adán, pero no lo contrajo porque fue preservada. Por eso, su preservación se llama privilegio.

2.º Que el Doctor Mariano concilia a perfección la preservación de María y su dependencia de la Redención de Cristo. Esto lo consigue distinguiendo entre la Redención curativa y la preservativa. Esta última es, en opinión suya y ante el testimonio de la razón, redención más perfecta. Por lo que María, en su privilegio, lejos de menoscabar el honor de Cristo escapando a su influjo, como temían los antiguos, depende de Él en forma más brillante y más efectiva.

3.º Finalmente, Escoto consiguió pulverizar los principales argumentos de la opinión contraria y poner en claro que nada podía deducirse de los dogmas de la fe que fuera contrario a la Concepción Inmaculada de María.

Las páginas del Doctor Mariano vinieron a ser el arsenal en que recogían armas y argumentos los defensores del privilegio de María; y al cabo de tantos siglos de disquisiciones científicas, se llegó a la definición dogmática sin que se pudiese añadir a sus páginas ni una idea, ni un argumento, ni una distinción más.

Y para que no faltase al aguerrido defensor de la Virgen el testimonio de la opinión contraria, se lo propinó el Padre Gerardo Renier, que de enemigo doctrinal pasó, como muchos a lo largo de la historia del Dogma, a adversario personal del Beato Escoto, escribiendo a propósito de sus enseñanzas en París: «El primer sembrador de estaherética maldad (la Inmaculada Concepción) fue Juan Duns Escoto, de la Orden Franciscana». Calificación teológica que, como es evidente, fue profética. No se había visto jamás que un puñado de barro lanzado contra el adversario se convirtiera en el trayecto en un manojo de rosas y lirios.

V.- Hasta la definición dogmática

1.- Siguieron al Beato Escoto, como es fácil suponer, todos los franciscanos, que le adoptaron por Maestro, y entre sus discípulos se pueden citar nombres tan ilustres como Francisco Mayrón, Andrés de Neuchateu, Juan Basols, etc. Toda la Orden Franciscana en general, escribe Campana en María en el Dogma católico,aceptó la doctrina de su Maestro de modo que, al poco tiempo, a la Concepción Inmaculada se la llamó la opinión franciscana, nombre con que fue designada hasta la definición dogmática.

2.- Perdido ya el prestigio en la Universidad de París, la opinión contraria apeló al Papa Juan XXII en su corte de Aviñón. Y a pesar de que el Pontífice estaba en grave disensión con la Orden Franciscana a causa de las controversias sobre la pobreza, tras una disputa entre un franciscano y un dominico, el Papa se inclinó por la opinión inmaculista, y como conclusión mandó celebrar la fiesta en la capilla papal. La determinación de Juan XXII significó un paso decisivo para el triunfo de la Inmaculada. Y nos hallamos en 1325, es decir, a unos veinte años solamente de la Defensa de Escoto.

2.- Un incidente que revela los sentimientos y proceder de toda una generación fue el sucedido en 1335. Juan de Monzón recibió la investidura de Doctor. En su primera lección magistral sostuvo cuatro proposiciones contra la Inmaculada Concepción. La Universidad las reprobó y confió al franciscano Juan Vital que las refutara, como hizo en su «Defensórium pro I. M. Conceptione». Confirmada la sentencia o calificación de la Universidad por el Obispo de París, el dominico apeló al Papa, ante el cual triunfó nuevamente la opinión inmaculista. Pero la lucha, escribe el P. Sola, S.J., en su libro «La Inmaculada Concepción», había llegado a su punto culminante. Como Escoto había arrastrado tras sí a toda su escuela, Monzón arrastró, asimismo, a toda la tomista. Y si los discípulos de Escoto formularon el voto de defender el privilegio hasta la sangre, los contrarios formularon, asimismo, el de defender la doctrina de Santo Tomás sobre este tema.

3.- No es necesario seguir ya más el curso de las discusiones científicas, porque en adelante la opinión maculista va perdiendo sensiblemente terreno, y su actuación, interés. Ya es conocido que en el Concilio de Basilea se tuvo un largo debate entre maculistas e inmaculistas con el triunfo de éstos, pero la decisión del Concilio quedó sin valor porque, al tomarla, el Concilio ya no era canónico.

Ante Sixto IV, y nos hallamos en el siglo XV, se sostuvo otra disputa entre el dominico Bandelli y el franciscano Francisco de Brescia; la victoria de éste fue tan rotunda, que la Asamblea se levantó aclamándole Sansón, nombre con que es conocido en la Historia.

Y de triunfo en triunfo, llegamos al Concilio de Trento que, al hablar de la universalidad del pecado original, aunque no define el dogma de la excepción de María, significó su opinión con estas palabras: «Declara, sin embargo, este santo Concilio que, al hablar del pecado original, no intenta comprender a la bienaventurada e inmaculada Virgen María, sino que hay que observar sobre esto lo establecido por Sixto IV».

4.- Las palabras del Concilio fueron decisivas para la extensión de la doctrina inmaculista y no tardó mucho en ser opinión universal.

Apenas se hallará una Orden religiosa que no pueda presentar nombres ilustres de grandes teólogos que favorecieron la prerrogativa de la Virgen, contribuyendo a su triunfo. La Compañía de Jesús puede presentar a Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Toledo, Suárez, San Pedro Canisio, San Roberto Belarmino y otros muchos más. La gloriosa Orden Dominicana, el celebérrimo Ambrosio Catarino, Tomás Campanella, Juan de Santo Tomás, San Vicente Ferrer, San Luis Beltrán y San Pío V, papa, etc. La Orden Carmelitana, ya en 1306, determinó celebrar la fiesta en el Capítulo General reunido en Francia, y los agustinos defendieron también la prerrogativa de la Virgen ya en 1350.

5.- La contribución de nuestra Patria [España] al triunfo del Dogma de la Inmaculada Concepción merece capítulo aparte, y por cierto bien nutrido y glorioso, pero ello nos apartaría del carácter puramente doctrinal que tienen estas breves notas históricas. Recordemos solamente, como tan significativas, las legaciones de nuestros reyes a los Sumos Pontífices pidiendo la definición del dogma. Por eso Pío IX quiso que el monumento a la Inmaculada, después de su definitivo oráculo, se levantara en la romana Plaza de España.

VI.- La definición dogmática de la Inmaculada

1.- El Papa Pío IX, de feliz memoria, se decidió a dar el último paso para la suprema exaltación de la Virgen, definiendo el dogma de su Concepción Inmaculada. Dícese que en las tristísimas circunstancias por las que atravesaba la Iglesia, en un día de gran abatimiento, el Pontífice decía al Cardenal Lambruschini: «No le encuentro solución humana a esta situación». Y el Cardenal le respondió: «Pues busquemos una solución divina. Defina S. S. el dogma de la Inmaculada Concepción».

Mas para dar este paso, el Pontífice quería conocer la opinión y parecer de todos los Obispos, pero al mismo tiempo le parecía imposible reunir un Concilio para la consulta. La Providencia le salió al paso con la solución. Una solución sencilla, pero eficaz y definitiva. San Leonardo de Porto Maurizio había escrito una carta al Papa Benedicto XIV, insinuándole que podía conocerse la opinión del episcopado consultándolo por correspondencia epistolar... La carta de San Leonardo fue descubierta en las circunstancias en que Pío IX trataba de solucionar el problema, y fue, como el huevo de Colón, perdónese la frase, que hizo exclamar al Papa: «Solucionado». Al poco tiempo conoció el parecer de toda la jerarquía. Por cierto que un obispo de Hispanoamérica pudo responderle: «Los americanos, con la fe católica, hemos recibido la creencia en la preservación de María». Hermosa alabanza a la acción y celo de nuestra Patria.

2.- Y el día 8 de diciembre de 1854, rodeado de la solemne corona de 92 Obispos, 54 Arzobispos, 43 Cardenales y de una multitud ingentísima de pueblo, definía como dogma de fe el gran privilegio de la Virgen:

«La doctrina que enseña que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su Concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, es revelada por Dios, y por lo mismo debe creerse firme y constantemente por todos los fieles».

Estas palabras, al parecer tan sencillas y simples, están seleccionadas una por una y tienen resonancia de siglos. Son eco, autorizado y definitivo, de la voz solista que cantaba el común sentir de la Iglesia entre el fragor de las disputas de los teólogos de la Edad Media.

San Felipe Rinaldi

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Beato Felipe Rinaldi, religioso presbítero

En Turín, en Italia, beato Felipe Rinaldi, presbítero de la Sociedad de San Francisco de Sales, que trabajó por propagar la fe en tierras de misión.

Insensible ante un milagro efectuado en el pueblo por Don Bosco, que fue a buscarle cuando ya tenía 18 años, siguió negándose a reconsiderar la opción del sacerdocio. Era el octavo y penúltimo hijo de los campesinos Cristóbolo Rinaldi y Antonia Brezza, quien oró de manera insistente por su vocación, al punto que Felipe quedó profundamente conmovido por este gesto de su madre; parece que fue lo único que logró tocar su fibra más sensible en esta época. A los 20 años se hallaba en vías de contraer matrimonio, pero en cuanto Don Bosco supo la noticia, rápidamente acudió a Lu con la esperanza de llevárselo consigo. Esta gracia tan orada por él y por la fiel Antonia se materializó a finales de 1877. Entonces Felipe se integró en el centro dedicado para vocaciones en edades similares a la suya en Sampierdarena, al frente del cual se hallaba Pablo Albera.

Con gran dedicación y sacrificio cursó los estudios que debió haber afrontado en su momento, y en 1880 en San Benito Canavés, donde había realizado el noviciado, emitió los votos, pero todavía sin ánimo de ser sacerdote. Contra su costumbre, porque solía respetar la libertad de los jóvenes, Don Bosco instó a Felipe a iniciar el camino que le llevaría al sacerdocio, y éste le obedeció. Fue ordenado en diciembre de 1882 en la catedral de Ivrea. Agradecido y dichoso por las bendiciones que recibía al lado del Fundador, cuando éste le preguntaba que si era feliz, respondía: «Sí, si estoy con usted, de otra forma no sé qué sería de mí».

Pocos días antes de producirse el deceso de su santo fundador, Felipe acudió a confesarse con él. Y Don Bosco, ya casi sin fuerzas, antes de absolverle le dijo:«Meditación», apuntando seguramente a lo que debería tomar como consigna de su misión. La primera que le encomendaron fue dirigir el centro para vocaciones tardías de Mathi, responsabilidad que le abrumó, pero acogió solícito. Contribuyó al notable incremento de estudiantes que hubo en poco tiempo. Esta fecundidad se haría patente en Sarriá, España, donde Don Rua lo envió en 1899 como superior de la comunidad, y luego en Portugal, de forma que a Felipe se le considera impulsor de la obra salesiana en estos países.

A él se debe el nacimiento del instituto secular de las Voluntarias de Don Bosco, a las que recordaba: «¿Qué tenéis que hacer para tener vida? Ante todo, rezad para sentiros animadas todos los días y llevar la cruz que el Señor os ha asignado; es lo primero que tenéis que hacer. Además, haced bien cada uno de vuestros quehaceres, los propios de vuestro estado, como Dios quiere, en vuestra condición; y esto según el espíritu del Señor y de Don Bosco». Fue designado vicario general en 1901, y rector mayor en 1922. Suceder a Don Rua, fallecido inesperadamente, para regir el acontecer de los salesianos, alta misión para la que fue elegido ese año, fue un hecho que le sorprendió y que acogió con sencillez y humildad: «Esta elección es embarazosa tanto para vosotros como para mí. Quizá Nuestro Señor quiere humillar la Congregación o Nuestra Señora quiere mostrar que, con nosotros, es Ella la que está haciéndolo todo. Sin embargo, es algo sumamente embarazoso para mí. Por favor, orad al buen Señor para que yo no destruya lo que Don Bosco y sus sucesores han construido».

Era un hombre de oración, piadoso, devoto de María Auxiliadora, abierto a las necesidades de su tiempo y fidelísimo al carisma del fundador. Tuvo gran visión y dotes de iniciativa. Extendió notablemente la obra de Don Bosco poniendo en marcha centros formativos dirigidos también a la mujer. Impulsó los estudios de los jóvenes salesianos, en los que se incluía el estudio de las lenguas para ayuda de la evangelización, y tuteló la vida espiritual de todos de forma magistral. Fundó el Instituto Misionero Salesiano Cagliero en Ivrea, ayudó y acompañó a los Cooperadores, instituyó la federación de alumnos y realizó viajes apostólicos por distintos puntos de Europa. En un momento dado solicitó al papa Pío XI la concesión de «indulgencias por el trabajo santificado».

Al hablar del beato Rinaldi frecuentemente se resaltan las palabras del P. Francesia: «Lo único que le falta al Padre Rinaldi es la voz de Don Bosco: tiene todo lo demás». El 5 de diciembre de 1931 mientras leía la vida de Don Miguel Rúa, falleció en Turín. Fue beatificado por Juan Pablo II el 29 de abril de 1990.

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