No hay amor más grande que dar la vida por sus amigos

FRANCISCO ORA ANTE EL CUERPO INCORRUPTO DE SAN PÍO DE PIETRELCINA
"Quien cuida a los pequeños, se acerca a Dios: es una profecía de vida contra los profetas de muerte"
"Ven, el Señor te espera. No hay ningún motivo tan grave que te excluya de su misericordia"

Jesús Bastante, 17 de marzo de 2018 a las 12:30

Francisco ora ante la urna de San Pío de PietrelcinaVatican News

Muchos están dispuestos a poner un 'me gusta' sobre la vida de los grandes santos. Pero quién hace lo mismo. La vida cristiana no es un 'me gusta', es un 'me doy'

(Jesús Bastante).- "Ven, el Señor te espera. No hay ningún motivo tan grave que te excluya de su misericordia". Concluye la visita del Papa Francisco a Pietrelcina. Una visita exprés, pero intensa, con varios momentos emocionantes, desde la oración de Bergoglio ante el cuerpo incorrupto de San Pío, o la visita a los enfermos de la "Casa de Alivio del Sufrimiento".

Allí, el Papa repartió besos y abrazos, se hizo selfies con los niños e, incluso, estampó su firma en una inmensa manta que los chicos y chicas habían preparado en una habitación y en la que, entre dibujos y firmas, alguien había dibujado una cara del Papa. "Somos iguales, ¿no es cierto?", dijo, entre risas, Bergoglio.

Muchos de estos pequeños sufren el mayor de los sufrimientos, ya sea en forma de cáncer, enfermedades hematológicas o discapacidad. A ellos quiso dedicar Francisco buena parte de la homilía en el santuario, denunciando la "cultura del descarte" que, como en la antigua Esparta "tira a los niños que no sirven". Frente a ello, planteó "una profecía de vida contra los profetas de muerte de cada tiempo".

Antes, Francisco visitó la iglesia de san Giovanni Rotondo, y las reliquias de San Pío de Pietrelcina, en el centenario de la aparición de los estigmas y el 50 aniversario de su muerte. En un intenso momento de oración, el Papa besó el crucifijo de los estigmas y colocó una estola sobre la urna funeraria del santo. En su homilía, Bergoglio tomó tres palabras del Evangelio: "Oración, pequeñez y sabiduría". En cuanto a la primera, el Papa destacó cómo "el Evangelio nos presenta a un Jesús que reza". "A Jesús la oración le surgía de forma espontánea", recordó Francisco, quien añadió cómo "los discípulos descubrieron así cómo la oración era importante. Hasta que un día le preguntaron: Señor, enséñanos a orar". "Si queremos imitar a Jesús, comencemos por donde él comenzaba. Podemos preguntarnos: ¿los cristianos rezamos lo suficiente? Con frecuencia, en el momento de rezar, vienen a la mente tantas cosas urgentes", lamentó Francisco, quien admitió que "a veces se deja de un lado la oración, presos de un activismo que la hace incompleta". "Jesús, en el Evangelio, muestra también cómo se reza", subrayó. "No comienza pidiendo cosas, sino diciendo: 'Te bendigo padre'". Y es que "no se conoce al Padre sin adorar". "Retomemos la oración de alabanza, un contacto personal, de tú a tú, con el Señor, el secreto para entrar en comunión con él", pidió el Papa.

"Nuestras oraciones, ¿se parecen a aquella de Jesús o se reducen a llamadas de emergencia?", se preguntó. "¿Cuando no tenemos necesidad, qué hacemos? La oración es un gesto de amor, es estar con Dios, es una indispensable obra de misericordia espiritual". "Preguntémonos -concluyó esta parte-, ¿yo rezo?. Y cuando rezo, ¿sé alabar, dé adorar, sé poner mi vida y la de la gente delante de Dios?". En segundo lugar, el Papa habló de la pequeñez, señalando cómo "Jesús ha revelado el misterio de Dios a los más pequeños", a los que "tienen necesidades grandes, que no son autosuficientes ni creen que se bastan por sí solos". Pequeños, prosiguió el Santo Padre, "son aquellos que tienen el corazón humilde y abierto, pobre y necesitado, que tienen la necesidad de rezar, de dejarse acompañar." "Su corazón es como una antena que capta enseguida la señal de Dios", añadió. Porque "Dios busca el contacto con todos, pero quien se cree grande crea una enorme interferencia, y no llega la voluntad de Dios. Cuando se está lleno de uno mismo, no hay lugar para Dios". Es por esto que "Dios prefiere a los pequeños, y el camino para encontrarse es 'abajarse', reconocerse necesitados", pues "el misterio de Jesucristo es un misterio de pequeñeces". "¿Sabemos encontrar a Dios allí donde Él está?", preguntó el Papa, recordando el sanatorio que había visitado con anterioridad. "En el enfermo se encuentra a Jesús, y en el cuidado amoroso de los que se inclinan sobre las heridas del prójimo está el camino para encontrar a Jesús. Quien cuida a los pequeños, se acerca a Dios, y vence a la cultura del descarte, que prefiere a los poderosos y considera inútiles a los pobres".

"Esta opción es una profecía de vida contra los profetas de muerte de cada tiempo", denunció el Papa. "También hoy la gente descarta: descarta a los niños, a los ancianos, porque no sirven". Bergoglio recordó la historia de los espartanos que le contaban en la escuela, aquella que relataba cómo "tiraban a los niños que no servían".

"Hoy, nosotros hacemos lo mismo, con más crueldad. Aquello que no sirve, se descarta. Esa es la cultura del descarte: por eso Jesús fue dejado a un lado".

En tercer lugar, la sabiduría. "No es sabio quien se muestra fuerte y responde al mal con el mal", advirtió Francisco, quien añadió que "la única arma invencible es la caridad, potenciada por la fe, porque tiene la fuerza de desarmar el mal".

"San Pío combatió el mal durante toda su vida, y lo hizo con sabiduría, ofreciendo el dolor con amor, con la cruz", una tarea complicada. "Todos lo admiran, pero pocos hacen lo mismo. Muchos hablan bien, pero ¿cuántos lo imitan?".

"Muchos están dispuestos a poner un 'me gusta' sobre la vida de los grandes santos. Pero quién hace lo mismo. La vida cristiana no es un 'me gusta', es un 'me doy'", concluyó, recordando una de las frases claves del Evangelio, de la sabiduría de Jesús. "Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados. ¿Quien puede sentirse excluido de este ofrecimiento? ¿Quién no se siente cansado o agobiado?".

Confianza absoluta

Nuestra vida discurre, por lo general, de manera bastante superficial. Pocas veces nos atrevemos a adentrarnos en nosotros mismos. Nos produce una especie de vértigo asomarnos a nuestra interioridad. ¿Quién es ese ser extraño que descubro dentro de mí, lleno de miedos e interrogantes, hambriento de felicidad y harto de problemas, siempre en búsqueda y siempre insatisfecho?

¿Qué postura adoptar al contemplar en nosotros esa mezcla extraña de nobleza y miseria, de grandeza y pequeñez, de finitud e infinitud? Entendemos el desconcierto de san Agustín, que, cuestionado por la muerte de su mejor amigo, se detiene a reflexionar sobre su vida:«Me he convertido en un gran enigma para mí mismo».

Hay una primera postura posible. Se llama resignación, y consiste en contentarnos con lo que somos. Instalarnos en nuestra pequeña vida de cada día y aceptar nuestra finitud. Naturalmente, para ello hemos de acallar cualquier rumor de trascendencia. Cerrar los ojos a toda señal que nos invite a mirar hacia el infinito. Permanecer sordos a toda llamada proveniente del Misterio.

Hay otra actitud posible ante la encrucijada de la vida. La confianza absoluta. Aceptar en nuestra vida la presencia salvadora del Misterio. Abrirnos a ella desde lo más hondo de nuestro ser. Acoger a Dios como raíz y destino de nuestro ser. Creer en la salvación que se nos ofrece.

Solo desde esa confianza plena en Dios Salvador se entienden esas desconcertantes palabras de Jesús: «Quien vive preocupado por su vida la perderá; en cambio, quien no se aferre excesivamente a ella la conservará para la vida eterna». Lo decisivo es abrirnos confiadamente al Mis«gravitando en torno a Dios, nuestro Padre.

Como decía Paul Tillich, «aceptar ser aceptados por él».terio de un Dios que es Amor y Bondad insondables. Reconocer y aceptar que somos seres

V DOMINGO DE CUARESMA “B”
(Jr 31, 31-34; Sal 50; Hbr 5, 7-9; Jn 12, 20-33)

COMENTARIO
Con frecuencia, las Sagradas Escrituras invocan la promesa del Señor, verdadera alianza, por la que en razón del juramento que hizo a los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob; y a David, el rey que permaneció fiel a Dios, continúa el ofrecimiento divino que propone siempre la misericordia y el perdón, a pesar de la infidelidad del pueblo, y de la nuestra.

Si la palabra dada por Dios desde antiguo hizo cantar a Zacarías: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace lo alto”, cuánto mayor será la esperanza que nos debe suscitar la alianza sellada por medio de su Hijo, para perdón de los pecados.

Además, la alianza ya no quedará a expensas de que otros nos la recuerden, sino que cada uno sentirá dentro de su interior la voz que acredita la promesa divina. Desde la moción íntima cabe, en todo caso, suplicar como el salmista: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu”.

El valedor de la promesa es Jesús, a quien desearon conocer los extraños, mientras que los propios no siempre dieron fe a sus palabras. No hay tiempo que perder: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre”.

A la luz de cómo Jesús lleva a cabo la alianza y de cómo se realizan en Él las promesas, se nos brinda la posibilidad de unirnos a su oblación y acoger la enseñanza paradójica del Evangelio: “Si el grano de trigo no muere, no da fruto”. La sagacidad del creyente consiste en dar la vida para ganarla; en saberse el último, el servidor, para que sea el Señor quien nos diga un día: “Ven, bendito de mi Padre”.

No caigamos en la vanidad pretenciosa que nos hace creernos perfectos e intachables, jueces inmisericordes. Ni perezcamos en la tristeza por sabernos frágiles y pecadores. A pesar de los buenos propósitos, a menudo la voz interior nos señala la quiebra de la fidelidad.

Nos corresponde la respuesta humilde y confiada, la súplica para permanecer fieles y reconocedores de la gracia, más que de nuestro esfuerzo titánico. Sorprende que Jesús. en los momentos más recios de su vida, nos enseña el secreto de su fidelidad: la relación con su Padre. Y cómo el Padre, se hace presente en la hora crítica.

A la altura de nuestra travesía cuaresmal, corresponde, por un lado, el deseo de corresponder a la fidelidad de Dios, y por otro lado, la confianza en Jesús, que se ofrece a Sí mismo para que sellar el pacto de amor entre Dios y nosotros.

San Cirilo de Jerusalen

Obispo y Doctor de la Iglesia (315-386)  Nació en una familia cristiana el año 315; sucedió al obispo Máximo en la sede de Jerusalén el año 348.  Tuvo que sufrir varios destierros por defender la fe católica frente a los arrianos.  Fue un insigne predicador, catequista y escritor.   Murió el año 386.

Oremos  

Señor Dios nuestro, que te serviste de san Cirilo, obispo de Jerusalén, para que tu Iglesia comprendiera más profundamente el sentido de los sacramentos de salvación, concédenos, por sus plegarias, un conocimiento tan profundo de los misterios de tu Hijo que nos haga tener vida abundante. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

I Vísperas de San José esposo de Santa María Virgen

Himno

Cante tu gloria célica armonía,  
tú que compartes con la siempre pura 
la misteriosa genealogía de la Escritura. 

Esposo virgen de la Virgen Madre, 
en quien Dios mismo declinó su oficio; 
réplica humilde del eterno Padre, padre nutricio. 

Último anillo de las profecías, 
¡oh patriarca de la nueva alianza! 
Entre tus brazos se acunó el Mesías, nuestra esperanza. 

Guarda a la Iglesia de quien fue figura 
la inmaculada y maternal María; 
guárdala intacta, firme y con ternura de eucaristía. 
Gloria a Dios Padre que en tu amor descuida, 
gloria a Dios Hijo que te fue confiado, 
gloria al Espíritu que alentó tu vida 
para el Amado.  Amén 

Dios todopoderoso, que, en los albores del nuevo Testamento, encomendaste a San José los misterios de nuestra salvación, haz que  ahora tu Iglesia, sostenida por la intercesión del esposo de María, lleve a su pleno cumplimiento la obra de la salvación de los hombres. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

Calendario de Fiestas Marianas:Nuestra Señora de las Mercedes de Savona.

Hora de morir, hora de vivir; V Domingo de Cuaresma
Reflexión del evangelio de la misa del Domingo 18 de marzo 2018

Que gran contradicción nos ofrece Jesús: para tener vida hay que entregarla plenamente, voluntariamente… amorosamente.

Lecturas:

Jeremías 31, 31-34: “Pondré mi ley en su mente y la grabaré en lo profundo de su corazón”

Salmo 50: “Crea en mí, Señor, un corazón puro”

Hebreos 5, 7-9: “Aprendió a obedecer y se convirtió en autor de salvación eterna”

San Juan 12, 20-33: “Si el grano de trigo sembrado en tierra muere, producirá mucho fruto”

¿Cuándo adquiere más sentido nuestra vida? Hay quien está dispuesto a dar su vida por un puñado de monedas; hay quien está dispuesto a ofrendar su persona por un poco de gloria; pero también hay quien está dispuesto a darse todo para que los demás tengan vida y vida en abundancia. Donde parece que hay fracaso brota la vida. Este domingo nos coloca frente a esa fuerte contradicción que nos ofrece Jesús: para tener vida hay que entregarla plenamente, voluntariamente… amorosamente.

Es impresionante la expresión que nos ofrece san Juan para manifestarnos lo que significa para Jesús aceptar la voluntad del Padre. Y no es que Dios Padre sea un dios vengador que busque el sufrimiento de sus hijos, como alguien nos lo ha querido hacer creer, como si necesitara sangre, dolor y muerte para perdonar nuestros pecados. Pero Cristo no es el Mesías del poder, de la guerra y la venganza, sino el Mesías de la entrega, del amor y del perdón. Es humano sentir miedo ante el dolor y ante la muerte y Jesús pasa por esta experiencia, de ahí su expresión, “Ahora que tengo miedo”, nos manifiesta su angustia que lo hace exclamar su petición al Padre: “Padre, líbrame de esta hora”, que le pidió “a gritos y con lágrimas”. Pero la supera por la fuerza que le da el Padre y por su decisión de amar hasta el extremo. Sabe que así, con esa libertad, podrá ser juzgado y arrojado el príncipe de este mundo. Su “hora” es hora de Dios, para esta hora ha venido. Es el momento del Padre que Jesús hace suyo y hacia el que dirige toda su actividad. El significado de su hora, no es sólo de la muerte, sino también de su gloria y su triunfo. Ahí, en ese hecho que parece sólo un fracaso, se manifiesta la gloria de este Hombre, y, a través de él, la gloria del Padre. Jesús hace coincidir su hora con la hora del Padre.

Nosotros dividimos nuestra vida y nuestro tiempo y nos escudamos pensando que hay momentos oportunos para vivir en el horizonte de Dios y de su plan, y otros para darnos “gusto” viviendo al estilo del mundo. Pero hoy nos enseña Jesús que cada momento es un momento especial de gracia y que hay que vivirlo a plenitud, que hay que llenarlo con todo nuestro trabajo, nuestra entrega y nuestro corazón. No se pueden dejar “tiempos perdidos”, vacíos y huecos. Tenemos que vivir con un dinamismo de entrega total, aceptando un camino de pasión para defender y dar la vida como lo hizo Jesús. 

Nadie debe desperdiciar absurdamente su vida, dejando las cosas en manos de los demás; nadie tiene derecho a dejar que su historia se escurra en la indiferencia. Su tiempo es también tiempo  de Dios y así lo debe llenar de sentido. No podemos olvidar que nuestra vida tiene sentido cuando manifiesta la gloria de Dios, y que la gloria de Dios es que el hombre (todo hombre, mujer, niño, pobre) tenga vida.

Sí, todos estamos de acuerdo en que queremos dar vida, pero no todos estamos de acuerdo que se necesita morir como el grano de trigo para poder ser fértil. Todos queremos iluminar, pero la vela para dar luz tiene que desgastarse e irse terminando poco a poco, y muchos le tenemos miedo al desgaste y sufrimiento. Todos queremos darle sentido y sabor a la vida de los demás, pero la sal para dar sabor tiene que deshacerse y volverse nada para penetrar en todo. Si se queda enconchada en si misma acaba por “salar” y descomponer el alimento. Todos queremos parecernos a Jesús, pero no siempre estamos dispuestos a seguirlo y a servir como él nos enseña. Sólo hay un forma de dar fruto, de ser luz y de dar sabor: la entrega plena y sin condiciones. Pero nosotros le tenemos miedo al sacrificio y al esfuerzo. Nuestro mundo nos engaña haciéndonos esperar frutos fáciles, luces artificiales y sabores engañosos. Nos hemos creído lo que el mercado ofrece: la felicidad barata e individualista. Pero no es el camino de Jesús ni el verdadero camino del hombre. Esta actitud busca la felicidad de unos cuantos y para un breve tiempo. La verdadera felicidad va mucho más allá de la comodinería, se encuentra en la donación plena de nuestro tiempo y de nuestro corazón. Es hacer coincidir nuestra hora, nuestra intención y en nuestros deseos con los deseos del Padre al mismo estilo de Jesús.

Hoy nos encontramos con la lección fundamental de Jesús y de su seguimiento: el amor oblativo del que se da a si mismo, hasta perderse, es la forma de alcanzar la plena felicidad. Las aparentes contradicciones de este evangelio nos llevan a reflexionar profundamente: ganar para perder, entregar para conservar, morir para vivir, ponen muy claro cual es el verdadero valor de un hombre y de un cristiano. Es el tiempo y los intereses del mundo opuestos a los intereses y al tiempo de Dios. ¿A qué debemos morir, qué debemos entregar, qué necesitamos perder para hacer de nuestra hora, una hora de gracia, una hora de Dios?

Nos acercamos ya a la Semana Santa, será común ver las representaciones y los vía crucis en nuestros pueblos, pero nosotros, ¿cómo vamos a acompañar a Jesús? ¿Estamos dispuestos a cargar su cruz? ¿Podemos ser grano que muere para dar vida, sal que se disuelve para dar sabor, candela que se deshace para dar luz? ¿Preferimos nuestra comodidad y nuestro egoísmo? ¿Cómo seguimos y acompañamos a Jesús?

Ven, Señor, en nuestra ayuda, para que podamos vivir y actuar siempre con aquel amor que impulsó a tu Hijo a entregarse por nosotros, que aprendamos de él a ser semilla, sal y luz. Amén.

Pasos para conocer a Jesús

Santo Evangelio según San Juan 12, 20-33. Domingo V de Cuaresma, Ciclo B.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Señor Jesús, por favor ilumina mis pasos para conocerte y poder amarte cada día más.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.

Si queremos avanzar correctamente en el camino de la vida, es necesario tener en cuenta que, ir dando pasos no será fácil; posiblemente haya momentos de angustia o cansancio, caídas; incluso se presentarán caminos más sencillos, pero no necesariamente son los mejores o son caminos que no tienen salida. A imagen de este caminar por la vida, vamos a descubrir bajo la luz del Espíritu Santo, cuáles son los pasos que debemos dar para avanzar en el camino del conocimiento de Jesús, el cual, si es bien recorrido, nos hará fecundos y traerá alegría a nuestra vida, pues con cada paso que demos, se inflamará nuestro corazón de amor por Él.

A ejemplo de estos griegos que habían llegado a Jerusalén, debemos de dar el primer paso, el de querer conocerlo y decirle: "Señor, queremos verte, queremos conocerte, pues nadie ama lo desconocido", como nos enseña san Agustín. Por otra parte, para que se dé un verdadero conocimiento, basta con dar el paso de la renuncia, es él más difícil pues implica morir a nosotros mismos, a nuestros prejuicios, ideas, opiniones, creencias de lo que es Dios, y dejar que realmente sea Dios quien toque nuestra vida, no según nuestros esquemas, sino según su santa voluntad. Hay que pedir, recordando que a aquél que pide se le dará y a aquél que busca encontrará (Mateo 7, 8)

Finalmente, para conocer a Jesús después de haber dado el paso de la búsqueda, del querer conocerlo y el de renunciar a uno mismo, hay que dar el paso de la fe, reconociendo que Jesucristo, ha venido al mundo y ha muerto por amor a cada uno de sus hijos.

Cada uno de nosotros está en camino. Pensemos en esto: los Apóstoles, los predicadores, los primeros, tenían necesidad de hacer comprender que Dios ha amado, ha elegido, ha amado a su pueblo en camino, siempre.
(Papa Francisco, 11 de mayo de 2017)

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Me esforzaré por tener un verdadero diálogo con Dios y viviré en comunión con Él durante mi día.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!

Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

¿Por qué me cuesta tanto rezar?

7 puntos importantes para tener en cuenta en tu vida de oración

La oración es el oxígeno de nuestra vida cristiana: nos permite respirar, estar sanos, aliviar nuestras dolencias, seguir caminando y sobre todo acrecentar nuestra relación con Dios. La oración pasa por momentos de aridez y de grandes frutos, este ritmo es parte de nuestra vida espiritual. Es normal que pases por momentos de gran gozo y consolación interior, y otros donde parece todo oscuro y desolado. ¡No te desanimes nunca al orar! Hay que orar con perseverancia. Recuerda que la oración es un diálogo con el Señor, es sobre todo escuchar su voz tenue que resuena en nuestro interior. Hay que orar, pero como dice el Papa Francisco: "orar, permítanme decirlo, con la carne: que nuestra carne ore. No con ideas, sino orar con el corazón". Este es un verdadero desafío, pero, ¡sí se puede! ¡no tengas miedo! Si te cuesta orar ten en cuenta estos 7 elementos que pueden ayudarte a mejorar tu vida espiritual y tu oración.

1. ¿Te fijas en la postura en la que rezas?

Hay diversas posturas para orar. Recuerda la celebración de la Santa Misa, sueles estar de pie, luego sentado, luego de rodillas. Cada una de estas posturas tiene detrás un significado profundo. Estar de pie denota atención y respeto, es señal de bienvenida, es acoger al invitado. Cuando nos sentamos solemos tener una actitud de escucha, de recibir lo que el otro quiere decirme, de aprender, como un discípulo al maestro. Arrodillarse tiene un significado más profundo, solemos arrodillarnos en momentos de gran solemnidad sobre todo en la Adoración Eucarística. Luego podemos agregar la postración, que es una actitud de humildad y abandono en Dios. Esta postura del cuerpo suele ser característica de una ordenación sacerdotal o una profesión religiosa. ¡La postura suele comunciar mucho! Pero cuidado con las posturas demasiado cómodas que pueden provocarte sueño o pereza, quizá no te ayude estar sentado o acostado a la hora de orar. Utiliza una postura adecuada para hablar con Dios, así dispones tu cuerpo entero a la escucha de Dios que habla al corazón.

"Y entrando en la casa, vieron al niño con María, su madre, y postrándose le adoraron; luego, abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra" (Mateo 2,11)

2. ¿Reconoces tu momento personal?

No es lo mismo hablar con Dios cuando estamos en un momento de gran alegría personal o cuando pasamos por una crisis existencial. Debes reconocer tu momento personal y desde allí hablar con Dios. Los salmos son un claro ejemplo de ello, hay de todos tipos: desde los más alegres, a los más tristes cuando el mundo parece conspirar contra nosotros. Por ejemplo en la tristeza el salmista clama al Señor con estas palabras: "Desde lo hondo a ti grito, Señor. Señor, escucha mi voz, estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica" (Salmo 129). Reconoce tu momento y sé sincero con el Señor, porque Él ya conoce tu estado personal. Otro ejemplo está en el salmo 69, que dice: "Sálvame, Dios mío, que las aguas me llegan hasta el cuello. Estoy hundido en un fango profundo, no puedo apoyar el pie; he llegado a las profundidades del agua, me arrastra la corriente. Estoy fatigado de gritar" (Salmo 69, 2-3). En fin, nuestra vida es dinámica y nos afectan los cambios, los problemas y los acontecimientos ajenos. ¡Reconoce tu momento personal y acércate a Dios con humildad!

"El Señor está cerca. No se preocupen por nada; al contrario: en toda oración y súplica, presenten a Dios sus peticiones con acción de gracias. Y la paz de Dios que supera todo entendimiento custodiará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús" (Filipenses 4, 5-7).

3. ¿Buscas un lugar recogido?

Si buscas orar en medio del bullicio será difícil. Dios habla con voz tenue, como una brisa, un viento suave que es presencia de Dios. Para ello debes alejarte del ruido,buscar la calma y la tranquilidad de un lugar sereno y reposado. Por eso las iglesias son un lugar propicio para la oración debido al silencio que reina allí. También puedes ir a una montaña, como lo hacía el mismo Jesús, o caminar solo por ahí en medio de los árboles. Busca un momento de soledad y silencio. Ah, cuidado, que el silencio suele espantar a muchos en este mundo tan ruidoso. Pero haz la experiencia de descubrir el gran tesoro que hay allí. Pide al Señor que esta soledad y silencio externos te ayuden a disponer tu corazón para que así puedas escuchar la voz de Dios que te habla de verdad. Dios habla, lo malo es que nosotros no lo escuchamos. El lugar es importante, pero sobre todo será importante que tu corazón sea aquel lugar que reciba al Señor y le deje habitar en el.

"Tú, cuando te pongas a orar, entra en tu cuarto y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará" (Mateo 6, 6).

4. ¿Dialogas?

Cuando te acercas a tu papá o tu mamá y sólo hablas tú, no esperes que ellos intervengan con algún consuelo o consejo, no hay espacio para que puedan expresarse. Por eso es necesario hablar con Dios, sí, contarle tus cosas, pero también dejarle tiempo para que te hable a ti. Solo escucha, detente, mírale a Él. Espera con calma, sin prisas ni aceleraciones. Calma. Te aseguro que escucharás la voz de Dios resonar dentro de ti. Deja que Dios te hable, que te llame por tu nombre, que te consuele o que te abrace con su mirada. Déjale. Este diálogo es de un Padre con su hijo, es un diálogo de intimidad, de perdón, de amor, de conexión profunda. No pierdas tu tiempo en largos discursos, escucha mejor la dulce voz del Padre.

"Al orar no empleen muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. Así pues, no sean como ellos, porque bien sabe su Padre de qué tienen necesidad antes de que se lo pidan" (Mateo 6, 7-8).

5. ¿Entras en ti mismo? 

Yo diría que esto es una de las cosas más difíciles hoy en día. "Entrar en sí mismo para salir de sí mismo" es una frase que espanta. ¿Qué significa esto? Entrar en sí mismo es vernos desde dentro, desde el corazón. Quizá la imagen sea difícil de entender. Entrar en sí mismo es reflexionar sobre la propia vida, es examinarse, es recogernos dentro de nosotros. Es hacer una pausa del exterior donde lo importante somos nosotros mismos. Y desde esa conciencia de sí mismo podemos elevarnos hacia Dios. Es hacer un “break” en nuestra vida, sabernos amados por Dios descubiréndole a Él. Un proceso que comienza con lo externo, luego va a lo interno y por último hacia lo eterno. ¿Comprendes? Quizá es difícil explicarlo, pero intenta liberarte del ruido, de aquellas cosas externas a tí, para tomar conciencia de tu propia vida y desde ahí podrás subir a Dios y entrar en oración. ¡Inténtalo! Verás que te ayudará mucho en tu vida espiritual.

"Vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gálatas 2, 20).

6. ¿Te dejas acompañar?

"Sin mí no pueden hacer nada dice Jesús. Y es cierto, solos no podemos hacer nada. Primero es necesario dejarnos acompañar por Dios, y si lo estoy buscando aún y no lo encuentro, es bueno dejarnos acompañar por alguien que te acerque a Él: sacerdotes, religiosos y religiosas, un catequista, un familiar, un amigo, etc. Lo importante es que no recorras este camino solo, que siempre sientas la compañía de alguien en esta tierra que te guíe por el sendero de la Voluntad de Dios. Esto claramente va contra la autosuficiencia y el individualismo, porque la fe tiene una necesaria dimensión personal pero también una profunda dimensión comunitaria. Somos Iglesia, nos ayudamos a llegar a Dios, nos dejamos acompañar, nos dejamos instruir, corregir. Con esta actitud crecerá también la humildad, actitud que a Dios le gusta mucho: "aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas" (Mateo 11, 29). ¡Busca ayuda, pídela y déjate guiar!

"Se levantó Saulo del suelo y, aunque tenía abiertos los ojos, no veía nada. Lo condujeron de la mano a Damasco, donde estuvo tres días sin vista y sin comer ni beber" (Hechos 9, 8-99).

7. ¿Confías en la gracia de Dios?

Sobre todo confiar en Dios. Santa Teresa lo tenía muy claro al exclamar: "Quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta". Y es el secreto de los secretos en la vida espiritual. Quien a Dios tiene no le falta nada, quien en Dios confía puede estar tranquilo y en paz de corazón y espíritu. Confía en el Señor. Confía en sus planes, en sus caminos, en sus proyectos, en su infinito amor. La confianza requiere humildad, desprendimiento y amor. En Dios no sirve la frase popular "en la confianza está el peligro" sino al contrario, "en la confianza en Dios está la salvación". Dios es cercano, es justo y misericordioso, es lento a la ira y a la cólera. Dios es Padre y como buen Padre nos corrige con amor. Confiar en Dios da al alma una enorme paz, una conciencia tranquila y un corazón desapegado de las cosas materiales. Un corazón confiado en Dios apunta siempre hacia lo alto porque sabe que su destino no es esta tierra, sino la bienaventuranza eterna con Dios en los Cielos.

"Bendito el hombre que confía en el Señor, y el Señor es su confianza. Será como árbol plantado junto al agua, que extiende sus raíces a la corriente, no teme que llegue el calor y sus hojas permanecerán lozanas" (Jeremías 17, 7-8).

La oración no es tanto hacer, sino dejarse hacer. Por último, dejemos que sea el mismo Papa Francisco que nos ayude en este camino de oración con dos frases que de seguro serán aliento en esta lucha:

La oración hace milagros, ¡pero tenemos que creer! Creo que podemos hacer una hermosa oración… y decirla hoy, todo el día: "Señor, creo, ayúdame en mi incredulidad" …y cuando nos piden que oremos por tanta gente  que sufre en las guerras, por todos los refugiados, por todos aquellos dramas que hay en este momento, rezar, pero con el corazón al Señor: "¡Hazlo!", y decirle: "Señor, yo creo. Ayúdame en mi incredulidad" Hagamos esto hoy (20 de mayo de 2013).

La oración, frente a un problema, en una situación difícil, en una calamidad, es abrir la puerta al Señor para que venga. Porque Él atrae las cosas, Él sabe arreglar las cosas y acomodar las cosas. Orar es esto: abrir la puerta al Señor, para que haga algo. Pero si cerramos la puerta, ¡el Señor no puede hacer nada! (8 de octubre de 2013).

P. Raniero Cantalamessa: ‘La obediencia a Dios en la vida cristiana’

Cuarta predicación de Cuaresma 2018

(ZENIT – 16 marzo 2018).- «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad»: Concluye así la cuarta predicación cuaresmal del Padre Raniero Cantalamessa, sobre la obediencia a Dios en la vida cristiana.

El Papa Francisco y los sacerdotes de la Curia Romana asistieron esta mañana, 16 de marzo de 2018, a la 4ª charla del predicador de la Casa Pontificia, en la capilla Redemptoris Materdel Palacio Apostólico.

«Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios», el franciscano capuchino ha comenzado citando las palabras de San Pablo en Romanos 13,1ss.

El P. Cantalamessa ha explicado que San Pablo trata de un aspecto particular de la obediencia que era particularmente sentido en el momento en que escribía y, quizá, por la comunidad a la que escribía.

“Debemos descubrir la obediencia «esencial», de la que brotan todas las obediencias especiales, incluida la debida a las autoridades civiles” ha aclarado el franciscano.

Asimismo, Raniero Cantalamessa ha expuesto la visión de San Pablo sobre la obediencia de Cristo: “Tratemos de conocer la naturaleza de ese acto de obediencia sobre el que se basa el nuevo orden; tratemos de conocer, en otras palabras, en que consistió la obediencia de Cristo. Jesús, de niño, obedeció a los padres; luego, de mayor, se sometió a la ley mosaica, al Sanedrín, a Pilato. San Pablo, sin embargo, no piensa en ninguna de estas obediencias; piensa, en cambio, en la obediencia de Cristo al Padre”.

En la primera parte de la Carta a los Romanos –señala el P. Cantalamessa– san Pablo nos presenta a Jesucristo como don que hay que acoger con la fe, mientras que en la segunda parte —la parenética— nos presenta a Cristo como modelo a imitar con la vida: Estos dos aspectos de la salvación están presentes también en el interior de cada virtud o fruto del Espíritu.

RD

Sigue el texto completo de la predicación de Cuaresma del P. Raniero Cantalamessa:

***

«Que cada uno se someta a las autoridades constituidas»

La obediencia a Dios en la vida cristiana

El hilo de lo alto

Al delinear los rasgos, o las virtudes, que deben brillar en la vida de los renacidos por el Espíritu, después de haber hablado de la caridad y de la humildad, san Pablo, en el capítulo 13 de la Carta a los Romanos, llega a hablar también de la obediencia:

«Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios» (Rom 13,1ss).

A continuación del pasaje, que habla de la espada y los tributos, así como de la comparación con otros textos del Nuevo Testamento sobre el mismo tema (cf. Tit 3,1; 1 Pe 2,13-15), indican con toda claridad que el Apóstol no habla aquí de la autoridad en general y de toda autoridad, sino sólo de la autoridad civil y estatal. San Pablo trata de un aspecto particular de la obediencia que era particularmente sentido en el momento en que escribía y, quizá, por la comunidad a la que escribía.

Era el momento en que estaba madurando, en el seno del judaísmo palestino, la revuelta zelota contra Roma que, pocos años después, se concluirá con la destrucción de Jerusalén. El cristianismo nació del judaísmo; muchos miembros de la comunidad cristiana, incluso de Roma, eran judíos convertidos. El problema de si obedecer o no al estado romano se planteaba, indirectamente, también para los cristianos.

La Iglesia apostólica estaba ante una elección decisiva. San Pablo, como por lo demás todo el Nuevo Testamento, resuelve el problema a la luz de la actitud y las palabras de Jesús, especialmente de la palabra sobre el tributo a César (cf. Mc 12,17). El reino predicado por Cristo «no es de este mundo», es decir, no es de naturaleza nacional y política. Por eso, puede vivir bajo cualquier régimen político, aceptando sus ventajas (como era la ciudadanía romana), pero, al mismo tiempo, también las leyes. El problema, en definitiva, es resuelto en el sentido de la obediencia al estado.

La obediencia al estado es una consecuencia y un aspecto de una obediencia mucho más importante y comprensiva que el Apóstol llama «la obediencia al Evangelio» (cf. Rom 10,16). La severa advertencia del Apóstol muestra que pagar los impuestos y, en general, realizar el propio deber hacia la sociedad no es sólo un deber civil, sino también un deber moral y religioso. Es una exigencia del precepto del amor al prójimo. El estado no es una entidad abstracta; es la comunidad de personas que lo componen. Si yo no pago los impuestos, si mancho el ambiente, si transgredo las normas de tráfico, daño y muestro desprecio al prójimo. En este punto nosotros italianos (y quizás no solo nosotros) deberíamos revisar y añadir algunas preguntas a nuestros exámenes de conciencia.

Todo esto es muy actual, pero no podemos limitar el discurso sobre la obediencia a este único aspecto de la obediencia al estado. San Pablo nos indica el lugar donde se sitúa el discurso cristiano sobre la obediencia, pero no nos dice, en este único texto, todo lo que se puede decir de dicha virtud. Él saca aquí las consecuencias de principios puestos anteriormente, en la misma Carta a los Romanos y también en otros lugares, y nosotros debemos investigar estos principios para hacer un discurso sobre la obediencia que sea útil y actual para nosotros hoy.

Debemos descubrir la obediencia «esencial», de la que brotan todas las obediencias especiales, incluida la debida a las autoridades civiles. De hecho, hay una obediencia que afecta a todos —superiores y súbditos, religiosos y laicos—, que es la más importante de todas, que gobierna y vivifica todas las demás, y esta obediencia no es la obediencia de hombre a hombre, sino la obediencia del hombre a Dios.

Tras el Concilio Vaticano II alguien escribió: «Si hay un problema de obediencia hoy, no es el de la docilidad directa al Espíritu Santo —a la cual cada uno muestra apelarse gustosamente— sino más bien el de la sumisión a una jerarquía, a una ley y a una autoridad humanamente expresadas». Estoy convencido yo también de que es así. Pero precisamente para hacer posible de nuevo esta obediencia concreta a la ley y a la autoridad visible debemos partir de nuevo de la obediencia a Dios y a su Espíritu.

La obediencia a Dios es como «el hilo de lo alto» que sostiene la espléndida tela de araña colgada de un seto. Bajando de lo alto mediante el hilo que ella misma produce, la araña construye su tela, perfecta y tensa en cada esquina. Sin embargo, ese hilo de lo alto que ha servido para construir la tela no se trunca una vez concluida la obra, sino que permanece. Más aún, es él, el que, desde el centro, sostiene todo el entramado; sin él todo se afloja. Si se rompe uno de los hilos laterales (yo he hecho una vez la prueba), la araña acude y repara rápidamente su tela, pero apenas se corta ese hilo de lo alto se aleja: ya no hay nada que hacer.

Ocurre algo similar a propósito de la trama de las autoridades y de las obediencias en una sociedad, en una orden religiosa y en la Iglesia. Cada uno de nosotros vive en una densa trama de dependencias: de las autoridades civiles, de las eclesiásticas; en estas últimas, del superior local, del obispo, de la Congregación del clero o de los religiosos, del Papa. La obediencia a Dios es el hilo de lo alto: todo está construido sobre él, pero no se puede olvidar ni siquiera después de que ha terminado la construcción. En caso contrario, todo se repliega sobre uno mismo y ya no se entiende por qué se debe obedecer. 

La obediencia de Cristo

Es relativamente sencillo descubrir la naturaleza y el origen de la obediencia cristiana: basta ver en base a qué concepción de la obediencia es definido Jesús, por la Escritura, como «el obediente». Descubrimos inmediatamente, de este modo, que el verdadero fundamento de la obediencia cristiana no es una idea de obediencia, sino un acto de obediencia; no es el principio abstracto de Aristóteles según el cual «el inferior debe someterse al superior», sino que es un acontecimiento; no se encuentra en la «recta razón», sino en el kerigma, y dicho fundamento es que Cristo «se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2,8); que Jesús «aprendió la obediencia de las cosas que padeció y perfeccionado se convirtió en causa de salvación para todos aquellos que le obedecen» (Heb 5,8-9).

El centro luminoso, que ilumina todo el discurso sobre la obediencia en la Carta a los Romanos, es Rom 5,19: «Por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos». Quien conoce el lugar que ocupa la justificación, en la Carta a los Romanos, podrá conocer, desde este texto, ¡el lugar que ocupa en él la obediencia!

Tratemos de conocer la naturaleza de ese acto de obediencia sobre el que se basa el nuevo orden; tratemos de conocer, en otras palabras, en que consistió la obediencia de Cristo. Jesús, de niño, obedeció a los padres; luego, de mayor, se sometió a la ley mosaica, al Sanedrín, a Pilato. San Pablo, sin embargo, no piensa en ninguna de estas obediencias; piensa, en cambio, en la obediencia de Cristo al Padre.

La obediencia de Cristo es considerada exactamente como la antítesis de la desobediencia de Adán: «Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos» (Rom 5,19; cf. 1 Cor 15,22). Pero, ¿a quién desobedeció Adán? Ciertamente no a los padres, a la autoridad, a las leyes. Desobedeció a Dios. En el origen de todas las desobediencias hay una desobediencia a Dios y en el origen de todas las obediencias está la obediencia a Dios.

La obediencia abarca toda la vida de Jesús. Si san Pablo y la Carta a los Hebreos ponen en evidencia el lugar de la obediencia en la muerte de Jesús, san Juan y los Sinópticos completan el marco, poniendo de relieve el puesto que la obediencia tuvo en la vida de Jesús, en su cotidianidad. «Mi alimento —dice Jesús en el evangelio de Juan— es hacer la voluntad del Padre» y «Yo hago siempre lo que le agrada a mi Padre» (Jn 4,34; 8,29). La vida de Jesús está como dirigida por una estela luminosa formada por las palabras escritas para él en la Biblia: «Está escrito… Está escrito». Así vence las tentaciones en el desierto. Jesús recoge de las Escrituras el «se debe» (dei) que sostiene toda su vida.

La grandeza de la obediencia de Jesús se mide objetivamente «por las cosas que padeció» y, subjetivamente, por el amor y la libertad con que obedeció. En él resplandece en sumo grado la obediencia filial. También en los momentos más extremos, como cuando el Padre le da a beber el cáliz de la pasión, en sus labios no se apaga nunca el grito filial: «¡Abbá! Dios mío, Dios mío, ¿porque me has abandonado?», exclamó en la cruz (Mt 27,46); pero añadió enseguida, según san Lucas: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). En la cruz, Jesús «se abandonó al Dios que lo abandonaba» (se entienda lo que se entienda con este abandono del Padre). Esta es la obediencia hasta la muerte; esta es «la roca de nuestra salvación».

La obediencia como gracia: el bautismo

En el capítulo quinto de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Cristo como el fundador de la estirpe de los obedientes, en oposición a Adán que fue el fundador de los desobedientes. En el capítulo siguiente, el sexto, el Apóstol revela la forma en que nosotros entramos en la esfera de este acontecimiento, es decir, mediante el bautismo. San Pablo pone en primer lugar un principio: si tú te pones libremente bajo la jurisdicción de alguien, estás obligado a servirlo y a obedecerle:

«¿No sabéis que, cuando os ofrecéis a alguien como esclavos para obedecerlo, os hacéis esclavos de aquel a quien obedecéis: bien del pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para la justicia?» (Rom 6,16).

Ahora, establecido el principio, san Pablo recuerda el hecho: en realidad, los cristianos se han puesto libremente bajo la jurisdicción de Cristo, el día en que, en el bautismo, lo han aceptado como su Señor: «Vosotros erais esclavos del pecado, mas habéis obedecido de corazón al modelo de doctrina al que fuisteis entregados; liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia» (Rom 6,17-18). En el bautismo se produjo un cambio de dueño, un tránsito de campo: del pecado a la justicia, de la desobediencia a la obediencia, de Adán a Cristo. La liturgia lo ha expresado todo ello a través de la oposición: «Renuncio-Creo».

Por tanto, la obediencia es algo constitutivo para la vida cristiana; es la implicación práctica y necesaria de la aceptación del señorío de Cristo. No hay un señorío en acto, si no existe, por parte del hombre, obediencia. En el bautismo hemos aceptado un Señor, un Kyrios, pero un Señor «obediente», uno que se ha convertido en Señor precisamente debido a su obediencia (cf. Flp 2,8-11), uno cuyo señorío se concreta, por así decirlo, en la obediencia. La obediencia aquí no es tanto dependencia cuanto semejanza; obedecer a tal Señor es asemejarnos a él, porque es precisamente por su obediencia hasta la muerte como él obtuvo el nombre de Señor que está por encima de cualquier otro nombre (cf. Flp 2,8-9).

De ello descubrimos que la obediencia, antes que virtud, es don; antes que ley, es gracia. La diferencia entre las dos cosas es que la ley dice que hay que hacer, mientras que la gracia da el hacer. La obediencia es ante todo obra de Dios en Cristo, que luego es indicada al creyente para que, a su vez, la exprese en la vida con una fiel imitación. En otras palabras, nosotros no tenemos sólo el deber de obedecer, sino que ¡ahora tenemos también la gracia de obedecer!

La obediencia cristiana se arraiga, pues, en el bautismo; por el bautismo todos los cristianos son «consagrados» a la obediencia, han hecho de ella, en cierto sentido, «voto». El redescubrimiento de este dato común a todos, basado en el bautismo, sale al encuentro de una necesidad vital de los laicos en la Iglesia. El Concilio Vaticano II enunció el principio de la «llamada universal a la santidad» del pueblo de Dios (LG 40) y, dado que no se da santidad sin obediencia, decir que todos los bautizados están llamados a la santidad es como decir que todos están llamados a la obediencia, que hay también una llamada universal a la obediencia.

La obediencia como «deber»: la imitación de Cristo

En la primera parte de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Jesucristo como don que hay que acoger con la fe, mientras que en la segunda parte —la parenética— nos presenta a Cristo como modelo a imitar con la vida. Estos dos aspectos de la salvación están presentes también en el interior de cada virtud o fruto del Espíritu. En cualquier virtud cristiana, hay un elemento mistérico y un elemento ascético, una parte confiada a la gracia y una parte confiada a la libertad. Ahora ha llegado el momento de considerar este segundo aspecto, es decir, nuestra efectiva imitación de la obediencia de Cristo. La obediencia como deber.

Apenas se prueba a buscar, a través del Nuevo Testamento, en qué consiste el deber de la obediencia, se hace un descubrimiento sorprendente, es decir, que la obediencia es vista casi siempre como obediencia a Dios. Se habla también, ciertamente, de todas las demás formas de obediencia: a los padres, a los amos, a los superiores, a las autoridades civiles, «a toda institución humana» (1 Pe 2,13), pero mucho menos frecuentemente y de manera mucho menos solemne. El sustantivo mismo «obediencia» se utiliza siempre y sólo para indicar la obediencia a Dios o, en cualquier caso, a instancias que están de la parte de Dios, excepto en un solo pasaje de la Carta a Filemón (v. 21) donde indica la obediencia al Apóstol.

San Pablo habla de obediencia a la fe (Rom 1,5; 16,26), de obediencia a la enseñanza (Rom 6,17), de obediencia al Evangelio (Rom 10,16; 2 Tes 1, 8), de obediencia a la verdad (Gál 5,7), de obediencia a Cristo (2 Cor 10,5). Encontramos el mismo idéntico lenguaje también en otros lugares en el Nuevo Testamento (cf. Hch 6,7; 1 Pe 1,2.22).

Pero, ¿es posible y tiene sentido hablar hoy de obediencia a Dios, después de que la nueva y viva voluntad de Dios, manifestada en Cristo, se ha expresado y objetivado cabalmente en toda una serie de leyes y de jerarquías? ¿Es lícito pensar que todavía existan, después de todo esto, voluntades «libres» de Dios que hay que recoger y hacer? ¡Sí, sin duda! Si la voluntad viva de Dios se pudiera encerrar y objetivar exhaustiva y definitivamente en una serie de leyes, normas e instituciones, en un «orden», creado y definido de una vez para siempre, la Iglesia terminaría por petrificarse.

El redescubrimiento de la importancia de la obediencia a Dios es una consecuencia natural del redescubrimiento de la dimensión neumática —junto a la jerárquica— de la Iglesia y del primado, en ella, de la palabra de Dios. La obediencia a Dios, en otras palabras, es concebible sólo cuando se afirma, como lo hace el Concilio Vaticano II, que el Espíritu Santo «guía a la Iglesia a toda la verdad, la unifica en la comunión y en el ministerio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus frutos, con la fuerza del Evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo» (LG 40).

Sólo si se cree en una «señorío» actual y puntual del resucitado sobre la Iglesia, sólo si se está convencido íntimamente de que también hoy —como dice el salmo— «habla el Señor, Dios de los dioses, y no está en silencio» (Sal 50,1), sólo entonces se es capaz de comprender la necesidad y la importancia de la obediencia a Dios. Es un escuchar al Dios que habla, en la Iglesia, a través de su Espíritu, el cual ilumina las palabras de Jesús y de toda la Biblia y les confiere autoridad, convirtiéndolas en canales de la voluntad de Dios viva y actual para nosotros.

Pero como en la Iglesia institución y misterio no están contrapuestas, sino unidas, así ahora tenemos que mostrar que la obediencia espiritual a Dios no aparta de la obediencia a la autoridad visible e institucional, sino que, por el contrario, la renueva, la refuerza y la vivifica, hasta el punto de que la obediencia a los hombres se convierte en el criterio para juzgar si hay o no, y si es auténtica, la obediencia a Dios. Sucede exactamente como para la caridad. El primer mandamiento es amar a Dios, pero su banco de pruebas es amar al prójimo. «Quien no ama a su hermano a quien ve —escribe san Juan—, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?» (1 Jn 4,20). Lo mismo cabe decir de la obediencia: si no obedeces al superior al que ves, ¿cómo puedes decir que obedeces a Dios al que no ves?

La obediencia a Dios se realiza, en general, así. Dios te hace relampaguear en su corazón una voluntad suya sobre ti; es una «inspiración» que normalmente nace de una palabra de Dios escuchada o leída en oración. Tú te sientes «interpelado» por esa palabra o por esa inspiración; sientes que te «pide» algo nuevo y tú dices «sí». Si se trata de una decisión que tendrá consecuencias prácticas no puedes actuar solamente sobre la base de tu inspiración. Debes depositar tu llamada en manos de los superiores o de aquellos que tienen, en cierto modo, una autoridad espiritual sobre ti, creyendo que, si es de Dios, él hará que la reconozcan sus representantes.

Pero, ¿qué hacer cuando se perfila un conflicto entre las dos obediencias y el superior humano pide hacer una cosa distinta o contraria a la que crees que te ha mandado Dios? Basta preguntarse qué hizo, en este caso, Jesús. Él aceptó la obediencia externa y se sometió a los hombres, pero al actuar así, no renegó, sino que realizó la obediencia al Padre. Precisamente esto, en efecto, quería el Padre. Sin saberlo y sin quererlo —a veces en buena fe, otras veces no —, los hombres, como sucedió entonces con Caifás, Pilato y las multitudes, se convierten en instrumentos para que se cumpla la voluntad de Dios, no la suya.

También esta regla no es, sin embargo, absoluta. No hablo aquí de la obligación positiva de desobedecer cuando la autoridad –como en ciertos regímenes dictatoriales – quiere que se haga algo inmoral y criminal. Permaneciendo en el ámbito religioso, la voluntad de Dios y su libertad pueden exigir del hombre —como sucedió con Pedro frente al requerimiento del Sanedrín— que obedezca a Dios, más que a los hombres (cf. Hch 4,19-20). Pero quien entra en esta vía debe aceptar, como todo verdadero profeta, morir a sí mismo (y a menudo también físicamente), antes de ver realizada su palabra. En la Iglesia católica la verdadera profecía estuvo siempre acompañada por la obediencia al Papa. Don Primo Mazzolari y don Lorenzo Milani son algunos ejemplos recientes.

Obedecer sólo cuando lo que dice el superior corresponde exactamente con nuestras ideas y nuestras opciones, no es obedecer a Dios, sino a uno mismo; no es hacer la voluntad de Dios, sino la propia voluntad. Si en caso de disparidades, antes que ponerse en discusión a uno mismo, se cuestiona enseguida al superior, su discernimiento y su competencia, ya no somos obedientes, sino objetores.

Una obediencia abierta siempre y a todos

La obediencia a Dios es la obediencia que podemos hacer siempre. De obediencias a órdenes y autoridades visibles, sucede que se hacen de vez en cuando, tres o cuatro veces en total en la vida, hablando de obediencias de una cierta seriedad. De obediencias a Dios, en cambio, hay muchas. Cuanto más se obedece, más se multiplican las órdenes de Dios, porque él sabe que esto es el don más hermoso que puede hacer, lo que hizo a su amado Hijo Jesús. Cuando Dios encuentra un alma decidida a obedecer, entonces toma su vida, como se toma el timón de una barca, o como se toman las riendas de un carro. Él se convierte en serio, y no sólo en teoría, en «Señor», es decir, el que «rige» y «gobierna» determinando, se podría decir, en cada momento, los gestos, las palabras de esa persona, su manera de utilizar el tiempo, todo.

He dicho que la obediencia a Dios es algo que se puede hacer siempre. Debo añadir que es también la obediencia que todos podemos hacer, tanto súbditos como superiores. Se suele decir que hay que saber obedecer para poder gobernar. No es sólo un principio de buen sentido; hay una razón teológica en ello. Significa que la verdadera fuente de la autoridad espiritual reside más en la obediencia que en el título o en el oficio que uno desempeña. Concebir la autoridad como obediencia significa no contentarse con la sola autoridad, sino aspirar a esa autoridad que viene del hecho de que Dios está detrás de ti y apoya tu decisión. Significa acercarse a ese tipo de autoridad que se desprendía del obrar de Cristo e impulsaba a la gente a preguntarse maravillada: «¿Qué es esto? Una doctrina nueva enseñada con autoridad» (Mc 1,27).

En realidad, se trata de una autoridad diferente, de un poder real y eficaz, no sólo nominal o de oficio, un poder intrínseco, no extrínseco. Cuando una orden viene dado por un padre o por un superior que se esfuerza por vivir en la voluntad de Dios, que ha rezado antes y no tiene intereses personales que defender, sino sólo el bien del hermano o del propio niño, entonces la autoridad misma de Dios hace de muro a esa orden o decisión. Si surge controversia, Dios dice a su representante lo que dijo un día a Jeremías: «He aquí que hago de ti como una fortaleza, como un muro de bronce […]. Te harán guerra, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo» (Jer 1,18s). San Ignacio de Antioquía daba este sabio consejo a su discípulo y colega de episcopado, san Policarpo: «Nada se haga sin tu consentimiento, pero tú no hagas nada sin el consentimiento de Dios»[1].

Esta vía de la obediencia a Dios no tiene nada, por sí sola, de místico y extraordinaria, pero está abierta a todos los bautizados. Consiste en «presentar las cuestiones a Dios» (cf. Éx 18,19). Yo puedo decidir por mí mismo hacer o no hacer un viaje, un trabajo, una visita, una compra y luego, una vez decidido, orar a Dios por el éxito de la cosa. Pero si nace en mí el amor de la obediencia a Dios, entonces haré otra cosa: pediré antes a Dios con el sencillísimo medio que todos tenemos a disposición, y —que es la oración—, si es su voluntad que yo haga ese viaje, ese trabajo, esa visita, ese gasto, y luego haré, o no, la cosa, pero será en adelante, en cualquier caso, un acto de obediencia a Dios, y no ya una libre iniciativa mía.

Normalmente, está claro que no oiré, en mi breve oración, ninguna voz y no tendré ninguna respuesta explícita sobre lo que hay que hacer, o al menos no es necesario que la haya para que lo que hago sea obediencia. Al actuar así, en efecto, he sometido el asunto a Dios, me he despojado de mi voluntad, he renunciado a decidir a solas, y he dado a Dios una oportunidad para intervenir, si quiere, en mi vida. Cualquier cosa que decida hacer ahora, regulándome con los criterios ordinarios de discernimiento, será obediencia a Dios. ¡Así se ceden las riendas de la propia vida a Dios! La voluntad de Dios, de este modo, penetra cada vez más capilarmente en el tejido de una existencia, embelleciéndola y haciendo de ella un «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Rom 12,1).

También esta vez terminamos con las palabras de un salmo que nos permite transformar en oración la enseñanza que nos ha brindado el Apóstol. Un día que estaba lleno de alegría y de gratitud por los beneficios de su Dios («He esperado, he esperado en el Señor y él se inclinó sobre mí […]; me ha sacado de la fosa de la muerte…»), en un verdadero estado de gracia, el salmista se pregunta qué puede hacer para responder a tanta bondad de Dios: ¿ofrecer holocaustos, víctimas? Comprende enseguida que esto no es lo que Dios quiere de él; es demasiado poco para expresar lo que tiene en el corazón. Entonces esta es la intuición y la revelación: lo que Dios desea de él es una decisión generosa y solemne para realizar, de ahora en adelante, todo lo que Dios quiere de él, obedecerle en todo. Entonces él exclama:

«He aquí que vengo. En el rollo del libro de mí está escrito, que yo haga tu voluntad. Mi Dios lo quiero, tu ley está en lo profundo de mi corazón».

Entrando en el mundo, Jesús hizo suyas estas palabras diciendo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10,5ss). Ahora nos toca a nosotros. Toda la vida, día a día, puede ser vivida teniendo estas palabras como divisa: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad». Por la mañana, al comenzar una nueva jornada, luego al acercarse a una cita, a un encuentro, al empezar un nuevo trabajo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad». No sabemos lo que nos deparará ese día, ese encuentro, ese trabajo; sabemos una sola cosa con certeza: que queremos hacer, en ellos, la voluntad de Dios. No sabemos qué nos reserva a cada uno de nosotros nuestro futuro; pero es hermoso encaminarnos hacia él con esta palabra en los labios: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».

© Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco

[1] S. Ignacio de Antioquía, Carta a Policarpo 4, 1.

"QUIEN QUIERA CONOCER A JESÚS DEBE MIRAR A LA CRUZ, DONDE SE REVELA SU GLORIA"
Francisco: "El cristiano es el que da la vida por los otros, sin pensar en su propio interés"

El Papa animar a acompañar a quienes sufren: "Es el modo más auténtico de vivir el Evangelio"

Jesús Bastante, 18 de marzo de 2018 a las 12:25

Ángelus del Papa

Con su Encarnación, Jesús viene a la tierra. Pero eso no basta, tiene que morir para rescatar a los hombres y darles una nueva vida, reconciliada en el amor. A ti, a mí, a cada uno de nosotros

(Jesús Bastante).- Angelus papal, con el Evangelio del grano de trigo en el fondo de la reflexión de Francisco, quien también tuvo un recuerdo para el viaje que ayer realizó a Pietrelcina, "una visita que no olvidaré". En sus palabras, Bergoglio abundó en la idea de que el cristiano es como el grano de trigo, "que se entrega y da la vida por los otros, sin pensar en su propio interés". "Quien quiera conocer a Jesús debe mirar a la cruz, donde se revela su gloria", afirmó el Papa. "El Evangelio de hoy nos invita a dirigir nuestra mirada al crucifijo, que no es un objeto ornamental ni un accesorio de vestir, ¡a veces maltratado!, sino un signo religioso para contemplar y comprender", recordó. Así, el Papa invitó a "pensar menos en nosotros mismos" y a "cumplir con alegría" nuestra misión como creyentes. "Mirad el crucifijo, pero mirarlo dentro", pidió Francisco, recordando la "bella devoción" del PadreNuestro de las cinco llagas. "Tratemos de entrar en las llagas de Jesús, dentro, hasta su corazón, y allí aprenderemos la gran sabiduría del misterio de Cristo, la gran sabiduría de la cruz", señaló Francisco, quien recordó que el propio Cristo, "para explicar el significado de su Resurreción", utiliza esta parábola. "Si el grano de trigo no muere queda infecundo, pero si muere da fruto". "La cruz, la muerte y la Resurrección, es un acto de fecundidad. Las llagas de Jesús nos han curado, con una fecundidad que dará fruto para muchos", señaló Bergoglio. "Con su Encarnación, Jesús viene a la tierra. Pero eso no basta, tiene que morir para rescatar a los hombres y darles una nueva vida, reconciliada en el amor. A ti, a mí, a cada uno de nosotros".

Por eso, pidió el Papa, "ve a sus llagas, entra, contempla, mira a Jesús, pero desde dentro". El dinamismo del grano de trigo, "que se cumple en Jesús, debe realizarse en sus discípulos", añadió, pues "estamos llamados a perder la vida para recibir la nueva y eterna". ¿Qué significa perder la vida, ser el grano de trigo? "Significa pensar menos en nosotros mismos, en los intereses personales, y saber ver y salir al encuentro de las necesidades de nuestro prójimo, en especial de los últimos". "Cumplir con alegría obras de caridad a los que sufren en el cuerpo y el espíritu es el modo más auténtico de vivir el Evangelio, es la simiente necesaria para que nuestras comunidades crezcan en fraternidad y acogida recíproca" concluyó Francisco. "Quiero ver a Jesús, pero verlo desde dentro. Entra por sus llagas y contempla aquel amor de su corazón para ti, para ti, para mí, para todos...".

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