Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí
- 12 Febrero 2019
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Benito de Aniane, Santo
Abad, 12 de febrero
Martirologio Romano: En el monasterio de San Cornelio de Indam, en Germania, tránsito de san Benito, abad de Aniano (o Aniane), que propagó la Regla benedictina, confeccionó un Consuetudinario para uso de monjes y trabajó con empeño en la instauración de la liturgia romana (821).
Etimología: Benito = Benedicto = Aquel a que Dios bendice, es de origen latino.
Breve Biografía
Benito fue hijo de Aigulfo de Maguelone; servía de escanciador al rey Pepino y a su hijo Carlomagno. A la edad de veinte años resolvió buscar el Reino de Dios con todo su corazón. Tomó parte en la campaña de Lombardía, pero, después de haberse casi ahogado en Tesino, cerca de Pavía, tratando de salvar a su hermano, hizo voto de abandonar el mundo por completo. A su vuelta a Languedoc, confirmó su determinación por consejo de un ermitaño llamado Widmar, y fue a la abadía de Saint-Seine, a veinticuatro kilómetros de Dijon, donde lo admitieron como monje. Pasó allí dos años y medio aprendiendo la vida monástica y llegó al dominio de sí mismo por medio de severas austeridades. No satisfecho con guardar la regla de San Benito, practicaba otros puntos de perfección que encontró prescritos en las reglas de San Pacomio y San Basilio. Cuando el abad murió, los hermanos estaban dispuestos a elegirlo para que lo substituyera, pero no quiso aceptar el cargo, porque sabía que había monjes que se oponían a todo lo que fuera reforma sistemática.
Con este motivo, Benito abandonó Saint-Seine y, al regresar a Languedoc, construyó una pequeña ermita junto al arroyo Aniane, en sus propias tierras. Aquí vivió algunos años en privación voluntaria, orando continuamente a Dios para que le enseñara a hacer su voluntad. Algunos ermitaños, de los cuales uno era el santo Widmar, se pusieron bajo su dirección. Ganaban su sustento con el trabajo manual, vivían a pan y agua, excepto los domingos y grandes fiestas, cuando añadían un poco de vino o leche, si se los daban de limosna. El superior trabajaba con ellos en los campos y algunas veces se dedicaba a copiar libros. Cuando el número de sus discípulos aumentó, Benito dejó el valle y construyó un monasterio en un sitio más espacioso. Amaba tanto la pobreza, que por mucho tiempo utilizó cálices de madera o vidrio o peltre para celebrar la misa, y si le daban ornamentos valiosos de seda, los obsequiaba a otras iglesias. Sin embargo, posteriormente, cambió su modo de pensar sobre este punto, y construyó un claustro y una majestuosa iglesia adornada con pilares de mármol, y la dotó de cálices de plata, ricos ornamentos; además compró libros para la biblioteca. En breve tuvo muchos religiosos bajo su dirección. Al mismo tiempo, llevaba al cabo la inspección general de todos los monasterios de Provenza, Languedoc y Gascuña, y llegó a ser, con el tiempo, el director y supervisor de todos los monasterios del imperio; reformó a muchos con tan buen tino, que no encontró gran oposición. El que principalmente recibió su influencia fue el monasterio de Gellone, fundado por San Guillermo de Aquitania en 804.
Para tenerlo a la mano, el emperador Luis el Piadoso obligó a Benito primero a habitar en la abadía de Maurmünster, en Alsacia, y después, como todavía quería tenerlo más cerca, construyó un monasterio en el Inde, conocido más tarde como Cornelimünster, a unos 11 kilómetros de Aquisgrán, residencia del emperador y su corte. Benito vivió en el monasterio, pero continuó ayudando a la restauración de la observancia monástica por toda Francia y Alemania. A él se debe principalmente, la redacción de los cánones para la reforma de los monjes del concilio de Aquisgrán en 817. En ese mismo año presidió la asamblea de abades para poner en vigor el restablecimiento de la disciplina. Su estatutos, los Capitula de Aquisgrán, fueron añadidos a la regla de San Benito e impuestos a todos los monjes del imperio. Benito también escribió el "Codex Regularum" (Código de Reglas), una colección de todas las reglas monásticas existentes en su tiempo; compiló asimismo un libro de homilías para uso de los monjes, sacado de las obras de los Padres de la Iglesia; pero su obra más importante fue la "Concordia Regularum," la "Concordancia de Reglas," en la cual compara las reglas de San Benito de Nursia con las de otros patriarcas de la observancia monástica para mostrar su semejanza.
Este gran restaurador del monasticismo en el occidente, agotado por las mortificaciones y fatigas, sufrió mucho de continuas enfermedades en sus últimos días. En 821 murió tranquilamente, en Inde, a la edad de setenta y un años. Grande como era la energía e influencia de San Benito de Aniane, hay que admitir que su plan para una revolución pacífica de la vida monástica no pudo ser llevado al cabo como él había proyectado. De acuerdo con Edmund Bishop, la idea que tenía Benito y su patrono, el emperador Luis, era ésta:
Todas las casas habían de reducirse a una uniformidad absoluta de disciplinas, observancia, y aun hábito, de acuerdo con el modelo de Inde; se nombrarían visitadores para que vigilaran la observancia de la regla según las constituciones. El nuevo plan sería lanzado en la asamblea de abades en Aquisgrán en 817. "Pero planear es una cosa," el Sr. Bishop agrega, "y llevar al cabo es otra. Es claro que en la asamblea general de abades, Benito, respaldado como estaba por el emperador para conservar la paz y poder llevar a cabo reformas substanciales, tuvo que renunciar a muchos detalles de observancia que él estimaba mucho. Parece que esto mismo afirma su biógrafo y amigo Ardo, quien había observado todo personalmente. Sin embargo, los decretos de esta asamblea, de la cual era Benito al mismo tiempo autor, alma y vida fueron un punto decisivo en la historia de los benedictinos, porque éstos formaron la base de la legislación y práctica posterior. Después del gran fundador, Benito de Nursia, ningún otro hombre ha influido tanto en el monasticismo occidental como lo hizo el segundo Benito, el de Aniane." ("Liturgia Histórica," 1918, pp. 212-213).
Pocos de los entendidos en esta materia tienen tanto derecho para opinar sobre la historia monástica del siglo nueve, como Edmud Bishop.
Estas palabras suyas forman un tributo notable a la obra que el gran reformador monástico llevó al cabo; pero, como ha señalado Dom David Knowles, su influencia fue bastante diferente de la de Benito de Nursia: "Benito de Aniane nunca fue un guía espiritual para monjes."
Santo Evangelio según San Marcos 7, 1-13. Martes V del tiempo ordinario
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios) Que en estos días ordinarios de mi vida pueda yo, Señor, continuar amándote con mi pequeña entrega de amor. Especialmente ahora, que me dispongo para hablar contigo, concédeme la gracia de no desear nada más que encontrarte a Ti...
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Marcos 7, 1-13
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los fariseos y algunos escribas venidos de Jerusalén. Viendo que algunos de los discípulos de Jesús comían con las manos impuras, es decir, sin habérselas lavado, los fariseos y los escribas le preguntaron: “¿Por qué tus discípulos comen con manos impuras y no siguen la tradición de nuestros mayores?” (Los fariseos y los judíos, en general, no comen sin lavarse antes las manos hasta el codo, siguiendo la tradición de sus mayores; al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones, y observan muchas otras cosas por tradición, como purificar los vasos, las jarras y las ollas).Jesús les contestó: “Qué bien profetizó Isaías sobre ustedes, hipócritas, cuando escribió: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mi. Es inútil el culto que me rinden, porque enseñan doctrinas que no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres”.Después añadió: “De veras son ustedes muy hábiles para violar el mandamiento de Dios y conservar su tradición. Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre. El que maldiga a su padre o a su madre, morirá. Pero ustedes dicen: ‘Si uno dice a su padre o a su madre: Todo aquello con que yo te podría ayudar es corbán (es decir, ofrenda para el templo), ya no puede hacer nada por su padre o por su madre’. Así anulan la palabra de Dios con esa tradición que se han transmitido. Y hacen muchas cosas semejantes a ésta”.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Las palabras de nuestro Señor podrían ser una propuesta para presentar un examen, una evaluación todavía más difícil que la de matemáticas... Se trata de examinarnos a nosotros mismos. En concreto, debemos preguntarnos: ¿Vivo de cara a Dios con mi propio rostro, o intento engañar a los hombres con máscaras y caretas?
Vivir con una careta sería imitar a los fariseos... Se trata de centrarse sólo en las cosas que se ven al exterior, que llaman la atención, que puede provocar los aplausos, las ovaciones, la buena y, quizá, falsa imagen de mí mismo ante los otros. Básicamente, equivale a pasar por alto la presencia de Dios, que todo lo ve, y vivir como si yo fuese el centro del universo.Vivir con tu rostro, es vivir de verdad. Sucede cuando decido quitarme todas las máscaras de vanagloria, de supuesta rectitud de las normas, de formalismos exagerados y de mentiras tras mentiras. En fin, vivir con tu rostro es decirle no a la hipocresía y dar espacio al verdadero centro de toda la existencia: Cristo.
«Jesús de hecho quiere sacudir a los escribas y los fariseos del error en el que han caído, ¿y cuál es este error? El de alterar la voluntad de Dios, descuidando sus mandamientos para cumplir las tradiciones humanas. La reacción de Jesús es severa porque es mucho lo que hay en juego: se trata de la verdad de la relación entre el hombre y Dios, de la autenticidad de la vida religiosa. El hipócrita es un mentiroso, no es auténtico. También hoy el Señor nos invita a huir del peligro de dar más importancia a la forma que a la sustancia. Nos llama a reconocer, siempre de nuevo, eso que es el verdadero centro de la experiencia de fe, es decir el amor de Dios y el amor del prójimo, purificándola de la hipocresía del legalismo y del ritualismo.»
(Homilía de S.S. Francisco, 2 de septiembre de 2018).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.Poner especial atención a los signos de amor de Dios en este día.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.Amén.¡Cristo, Rey nuestro!¡Venga tu Reino!Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.Ruega por nosotros.En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
La Autenticidad Cristiana
Vivimos en tiempos duros, quien quiera permanecer fiel y vivir con autenticidad su fe cristiana ha de estar dispuesto a jugarse todo por Cristo
¿Qué es la autenticidad cristiana? La autenticidad es vivir (en pensamientos, palabras y obras) la verdad de nuestro propio ser; verdad que encontramos en Dios, nuestro Creador y Redentor. La razón humana iluminada por la fe me descubre la verdad objetiva de mi identidad: soy creatura redimida por Cristo; soy cristiano, llamado a vivir como Cristo dentro de su Cuerpo místico que es la Iglesia y a ser apóstol; tengo una misión en la vida que consiste en servir y amar a Dios a través del cumplimiento de su santa voluntad, manifestada principalmente en la ley moral natural y en los criterios del Evangelio. La autenticidad, en resumidas cuentas, exige conciencia de lo que debemos ser por voluntad de Dios y coherencia con lo que debemos ser. Esta coherencia, lo sabemos muy bien, exige una lucha continua contra todo lo que nos aparta del cumplimiento fiel de la voluntad de Dios.
Es importante aclarar que la autenticidad no es lo mismo que la espontaneidad. Lo verdaderamente auténtico no consiste en el hecho de decir o hacer algo sin trabas ni represiones. Algunas escuelas psicológicas y métodos pedagógicos promueven la idea de que para llegar a ser auténtico y realizarse en la vida hay que liberarse sistemáticamente de todo impedimento o freno a la propia libertad (entendida ésta, de manera equivocada, como capricho o autonomía absoluta). En cambio el Evangelio nos dice, y nuestra experiencia lo confirma, que cumplir mi deber en contra quizá de lo que me dictan mis sentimientos o las circunstancias no es signo de hipocresía o falsedad, sino, por el contrario, una señal magnífica de coherencia.
Queridos amigos, yo les invito a dejarse cautivar por la autenticidad que brilla en la vida de Jesucristo y en la fidelidad heroica de José Luis y de todos los mártires. Seamos auténticos, seamos hombres y mujeres que, con toda verdad y sin engaños, cumplamos en todo la voluntad de Dios sobre nuestras vidas. Que nuestro amor al querer de Dios sea tan fuerte que superemos el respeto humano, la doblez y el disimulo en nuestro comportamiento. «Nadie puede servir a dos señores» (cf. Mt 6,24).
Jesucristo nos dejó páginas muy claras sobre este tema. Basta contemplar un Crucifijo para creer en ello. Eran las palabras que tanto nos recordaba Juan Pablo II: ¡siempre fieles!, en cualquier circunstancia, ante cualquier estado anímico, en la adversidad o en la bonanza, en el sufrimiento y en todo momento. Siempre nos ayuda recordar, meditar y aplicar ese extraordinario discurso que nos dirigió en su primer viaje apostólico a México y que pronunció en la misa de la Catedral metropolitana el 26 de enero de 1979. Ahí habló de los pasos de la fidelidad, que implican, coherencia y constancia. Nos decía: «no negar en la oscuridad, lo que hemos visto en la luz».
2. Implicaciones de una vida cristiana auténtica.
a) La oración como un medio para descubrir lo que Dios quiere de mí.
La oración es un elemento imprescindible para cultivar la conciencia clara y habitual de lo que Dios, fuente de toda autenticidad, quiere de mí en cada momento. Es más, la oración no sólo me ilumina sino que me proporciona también la fuerza, los motivos, para amar ese querer divino y llevarlo a su realización. ¡Cuánto nos estimula contemplar a Jesús absorto tantas veces en oración durante amplios ratos! Ante las grandes decisiones, en las horas de oscuridad de su Pasión, en todo momento Cristo supo descubrir en la oración la luz y la fuerza necesarias para perseverar en el cumplimiento de las «cosas de su Padre» (cf. Lc 2,49). ¡Todo cambia con la oración! No podemos imaginar la fuerza transformadora que tiene. Las penas las convierte en gozo, las tristezas en consuelo, la debilidad en fortaleza, la preocupación en paz. Cristo se retiraba a orar. Ahí decidía, ahí suplicaba al Padre, desde ahí nos enseñó el camino, el mejor camino de todos. Orar, orar, orar. No cabe duda que aquí está el camino para todo. No hay que olvidar que, junto con el cultivo de la oración, también el sabio consejo del director espiritual puede ayudarnos a conocernos y a discernir mejor las manifestaciones concretas de este querer de Dios.
b) Mantener una recta jerarquía de valores.
La voluntad de Dios debe ser la norma suprema, por encima de las pasiones y caprichos, de las modas y costumbres del mundo, de las solicitudes del diablo. Es bueno lo que me ayuda a cumplir la voluntad de Dios, y malo lo que me estorba. Los santos nos dan un maravilloso testimonio de lo que significa vivir con coherencia esta recta jerarquía de valores. «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», confesaron valientemente Pedro y los demás Apóstoles ante el Sanedrín (Hch 5,29). ¡Cuántas oportunidades tenemos en nuestro trabajo y en general en nuestras relaciones sociales, para dar testimonio valiente de esta verdad que en ocasiones puede implicar tomar decisiones difíciles o contra corriente! José Luis tenía muy clara su jerarquía de valores: «Primero muerto, antes que traicionar a Cristo y a mi patria», repetía a sus verdugos. Tenía bien puesto su corazón en la patria eterna, en las palabras que Jesucristo nos dice en el Evangelio: «¡ven, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor!» (Mt 25,21).
Para vivir con coherencia según la norma suprema de la voluntad de Dios hemos de ser fieles a la voz del Espíritu Santo en nuestra conciencia.
«La conciencia –nos recuerda el Concilio Vaticano II- es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla» (Gaudium et Spes, n. 16).
En ella resuena con fuerza la ley moral fundamental: hay que hacer el bien y evitar el mal (bonum est faciendum, malum vitandum). Es ahí, en la conciencia, donde estamos a solas con el Amigo, que a fin de cuentas sólo quiere nuestro bien, ¡nuestra felicidad verdadera!
Créanme, queridos amigos, que una de las cosas más terribles que nos pueden suceder es perder la sensibilidad de conciencia, porque mientras ésta exista siempre habrá posibilidad de rescate, Dios nos podrá dar la mano para sacarnos adelante. Hemos de cuidar, más que la propia salud del cuerpo, la salud de nuestra conciencia; llamar siempre al bien, «bien» y al mal, «mal»; que nos preocupe más una deformación de conciencia que una herida o un comentario molesto. El P. Marcial Maciel fundador de la Legión de Cristo, al respecto nos da un consejo muy práctico: «Sea auténtico todos los días de su vida. No se acueste un solo día con alguna rotura o deformación interior, como no sería capaz de dormir con un brazo roto. Que le duela la fractura o torcedura y ponga remedio. No espere a que se pase el dolor de la conciencia y se consolide la deformación. ¡Ahí sí que habría que temer!» (Carta del 1 de junio de 1979 dirigida a un legionario). ¡Qué reso-lución tan útil podríamos sacar para nuestras vidas: nunca acostarnos sin hacer un breve examen de conciencia para ver cómo estamos respondiendo al querer concreto de Dios en nuestra vida, para agradecerle lo bueno que hayamos hecho y rectificar cualquier indicio de engaño o deformación!
Hacer de la voluntad de Dios la norma suprema de vida es, además, fuente de felicidad y de profunda paz, porque el alma busca agradar a Dios en todo momento movida por el amor y no por el temor. Como bien dice La imitación de Cristo: «La gloria del hombre bueno está en el testimonio de una buena conciencia. Ten una conciencia recta y tendrás siempre alegría» (libro II, c. 6, n. 1-2).
Ayuda mucho repasar, sobre todo con el corazón, las palabras del salmo 118: «¡cuánto amo tu Voluntad, Señor, pienso en ella, todo el día!». Es lo mismo que nos ocurre cuando amamos a una persona: la queremos tanto y nos quiere tanto, que el gozo de nuestro corazón es hacer lo que a Él le agrada, verle feliz y saber que nuestra gratitud a Él se manifiesta más que en palabras, en obras de fidelidad a su Voluntad. Por eso decimos su santa voluntad y por eso le pedimos todos los días en el Padrenuestro que se haga SU voluntad. No hay petición mejor en nuestra vida.
c) Huir de la mentira en la vida, y por lo mismo, buscar ser buenos y no sólo aparentarlo.
Hemos de procurar actuar siempre de cara a Dios y no sólo de cara a los demás. Un gran enemigo de la autenticidad es la vanidad, el respeto humano, el miedo a lo que los demás puedan pensar o decir de nosotros. A veces es necesario cuidar la propia imagen y tener en cuenta las posibles repercusiones de nuestros actos ante los demás. Pero cuando esto me lleva a silenciar mi conciencia, a dejar de cumplir mi deber y omitir el bien, entonces preferimos traicionar a Dios antes que quedar mal ante los hombres.
«El hombre siempre ha sentido la necesidad de la careta; para reír y para llorar. Hay muchos hombres y mujeres que la llevan. No se guíe por apariencias, hermano. Mucha gente se acicala, sonríe, guiña el ojo al espejo...; pero con la careta puesta. Quizá sólo cuando han apagado la luz, se atreven a quitársela por breves instantes, pero la dejan sobre la mesilla, al alcance de la mano, para acomodársela como primera medida del día». Lo que nos debe preocupar es la imagen que Dios tiene de nosotros, construir nuestra vida minuto a minuto de cara a Él.
Ésta es la mejor imagen que podemos dar a los demás, la más auténtica, la que mejor «vende». «No eres más santo porque te alaben, ni peor porque digan de ti cosas censurables. Eres sencillamente lo que eres, y no puedes considerarte mayor de lo que Dios testifica de ti» (La imitación de Cristo, II, c. 6, n. 12).
A Dios nuestro Señor, estimados amigos, no le podemos engañar, ya que «todo está desnudo y patente a sus ojos» (Heb 4,13). Él es quien nos ha creado y nos juzgará. No es la suya, sin embargo, la mirada escrutadora del policía o del inquisidor, sino la de un Padre que nos ama, que se preocupa por nosotros y que si a veces nos corrige es sólo por nuestro bien (cf. Heb 12,7; Job 5,17).
¡Cuánta paz y seguridad da al alma vivir esta realidad, actuar siempre de cara a Dios! No hay nada que temer, no hay por qué esconderse al escuchar los pasos de Dios en el jardín, como Adán y Eva después del pecado (cf. Gen 3,8). Se está a gusto con Él. Se dialoga con Él con franqueza y espontaneidad.
d) Volver a la Verdad: saber levantarse con humildad y reemprender el camino.
Todos podemos tener caídas y limitaciones, pero ello no nos hace incoherentes siempre y cuando reconozcamos con humildad nuestra debilidad, pidamos perdón a Dios con sinceridad y volvamos al camino recto. La confesión frecuente es el sacramento que nos vuelve a colocar en la verdad de Dios y, junto con la Eucaristía, nos da la fuerza para vivir en ella.
Es tan fácil autojustificarse, maquillar la propia imagen ante los demás y ante uno mismo con una larga letanía de excusas y lenitivos («no era mi intención, no hay que exagerar, somos humanos, los demás también lo hacen, en estas circunstancias sí se puede…»). La condición imprescindible para superarse en la vida, para ser un hombre auténtico es la honestidad con uno mismo, la sinceridad que Jesucristo «camino, verdad y vida» nos propone en el Evangelio. Hacer la verdad en el amor (cf. Ef 4,15). «Si decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1Jn 1,8-9). El placer más grande de Dios es perdonarnos. Pero el perdón sin amor, es decir, sin arrepentimiento, corrompe. De igual manera la autenticidad sin sinceridad es una farsa. Pidámosle a Dios que nos conceda la gracia de ser muy honestos y humildes para que nunca permita que nos separemos de Él ni desconfiemos de su amor.
Queridos amigos, ustedes saben mejor que yo que vivimos en tiempos duros. Quien quiera permanecer fiel y vivir con autenticidad su fe cristiana ha de estar dispuesto a jugarse todo por Cristo. Hoy parece más claro quizá que en tiempos pasados aquella realidad del martirio que vivieron los primeros cristianos en propia carne. La vocación cristiana es una vocación al testimonio, a ser signo de contradicción, una llamada al martirio de la fidelidad diaria. Los mártires, como José Luis Sánchez del Río, nos dan ejemplo de ello.
En María, la Virgen del sí, la mujer auténtica y coherente por antonomasia, fiel a la palabra dada a Dios y a los hombres, podemos encontrar una síntesis maravillosa de lo que he intentado decirles y un sostén seguro en nuestra lucha diaria por ser hombres y mujeres coherentes, auténticos cristianos. A Ella le pido que nos alcance de Dios, junto con la intercesión también del futuro beato José Luis Sánchez del Río, la gracia de la perseverancia final en la fe y en el amor a Dios.
Suyo afmo. y s.s. en Jesucristo,
Estamos tan acostumbrados a la maravilla de los ojos que a veces podemos olvidar el valor tan grande que tiene la mirada de una persona.
El fascinante e inefable misterio de los ojos del hombre ha sido fuente inagotable de inspiración de muchos artistas. Los científicos continúan descubriendo mundos desconocidos al estudiarlos. Sin embargo, alguno se preguntará por qué debemos maravillarnos de la mirada de las personas. ¿Acaso no tienen ojos también los gatos, los perros, los peces? Ellos también nos miran. Estamos tan acostumbrados a relacionarnos con el mundo por medio de la vista que a veces podemos olvidar el valor tan grande que tiene la mirada de una persona.
La mirada del hombre es capaz de contemplar
En la mirada de los hombres encontramos algo que va más allá de recibir ondas de luz, ordenarlas y formar imágenes. En ella descubrimos una huella de que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Podemos recordar aquellas palabras cuando Dios creó el mundo: “Vio lo que había hecho y era todo bueno”. La capacidad de contemplar es un don que Dios ha dado únicamente al hombre en esta tierra. Un animal nos puede ver pero nunca podrá entender nuestra mirada. Este regalo nos asemeja, aunque de manera lejana, a nuestro Creador.
Sólo el hombre puede mirar y descubrir la belleza en el mundo que nos rodea. Cuando mira con atención un paisaje, un árbol, una flor encuentra un camino para levantar su alma como expresión máxima de esa experiencia, comunicar a la sociedad las vivencias de esta contemplación a través del arte en todos sus diversos estilos.
La mirada del hombre es capaz de amar
Basta una mirada del ser humano para entender que detrás de aquellos ojos se esconde algo interior. Esa ventana que nos permite ver el alma es un medio maravilloso que tenemos para conocer el fondo de la persona. Esto lo hemos experimentado desde pequeños. El juego de miradas que van de una madre a su hijo recién nacido no son superficiales. Son necesarias para la intercomunicación cuando todavía no se pueden usar palabras. Una sola de ellas expresa sentimientos, demuestra el amor que existe entre ellos.
Cuántos jóvenes enamorados pueden pasar horas en miradas, suspiros... “Ojos que no ven, corazón que no siente”, dice el refrán popular. Qué hermoso es el lenguaje de la mirada cuando ésta es cristalina, transparente, diáfana. Busca siempre relacionarse con la persona amada, transmitir en profundidad sus sentimientos, sacar del corazón los más inefables afectos.
Podemos aprender de la fuerza de la mirada amorosa de Cristo que, en muchos casos, fue lo único que movió los corazones de las personas. Había tal fuego de amor y tal profundidad en su mirada que uno no podía resistir aquel torrente de caridad.
La mirada del hombre es capaz de perdonar
Cuando ofendemos a alguien nos cuesta mirarle directamente a los ojos. Ya esto mismo experimentaron nuestros primeros padres, cuando sabiendo que habían desobedecido a Dios, se escondieron de su presencia. Tuvieron miedo, su mirada les delataba, les traicionaba. Y fue la mirada de Dios la que les devolvió la esperanza de vivir, el perdón, la reconciliación.
Cuántos padres, sabiendo que sus hijos les han fallado, son capaces de leer en sus miradas si están arrepentidos. Es suficiente para ellos una mirada de arrepentimiento para perdonarles al instante.
El mundo necesita, con nuestro testimonio, recobrar el valor de la mirada de las personas. Poder descubrir en ella el dolor y el gozo, el sufrimiento y la alegría, la búsqueda del sentido de la vida y la esperanza que anhelan los hombres. Ayudar al hombre a vivir en la tierra, con los ojos puestos en el cielo.
Las respuestas creativas que necesita la humanidad
¿No ha conocido el mundo jefes de pueblos que han sido santos?
Que la humanidad progresa es algo que ni el más empecinado pesimista puede negar. Nadie en su sano juicio se mudaría a vivir, si la máquina del tiempo existiese, cien, doscientos, quinientos o mil años atrás. Pero tan innegable como esto es que el progreso de la humanidad no es suave y uniforme, sino que sigue un movimiento sincopado, con golpes de avance y momentos de estancamiento, como avanza la sangre por las arterias a impulsos del corazón. Incluso, en el progreso de la humanidad se dan momentos de retroceso, a veces pequeños pero algunas veces terribles, como fue la caída del Imperio Romano. Esto ya lo vio el genial Arnold J. Toynbee que dejó reseñado en su monumental obra “El Estudio de la Historia” cómo era este sistema de pulsos de avance, momentos de estancamiento y hundimientos. Toda civilización con éxito se encuentra continuamente con lo que él llamaba incitaciones, nudos gordianos que deben ser deshechos –o cortados– por una respuesta dada por una minoría creativa generada por un genio creativo. Y esta respuesta nunca es fácil. Si no se encuentra, la civilización colapsa. Pero si se encuentra esa respuesta, nunca es una respuesta definitiva, sino que ese nuevo impulso da pie a que se plantee una nueva incitación a la que también hay que responder en una cadena sin fin de incitación-respuesta-incitación. En verso de Walt Whitman: “Está en la naturaleza de las cosas que de todo fruto del éxito, cualquiera que sea, surgirá algo para hacer necesaria una lucha mayor”. Y, efectivamente, los momentos en que la incitación exige una respuesta y ésta no llega, son momentos históricos de dolores de parto. La incapacidad de encontrar respuesta a sus incitaciones es lo que provocó la caída del Imperio Romano con consecuencias terribles. Pero tras ese colapso, una nueva civilización, la cristiana occidental, tomó el relevo. Y desde entonces, se han sucedido innumerables ciclos incitación respuesta y la civilización cristiana occidental no ha dejado de responder a estas incitaciones y de progresar[1]. Creo que hoy estamos en uno de esos momentos de dolores de parto en la que hay que encontrar una solución a nuestra –o más bien nuestras, porque son varias– incitaciones. Pretendo a continuación dar mi punto de vista sobre cuáles son algunas de esas incitaciones.
Una de ellas es, creo, el agotamiento del recorrido de la democracia tal y como la conocemos hoy día. Pero que nadie confunda esto con añoranzas de otros sistemas del pasado. El movimiento arcaizante, en terminología de Toynbee, la tentación de volver a aplicar soluciones del pasado que, tal vez, en su momento funcionaron bien, es una trampa mortal. Creo que la democracia languidece. Y lo hace por falta de ciudadanos. La propia prosperidad económica, respuesta a anteriores incitaciones, ha traído una especie de sopor, de falta de estímulo que en el último siglo ha degenerado en la venta de la libertad, más allá de ciertos formalismos, a un Estado paternalista que a la vez que nos protege, nos restringe con su aparato, nos anula con su presencia omnímoda y procura quitarnos nuestro espíritu crítico para que seamos más fáciles de dirigir. Y así, nos hemos transformado de ciudadanos en una especie de borregos protestones que exigen el cumplimiento de sus caprichos sin preguntarse si eso es posible o no y que castigan con su voto a quienes no se pliegan a ese capricho. Y esto trae aparejada una larga cadena de consecuencias que van desde la mediocridad de la clase política hasta su corrupción. Si no respondemos a esta incitación ese Estado omnímodo nos acabará devorando, como papá Saturno devoró a sus hijos. Por supuesto, soy incapaz de dar la más mínima receta sobre cómo tendría que ser esa nueva democracia y, aún si fuera capaz de vislumbrarla, sería absolutamente incapaz de iniciar un proceso que nos condujese a ella. Sí sé que esa nueva democracia tiene que ser un revulsivo de la libertad que estamos dejándonos robar, y no, de ninguna manera, una vuelta atrás a ningún tipo de despotismo más o menos ilustrado.
Otra incitación podría ser el relativismo moral. Nietos de una civilización, la griega, que estaba convencida de que la razón era un atributo humano que permitía al hombre buscar la verdad y progresar en su camino hacia ella, e hijos de otra, la romana[2], que ponía una voluntad inaudita en conseguir sus metas, hemos perdido esa convicción y esa voluntad, sustituyéndolas por una actitud de desconfianza hacia cualquier planteamiento riguroso, por un pensamiento débil que, sin embargo, puede imponer su brutal tiranía y por una actitud de desánimo y desencanto que llevan al “pasotismo”. Y, desde luego, no es la menor de las secuelas de ese pasotismo los bajísimos índices de natalidad que llevan a una disminución y un envejecimiento de la población de las sociedades desarrolladas. No soy filósofo y no puedo afirmar con seguridad cuándo y cómo se inició la larga deriva histórica que nos llevó, en un movimiento acelerado, desde la confianza en la razón y en la voluntad, hasta la desconfianza más absoluta en nada que pretenda ser verdad y la pérdida de la fuerza de la voluntad en la perplejidad de que todo vale lo mismo. Pero con el atrevimiento de la ignorancia y sin profundizar demasiado en ello –no podría– me atrevo a decir que el voluntarismo de Guillermo de Ockam, el racionalismo de Descartes y el idealismo de Kant[3], son hitos en la desviación del camino que nos podría haber llevado a avanzar en la senda de la verdad sin desorientarnos hasta perder el norte y, con él, la ilusión y la fuerza. Hace años –cuando era todavía más ignorante tenía aún mayor atrevimiento– me atreví a escribir unas páginas con el título “El camino a la posmodernidad y el nuevo renacimiento” que hoy no me atrevo a recomendar pero que, no obstante, mandaré a quien me lo pida. En ese escrito, en la segunda parte, el nuevo renacimiento, describo algunas corrientes filosóficas actuales que, sin volver atrás en una añoranza arcaizante, sí pueden señalar el camino para romper esa parálisis a la que nos ha sometido el relativismo de la posmodernidad. Pero esas ideas renovadoras, que ya están ahí y que pueden ser parte de la respuesta, esperan a su genio creador y a su minoría creativa que las saquen de los ambientes eruditos y las lleven a la vida del mundo exterior.
La tercera incitación podría ser la pobreza en el mundo. Desde luego que no me refiero al incremento de la pobreza, porque eso es una burda falacia. Nunca la pobreza ha retrocedido en el mundo a mayor velocidad de la que lo hace ahora. Por primera vez en la historia de la humanidad hay en el mundo menos de un 10% de sus habitantes que viven bajo el umbral de la pobreza en términos absolutos[4]. Tampoco me refiero a la repetida mentira de que “los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres”. La globalización ha hecho que los países en desarrollo y sus habitantes disminuyan su pobreza más deprisa de lo que aumenta la riqueza de los desarrollados. Pero ocurre que, por desgracia, este inequívoco retroceso de la pobreza, ese acercamento entre los más pobres y los más ricos, aunque se está acelerando, es todavía más lento de lo que la situación histórica requiere y presenta bolsas de pobreza que se diluyen muy lentamente. Cuando todo el mundo vivía al límite de la supervivencia, unos países empezaron, por un proceso que no contaré aquí[5], a generar muy lentamente riqueza suficiente como para hacer retroceder el fantasma de vivir al límite de la supervivencia. Pero estos países, no tenían a nadie por delante. Eran la avanzadilla. Nadie podía tirar de ellos ni sus ciudadanos podían ir a otro sitio en busca de esa riqueza o huyendo de la miseria. Sólo les quedaba seguir luchando para conseguir parcelas de seguridad jurídica y continuar tirando del carro en un proceso lento y durísimo. Sin embargo, los países que hoy están en la pobreza, sí tienen un “paraíso” al que ir, o soñar con ir, en vez de recorrer su camino. Si a esto se suma que sus países están generalmente gobernados por tiranos que impiden que sus habitantes creen riqueza, no es de extrañar que muchos de ellos quieran correr, aun poniendo en grave peligro sus vidas, en pos de ese “El Dorado”. Pero eso no es posible. Porque “El Dorado”, dejaría inmediatamente de serlo si una parte importante de los habitantes de los países pobres quisiesen trasladarse a él. Sólo la inversión libre de la iniciativa privada de los países desarrollados en los países pobres acelera el proceso e impulsa también la creación de riqueza interna en ellos. Si eso se produjese se crearía a gran velocidad la riqueza necesaria para evaporar la miseria en esos países, permitiéndoles acercarse con rapidez a los desarrollados. Pero tanto la inversión exterior como la interior requieren para producirse de unas condiciones de seguridad jurídica que los tiranos de esos países no están dispuestos a crear. Y así el camino de escape de la pobreza, que podría ser muy rápido, se ralentiza e incluso se para en algunos países, y esta lentitud incentiva la emigración masiva hacia los supuestos “paraísos”. Sólo los ciudadanos de esos países pueden rebelarse contra sus tiranos y destituirlos o cambiarlos. Pero, naturalmente, esos tiranos están bien pertrechados para que eso no ocurra. ¿Cómo podrían los países desarrollados ayudar a esos pueblos si estos tuviesen la voluntad política? Reconozco no tener ni un atisbo de respuesta a esta pregunta.
Seguramente a quien lea estas líneas se le vengan a la cabeza otras incitaciones que no he mencionado aquí. A mí también se me ocurren, pero describirlas haría este envío interminable. Sea como sea, lo que está claro es que tenemos por delante tremendas incitaciones que requieren unas respuestas drásticas e inmediatas desde la libertad y creatividad. Pero esta ha sido la historia de la civilización cristiana occidental. Y, hasta ahora, siempre han surgido en el momento oportuno los genios y las minorías creativas que necesitaba el momento. No hay ninguna razón para que la libertad y la creatividad humanas no hagan que aparezcan ahora también. Pero tampoco hay ninguna ley inexorable que haga que su aparición sea algo que tenga que producirse necesariamente. Y si no aparecen, el futuro no se presenta muy halagüeño. Estaremos ante una nueva caída de una civilización. Según Toynbee ha habido 21 civilizaciones en la historia de la humanidad y sólo la cristiana occidental ha sido capaz de salir al paso de sus incitaciones. Las demás, siempre según Toynbee, con cuya opinión coincido, o han desaparecido o están en proceso de descomposición. Así pues, no está fuera de lo posible el que la civilización cristiana occidental, tal y como la conocemos, se derrumbe, como lo hizo el Imperio Romano. Si es así, tal y como la civilización cristiana occidental tomo el relevo a la greco-romana, nacerá una nueva civilización que tome el testigo. Pero no será sin pasar por momentos oscuros y terribles, como los que vinieron tras la caída de Roma. Dios nos libre de ello.
Ahora bien, las incitaciones son tan duras y las respuestas tan difíciles, que creo que difícilmente se podrán encontrar sin la ayuda de Dios. Pero esto no quiere decir, desde luego, que Dios vaya a intervenir directamente en la historia. Ya lo ha hecho una vez y no creo que lo vuelva a hacer hasta que venga a juzgarla. Creo, más bien, que esas respuestas tendrán que estar hondamente inspiradas –no se me pregunte cómo porque no lo sé– en los principios y valores cristianos que nos han sido revelados por Dios a través de Jesucristo en su paso por la historia. Creo poder afirmar que todas las respuestas victoriosas a las incitaciones que ha tenido la civilización cristiana occidental han estado basadas, de una u otra forma, en esos principios. Y esto ha sido así incluso cuando los representantes de la Iglesia, en su faceta de institución humana, no han apoyado con entusiasmo –o incluso se han opuesto– a esas respuestas[6]. Así serán, basadas en esos principios, las respuestas que esperamos, si llegan a encontrarse. Hago completamente mías las palabras de Jacques Maritain en su obra “Humanismo integral”: “Una renovación social vitalmente cristiana será así obra de santidad o no será; y me refiero a una santidad vuelta hacia lo temporal, lo secular, lo profano. ¿No ha conocido el mundo jefes de pueblos que han sido santos? Si una nueva cristiandad surge en la historia, será obra de una tal santidad”. Pero no olvidemos que la santidad no es fruto del esfuerzo humano, sino una gracia concedida por Dios. Pidámosle, pues, con toda el alma, que suscite un puñado de esos santos vueltos hacia lo temporal, secular y profano que puedan encontrar las respuestas a las terribles incitaciones a las que estamos sometidos. Tal vez ya estén fraguándose esos santos. Así sea. Y no olvidemos que Dios da la santidad a quien quiere, no a quien nos gustaría a nosotros, y que no se la da a los más limpios sino, generalmente, a los pecadores.
Y ya que he citado a Maritain para apoyarme en él, me permito hacerlo también para buscar una razón de mí mismo ante mi perplejidad. Uso para ello la forma en que él mismo se define en su “carnet de notes”. “¿Quién soy yo? ¿Un profesor? No lo creo; enseño por necesidad (esto no es verdad en mí caso: enseño por vocación). ¿Un escritor? Tal vez. ¿Un filósofo? Lo espero. Pero también una especie de romántico de la justicia, pronto a imaginarse, después de cada combate, que ella y la verdad triunfarán entre los hombres. Y también, quizás, una especie de zahorí con la cabeza pegada a tierra para escuchar el ruido de las fuentes ocultas y de las germinaciones invisibles. Y también, y como todo cristiano, a pesar y en medio de miserias y fallos, y de todas las gracias traicionadas de las que tomo conciencia en la tarde de mi vida, un mendigo del cielo disfrazado en guisa de hombre del mundo, una especie de agente secreto del Rey de Reyes en los territorios del príncipe de este mundo, que decide arriesgarse como el gato de Kipling que caminaba solo”. Tal vez por esto, a pesar de mi paranoia o perspicacia –como cada uno quiera llamarla– me mantengo optimista ante la vida y el mundo.