«Mi reino no es de este mundo»

Santa Cecilia de Via Apia

Santa Cecilia, virgen y mártir

Memoria de santa Cecilia, virgen y mártir, que, según la tradición, consiguió la doble palma por amor a Jesucristo en el cementerio de Calixto, en la vía Apia de Roma. El título de una iglesia en el Transtíber romano lleva desde antiguo su nombre.

Esta santa, tan a menudo glorificada en las bellas artes y en la poesía, es una de las mártires más veneradas de la antigüedad cristiana. La más antigua referencia histórica a santa Cecilia se encuentra en el «Martyrologio Jeronimiano»; y de él se deduce que su fiesta se celebraba en la iglesia romana en la cuarta centuria, aunque su nombre aparece en fechas diferentes en ese mismo martirologio. La fiesta de la santa mencionada el 22 de noviembre -día en el cual es celebrada en la actualidad-, fue la utilizada en el templo dedicada a ella del barrio del Trastévere, en Roma; por consiguiente, su origen probablemente se remonta a esta iglesia. Las primeras guías medievales (Itineraria) de los sepulcros de los mártires romanos, señalan su tumba en la Via Appia, al lado de la cripta de los obispos romanos del siglo tercero (De Rossi, Roma Sotterranea, I, 180-181). De Rossi localizó el sepulcro de Cecilia en las catacumbas de Calixto, en una cripta adjunta a la capilla de la cripta de los papas; un nicho vacío en una de las paredes, que una vez contuvo, probablemente, el sarcófago con los restos de la santa. Entre los frescos posteriores que adornan la pared del sepulcro, aparece dos veces la figura de una mujer ricamente vestida, y el Papa Urbano, quién tuvo una estrecha relación con la santa según las Actas del martirio, aparece una vez. El antiguo templo titular arriba mencionado, se construyó en el siglo cuarto y todavía se conserva en el Trastévere. 

Este templo estaba ciertamente dedicado en el siglo quinto a la santa enterrada en la Vía Appia; es mencionado en las firmas del Concilio romano de 499 como «titulus sanctæ Cæciliæ» (Mansi, Coll, Conc. VIII, 236). Así como algunos otros antiguos templos cristianos de Roma fueron un regalo de los santos cuyos nombres llevan, puede deducirse que la iglesia romana debe este templo de santa Cecilia a la generosidad de la propia santa; en apoyo de este punto de vista es de notar que la propiedad bajo la cual está construida la parte más antigua de la verdadera catacumba de Calixto, probablemente perteneció, según las investigaciones de De Rossi, a la familia de santa Cecilia (Gens Cæcilia), y pasó a ser, por donación, propiedad de la iglesia romana. En el «Sacramentarium Leonianum», una colección de misas completada hacia el final del siglo quinto, se encuentren al menos cinco misas diferentes en honor de santa Cecilia, lo que testifica la gran veneración a la santa que la Iglesia romana tenía en ese momento.

Las «Actas del Martirio de Santa Cecilia» tienen su origen hacia la mitad del siglo quinto, y han sido transmitidas en numerosos manuscritos, así como traducidas al griego. Fueron asimismo utilizadas en los prefacios de las misas del mencionado «Sacramentarium Leonianum». Ellas nos informan que Cecilia, una virgen de familia senatorial y cristiana desde su infancia, fue dada en matrimonio por sus padres a un noble joven pagano, Valeriano. Cuando, tras la celebración del matrimonio, la pareja se retira a la cámara nupcial, Cecilia cuenta a Valeriano que ella está comprometida con un ángel que celosamente guarda su cuerpo, por lo que Valeriano debe tener cuidado de no violar su virginidad. Valeriano desea ver al ángel, y Cecilia lo manda ir a la tercera piedra miliaria de la Via Appia, donde se encontrará con el obispo de Roma, Urbano. Valeriano obedeció, fue bautizado por el papa y regresó a Cecilia hecho cristiano.

Entonces se apareció un ángel a los dos y los coronó con rosas y azucenas. Cuando Tiburcio, el hermano de Valeriano, se acercó a ellos, también fue ganado para Cristo. Como celosos hijos de la Fe ambos hermanos distribuyeron ricas limosnas y enterraron los cuerpos de los confesores que habían muerto por Cristo. El prefecto, Turcio Almaquio, los condenó a muerte; el funcionario del prefecto, Máximo, fue designado para ejecutar la sentencia, se convirtió y sufrió el martirio con los dos hermanos. Sus restos fueron enterrados en una tumba por Cecilia. Ahora la propia Cecilia fue buscada por los funcionarios del prefecto. Después de una gloriosa profesión de fe, fue condenada a morir asfixiada en el baño de su propia casa. Pero, como permaneciera ilesa en el ardiente cuarto, el prefecto la hizo decapitar allí mismo. El verdugo dejó caer su espada tres veces sin que se separara la cabeza del tronco, y huyó, dejando a la virgen bañada en su propia sangre. Vivió tres días más, hizo disposiciones en favor de los pobres y ordenó que, tras su muerte, su casa fuera dedicada como templo. Urbano la enterró entre los obispos y los confesores, es decir, en la catacumba Calixtina.

El relato como tal carece de valor histórico; es una leyenda piadosa, como tantas otras recopiladas en los siglos quinto y sexto (y que recurren a los mismos moldes y recursos narrativos). Sin embargo la existencia misma de los mencionados mártires, es un hecho histórico fuera de toda duda razonable. La relación entre santa Cecilia y Valeriano, Tiburcio y Máximo, mencionados en las Actas, tienen quizá algún fundamento histórico. Estos tres santos fueron enterrados en las catacumbas de Pretextato en la Via Appia, donde sus tumbas se mencionan en las antiguas guías de peregrinos («Itineraria»).

No conocemos la fecha en que Cecilia sufrió el martirio, ni puede deducirse nada de la mención de Urbano; el autor de las Actas, sin autoridad alguna, simplemente introdujo el conocido nombre de este confesor (enterrado en la catacumba de Pretextato) a causa de la proximidad de su tumba a la de los otros mártires y lo identificó con la del Papa del mismo nombre. A su vez el autor del «Liber Pontificalis» usó las Actas para referenciar a Urbano. Las Actas no ofrecen ninguna otra indicación del tiempo del martirio. Venancio Fortunato (Miscellanea, 1, 20; 8,6) y Adón (Martirologio, 22 noviembre) sitúan el momento de la muerte de la santa en el reinado de Marco Aurelio y Cómodo (aproximadamente el 177), y De Rossi intenta demostrar este dato como el más seguro históricamente. En otras fuentes occidentales de la baja Edad Media y en el Synaxario griego, se sitúa en la persecución de Diocleciano (inicios del s. IV). P.A. Kirsch intentó fijarlo en el tiempo de Alejandro Severo (229-230); Aubé, en la persecución de Decio (249-250); Kellner, en el de Juliano el Apóstata (362). Ninguna de estas opiniones está suficientemente establecida, ni las Actas ni otras fuentes ofrecen la evidencia cronológica requerida. La única indicación temporal segura es la localización de la tumba en la catacumba de Calixto, en inmediata proximidad a la antiquísima cripta de los papas, en la fueron enterrados, probablemente, Urbano y, ciertamente, Ponciano y Antero. La parte más antigua de esta catacumba fecha todos estos eventos al final del siglo segundo; por consiguiente, desde ese momento hasta la mitad del siglo tercero es el período posible para el martirio de santa Cecilia.

Su iglesia en el barrio del Trastévere de Roma fue reconstruida por Pascual I (817-824), en cuya ocasión el papa deseó trasladar allí sus reliquias; al principio, sin embargo, no pudo encontrarlas y creyó que habían sido robadas por los lombardos.

En una visión santa Cecilia lo exhorta a continuar la búsqueda porque había estado ya verdaderamente cerca de ella, es decir, de su tumba. Él entonces renovó la investigación y pronto el cuerpo de la mártir, cubierto con costosos adornos de oro y con su ropa empapada en sangre hasta los pies, fue encontrado en la catacumba de Pretextato. Debieron ser llevados allí desde la catacumba de Calixto para salvarlos de los primeros saqueos de los lombardos en las cercanías de Roma. Las reliquias de santa Cecilia, con las de Valeriano, Tiburcio y Máximo, y también las de los papas Urbano y Lucio, fueron exhumadas por el papa Pascual, y enterradas nuevamente, esta vez bajo el altar mayor de santa Cecilia en el Trastévere. Los monjes de un convento fundado en el barrio por el mismo papa, fueron encargados de cantar el oficio diario en esta basílica. La veneración por la santa mártir continuó extendiendose y se le dedicaron numerosas iglesias. Durante la restauración del templo, en el año 1599, el cardenal Sfondrato examinó el altar mayor y encontró debajo el sarcófago con las reliquias que el papa Pascual había trasladado. Excavaciones de fines del siglo XIX, ejecutadas a instancias y a cargo del cardenal Rampolla, descubrieron restos de construcciones romanas, que habían permanecido accesibles. Las representaciones más antiguas de santa Cecilia la muestran en la actitud usual de los mártires en el arte cristiano de los primeros siglos: o con la corona del martirio en su mano (por ejemplo en San Apolinar la Nueva, en Rávena, en un mosaico del siglo sexto) o en actitud de oración (por ejemplo las dos imágenes, de los siglos sexto y séptimo, de su cripta). En el ábside de su iglesia en el Trastévere todavía se conserva el mosaico hecho bajo el Papa Pascual, en el que es representada con ricos vestidos, como protectora del Papa. Los cuadros medievales de la santa son muy frecuentes; desde los siglos catorce y quince se le asigna un órgano musical como atributo, o se le representa como tocando el órgano, o más tarde otros instrumentos, lo que está relacionado con su carácter de Patrona de la música sacra, tal como fue proclamada por la Academia de Música de Roma en 1584. Sin embargo, la cuestión del patronazgo de la música constituye en sí mismo un debatido problema, y se trata extensamente en este escrito.

Oremos. Acoge con bondad nuestras súplicas, Señor, y, por intercesión de Santa Cecilia, dígnate escucharnos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

Evangelio según San Juan 18,33b-37. 

Pilato volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó: "¿Eres tú el rey de los judíos?". Jesús le respondió: "¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?". Pilato replicó: "¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?". Jesús respondió: "Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí". Pilato le dijo: "¿Entonces tú eres rey?". Jesús respondió: "Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz". 

San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia. Homilía sobre San Juan, nº 115

«Mi reino no es de este mundo»

¡Escuchad todos, judíos y gentiles...; escuchad, todos los reinos de la tierra! No impido vuestro dominio sobre el mundo, «mi Reino no es de este mundo» (Jn 18,35). No temáis, pues, con este temor insensato que se ha apoderado de Herodes cuando le han anunciado mi nacimiento... No, dice el Salvador, «mi Reino no es de este mundo». Venid todos a un Reino que no es de este mundo; venid a él por la fe; que el temor no os vuelva crueles. Es cierto que, en una profecía, el Hijo de Dios hablando del Padre dice: «Yo mismo he establecido a mi rey en Sión, mi monte santo» (Sl 2,6). Pero este Sión y esta montaña no son de este mundo.

¿Qué es, en efecto, su Reino? Su Reino es los que creen en él, aquellos a quienes ha dicho:  «Vosotros no sois del mundo como yo tampoco soy del mundo» (cf Jn 17,16). Y, sin embargo, quiere que estén en el mundo y así ora a su Padre: «No ruego que los retires del mundo sino que los guardes del mal» (Jn 17,15). Porque no ha dicho «Mi Reino no está en este mundo» sino: «No es de este mundo; si fuera de este mundo mis servidores vendrían a luchar para que yo no sea entregado». En efecto, su Reino está en la tierra hasta el fin del mundo; hasta que en la siega la cizaña sea mezclada con el buen grano (Mt 13,24s)... Su Reino no es de aquí  porque es como un viajero en este mundo. Sobre los que él reina, dice: «Vosotros no sois de este mundo, porque yo os he escogido sacándoos del mundo» (Jn 15,19). Eran, pues, de este mundo cuando todavía no estaban en su Reino y pertenecían al príncipe de este mundo (Jn 12,3)... Todos los que son engendrados de la raza de Adán pecador, son de este mundo; todos los que son regenerados en Jesucristo pertenecen a su Reino y ya no son de este mundo. «Dios nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido» (Col 1,13).

¿Cómo es nuestro Cristo Rey?
En la fiesta de Cristo Rey, te pido la gracia que establezcas tu Reino de paz en mi corazón.

OBJETIVO
Renovar nuestra ilusión de trabajar por Cristo Rey, a fin de llevar su Reino a nuestro alrededor, a nuestra familia, a nuestros amigos.

PETICIÓN
Señor Jesucristo, Rey del Universo, te pido la gracia de que establezcas tu Reino de paz, de verdad, de amor, de esperanza y de pureza, en mi corazón, para que después me lance a llevar bien alta tu bandera, esa bandera cuyos colores me trazaste en las bienaventuranzas (Mateo 5, 1-8).

PUNTOS DE REFLEXIÓN
1. ¿Cómo es nuestro Cristo Rey? Cuando vino hace dos mil años, vino oculto en pañales, en la humildad, sencillez, pobreza, mansedumbre. No quiso imponerse, sino proponerse. No quiso ser temido, sino acogido y amado. No quiso hacer ruido, sino pasar desapercibido. Se dejó alimentar, enseñar, adoctrinar. Caminó, se cansó, tuvo sed, lloró. Fue amado por uno hasta la locura del martirio. Y odiado por otros, hasta llevarle a la muerte. Un Rey que guardó la espada de su justicia, para desplegar sólo la capa de su misericordia, que tendía a todos los que a Él se acercaban. Un Rey que salió a la conquista del mundo, no con un ejército de fieros guerreros, adiestrados en artes marciales o bélicas; sino con un minúsculo equipo de humildes pescadores, que sólo sabían el arte de pescar y remendar las redes. Un Rey que anunció su Reino maravilloso de paz, de humildad, de pobreza, de pureza, de verdad.

Un Rey que prefirió morir por sus súbditos, y así salvarnos. Pero un Rey que resucitó, se fue al Cielo, nos dejó su presencia viva en la Eucaristía y en los sacramentos. Y un Rey que vendrá Glorioso, al final de los tiempos para desplegar su Justicia y dar su premio a quienes lucharon con Él.

2. ¿Cuál es el objetivo de este Rey? El plan estratégico de Cristo Rey es llevar su Reino a todas partes, no por las armas, ni por la violencia, ni por el engaño, sino por la fuerza del amor. Llevar su Reino de justicia, que destruya toda injusticia. Su Reino de amor, que acabe con los odios y egoísmos. Su Reino de verdad, que aniquile la mentira y los errores doctrinales. Su Reino de paz, que suplante a la guerra. Su Reino de pureza, que limpie toda inmundicia.

Su Reino de vida, que termine con esa terrible cultura de la muerte (aborto, eutanasia, manipulación genética). Su Reino de luz, que desenmascare a las falsas antorchas del liberalismo, neomodernismo, tecnicismo que pretenden iluminar nuestra sociedad y lo único que están logrando es dejarnos bizcos y ciegos para las cosas espirituales y echar de un plumazo a Dios de la esfera política, económica y social. Su Reino de desprendimiento interior, que desate todas esas cadenas que nuestro mundo y del dinero nos pone, arrebatándonos la verdadera libertad interior. Su Reino de esperanza, que anime a los desalentados y desilusionados de la vida. Su Reino de verdadera alegría, que supla esa otra alegría postiza y ligera de los fáciles placeres. Su Reino de fe, que disipe el ateísmo, el agnosticismo y el indiferentismo religioso que cunden en nuestro mundo; y que acabe con esos movimiento pseudorreligiosos que intentan robar nuestra fe y mezclarla con elementos paganos.

3. ¿Cuáles son las exigencias de Cristo Rey? Son tres: negarse a sí mismo, tomar la cruz de cada día y seguir las huellas de este Rey, llevando en la mano y en el corazón su estandarte y su bandera. Negarse a sí mismo significa luchar para contrarrestar esas tendencias desordenadas que todos llevamos dentro desde el pecado original: la tendencia a la ambición, a los apegos, a la vida fácil, al egoísmo, al disfrute sin freno, a la vanidad, a la soberbia, a querer tener la razón, a imponerme. El medio para negarnos es la mortificación de nuestro cuerpo, de nuestros sentidos...y la búsqueda de cuanto me cuesta por amor a Cristo. Tomar la cruz cada día significa mirar la cruz de frente, no rehuir, ni acortarla, ni cubrirla de terciopelo para que no me moleste, agradecerla todos los días a Dios, llevarla con serenidad, paciencia y, si es posible, con alegría interna...Todos los días, no sólo cuando no me pesa. Seguir las huellas de Cristo significa que tengo que poner mi pie donde Jesús lo ha puesto, pues Él va delante marcando el camino. Llevando su bandera con orgullo, con amor y alegría y clavándola en mi casa, en mi trabajo, en todas partes donde vaya.

4. ¿Cuál es el premio a quienes luchen en su ejército y bajo su bandera? Aquí en la tierra: seguridad de éxito, alegría interior, paz del alma, certeza de la compañía de Jesús, realización en la vida. Y allá arriba, la vida eterna, el premio del cielo.

XXXIV DOMINGO “B” SOLEMNIDAD DE CRISTO REY
(Dn 7, 13-14; Sal 92; Ap 1, 5-8; Jn 18, 33b-37) HOMENAJE

Quizá nos da pudor utilizar esta palabra y llamar “rey” a nuestro Dios, pues puede parecer una proclama triunfalista, al modo en que los humanos rendimos homenaje a los ganadores, a los que tienen el poder, y que tantas veces obedece a un movimiento arribista y un tanto especulador. Hay quienes por ideología se pueden sentir violentos ante algunos términos con los que invocamos a Jesucristo. A quien le es grato tratar con Jesús como con un amigo, como compañero de camino y humano, le puede violentar el tratamiento de Señor y de Rey aplicado al Nazareno. Ante la revelación bíblica, que nos muestra a Jesucristo como Rey del universo, no debemos interpretar esta denominación real con los parámetros políticos y protocolarios humanos, sino desde las mismas Sagradas Escrituras.

Es verdad, y nos da alegría, la afirmación de que “el Señor reina, vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder” (Sal 92). A la vez, también es verdad que el momento en el que Jesús acepta ser proclamado rey es justamente el momento en el que es juzgado ante Pilato, quien manda poner sobre la Cruz: “Este es el Rey de los judíos”.

Así describe el Evangelio la escena: “Pilato le dijo: -«Conque, ¿tú eres rey?» Jesús le contestó: -«Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz»” (Jn 18, 37). En Cristo se cumplen las profecías: “Vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán (Dn 7, 14).

La fiesta de hoy, desde la enseñanza teresiana, nos invita a tratar a Jesús con consideración, por más que Él ha pasado por este mundo como un hombre cualquiera, y ha tomado la condición de esclavo. “Jesucristo es el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra” (Ap 1,5). Jesucristo es el príncipe de la Paz, el Rey de Reyes, y a su nombre doblan la rodilla los cielos y la tierra, y hasta los abismos. Él es el Señor del universo. A Él la gloria, y el honor por los siglos de los siglos.

Santa Teresa de Jesús no tiene reparo en tratar a Jesucristo como Hombre, y así se lo representaba siempre ella, pero a la vez lo considera como a su Rey y Señor, el primero en el padecer, por lo que ella enseña: “¡Oh Hijo del Padre Eterno, Jesucristo, Señor nuestro, Rey verdadero de todo! ¿Qué dejasteis en el mundo? ¿Qué pudimos heredar de Vos vuestros descendientes? ¿Qué poseísteis, Señor mío, sino trabajos y dolores y deshonras, y aun no tuvisteis sino un madero en que pasar el trabajoso trago de la muerte? En fin, Dios mío, que los que quisiéremos ser vuestros hijos verdaderos y no renunciar la herencia, no nos conviene huir del padecer. Vuestras armas son cinco llagas” (Fundaciones 10, 11).

El Papa, hoy en el Angelus

El Papa pide oraciones para el viaje que el miércoles le llevará a Kenia, Uganda y Centroáfrica
Francisco: "Los reinos a veces se rigen con prepotencias, opresiones... El de Cristo es un reino de justicia, amor y paz"
"La lógica del Evangelio se basa en la humildad y la gratuidad", subraya en el Angelus

Jesús Bastante, 22 de noviembre de 2015 a las 12:16

Frente a las laceraciones del mundo y las heridas en las carnes de los hombres", es preciso "imitar a Jesús haciendo presente su reino con gestos de ternura, de confianza y misericordia"

(Jesús Bastante).- No hubo terror a los atentados. El Angelus de la festividad de Cristo Rey congregó, en torno a la ventana del palacio apostólico, a decenas de miles de peregrinos en una mañana gélida pero soleada, amenizada por decenas de músicos, y con la mirada puesta en el viaje a África, que arrancará este miércoles. En ella, Francisco animó a los fieles a construir el reino de Cristo "en este mundo", un reino basado en"la lógica del Evangelio", que "se basa en la humildad y en la gratuidad".

"Jesús se presenta a Pilato como rey de un reino que no es de este mundo. Esto no significa que Cristo sea rey de otro mundo, sino que es rey de otra manera, pero es rey en este mundo", subrayó el Papa, quien abundó en la "contraposición entre dos lógicas: la lógica mundana, que se basa en la ambición y la competición, y combate con las armas del miedo y la manipulación de las conciencias; la lógica del Evangelio, la lógica de Jesús, en cambio, se basa en la humildad y en la gratuidad. Se afirma silenciosamente, pero de forma eficaz, con la fuerza de la verdad".

"Los reinos a veces se rigen con prepotencias, rivalidades, opresiones", apuntó. Sin embargo, "el reino de Cristo es un reino de justicia, de amor y de paz". "Jesús se ha revelado rey, ¿cuándo? En la cruz", lo que para muchos puede ser "un fracaso". Pero "en el fracaso de la cruz, se ve el triunfo del amor. En el amor gratuito que nos da Jesús". "Hablar de fuerza para el cristiano significa hacer referencia a la fuerza de la cruz y del amor de Jesús, un amor que permanece firme. También frente al rechazo. Una vida gastada en la total ofrenda de sí por el bien de la humanidad". El Papa puso el ejemplo de Jesús en el calvario, cuando todos se burlaban de él y le decían que se salvase a sí mismo.

"Pero paradójicamente la verdad de Jesús es aquella que le echaban en cara sus adversarios. No se puede salvar a sí mismo. Si Jesús hubiera descendido de la cruz habría cedido a la tentación del príncipe de este mundo".

"Jesús ha dado la vida por el mundo, es verdad, pero ha dado su vida por cada uno de nosotros", proclamó Bergoglio. "Cada uno de nosotros puede decir en su corazón: Ha dado su vida por mí. Para poder salvar a cada uno de nosotros de nuestros pecados. Esto, ¿quién lo ha comprendido? Uno de los dos malhechores, el buen ladrón, que le suplica que se acuerde de él cuando entre en su reino". El buen ladrón, que "era un delincuente, un corrupto, un condenado a muerte por sus brutalidades. Pero ha mirado la actitud de Jesús, en la mansedumbre de Jesús, el amor. Y esta es la fuerza del reino de Cristo: el amor. Por esto, la realeza de Jesús no nos oprime, sino que nos libera de nuestras debilidades y miserias, animándonos a recorrer los caminos del bien la reconciliación y el perdón". Por ello, el Papa animó a que "miremos a la cruz de Jesús, miremos al buen ladrón, y digamos todos juntos lo que ha dicho: 'Acuérdate de mí cuando entres en tu reino'. No te olvides de mí.". Y es que "frente a las laceraciones del mundo y las heridas en las carnes de los hombres", es preciso "imitar a Jesús haciendo presente su reino con gestos de ternura, de confianza y misericordia". En los saludos posteriores, el Papa recordó la beatificación de los mártires capuchinos, celebrada ayer en Barcelona. "Desgraciadamente, todavía hoy, son perseguidos a causa de la fe en Cristo en distintos lugares del mundo", añadió el Papa, quien concluyó pidiendo a los fieles "que recéis para que este viaje sea para todos estos queridos hermanos, y también para mí, un signo de acercamiento y amor. Pidamos juntos a la virgen que bendiga estas queridas tierras para que allí exista la paz y la prosperidad".



Texto del Angelus:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este último domingo del año litúrgico, celebramos la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo. Y el Evangelio de hoy nos hace contemplar a Jesús mientras se presenta ante Pilatos como rey de un reino que «no es de este mundo» (Jn 18,36). Esto no significa que Cristo sea rey de otro mundo, sino que es rey en otro modo. Se trata de una contraposición entre dos lógicas. La lógica mundana se apoya en la ambición y en la competición, combate con las armas del miedo, del chantaje y de la manipulación de las conciencias. La lógica evangélica, aquella de Jesús, en cambio se expresa en la humildad y en la gratuidad, se afirma silenciosamente pero eficazmente con la fuerza de la verdad. Los reinos de este mundo a veces se sostienen con la prepotencia, rivalidad, opresión; el reino de Cristo es un «reino de justicia, de amor y de paz» (Prefacio).

¡Jesús se ha revelado rey en el evento de la Cruz! Quien mira la Cruz de Cristo no puede no ver la sorprendente gratuidad del amor. Hablar de potencia y de fuerza, para el cristiano, significa hacer referencia a la potencia de la Cruz y a la fuerza del amor de Jesús: un amor que permanece firme e íntegro, incluso ante el rechazo, y que se presenta como el cumplimiento de una vida donada en la total entrega de sí en favor de la humanidad.

En el Calvario, los presentes y los jefes se burlan de Jesús clavado en la cruz, y le lanzan el desafío: «¡Sálvate a ti mismo bajando de la cruz!» (Mc 15,30). Pero paradójicamente la verdad de Jesús es aquella que en forma de ironía le lanzan sus adversarios: «¡No puede salvarse a sí mismo!» (v. 31). Si Jesús habría bajado de la cruz, habría cedido a las tentaciones del príncipe de este mundo; en cambio Él no puede salvar a sí mismo justamente para poder salvar a los demás, para poder salvar a cada uno de nosotros de nuestros pecados.

Esto lo entiende uno de los dos ladrones que son crucificados con Él, llamado el “buen ladrón”, que Le suplica: «Jesús, acuérdate de mí cuando entraras a tu reino» (Lc 23,42). La fuerza del reino de Cristo es el amor: por esto la majestad de Jesús no nos oprime, sino nos libera de nuestras debilidades y miserias, animándonos a recorrer los caminos del bien, de la reconciliación y del perdón. Cristo es un rey que no nos domina, no nos trata como súbditos, sino nos eleva a su misma dignidad. Jesús nos hace reinar junto a Él , porque, como dice el Libro del Apocalipsis, «ha hecho de nosotros un reino, sacerdotes para su Dios y Padre» (1,6). Pero reinar como Él significa servir a Dios y a los hermanos; un servicio que surge del amor. Servir por amor es reinar: esta es la majestad de Jesús.

Ante tantas laceraciones en el mundo y tantas heridas en la carne de los hombres, pidamos a la Virgen María sostenernos en nuestro compromiso de imitar a Jesús, nuestro rey, haciendo presente su reino con gestos de ternura, de comprensión y de misericordia.

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