“Estando todavía lejos, su padre le vio venir”
- 06 Marzo 2016
- 06 Marzo 2016
- 06 Marzo 2016
El otro hijo
Sin duda, la parábola más cautivadora de Jesús es la del «padre bueno», mal llamada «parábola del hijo pródigo». Precisamente este «hijo menor» ha atraído siempre la atención de comentaristas y predicadores. Su vuelta al hogar y la acogida increíble del padre han conmovido a todas las generaciones cristianas.
Sin embargo, la parábola habla también del «hijo mayor», un hombre que permanece junto a su padre, sin imitar la vida desordenada de su hermano, lejos del hogar. Cuando le informan de la fiesta organizada por su padre para acoger al hijo perdido, queda desconcertado. El retorno del hermano no le produce alegría, como a su padre, sino rabia: «se indignó y se negaba a entrar» en la fiesta. Nunca se había marchado de casa, pero ahora se siente como un extraño entre los suyos.
El padre sale a invitarlo con el mismo cariño con que ha acogido a su hermano. No le grita ni le da órdenes. Con amor humilde «trata de persuadirlo» para que entre en la fiesta de la acogida. Es entonces cuando el hijo explota dejando al descubierto todo su resentimiento. Ha pasado toda su vida cumpliendo órdenes del padre, pero no ha aprendido a amar como ama él. Ahora solo sabe exigir sus derechos y denigrar a su hermano.
Esta es la tragedia del hijo mayor. Nunca se ha marchado de casa, pero su corazón ha estado siempre lejos. Sabe cumplir mandamientos pero no sabe amar. No entiende el amor de su padre a aquel hijo perdido. Él no acoge ni perdona, no quiere saber nada con su hermano. Jesús termina su parábola sin satisfacer nuestra curiosidad: ¿entró en la fiesta o se quedó fuera?
Envueltos en la crisis religiosa de la sociedad moderna, nos hemos habituado a hablar de creyentes e increyentes, de practicantes y de alejados, de matrimonios bendecidos por la Iglesia y de parejas en situación irregular... Mientras nosotros seguimos clasificando a sus hijos, Dios nos sigue esperando a todos, pues no es propiedad de los buenos ni de los practicantes. Es Padre de todos.
El «hijo mayor» es una interpelación para quienes creemos vivir junto a él. ¿Qué estamos haciendo quienes no hemos abandonado la Iglesia? ¿Asegurar nuestra supervivencia religiosa observando lo mejor posible lo prescrito, o ser testigos del amor grande de Dios a todos sus hijos e hijas? ¿Estamos construyendo comunidades abiertas que saben comprender, acoger y acompañar a quienes buscan a Dios entre dudas e interrogantes? ¿Levantamos barreras o tendemos puentes? ¿Les ofrecemos amistad o los miramos con recelo?
José Antonio Pagola
4 Cuaresma - C
(Lucas 15,1-3.11-32)
06 de marzo 2016
TIEMPO DE CUARESMA
AÑO DE LA MISERICORDIA
“Quienes anunciaron la verdad y fueron ministros de la gracia divina; cuantos desde el comienzo hasta nosotros trataron de explicar en sus respectivos tiempos la voluntad salvífica de Dios hacia nosotros, dicen que nada hay tan querido ni tan estimado de Dios como el que los hombres, con una verdadera penitencia, se conviertan a él. (…) Consideró como padre excelente a aquel hombre que esperaba el regreso de su hijo pródigo, al que abrazó porque volvía con disposición de penitencia, y al que agasajó con amor paterno, sin pensar en reprocharle nada de todo lo que antes había cometido” (San Máximo el Confesor).
IV DOMINGO DE CUARESMA. La Piedad de Dios
(Jos 5, 9a. 10-12; Sal 33; 2 Cor 5, 17-21; Lc 15, 1-3. 11-32)
¿Quién no conoce alguna representación del pasaje evangélico que narra el retorno a casa del hijo menor? Se ha convertido en el icono de la misericordia y de la conversión. Y la revelación del amor entrañable de Dios.
Texto bíblico: "Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros." Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. (Lc 15, 20)
Francisco, se refiere al texto evangélico, cuando comenta: “La parábola ofrece una profunda enseñanza a cada uno de nosotros. Jesús afirma que la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos. Así entonces, estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia. El perdón de las ofensas deviene la expresión más evidente del amor misericordioso y para nosotros cristianos es un imperativo del que no podemos prescindir” (MV 9).
Pensamiento: Desde las parábolas del Evangelio de San Lucas, no hay excusa para no volver al abrazo entrañable de la misericordia. Nadie podrá decir a mí no me alcanza el abrazo de Dios, su perdón.
ORACIÓN: «No insistas en que te abandone y me separe de ti, porque donde tú vayas, yo iré, donde habites, habitaré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios” (Rut 1, 16).
PROPUESTA. Vuelve al Señor, no te justifiques nunca en tu debilidad. Él es más que tu posible pecado y se conmueve cuando nos reconocemos menesterosos.
Evangelio según San Lucas 15,1-3.11-32.
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos". Jesús les dijo entonces esta parábola:
Jesús dijo también: "Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: 'Padre, dame la parte de herencia que me corresponde'. Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: '¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros'. Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: 'Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo'. Pero el padre dijo a sus servidores: 'Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado'. Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso. El le respondió: 'Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo'. El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: 'Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!'. Pero el padre le dijo: 'Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado'".
Santa Coleta
Virgen (1380-1447) Hija única. Su padre fue un carpintero de Corbie, en la Picardía, que en agradecimiento a san Nicolás por haberle dado la niña tan deseada, esperada y que parecía que no iba a llegar nunca, le puso por nombre Nicolette. Quedó huérfana a los dieciocho años. La mitad de su vida transcurrió durante el Cisma de Occidente (1378-1417), donde se simultaneaban papas y antipapas a granel; hasta tres papas llegó a tener la Iglesia, uno en Roma, otro en Avignón y otro en Pisa. Coleta, que como la gran mayoría de los franceses, aceptaba la obediencia al papa de Avignón, tomó en el mismo año tres hábitos distintos por la entrada en tres monasterios diferentes. Tal como entró salió en las beguinas de Amiens, en las benedictinas de Corbie y en las clarisas "suaves" o mitigadas en su rigor primitivo por bula de Urbano IV (muerto en 1264) y por ello llamadas "urbanistas"; todos los monasterios le parecían demasiado cómodos y relajados; todos los ella conoció habían perdido el rigor primitivo. Ciertamente los males eran muy grandes en la Iglesia. Por fin recaló en la Tercera Orden de san Francisco, sin vida en común. Decidió enclaustrarse ella misma, haciendo que le tapiaran entre dos contrafuertes de la iglesia de Nuestra Señora de Corbie; allí tenía la suerte de no tener nada, de poder emplear el día y la noche en oración contemplativa y dedicarse a las penitencias que el espíritu le sugería. Vivía reclusa, vestida con su hábito, y consiguió hacer de aquel espacio su celda particular desde la que podía asistir a la misa diaria y recibir a Jesús Sacramentado.
Por cuatro años llevó aquella vida solitaria y penitente, ayunando toda la Cuaresma a pan agua y repitiendo en alguna que otra temporada la misma pauta; con poco sueño y mala cama, si es que puede recibir este nombre el manojo de sarmientos desparramados por el suelo y que le servían para estirar sus huesos. En esas circunstancias tuvo éxtasis en los que le parecía contemplar el lastimoso estado de las personas consagradas a Dios, que habían perdido el fervor de la primera caridad. Lágrimas y más penitencia para expiar. Tuvo visiones de la Virgen, de san Francisco y santa Clara que le pedían dedicase su tiempo y fuerzas a reformar la Orden franciscana; pero como se veía a sí misma como la criatura más tosca, vil y torpe para tamaña empresa, no se atrevió a hacer nada hasta que recibió la prueba de lo que desde el Cielo se le pedía.
Animada por fray Enrique de la Beaume y ayudada por la Sra. De Brisay, se trasladó de Niza a Provenza para entrevistarse con Benedicto XIII, en Avignón.
Tiene veinticinco años. Asombrado quedó el papa con las propuestas de Coleta; autorizó la reforma para todas aquellas monjas que quisieran aceptarla y la autorizó para fundar nuevos conventos; aprobó con todas sus bendiciones el propósito de Colette, vistiéndole él mismo el hábito de la Orden Franciscana, otorgándole el velo y el cíngulo, y nombrándola abadesa y superiora general tanto de los conventos que reformase como de los que fundase. Toda Francia se puso en su contra: los seglares, los religiosos y los mismos prelados consideraron aquella aventura poco menos que imposible. Las monjas la juzgaron como amotinada, orgullosa, hipócrita e ilusa. Tuvo que retirarse a Saboya por la persecución; después pasó a Borgoña. Gracias a su perseverancia se consiguió aquel imposible por la cantidad de sinsabores, humillaciones, mortificación y trabajo que debió padecer para sacar la reforma adelante. La peste ayudó un poco también, llevándose por delante con sus estragos a las que mostraron mayor resistencia a la reforma. El primer convento que aceptó la vuelta al primitivo espíritu fue el de Besanzon; luego se corrió el buen deseo por toda centro Europa y dejó atrás a los Pirineos, cuando pasó a España. Murió Coleta, después de recibir fervorosamente los sacramentos, en Gante (Bélgica), el día 6 de marzo de 1447, con sesenta y seis años de edad, después de haber sido adornada con los dones de profecía y milagros. Ella misma fundó dieciocho nuevos conventos llamados de las Clarisas Pobres, las descalzas, que viven en alegría el espíritu de Coleta.
Oremos
Tú, Señor, que concediste a Santa Coleta el don de imitar con fidelidad a Cristo pobre y humilde, concédenos también a nosotros, por intercesión de esta santa, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra vocación, tendamos hacia la perfección que nos propones en la persona de tu Hijo. Que vive y reina contigo.
San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia
Homilías sobre los salmos, Sl 138, 5-6; CCL 40, 1992-1993
“Estando todavía lejos, su padre le vio venir”
“De lejos penetras mis pensamientos, distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares” (Sl 138, 2-3). Cuando todavía soy un viajero, antes de llegar a la patria, has comprendido mis pensamientos. Soñar al hijo pequeño, marchado lejos… El mayor no se había marchado lejos, trabajaba en el campo y era símbolo de los santos que, bajo la Ley, observaban las prácticas y preceptos de la Ley.
Así el género humano, que se había extraviado dando culto a los ídolos, había “marchado lejos”. En efecto, nada está tan lejos de aquél que te ha creado que esta imagen modelada por ti mismo, para ti. El hijo menor marchó, pues, a un país lejano llevándose consigo la parte de herencia que le pertenecía y, tal como nos lo dice el Evangelio, la malgastó… Después de tantas desgracias y desalientos, de pruebas y sin nada, se acordó de su padre y quiso regresar donde estaba él. Se dijo: “Me pondré en camino adonde está mi padre…” Pero aquél que había abandonado ¿no está en todas partes? Por eso en el Evangelio el Señor nos dice que su padre “echando a correr se le echó al cuello”. Es cierto, porque “de lejos había penetrado sus pensamientos, todas sus sendas le son familiares”. ¿Cuáles, sino los malos caminos que había seguido para abandonar a su padre, como si pudiera esconderse a su mirada que le llamaba, o como si la miseria abrumadora que le hizo llegar hasta guardar puercos no fuera ya el castigo que su padre le impuso en su alejamiento con el fin de recibirlo a su regreso?...
Dios castiga severamente nuestras pasiones, donde sea que vayamos, por mucho que nos alejemos de él. Así pues, como a un fugitivo a quien se detiene, el hijo dice: “Distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares”. Mis sendas, por largas que sean, no han podido alejarme de tu mirada. Había andado mucho, pero tú estabas allí donde llegué. Incluso antes de que entrara, incluso antes de que empezara a caminar, tú conociste mi senda por adelantado. Y permitiste que siguiera mis caminos con dolor para que, si no quería sufrir más, hiciera mi camino de regreso a ti… Confieso mi culpa ante ti: he seguido mi propio camino, me alejé de ti; te abandoné siendo así que contigo estaba bien; y, si ha sido doloroso para mí el haber estado sin ti, ha sido para mi bien. Porque si me hubiera encontrado bien sin ti, posiblemente no hubiera querido regresar a ti.
Calendario de Fiestas Marianas: Nuestra Señora de Nazaret, Pierre Noire, Portugal (1150)
San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia
Homilías sobre los salmos, Sl 138, 5-6; CCL 40, 1992-1993
Un Padre con corazón de madre
Lucas 15, 1-3, 11-32. 4o.Domingo Cuaresma Ciclo C. ¿Quién no se atreverá a volver a los brazos de un Padre infinitamente bueno y misericordioso como nuestro Dios?
Oración introductoria
Señor, no merezco tu misericordia porque no he sabido corresponder. La tentación y mi debilidad me llevan a actuar como los hijos de esta parábola. Sé, creo y confío en que Tú estás aguardando este momento de oración para obsequiarme tu gracia, permite que sepa acogerla y aprovecharla para poder crecer en el amor.
Petición
Señor, ayúdame a volver a Ti cada día, como lo hizo el hijo pródigo.
Meditación del Papa Francisco
La llamada de Jesús nos impulsa a cada uno de nosotros a no detenerse jamás en la superficie de las cosas, sobre todo cuando estamos ante una persona. Estamos llamados a mirar más allá, a centrarnos en el corazón para ver de cuánta generosidad es capaz cada uno.
Nadie puede ser excluido de la misericordia de Dios. Todos conocen el camino para acceder a ella y la Iglesia es la casa que acoge a todos y no rechaza a nadie. Sus puertas permanecen abiertas de par en par, para que quienes son tocados por la gracia puedan encontrar la certeza del perdón.
Cuanto más grande es el pecado, mayor debe ser el amor que la Iglesia expresa hacia quienes se convierten. ¡Con cuánto amor nos mira Jesús! ¡Con cuánto amor cura nuestro corazón pecador! Jamás se asusta de nuestros pecados.
Pensemos en el hijo pródigo que, cuando decidió volver al padre, pensaba hacerle un discurso, pero el padre no lo dejó hablar, lo abrazó (cf. Lc 15, 17-24). Así es Jesús con nosotros. “Padre, tengo muchos pecados...”. —“Pero Él estará contento si tú vas: ¡te abrazará con mucho amor! No tengas miedo”. (Homilía de S.S. Francisco, 13 de marzo de 2015).
Reflexión
Nos encontramos ante una de las parábolas más bellas y conmovedoras que brotaron de los labios de Jesús. Me gusta imaginar a los discípulos escuchando a nuestro Señor esta hermosa historia, y mirar sus reacciones, los gestos de su rostro, medir el tamaño de su admiración. Estoy seguro de que les habrá impactado enormemente. Yo recuerdo que, cuando era todavía muy niño, me encantaba escucharla.
Un autor espiritual contemporáneo, Henri Nouwen, escribió el año 1994 un libro estupendo, titulado "El regreso del hijo pródigo". Es de carácter autobiográfico y nos narra la profunda reacción interior que suscitó en él la contemplación de un cuadro de Rembrandt, que inmortaliza el instante en que aquel hijo pródigo, con los vestidos y el corazón hechos harapos, llega a la casa paterna, se postra ante su padre y recibe aquel maravilloso abrazo de perdón. El cuadro es sumamente expresivo y habla por sí solo. Es impresionante el rostro profundamente conmovido del anciano padre, la ternura inmensa con que lo acoge y la postración del hijo que, quebrantado y arrepentido, se reconcilia con él. Mientras tanto, el hermano mayor, de pie, soberbiamente erguido, a una cierta distancia, observa con mirada crítica, dura y altanera la escena del encuentro. Él, ciertamente, no está de acuerdo con lo que hace el padre, lo juzga en su interior y no acepta ese comportamiento. En este libro, el autor nos abre la intimidad de su alma, nos describe su propia experiencia de conversión y su itinerario espiritual hacia Dios. Vale la pena leerlo.
Muchos Santos Padres, teólogos, exegetas y autores espirituales han comentado este pasaje a lo largo de la historia, y han sacado de él abundantísimas lecciones para su propia vida y para enseñanza de los cristianos. Sería interesante detenernos a comentarlo detalle por detalle, pero no nos es posible ahora. Esta meditación podría ser objeto de unos ejercicios espirituales.
Georges Chevrot, al fijar su mirada en los hijos de la parábola, escribe: "Yo me preguntaría a cuál de los dos hijos nos gustaría parecernos. El uno no había sabido guardar su alma; el otro no había sabido entregar su corazón. Ambos han contristado a su padre; ambos se han mostrado duros con él; ambos han ignorado su bondad. El uno por su desobediencia, el otro a pesar de su obediencia.
¿A cuál nos gustaría parecernos? ¿Al disipador? ¿Al calculador? No hay en la parábola un tercer hijo al que pudiéramos referirnos y, por lo tanto, nos vemos obligados a convenir en que somos el uno o el otro… O tal vez el uno y el otro".
Si somos sinceros con nosotros mismos, tenemos que vernos retratados en la parábola. Y casi siempre nos ponemos en el papel del hijo menor: el ingrato, el pecador, el que se marcha de la casa del padre y, después de gastar toda la herencia y vivir disolutamente, vuelve al padre, con el alma hecha pedazos, a pedirle de rodillas perdón.
Pero tal vez nunca nos hemos visto reflejados también en la figura del hijo mayor: el hijo soberbio, orgulloso, altanero, frío e inmisericorde. Ese hijo tiene el corazón de piedra, y ni la bondad del padre es capaz de romper tanta dureza. Vive en la casa del padre, pero no ama al padre; tolera su señorío y más parece un esclavo, un jornalero a la fuerza que un verdadero hijo. Lo critica en su interior y se convierte en un juez implacable; no condivide con el padre lo que él más ama y se muestra envidioso de su bondad y de su generosidad. Se siente injustamente tratado y mal pagado, y se queja amargamente con aquella dura recrimación que, sin duda, contrista hondamente el corazón de su padre: "Mira, en tantos años como te sirvo, nunca me has dado un cabrito para comerlo con mis amigos"... Y luego le echa en cara la liberalidad con que acoge al hijo, repudiándolo él como hermano: "y cuando regresa ese hijo tuyo, le matas el ternero cebado".
Ya no lo considera su hermano -tal vez nunca lo ha considerado así- y, con esto, está diciéndole al padre que no era realmente su padre, puesto que su hermano no era realmente su hermano. Se siente ofendido por la "injusticia" del padre hacia él.
Pero lo más hermoso de la historia es el comportamiento maravilloso del padre. No sólo no impide que el hijo menor se marche de casa, sino que le da, sin protestar, toda la herencia que le corresponde. ¿Qué padre hace eso y se humilla ante una petición insensata y caprichosa de un hijo? Cualquiera de nosotros le hubiera dado un buen bofetón a ese hijo por tamaña insolencia. Y el padre de la parábola no. Le da la herencia y, en vez de maldecirlo, amenazarlo y romper con él –como habría hecho cualquier padre de la tierra- éste vive esperando el día del retorno de aquel hijo ingrato. Sabía que volvería, porque no podría vivir fuera de casa. Y el padre lo espera y se sube a la azotea del palacio todos los días a ver si su hijo volvía. ¡Qué locura de amor, de piedad, de compasión y de misericordia!
Bruno Maggioni, un escriturista contemporáneo, ha publicado recientemente un libro muy sugestivo, titulado: "Un padre con un corazón de madre". Y es un bello comentario a esta parábola de nuestro Señor. El protagonista de la historia no es el hijo pródigo, sino el Padre de las misericordias.
¡Qué gran fiesta organiza cuando el hijo, por fin, llega de nuevo a casa! Cuando lo ve venir, todavía a lo lejos, se lanza a correr desde la azotea del palacio y le sale al encuentro con los brazos abiertos, se echa a su cuello con inmensa ternura y lo cubre de besos. Y enseguida comienza a dar órdenes de fiesta: "Pronto, sacad enseguida el mejor traje y vestídselo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies". Lo primero que hace es restablecerle en su antigua dignidad de hijo del rey. El vestido lo eleva a la condición de huésped de honor; el anillo es el signo de plenos poderes y las sandalias de su categoría de hombre libre. Y continúa: "Traed el ternero cebado y matadle, y celebremos un banquete". ¡Que venga la música y comience el baile!
Es admirable el inmenso poder de la ternura: destruye lo pasado, regenera, da nueva vida. El hijo aquel venía a la casa del padre con la intención de ser un esclavo más, y se ve elevado a la categoría de hijo predilecto, con plenos poderes, y restituida toda su dignidad. Si nosotros hubiéramos tenido que inventar una parábola para hablar de la bondad de Dios y para contar cómo perdona Él, seguramente hubiésemos sido mucho más cautos. Pero el amor de Dios es un amor sin límites, un amor infinito, una ternura que desborda las barreras de lo imaginable. ¡Éste es el Dios Padre, que nos sigue invitando a la conversión en esta Cuaresma! "Conversión" significa, precisamente, "volver a Dios", como el hijo pródigo; o volver con todo el corazón al Padre, como el hijo mayor, aunque nunca nos hayamos marchado de la casa fisicamente, pero sí con el corazón. ¿Quién no se atreverá a volver a los brazos de un Padre tan infinitamente bueno y misericordioso como nuestro Dios?
Propósito
Conocer la vida de san José, o iniciar una novena para preparar su fiesta, por ser un modelo de esposo y padre.
Diálogo con Cristo
Gracias, Señor, por esta oración, por este domingo en que deseo ardientemente contemplar y apreciar tu misericordia para dejarme transformar por tu amor, imitando la docilidad de san José quién siempre supo escuchar y cumplir tu voluntad. Permite que sepa aprovechar este día para «volver» y rectificar el mal que he podido hacer.
¿Es posible tener hambre y sed y sentirse feliz?
Dios ha metido esa hambre en nuestro ser para hacernos entender que tenemos un destino eterno
Sería muy interesante examinar a la luz de la psicología moderna algunas expresiones de los salmos de la Biblia. Por ejemplo, éstas:
¡Oh Dios, mi alma está sedienta de ti! Mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, árida, sin agua...
Como brama el ciervo sediento por la fuente de agua, así, Dios mío, clama por ti el alma mía. Porque mi alma está sedienta del Dios fuerte y vivo. ¿Cuándo llegará el día en que me presente ante la cara del Dios vivo?...
Mi alma suspira y sufre ansiando estar en los atrios del Señor...
Y podríamos citar muchos más.
Esto, para preguntarnos: ¿Es posible tener hambre y sed y sentirse feliz? Porque estos mismos salmistas que así se sienten llenos de hambre y de sed, exclaman felices, como uno de ellos:
Se inundan de gozo mi alma y mi cuerpo contemplando al Dios vivo. Porque vale más un día sólo en los atrios de tu templo que mil días fuera de tu casa, mi Dios...
¿Es posible esto? Sí; porque al mismo tiempo que se tiene hambre y sed, se tiene qué comer y qué beber. La tragedia sería tener hambre y sed, y no tener nada que llevarse al paladar. Y al revés, tener delante un banquete espléndido y sentirse inapetente total, sin ganas de nada.
A un multimillonario le hicieron esta pregunta: "Usted es feliz del todo, ¿no es así? Porque lo tiene todo". La respuesta no puso ser más triste: "Están ustedes equivocados. Me falta una cosa que me tiene fastidiado: ¡no tengo HAMBRE!"
Y otro caso paralelo. El gran industrial alemán, fundador de la fábrica de cañones que hicieron retemblar a Europa en dos guerras mundiales, vivió sus últimos años con una dolencia estomacal incurable. Al ver merendar a un obrero, que comía feliz a dos carrillos, dijo con no disimulada envidia: Daría medio millón para comer un bocadillo con apetito semejante.
Esto es una realidad muy cierta. El hambriento es mucho más feliz con un trozo de pan y un plato de arroz seco devorado con avidez, aunque dentro de un rato vuelva a tener el hambre de siempre, que el sentado ante la mesa espléndida de un banquete de gala, pero con falta total de apetito.
Por eso, nos preguntamos: ¿Estamos satisfechos de la vida?...
Algunos, sí; la mayoría, no. Porque nos faltan muchas cosas, y quisiéramos tenerlo todo. Sólo cuando tuviéramos ese todo soñado, sólo entonces así lo pensamos seríamos felices de verdad. Pero, al pensar así, también nos engañamos todos, los que lo tienen todo y los que piensan tenerlo algún día. Porque esa hambre de felicidad es precisamente una señal inequívoca de que aquí no seremos nunca felices del todo.
Dios ha metido esa hambre en nuestro ser para hacernos entender que tenemos un destino eterno, y que sólo un ser eterno e infinito podrá dejarnos enteramente satisfechos. Es la bienaventuranza que proclama Jesús: ¡Dichosos los pobres, dichosos los que tenéis hambre, porque un día quedaréis hartos y serán colmados todos vuestros deseos!
Aquel pastor protestante se convirtió al catolicismo y armó una tremenda revolución entre los suyos. Al enterarse su padre, le mandó una respuesta terrible: con una carta le maldecía y le desheredaba de todo bien familiar. Preguntado si en esta situación era feliz o no, respondió: "¡Oh, si pudiese dar a mi padre una parte de mi dicha y de mi paz!"
Ninguna cosa y ningún bien terreno le importaban ya nada, ahora que se sentía lleno de Dios. Esta ansia de Dios la sentimos todos en particular y la siente el mundo entero. Ninguna cosa de aquí nos llena plenamente por más que se disfrute. El apóstol San Pablo nos describe cómo estamos con todas las criaturas suspirando de lo íntimo del corazón, anhelando la liberación de nuestro cuerpo, para vernos metidos definitivamente el Dios...
No sabemos si la psicología se explica el misterio. Pero lo vivimos todos muy bien: tenemos hambre y sed de Dios, y estamos felices, aunque poseamos a Dios sólo en las sombras de la fe. El creyente es una persona feliz de verdad. Se siente metido en Dios y pendiente de su providencia amorosa. Se pone a orar, y está convencido de que habla con Dios, al que trata con intimidad. Y cuanto más trata con Dios, más ansias siente de Dios.
Además, está seguro de que este mismo trato que ahora tiene con Dios, por intenso y dichoso que sea, es sólo un anticipo de lo que le espera después. El convencimiento de la vida eterna que ya se acerca es el colmo de todas sus ilusiones y de sus esperanzas, que no van a quedar fallidas.
Poseer el mundo entero, sin tener a Dios, es la mayor desgracia y la pobreza suma. Tener a Dios, aunque nos falte todo, es la mayor suerte y la riqueza colmada. Es lo que nos dijo, con versos mil veces repetidos, nuestra incomparable Teresa de Jesús: Quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta...
7 consejos ante la muerte de un ser querido
Las dos verdades absolutamente ciertas de la vida son nuestra existencia y lo inevitable de nuestra muerte. Todos los hombres mueren, pero no todos viven.
“Ven, siervo bueno y fiel; entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25, 21)
Ricardo Ruvalcaba, L.C.
1. La muerte es un momento de dolor donde sólo la fe puede iluminar de esperanza ese momento de tristeza. La muerte duele porque es un parto al cielo. Cuando muera un ser querido piensa si existía un “derecho” para retenerlo aquí y si era más tuyo que de Dios. Mira si no es egoísmo querer privarle de lo que ahora tiene: la felicidad eterna. ¿Estás seguro de que más tarde se iba a salvar…?
2. ¿Qué es la muerte? La muerte no tiene la última palabra: la vida no termina, se transforma. Los hombres que contemplan el sepulcro de Jesucristo viven en la esperanza de la Resurrección. La muerte nos revela lo que el hombre es: “polvo, ceniza, nada”. Quien muere deja una luz y alcanza otra. La muerte es el paso a la eternidad. La muerte es fin e inicio. Morir en gracia de Dios significa conquistar la cumbre, la meta, el abrazo eterno del Padre. San Francisco cantó: “Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay, si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!”.
3. ¿Es mejor vivir o morir? “Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Pero si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger... Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor...” (Flp 1, 21-23). La felicidad del hombre consiste en amar y ser amado. Cuando un alma parte a la casa del Padre ahí es amada por Dios y ama a Dios. Un día el hombre dejará de sonreír, de caminar y de cantar… pero nunca dejará de amar. En vez de recibir la muerte con lágrimas, deberíamos recibirla con una sonrisa porque nos conduce al encuentro, cara a cara, con nuestro Creador.
4. ¿Qué podemos aprender de la muerte? En la entrada de un cementerio español está escrito: “Hoy a mí, mañana a ti”. Lo capital para el hombre no es morir antes o después, sino bien o mal. San Agustín confesó: “Como es la vida, así es la muerte”. Ten presente que “Cuando un padre muere es como si no muriese, pues deja tras de sí –algunas veces- un hijo semejante a él”. (Si. 30, 4).
5. ¿Hay que temer la muerte? No, pero cuando se tiene miedo, por algo será… Opta por una muerte que te lleve al cielo. Que no te pase como aquel epitafio que decía: “Aquí yace un hombre que murió sin leer el libro que lo iba a salvar: la Biblia”. O aquel otro que decía: “He aquí un ateo que no tiene a dónde ir”. Hay que vivir de tal manera que si volviéramos a nacer elegiríamos seguir el mismo camino. Santa Teresa no temía la muerte, al contrario, ella decía: “Muero porque no muero”. Para desear la eternidad es necesario imaginar el abrazo del Padre.
6. ¿Por qué existe la muerte? Porque el hombre quiere ver a Dios y para verlo es necesario morir. El hombre surgido del polvo debe retornar al polvo y el alma surgida de Dios debe volver a Dios. Las dos verdades absolutamente ciertas de la vida son nuestra existencia y lo inevitable de nuestra muerte. Todos los hombres mueren, pero no todos viven. San Ambrosio predicó: “Es verdad que la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza, sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dio como un remedio (...). En efecto, la vida del hombre, condenada por culpa del pecado a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar un fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia (…) No debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación”.
7. ¿Por qué no sabemos el día que vamos a morir? Si supiéramos el día de nuestra muerte no viviríamos cada día con la misma intensidad. Nadie sabe ni cómo ni cuándo morirá. Nadie por más que se esfuerce puede añadir una hora al tiempo de su vida. La muerte es lo más cierto, pero el día es lo más incierto. No olvides que no es necesario ser viejo para morir. No vale la pena indagar el cómo, el cuándo ni el dónde moriré; pero sí vale estar preparado.
8. ¿Qué actitud debemos tomar ante la muerte de un ser amado? No rechazar a Dios porque nos lo ha quitado, sino agradecerle porque nos lo ha dado. “¿Conviene llorar a un muerto? Sí, pero no lamentarse cuando muere en aras de Dios”, como dijo un amigo. Dios es misericordioso y “la misericordia se siente superior al juicio” (St 2, 13) Porque “nuestra maldad es una gota que cae en el océano de la misericordia de Dios”. “Jesucristo crucificado está como un tapón entre la muerte y el infierno”. Dios es comprensivo porque sabe todo y saberlo todo es perdonarlo todo. Jesús nos enseñó: “Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso”. Mientras que el apóstol Santiago escribió: “Habrá un juicio sin misericordia para el que no tenga misericordia hacia los demás” (St 2, 13) Recuerda: para obtener misericordia para uno mismo, es necesario tener misericordia hacia los demás. “Al final de la vida sólo queda lo que hayamos hecho por Dios y los demás”.
El Papa Francisco, hoy en San Pedro
Francisco saluda la iniciativa de un corredor humanitario para los prófugos que llegan a Italia
El Papa, sobre las monjas asesinadas en Yemen: "Ellas son nuestros mártires de hoy, aunque no sean noticia"
"Dios nos deja libres, también ante nuestras equivocaciones, por el gran don de la libertad"
Jesús Bastante, 06 de marzo de 2016 a las 12:18
Finalmente, el Papa pidió a los fieles oraciones para él y para la Curia, que esta tarde comienzan sus ejercicios espirituales de Cuaresma
(Jesús Bastante/RV).- "Ellas son nuestros mártires de hoy, aunque no sean noticia.Entregan su sangre por la Iglesia". Visiblemente compungido, el Papa Francisco recordó al término del Angelus de hoy a lascuatro Misioneras de la Caridad asesinadas junto a otras personas en Aden (Yemen), donde asistían a los ancianos.
"Fueron víctimas del ataque los que les han asesinado, y también de la indiferencia, de la globalización de la indiferencia", denunció el Papa, quien pidió que "Madre Teresa acompañe en el paraíso a estas mártires de la caridad, e interceda por la paz y el sagrado respeto de la vida humana".
Como signo concreto del "empeño por la vida y por la paz", Francisco animó a continuar con la iniciativa de "corredor humanitario por los prófugos en Italia", un "proyecto piloto que une la solidaridad y la seguridad, que ayuda a personas que, huyendo de la guerra y la violencia", llegan al país transalpino.
"Se trata de niños enfermos, personas no válidas, viudas de guerra con sus hijos, ancianos...", subrayó el Papa, quien destacó que "se trata de una iniciativa ecuménica, sostenida por la comunidad de San Egidio, la federación de iglesias evangélicas italianas, la iglesia valdense y la metodista".
Un signo más de la misericordia de Dios, en este domingo en que el Evangelio habla de laparábola del hijo Pródigo. "Hoy sería maravilloso que cada uno de vosotros tomara el Evangelio y leyera el capítulo 15 del Evangelio de Lucas", apuntó Bergoglio.
El perdón y la esperanza estuvieron en el centro del mensaje del Papa Francisco en el cuarto domingo de Cuaresma, antes de haber rezado la oración del Ángelus ante miles de personas que le acompañaron en la Plaza de San Pedro. Reflexionando sobre la parábola del hijo prodigo, Francisco subrayó la gran tolerancia que se ve en este padre que da a su hijo la libertad de irse de casa a pesar de ser todavía inmaduro, y en este sentido explicó que lo mismo hace Dios con nosotros, "nos deja libres, también ante nuestras equivocaciones, porque creándonos ha hecho el gran don de la libertad. Es nuestra responsabilidad el hacer un buen uso".Francisco habló de la ternura y de la misericordia al analizar detalladamente el significado de esta parábola, y así recordó que Jesús ama a sus hijos inconmensurablemente. "Los errores que cometemos, también si son grandes, no dañan la fidelidad de su amor. En el sacramento de la Reconciliación podemos siempre de nuevo comenzar: Él nos acoge, nos da de nuevo la dignidad de hijos suyos".
El Obispo de Roma invitó a los fieles a pedir a la Virgen para que nos ayude a volver al Padre en este tiempo de Cuaresma, intensificar la conversión y rechazar cualquier compromiso del pecado. Finalmente, el Papa pidió a los fieles oraciones para él y para la Curia, que esta tarde comienzan sus ejercicios espirituales de Cuaresma.
El Papa en el ángelus: Dios nos ha hecho el gran regalo de la libertad
TEXTO COMPLETO. El Santo Padre reflexiona sobre la parábola del hijo pródigo. Expresa su cercanía a las Misioneras de la Caridad y aseguran que son los “mártires” de hoy
6 MARZO 2016
REDACCION EL PAPA FRANCISCO
(ZENIT – Ciudad del Vaticano). – El papa Francisco se ha asomado un domingo más a la ventana del estudio en el Palacio Apostólico Vaticano para rezar el ángelus con los fieles reunidos en la plaza de San Pedro. Estas son las palabras del Santo Padre antes del ángelus:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el capítulo quince del Evangelio de Lucas encontramos las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja encontrada (vv. 4-7), la de la moneda encontrada (vv. 8-10), y la gran parábola del hijo pródigo, o mejor, del padre misericordioso (vv. 11-32). Hoy sería bonito que cada uno de nosotros, tomase el Evangelio y en el capítulo quincie de Lucas y lea las tres parábolas. Hoy, dentro del itinerario cuaresmal, el Evangelio nos presenta precisamente esta última parábola, que tiene como protagonista a un padre con sus dos hijos. La historia nos da a entender algunas características de este padre: es un hombre siempre preparado para perdonar y que espera contra toda esperanza. Conmociona sobre todo su tolerancia delante de la decisión del hijo más pequeño de irse de casa: podría haberse opuesto, sabiendo que todavía es inmaduro, joven chico o buscar algún abogado para no darle la herencia porque estaba todavía vivo. Sin embargo le permite marchar, aún viendo los posibles riesgos. Así actúa Dios con nosotros: nos deja libres, también para equivocarnos, porque creándonos nos ha hecho el gran regalo de la libertad. Nos toca a nosotros hacer buen uso de ella. Este regalo de la libertad que nos da Dios, me emociona siempre.
Pero el desapego de ese hijo es solo físico. El padre lo lleva siempre en el corazón, espera con confianza su regreso, escruta el camino con la esperanza de verlo.
Y un día lo ve aparecer a lo lejos (cfr v. 20). Pero esto significa que este padre, cada día subía a la terraza a mirar para ver si volvía su hijo. Entonces se conmueve, corre a su encuentro, lo abraza, lo besa. ¡Cuánta ternura! Y este hijo había hecho cosas… Pero el padre lo recibe así.
La misma actitud reserva el padre al hijo mayor, que siempre se ha quedado en casa, y ahora está indignado y protesta porque no entiende y no comparte toda la bondad hacia el hermano que se ha equivocado. El padre sale al encuentro también de este hijo y le recuerda que ellos han estado siempre juntos, tienen todo en común (v. 31), pero es necesario acoger con alegría al hermano que finalmente ha vuelto a casa. Y esto me hace pensar algo, cuando uno se siente pecador, se siente realmente poca cosa, o como algunos he escuchado, tanta gente que dice ‘Padre soy una basura’. Es uno el que va al padre. Sin embargo cuando uno se siente justo, ‘yo siempre he hecho las cosas bien’. También el padre viene a buscarnos porque esa actitud de sentirse justo es una actitud mala, es la soberbia, es del diablo. El padre espera a los que se reconocen pecadores y va a buscar a aquellos que se sienten justos. Este es nuestro padre.
En esta parábola se puede intuir también un tercer hijo. Tercer hijo, ¿dónde? ¡escondido! El que era de condición divina, “no consideró esta igualdad con Dios, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor” (Fil 2,6-7). Este Hijo-Siervo, es Jesús, es la extensión de los brazos y del corazón del Padre: Él ha acogido el prodigio y ha lavado sus pies sucios; Él ha preparado el banquete para la fiesta del perdón. Él, Jesús, nos enseña a ser “misericordiosos como el Padre”.
La figura del padre de la parábola desvela el corazón de Dios. Él es el Padre misericordioso que en Jesús nos ama más allá de cualquier medida, espera siempre nuestra conversión cada vez que nos equivocamos; espera nuestro regreso cuando nos alejamos de Él pensando que podemos solos; está siempre preparado a abrirnos sus brazos cualquier cosa haya sucedido. Como el padre del Evangelio, también Dios continúa considerándonos sus hijos cuando nos hemos perdidos, y viene a nuestro encuentro con ternura cuando volvemos a Él. Y nos habla con tanta bondad cuando nosotros creemos ser justos. Los errores que cometemos, aunque sean grandes, no rompen la fidelidad de su amor. En el sacramento de la Reconciliación podemos siempre comenzar de nuevo: Él nos coge, nos restituye la dignidad de sus hijos, y nos dice ‘ve adelante, en paz, levántate, ve adelante’.
En este tramo de Cuaresma que aún nos separa de la Pascua, estamos llamados a intensificar el camino interior de conversión. Dejémonos alcanzar por la mirada llena de amor de nuestro Padre, y volvamos a Él con todo el corazón, rechazando cualquier compromiso con el pecado. La Virgen María nos acompañe hasta el abrazo regenerador con la Divina Misericordia.
Después del ángelus,
Queridos hermanos y hermanas,
Expreso mi cercanía a las Misioneras de la Caridad por el grave luto que las ha golpeados hace dos días con el asesinato de cuatro religiosas en Aden, en Yemen, donde asistían a los ancianos. Rezo por ellas y por las otras personas asesinadas en el ataque, y por los familiares. Estas son los mártires de hoy, y no son portada de los periódicos. No son noticia. Estos dan su sangre por la Iglesia. Son víctimas del ataque de esos que las han matado y también de la indiferencia, de esta globalización de la indiferencia, que no importa. Madre Teresa acompañe en el paraíso a estas hijas suyas mártires de la caridad, e interceda por la paz y el sagrado respeto de la vida humana.
Como signo concreto de compromiso por la paz y la vida quisiera citar y expresar admiración por la iniciativa de los pasillos humanitarios para los refugiados, iniciada recientemente en Italia. Este proyecto piloto, que une la solidaridad y la seguridad, consiente ayudar a personas que huyen de la guerra y de la violencia, como los cien de refugiados ya trasladados en Italia, entre los cuales niños enfermos, personas discapacitadas, viudas de guerra con hijos y ancianos. Me alegro también porque esta iniciativa es ecuménica, siendo sostenida por la Comunidad de San Egidio, Federaciones de las Iglesias Evangélicas Italianas, Iglesias Valdenses y Metodistas.
Os saludo a todos vosotros, peregrinos venidos de Italia y de muchos países, en particular los fieles de la Misión Católica de Hagen (Alemania), como también los de Timisoara (Rumanía), Valencia (España) y Dinamarca.
Saludo a los grupos parroquiales de Taranto, Avellino, Dobbiaco, Fane (Verona) y Roma; los jóvenes de Milán, Almenno San Salvatore, Verdellino-Zingonia, Latiano, y los jóvenes de Vigonovo; las Escuelas “Don Carlo Costamagna” de Busto Arsizio e “Inmaculada” de Soresina; los grupos de oración “Santa María de los Ángeles y de la Esperanza”; la Confederación Nacional Ex-alumnos de la Escuela Católica.
Pido por favor un recuerdo en la oración por mí y por mis colaboradores, que desde este tarde y hasta el viernes haremos los Ejercicios Espirituales.
Os deseo a todos un buen domingo. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!