"Los discipulos se llenaron de alegría al ver al Señor"
- 03 Abril 2016
- 03 Abril 2016
- 03 Abril 2016
La figura de Tomás como discípulo que se resiste a creer ha sido muy popular entre los cristianos. Sin embargo, el relato evangélico dice mucho más de este discípulo escéptico. Jesús resucitado se dirige a él con unas palabras que tienen mucho de llamada apremiante, pero también de invitación amorosa: «No seas incrédulo, sino creyente». Tomás, que lleva una semana resistiéndose a creer, responde a Jesús con la confesión de fe más solemne que podemos leer en los evangelios: «Señor mío y Dios mío».
¿Qué ha experimentado este discípulo en Jesús resucitado? ¿Qué es lo que ha transformado al hombre hasta entonces dubitativo y vacilante? ¿Qué recorrido interior lo ha llevado del escepticismo hasta la confianza? Lo sorprendente es que, según el relato, Tomás renuncia a verificar la verdad de la resurrección tocando las heridas de Jesús. Lo que le abre a la fe es Jesús mismo con su invitación.
A lo largo de estos años, hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más escépticos, pero también más frágiles. Nos hemos hecho más críticos, pero también más inseguros. Cada uno hemos de decidir cómo queremos vivir y cómo queremos morir. Cada uno hemos de responder a esa llamada que, tarde o temprano, de forma inesperada o como fruto de un proceso interior, nos puede llegar de Jesús: «No seas incrédulo, sino creyente».
Tal vez necesitamos despertar más nuestro deseo de verdad. Desarrollar esa sensibilidad interior que todos tenemos para percibir, más allá de lo visible y lo tangible, la presencia del Misterio que sostiene nuestras vidas. Ya no es posible vivir como personas que lo saben todo. No es verdad. Todos, creyentes y no creyentes, ateos y agnósticos, caminamos por la vida envueltos en tinieblas. Como dice Pablo de Tarso, a Dios lo buscamos «a tientas».
¿Por qué no enfrentarnos al misterio de la vida y de la muerte confiando en el Amor como última Realidad de todo? Esta es la invitación decisiva de Jesús. Más de un creyente siente hoy que su fe se ha ido convirtiendo en algo cada vez más irreal y menos fundamentado. No lo sé. Tal vez, ahora que no podemos ya apoyar nuestra fe en falsas seguridades, estamos aprendiendo a buscar a Dios con un corazón más humilde y sincero.
No hemos de olvidar que una persona que busca y desea sinceramente creer, para Dios es ya creyente. Muchas veces, no es posible hacer mucho más. Y Dios, que comprende nuestra impotencia y debilidad, tiene sus caminos para encontrarse con cada uno y ofrecerle su salvación.
José Antonio Pagola (Juan 20,19-31) 03 de abril 2016
II Domingo de Pascua Acto 5, 12-16; Sal 117; Apocalipsis 1, 9-11a. 12-13. 17-19; Jn 20, 19-21
EL DÍA OCTAVO
En la Biblia no son indiferentes las citas numéricas, y al igual que hemos vivido la referencia “a los tres días”, “al tercer día”, cifra que contiene un significado pascual de muerte y resurrección; al igual que nos resuena todavía la expresión “el primer día de la semana”, que coincide con nuestro domingo, para señalar el día de la resurrección de Cristo; el octavo día, no solo significa la reiteración del ciclo semanal, sino el día más pleno. En la noche de Pascua se proclamaba el relato de la creación, y en él se iban desgranando los siete días en los que Dios hizo su obra magnífica, por la que exultó satisfecho, al ver que todo había sido hecho bueno, ¡muy bueno! Los que nos ayudan a comprender las Escrituras, nos enseñan que el día de la resurrección es el octavo día, el día definitivo, con el que Dios ha consumado no solo la creación, sino también la redención, por lo que todo vuelve a ser bueno y amado.
Celebrar el octavo día es celebrar el último día, el día que no acabará hasta que se consume la tierra, mientras dure la representación de este mundo. En este día, celebrar la octava de Pascua nos permite gustar hasta qué extremo se realiza la plenitud en nuestra vida, gracias a la misericordia divina
Este año jubilar de la Misericordia que nos ha ofrecido el papa Francisco, con las resonancias de la fiesta establecida por san Juan Pablo II, de celebrar en la octava de Pascua la Divina Misericordia, nos posibilita la experiencia restauradora de todas nuestras heridas, al contemplar el gesto de Jesús resucitado, alargando sus manos al discípulo Tomás, para confirmarle que Él estaba vivo. Dijo Jesús a Tomás: - «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.» Contestó Tomás: -«¡Señor mío y Dios mío!» El Resucitado nos revela la posibilidad de convertir nuestras heridas en testigos proféticos de la Pascua, incluso la herida de la duda creyente, el dolor por la travesía de la noche de la fe; el sentimiento terrible de la falta de esperanza; la soledad más profunda por la ausencia de la persona en la que has confiado y que has querido; la percepción de fracaso y de ruina de una ilusión… Las llagas de Jesucristo resucitado, que no han desaparecido en su cuerpo glorioso, nos indican que las heridas se convertirán en trofeos, en credenciales, que nos posibilitan la certeza de que nada se pierde, ningún dolor es inútil, no solo porque Jesucristo glorioso se da a conocer mostrando sus manos con las señales de los clavos, sino porque Él viene en ayuda de nuestra debilidad, y llega a proclamar: «Dichosos los que crean sin haber visto.»
Atrévete a esperar, en medio de tus pruebas, la luz de la Pascua, el sentido pleno de tu vida, por la participación en los signos del Resucitado. Y al igual que el discípulo, profesa la fe, que en tu caso lleva ya bienaventuranza, porque no ves ni palpas, pero te atreves a creer, como lo hicieron los amigos de Jesús y tantos otros, a lo largo de la historia.
Hay en la vida de santa Faustina Kowalska un pequeño hecho que resalta cómo Dios escribe a veces recto con los renglones torcidos cuando quiere una cosa. Su director espiritual, el padre Sopocko, le atendía en el confesionario, pero por falta de tiempo no podía escuchar pacientemente las profundas confidencias que le hacía la monja polaca, así que le pidió que fuera del objeto mismo de la confesión, estas las pusiera por escrito. Gracias a ello nos quedó un Diario de sor Faustina en el que explica con el mayor detalle cómo Dios le fue inspirando ser «la secretaria de su misericordia» ante el mundo.
En este dietario anota el 22 de febrero de 1931 que vio a Jesús con una túnica blanca y la mano alzada para bendecir mientras con la otra se tocaba el pecho, del que salían dos rayos, uno rojo y otro pálido. La aparición vino acompañada de la petición de que hiciera pintar un cuadro con la imagen que había visto, con la promesa de que quien la venerara se salvará. Y aún con otra exigencia: quiero que esta imagen sea bendecida con solemnidad en el primer domingo después de Pascua de Resurrección. Ese día será la Fiesta de la Misericordia.
Sor Faustina murió en 1938 y fue declarada santa por el papa San Juan Pablo II el 30 de abril del 2000, con ocasión del año santo de este milenio cristiano. El mismo Papa declaró que el domingo siguiente a la Pascua fuera declarada la Fiesta de la Misericordia y, como si fuera una señal del cielo, fue en esta fiesta precisamente cuando el Papa polaco fue llamado a gozar de la vida eterna en 2005.
El papa Francisco canonizó al papa Wojtyla precisamente en esta fiesta el 27 de abril del 2014.
Me he extendido en esta historia para señalar que estamos ante una santa y una fiesta cristiana de nuestro tiempo. ¿Cómo no recordarla cuando el papa Francisco ha querido que todo este año lo viviera la Iglesia contemplando la misericordia infinita de Dios con cada uno de nosotros?
En sucesivos comentarios trataré de concretar modos de ser fieles a esta intención de celebrar un Año Jubilar dedicado a meditar sobre este don divino de la misericordia, que ya tuvo su prólogo con la lectura atenta de la Bula Misericordiae Vultus, el documento pontificio que hemos meditado y que invito a considerar como la mejor lectura de este Año de gracia. † Jaume Pujol Balcells Arzobispo metropolitano de Tarragona y primado
Segundo domingo de Pascua o de la Divina Misericordia
Domingo II de Pascua. Octava de Pascua
Hch 5, 12-16, Sl 117, Ap 1, 9-11.12-13.17-19, Jn 20, 19-31
Oración colecta. "Dios de misericordia infinita, que reanimas la fe de tu pueblo con el retorno anual de las fiestas pascuales, acrecienta en nosotros los dones de tu gracia, para que comprendamos mejor la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, del espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén." La Resurrección del Señor nos trajo una vida nueva, por la que él vive en nosotros por su Espíritu. Hay un llamado claro a creer, a abrir de par en par la puerta del corazón para que el inmenso don de la Reconciliación traída por Cristo, entre en la vida de cada uno de nosotros. Cristo Resucitado, está con nosotros. Acompaña, con su poder, la marcha de la historia. El Señor Jesús está presente en la comunidad de los creyentes, en la Palabra de Dios, en el servicio fraternal, en el misterio y en la Eucaristía. Con fe, esperanza y caridad, vivamos la vida nueva que nos trae el Señor Jesús Resucitado.
De los Sermones de San Agustín, obispo
La nueva creatura en Cristo. Me dirijo a vosotros, recién nacidos por el bautismo, párvulos en Cristo, nueva prole de la Iglesia, complacencia del Padre, fecundidad de la Madre, germen puro, grupo recién agregado, motivo el más preciado de nuestro honor y fruto de nuestro trabajo, mi gozo y mi corona, todos los que perseveráis firmes en el Señor."'
Os hablo con palabras del Apóstol: Revestíos de Jesucristo, el Señor, y no os entreguéis a satisfacer las pasiones de esta vida mortal, para que os revistáis de la vida que habéis revestido en el sacramento. Todos los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judío y gentil, ni entre libre y esclavo, ni entre hombre y mujer- todos sois uno en Cristo Jesús.
Ésta es precisamente la eficacia del sacramento: se trata en efecto, del sacramento de la vida nueva, la cual empieza en el tiempo presente por el perdón de todos los pecados pasados, y llegará a su plenitud en la resurrección de los muertos. Por nuestro bautismo fuimos sepultados con él, para participar de su muerte; para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos, así también nosotros vivamos una vida nueva. Ahora camináis en la fe, mientras vivís desterrados en este cuerpo mor-tal, lejos del Señor; pero el mismo Jesucristo, al dignarse asumir por nosotros la condición humana, se ha convertido para vosotros en el camino seguro hacia él, al cual os dirigís. Es grande, en efecto, la bondad que tiene reservada para sus fieles, y que descubrirá y completará para los que se acogen a él, cuando llegue el momento de la posesión efectiva de aquello que ahora hemos recibido sólo en esperanza.
Hoy hace ocho días de vuestro nacimiento espiritual; hoy recibís el complemento del sello de la fe, lo cual, en los padres antiguos, se realizaba por la circuncisión de la carne, al octavo día del nacimiento carnal. Pues el mismo Señor, al despojarse de la mortalidad de la carne por su resurrección y al hacer resurgir un cuerpo no distinto del de antes, pero sí libre para siempre de la muerte, señaló con su resurrección el día del domingo, que es el tercero después de la pasión, es el octavo después del sábado, según la numeración de días, pero que es al mismo tiempo el primero. Por esto también vosotros, si habéis sido resucitado con Cristo aunque todavía no de hecho, pero sí ya con esperanza cierta, porque habéis recibido el sacramento de ello y las arras del Espíritu, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Poned vuestro corazón en las cosas del cielo, no en las de la tierra. Porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios; cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, os manifestaréis también vosotros con él, revestídos de gloria.
Beato Pablo VI, papa 1963-1978
Exhortación Apostólica « Gaudete in Domino » sobre la alegría cristiana del 1 de Junio de 1975
"Los discipulos se llenaron de alegría al ver al Señor"
La alegría pascual no es solamente la de una transfiguración posible: es la de una nueva presencia de Cristo resucitado, dispensando a los suyos el Espíritu, para que habite en ellos. Así el Espíritu Paráclito es dado a la Iglesia como principio inagotable de su alegría de esposa de Cristo glorificado. El lo envía de nuevo para recordar, mediante el ministerio de gracia y de verdad ejercido por los sucesores de los Apóstoles, la enseñanza misma del Señor. El suscitó en la Iglesia la vida divina y el apostolado. Y el cristiano sabe que este Espíritu no se extinguirá jamás en el curso de la historia. La fuente de esperanza manifestada en Pentecostés no se agotará.
El Espíritu que procede del Padre y del Hijo, de quienes es el amor mutuo viviente, es pues comunicado al Pueblo de la nueva Alianza y a cada alma que se muestre disponible a su acción íntima. El hace de nosotros su morada, dulce huésped del alma. Con él habitan en el corazón del hombre el Padre y el Hijo. El Espíritu Santo suscita en el corazón humano una plegaria filial impregnada de acción de gracias, que brota de lo íntimo del alma, en la oración y se expresa en la alabanza, la acción de gracias, la reparación y la súplica. Entonces podemos gustar la alegría propiamente espiritual, que es fruto del Espíritu Santo (Ga.5,22).
Esta alegría caracteriza por tanto todas las virtudes cristianas. las pequeñas alegrías humanas que constituyen en nuestra vida como la semilla de una realidad más alta, queden transfiguradas. Esta alegría espiritual, aquí abajo, incluirá siempre en alguna medida la dolorosa prueba de la mujer en trance de dar a luz, y un cierto abandono aparente, parecido al del huérfano: lágrimas y gemidos, mientras que el mundo hará alarde de satisfacción, falsa en realidad. pero la tristeza de los discípulos, que es según Dios y no según el mundo, se trocará pronto en una alegría espiritual que nadie podrá arrebatarles(Jn. 16,20-22).
Tú también te llamas Tomás
Juan 20, 19-31. Pascua. Con la fe, nuestra vida será inmensamente dichosa, serena, sencilla y feliz. ¡Con Cristo resucitado!
Oración introductoria
¡Señor mío y Dios mío! Ten compasión de mí porque, como Tomás, hay ocasiones en que dudo de mi fe. En este domingo que me invitas a contemplar tu inmensa misericordia, que me muestras tu costado y tus llagas, y me invitas a experimentar tu cercanía por medio de la oración, no puedo más que decir: ¡Tú, Señor, eres mi Dios!
Petición
Te pedimos Señor que nos concedas la gracia de ser dignos de la bienaventuranza: "Dichosos los que crean sin haber visto" Con la fe, nuestra vida será inmensamente dichosa, serena, sencilla y feliz. ¡Con Cristo resucitado!
Meditación del Papa Francisco
Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos: Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: “Señor mío y Dios mío”.
Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: “Sus heridas nos han curado”.
San Juan XXIII y san Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano, porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.»
(Homilía de S.S. Francisco, 27 de abril de 2014).
Jesús nos invita a mirar sus llagas, nos invita a tocarlas, como a Tomás, para sanar nuestra incredulidad. Nos invita, sobre todo, a entrar en el misterio de sus llagas, que es el misterio de su amor misericordioso. (Homilía de S.S. Francisco, 12 de abril de 2015).
Reflexión
Hace tiempo tuve la oportunidad de asistir, en Roma, a una exposición de la obra pictórica de Caravaggio. Y de entre todos los cuadros, verdaderamente geniales, recuerdo uno que me llamó mucho la atención: la profesión de fe del apóstol Tomás ante Cristo resucitado. Nuestro Señor, vuelto a la vida después del Viernes Santo, se aparece en el Cenáculo a sus discípulos, con los signos evidentes de la crucifixión en sus manos y en sus pies. Y en esta pintura, Jesús resucitado muestra a Tomás su costado abierto por la lanza del soldado, invitándolo a meter su mano en el pecho traspasado. El apóstol, totalmente fuera de sí, acerca su dedo y su mirada confundida para contemplar de cerca las señales de la pasión de su Maestro y comprobar, de esta manera, la veracidad de su resurrección.
Personalmente, cuando yo leo el Evangelio de este domingo, me parece excesiva y empedernida la incredulidad de Tomás: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos -dice-, ni no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no creeré". ¡Demasiadas condiciones y exigencias para dar el paso de la fe!
Y, sin embargo, nuestro Señor, con su infinita bondad y comprensión, como siempre, condesciende con su apóstol incrédulo. Él no estaba obligado a complacer las exigencias y el capricho de su apóstol, pero lo hace para darle más elementos para creer. Le presenta las manos, los pies, el costado, y permite incluso que meta su dedo en la herida de su corazón. ¡A ver si así termina de convencerse! Ante la evidencia de los signos y la gran misericordia de su Maestro, Tomás queda rendido y conquistado, y concluye con una hermosísima profesión de fe, proclamando la divinidad de Jesús: "¡Señor mío y Dios mío!".
Esta fe, aunque grandiosa en su profesión, está muy lejos de ser perfecta, al haber sido precedida de tantas evidencias. Pero el Señor acepta, igualmente, su acto de fe y aprovecha para felicitar y bendecir a todos aquellos que creerían en Él sin haberlo visto.
Nosotros, como Tomás, somos duros, pragmáticos, rebeldes. Tomás es un perfecto representante del hombre de nuestro tiempo. De todos los tiempos. De cada uno de nosotros. ¡Cuántas pruebas exigimos para creer! ¡Cuántas resistencias interiores y cuánto empedernimiento antes de doblegar nuestra cabeza y nuestro corazón ante nuestro Señor! Exigimos tener todas las pruebas y evidencias en la mano para dar un paso hacia adelante. Si no, como Tomás, ¡no creemos! Como se dice vulgarmente, “no damos un paso sin huarache”.
Creemos a nuestros padres porque son nuestros padres y porque sabemos que ellos no nos pueden engañar; creemos al médico en el diagnóstico de una enfermedad, aun cuando no estamos seguros de que acertará; creemos a los científicos o a los investigadores porque saben más que nosotros y respetamos su competencia respectiva, aunque muchas veces se equivocan. Y, sin embargo, nos sentimos con el derecho y la desfachatez de oponernos a Dios cuando no entendemos por qué Él hace las cosas de un determinado modo… ¿Verdad que somos ridículos y tontos?
Nosotros nos comportamos muchas veces como el bueno de Tomás. Tal vez su incredulidad y escepticismo eran fruto de la crisis tan profunda en la que había caído. ¡En sólo tres días habían ocurrido cosas tan trágicas, tan duras y contradictorias que le habían destrozado totalmente el alma! Su Maestro había sido arrestado, condenado a muerte, maltratado de una manera bestial, colgado de una cruz y asesinado. Y ahora le vienen con que ha resucitado… ¡Demasiado bello para ser verdad! Seguramente habría pensado que con esas cosas no se juega y les pide que lo dejen en paz. Había sido tan amarga su desilusión como para dar crédito a esas noticias que le contaban ahora sus amigos…
A nosotros también nos pasa muchas veces lo mismo. Nos sentimos tan decepcionados, tan golpeados por la vida y tan desilusionados de las cosas como para creer que Cristo ha resucitado y realmente vive en nosotros. Nos parece una utopía, una ilusión fantástica o un sueño demasiado bonito para que sea verdad. Y, como Tomás, exigimos también nosotros demasiadas pruebas para creer. Nuestra incredulidad es también fruto de la mentalidad materialista, mecanicista y fatuamente cientificista de la educación técnica y pragmática del mundo moderno, que se resiste a todo lo que no es empíricamente verificable. Exactamente igual que Tomás.
Pero la fe es, por definición, creer lo que no vemos y dar el libre asentimiento de nuestra mente, de nuestro corazón y de nuestra voluntad, a la palabra de Dios y a las promesas de Cristo, aun sin ver nada, confiados sólo en la autoridad de Dios, que nos revela su misterio de salvación. Esto nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica. Es lo que aprendimos desde niños. Es lo que nos dice también el capítulo 11 de la carta a los Hebreos. Y, sin embargo, ¡cuánto nos cuesta a veces confiar en Cristo sin condiciones!
Pero sólo Cristo resucitado tiene palabras de vida eterna y el poder de darnos esa vida eterna que nos promete. ¡Porque es Dios verdadero y para Él no hay nada imposible!
Acordémonos, pues, del apóstol Tomás y de la promesa de Cristo: "Dichosos los que crean sin haber visto". La fe es un don de Dios que transforma totalmente la existencia y la visión de las cosas.
Creo en la misericordia divina
Una devoción orientada a descubrir, agradecer y celebrar la infinita misericordia de Dios revelada en Jesucristo.
Los católicos acogemos un conjunto de verdades que nos vienen de Dios. Esas verdades han quedado condensadas en el Credo. Gracias al Credo hacemos presentes, cada domingo y en muchas otras ocasiones, los contenidos más importantes de nuestra fe cristiana.
Podríamos pensar que cada vez que recitamos el Credo estamos diciendo también una especie de frase oculta, compuesta por cinco palabras: "Creo en la misericordia divina". No se trata aquí de añadir una nueva frase a un Credo que ya tiene muchos siglos de historia, sino de valorar aún más la centralidad del perdón de Dios, de la misericordia divina, como parte de nuestra fe.
Dios es Amor, como nos recuerda san Juan (1Jn 4,8 y 4,16). Por amor creó el universo; por amor suscitó la vida; por amor ha permitido la existencia del hombre; por amor hoy me permite soñar y reír, suspirar y rezar, trabajar y tener un momento de descanso.
El amor, sin embargo, tropezó con el gran misterio del pecado. Un pecado que penetró en el mundo y que fue acompañado por el drama de la muerte (Rm 5,12). Desde entonces, la historia humana quedó herida por dolores casi infinitos: guerras e injusticias, hambres y violaciones, abusos de niños y esclavitud, infidelidades matrimoniales y desprecio a los ancianos, explotación de los obreros y asesinatos masivos por motivos raciales o ideológicos.
Una historia teñida de sangre, de pecado. Una historia que también es (mejor, que es sobre todo) el campo de la acción de un Dios que es capaz de superar el mal con la misericordia, el pecado con el perdón, la caída con la gracia, el fango con la limpieza, la sangre con el vino de bodas.
Sólo Dios puede devolver la dignidad a quienes tienen las manos y el corazón manchados por infinitas miserias, simplemente porque ama, porque su amor es más fuerte que el pecado.
Dios eligió por amor a un pueblo, Israel, como señal de su deseo de salvación universal, movido por una misericordia infinita. Envió profetas y señales de esperanza. Repitió una y otra vez que la misericordia era más fuerte que el pecado. Permitió que en la Cruz de Cristo el mal fuese derrotado, que fuese devuelto al hombre arrepentido el don de la amistad con el Padre de las misericordias.
Descubrimos así que Dios es misericordioso, capaz de olvidar el pecado, de arrojarlo lejos. "Como se alzan los cielos por encima de la tierra, así de grande es su amor para quienes le temen; tan lejos como está el oriente del ocaso aleja Él de nosotros nuestras rebeldías" (Sal 103,11-12).
La experiencia del perdón levanta al hombre herido, limpia sus heridas con aceite y vino, lo monta en su cabalgadura, lo conduce para ser curado en un mesón. Como enseñaban los Santos Padres, Jesús es el buen samaritano que toma sobre sí a la humanidad entera; que me recoge a mí, cuando estoy tirado en el camino, herido por mis faltas, para curarme, para traerme a casa.
Enseñar y predicar la misericordia divina ha sido uno de los legados que nos dejó San Juan Pablo II. Especialmente en la encíclica Dives in misericordia (Dios rico en misericordia), donde explicó la relación que existe entre el pecado y la grandeza del perdón divino: "Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que Dios amó tanto... que le dio su Hijo unigénito, Dios, que es amor, no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia. Esta corresponde no sólo con la verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también con la verdad interior del hombre y del mundo que es su patria temporal" (Dives in misericordia n. 13).
Además, san Juan Pablo II quiso divulgar la devoción a la divina misericordia que fue manifestada a santa Faustina Kowalska. Una devoción que está completamente orientada a descubrir, agradecer y celebrar la infinita misericordia de Dios revelada en Jesucristo. Reconocer ese amor, reconocer esa misericordia, abre el paso al cambio más profundo de cualquier corazón humano, al arrepentimiento sincero, a la confianza en ese Dios que vence el mal (siempre limitado y contingente) con la fuerza del bien y del amor omnipotente.
Creo en la misericordia divina, en el Dios que perdona y que rescata, que desciende a nuestro lado y nos purifica profundamente. Creo en el Dios que nos recuerda su amor: "Era yo, yo mismo el que tenía que limpiar tus rebeldías por amor de mí y no recordar tus pecados" (Is 43,25). Creo en el Dios que dijo en la cruz "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34), y que celebra un banquete infinito cada vez que un hijo vuelve, arrepentido, a casa (Lc 15). Creo en el Dios que, a pesar de la dureza de los hombres, a pesar de los errores de algunos bautizados, sigue presente en su Iglesia, ofrece sin cansarse su perdón, levanta a los caídos, perdona los pecados.
Creo en la misericordia divina, y doy gracias a Dios, porque es eterno su amor (Sal 106,1), porque nos ha regenerado y salvado, porque ha alejado de nosotros el pecado, porque podemos llamarnos, y ser, hijos (1Jn 3,1).
A ese Dios misericordioso le digo, desde lo más profundo de mi corazón, que sea siempre alabado y bendecido, que camine siempre a nuestro lado, que venza con su amor nuestro pecado. "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento" (1Pe 1,3-5).
Francisco, ante la Divina Misericordia
"Todos los pueblos tienen más sed de reconciliación y de paz", asegura el Pontífice
El Papa promueve una colecta especial en Europa para ayudar a las víctimas de la guerra en Ucrania
"¡Renovemos el compromiso por un mundo sin minas!", reclama Francisco en el Regina Coeli
Jesús Bastante, 03 de abril de 2016 a las 12:28
Deseo vivamente que esto pueda ayudar a promover sin más retraso la paz y el respeto del derecho en esa tierra tan probada
Antes del rezo del Regina Coeli, el Obispo de Roma dirigió su cercanía a las poblaciones que en estos momentos tienen tanta necesidad de reconciliación y paz. El Santo Padre se refirió especialmente a la dramática situación que se vive en Ucrania.
"Además de acompañarlos con mi constante pensamiento y con mi oración, he decidido promover una acción de apoyo humanitario a su favor. Con tal fin tendrá lugar una colecta especial en todas las iglesias católicas de Europa el próximo domingo 24 de abril", anunció el Pontífice, invitando a los fieles a unirse a esta iniciativa suya. Al mencionar la Jornada Mundial contra las minas antipersona, el lunes 4 de abril, Francisco recordó que muchos continúan siendo asesinados o mutilados por estas terribles armas."¡Renovemos el compromiso por un mundo sin minas!", pidió con énfasis el Papa.
El anuncio lo realizó al hablar de la situación que desde hace tiempo se vive en aquél país a causa del conflicto con Rusia y al señalar en concreto que su pensamiento en este día estaba "con todos los pueblos que tienen más sed de reconciliación y de paz".
"Pienso en particular en el drama de los que sufren las consecuencias de la violencia en Ucrania: de cuantos permanecen en las tierras golpeadas por las hostilidades que han causado ya varios miles de muertos, y de cuantos -más de un millón- han sido empujados a dejarlas por la grave situación que perdura".
Francisco pidió especialmente por los "ancianos y niños". "Además de acompañarles con mi constante pensamiento y con mi oración, he decidido promover una ayuda humanitaria en su favor. A tal propósito, tendrá lugar una colecta especial en todas las iglesias católicas de Europa el próximo domingo 24 de abril". "Invito a los fieles a unirse a esta iniciativa del Papa con una generosa contribución", añadió.
El Pontífice manifestó además que "este gesto de caridad, más allá de aliviar los sufrimientos materiales, quiere expresa la cercanía y mi solidaridad personal y de toda la Iglesia hacia Ucrania".
"Deseo vivamente que esto pueda ayudar a promover sin más retraso la paz y el respeto del derecho en esa tierra tan probada". "Y mientras oramos por la paz -dijo a continuación- recordamos que mañana se celebra laJornada Mundial contra las minas antipersona. Demasiadas personas continúan siendo asesinadas o mutiladas por estas terribles armas, y hombres y mujeres valientes arriesgan la vida para recuperar los terrenos minados. ¡Renovemos el compromiso por un mundo sin minas!", exclamó.
El Papa en la misa de la Divina Misericordia invita a seguir escribiendo el Evangelio
Miles de peregrinos llegados de todo el mundo participaron en este domingo de primavera europea, en la celebración instituida por san Juan Pablo II
Texto completo de la homilía del papa Francisco en el Domingo de la Misericordia
‘Existe un evangelio de la misericordia, un libro abierto, donde podemos seguir escribiendo gestos concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia para los hombres y mujeres de hoy’
El santo padre Francisco celebró la santa misa en este segundo Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, en la explanada anterior de la basílica de San Pedro, con motivo del Jubileo de las personas que siguen la espiritualidad de la Divina Misericordia.Después de la proclamación del Evangelio el Papa en su homilía dijo que existe un evangelio de la misericordia, un libro abierto, donde los seguidores de Jesús se siguen escribiendo gestos concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia para los hombres y mujeres de hoy. El Santo Padre quiso precisar que al curar las heridas de nuestros hermanos, confesamos a Jesús, lo hacemos presente y vivo; permitimos a otros que lo reconozcan como «Señor y Dios» y que esta es la misión que se nos confía. E invitó a pedir la gracia de no cansarnos nunca de acudir a la misericordia del Padre y de llevarla al mundo, de ser misericordiosos, para difundir en todas partes la fuerza del Evangelio.
A continuación el texto completo de la homilía: «Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos» (Jn 20,30). El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios, para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha dicho y hecho es expresión de la misericordia del Padre.
Sin embargo, no todo fue escrito; el Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto, donde se siguen escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia. Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio, portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy. Lo podemos hacer realizando las obras de misericordia corporales y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano. Por medio de estos gestos sencillos y fuertes, a veces hasta invisibles, podemos visitar a los necesitados, llevándoles la ternura y el consuelo de Dios. Se sigue así aquello que cumplió Jesús en el día de Pascua, cuando derramó en los corazones de los discípulos temerosos la misericordia del Padre, el Espíritu Santo que perdona los pecados y da la alegría. Sin embargo, en el relato que hemos escuchado surge un contraste evidente: por un lado, está el miedo de los discípulos que cierran las puertas de la casa; por otro lado, el mandato misionero de parte de Jesús, que los envía al mundo a llevar el anuncio del perdón. Este contraste puede manifestarse también en nosotros, una lucha interior entre el corazón cerrado y la llamada del amor a abrir las puertas cerradas y a salir, salir de nosotros mismos.
Cristo, que por amor entró a través de las puertas cerradas del pecado, de la muerte y del infierno, desea entrar también en cada uno para abrir de par en par las puertas cerradas del corazón. Él, que con la resurrección venció el miedo y el temor que nos aprisiona, quiere abrir nuestras puertas cerradas y enviarnos. El camino que el Señor resucitado nos indica es de una sola vía, va en una única dirección: salir de nosotros mismos, para dar testimonio de la fuerza sanadora del amor que nos ha conquistado. Vemos ante nosotros una humanidad continuamente herida y temerosa, que tiene las cicatrices del dolor y de la incertidumbre. Ante el sufrido grito de misericordia y de paz, escuchamos hoy la invitación esperanzadora que Jesús dirige a cada uno: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (v. 21).
Toda enfermedad puede encontrar en la misericordia de Dios una ayuda eficaz. De hecho, su misericordia no se queda lejos: desea salir al encuentro de todas las pobrezas y liberar de tantas formas de esclavitud que afligen a nuestro mundo. Quiere llegar a las heridas de cada uno, para curarlas.
Ser apóstoles de misericordia significa tocar y acariciar sus llagas, presentes también hoy en el cuerpo y en el alma de muchos hermanos y hermanas suyos. Al curar estas heridas, confesamos a Jesús, lo hacemos presente y vivo; permitimos a otros que toquen su misericordia y que lo reconozcan como «Señor y Dios» (cf. v. 28), como hizo el apóstol Tomás. Esta es la misión que se nos confía. Muchas personas piden ser escuchadas y comprendidas. El Evangelio de la misericordia, para anunciarlo y escribirlo en la vida, busca personas con el corazón paciente y abierto, “buenos samaritanos” que conocen la compasión y el silencio ante el misterio del hermano y de la hermana; pide siervos generosos y alegres que aman gratuitamente sin pretender nada a cambio. «Paz a vosotros” (v. 21): es el saludo que Cristo trae a sus discípulos; es la misma paz, que esperan los hombres de nuestro tiempo. No es una paz negociada, no es la suspensión de algo malo: es su paz, la paz que procede del corazón del Resucitado, la paz que venció el pecado, la muerte y el miedo. Es la paz que no divide, sino que une; es la paz que no nos deja solos, sino que nos hace sentir acogidos y amados; es la paz que permanece en el dolor y hace florecer la esperanza. Esta paz, como en el día de Pascua, nace y renace siempre desde el perdón de Dios, que disipa la inquietud del corazón. Ser portadores de su paz: esta es la misión confiada a la Iglesia en el día de Pascua. Hemos nacido en Cristo como instrumentos de reconciliación, para llevar a todos el perdón del Padre, para revelar su rostro de amor único en los signos de la misericordia. En el Salmo responsorial se ha proclamado: «Su amor es para siempre» (117/118,2). Es verdad, la misericordia de Dios es eterna; no termina, no se agota, no se rinde ante la adversidad y no se cansa jamás. En este “para siempre” encontramos consuelo en los momentos de prueba y de debilidad, porque estamos seguros que Dios no nos abandona. Él permanece con nosotros para siempre. Le agradecemos su amor tan inmenso, que no podemos comprender. Pidamos la gracia de no cansarnos nunca de acudir a la misericordia del Padre y de llevarla al mundo; pidamos ser nosotros mismos misericordiosos, para difundir en todas partes la fuerza del Evangelio. Para escribir esas páginas del Evangelio que el apóstol Juan no escribió».