“Tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros.”
- 18 Mayo 2016
- 18 Mayo 2016
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Evangelio según San Marcos 9,38-40.
Juan le dijo a Jesús: "Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros". Pero Jesús les dijo: "No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí. Y el que no está contra nosotros, está con nosotros.
El Papa en Sta. Marta advierte de los ‘trepadores’ en la Iglesia que buscan subir alto
En la homilía de este martes, Francisco explica que el amor por el mundo, por el espíritu mundano, es enemigo de Dios. El papa Francisco ha recordado en la homilía de la misa celebrada esta mañana en Santa Marta que el camino que indica Jesús es el del servicio, pero a menudo en la Iglesia se busca poder, dinero y vanidad. Asimismo ha subrayado que los cristianos deben vencer la “tentación mundana” que divide a la Iglesia y ha advertido sobre los “trepadores” que tienen la tentación de destruir al otro “para subir alto”.
De este modo ha recordado, tal y como se lee en el Evangelio del día, que Jesús enseñaba a los discípulos el camino del servicio, pero ellos se preguntaban quién era el más grande entre ellos. Jesús –ha precisado el Santo Padre– habla en un lenguaje de humillación, de muerte, de redención y ellos hablan en un lengua de trepadores: ¿quién subirá más alto al poder?
Al respecto, el Papa ha indicado que esta es “una tentación que tenían”, eran “tentados por la forma de pensar del mundo mundano”. Se preguntan quién era el más grande mientras que Jesús les pide ser el último, “servidor de todos”. En esta misma línea, el Pontífice ha asegurado que “en el camino que Jesús les indica para ir adelante, el servicio es la regla. El más grande es el que sirve, el que está más al servicio de los otros, no el que presume, que busca el poder, el dinero… la vanidad, el orgullo… No, estos nos son grandes”. Y así ha advertido de que en toda comunidad –en las parroquias o en las instituciones– siempre está este deseo de trepar, de tener el poder. También en la Primera Lectura, de la Carta de Santiago, ha añadido Francisco, advierte sobre las pasiones por el poder, las envidias, los celos que destruyen al otro. Y este es el mensaje también para la Iglesia hoy. Mientras el mundo habla de quién tiene más poder para mandar, Jesús afirma haber venido al mundo “para servir”, no “para ser servido”.
De este modo ha explicado que la envidia y los celos destruyen todo. Por eso ha recordado que esto sucede hoy en cada institución de la Iglesia: parroquias, colegios, episcopados… “Las ganas del espíritu del mundo, que es espíritu de riqueza, vanidad y orgullo”, ha señalado. Jesús –ha aseverado– ha venido al mundo para servir y nos ha enseñado el camino en la vida cristiana: el servicio, la humildad. Por otro lado, el Pontífice ha precisado que “cuando los grandes santos decían que se sentían muy pecadores es porque habían entendido este espíritu del mundo que estaba dentro de ellos y habían tenido muchas tentaciones mundanas”. Ninguno de nosotros puede decir: ‘No, yo soy una persona santa, limpia’, ha precisado Francisco. Por esto, ha explicado que todos somos tentados por nuestras cosas, somos tentados de destruir al otro para subir más arriba. “Es una tentación mundana, pero que divide y destruye la Iglesia, no es el Espíritu de Jesús”, ha añadido. Al finalizar la homilía, el Santo Padre ha invitado a pensar en las muchas veces que hemos visto esto en la Iglesia y en las muchas veces que nosotros hacemos esto. Y por esta razón, “pedir al Señor que nos ilumine, para entender que el amor por el mundo, es decir por este espíritu mundano, es enemigo de Dios”.
Venerable Pio XII (1876-1958), papa 1939-1958 Encíclica “Mystici Corporis Christi”
“Tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros.”
Imitemos el amor inmenso de Jesús mismo, modelo supremo de amor hacia su Iglesia. Sin duda, la esposa de Cristo, la Iglesia, es única. Sin embargo, el amor del divino Esposo se extiende con largueza, de manera que, sin excluir a nadie, abraza en su Esposa al género humano entero. Nuestro Salvador ha derramado su sangre para reconciliar con Dios, por medio de la cruz, a toda la humanidad, incluso a los que están separados por la nación y por la sangre, y reunirlos en un solo Cuerpo. El auténtico amor de la Iglesia exige, pues, que no sólo estemos en el Cuerpo mismo miembros los unos de los otros, llenos de solicitud los unos por los otros (Rm 12,5) alegrándonos si un miembro es honrado y sufrir con el miembro que sufre (1Cor 12,26) sino que nos exige también que reconozcamos en los otros hombres, todavía no incorporados al Cuerpo de la Iglesia, a los hermanos de Cristo según la carne, llamados con nosotros a la misma salvación eterna.
Sin duda, no falta quienes, desgraciadamente, sobre todo hoy, utilizan con orgullo la lucha, el odio, la envidia como medios para sublevar y de exaltar la dignidad y la fuerza de la persona humana. Pero nosotros, que reconocemos gracias al discernimiento, los frutos lamentables de esta doctrina, seguimos a nuestro Rey pacífico que nos ha enseñado no solamente amar a los que no son de los nuestros, de nuestra nación ni de nuestro origen (Lc 10,33ss) sino de amar incluso a nuestros enemigos (Lc 6,27ss). Celebremos con San Pablo, el apóstol de los gentiles, la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo. (Ef 3,18), amor que la diversidad de los pueblos y de las costumbres no puede romper, que el océano inmenso no puede disminuir, que ni siquiera las guerras, justas o injustas, pueden aniquilar.
El que no está contra nosotros, está a nuestro favor
Marcos 9, 38-40. Tiempo Ordinario. Cada uno puede hacer el bien de diferente manera, pero todos somos Iglesia.
Del santo Evangelio según san Marcos 9, 38-40
En aquel tiempo, Juan le dijo a Jesús: "Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y como no es de los nuestros, se lo prohibimos." Pero Jesús dijo: "No se lo impidáis, pues no hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros, está a nuestro favor."
Oración introductoria
Jesús, sumo y eterno sacerdote, quiero prepararme para esta oración dejando a un lado mis prisas e introspecciones y abrir mi corazón para poder escuchar lo que hoy me quieres decir. Tomado de tu mano, concédeme hacer una verdadera oración.
Petición
Señor, que sea siempre fiel a mi fe.
Meditación del Papa Francisco
La fe crece con la práctica y es plasmada por el amor. Por eso, nuestras familias, nuestros hogares, son verdaderas Iglesias domésticas. Es el lugar propio donde la fe se hace vida y la vida crece en la fe. Jesús nos invita a no impedir esos pequeños gestos milagrosos, por el contrario, quiere que los provoquemos, que los hagamos crecer, que acompañemos la vida como se nos presenta, ayudando a despertar todos los pequeños gestos de amor, signos de su presencia viva y actuante en nuestro mundo.(Homilía de S.S. Francisco, 27 de septiembre de 2015).
Reflexión
Un personaje predicaba en nombre de Jesús y los apóstoles se lo querían impedir. Jesús simplemente les dice que lo dejen actuar. ¿Qué había en aquella persona, de la cual no sabemos ni el nombre, ni la edad? No sabemos nada de él y, sin embargo, realizó actos buenos. Era una persona sencilla común y corriente. Podemos comparar aquella persona con uno de nosotros. Un seglar convencido en difundir el reino de Cristo. Nosotros somos una pieza clave en la iglesia. Mas ahora en estos tiempos ser católico es luchar contra corriente, si lo queremos ser con autenticidad. Tratamos de serlo en nuestro corazón pero también hay que serlo en el exterior compartiendo con los demás las riquezas de nuestra fe.
Por eso hay que vivir atentos, con la mirada alerta para descubrir el bien que pueden hacer las personas a nuestro alrededor.
Cuando ves a un joven que ayuda a una pareja anciana en sus trabajos de casa, cuando una persona hace un favor sin esperar recompensa, cuando tú haces por los demás el bien evitando todo tipo de acto dañino para tu prójimo, entonces estarás seguro de estar haciendo lo que Cristo quiere y no impide a nadie: amar a los demás sin esperar ser amado sino solamente por Dios.
Esto es lo que Jesús quiere que hagamos todos los días. "Haz el bien y evita el mal", sí pero no se trata de evitar el mal, sino transformarlo por todo tipo de bienes para quien está más cercano de ti.
Tengamos en cuenta de que en el mundo hay muchos carismas, unos predican, otros enseñan... pero todos actuamos con el mismo fin: la Iglesia. Cristo nos lo pide: "haz esto y vivirás".
Diálogo con Cristo
Es mejor si este diálogo se hace espontáneamente, de corazón a corazón.
Señor, ayúdame a vivir siempre en clave de amor generoso, desinteresado. Tener una actitud de dar, a no buscar ser consolado, cuanto consolar; a no ser comprendido, como comprender; que no espere ser amado, sino que me dedique a amar. Tú sabes qué difícil resulta a mi naturaleza vivir en constante disposición de entrega. Dame tu gracia para poder hacer un buen examen de conciencia de todo lo bueno que he dejado de hacer.
Propósito
Trabajar siempre pensando en que somos Iglesia, no de forma individual.
16 excusas para no confesarse
Benedicto XVI nos decía que: “Existe un vínculo estrecho entre la santidad y el sacramento de la reconciliación. La conversión real del corazón, que es abrirse a la acción transformadora y renovadora de Dios, es el «motor» de toda reforma y se traduce en una verdadera fuerza evangelizadora. En la Confesión el pecador arrepentido, por la acción gratuita de la misericordia divina, es justificado, perdonado y santificado; abandona el hombre viejo para revestirse del hombre nuevo. Sólo quien se ha dejado renovar profundamente por la gracia divina puede llevar en sí mismo, y por lo tanto anunciar, la novedad del Evangelio.” (Discurso a los participantes en el curso de la Penitenciaria apostólica sobre el fuero interno, el 9.III.2012) Muchas veces por temor, vergüenza o por influencias del mundo que nos dice que no necesitamos a Dios, dejamos pasar o tratamos de no darle importancia a un sacramento tan bello y lleno de misericordia como es el de la Reconciliación. Este sacramento nos abre las puertas a ser partícipes del banquete de la Eucaristía y revestirnos de la santidad y gracia que Dios nos regala. Les dejamos esta galería para que ¡saquemos de nuestra vida estas excusas, vayamos corriendo al encuentro del Señor y ayudemos a otros a hacerlo!
1. Me da verguenza que me miren en la fila de la confesión:
Incluso la vergüenza es buena, es salud tener un poco de vergüenza, porque avergonzarse es saludable. Cuando una persona no tiene vergüenza, en mi país decimos que es un «sinvergüenza». Pero incluso la vergüenza hace bien, porque nos hace humildes, y el sacerdote recibe con amor y con ternura esta confesión, y en nombre de Dios perdona […] No tener miedo de la Confesión. Uno, cuando está en la fila para confesarse, siente todas estas cosas, incluso la vergüenza, pero después, cuando termina la Confesión sale libre, grande, hermoso, perdonado, blanco, feliz. ¡Esto es lo hermoso de la Confesión!» (Papa Francisco, Audiencia General, 19 de febrero de 2014)
2. No me siento perdonado cuando me confieso:
Hay una formula teológica en latín que suena complicada, pero en verdad es sencilla. Dice así: los sacramentos actúan “ex opere operato”. Si lo traduce literalmente la frase quedaría así, “los sacramentos actúan con el trabajo que se realiza”. Claro como el agua, ¿no? En otras palabras, si se realizan en “buena ley” la eficacia de los sacramentos no falla. Es decir, si se celebran correctamente, los sacramentos tienen una fuerza tal, que por gracia divina realizan aquello que dicen, independientemente del estado de ánimo o de gracia de la persona que lo realiza (no depende ni de la santidad del sacerdote ni de la mía, ni de cómo nos sentimos en ese momento). Claro está, que mientras mejor es mi disposición interior, mayor serán los efectos de aquella gracia recibida en mi vida.
3. Ese sacerdote siempre me reta, es muy exagerado:
El orgullo entre otras cosas genera una alta sensibilidad y susceptibilidad ante todo lo que tenga que ver con nuestra persona, especialmente en lo que se refiere a nuestros defectos y errores. En algunos casos incluso llega a crear una serie de complejos, delirios de persecución, y agresividad contra quienes nos cuestionan en dicho ámbito. Teniendo esto en cuenta, pregúntese con humildad ¿No será más bien que yo estoy siendo orgulloso y le echo la culpa al cura porque me duele aceptar mis pecados? Si no fuese este el caso, entonces pregúntese ¿Quizá Dios se vale de este curita gruñón para hacerme crecer en humildad? Si tampoco este es el caso, entonces busque un sacerdote más calmado, y rece mucho por aquel a quien no le tiene mucha estima.
4. No me gusta el sacerdote, no me escucha:
Hable con el sacerdote si puede, dígale lo que piensa con caridad, explíquele su situación. Si no, busque otro sacerdote. Y sobre todo rece mucho para Dios mande cada vez más sacerdotes atentos, pacientes… santos.
5. Yo me confieso directamente con Dios:
Si esto es verdad, entonces vaya a confesarse. Pues este sacramento es la vía más segura para confesarse directamente con Dios. Si no está convencido, revise que entiende usted por directo e indirecto. A mí al menos, cuando quiero hablar directamente con alguien, no me basta solo con entablar un diálogo interior y espiritual. Me gusta ir a ver a la persona y conversar cara a cara. Soy más como esos griegos que le dicen a Felipe: “Señor, queremos ver a Jesús”. Hay un impulso, un deseo profundo e irresistible que me arrastra a buscar el contacto; a querer ver, escuchar, tocar. Dios sabe perfectamente cuánto necesitamos esta certeza concreta y física. Por eso el Logos se hizo carne y habitó entre nosotros. Por eso también instituyó los sacramentos, como mediaciones visibles, concretas, tangibles, encarnadas… para acceder a las gracias invisibles. Esto son los verdaderos diá-logos directos. Así es, es tiempo de revisar las definiciones.
6. Hay mucha fila, me da pereza esperar:
Respondo con un proverbio y una cita. Dice el Proverbio: «He pasado junto al campo de un perezoso, y junto a la viña de un hombre insensato, y estaba todo invadido de ortigas, los cardos cubrían el suelo, la cerca de piedras estaba derruida. Al verlo, medité en mi corazón, al contemplarlo aprendí la lección: Un poco dormir, otro poco dormitar, otro poco tumbarse con los brazos cruzados y llegará, como vagabundo, tu miseria y como un mendigo tu pobreza» (Pr 24,30-34). Dice la cita: «Si por pereza dejas de poner los medios necesarios para alcanzar la humildad, te sentirás pesaroso, inquieto, descontento, y harás la vida imposible a ti mismo y quizá también a los demás y, lo que más importa, correrás gran peligro de perderte eternamente». (J.Pecci –León XIII -, Práctica de la humildad, 49). Mejor haga la fila.
7. No he matado, no he robado y soy bueno:
Aquí se aplica el “efecto socrático”. Me explico: Sócrates cuando recibió el oráculo en el templo de Delfos que lo proclamaba el hombre más sabio de Atenas, no lo podría creer. Él no podía ser más sabio que los hombres más cultos de su época (que bien conocía). Entonces se paseó por la polis tratando de desmentir el oráculo de la Pitonisa. Lo paradójico fue que al aceptar su ignorancia y los límites de su sabiduría comenzó a formular una serie de preguntas tan incisivas que acabaron por convertirlo en el más sabio entre sus pares. Salvando las distancias del caso, a los santos les pasa algo semejante. A ellos les parece tan increíble que la gente los considere santos, que van por el mundo desmintiendo los oráculos. Han percibido con tal sensibilidad el amor de Dios, que se experimentan siempre en falta. Pero mientras más confiesan su pecado y los límites de su amor, más se abren a la misericordia de Dios, y así irónicamente más confirman y afianzan su santidad. Por el contrario, quien se cree bueno sufre del “efecto farisaico”, y comete el pecado más terrible: la soberbia de sentirse justificado. Si usted sufre de este efecto preocúpese, porque es inversamente proporcional.
8. Escuchar misa, eso sí es importante:
Dejo que Jesús le responda: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron: el que coma este pan vivirá para siempre» (Jn6 56-58). Usted replicará: «Está bien, entonces no solo escucharé la misa, comeré también del pan que da Vida Eterna». Dejo que San Pablo le responda: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (I Cor 11, 27-29). Ya sabe entonces: no solo vaya a escuchar, es importante comulgar, y para comulgar, los pecados hay que confesar.
9. Lo haré cuando esté realmente arrepentido:
Esta afirmación es en parte correcta. La confesión requiere del arrepentimiento auténtico para que sea fructuosa. En todo caso sería bueno que se esfuerce y se proponga alcanzarlo lo antes posible. ¿Cómo? Rece más, lea la Biblia, medite más y haga un profundo examen de conciencia. ¿Por qué? Porque la vida pasa y todos necesitamos arrepentirnos para poder pedir con sinceridad perdón, y pedir perdón es fundamental para poder convertirnos; y convertirnos, para llegar al cielo. «No te desesperes – decía San Agustín- se te ha prometido el perdón -Gracias a Dios por estas promesas –respondía otro– a ellas me atengo. «Ahora, pues, vive bien –replicaba este– Mañana viviré bien- el otro contestó: Te ha prometido Dios el perdón, pero el día de mañana nadie te lo ha prometido» (San Agustín, Comentario sobre el salmo 101).
10. No tengo tiempo, mejor comulgo y luego me confieso:
Lo decíamos en otro punto. Si realmente no ha podido confesarse por motivos de fuerza mayor (no valen argumentos como “no alcancé porque estaba viendo el partido de fútbol”) y realiza una contrición perfecta, usted podría comulgar. Lo dice el Catecismo en el 1452. Ahora bien, obtiene el perdón de los pecados mortales con esta contrición, bajo una condición importante: «si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental (cf Concilio de Trento: DS 1677)». Esto quiere decir, que al final de la misa debe buscar al sacerdote para pedir la confesión (o lo antes posible). Si no es esta su intención, pone en cuestión la perfección de su contrición y por lo mismo el perdón de los pecados mortales cometidos. En todo no es muy aconsejable aprovecharse de esta posibilidad, pues es muy difícil tener la certeza de la perfección de la contrición. Vaya por lo seguro. Llegue a tiempo y confiésese con tranquilidad. No se arriesgue. Recuerde también de las palabras de San Pablo: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (I Cor 11, 27-29).
11. Con las oraciones que hago diario, los sacrificios, las obras de caridad, se me perdonan los pecados:
Esto es verdad. Lo dice la Biblia: «el amor cubre multitud de pecados» (1Pe 4,8). Y lo confirma el Catecismo en el número 1452: «La contrición cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas se llama “contrición perfecta”(contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas». Sin embargo, la Biblia también dice: «Reciban el Espíritu Santo.
A quienes perdonen los pecados, les quedarán perdonados y a quienes se los retengan, les quedarán retenidos» (Jn. 20, 22-23). Y el Catecismo continúa diciendo: «semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales, si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental (cf Concilio de Trento: DS 1677).». No se debe oponer una verdad con la otra. Ambas deben ser integradas. La confesión no es una imposición externa o una cuestión opcional, es más bien el regalo que nos hace Dios para “concretar” con seguridad esa experiencia de misericordia que hemos recibido. Es muy difícil estar seguros de haber hecho una contrición perfecta, y por eso Dios nos regala maneras para confirmarla. Es poco aconsejable comulgar sin tener certeza del perdón. De hecho quien pudiendolo confirmar a través de las mediaciones seguras, prefiriese no hacerlo, por considerarlas innecesarias, pone en cuestión al mismo Dios e ipso facto pone en cuestión la perfección de su contrición.
12. No me confieso con un pecador, él no puede perdonarme:
Cuando el sacerdote dice “Yo te absuelvo” ocurre un gran milagro. Sucede lo mismo que cuando dice: “este es mi Cuerpo”. No es el Cuerpo del sacerdote. Sépalo usted, allí quien habla ya no es solo el sacerdote. Ese “Yo” que usted escucha es la voz del mismo Cristo. Sí, es una voz que viene desde lo más alto de los cielos y desde las profundidades del corazón. Qué no la engañen sus sentidos. Ese “Yo” le pertenece a Cristo. Es difícil de creer, pero es la pura verdad. A usted quien lo perdona es Cristo, cierto, a través del sacerdote.
13. No lo necesito, soy consciente de mis errores y puedo corregirlos solo:
Habría que distinguir. Mejorar sus errores es una cosa, perdonar sus pecados es otra. Sobre lo primero tiene usted razón. Puede y debe mejorar sus errores. Eso sí, no diría solo, porque la gracia de Dios es siempre necesaria. Sobre lo segundo en cambio se equivoca. Si se trata de pecados, la confesión es imprescindible. Solo Dios perdona los pecados. Esta potente verdad fue uno de los motivos de la conversión de Chesterton, que decía con gran lucidez: «Cuando la gente me pregunta a mí o a cualquier otro ¿Por qué te uniste a la Iglesia de Roma?, la primera respuesta esencial, aunque sea en parte incompleta es: “para librarme de mis pecados”. Porque no hay ningún otro sistema religioso que declare verdaderamente que libra a la gente de los pecados. (…) El sacramento de la penitencia da una vida nueva, y reconcilia al hombre con todo lo que vive: pero no como lo hacen los optimistas y los predicadores paganos de la felicidad. El don viene dado a un precio y condicionado a la confesión. He encontrado una religión que osa descender conmigo a las profundidades de mí mismo”»
14. Dios no me va a perdonar:
Es cierto. Dios no lo va a poder perdonar si sigue creyendo que no lo va a perdonar. La misericordia de Dios llama con insistencia, pero jamás bota abajo la puerta. Pruebe usted mejor a cambiar de idea. Repita conmigo: “Dios sí que me va a perdonar. Dios quiere, puede y me va a perdonar. Dios es infinitamente misericordioso”. Es cierto. Dios ahora la va a perdonar, sin importar lo que haya hecho. Dios no se cansa de perdonarlo. Dios es siempre fiel y llama todo el tiempo a nuestra puerta. Somos nosotros los que por desconfianza, vergüenza, falsa autocompasión, etc. nos quedamos comiendo solos, encerrados en los pequeños y terribles rincones de nuestra pusilánime soledad.
15. Conozco al sacerdote, me da mucha vergüenza contarle lo que he hecho:
Dicen algunos que el pudor es la experiencia interior que nos lleva a reconocer el valor que debe ser protegido (ocultado muchas veces). Esto salva por ejemplo a la desnudez del mal gusto (lo sabemos es de mal gusto andar desnudos por la calle). La vergüenza en cambio, que en algo se le parece, es la experiencia interior del valor que ha sido transgredido, y nos lleva a protegernos (a ocultarnos también tantas veces). Esto nos salva de ser unos sinvergüenzas (lo sabemos es feo cometer un pecado grave y luego andar por la vida como si nada hubiese sucedido). Ahora bien, la vergüenza puede ser negativa si es que se repliega en sí misma. Decía el santo Cura de Ars que el demonio antes de pecar te quita la vergüenza y te la restituye cuando vas a confesarte. Pero por el contario, la sana vergüenza, puede ser muy positiva si es que nos lleva a una confesión más profunda y dolida, y evita que volvamos a caer muy seguido en los mismos pecados. Por eso usted tiene que aprovechar su mucha vergüenza como catalizador, para -después de entrar en su interior y replegarse- salir como el hijo pródigo decidido a la casa del Padre. Si le cuesta mucho, entonces busque a otro sacerdote o un confesionario con rejilla. Eso sí, no se olvide: evite quedarse oculto.
16. No tengo por qué contarle mis pecados a otro, es un asunto privado:
En este asunto San Juan es taxativo: «Si decimos que no pecamos, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros; pero si confesamos nuestros pecados, Dios nos perdonará. Él es fiel y justo para limpiarnos de toda maldad.» (1Jn1, 8-10) Además «Uno puede decir: yo me confieso sólo con Dios. Sí, tú puedes decir a Dios «perdóname», y decir tus pecados, pero nuestros pecados son también contra los hermanos, contra la Iglesia. Por ello es necesario pedir perdón a la Iglesia, a los hermanos, en la persona del sacerdote […]. También desde el punto de vista humano, para desahogarse, es bueno hablar con el hermano y decir al sacerdote estas cosas, que tanto pesan a mi corazón. Y uno siente que se desahoga ante Dios, con la Iglesia, con el hermano. No tener miedo dela Confesión». (Papa Francisco, Audiencia General, 19 de febrero de 2014)
Francisco, hoy en la audiencia
"Lázaro representa la contradicción de un mundo donde las riquezas están en las manos de unos pocos"
Francisco, rotundo: "Ignorar a los pobres es despreciar a Dios"
"Ningún mensajero podrá sustituir al pobre que encontramos en el camino, porque en él está Jesús"
Jesús Bastante, 18 de mayo de 2016 a las 10:15
El rico fue condenado a los tormentos del infierno, no por sus riquezas, sino por no compadecerse del pobre
(Jesús Bastante).- "Lázaro representa el grito silencioso de los pobres de todos los tiempos y la contradicción de un mundo donde las inmensas riquezas están en las manos de unos pocos". El Papa Francisco lanzó un rotundo mensaje sobre la misericordia y la salvación, tomando el Evangelio del rico y de Lázaro. "Ignorar a los pobres es despreciar a Dios", clamó.
El Papa Francisco tiene alergia. La primavera romana, como la madrileña, es muy traicionera con las gramíneas, y con otras cuitas que nos igualan. Los que no sufren la alergia a Roma, o la superan, son los miles de peregrinos que han vuelto a hacer rebosar la plaza de San Pedro. Cada vez más, siguiendo al Papa de los pobres, al que no tiene miedo a clamar contra las injusticias de un mundo que se desangra.
En esta ocasión, y delante de una imagen de San Juan Pablo II en el aniversario de su nacimiento, Francisco reflexionó sobre el pasaje del Evangelio de Lucas que habla de la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro. "La vida de estos dos hombres siempre corrieron paralelas, como vasos no comunicantes", subrayó Bergoglio, quien incidió cómo, en vida de ambos, "la puerta de casa del rico siempre estuvo cerrada al pobre, que se conformaba con comer cualquier cosa que caía en la mesa del rico".
Lázaro, cubierto de plagas. El rico, con un gran banquete. A la espera del Juicio Final, en el que Jesús recordaría al rico que no le había dado de comer, ni de beber, ni un vestido, ni un alojamiento. Y es que "Lázaro representa el grito silencioso de los pobres de todos los tiempos y la contradicción de un mundo donde las inmensas riquezas están en las manos de unos pocos".
Pero cuando mueren, "mueren los dos. Tienen el mismo destino. Todos nosotros, no hay excepciones a esto", recordó el Papa, quien apuntó cómo el pobre asciende con Abraham al cielo, mientras el rico se consume. Y sólo entonces se revuelve suplicando ayuda. "El rico excluyó a Lázaro. No lo atendió en ningún momento. Ignorar a los pobres es despreciar a Dios. Y esto debemos tenerlo claro", incidió el Papa.
Francisco recordó que, en la parábola, "el rico no tiene un nombre, sólo un adjetivo, mientras el nombre del pobre es repetido cinco veces. Lázaro significa 'Dios ayuda'. Lázaro, que llama a la puerta, es un reclamo a los ricos para acordarse de Dios, pero el rico no recoge esa petición". Y es que, "el rico fue condenado a los tormentos del infierno, no por sus riquezas, sino por no compadecerse del pobre".
"El rico reconoce a Lázaro, y le pide ayuda, pero antes hacía como si no le veía", denunció el Papa. "Cuántas veces, cuánta gente hace como que no ve a los pobres. Para ellos los pobres no existen. Primero le negaba sitio en su mesa, y ahora le pide que le dé de beber".
Abrahan, en persona, ofrece la clave. "Bien y mal están distribuidos para compensar la injusticia terrena", recordó Francisco, quien apuntó que "la puerta que separaba en vida al rico del pobre se ha transformado en un gran abismo. El rico tenía la posibilidad de salvarse: abrir la puerta y ayudar a Lázaro. Ahora, tras la muerte, la situación es irreparable".
"La misericordia de Dios sobre nosotros está unida a nuestra misericordia con el prójimo. Cuando esta no encuentra espacio en nuestro corazón cerrado. Si yo no abro la puerta de mi corazón al pobre, ¡estoy perdido!", apuntó el Papa, quien también recordó cómo el rico, sabiéndose perdido, pide al menos que Lázaro vuelva a la tierra para advertir a sus hermanos. "Que escuchen a los profetas. Para convertirnos no debemos esperar actos prodigiosos, sino abrir el corazón a la Palabra de Dios, que nos llama a amar al prójimo".
"El rico conocía la Palabra de Dios, pero no la dejó entrar en el corazón. Por eso, fue incapaz de abrir los ojos y abrirse a la compasión del pobre", concluyó el Papa, quien apuntó que "ningún mensajero o mensaje podrán sustituir al pobre que encontramos en el camino, porque en él está Jesús. Todo aquello que hagáis a uno de estos, mis hermanos más pequeños, me lo habéis hecho a mí, dice Jesús".
Texto completo de la catequesis:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Deseo detenerme con ustedes hoy en la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro. La vida de estas dos personas parece recorrer caminos paralelos: las condiciones de vida son opuestas y del todo incomunicadas. La puerta de la casa del rico está siempre cerrada al pobre, que reposa allí afuera, buscando comer cualquier residuo de la mesa del rico. Él usa vestidos de lujo, mientras que Lázaro está cubierto de yagas; el rico cada día come generosamente, mientras que Lázaro muere de hambre. Sólo los perros cuidan de él, y lamen sus yagas. Esta escena recuerda el duro reclamo del Hijo del hombre en el juicio final: «Porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba [...] desnudo, y no me vistieron» (Mt 25, 42-43). Lázaro representa bien el grito silencioso de los pobres de todos los tiempos y la contradicción de un mundo en el cual las inmensas riquezas y recursos están en las manos de pocos.
Jesús dice que un día aquel hombre rico murió -los pobres y los ricos mueren, tienen el mismo destino, todos nosotros, no hay excepciones a esto- y entonces se dirigió a Abraham suplicándole con el apelativo de "padre" (v. 24.27). Reclama, por lo tanto, de ser su hijo perteneciente al pueblo de Dios. Y sin embargo en vida no ha mostrado alguna consideración hacia Dios, más bien ha hecho de sí mimos el centro de todo, cerrado en su mundo de lujo y de desperdicio. Excluyendo a Lázaro, no ha tenido en cuenta ni al Señor, ni a su ley. ¡Ignorar al pobre es despreciar a Dios! Y esto debemos aprenderlo bien ¡Ignorar al pobre es despreciar a Dios! Hay un particular en la parábola que cabe señalar: el rico no tiene un nombre, sólo el adjetivo "el rico", mientras que aquel del pobre es repetido cinco veces, y "Lázaro" significa "Dios ayuda". Lázaro, que reposa delante a la puerta, es una llamada viviente al rico para recordarse de Dios, pero el rico no acoge tal llamado. Será condenado por lo tanto no por sus riquezas, sino por haber sido incapaz de sentir compasión por Lázaro y socorrerlo.
En la segunda parte de la parábola, reencontramos a Lázaro y el rico después de su muerte (v. 22-31). En el más allá la situación se ha invertido: el pobre Lázaro es llevado por los ángeles al cielo con Abraham, el rico en cambio cae entre los tormentos. Entonces el rico «levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro a su lado». Le parece ver a Lázaro por primera vez, pero sus palabras lo traicionan: «Padre Abraham -dice- ten piedad de mí y manda a Lázaro, lo conocía eh, manda a Lázaro a meter en el agua la punta del dedo y a bañarme la lengua, porque sufro terriblemente en esta llama». Ahora el rico reconoce Lázaro y le pide ayuda, mientras que en vida fingía no verlo. Cuántas veces, cuántas veces, tanta gente finge no ver a los pobres, para ellos los pobres no existen ¡Antes le negaba los residuos de su mesa, y ahora querría que le llevara de beber! Cree todavía poder poseer derechos por su precedente condición social. Declarando imposible cumplir su solicitud, Abraham en persona ofrece las claves de toda la narración: él explica que los bienes y males han sido distribuidos de modo de compensar la injusticia terrena, y la puerta que separaba en vida al rico del pobre, se ha transformado en «un gran abismo». Hasta que Lázaro estaba bajo su casa, para el rico había posibilidad de salvación, abrir la puerta, ayudar a Lázaro, pero ahora que ambos están muertos, la situación se ha transformado en irreparable. Dios no es nunca llamado directamente en causa, pero la parábola pone claramente en guardia: la misericordia de Dios hacia nosotros está vinculada a nuestra misericordia hacia el prójimo; cuando falta esta, también aquella no encuentra espacio en nuestro corazón cerrado, no puede entrar. Si yo no abro la puerta de mi corazón al pobre, aquella puerta permanece cerrada, también para Dios, y esto es terrible.
A este punto, el rico piensa a sus hermanos, que corren el riesgo de tener el mismo fin, y pide que Lázaro pueda volver al mundo a advertirles. Pero Abraham responde: «Tienen a Moisés y a los profetas, que escuchen a ellos». Para convertirnos, no debemos esperar eventos prodigiosos, sino abrir el corazón a la Palabra de Dios, que nos llama a amar a Dios y al prójimo. La Palabra de Dios puede hacer revivir un corazón árido y curarlo de su sequedad. El rico conocía la Palabra de Dios, pero no la ha dejado entrar en el corazón, no la ha escuchado, por eso ha sido incapaz de abrir los ojos y de tener compasión del pobre. Ningún mensajero y ningún mensaje podrán sustituir los pobres que encontramos en el camino, porque en ellos nos viene al encuentro Jesús mismo: «Todo aquello que hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40), dice Jesús. Así en la inversión de las suertes que la parábola describe está escondido el misterio de nuestra salvación, en que Cristo une la pobreza a la misericordia.
Queridos hermanos y hermanas, escuchando este Evangelio, todos nosotros, junto a los pobres de la tierra, podemos cantar con María: «Derribó a los poderosos de su trono, elevó a los humildes; colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías» (Lc 1,52-53). Gracias.
Éste fue el saludo del Papa en español:
Queridos hermanos y hermanas
La parábola del rico epulón y del pobre Lázaro presenta dos modos de vivir que se contraponen. El rico disfruta de una vida de lujo y derroche; en cambio, Lázaro está a su puerta en la más absoluta indigencia, y es una llamada constante a la conversión del opulento, que este no acoge.
La situación se invirtió para ambos después de la muerte. El rico fue condenado a los tormentos del infierno, no por sus riquezas, sino por no compadecerse del pobre. En su desgracia, pidió ayuda a Abrahán, con quien estaba Lázaro. Pero su petición no pudo ser acogida, porque la puerta que separaba al rico del pobre en esta vida se había transformado después de la muerte en un gran abismo.
Esta parábola nos enseña que la misericordia de Dios con nosotros está estrechamente unida a la nuestra con el prójimo; cuando falta nuestra misericordia con los demás, la de Dios no puede entrar en nuestro corazón cerrado. Dios quiere que lo amemos a través de aquellos que encontramos en nuestro camino.
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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a no perder la oportunidad, que se presenta constantemente, de abrir la puerta del corazón al pobre y necesitado, y a reconocer en ellos el rostro misericordioso de Dios. Muchas gracias.