Al entrar en la casa, salúdenla invocando la paz sobre ella
- 11 Junio 2016
- 11 Junio 2016
- 11 Junio 2016
Evangelio según San Mateo 10,7-13.
Jesús dijo a sus apóstoles: Por el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca. Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios. Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente." No lleven encima oro ni plata, ni monedas, ni provisiones para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón; porque el que trabaja merece su sustento. Cuando entren en una ciudad o en un pueblo, busquen a alguna persona respetable y permanezcan en su casa hasta el momento de partir. Al entrar en la casa, salúdenla invocando la paz sobre ella. Si esa casa lo merece, que la paz descienda sobre ella; pero si es indigna, que esa paz vuelva a ustedes.
Memoria de san Bernabé, apóstol
San Bernabé Apóstol
Memoria de san Bernabé, apóstol, varón bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe, que formó parte de los primeros creyentes en Jerusalén, predicó el Evangelio en Antioquía e introdujo entre los hermanos a Saulo de Tarso, recién convertido. Con él realizó un primer viaje por Asia para anunciar la Palabra de Dios, participó luego en el Concilio de Jerusalén y terminó sus días en la isla de Chipre, su patria, sin cesar de difundir el Evangelio.
A pesar de que san Bernabé no fue uno de los doce elegidos por Nuestro Señor Jesucristo, es considerado Apóstol por los primeros padres de la Iglesia y aun por san Lucas, a causa de la misión especial que le confió el Espíritu Santo y la parte tan activa que le correspondió en la tarea apostólica. Bernabé era un judío de la tribu de Leví, pero había nacido en Chipre; su nombre original era el de José, pero los Apóstoles lo cambiaron por el de Bernabé, apelativo éste que, según San Lucas, significa «hombre de exhortación» (o también "de consolación", aunque se trata de una «etimología popular», no exacta lingüísticamente). La primera vez que se le menciona en las Sagradas Escrituras es en el Hechos de los Apóstoles cap. 4, donde se asienta que los primeros convertidos vivían en comunidad en Jerusalén, y que todos los que eran propietarios de tierras o casas las vendían y entregaban el producto de las ventas a los Apóstoles para su distribución. En esa ocasión se menciona la venta de las propiedades de Bernabé. Cuando san Pablo regresó a Jerusalén, tres años después de su conversión, los fieles sospechaban de él y le evitaban; fue entonces cuando Bernabé «le tomó por la mano» (Hech 9,27) y abogó por él ante los demás Apóstoles. Algún tiempo después, varios discípulos habían predicado con éxito el Evangelio en Antioquía, y se pensó que era conveniente enviar a alguno de los miembros de la Iglesia de Jerusalén para instruir y guiar a los neófitos. El elegido fue san Bernabé, «un buen hombre, lleno de fe y del Espíritu Santo» (Hech 11,24). A su llegada, se regocijó en extremo al comprobar los progresos del Evangelio y, con sus prédicas, hizo considerables adiciones al número de convertidos. Cuando tuvo necesidad de un auxiliar diestro y leal, se fue a Tarso donde obtuvo la cooperación de san Pablo, quien le acompañó de regreso a Antioquía y pasó ahí un año entero. Los dos predicadores obtuvieron un éxito extraordinario; Antioquía se convirtió en el gran centro de evangelización y fue ahí donde, por primera vez, se dio el nombre de Cristianos a los fieles seguidores de la doctrina de Cristo (Hech 11,26).
Un poco más tarde, la floreciente iglesia de Antioquía recolectó fondos para la ayuda a los hermanos pobres de Judea, durante una época de hambre. Aquel dinero fue enviado a los jefes de la iglesia de Jerusalén por conducto de Pablo y Bernabé, quienes cumplieron con su cometido y regresaron a Antioquia acompañados por Juan Marcos. Por aquel entonces, la ciudad estaba bien provista de sabios maestros y profetas, entre los que descollaban Simón, llamado el Negro, Lucio de Cirene y Manahen, el hermano de leche de Herodes. Cierta vez (Hechos 13) en que estos maestros y profetas estaban adorando a Dios, el Espíritu Santo habló por boca de algunos de los profetas: «Separad a Pablo y Bernabé, dijo, para una tarea que les tengo asignada». De acuerdo con esas instrucciones y, tras un período de ayuno y oración, Pablo y Bernabé recibieron su misión por la imposición de manos y partieron a cumplirla, acompañados por Juan Marcos. Primero se trasladaron a Seleucia y después a Salamina, en Chipre. Luego de predicar la doctrina de Cristo en las sinagogas, viajaron hacia la localidad de Pafos, en Chipre, donde convirtieron al procónsul romano Sergio Paulo, de quien Saulo tomó el nombre para ir a predicar con un apelativo latino entre los gentiles. De nuevo se embarcaron en Pafos para navegar hasta Perga en Panfilia, donde Juan Marcos los abandonó para regresar solo a Jerusalén. Pablo y Bernabé prosiguieron la marcha hacia el norte, hasta Antioquía de Pisidia; ahí se dirigieron principalmente a los judíos, pero al encontrarse con una abierta hostilidad por su parte, declararon que, de ahí en adelante, predicarían el Evangelio a los gentiles.
En Iconium, la capital de Licaonia, estuvieron (ver Hechos 14) a punto de morir apedreados por la multitud, azuzada contra ellos por los regidores de la ciudad. Al refugiarse en Listra, San Pablo curó milagrosamente a un paralítico y, en consecuencia, los habitantes paganos proclamaron que los dioses los habían visitado. Todos aclamarón a san Pablo como a Hermes o Mercurio, porque era el que hablaba y, a san Bernabé, tal vez por su aspecto noble y majestuoso, lo tomaron por Zeus o Júpiter, padre de todos los dioses. A duras penas consiguieron los dos santos evitar que la población ofreciese sacrificios en su honor y, entonces, con la proverbial veleidad de la multitudes, los ciudadanos de Listra pasaron al otro extremo y comenzaron a lanzar piedras contra san Pablo, al que dejaron maltrecho. Tras una breve estancia en Derbe, donde convirtieron a muchos, los dos Apóstoles retrocedieron para pasar por todas las ciudades que habían visitado previamente, a fin de confirmar a los convertidos y ordenar presbíteros. Después de completar así su primera jornada de misiones, regresaron a Antioquía de Siria, muy satisfechos con los resultados de sus esfuerzos.
Poco después, surgió una disputa en la Iglesia de Antioquía, en relación con el cumplimiento de los ritos judíos: algunos de los judíos cristianos, contrarios a las opiniones de Pablo y Bernabé, sostenían que los paganos que entrasen a la Iglesia no sólo deberían ser bautizados, sino también circuncidados. Como consecuencia de aquella desavenencia, se convocó al Concilio de Jerusalén y, ante la asamblea, san Pablo y san Bernabé hicieron un relato detallado sobre sus labores entre los gentiles y obtuvieron la aprobación de su misión, el Concilio declaró terminantemente que los gentiles convertidos estaban exentos del deber de la circuncisión. Sin embargo, persistió la división entre judíos y gentiles convertidos, hasta el grado de que san Pedro, durante una visita a Antioquía, se abstuvo de comer con los gentiles, por deferencia a la susceptibilidad de los judíos, ejemplo que imitó san Bernabé. San Pablo reconvino a uno y a otro y expuso claramente sus postulados sobre la universalidad de la doctrina cristiana. No tardó en surgir otra diferencia entre él y san Bernabé, en vísperas de su partida a un recorrido por las iglesias que habían fundado, porque quería llevar consigo a Juan Marcos y san Pablo se negaba, en vista de que el joven había desertado ya una vez. La discusión entre los dos Apóstoles llegó a tal punto, que ambos decidieron separarse: san Pablo emprendió su proyectada gira en compañía de Silas, mientras que san Bernabé partió hacia Chipre con Juan Marcos. De ahí en adelante, los Hechos no vuelven a mencionarlo. Parece evidente, por las alusiones que se hacen a Bernabé en la Epístola I a los Corintios (9,5 y 6), que aún vivía y trabajaba en los años 56 ó 57 P.C.; pero la posterior invitación de san Pablo a Juan Marcos para que se uniese a él, cuando estaba preso en Roma, hace pensar en que, alrededor del año 60 ó 61, san Bernabé ya había muerto. Se dice que fue apedreado hasta morir, en Salamina. Otra tradición nos lo presenta como predicador en Alejandría y en Roma y además como el primer obispo de Milán. Tertuliano afirma que fue él quien escribió la Epístola a los Hebreos, mientras que otros escritores creen que fue él quien escribió en Alejandría la obra conocida como Epístola de Bernabé, que sin embargo es apócrifa. En realidad, no se sabe sobre él nada más que lo que dice el Nuevo Testamento.
Los bolandistas, en Acta Sanctorum, junio, vol. II, reunieron todas las referencias sobre san Bernabé que se pudieron obtener a principios del siglo dieciocho. Desde entonces, es poco lo que se ha agregado, excepción hecha del conocimiento más profundo que ahora se tiene sobre la antigua literatura apócrifa. El texto ahí incluido, o sea la llamada Acta de Bernabé, fue editado con comentarios críticos y adaptado de mejores manuscritos, por Max Bonnet (1903), como una continuación del Acta Apostolorum Apocrypha, de R. H. Lipsius. Este documento pretende haber sido escrito por Juan Marcos, pero en realidad es una obra que data de fines del siglo quinto. Se trata de un relato sobre los hechos de san Bernabé, que describe su martirio en Chipre y los milagros obrados posteriormente en su tumba. Un documento apócrifo mucho más antiguo es la llamada «Epístola de San Bernabé», que data de la primera mitad del siglo segundo, probablemente del año 135 P.C. Durante mucho tiempo, nadie dudó de que se trataba efectivamente de una obra de San Bernabé y, algunos de los primeros Padres llegaron a incluirla en los cánones de las Sagradas Escrituras. Los que la rechazaron, llamándola "espuria", sólo trataban de dar a entender que no la recibían como la palabra inspirada por el Espíritu Santo. Ni ellos mismos dudaban de que san Bernabé la hubiese escrito. En la actualidad, sin embargo, se reconoce, por lo general, que no puede estar relacionada con él y que tal vez fue hecha por algún judío convertido de Alejandría. No hay pruebas concretas que confirmen la creencia de que san Bernabé fue el primer obispo de Milán.
Véase a Duchesne en Mélanges (1892), pp. 41-71 y también a Savio, Gli antichi vescovi d'Italia (Milán, vol. I) . Este último da buenas razones para afirmar que las pretensiones de Milán al decir que san Bernabé fue su primer obispo, se originaron en una invención de Landulfo, durante el siglo once. También hay una obra, que durante algún tiempo circulaba ampliamente entre los mahometanos, bajo el título de Evangelio de Bernabé; sobre este particular, véase a W. Axon, en Journal of Theological Studies, abril, 1902, pp. 441-451. Nuevo Comentario Bíblico «San Jerónimo», vol. 3, o en cualquier comentario actualizado a Hechos de los Apóstoles, que en general presentan al personaje al llegar a l primera mención del capítulo 4. A la presente noticia del Butler-Guinea le he hecho muy ligeras modificaciones, de estilo y presentación fundamentalmente.
Concilio Vaticano II Constitución dogmática sobre la Iglesia «Lumen Gentium», 21
«Lo que habéis recibido gratuitamente, dadlo gratuitamente»
En la persona, pues, de los obispos, a quienes asisten los presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente en medio de los fieles. Porque sentado a la diestra del Padre, no está ausente de la congregación de sus pontífices, sino que, principalmente a través de su servicio eximio, predica la palabra de Dios a todas las gentes y administra continuamente los sacramentos de la fe a los creyentes, y por medio de su solicitud paternal va congregando nuevos miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural; finalmente, por medio de su sabiduría y prudencia dirige y ordena al Pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinar hacia la eterna felicidad...
Para realizar estas cargas tan altas, los apóstoles fueron enriquecidos por Cristo, con una efusión especial del Espíritu Santo, que descendió sobre ellos (Hch 1,8; 2,4; Jn 20,22). Y ellos, a su vez, por la imposición de las manos, transmitieron a sus colaboradores este don espiritual (1Tm 4,14; 2Tm 1,6), que ha llegado hasta nosotros en la consagración episcopal. Enseña pues, el santo concilio, que en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada, en la práctica litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres, sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado. La consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de enseñar y regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del colegio. Pues según la Tradición..., es cosa clara que por la imposición de las manos y las palabras de la consagración se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter, de tal manera que los obispos, de modo visible y eminente, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúan en lugar suyo.
No juréis en modo alguno
Tiempo Ordinario. Él conoce nuestro corazón mejor que nosotros mismos.
Oración introductoria
El Papa Francisco nos dice: «Estar con Jesús exige salir de nosotros mismos, de un modo de vivir cansino y rutinario». Señor, en esta oración te pido tu gracia para salir de mí mismo y escucharte. Te he fallado, pero te adoro y confío en tu misericordia. Quiero estar contigo, así como Tú quieres estar conmigo.
Petición
Dame la gracia de dar siempre un testimonio coherente de mi fe.
Meditación del Papa Benedicto XVI
El Espíritu Santo es la certeza de que Dios llevará a cumplimiento su plan de salvación, cuando conduzca "a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra". San Juan Crisóstomo comenta sobre este punto: "Dios nos escogió por la fe y ha marcado en nosotros el sello de la herencia de la gloria futura". Tenemos que aceptar que el camino de nuestra redención es también nuestro camino, porque Dios quiere criaturas libres, que digan libremente que sí; pero es sobre todo y primero, Su camino. Estamos en sus manos y ahora es nuestra libertad el ir en el camino abierto por Él. Vamos por este camino de la redención, junto con Cristo, y sentimos que la redención se realiza. La visión que nos presenta san Pablo en esta gran oración de bendición, nos ha llevado a contemplar la acción de las tres Personas de la Santísima Trinidad: el Padre que nos ha elegido antes de la fundación del mundo, ha pensado en nosotros y nos ha creado; el Hijo que nos ha redimido por su sangre, y la promesa del Espíritu Santo, prenda de nuestra redención y de la gloria futura. (Benedicto XVI, 20 de junio de 2012).
Reflexión
"No perjurarás", el Señor no necesita nuestros juramentos para saber que vamos a cumplir. Él prefiere que nos esforcemos hasta lograr nuestro propósito, no importando las veces que caigamos. Él conoce mejor que nosotros mismos nuestro corazón, sabe que somos débiles, sabe que caeremos, pero también sabe que nos volveremos a levantar si lo que hacemos lo estamos haciendo por Él. También Él nos invita a confiarnos plenamente a su amor. No podemos cambiar nada de nuestro cuerpo, pero Él todo lo puede; en él todo dolor físico cambia, cobra todo su valor, ya no sufriremos sin sentido, ahora podemos unir nuestro sufrimiento al de Cristo en la cruz. ¿Por qué Dios no nos quita el sufrimiento? Tal vez porque nos ama tanto que quiere asociarnos más a su propio sufrimiento. Nosotros sufriendo tan pequeñitas cosas, en comparación con lo que Él sufrió por nosotros, le ayudamos a salvar a tantos hombres que no lo conocen o se han alejado de Él.
Diálogo con Cristo
Jesucristo, ¡venga tu Reino! Ésta es la aspiración de mi existencia. Que tu Reino se establezca y se realice en mi persona. Me conoces mejor de lo que yo me conozco, por eso necesito que seas el Rey de mi vida y me digas quién soy yo y qué tengo que hacer para cumplir tu voluntad.
Propósito
Si hoy tengo un problema, pediré a Dios que me ayude, en vez de tratar de solucionar todo con mi propio esfuerzo.
María y la fe de una mamá
Cuando hagas oración por alguien, no esperes que esa persona ponga de sí
Hoy te encuentro, mujer cananea, en un pasaje del Evangelio... (San Marcos 7, 24-30) Y me quedo pensando en ti, en tu dolor de madre, en tu búsqueda de caminos para tu hija.
Pasan las horas y siento que sigues estando allí, en mi corazón, tratando de hacerme entender, tratando de explicarme algo... Pero no te entiendo.
Y como mi corazón sabe que cuando no entiende debe buscar a su Maestra del alma, entonces te busco, Madre querida, te busco entre las letras de ese pasaje bíblico que leo y releo una y otra vez.
De pronto mi alma comienza a sentir tu perfume y me voy acercando al lugar de los hechos...
Allí te encuentro, Madrecita, mezclada entre la gente que hablaba de Jesús... me haces señas de que tome tu mano. ¡Qué alivio para el alma tomar tu Mano, Señora Mía!!! ¡¡¡Como se abren caminos santos cuando nos dejamos llevar por ti!!!
Así, aferrada a ti, te sigo hasta muy cerquita de una mujer de triste mirada… Esa mirada que tiene una mama cuando un hijo no esta bien, sea cual sea el problema. Es la cananea. Pasa por aquí, quizás va a buscar agua o comida… Ve la gente que habla y se acerca. Su dolor le pesa en el alma.
- Presta atención, hija, - me susurras dulcemente, Madrecita...
Alguien habla de Jesús, de sus palabras, de sus enseñanzas, de sus milagros... Los ojos de la cananea parecen llenarse de luz.
No alcanzo a divisar a quien habla, ni a escuchar lo que dice, pero, en cambio, puedo ver el rostro de la cananea.
- Mira cómo cambia la mirada de ella, Madre- te digo como buscando tu respuesta
- ¿Sabes que es ese brillo que va creciendo en sus ojos? Es la luz de la esperanza. Una esperanza profunda y una fe incipiente que, como lluvia serena en tierra árida, va haciendo florecer su alma. Dime, qué piensas de esto.
- Pues… que me alegro por ella.
- Esta bien hija, que te alegres por ella, pero si te explico esto, es también para que comprendas algo. Te alegras por esa mama, pero nada me has dicho de quien estaba hablando de Jesús.
- No te entiendo, Madre
- Hija ¿Cómo iba a conocer a mi Hijo esa sencilla mujer si esa persona no hubiese hablado de Él? Lee con atención nuevamente el pasaje del Evangelio, "habiendo oído hablar de Él, vino a postrarse a sus pies..." habiendo oído, hija mía, habiendo oído…
Te quedas en silencio, Madre, y abres un espacio para que pueda volver, con mi corazón, a muchos momentos en los que mi hermano tenía necesidad de escuchar acerca de tu Hijo, acerca de ti... y yo les devolví silencio, porque estaba apurada, porque tenía cosas que hacer.
Trato de imaginar, por un momento, como fue aquel "habiendo oído". Cuáles fueron los gestos y el tono de voz de quien habló, cuáles fueron sus palabras y la fuerza profunda de su propia convicción. Cómo la fe que inundaba su corazón se desbordó hacia otros corazones, llegando hasta uno tan sediento como el de la cananea.
¡Bendito sea quien haya estado hablando de tal manera! los Evangelios no recogen su nombre pero sí recogen su fruto, el fruto de una siembra que alcanzó el milagro.
¡Dame, Madre, una fe que desborde mi alma y así, llegue al corazón de mi hermano!
De pronto, veo que la cananea va corriendo a la casa donde Jesús quería permanecer oculto... Tu mirada, Madre, y la de ella se encuentran. Es un dialogo profundo, de Mamá a mamá...
Entonces, con esa fuerza y ese amor que siente el corazón de una madre, la mujer cananea suplica por su hija. Jesús le pone un obstáculo, pero este no es suficiente para derribar su fe....
Ella implora desde y hasta el fondo de su alma… Todo su ser es una súplica, pero una súplica llena de confianza.
Entonces, María, entonces mi corazón ve el milagro, un milagro que antes no había notado… un milagro que sucede un instante antes de que Jesús pronuncie las esperadas palabras...
El milagro de la fe de una mamá...
Aprieto tu mano, María Santísima y te digo vacilante:
- Madre, estoy viendo algo que antes no había visto...
- ¿Qué ves ahora, hija?
- Pues... que Jesús no le dice a esa mujer que cura a su hija por lo que su hija es, por lo que ha hecho, por los méritos que ha alcanzado, ni nada de eso. Jesús hace el milagro por la fe de la madre.
- Así es, hija, es la fe de la madre la que ha llegado al Corazón de Jesús y ha alcanzado el milagro la fe de la madre.
Debes aprender a orar como ella.
- Enséñame, Madre, enséñame
- La oración de la cananea tiene dos partes. La súplica inicial, la súplica que nace por el dolor de su hija, ese pedido de auxilio que nace en su corazón doliente. Pero su oración no termina allí. Jesús le pone una especie de pared delante.
- Así es Madre, si yo hubiese estado en su lugar quizás esa pared hubiera detenido el camino de mi oración...
- No si hubieses venido caminando conmigo. Pero sigamos. Jesús le pone una pared que ella ve y acepta… y así, postrada a los pies del Maestro su fe da un salto tal que le hace decir a Jesús "¡Anda! Por lo que has dicho, el demonio ha salido de tu hija". Ese salto de su fe es esa oración que persevera confiada a pesar de que las apariencias exteriores la muestren como "inútil" "para qué insistir"... por tanto, hija, te digo que no condiciones tu oración a actitudes de otras personas...
-¿Cómo es esto Madre?
- Cuando hagas oración por alguien, no esperes que esa persona ponga de sí "algo" para alcanzar el milagro. Tú continúa con tu oración, que los milagros se alcanzan por la fe de quien los pide más que por los méritos del destinatario. Suplica para ti esa fe, una fe que salta paredes, una fe que no se deja vencer por las dificultades, una fe como la de la cananea...
Y vienen a mis recuerdos otras personas que han vivido lo mismo... desde Jairo (Mt 9,18; Mc 5,36; Lc 8,50) o ese pobre hombre que pedía por su hijo (Mt 17,15 Mc 9,24) hasta Santa Mónica, suplicando tanto por su Agustín… y alcanzando milagros insospechados, pues ella solo pedía su conversión y terminó su hijo siendo no solo santo sino Doctor de la Iglesia...
Las oraciones de una mamá.
La fe de una mamá.
Te abrazo en silencio, Madre y te suplico abraces a todas las mamás del mundo y les alcances la gracia de una fe como la de la cananea, esa fe que salta paredes y se torna en milagro.
Francisco a los sacerdotes: Buscar, incluir y alegrarse
El Papa Francisco ofrece a los sacerdotes tres claves esenciales para su ministerio pastoral.
Ciudad del Vaticano (AICA): El papa Francisco presidió el pasado 3 de Junio del 2016 la misa en la basílica de San Pedro, en el marco del Jubileo de los Sacerdotes y de los Seminaristas, y en el marco de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, instituida hace 160 años por el beato Pío IX. El pontífice les recordó que el corazón del sacerdote “no privatiza ni tiempos ni espacios” y que en la celebración eucarística encontrarán cada día su identidad de pastores, y les sugirió tres claves para su ministerio pastoral: busca, incluir y alegrarse.
La Eucaristía fue concelebrada por 20 cardenales, 50 obispos, 250 sacerdotes de la Curia Romana y más de 5 mil sacerdotes llegados a Roma de todo el mundo para el jubileo.
"Estamos llamados a apuntar el corazón, hacia la interioridad, a las raíces más robustas de la vida, al núcleo de los afectos, en una palabra al centro de la persona y hoy queremos la mirada a dos corazones: el corazón del Buen Pastor y nuestro corazón de pastores", recordó el pontífice.
"El corazón del Buen Pastor -explicó- nos dice que su amor no tiene límites, no se cansa y no se rinde nunca. Lo vemos en su continuo donarse, sin límites, allí encontramos la surgente del amor fiel, que deja libres y nos hace libres, allí redescubrimos cada vez que Jesús nos ama hasta el final sin imponerse jamás".
"El corazón del Buen Pastor está dirigido hacia nosotros, polarizado especialmente hacia quien está más distante: allí apunta obstinadamente la aguja de la brújula, allí revela una debilidad de amor particular porque desea alcanzar a todos y no perder a ninguno", agregó.
El Obispo de Roma dio a los sacerdotes algunas claves para ayudarlos a tener el fuego de la caridad de Jesús, el Buen Pastor, y que se sintetiza en tres formas de actuar que sugieren las lecturas del día: buscar, incluir y alegrarse.
"Buscar", puesto que es el corazón que busca: es un corazón que no privatiza los tiempos y espacios, no es celoso de su legítima tranquilidad, y nunca pretende que no lo molesten. “El pastor, según el corazón de Dios, no defiende su propia comodidad, no se preocupa de proteger su buen nombre, sino que, por el contrario, sin temor a las críticas, está dispuesto a arriesgar con tal de imitar a su Señor”, precisó.
"Incluir", porque Cristo ama y conoce a sus ovejas, da la vida por ellas y ninguna le resulta extraña. “No es un jefe temido por las ovejas - afirmó Francisco - sino el pastor que camina con ellas y las llama por su nombre para reunir a las que todavía no están con Él”.
"Alegrarse", dado que Dios se pone "muy contento" y su alegría nace del perdón, de la vida que se restaura, del hijo que vuelve a respirar el aire de casa.
Francisco le recordó a los sacerdotes que en la celebración eucarística encuentran cada día su identidad de pastores y los instó a hacer suyas las palabras de Jesús: "Este es mi cuerpo que se entrega por ustedes".
"Éste es el sentido de nuestra vida, son las palabras con las que, en cierto modo, podemos renovar cotidianamente las promesas de nuestra ordenación", subrayó y les agradeció su "sí" para dar la vida unidos a Jesús, "fuente pura de nuestra alegría".
Texto de la homilía
La celebración del Jubileo de los Sacerdotes en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús nos invita a llegar al corazón, es decir, a la interioridad, a las raíces más sólidas de la vida, al núcleo de los afectos, en una palabra, al centro de la persona. Y hoy nos fijamos en dos corazones: el del Buen Pastor y nuestro corazón de pastores.
El corazón del Buen Pastor no es sólo el corazón que tiene misericordia de nosotros, sino la misericordia misma. Ahí resplandece el amor del Padre; ahí me siento seguro de ser acogido y comprendido como soy; ahí, con todas mis limitaciones y mis pecados, saboreo la certeza de ser elegido y amado. Al mirar a ese corazón, renuevo el primer amor: el recuerdo de cuando el Señor tocó mi alma y me llamó a seguirlo, la alegría de haber echado las redes de la vida confiando en su palabra (cf. Lc 5,5).
El corazón del Buen Pastor nos dice que su amor no tiene límites, no se cansa y nunca se da por vencido. En él vemos su continua entrega sin algún confín; en él encontramos la fuente del amor dulce y fiel, que deja libre y nos hace libres; en él volvemos cada vez a descubrir que Jesús nos ama «hasta el extremo» (Jn 13,1) – no se detiene, sino hasta el final – sin imponerse nunca.
El corazón del Buen Pastor está inclinado hacia nosotros, «polarizado» especialmente en el que está lejano; allí apunta tenazmente la aguja de su brújula, allí revela la debilidad de un amor particular, porque desea llegar a todos y no perder a nadie.
Ante el Corazón de Jesús nace la pregunta fundamental de nuestra vida sacerdotal: ¿A dónde se orienta mi corazón? Pregunta que nosotros, los sacerdotes, debemos hacernos tantas veces, cada día, cada semana: ¿a dónde se orienta mi corazón? El ministerio está a menudo lleno de muchas iniciativas, que lo ponen ante diversos frentes: de la catequesis a la liturgia, de la caridad a los compromisos pastorales e incluso administrativos. En medio de tantas actividades, permanece la pregunta: ¿En dónde se fija mi corazón? Me viene a la memora aquella oración tan bella de la Liturgia: “Ubi vera sunt gaudia…”. ¿A dónde apunta, cuál es el tesoro que busca? Porque —dice Jesús— «donde estará tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6,21). Hay debilidades en todos nosotros, también pecados. Pero vayamos a lo profundo, a la raíz: ¿Dónde está la raíz de nuestras debilidades, de nuestros pecados, es decir dónde está precisamente aquel “tesoro” que nos aleja del Señor?
Los tesoros irremplazables del Corazón de Jesús son dos: el Padre y nosotros. Él pasaba sus jornadas entre la oración al Padre y el encuentro con la gente. No la distancia, el encuentro. También el corazón de pastor de Cristo conoce sólo dos direcciones: el Señor y la gente. El corazón del sacerdote es un corazón traspasado por el amor del Señor; por eso no se mira a sí mismo – no debería mirarse a sí mismo –, sino que está dirigido a Dios y a los hermanos. Ya no es un «corazón bailarín», que se deja atraer por las seducciones del momento, o que va de aquí para allá en busca de aceptación y pequeñas satisfacciones. Es, en cambio un corazón arraigado en el Señor, cautivado por el Espíritu Santo, abierto y disponible para los hermanos. Y allí resuelve sus pecados.
Para ayudar a nuestro corazón a que tenga el fuego de la caridad de Jesús, el Buen Pastor, podemos ejercitarnos en asumir en nosotros tres formas de actuar que nos sugieren las Lecturas de hoy: buscar, incluir y alegrarse.
Buscar. El profeta Ezequiel nos recuerda que Dios mismo busca a sus ovejas (cf. 34,11.16). Como dice el Evangelio, «va tras la descarriada hasta que la encuentra» (Lc 15,4), sin dejarse atemorizar por los riesgos; se aventura sin titubear más allá de los lugares de pasto y fuera de las horas de trabajo. Y no se hace pagar horas extras. No aplaza la búsqueda, no piensa: «Hoy ya he cumplido con mi deber, eventualmente me ocuparé mañana», sino que se pone de inmediato manos a la obra; su corazón está inquieto hasta que encuentra esa oveja perdida. Y, cuando la encuentra, olvida la fatiga y se la carga sobre sus hombros todo contento. A veces debe salir a buscarla, a hablar; otras veces debe permanecer ante el tabernáculo, luchado con el Señor por aquella oveja.
Así es el corazón que busca: es un corazón que no privatiza los tiempos y espacios. ¡Ay de los pastores que privatizan su ministerio! No es celoso de su legítima tranquilidad – legítima, digo, ni siquiera de ella – y nunca pretende que no lo molesten.
El pastor, según el corazón de Dios, no defiende su propia comodidad, no se preocupa de proteger su buen nombre, pero será calumniado, como Jesús. Sin temor a las críticas, está dispuesto a arriesgar con tal de imitar a su Señor. “Bienaventurados ustedes cuando los insultarán, los perseguirán…” (Mt 5,11). El pastor según Jesús tiene el corazón libre para dejar sus cosas, no vive haciendo cuentas de lo que tiene y de las horas de servicio: no es un contable del espíritu, sino un buen Samaritano en busca de quien tiene necesidad. Es un pastor, no un inspector de la grey, y se dedica a la misión no al cincuenta o sesenta por ciento, sino con todo su ser. Al ir en busca, encuentra, y encuentra porque arriesga. Si el pastor no arriesga, no encuentra. No se queda parado después de las desilusiones ni se rinde ante las dificultades; en efecto, es obstinado en el bien, ungido por la divina obstinación de que nadie se extravíe. Por eso, no sólo tiene la puerta abierta, sino que sale en busca de quien no quiere entrar por ella. Y como todo buen cristiano, y como ejemplo para cada cristiano, siempre está en salida de sí mismo. El epicentro de su corazón está fuera de él: es un descentrado de sí mismo, centrado sólo en Jesús. No es atraído por su yo, sino por el tú de Dios y por el nosotros de los hombres.
Segunda palabra: Incluir. Cristo ama y conoce a sus ovejas, da la vida por ellas y ninguna le resulta extraña (cf. Jn 10,11-14). Su rebaño es su familia y su vida. No es un jefe temido por las ovejas, sino el pastor que camina con ellas y las llama por su nombre (cf. Jn 10, 3-4). Y quiere reunir a las ovejas que todavía no están con él (cf. Jn 10,16).
Así es también el sacerdote de Cristo: está ungido para el pueblo, no para elegir sus propios proyectos, sino para estar cerca de las personas concretas que Dios, por medio de la Iglesia, le ha confiado. Ninguno está excluido de su corazón, de su oración y de su sonrisa. Con mirada amorosa y corazón de padre, acoge, incluye, y, cuando debe corregir, siempre es para acercar; no desprecia a nadie, sino que está dispuesto a ensuciarse las manos por todos.
El Buen Pastor no conoce los conoce. Ministro de la comunión, que celebra y vive, no pretende los saludos y felicitaciones de los otros, sino que es el primero en ofrecer mano, desechando cotilleos, juicios y venenos. Escucha con paciencia los problemas y acompaña los pasos de las personas, prodigando el perdón divino con generosa compasión. No regaña a quien abandona o equivoca el camino, sino que siempre está dispuesto para reinsertar y recomponer los litigios. Es un hombre que sabe incluir.
Alegrarse. Dios se pone «muy contento» (Lc 15,5): su alegría nace del perdón, de la vida que se restaura, del hijo que vuelve a respirar el aire de casa. La alegría de Jesús, el Buen Pastor, no es una alegría para sí mismo, sino para los demás y con los demás, la verdadera alegría del amor. Esta es también la alegría del sacerdote. Él es transformado por la misericordia que, a su vez, ofrece de manera gratuita. En la oración descubre el consuelo de Dios y experimenta que nada es más fuerte que su amor. Por eso está sereno interiormente, y es feliz de ser un canal de misericordia, de acercar el hombre al corazón de Dios. Para él, la tristeza no es lo normal, sino sólo pasajera; la dureza le es ajena, porque es pastor según el corazón suave de Dios.
Queridos sacerdotes, en la celebración eucarística encontramos cada día nuestra identidad de pastores. Cada vez podemos hacer verdaderamente nuestras las palabras de Jesús: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Este es el sentido de nuestra vida, son las palabras con las que, en cierto modo, podemos renovar cotidianamente las promesas de nuestra ordenación. Les agradezco su «sí», y por los tantos «sí» escondidos de todos los días, que sólo el Señor conoce. Les agradezco por su «sí», para dar la vida unidos a Jesús: aquí está la fuente pura de nuestra alegría.