Prender fuego
- 14 Agosto 2016
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Son bastantes los cristianos que, profundamente arraigados en una situación de bienestar, tienden a considerar el cristianismo como una religión que, invariablemente, debe preocuparse demantener la ley y el orden establecido.
Por eso, resulta tan extraño escuchar en boca de Jesús dichos que invitan, no al inmovilismo y conservadurismo, sino a la transformación profunda y radical de la sociedad: «He venido a prender fuego en el mundo y ojalá estuviera ya ardiendo... ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división».
No nos resulta fácil ver a Jesús como alguien que trae un fuego destinado a destruir tanta mentira, violencia e injusticia. Un Espíritu capaz de transformar el mundo, de manera radical, aun a costa de enfrentar y dividir a las personas.
El creyente en Jesús no es una persona fatalista que se resigna ante la situación, buscando, por encima de todo, tranquilidad y falsa paz. No es un inmovilista que justifica el actual orden de cosas, sin trabajar con ánimo creador y solidario por un mundo mejor. Tampoco es un rebelde que, movido por el resentimiento, echa abajo todo para asumir él mismo el lugar de aquellos a los que ha derribado.
El que ha entendido a Jesús actúa movido por la pasión y aspiración de colaborar en un cambio total. El verdadero cristiano lleva la «revolución» en su corazón. Una revolución que no es «golpe de estado», cambio cualquiera de gobierno, insurrección o relevo político, sino búsqueda de una sociedad más justa.
El orden que, con frecuencia, defendemos, es todavía un desorden. Porque no hemos logrado dar de comer a todos los hambrientos, ni garantizar sus derechos a toda persona, ni siquiera eliminar las guerras o destruir las armas nucleares.
Necesitamos una revolución más profunda que las revoluciones económicas. Una revolución que transforme las conciencias de los hombres y de los pueblos. H. Marcuse escribía que necesitamos un mundo «en el que la competencia, la lucha de los individuos unos contra otros, el engaño, la crueldad y la masacre ya no tengan razón de ser».
Quien sigue a Jesús, vive buscando ardientemente que el fuego encendido por él arda cada vez más en este mundo. Pero, antes que nada, se exige a sí mismo una transformación radical: «solo se pide a los cristianos que sean auténticos. Esta es verdaderamente la revolución» (E. Mounier).
20 Tiempo ordinario - C
(Lucas 12,49-53)
14 de agosto 2016
XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO LA DENUNCIA PROFÉTICA
(Jer 38, 4-6. 8-10; Sal 39; Hbr 12, 1-4; Lc 12, 49-53)
Nos puede pasar como en los tiempos antiguos, que embebidos en una cultura del bienestar como absoluto, rechacemos toda voz discordante, y sentenciemos como ingrata e injusta la denuncia posible, que proclama valores y verdades contraculturales, como le pasó, de alguna forma, al profeta Jeremías. “En aquellos días, los príncipes dijeron al rey: -«Muera ese Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y a todo el pueblo, con semejantes discursos. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia.» (Jer).
Y, no obstante, a la corriente embriagante, que convierte el tiempo de vacaciones en un paréntesis, en el que cabe todo, el Autor Sagrado vienen en nuestra ayuda, y la Iglesia se hace portavoz, sin ánimo de aguar la fiesta, de la verdad que supera el tiempo, y que en definitiva libera, consuela, da esperanza.
Jesucristo es siempre el referente autentificador, como señala el autor de la Carta a los Hebreos: “Recordad al que soportó la oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo” (Hbr). Porque podríamos interpretar la invitación al testimonio como una reacción violenta, pero Jesús fue paciente, expuso la verdad, y entregó su vida por defenderla, y llegó a morir por todos, incluso por los que le crucificaron.
Quienes tenemos el don de la fe, nos podemos convertir en profetas, por el modo de vivir, y sin intromisiones violentas, siempre cabe la profecía del testimonio: “Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios. Muchos, al verlo, quedaron sobrecogidos y confiaron en el Señor” (Sal).
Jesús, en el evangelio, parece que muestra cansancio o impaciencia en el anuncio de la Buena Noticia, y a apela a una imagen terrible: -“He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!” (Lc). Sin embargo, el fuego al que se refiere no es destructor, sino transformador, como se narra en los Hechos de los Apóstoles, cuando se posaron llamas como de fuego sobre los discípulos de Jesús, reunidos en oración con María, la Madre de Jesús, a la espera del Espíritu Santo.
Ante el mensaje que hoy nos ofrece la Palabra, ¿cómo te sientes? ¿Denunciado? ¿Animado a ser testigo? ¿Esperanzado? ¿Con fuerza interior?
No pierdas el ánimo. Como dice el salmista: “Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado”.
San Maximiliano Kolbe – 14 de agosto
«El hombre que confió en la Inmaculada. Franciscano, mártir de la caridad. Se ofreció como víctima en el campo de concentración de Auschwitz para salvar a un padre de familia. Había fundado la Milicia y la Ciudad de la Inmaculada»
De él dijo Juan Pablo II que «hizo como Jesús, no sufrió la muerte sino que donó la vida». Poco antes de la invasión de Polonia, el santo había escrito: «Sufrir, trabajar y morir como caballeros, no con una muerte normal sino, por ejemplo, con una bala en la cabeza, sellando nuestro amor a la Inmaculada, derramando como auténtico caballero la propia sangre hasta la última gota, para apresurar la conquista del mundo entero para Ella. No conozco nada más sublime». Dios le tomó la palabra. Raymond nació en Zdunska Wola, Polonia, el 8 de enero de 1894. Sus padres, María Dabrowska, que no pudo cumplir su sueño de ser religiosa, y Julio Kolbe, integrados en la Tercera Orden Franciscana, le transmitieron su fe y devoción por la Virgen. De cinco varones habidos en el matrimonio, dos fallecidos prematuramente, los tres que sobrevivieron crecieron impregnados de la espiritualidad franciscana. En 1906 el pequeño Raymond había tenido una visión en la que María se le presentaba con una corona blanca y otra roja cuyo simbolismo interpretó como una simbiosis de pureza (la blanca) y vaticinio de su martirio (la roja). María Dabrowska, conocedora del hecho, guardó en su corazón, como hizo la Virgen, esta espada de dolor que sabía iba a ser motivo de gloria eterna para su querido hijo. Éste asentó en la Madre del cielo su vida y quehacer apostólico.
A los 13 años ingresó en el seminario franciscano de Lviv, junto a Francisco, su hermano mayor. Allí acrecentaba su oración, su amor al estudio y daba pruebas de férrea vocación. Sin embargo, la promesa de defender a María, que ambos hicieron, iba acompañada para Raymond de la idea de las armas. Combatiría por Ella rememorando el día en el que el monarca polaco Juan Casimiro consagró su país a la Virgen, ante la imagen de Nuestra Señora de Czestochowa.
Todo ello venía a su mente y a su corazón porque la paz se había roto en la frontera de Lviv ocupada por los rusos y dominio austriaco. No tardó en darse cuenta de que sacerdocio y armas eran irreconciliables, pero se sentía llamado a engrosar las filas de los que se disponían a luchar para defender su patria.
Hubo un momento en que experimentó el aguijón de la duda respecto a su vocación; influyó en la voluntad de su hermano, y los dos decidieron abandonar el convento. Pero ahí estaba la madre, orando y velando por sus hijos, con tanta fe que llegó a visitarlos justo en el momento oportuno. Era portadora de una gozosa noticia. Les comunicó que iba a unirse a ellos Joseph, el menor de los hermanos, y que ambos progenitores habían acordado dedicarse a servir a Dios exclusivamente.
Disipada la vacilación, en septiembre de 1910 Raymond inició el noviciado. Al profesar tomó el nombre de Maximiliano. Cursó estudios de filosofía y teología en Roma entre 1912 y 1919, obteniendo el doctorado en ambas disciplinas, aunque también destacaba brillantemente en matemáticas y en física. En esta época la Virgen le inspiró la fundación de la Milicia de la Inmaculada. Ya sacerdote regresó a Polonia con una gran debilidad física, pero con un espíritu apostólico imbatible. Su mala salud lo liberó de otros compromisos y pudo dedicarse por entero a promover la Milicia que materializó en su país junto a otro grupo de religiosos en 1919. Llevado por su excelso amor a María, y creyendo que era una vía para rescatar las almas, creó la revista mensual «Caballero de la Inmaculada», cuya tirada ascendía al millón de ejemplares en 1939. Con esta publicación llegaba a hogares polacos y de otros lugares del mundo. Al mismo tiempo impartía clases en Cracovia.
En 1929 fundó la primera «Ciudad de la Inmaculada», que tuvo su sede en el convento franciscano de Niepokalanów, y que pronto fue bendecida con tal cúmulo de vocaciones que se convirtió en el mayor monasterio de la época y uno de los más numerosos en toda la historia de la Iglesia. Dos años más tarde, respondiendo a la solicitud de petición de misioneros que hizo el papa, partió voluntariamente a Japón donde creó otra nueva Ciudad y difundió la revista mensual. Abrió un noviciado y un seminario. Con un apostolado en el que incluía prensa y radio seguía adelante con su sueño de «conquistar todo el mundo, todas las almas, para Cristo, para la Inmaculada, usando todos los medios lícitos, todos los descubrimientos tecnológicos, especialmente en el ámbito de las comunicaciones».
En 1936 regresó a Polonia ya que en su ausencia Niepokalanów había atravesado alguna crisis. Con la ocupación nazi acogió allí a miles de desplazados de Poznań, los cobijó y asistió espiritualmente. En febrero de 1939 la Gestapo le apresó y le internó en los campos de concentración de Amtlitz y en el de Ostrzeszów. Aunque fue liberado, en 1941 volvieron a detenerle. Le condujeron a Pawiak y de allí le trasladaron a Auschwitz asignándole el número 16670. El 3 de agosto de 1941 se escapó un prisionero, y como castigo fueron seleccionados otros 10 para ser ejecutados. Raymond escuchó el clamor de uno de ellos, Francis Gajowniczka, que sufría por su familia. Dio un paso al frente y se ofreció al comandante para morir en su lugar al tiempo que daba fe de su condición sacerdotal. Era otro signo visible de su santidad.
Fue condenado a morir de hambre en una cámara subterránea, el temible búnker nº 13, junto a los 9 restantes prisioneros. Él, que había escrito: «Tengo que ser tan santo como sea posible», en esas condiciones siguió oficiando la Santa Misa con la ayuda de algunos guardianes que le proporcionaban lo preciso para consagrar, compartiendo rezos y cánticos con sus compañeros y alentándoles en esas crueles circunstancias. Tres semanas más tarde era el único superviviente; el resto fueron muriendo poco a poco. De modo que sus verdugos le aplicaron una inyección letal el 14 de agosto de 1941. Su madre tuvo directa noticia del martirio que estaba dispuesto a sufrir por la carta que él le había dirigido. Pablo VI lo beatificó el 17 de octubre de 1971. Juan Pablo II lo canonizó el 10 de octubre de 1982.
Francisco, en la cátedra de la ventana
Alaba a los misioneros que anuncian el Evangelio "a costa de sus vidas"
Papa: "La Iglesia no necesita burócratas sino apasionados misioneros, devorados por el celo del Espíritu"
"El fuego del Espíritu nos lleva a ser próximo de los necesitados, de los refugiados"
José Manuel Vidal, 14 de agosto de 2016 a las 11:47
La Iglesia necesita al Espíritu Santo, para no dejarse frenar por el miedo y por el cálculo, para no habituarse a caminar dentro de fronteras seguras
(José M. Vidal).- Ángelus en pleno ferragosto romano. Desde la cátedra de la ventana, el Papa que no coge vacaciones, habla del "fuego del Espíritu" que tiene que vivificar a la Iglesia. Francisco alaba a los misioneros, "devorados por el celo de Dios", que nos lleva a estar cercanos a los necesitados. Porque, en la construcción del Reino "la Iglesia no necesita burócratas, sino apasionados misioneros", que anuncian el Evangelio "a menudo con riesgo de sus vidas".
Algunas frases de la catequesis del Papa
"El objetivo de su misión lo explica Jesús en tres imagenes: el fuego, el bautismo y la división"
"Deseo hoy hablar de la primera: el fuego"
"El fuego del que Jesús habla es el del Espíritu Santo"
"El fuego es una fuerza creadora, que purifica y renueva y quema toda humana miseria...nos regenera y nos hace capaces de amar"
"Sólo partiendo del corazón, el incendio del amor divino podrá desarrollarse y hacer progresar el Reino de Dios"
"No parte de la cabeza. Parte del corazón"
"El fuego nos dará la audacia y el fervor para anunciar a todos a Jesús"
"Navegando en mar abierto, sin miedo"
"El fuego comienza en el corazón"
"La Iglesia necesita al Espíritu Santo, para no dejarse frenar por el miedo y por el cálculo, para no habituarse a caminar dentro de fronteras seguras"
"No ser una Iglesia funcional, que no arriesga"
"Caminar por caminos inexplorados e incómodos, ofreciendo esperanza a los que encontramos"
"Comunidad de personas guiadas y transformadas. Personas del corazón dilatado y del rostor alegre"
"Necesitamos más que nunca sacerdotes, consagrado y laicos con el corazón abierto"
"El fuego del Espíritu nos lleva a ser próximo de los necesitados, de los refugiados, de los prófugos, de los que sufren"
"Pienso con admiración en los numerosos sacerdotes, religiosos y laicos que en todo el mundo se dedican al anuncio del Evangelio con fidelidad y, a menudo, a costa de sus vidas"
"La Iglesia no necesita burócratas sino apasionados misioneros, devorados por el celo de aportar a todos la gracia de Jesús"
"Sin este fuego, la Iglesia es fría o tibia, incapaz de dar vida. Porque está hecha de cristianos fríos y tibios"
"Preguntémonos: ¿Cómo va mi corazón? ¿Es frío y tibio o capaz de recibir este fuego"
"Cojamos cinco minutos para esto. Nos hará bien"
"Ejemplo de San Maximiliano Kolbe, que nos enseñe a vivir el fuego del amor por Dios y por el prójimo"
Saludos tras el ángelus
"Felices los misericordiosos, porque encontrarán misericordia"
"Esforzaros por perdoanr simepre y tened un corazón compasivo"
El papa Francisco, como cada domingo, ha rezado el ángeles con los fieles reunidos en la plaza de San Pedro. Estas son las palabras del Santo Padre para introducir la oración mariana
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (Lc 12,49-53) forma parte de las enseñanzas de Jesús dirigidas a los discípulos a lo largo de su camino hacia Jerusalén, donde espera la muerte de cruz. Para indicar el fin de su misión, Él usa tres imágenes: el fuego, el bautismo y la división. Hoy quiero hablar de la primera imagen, la del fuego, el fuego.
Jesús la expresa con estas palabras: “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo” (v.49). El fuego del que Jesús habla es el fuego del Espíritu Santo, presencia viva y operante en nosotros desde el día de nuestro Bautismo. Esto, el fuego, es una fuerza creadora que purifica y renueva, quema toda miseria humana, todo egoísmo, todo pecado, nos transforma desde dentro, nos regenera y nos hace capaces de amar. Jesús desea que el Espíritu Santo se encienda como fuego en nuestro corazón, porque solo saliendo del corazón, estad atentos a esto, y solo saliendo del corazón que el incendio del amor divino podrá desarrollarse y hacer crecer el Reino de Dios. No sale de la cabeza, sale del corazón, y por eso Jesús quiere que este fuego salga de nuestro corazón. Si nos abrimos completamente a la acción del Espíritu Santo, Él nos donará la audacia y el fervor para anunciar a todos a Jesús y su mensaje consolador de misericordia y de salvación, navegando en mar abierto, sin miedos. El fuego comienza en el corazón.
En el cumplimiento de su misión en el mundo, la Iglesia, es decir, todos nosotros, Iglesia, necesita la ayuda del Espíritu Santo para no dejarse frenar por el miedo y el cálculo, para no acostumbrarse a caminar dentro de las fronteras seguras. Estas dos actitudes llevan a la Iglesia a ser una Iglesia funcional que no corre riesgo nunca. Sin embargo la valentía apostólica que el Espíritu Santo enciende en nosotros como un fuego nos ayuda a superar los muros y las barreras, nos hace creativos y nos urge a ponernos en movimiento para caminar también por caminos inexplorados o incómodos, ofreciendo esperanza a los que encontramos. Estamos llamados a convertirnos cada vez más en comunidad de personas guiadas y transformadas por el Espíritu Santo, llenas de comprensión, personas de corazón dilatado y de rostro alegre. Más que nunca hay necesidad, más que nunca hoy hay necesidad de sacerdotes, de consagrados y de fieles laicos, con la mirada atenta del apóstol, para conmoverse y detenerse delante de los desfavorecidos y a las pobrezas materiales y espirituales, caracterizando así el camino de la evangelización y de la misión con el ritmo sanador de la proximidad. Es precisamente el fuego del Espíritu Santo que nos lleva a hacernos prójimos de los otros, de las personas que sufren, de los necesitados, de tantas miserias humanas, de problemas, de refugiados, de los que sufren. Ese fuego que viene del corazón. Fuego.
En este momento pienso con admiración sobre todo en los numerosos sacerdotes, religiosos y laicos que, en todo el mundo, se dedican al anuncio del Evangelio con gran amor y fidelidad, no pocas veces a costa de la vida. Su testimonio ejemplar nos recuerda que la Iglesia no necesita burócratas y funcionarios diligentes, sino misioneros apasionados, devorados por el ardor de llevar a todos la palabra consoladora de Jesús y de su gracia regeneradora. Esto es el fuego del Espíritu Santo, si la Iglesia no recibe este fuego o no le deja entrar en sí, se convierte en una Iglesia fría o solo tibia, incapaz de dar vida porque está hecha de cristianos fríos y tibios. Nos hará bien hoy, tomar cinco minutos, y cada uno de nosotros preguntarnos, ¿cómo va mi corazón? ¿está frío, tibio, o es capaz de tomar este fuego? Tomemos cinco minutos para esto. Nos hará bien a todos.
Pidamos a la Virgen María rezar con nosotros y por nosotros al Padre celeste, para que derrame sobre todos los creyentes el Espíritu Santo, fuego divino que caliente los corazones y nos ayude a ser solidarios con las alegrías y los sufrimientos de nuestros hermanos. Nos sostenga en nuestro camino el ejemplo de san Massimiliano Kolbe, mártir de la caridad, de quien hoy celebramos la fiesta: él nos enseñe a vivir el fuego del amor para Dios y para el prójimo.
Después del ángeles, el Santo Padre ha añadido.
Queridos hermanos y hermanas,
Saludo con afecto a todos vosotros, romanos y peregrinos presentes.
También hoy tengo la alegría de saludar a algunos grupos de jóvenes: sobre todo a los scout venidos de París; y a los jóvenes que han llegado a Roma en peregrinación a pie o en bicicleta desde Bisuschio, Treviso, Solarolo, Macherio, Sovico, Vall’Alta de Bergamo y los seminaristas del seminario menor de Bérgamo. Repito también a vosotros las palabras que han sido el tema del gran encuentro de Cracovia: “Beatos los misericordiosos, porque encontrarán misericordia”; esforzaros en perdonar siempre y tened un corazón compasivo. Saludo también a la Asociación del Proyecto “Cartoline in bicicletta”. A todos os deseo un feliz domingo y un buen almuerzo. Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Hasta la vista!
Comentario a la liturgia – Solemnidad de la Asunción de María
15 de agosto Ciclo C Textos: Ap 11, 19 a ; 12, 1-6 a.10ab; 1 Co 15, 20-26; Lc 1, 39-56
Idea principal: Esta fiesta es la explosión de la victoria de Dios. El dragón y Dios frente a frente, ¿quién ganará?
Síntesis del mensaje: La fiesta de la Asunción es un día de alegría. Dios ha vencido. El amor ha vencido. Ha vencido la vida. Se ha puesto de manifiesto que el amor es más fuerte que la muerte, que Dios tiene la verdadera fuerza, y su fuerza es bondad y amor. María fue elevada al cielo en cuerpo y alma. En Dios también hay lugar para el cuerpo. El cielo ya no es para nosotros una esfera muy lejana y desconocida. En el cielo tenemos una madre. Y la Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios, es nuestra madre. Él mismo lo dijo. La hizo madre nuestra cuando dijo al discípulo y a todos nosotros: “He aquí a tu madre”. En el cielo tenemos una madre. El cielo está abierto; el cielo tiene un corazón.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, el dragón quiso devorar a esa Mujer –símbolo de María- y el fruto de sus entrañas, Jesús (1ª lectura). ¿Qué pasó en esa batalla? La “mujer vestida de sol” es el gran signo de la victoria del amor, de la victoria del bien, de la victoria de Dios. Un gran signo de consolación. Pero esta mujer que sufre, que debe huir, que da a luz con gritos de dolor, también es la Iglesia, la Iglesia peregrina de todos los tiempos. En todas las generaciones debe dar a luz de nuevo a Cristo, darlo al mundo con gran dolor, con gran sufrimiento.
Perseguida en todos los tiempos, vive casi en el desierto perseguida por el dragón. Pero en todos los tiempos la Iglesia, el pueblo de Dios, también vive de la luz de Dios y —como dice el Evangelio— se alimenta de Dios, se alimenta con el pan de la sagrada Eucaristía. Así, la Iglesia, sufriendo, en todas las tribulaciones, en todas las situaciones de las diversas épocas, en las diferentes partes del mundo, vence. Es la presencia, la garantía del amor de Dios contra todas las ideologías del odio y del egoísmo.
En segundo lugar, también hoy el dragón quiere devorar al Dios que se hizo niño. No temamos por este Dios aparentemente débil. La lucha es algo ya superado. También hoy este Dios débil es fuerte: es la verdadera fuerza. Así, la fiesta de la Asunción de María es una invitación a tener confianza en Dios y también una invitación a imitar a María en lo que ella misma dijo: “¡He aquí la esclava del Señor!, me pongo a disposición del Señor”. Esta es la lección: seguir su camino; dar nuestra vida y no tomar la vida. Precisamente así estamos en el camino del amor, que consiste en perderse, pero en realidad este perderse es el único camino para encontrarse verdaderamente, para encontrar la verdadera vida.
Finalmente, esta solemnidad nos llena de esperanza y alegría, porque el triunfo de Cristo –primicia de todos los que han muerto, 2ª lectura- y de su Madre se proyecta a la Iglesia y a toda la humanidad. En María se condensa nuestro destino. Al igual que su “sí” fue como representante del nuestro, también el “sí” de Dios a Ella, glorificándola, es un “sí” a todos nosotros, sus hijos; nos espera ese destino donde está la Madre. Reflexionemos en estas palabras de una homilía del Papa emérito Benedicto XVI: “María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, y con Dios es reina del cielo y de la tierra. ¿Acaso así está alejada de nosotros? Al contrario. Precisamente al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros.
Cuando estaba en la tierra, sólo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, que está cerca de nosotros, más aún, que está “dentro” de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios. Al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad materna. Nos ha sido dada como “madre” -así lo dijo el Señor-, a la que podemos dirigirnos en cada momento. Ella nos escucha siempre, siempre está cerca de nosotros; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad. Podemos poner siempre toda nuestra vida en manos de esta Madre, que siempre está cerca de cada uno de nosotros. En este día de fiesta demos gracias al Señor por el don de esta Madre y pidamos a María que nos ayude a encontrar el buen camino cada día. Amén” (15 de agosto 2015).
Para reflexionar: ¿Tengo fe en que mi cuerpo también resucitará? ¿Me acompaña María en mi caminar hacia Dios y me hace desear el cielo, donde Ella nos espera como Madre e Intercesora? ¿Durante mi trayecto a la eternidad voy entonando el “Magnificat”, junto con María o voy quejándome y maldiciendo mi suerte?
Para rezar:
Alégrate y gózate Hija de Jerusalén
mira a tu Rey que viene a ti, humilde,
a darte tu parte en su victoria.
Eres la primera de los redimidos porque fuiste la adelantada de la fe. Hoy, tu Hijo, te viene a buscar, Virgen y Madre:
“Ven amada mía”, te pondré sobre mi trono, prendado está el Rey de tu belleza.
Te quiero junto a mí para consumar mi obra salvadora,
ya tienes preparada tu “casa” donde voy a celebrar
las Bodas del Cordero:
Hoy, tu sí, María, tu fiat, se encuentra con el sí de Dios
a su criatura en la realización de su alianza,
en el abrazo de un solo sí.
Amén.