"Joven, yo te lo ordeno, levántate"
- 13 Septiembre 2016
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Evangelio según San Lucas 7,11-17.
Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud. Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba. Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: "No llores". Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús dijo: "Joven, yo te lo ordeno, levántate". El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre. Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: "Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo". El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina.
San Juán Crisóstomo
San Juan Crisóstomo, obispo y doctor de la Iglesia
Memoria de san Juan, obispo de Constantinopla y doctor de la Iglesia, antioqueno de nacimiento, que, ordenado presbítero, llegó a ser llamado «Crisóstomo» por su gran elocuencia. Gran pastor y maestro de la fe en la sede constantinopolitana, fue desterrado de la misma por insidias de sus enemigos, y al volver del exilio por decreto del papa san Inocencio I, como consecuencia de los malos tratos recibidos de sus guardianes durante el camino de regreso, entregó su alma a Dios en Cumana, localidad del Ponto, el catorce de septiembre.
Este incomparable maestro recibió después de su muerte el nombre de «Crisóstomo» o «Boca de Oro», en recuerdo de sus maravillosos dones de oratoria. Pero su piedad y su indomable valor son títulos todavía más gloriosos que hacen de él uno de los más grandes pastores de la Iglesia. San Juan nació en Antioquía de Siria, alrededor del año 347. Era hijo único de Segundo, comandante de las tropas imperiales. Su madre, Antusa, que quedó viuda a los veinte años, consagraba su tiempo a cuidar de su hijo, de su hogar, y a los ejercicios de piedad. Su ejemplo impresionó tan profundamente a uno de los maestros de Juan, famoso sofista pagano, que no pudo contener la exclamación: «¡Qué mujeres tan extraordinarias produce el Cristianismo!» Antusa escogió para su hijo los más notables maestros del Imperio. La elocuencia constituía en aquella época una de las más importantes disciplinas. Juan la estudió bajo la dirección de Libanio, el más famoso de los oradores de su tiempo, y pronto superó a su propio maestro. Cuando preguntaron a Libanio en su lecho de muerte quién debía sucederle en el cargo, respondió: «Yo había escogido a Juan, pero los cristianos nos le han arrebatado».
De acuerdo con la costumbre de la época, Juan no recibió el bautismo sino hasta los veintidós años, cuando era estudiante de leyes. Poco después, junto con sus amigos Basilio, Teodoro (que fue más tarde obispo de Mopsuesta) y algunos otros, empezó a frecuentar una escuela para monjes, donde estudió bajo la dirección de Diodoro de Tarso y, el año 374, ingresó en una de las comunidades de ermitaños de las montañas del sur de Antioquía.
Más tarde escribió un vivido relato de las austeridades y pruebas de esos monjes. Juan pasó cuatro años bajo la dirección de un anciano monje sirio, y después vivió dos años solo, en una cueva. La humedad le produjo una grave enfermedad, y para reponerse tuvo que volver a la ciudad, en el 381. Ese mismo año recibió el diaconado de manos de san Melecio. En 386, el obispo Flaviano le confirió el sacerdocio y le nombró predicador suyo. Juan tenía entonces alrededor de cuarenta años. Durante doce años, desempeñó este oficio y cargó con la responsabilidad de representar al anciano obispo. Juan consideraba como su primera obligación el cuidado y la instrucción de los pobres, y jamás dejó de hablar de ellos en sus sermones y de incitar al pueblo a la limosna. Según los propios cálculos del santo, Antioquía tenía entonces unos cien mil cristianos y otros tantos paganos. Juan les alimentaba con la palabra divina, predicando varias veces por semana y aun varias veces al día en algunas ocasiones. Cuando el emperador Teodosio I se vio obligado a imponer un nuevo tributo a causa de la guerra con Magno Máximo, los antioquenses se rebelaron y destrozaron las estatuas del emperador, de su padre, de sus hijos y de si difunta esposa, sin que los magistrados pudiesen impedirlo. Pero pasada la tempestad, el pueblo empezó a reflexionar en las posibles consecuencias de sus actos, y el terror se apoderó de todos, y aumentó cuando se presentaron en la ciudad dos oficiales de Constantinopla que venían a imponer el castigo del emperador al pueblo. A pesar de su edad, el obispo Flaviano partió bajo la más violenta tempestad del año, a pedir clemencia al emperador, quien, movido a compasión, perdonó a los ciudadanos de Antioquía. Entre tanto, san Juan había estado predicando la más notable serie de sermones en su carrera, es decir, las veintiuna famosas homilías «De las estatuas». En ellas se manifiesta la extraordinaria comunicación que el orador creaba con sus oyentes y la conciencia que tenía del poder de su palabra para hacer el bien. No hay duda de que la cuaresma del año 387, en la que san Juan Crisóstomo predicó esas homilías, modificó el curso de su carrera y que, a partir de ese momento, su oratoria se convirtió, aun desde el punto de vista político, en una de las grandes fuerzas que movían el Imperio.
Después de la tormenta, el santo continuó su trabajo con la energía de siempre; pero Dios le llamó pronto a glorificar su nombre en otro puesto, donde le reservaba nuevas pruebas y nuevas coronas.
A la muerte de Nectario, arzobispo de Constantinopla, en 397, el emperador Arcadio, aconsejado por Eutropio, su ayuda de cámara, resolvió apoyar la candidatura de san Juan Crisóstomo a dicha sede. Así pues, dio al conde d'Este la orden de enviar a san Juan a Constantinopla, pero sin publicar la noticia para evitar un levantamiento popular. El conde fue a Antioquía; ahí pidió al santo que le acompañase a las tumbas de los mártires en las afueras de la ciudad, y entonces dio a un oficial la orden de transportar al predicador lo más rápidamente posible a la ciudad imperial, en un carruaje. El arzobispo de Alejandría, Teófilo, hombre orgulloso y turbulento, había ido a Constantinopla a recomendar a un protegido suyo para la sede, pero tuvo que desistir de sus intrigas, y san Juan fue consagrado por él mismo, el 26 de febrero del año 398.
En la administración de su casa, el santo suprimió los gastos que su predecesor había considerado necesarios para el mantenimiento de su dignidad, y consagró ese dinero al socorro de los pobres y la ayuda a los hospitales. Una vez puesta en orden su casa, el nuevo obispo emprendió la reforma del clero. A sus exhortaciones, llenas de celo, añadió las disposiciones disciplinarias, aunque es preciso reconocer que, por necesarias que éstas hayan sido, su severidad revela cierta falta de tacto. El santo era un modelo exacto de lo que exigía de los otros. La falta de modestia de las mujeres en aquella alegre capital, provocó la indignación del obispo, quien les hizo ver cuan falsa y absurda era la excusa de que se vestían así porque no veían en ello ningún daño. La elocuencia y el celo del Crisóstomo movieron a penitencia a muchos pecadores y convirtieron a numerosos idólatras y herejes.
Los novacianos criticaron su bondad con los pecadores, pues el santo les exhortaba al arrepentimiento con la compasión de un padre, y acostumbraba decirles: «Si habéis caído en el pecado más de una vez, y aun mil veces, venid a mí y yo os curaré». Sin embargo, era muy firme y severo en el mantenimiento de la disciplina, y se mostraba inflexible con los pecadores impenitentes. En cierta ocasión, los cristianos fueron a las carreras un Viernes Santo y asistieron a los juegos el Sábado Santo. El virtuoso obispo se sintió profundamente herido, y el Domingo de Pascua predicó un ardiente sermón «Contra los juegos y los espectáculos del teatro y del circo». La indignación le hizo olvidar la fiesta de la Pascua, y su exordio fue un llamamiento conmovedor. Se han conservado numerosos sermones de san Juan Crisóstomo, demostrando que no se equivocan quienes le consideran como el mayor orador de todos los tiempos, a pesar de que su lenguaje, especialmente en sus últimos años, era excesivamente violento y combalivo. Como alguien ha dicho, «en algunas ocasiones, san Juan Crisóstomo casi grita a los pecadores», y hay razones para pensar que sus ataques contra los judíos, por motivados que fuesen, causaron en parte los sangrientos combates cutre éstos y los cristianos de Antioquía. No todos los que se oponían al obispo eran malos; había entre ellos algunos cristianos buenos y serios, como el que un día sería san Cirilo de Alejandría.
Otra de las actividades a las que el arzobispo consagró sus energías fue la fundación de comunidades de mujeres piadosas. Entre las santas viudas que se confiaron a la dirección de este gran maestro de santos, probablemente sea la más ilustre la noble santa Olimpia. San Juan Crisóstomo no se limitaba a mirar por los fieles de su rebaño, sino que extendía su celo a las más remotas legiones. Así, envió a un obispo a evangelizar a los escitas nómadas, y a un hombre admirable a predicar a los godos. Palestina, Persia y muchas otras provincias distantes sintieron los benéficos efectos de su celo. El santo obispo se distinguió también por su extraordinario espíritu de oración, virtud ésta que predicó incansablemente, exhortando a los mismos laicos a recitar el oficio divino a media noche: «Muchos artesanos -decía- tienen que levantarse a trabajar a media noche, y los soldados vigilan cuando están de guardia; ¿por qué no hacéis vosotros lo mismo para alabar a Dios?» Grande fue también la ternura con que el santo hablaba del admirable amor divino, manifestado en la Eucaristía, y exhortaba a los fieles a la comunión frecuente.
Los negocios públicos exigieron a menudo la participación de san Juan Crisóstomo; por ejemplo, a la caída del ayuda de cámara y antiguo esclavo Eutropio, en el 399, predicó un famoso sermón en presencia del odiado cortesano, quien se había refugiado en la catedral, detrás del altar. El obispo exhortó al pueblo a perdonar al culpable, ya que el mismo emperador, a quien habían injuriado directamente, le había perdonado. Como dijo el santo, en adelante no tendrían derecho a esperar que Dios les perdonase, si no perdonaban entonces a quien necesitaba de misericordia y de tiempo para hacer penitencia.
Pero San Juan Crisóstomo tenía todavía que glorificar a Dios con sus sufrimientos, como lo había hecho con sus trabajos. Y, si miramos el misterio de la cruz con ojos de fe, reconoceremos que el santo se mostró más grande en las persecuciones contra él que en todos los otros actos de su vida. Su principal adversario eclesiástico fue el arzobispo Teófilo de Alejandría antes mencionado, que tenía muchos cargos contra su hermano de Constantinopla. Enemigo no, menos peligroso era la emperatriz Eudoxia. San Juan había sido acusado de haberla llamado «Jezabel», y la malevolencia de algunos vio un ataque a la emperatriz en el sermón del obispo contra la malicia y vanidad de las mujeres de Constantinopla. Sabiendo que el obispo Teófilo no quería al Crisóstomo. Eudoxia se unió a él en una conspiración para deponer al obispo de Constantinopla. Teófilo llegó a dicha ciudad en junio del 403, acompañado de varios obispos egipcios; se negó a alojarse en la casa del santo y reunió un conciliábulo de treinta y seis obispos en una casa de Calcedonia llamada «La Encina».
Las principales razones que se alegaban para deponer a Juan eran que había depuesto a un diácono por haber golpeado a un esclavo; que había llamado reprobos a algunos miembros de su clero; que nadie sabía cómo empleaba sus rentas; que había vendido algunos objetos que pertenecían a la iglesia; que había depuesto a varios obispos fuera de su provincia; que comía solo, y que daba la comunión a quienes no observaban el ayuno eucarístico. Todas las acusaciones eran falsas, o carecían de importancia. San Juan reunió un concilio legal en la ciudad, y se rehusó a comparecer ante el conciliábulo de «La Encina». En vista de ello, el conciliábulo procedió a firmar la sentencia de deposición y a enviarla al emperador, añadiendo que el santo era reo de traición, probablemente por haber llamado «Jezabel» a la emperatriz. El emperador dio la orden de destierro contra san Juan Crisóstomo.
Constantinopla vivió tres días de gran agitación, y el Crisóstomo lanzó un vigoroso manifiesto desde el pulpito: «Violentas tempestades me acosan por todas partes -dijo-; pero no las temo, porque mis pies descansan sobre la roca. El mar rugiente y las gigantescas olas no pueden hacer naufragar la nave de Jesucristo. No temo la muerte, que considero como una ganancia; ni el destierro, porque toda la tierra es del Señor; ni la pérdida de mis bienes, porque vine desnudo al mundo y desnudo partiré de él». El obispo declaró que estaba pronto a dar su vida por sus ovejas, y que todos sus sufrimientos provenían de que no se había ahorrado trabajo alguno para ayudar a sus cristianos a salvarse. Después de este sermón se entregó espontáneamente, sin que el pueblo lo supiera, y un legado del emperador le condujo a Preneto de Bitinia. Pero el primer destierro fue de corta duración. La ciudad sufrió un ligero terremoto que aterrorizó a la supersticiosa Eudoxia, quien rogó a Arcadio que hiciese volver al Crisóstomo del exilio. El emperador le dio permiso de que escribiese el mismo día una carta, en la que la emperatriz rogaba al santo que volviera y aseguraba no haber tenido parte en el decreto de destierro. Toda la ciudad salió a recibir a su obispo, y el Bósforo se cubrió de relucientes antochas. Teófilo y sus secuaces huyeron esa misma noche.
Pero el buen tiempo duró poco. Frente a la iglesia de Santa Sofía se había erigido una estatua de plata de la emperatriz; los juegos públicos celebrados con motivo de la dedicación de la estatua perturbaron la liturgia y produjeron desórdenes y manifestaciones supersticiosas. El Crisóstomo había predicado frecuentemente contra los espectáculos licenciosos. En esta ocasión, habían tenido lugar en un sitio que los hacía todavía más inexcusables. Para que nadie pudiera acusarle de que aprobase el abuso tácitamente, el santo obispo habló atacando los espectáculos con la libertad y el valor que le caracterizaban. La vanidosa emperatriz tomó esto como un ataque personal, y volvió a convocar a los enemigos de san Juan. Teófilo no se atrevió a acudir, pero envió a tres legados. Este nuevo conciliábulo apeló a ciertos cánones de un concilio arriano de Antioquía contra san Atanasio, que mandaba que ningún obispo que hubiese sido depuesto por un sínodo pudiese volver a tomar posesión de su sede, sino por decreto de otro sínodo. Arcadio ordenó al santo que se retirara de su diócesis, pero éste se negó a abandonar el rebaño que Dios le había confiado, a no ser por la fuerza. El emperador mandó que sus tropas echasen a los fieles fuera de las iglesias el Sábado Santo. Los templos fueron profanados con el derramamiento de sangre y se produjeron otros ultrajes. El santo escribió al papa san Inocencio I, rogándole que invalidase las órdenes del emperador, que eran notoriamente injustas. También escribió a otros obispos del Occidente pidiéndoles su apoyo. El Papa escribió a Teófilo exhortándole a comparecer ante un concilio que debía dictar la sentencia, de acuerdo con los cánones de Nicea. Igualmente dirigió algunas cartas a san Juan Crisóstomo, a sus fieles y algunos de sus amigos, con la esperanza de que el nuevo concilio lo arreglaría todo. Lo mismo hizo Honorio, emperador del Occidente. Pero Arcadio y Eudoxia lograron impedir que el concilio se reuniese, pues Teófilo y otros cabecillas de su facción temían la sentencia.
Crisóstomo solamente pudo permanecer en Constantinopla hasta dos meses después de la Pascua. El miércoles de Pentecotés, el emperador firmó la orden de destierro. El santo se despidió de los obispos que le habían permanecido fieles y de santa Olimpia y las demás diaconisas, que estaban desoladas al verle partir, y abandonó su diócesis furtivamente para evitar una
sedición. Llegó a Nicea de Bitinia el 20 de junio de 404. Después de su partida, un incendio consumió la basílica y el senado de Constantinopla. Muchos de los partidarios del santo obispo fueron torturados para que descubrieran a los causantes del incendio, pero no se consiguió averiguar nada. El emperador determinó que san Juan Crisóstomo permaneciese en Cucuso, pequeña aldea de las montañas de Armenia. El santo partió de Nicea en julio, y debió sufrir mucho a causa del calor, la fatiga y la brutalidad de los soldados. Después de setenta días de viaje, llegó a Cucuso, donde el obispo del lugar y todo el pueblo cristiano rivalizaron en las muestras de respeto y cariño que le prodigaron. Han llegado hasta nosotros las cartas que san Juan Crisóstomo escribió desde el destierro a santa Olimpia y a otras personas, así como el tratado que dedicó a dicha santa: «Que nadie puede hacer daño a aquél que no se hace daño a sí mismo». Entretanto, el papa Inocencio y el emperador Honorio habían enviado cinco obispos a Constantinopla para preparar el concilio, exigiendo al mismo tiempo que el santo continuase en el gobierno de su diócesis, hasta ser juzgado. Pero dichos obispos fueron hechos prisioneros en Tracia, pues el partido de Teófilo (Eudoxia había muerto en octubre a resultas de un mal parto) sabía muy bien que el concilio les condenaría. Los partidarios de Teófilo consiguieron también que el emperador desterrase a san Juan a Pitio, un lugar todavía más lejano en el extremo oriental del Mar Negro. Dos oficiales partieron con el encargo de conducirle hasta allá. Uno de ellos conservaba todavía un resto de compasión humana, pero el otro era incapaz de dirigirse al obispo en términos correctos. El viaje fue extremadamente penoso, ya que el calor hacía sufrir mucho al anciano obispo, y los oficiales imperiales le obligaban a marchar en las horas de sol abrasador. Al pasar por Comana de Capadocia, el santo iba ya muy enfermo. Esto no obstante, los oficiales le obligaron a arrastrarse hasta la capilla de San Basilisco, unos diez kilómetros más lejos. Durante la noche, san Basilisco se apareció a san Juan y le dijo: «Animo, hermano mío, que mañana estaremos juntos». Al día siguiente, sintiéndose exhausto y muy enfermo, el obispo rogó a los oficiales que le dejasen reposar un poco más. Estos se rehusaron a concederle esa gracia. Apenas habían caminado siete kilómetros, vieron que el obispo estaba entrando en agonía y le condujeron de nuevo a la capilla. Ahí el clero le revistió los ornamentos episcopales, y el santo recibió los últimos sacramentos. Pocas horas más tarde, pronunció sus últimas palabras: «Sea dada gloria a Dios por todo», y entregó su alma. Era el día de la Santa Cruz, 14 de septiembre de 407.
Al año siguiente, el cuerpo de san Juan Crisóstomo fue trasladado a Constantinopla. El emperador Teodosio II y su hermana santa Pulqueria acompañaron en procesión el cadáver junto con el arzobispo san Patroclo, pidiendo perdón por el pecado de sus padres, que tan ciegamente habían perseguido al siervo de Dios. El cuerpo del santo fue depositado en la iglesia de los Apóstoles el 27 de enero. En la Iglesia bizantina, san Juan Crisóstomo es uno de los tres Santos Patriarcas y Doctores Universales; los otros dos son san Basilio y san Gregorio Nazianceno. La Iglesia de Occidente cuenta también a san Atanasio en el grupo de los grandes doctores griegos. En 1909, San Pío X declaró a san Juan Crisóstomo patrono de los predicadores. Su nombre está incluido en la liturgia eucarística de los ritos bizantino, sirio, caldeo y maronita.
La literatura sobre san Juan Crisóstomo es, naturalmente, enorme. La mejor biografía que podemos recomendar, sobre todo por el admirable sentido histórico con que el autor sitúa al santo en su tiempo, es la de Mons. Duchesne en su Histoire ancienne de L'Eglise, vols. II y III; pero la biografía definitiva es la de Dom C. Baur, Der hl. Johannes Chrysostomus und seine Zeit (2 vols., 1929-1930). En el volumen II de la Patrología de Quasten, edición BAC, puede leerse una amplia y detallada introducción, tanto a la persona como a la obra del gran Doctor.
Si Dios nos ama tanto ¿por qué permite que nos sucedan situaciones dolorosas? ¿por qué permite que exista el mal?
Cada mañana al despertar, es momento para reflexionar sobre el valor de la vida. La misma que nos regala Dios a través de la maravilla de la concepción y que se manifiesta en nuestro caminar diario. A veces, hay momentos en donde ese caminar se ve empañado por situaciones extremadamente fuertes que nos inducen al cuestionamiento de la existencia de Dios.
A consecuencia de esas desviaciones que creamos en respuesta a los golpes que recibimos de la vida, vamos alejándonos cada vez más de Dios. Incluso, podemos ir sumergiéndonos en el mar del ateísmo sin darnos cuenta. “Con frecuencia el ateísmo, se funda en una concepción falsa de la autonomía humana, llevada hasta el rechazo de toda dependencia respecto a Dios. Sin embargo, el reconocimiento de Dios no se opone en ningún modo a la dignidad del hombre, ya que esta dignidad se funda y se perfecciona en el mismo Dios.” (cf GS 20,1; 21,3)
Sin embargo, según Enrique Cases: “lo que el hombre puede decir de Dios está sometido a la limitación en imperfección del hombre. Por eso hay religiones más o menos perfectas, en la medida que expresen mejor o peor lo que Dios es.” Cabe señalar que nuestra religión católica se presenta como acción de Dios quien ha escogido y designado a unos hombres en particular y dándole su santa bendición, los envía hablar de él a los demás hombres. A través de la religión es que nos encontramos definitivamente con Dios.
Por ende, el cristianismo es un descenso de Dios hasta el nivel de la humanidad.
De esta forma, se fortalece un vínculo entre Dios y el mundo, llegando a tener una comunicación directa con Dios.
Existen muchas razones por las cuales debemos creer en Dios. Primero que nada, porque nos dio la vida, la familia, la naturaleza, la sabiduría. Porque se siente en cada uno de nuestro interior, porque nos da la fortaleza para sobrellevar las crisis de nuestras vidas. Y más importante aún porque no hay ser humano que pueda crear en un laboratorio la mayor obra maestra de Dios: el amor.
Y entonces, si Dios nos ama tanto ¿por qué permite que nos sucedan situaciones dolorosas? ¿por qué permite que exista el mal? Son cuestionamientos profundos que no siempre tienen una fácil explicación. Pero, muchas veces las permite porque precisamente son esas situaciones las que nos hacen acercarnos a él y reflexionar en nuestra fe. Por otra parte, el mal existe porque nosotros mismos permitimos que exista; ya que Dios nos ama tanto que nos permite elegir entre el bien y el mal. Y son aquellos que eligen el mal, los encargados de hacer daño a los demás.
La responsabilidad recae en nosotros, ya que la fe cristiana se basa en nuestro vínculo con Dios que se manifiesta a través de la oración. Las plegarias mueven montañas, pero éstas deben hacerse con fe. Por último, debemos creer en Dios y en su palabra, porque sin él sencillamente no existiríamos. “ Es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual”. (DV 21 CIC)
El amor que mueve a todo el universo
El motor es siempre el mismo: el amor. Por amor hoy vivimos, tú y yo, y el mundo brillará con esperanza.
“No es en las palabras ni es en las promesas
donde la historia tiene su motor secreto.
Sólo es el amor en la cruz madurado,
el amor que mueve a todo el universo”
(“En mi Getsemaní”).
La historia recoge un sinfín de acciones. Se escribe cada día. Se labra como algo imborrable. Se decide desde corazones libres, desde momentos de pasión y momentos de lucidez.
La historia deja de lado palabras o promesas no cumplidas. Lo que se hace es lo que cuenta. Lo que uno pone en práctica, ese propósito realizado, ese gesto de cariño en la familia, ese sí a un nuevo hijo que inicia el camino del embarazo.
¿Cuál es el motor secreto de la vida? ¿Qué es lo que permite que existamos? ¿Por qué los ríos, los volcanes y los jilgueros? ¿Por qué un hombre y una mujer deciden casarse y abrirse con amor a la vida de los hijos que Dios pueda concederles?
El motor es siempre el mismo: el amor. Por amor Dios quiso un mundo, una tierra entre soles, lunas y estrellas. Por amor contuvo el ímpetu del mar, envió suaves vientos y frescas lluvias. Por amor hizo crecer hierba y árboles, dio vida a petirrojos y caimanes, a coyotes y corderos.
Por amor un día Dios creó a alguien a
su imagen en la tierra, a un hombre y una mujer. Los amó como a hijos, los cuidó con ternura, habló con ellos mientras soplaba la brisa de la tarde.
Por amor, tras el pecado, vino la promesa y el pueblo elegido. Israel ha sido señal de ese amor que “mueve el universo”. El amor llegó a la plenitud en la Encarnación y en el Calvario, cuando el Hijo, hecho hombre, dio su sangre y su espíritu por salvar a quien era tan amado por el Padre, al hombre débil, frágil y errabundo...
Por amor hoy vivimos, tú y yo. Si es amor verdadero, si es amor cristiano, el mundo brillará con un poco de esperanza. Habrá más paz y armonía, habrá más justicia y entusiasmo. Habrá un poco de fe en un universo que gira y gira, como hace millones de años, movido por una sola fuerza: el amor...
El hijo de la viuda de Naím
Lucas 7, 11-17. Tiempo Ordinario. Dios sigue haciendo milagros para que nosotros podamos ser felices en Él.
Oración introductoria
Dios mío, Tan grande es tu amor que no dejas de compadecerte de mí, a pesar de mis debilidades, porque digo y no hago, ofrezco y no cumplo. ¡Ven a iluminar mi oración! Dame la gracia que me hará crecer en amor y en fidelidad.
Petición
Señor, quiero ser todo para Ti, concédeme olvidarme de mis preocupaciones para poder escucharte.
Meditación del Papa
«Así les habló a los discípulos, expresando con la metáfora del sueño el punto de vista de Dios sobre la muerte física: Dios la considera precisamente como un sueño, del que se puede despertar.
Jesús demostró un poder absoluto sobre esta muerte: se ve cuando devuelve la vida al joven hijo de la viuda de Naím y a la niña de doce años. Precisamente de ella dijo: "La niña no ha muerto; está dormida", provocando la burla de los presentes.
Pero, en verdad, es precisamente así: la muerte del cuerpo es un sueño del que Dios nos puede despertar en cualquier momento.
Este señorío sobre la muerte no impidió a Jesús experimentar una sincera compasión por el dolor de la separación. Al ver llorar a Marta y María y a cuantos habían acudido a consolarlas, también Jesús "se conmovió profundamente, se turbó" y, por último, "lloró". El corazón de Cristo es divino-humano: en él Dios y hombre se encontraron perfectamente, sin separación y sin confusión. Él es la imagen, más aún, la encarnación de Dios, que es amor, misericordia, ternura paterna y materna, del Dios que es Vida.Benedicto XVI, 9 de marzo de 2008.
Reflexión
Hay una diferencia abismal entre las demás religiones y el Cristianismo. En las demás, el hombre va en busca de Dios. En el Cristianismo es Dios el que busca al hombre.
Y en la Iglesia Católica, fundada por Cristo, lo vemos todos los días. Este Evangelio es una prueba más del amor de Dios hacia nosotros, que es infinito. Tiene el arrojo y tesón del amor de padre y el candor y profundidad del amor de madre. Cristo al ver a la viuda que se le había muerto todo lo que tenía en el mundo, se compadece de ella.
Del Corazón de Cristo brota esa necesidad de consolar a la viuda y le vuelve a entregar a su hijo. Y así como Cristo entregó alegría a esta viuda, hoy día Cristo entrega a muchos padres angustiados su joven hijo que se fue de casa días atrás, ablanda los corazones de los esposos a punto de separarse, inspira a los grandes empresarios a cambiar de actitud hacia sus colaboradores y, en vez de hundirles en deudas estratosféricas, hacen un trato para arreglar cuentas, etc.
Dios sigue obrando milagros para que nosotros podamos ser felices en Él. Es imposible que a Dios le guste vernos tristes, porque nos ama. Pero si lo estamos... ¿acaso será porque no le hemos permitido a Cristo entrar en nuestras vidas? Pidamos hoy esta gracia a Cristo Eucaristía.
Propósito
Hacer una visita al Santísimo Sacramento para escuchar lo que Dios me quiere decir hoy y dejarlo entrar en nuestra vida.
Diálogo con Cristo
Señor, sé, como decía san Agustín, que las aflicciones y tribulaciones que a veces sufrimos nos sirven de advertencia y corrección, y que si tuviera la fe debida, no temería a nada ni a nadie, porque todo pasa para nuestro bien, si sabemos poner todo en tus manos. Pero bien conoces mi debilidad, mi necesidad de sentir tu consuelo y tu presencia, ven a mi corazón, que quiere resucitar contigo, para poder experimentar el amor de Dios.
Juan Crisóstomo, Santo
Memoria Litúrgtica, 13 de septiembre
Obispo y Doctor de la Iglesia
Martirologio Romano: Memoria de san Juan, obispo de Constantinopla y doctor de la Iglesia, antioqueno de nacimiento, que, ordenado presbítero, llegó a ser llamado «Crisóstomo» por su gran elocuencia. Gran pastor y maestro de la fe en la sede constantinopolitana, fue desterrado de la misma por insidias de sus enemigos, y al volver del exilio por decreto del papa san Inocencio I, como consecuencia de los malos tratos recibidos de sus guardianes durante el camino de regreso, entregó su alma a Dios en Cumana, localidad del Ponto, el catorce de septiembre († 407).
Patronazgo: predicadores y oradores
Breve Biografía
Educado por la madre, santa Antusa, Juan (que nació en Antioquía probablemente en el 349) en los años juveniles llevó una vida monástica en su propia casa.
Después, cuando murió la madre, se retiró al desierto en donde estuvo durante seis años, y los últimos dos los pasó en un retiro solitario dentro de una cueva con perjuicio de su salud. Fue llamado a la ciudad y ordenado diácono, luego pasó cinco años preparándose para el sacerdocio y para el ministerio de la predicación. Ordenado sacerdote por el obispo Fabián, se convirtió en celoso colaborador en el gobierno de la Iglesia antioquena. La especialización pastoral de Juan era la predicación, en la que sobresalía por las cualidades oratorias y la profunda cultura. Pastor y moralista, se preocupaba por transformar la vida de sus oyentes más que por exponer teóricamente el mensaje cristiano.
En el 398 Juan de Antioquía (el sobrenombre de Crisóstomo, es decir Boca de oro, le fue dado tres siglos después por los bizantinos) fue llamado a suceder al patriarca Netario en la célebre cátedra de Constantinopla. En la capital del imperio de Oriente emprendió inmediatamente una actividad pastoral y organizativa que suscita admiración y perplejidad: evangelización en los campos, fundación de hospitales, procesiones antiarrianas bajo la protección de la policía imperial, sermones encendidos en los que reprochaba los vicios y las tibiezas, severas exhortaciones a los monjes perezosos y a los eclesiásticos demasiado amantes de la riqueza. Los sermones de Juan duraban más de dos horas, pero el docto patriarca sabía user con gran pericia todos los recursos de la oratoria, no para halagar el oído de sus oyentes, sino para instruír, corregir, reprochar.
Juan era un predicador insuperable, pero no era diplomático y por eso no se cuidó contra las intrigas de la corte bizantina. Fue depuesto ilegalmente por un grupo de obispos dirigidos por Teófilo, obispo de Alejandría, y desterrado con la complicidad de la emperatriz Eudosia. Pero inmediatamente fue llamado por el emperador Arcadio, porque habían sucedido varias desgracias en palacio. Pero dos meses después era nuevamente desterrado, primero a la frontera de Armenia, y después más lejos a orillas del Mar Negro.
Durante este último viaje, el 14 de septiembre del 407, murió. Del sepulcro de Comana, el hijo de Arcadio, Teodosio el Joven, hizo llevar los restos del santo a Constantinopla, a donde llegaron en la noche del 27 de enero del 438 entre una muchedumbre jubilosa.
De los numerosos escritos del santo recordamos un pequeño volumen Sobre el Sacerdocio, que es una obra clásica de la espiritualidad sacerdotal.
El Papa en Sta. Marta: Debemos trabajar por una cultura del encuentro fecundo
En la homilía de este martes, el Santo Padre invita a “no solo ver: mirar. No solo oír: escuchar. No solo cruzarse: pararse” 13 SEPTIEMBRE 2016
REDACCIONEL PAPA FRANCISCO
El Papa Francisco En Santa Marta (Foto Copyright Osservatore Romano)
(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco ha invitado una vez más a trabajar para construir una verdadera cultura del encuentro que venza la cultura de la indiferencia. Así lo ha hecho durante la homilía de este martes en Santa Marta, a la vez que ha reflexionado sobre el encuentro de Dios con su pueblo y ha advertido sobre las malas costumbres que, también en la familia, nos distraen de la escucha del otro. De este modo, el Pontífice ha observado que la Palabra de Dios hoy hace reflexionar sobre un encuentro. Por eso, ha señalado que, a menudo, las personas “se cruzan entre ellas, pero no se encuentran”. Cada uno –ha añadido– piensa en sí mismo, ve pero no mira, oye pero no escucha. Y lo ha explicado así: “El encuentro es otra cosa, es lo que el Evangelio de hoy nos anuncia: un encuentro; un encuentro entre un hombre y una mujer, entre un hijo único vivo y un hijo único muerto; entre una multitud feliz, porque había encontrado a Jesús y lo seguía, y un grupo de gente, llorando, que acompañaba a esa mujer, que salía de una puerta de la ciudad; encuentro entre esa puerta de salida y la puerta de entrada. El redil. Un encuentro que nos hace reflexionar sobre el modo de encontrarnos entre nosotros”. En el Evangelio se lee que el Señor sintió lástima. Esta compasión “no es lo mismo que nosotros hacemos cuando vamos por la calle” y vemos una cosa triste. Jesús, ha asegurado Francisco, no pasa de largo, sino que siente lástima. “Se acerca a la mujer, la encuentra de verdad y después hace el milagro”, ha explicado. Al respecto, el Pontífice ha indicado que aquí vemos no solo la ternura sino también “la fecundidad del encuentro”.
Cada encuentro –ha precisado– es fecundo. Cada encuentro restituye a las personas y a las cosas a su sitio. De este modo, el Santo Padre ha observado que “nosotros estamos acostumbrados a una cultura de la indiferencia y debemos trabajar y pedir la gracia de hacer una cultura del encuentro, de este encuentro fecundo, de este encuentro que restituya a cada persona la propia dignidad de hijo de Dios, la dignidad de viviente. Asimismo ha advertido que estamos acostumbrados a esta indiferencia cuando vemos las calamidades de este mundo y las pequeñas cosas. Por eso ha asegurado que si no nos paramos a mirar, no solo ‘a ver’, si no “toco” si no “hablo”, no podemos hacer un encuentro y no podemos ayudar a hacer una cultura del encuentro. En esta misma línea ha señalado que la gente de este pasaje del Evangelio “tenía miedo y glorificaban a Dios, porque habían hecho el encuentro entre Dios y su pueblo”. Así, el Santo Padre ha reconocido que le “gusta ver también aquí el encuentro de todos los días entre Jesús y su esposa”, la Iglesia, que espera su regreso. Finalmente, el Santo Padre ha advertido del peligro que en la familia, cuando se está a la mesa, se coma, se vea la televisión o se escriban mensajes en el móvil. “Cada uno es indiferentes a ese encuentro. También precisamente en el centro de la sociedad, que es la familia, no hay encuentro”, ha advertido. Por esta razón ha pedido que esto “nos ayude a trabajar por esta cultura del encuentro, tal y como ha hecho Jesús”. Francisco ha invitado a “no solo ver: mirar. No solo oír: escuchar. No solo cruzarse: pararse. No solo decir ‘pobre gente’, sino dejarse llevar por la compasión. Y después acercarse, tocar y decir en la lengua que a cada uno le viene en ese momento, la lengua del corazón: ‘no llores’, y dar al menos una gota de vida”.
El alma ha sentido algo especial... llega el momento de la elección
Es un momento de decisión que se da naturalmente en el desarrollo de la respuesta vocacional
a. Elegir contrastando.
Y llega el momento de la decisión, de la elección. Es un momento que se da naturalmente en el desarrollo de la respuesta vocacional. El alma ha sentido algo especial, la joven ha captado a través de su sensibilidad unos "signos que significan", ha escrutado en su corazón esos signos y de alguna manera han movido muchas de sus convicciones personales. Tales movimientos se han representado en pensamientos, sentimientos, voliciones. Los ha sacado afuera y ahora es el momento de contrastarlos para poder hacer una elección.
Sabemos que la vocación es una doble elección: Dios que elige al hombre invitándole a una vida de entrega plena y el hombre que responde a esa invitación, eligiendo a Dios. Esta elección debe realizarse con plena libertad, de forma que la candidata no se sienta forzada, limitada o condicionada.
Para elegir con libertad, la persona debe conocer los objetos a elegir y saber las consecuencias que cada objeto comporta. Debe tener la serenidad adecuada para juzgar equitativamente cada objeto. Son varios los criterios que podemos aplicar en la elección de los objetos y es lógico que el objeto elegido dependerá del criterio que hayamos aplicado al hacer la elección. Así, en igualdad de circunstancias, se pueden elegir distintos objetos dependiendo de los criterios establecidos. Puedo, por tanto, utilizar criterios racionales, emocionales o sentimentales. La regla es aplicar el criterio elegido a los mismos objetos. No cabe hacer elecciones dependiendo del humor del momento, del placer que me proporciona en esta etapa de mi vida, para luego, al cabo del tiempo, elegir otro objeto porque he cambiado el criterio de elección por alguna razón, sentimiento o cualquier circunstancia. La elección que se hace, para que sea válida, debe ser permanente y fundamentarse siempre con el mismo criterio.
La serenidad también será necesaria para sacar a la luz, como habíamos dicho en el capítulo precedente, todas las motivaciones, pensamientos, sentimientos, razonamientos que ha removido y ha generado la llamada de Dios. Y se deberán valorar cada una de ellas con un mismo criterio, independientemente del gusto o disgusto que pueda producir en nosotros. El criterio será el de la voluntad de Dios. Es en este punto en donde se debe confrontar la voluntad de Dios con las "voluntades", los "deseos" personales de la candidata.
De esta manera podrá hacerse una verdadera elección: conociendo cada una de las voliciones, su procedencia y su valor en relación con la voluntad de Dios. Esto que siento, ¿es voluntad de Dios o es voluntad mía? Esto que quiero, ¿es voluntad de Dios o es voluntad mía? Esto que pienso, ¿es voluntad de Dios o es voluntad mía?
b. Confrontar todo.
Las jóvenes candidatas no deben tener miedo a "sacar a la luz del sol" todo lo que tienen internamente y confrontarlo con lo que debe ser la voluntad de Dios para ellas. Se debe ser valiente para no esconder nada.
Por más tonto, ingenuo o inicuo que pudiera parecer un deseo, por más afecto que le pudiera tener a una volición y experimentara miedo al tener que dejarla para seguir la voluntad de Dios, deberá sacarla fuera y ponerla en la balanza frente a la voluntad de Dios.
En estos momentos resulta difícil para algunas jóvenes "materializar" todos esos deseos.
O es tanto su temor, que no logran hacerlo. Será por tanto oportuno la presencia de la directora espiritual o de la animadora vocacional para ayudarle a materializar, a sacar fuera todos esos deseos, voliciones, sentimientos, razonamientos que lleva dentro y que de alguna manera la atormentan y no la dejan tomar libremente una decisión. Se dan casos que al "materializar" esos deseos la chica se da cuenta que no son deseos, sino simples veleidades o caprichos que se disuelven conformen van saliendo a la luz, como pompas de jabón cuando se tocan con el dedo. El "verbalizarlos" o "materializarlos" tiene, entre otras muchas ventajas, hacerle ver a la candidata la fragilidad de los cimientos en los que se basaban, especialmente cuando se confrontan con la voluntad de Dios.
La directora espiritual permanecerá siempre fiel a su función de dirigir a la joven a la elección. Recordemos que es la joven la que decide, la directora espiritual tan sólo le ayuda a reconducir siempre el decurso del proceso para sacar todo a la luz, confrontarlo con la voluntad de Dios y decidir.
De esta forma se inicia el proceso de la confrontación o contraste de los deseos (y todo aquello que se siente, se percibe, se razona o se experimenta) con la voluntad de Dios.
Valorando cada uno de esos deseos, la joven se irá dando cuenta si pertenecen a la voluntad de Dios o a su "propia voluntad". Aquí la joven encara al egoísmo, muro que se alza entre los deseos y voluntades personales y la voluntad de Dios. Si ha sido aleccionado a vivir la virtud de la generosidad, podrá hacer frente al egoísmo, pues se necesita echar mano de la generosidad para ser valiente y por amor optar por lo que debe ser la voluntad de Dios. De lo contrario el egoísmo empezará a distorsionar la visión de los deseos personales y en lugar de que se vean como lo que son -veleidades, caprichos personales, seguridades propias- los hará aparecer a la joven como exigencias personales irrenunciables (¿recordamos el final de la historia del joven rico?).
En este momento de la confrontación la joven aprende a hacer la diferencia entre todo aquello que pertenece al "ego" y todo aquello que es el verdadero "yo". "Es necesario alcanzar una etapa en nuestro desarrollo personal en que sea posible encontrar nuestro verdadero "yo" perdiendo todas las tendencias y cualidades que se centran sobre el "ego" en lugar de centrarse sobre el "yo" auténtico" 1.
Cuando realiza esta labor de discernimiento y es capaz de decidir qué cosa pertenecen al "ego" y qué cosas pertenecen al "yo", llega el momento de dejar caer, de renunciar a todos aquellos deseos y voluntades propias que no son voluntad de Dios. Y esto se hará no tan sólo mediante un proceso de motivación personal o de esfuerzo propio. Encontrará su fuerza y su motivo principal en un grande amor a Dios, en un amor por cumplir con su voluntad, con la seguridad de encontrar en el cumplimiento de esa voluntad, la verdadera felicidad. Es la fuerza del amor y el gozo que conlleva su cumplimiento las que harán caer todos los otros motivos y voluntades personales.
Si bien es cierto que la chica es la que hace la elección, conviene que la motivación de la directora espiritual o animadora vocacional. "Hay que tener el valor de removerlos, sin engaños, simplemente con argumentación exigente, que vaya a fondo. Es su decisión de vida. Es una etapa de purificación de los planes personales"2.
c. Elegir la voluntad de Dios.
Al final de este proceso la chica habrá aprendido a darse cuenta lo que es verdaderamente la voluntad de Dios y aquello que pertenece más bien a la esfera de los intereses personales. Echando mano de la generosidad y del amor a Dios, tendrá que dejar caer aquellos deseos y planes personales que se sustentan sobre el egoísmo, para presentarse ante Dios, desapegada de todo afecto personal, como Adán en el momento en que Dios está a punto de llamarlo a la vida.
Esto no significa que la candidata renuncie de por vida a tener afectos o deseos propios, lo que equivaldría a secar su corazón, la fuente del amor, y por lo tanto, la fuente de la vida. Nuestro ser está hecho para amar, y como criatura caída aunque redimida por Cristo, en el movimiento del amor, sus facultades superiores pueden quedar ofuscadas por la huella del pecado original. No es posible no tener afectos o deseos propios, pero lo que sí es posible, es identificar esos afectos o deseos, conocer su proveniencia y encauzarlos hacia la voluntad de Dios.
Así lo requiere la vida consagrada. "La llamada de Cristo abraza la persona entera, alma y cuerpo, bien sea hombre o mujer, en su "yo personal" único e irrepetible. (Potissimum institutioni, 9) A lo largo de la vida, la mujer consagrada se encontrará de frente a sus deseos y afectos personales y a aquello que le pide Cristo. Si desde el inicio de su vida consagrada ha aprendido a optar siempre por la voluntad de Dios, toda su vida será la renovación gozosa de la elección que hizo al dar su respuesta al llamado vocacional. No debemos menospreciar el gozo que debe acompañar, primero a la candidata y después a la mujer consagrada, al hacer siempre la voluntad de Dios. Éste será un signo de la autenticidad de la vida consagrada, siendo conscientes del tipo de gozo espiritual al que nos estamos refiriendo.