«No teman, porque valen más que muchos pájaros.»

Evangelio según San Lucas 12,1-7. 

Se reunieron miles de personas, hasta el punto de atropellarse unos a otros. Jesús comenzó a decir, dirigiéndose primero a sus discípulos: "Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía. No hay nada oculto que no deba ser revelado, ni nada secreto que no deba ser conocido. Por eso, todo lo que ustedes han dicho en la oscuridad, será escuchado en pleno día; y lo que han hablado al oído, en las habitaciones más ocultas, será proclamado desde lo alto de las casas. A ustedes, mis amigos, les digo: No teman a los que matan el cuerpo y después no pueden hacer nada más.

Yo les indicaré a quién deben temer: teman a quel que, despues de matar, tiene el poder de arrojar a la Gehena. Sí, les repito, teman a ese.

¿No se venden acaso cinco pájaros por dos monedas? Sin embargo, Dios no olvida a ninguno de ellos.

Ustedes tienen contados todos sus cabellos: no teman, porque valen más que muchos pájaros." San Calixto I

San Calixto I, papa mártir

San Calixto I, papa y mártir, que siendo diácono, después de un destierro en la isla de Cerdeña, tuvo a su cuidado el cementerio de la vía Apia que lleva su nombre, donde dejó para la posteridad las memorias de mártires. Elegido luego papa, promovió la recta doctrina y reconcilió benignamente a los apóstatas, para terminar su intenso pontificado con la gloria del martirio. En este día se conmemora su sepultura en el cementerio de Calepodio, en la vía Aurelia, en Roma.

Es lastima que casi todas las noticias que poseemos sobre San Calixto I procedan de un autor hostil. Según la narración de san Hipólito, Calixto era un esclavo. Su amo, un cristiano llamado Carpóforo, le confió la administración de un banco, y el joven perdió el dinero que habían depositado en él los cristianos. Seguramente la pérdida no se debió a un robo, pues Hipólito no hubiera dejado de decírnoslo. Como quiera que fuese, Calixto huyó de Roma; pero se le capturó en Porto, donde se arrojó al mar para escapar de sus perseguidores. Los jueces le condenaron a sufrir la pena del molino, que era una de las más crueles torturas que se imponían a los esclavos; sin embargo, sus acreedores lograron alcanzarle la libertad, con la esperanza de recuperar así una parte de su dinero. Poco después, Calixto fue arrestado nuevamente por causar desórdenes en una sinagoga; la verdad era que Calixto había ido a la sinagoga a importunar a los judíos para que le pagasen el dinero que le debían.

Los jueces le sentenciaron en esta ocasión a trabajos forzados en las minas de Cerdeña. Más tarde, todos los cristianos que trabajaban en las minas fueron puestos en libertad gracias a la intercesión de Marcia, una de las amantes del emperador Cómodo. Sin duda que esta narración no carece de fundamento histórico, pero hay que reconocer que Hipólito presenta los hechos en la peor forma posible, ya que, por ejemplo, afirma que cuando Calixto se arrojó al mar en Porto, tenía intenciones de suicidarse.

Cuando san Ceferino ascendió al pontificado, hacia el año 199, nombró a Calixto superintendente del cementerio cristiano de la Vía Apia, que se llama actualmente cementerio de San Calixto. En una cripta especial de dicho cementerio, conocida con el nombre de cripta papal, fueron sepultados todos los papas, desde Ceferino hasta Eutiquiano, excepto Cornelio y Calixto I. Se dice que san Calixto ensanchó el cementerio y suprimió los terrenos privados; probablemente fue esa la primera propiedad que poseyó la Iglesia. La certidumbre de la resurrección de la carne movió a los santos de todas las épocas a tratar con respeto los cadáveres. En este aspecto, los primeros cristianos eran extraordinariamente cuidadosos. Juliano el Apóstata, en su carta a un sacerdote pagano, afirmaba que, a su parecer, los cristianos habían ganado terreno por tres motivos: «Su bondad y caridad con los extraños, la diligencia que ponen en dar sepultura a los muertos y la dignidad de sus pompas fúnebres». Pero debe hacerse notar que los ritos fúnebres de los cristianos no eran ni de lejos tan pomposos como los de los paganos; en lo que los aventajaban claramente era en la gravedad y en el respeto religioso, y ello procedía de la fe profunda en la resurrección de los muertos. San Calixto fue ordenado diácono por san Ceferino y llegó a ser su íntimo amigo y consejero, y a la muerte de éste, san Calixto fue elegido por la mayoría del pueblo y el clero de Roma para sucederle. San Hipólito, que era el candidato de un partido, atacó violentamente al nuevo Pontífice por motivos doctrinales y disciplinarios, en particular porque Calixto I, basándose expresamente en el poder pontificio de atar y desatar, admitió a la comunión a los asesinos, adúlteros y fornicadores que habían hecho penitencia pública.

Los rigoristas, encabezados por san Hipólito, se quejaban de que san Calixto hubiese determinado que el hecho de cometer un pecado mortal no era razón suficiente para deponer a un obispo; que hubiese admitido a las órdenes a quienes se habían casado dos o tres veces y que hubiese reconocido la legitimidad de los matrimonios entre las mujeres libres y los esclavos, lo cual estaba prohibido por la ley civil. Hipólito llama hereje a san Calixto por haber procedido así en esos puntos de disciplina, pero no ataca la integridad personal del Pontífice. Así lo acusa san Hipólito en su Philosophoúmena: «El impostor Calixto ... lo primero que inventó fue autorizar a los seres humanos a entregarse a los placeres sensuales. Les dijo, en efecto, que todos recibirían de él el perdón de sus pecados. Si algún cristiano se ha dejado seducir por otro, si lleva el título de cristiano y cometiera cualquier transgresión, dicen que el pecado no se le imputa con tal que se apresure a adherirse a la escuela de Calixto. Y muchas son las personas que se han beneficiado de esta disposición, sintiéndose agobiadas bajo el peso de su conciencia y habiendo sido rechazadas por muchas sectas...» Como se ve, no faltaba munición gruesa.mDe hecho, Calixto tuvo el «privilegio» de ser el primer Papa al que se le opuso un antipapa, precisamente este Hipólito, que se coronó papa, y siguió persistiendo en su cisma durante dos pontificados más, aunque finalmente se reconcilió luego con la Iglesia y murió mártir. En realidad, san Calixto condenó al heresiarca Sabelio, siendo así que san Hipólito le acusaba de practicar una forma velada de sabelianismo. San Calixto fue un gran defensor de la sana doctrina y de la disciplina. Chapman llega incluso a decir que, si tuviésemos más datos sobre san Calixto I, le consideraríamos tal vez como uno de los más grandes Pontífices de la historia. Aunque Calixto I no vivió en una época de persecución, no faltan razones para creer que fue martirizado durante un levantamiento popular; sus «actas» afirman que fue precipitado en un pozo, pero dicho documento no merece crédito alguno.

San Calixto fue sepultado en la Vía Aurelia. Probablemente, la actual capilla de San Calixto in Trastevere se yergue sobre las ruinas de otra, construida por nuestro santo en un terreno que Alejandro Severo adjudicó a los cristianos al fallarse un pleito legal contra unos taberneros; el emperador declaró que los ritos de cualquier religión eran preferibles a los escándalos de una taberna.

El Liber Pontificalis y las actas, que no merecen crédito alguno (Acta Sanctorum, oct., vol. VI), nos ofrecen muy pocos datos fidedignos sobre este Pontífice. Sin embargo, hay una literatura muy considerable sobre las actas del pontificado de San Calixto I. Entre las obras más importantes citaremos las de Duchesne, History of the Early Church, vol. I; A. d'Alés, L'édit de Calliste (1913); y J. Galtier, en Revue d'histoire ecclésiastique, vol. XXIII (1927) , pp. 465-488. Se encontrará una amplia bibliografía en la obra de J. P. Kirsch, Kirchengeschichte, vol. I (1930), pp. 797-799. Acerca de la sepultura y la catacumba de San Calixto, cf. Comentario sobre el Martirologium Hieronymianum, pp. 555-556; y Dictionnaire d'Archéologie chrétienne et de Liturgie,, vol. II, cc. 1657-1754. Artículo proveniente en su mayor parte de Butler, con agregados de Quasten, Patrología, vol I. fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

Oremos. Atiende, Señor, con bondad las plegarias de tu pueblo y, por la intercesión del Papa San Calixto I , cuyo martirio hoy celebramos, concédenos la ayuda necesaria para nuestra vida. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

Isaac el Sirio (siglo VII), monje cercano a Mossoul Discursos espirituales, 1a. serie, n° 36

«No teman, porque valen más que muchos pájaros.»

No es necesario desear o buscar signos visibles, ya que el Señor está siempre a punto para socorrer a sus santos. No manifiesta, sin necesidad, su poder en una obra o con un signo sensible, a fin de no debilitar la ayuda que de él recibimos, y para no hacernos más debiles. Es así como atiende a sus santos. Les quiere demostrar que les mira secretamente, y no los deja ni un instante, pero también en todo momento les deja que luchen según la medida de sus fuerzas y de su oración. 

Ahora bien, si cuando están enfermos o descorazonados una dificultad les derrota poque su naturaleza es débil, él mismo hace, com es debido y  como sabe, todo lo que está en su mano para ayudarlos. Tanto como puede les sostiene secretamente, a fin de que tengan la fuerza suficiente para soportar las dificultades que les llegan. Porque con la confianza que les da, desbarata su pena, y por la visión de la fe, les mueve a glorificarle... Sin embargo, cuando es necesario que su ayuda secreta sea conocida, lo hace, pero sólo por necesidad. Son caminos de una gran sabiduría; se prodigan cuando conviene y hay necesidad, pero no de cualquier manera.

La fe sólo vale cuando se toma en serio.
Lucas 12, 1-7. Viernes XXVIII del tiempo ordinario. Ciclo C. Nada hay oculto que no haya de saberse

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, creo en Ti, pero te pido que fortalezcas mi fe. Tú conoces mi debilidad, y todas las ocasiones que me da miedo creer en Ti sin condiciones. Hoy me pongo en tus manos. Pase lo que pase, confío en Ti y te amo. Así sea.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.

Los fariseos por fuera aparentaban algo, pero por dentro eran otra cosa. Se decían justos y observaban la ley, pero en el fondo sólo buscaban sus intereses. Cristo, en el Evangelio de hoy, nos previene de una doble vida, de llamarnos cristianos sin seguirlo de veras.

Lo contrario a la hipocresía es la coherencia de vida. Una persona coherente tiene convicciones firmes por dentro que se manifiestan en decisiones por fuera. Si realiza una buena acción, lo hace sin pensar en otros intereses o en dar una buena imagen.

Un cristiano coherente vive su fe por fuera y por dentro. Es alguien de una sola pieza y, si se considera seguidor de Cristo, lo hace con todo su corazón, en las buenas y en las malas. Ser cristiano así puede dar miedo. Es un camino exigente, y la cruz está siempre incluida. Incluso hoy en día hay muchos cristianos en la cárcel, torturados o que mueren por su fe. Creer en Cristo nunca ha sido fácil.

Pero Dios vale la pena y la confianza. Él se merece un amor auténtico, valiente, en serio.

La coherencia en la vida, entre la fe y el testimonio. Aquí debemos ir adelante y realizar en nuestra vida esta coherencia cotidiana. Este es un cristiano, no tanto por lo que dice, sino por lo que hace. Por la forma en la que se comporta, esta coherencia que nos da vida. Y es una gracia del Espíritu Santo que debemos pedir”.

(Homilía de S.S. Francisco, 9 de noviembre de 2014).

Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Rezaré un misterio del rosario pidiendo por aquellos cristianos perseguidos por su fe.

DespedidaTe damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén. ¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

El Cristo de Velázquez
Meditación sobre la pintura del Cristo de Velázquez

En cuaresma la Iglesia nos invita, año tras año, a meditar en la Pasión del Señor y a acompañarle en su camino hacia la cruz del Gólgota. Es una meditación fraterna y agradecida: «Por sus llagas hemos sido curados». Es una meditación intensa y profunda: en la cruz la humanidad de Dios está al rojo vivo. Es una meditación serena, que culmina en oración ante el Gran Orante: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Rezuma verdad, rezuma vida el encuentro con el varón de dolores, con el crucificado, con el agonizante de amor y de ternura. No se encuentran sólo los ojos, sólo las mentes. Son los corazones los que entablan vis à vis un encuentro sin prisas, sin vértigo. ¡Encuentro de corazones, en horas lentas, con interioridades jamás antes vistas!

Con ojos de poeta
En 1632, Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (1599-1660) tomó los pinceles para pintar su famoso Cristo Crucificado. Fue una meditación pictórica, una pintura metafísica. El poeta José María Gabriel y Galán ha imaginado al pintor como un vidente «que ve llamaradas de gloria por hermosos resquicios del cielo». ¿Qué vio Velázquez? Vio, prosigue el poeta, «el dulcísimo Mártir / clavado en el leño,/ con su frente de Dios dolorida,/ con sus ojos de Dios entreabiertos,/ con sus labios de Dios amargados,/ con su boca de Dios sin aliento...». Tras la visión, Velázquez invoca «a la divina Belleza, donde beben belleza los genios». Luego, «tomó los pinceles, sonámbulo, trémulo.../ Con fiebre en la frente,/ con fuego en el pecho,/ con miradas de Dios en los ojos / y en la mente arrebatos de genio, / el artista empapaba de sombras / y de luces de sombras el lienzo». ¡Hermosa manera de resaltar en rítmico verso la inspiración del pintor! Inspiración cristiana, bebida directamente en el evangelio del sufrimiento, en el inmenso océano sufriente del Calvario.

En su Cristo Crucificado, obra de amorosa y sentida meditación, Velázquez ha plasmado un cuadro de marcada esencialidad. El instante y la eternidad se besan, se funden, se equilibran. Quizás no haya habido otro pintor que mejor haya captado el instante y lo haya plasmado en lienzo. Un dominio casi fotográfico del instante por medio de fugaces pinceladas.

Lo grandioso del artista no es la captación del instante, cuanto el que en ella nos abre a la intuición de la eternidad. En el Cristo Crucificado el instante y la eternidad se funden armónicamente. Sobre un fondo enteramente oscuro se alza luminoso el Crucificado. Es un cuerpo, no una idealización. Al autor basta sugerir las heridas para mostrar la crudeza de la realidad. Por este camino de realismo, nos acerca Velázquez al misterio de la Encarnación, de forma única; al misterio de Dios humanado hasta el extremo de un crucificado más de la historia. Quien pende de la ruda cruz es un hombre, inmensamente humano, pero es Dios a la vez. La cortina de su pelo, que oculta parcialmente el rostro, vela y desvela el misterio de Dios, imposible de recrear dignamente a fuerza de pincel. Algo se entreve del misterio por esa luz de eternidad, que, en su fugacidad, serenamente brilla y enardece.

León Felipe (1884-1968) comienza su poema al Cristo de Velázquez con una afirmación rotunda: «Me gusta el Cristo de Velázquez». Al poeta le encanta «la melena sobre la cara .../ y un resquicio en la melena / por donde entra la imaginación». Le hace vibrar el alma «la Luz que entra / por los cabellos manchados de sangre / y te ofrecen un espejo». Le gusta más «el hombre hecho Dios, / que el Dios hecho hombre». La negra melena sirve de trasluz a la divinidad. Esa melena, que cae vertical, como una barrera inefable, remite al misterio, a algo trascendente y sublime. Por entre la celosía de sus cabellos la pobre luz humana contacta la infinita Luz y de ella se contagia. Es Luz que consuela, que alegra, que da inteligencia, que se espeja en la luz diminutiva de la humana natura.

Ha sido Miguel de Unamuno (1864-1936) quien más profundamente ha penetrado en el poema pictórico de Velázquez. Don Miguel, que consideraba hermanas gemelas la filosofía y la poesía, y la imaginación la facultad más sustancial del espíritu humano, ha hecho gala de las tres en esta obra mística de su alma ardiente, compuesta en el atardecer ya de su vida. Sus versos descubren lo más profundo de su condición, su verdad más íntima. «Poemando» al Cristo de Velázquez describe retazos de su vibración e intimidad. En este canto de admiración llega Unamuno a la cima más alta de su producción poética. La metáfora, tan abundante, conserva la vivencia original del creador y la contagia al lector, la transmite en su integridad, con su temblor primero. Aunque hondo en su verdad, el poema elude, con todo, los conceptos. Palpa realidades que van más allá de ellos y dan un extraño saber de cosas inasibles. Con verso duro y ritmo difícil, el ilustre rector de Salamanca ha escrito la composición poética más elevada y la meditación más penetrante del Cristo de Velázquez.

La blancura luminosa del cuerpo
Lo primero que entra por los ojos es el hombre, «el Hombre eterno que nos hace hombres nuevos», «encarnado en este verbo silencioso y blanco que nos habla con líneas y colores». El cuerpo de ese hombre, fuente del dolor y de la vida, es revelación del alma, Evangelio eterno. A los ojos del poeta, en ese hombre, Cristo crucificado, está la significación última del individuo y de la historia. Escribe Unamuno: «No hay más remedio que creer tu sino, / meollo de la Historia, que la ciencia / del amor ilumina; nuestras mentes / se han hecho, como en fragua, en tus entrañas, / y el universo por tus ojos vemos». Ese hombre pende suavemente, serenamente, de un madero. Un madero, que se insinúa como cátedra en la que Jesús está sentado. Un madero, en que las llagas de los pies y de las manos parecen estar sangrando todavía, con fuerza redentora de universo.

El contraste entre luz y oscuridad, entre la blancura del cuerpo y la negrura del fondo, ha impresionado fuertemente al autor. Ve la abundosa caballera negra de nazareno, pero mira y remira la blancura del cuerpo. A esa blancura dedica las más exuberantes, bellas y atrevidas expresiones. «Blanco tu cuerpo está como el espejo / del padre de la luz, del sol salvífico; / blanco tu cuerpo está como la hostia / del cielo de la noche soberana». En la noche del hombre, el cuerpo del Crucificado es fúlgido espejo de Dios, como la luna lo es del sol. «Sólo tu luz lunar en nuestra noche / cuenta que vive el sol. Al reflejarlo / brillando las tinieblas dan fulgores / los más claros, que el mármol bien bruñido / mejor espejo da mientras más negro». Y culmina su intuición con dos versos magníficos: «¡porque es tu blanco cuerpo manto lúcido / de la divina inmensa oscuridad!». Y páginas adelante sentencia: «¡así tu cuerpo níveo, que es cima / de humanidad, y es manantial de Dios, / en nuestra noche anuncia eterno albor!». O este maravilloso díptico: «¡al tocar en tu cuerpo las tinieblas / se escarchan en blancor de viva luz».

El cuerpo del Crucificado es blanco lino, frágil tela que de la parda tierra Dios hiló, un lino teñido de regia púrpura. Cristo en la cruz es la Luz, antorcha que ardiendo nos alumbra, luz que esclarece en el mundo a los mortales, «luz, luz, Cristo Señor, luz que es la vida». Jesús, muriendo en la cruz, es libro de carne, libro vivo, Maestro, que «con su muerte / da la lección que ha impreso con su sangre, / no lección de palabras que hincha el viento, / sino de vida eterna alta lección». El varón de dolores es la blanca puerta del empíreo, la blanca puerta de la mansión de Dios, siempre abierta al que llama, y su cruz es el puente, cimentado con lágrimas y sangre. El cuerpo del Redentor es blanca llama de la hoguera, crisol de nuestras almas, relámpago que es sangre de las tinieblas, blanca llama de fuego que devora, hoguera del amor. El cuerpo de Cristo, navegando sobre el mar del espacio infinito, es paloma blanca de los cielos, que viene a anunciar que hay tierra firme donde arraigar allende nuestro espíritu y que florezca por la eternidad. Unamuno aplica al Crucificado la figura de la Serpiente blanca, que cura a quien la mira con ojos de pasión, la figura del blanco Dragón de nuestra cura, que recoge todo el veneno del dolor.
Uniendo cruz y eucaristía escribe Unamuno: «Tu cuerpo de hombre con blancura de hostia / para los hombres es el evangelio», y algo más adelante: «la sangre que nos diste es la que deja, / pan candeal, tu cuerpo blanco». Y en el poema XVII de la primera parte: «Hostia blanca del trigo de los surcos / del desierto, molido por la muela / del dolor que tritura; pan divino / de flor de harina, como lecho blanco, / Hijo eres, Hostia, de la tierra negra /...Tu cruz, cual una artesa en que tu Padre / hiciera con sus manos nuestro pan».

Los miembros del Crucificado
Velázquez ha fundido de modo admirable, en el cuerpo de Cristo en la cruz, el color pálido de un cuerpo muerto con la blancura luminosa de quien más que muerto parece dormir. Cada miembro del cuerpo crucificado respira vida, espíritu, aliento. No hay flacidez ni contorsión de miembros. Hay abandono divino en los brazos del Padre.

La corona de espinas, irradiante de luz, con agudas púas, «que hacen brillar la sombra de azabache / de tu cabeza en nimbo». La cabeza doblada sobre el pecho, cual sobre el tallo una azucena ajada por el sol. La frente, casi oculta por la negra melena y la corona lúcida de espinas, con un leve atisbo de sangre salvadora. El rostro, en parte oculto y en parte avizorado, parlante en su lividez resplandeciente. Contemplando el rostro del Cristo velazqueño suplica Unamuno al Señor: «No escondas / de nosotros tu rostro, que es volvernos, / chispas fatuas, a la nada matriz». Los ojos de Cristo, azules como el cielo azul, con sus niñas brillantes con divino fulgor, se han apagado y duermen cobijados bajo tenue párpado. «Y ahora el velo blanco / de los caídos párpados, las alas / de esas palomas que volaban siempre / hacia su nido celestial, con sello / de sangre sella tu mirar». La nariz brilla, como un cuchillo que corta las tinieblas. Como la quilla de un barco, es la nariz la que da al rostro nobleza humana, basada en derechura. Y es «el caz por donde llega a nuestros pechos el aire de los cielos, el más puro mantenimiento del vivir». La mejilla, con luz casi apagada de atardecer muriente, soporte varonil de encarnizadas befas, cubierta por la tupida barba del Nazareno en actitud sumisa.

El cuerpo del Crucificado, pintado por Velázquez, es «el remanso en que se estancan las luces de los siglos», es «es coto de inmensidad, donde los hombres la tímida esperanza cobijamos de no morir del todo». Un cuerpo, firme y de pie ante la voluntad del Padre, enhiesto como un ciprés de celestiales vuelos. Un cuerpo por el que corren finos hilos de sangre, casi invisible ante tan exuberante luminosidad de la carne. Un cuerpo, cuyo pecho, «dehesa del amor», ahora duerme calmo de paz en reposo mortal. Tras el velo de la carne, el artista anuncia la roca del cuerpo que son los huesos. Huesos, que son flor de eternidad, sostén de nuestra fe en la resurrección. «Tú, de Dios carne / sobre los huesos de la tierra has puesto; / ¡nuestra roca y aliento has sido Tú!». Los brazos de Jesús son las dos alas lumínicas de Dios, cuerdas de arpa con que tejer la canción triunfadora de la vida, «los remos del Espíritu que flota / sobre el haz de las aguas tenebrosas / del dolor de vivir». Son «cual velas cándidas / de tu divino corazón, que boga / por sobre el mar sin fondo y sin orillas / de allende esta visión». Asemejan los hombros a alcores soleados «donde a la sombra de tu cabellera / -follaje perfumado- y al socaire / sestean las ovejas del rebaño / de tu Padre». Sobre el hombro derecho reposa levemente la celeste cabeza, como sobre una almohada, en espera del despertar eterno. Con las manos taladradas, dos fuentes que manan sangre, apuña el Señor los clavos, manejando los remos de la cruz. Los dedos se recogen sobre la palma de la mano, como queriendo abrazar el clavo en un gesto de sumisión a la vez que de perdón.

Sobre la parte superior del pecho se desliza transparente la melena de su negro cabello. Debajo, como rasguño casi imperceptible, la llaga del costado. «Veta de fuego ese rubí que al ámbar / de tu pecho encandece», «del árbol de la cruz la rosa». En el vientre de Jesús, realzado por el lienzo blanquísimo que cubre su virilidad, «está la sombra / -mancha de sol- por donde fue tu cuerpo / con el materno uncido; recibiste / por ella el jugo de la tierra madre, / la sangre del rescate del pecado». Las piernas del Crucificado son fustes de ebúrnea columna, listas para emprender la marcha al tercer día. Las rodillas erguidas, «pues tu muerte / jornada es no de descanso». Los pies ensangrentados poyan sobre un leño de sangre pura, pies de buen pastor que sin cesar pisaron los polvorientos caminos de la Palestina.

La muerte vencida por la vida

El Cristo de Velázquez no parece estar muerto. La muerte está fuera de él, en el fondo negro del cuadro. El cuerpo de Cristo crucificado es luz de amanecer, de vida. La cruz es como el lecho en el que reposa el cuerpo fatigado por los dolores sufridos, antes de levantarse para una vida nueva. Cristo vive en absoluta soledad la negra muerte del mundo que lo envuelve en busca de presa. ¡Sólo la negrura del mundo! ¡Sólo la luz de un muerto que vive! No hay paisajes, no hay figuras. No hay ángeles, no hay símbolos de la presencia del Padre o del Espíritu. La única compañera en este trance final es la tiniebla. Después del atardecer volverá el alba. La Luz de Cristo nos traerá el día y disipará la oscuridad completa. «Tú, Cristo, con tu muerte has dado / finalidad humana al Universo / y fuiste muerte de la muerte al fin». Muriendo sin cesar, Jesucristo, con su muerte, sacrificio perenne sobre el altar, nos da vida perenne, para también nosotros morir por Cristo, resucitando sin cesar. «Tú con tu muerte afirmas nuestra vida». Gracias a esa Vida en la muerte, la nueva humanidad se reconquista y se levanta hasta tocar a Dios.
La contemplación del cuadro velazqueño acaba en oración de súplica. Una oración alzada desde «la sima de nuestro abismo de miseria humana». Una oración elevada a Cristo, Águila blanca que abarca al volar el cielo, columna fuerte, sostén en que posar, ánfora desde la que se vierte sobre el hombre néctar de eternidad.

¡Dame,
Señor, que cuando al fin vaya perdido
a salir de esta noche tenebrosa
en que soñando el corazón se acorcha,
me entre en el claro día que no acaba,
fijos mis ojos de tu blanco cuerpo,
Hijo del Hombre, Humanidad completa,
en la increada luz que nunca muere;
mis ojos fijos en tus ojos, Cristo,
mi mirada anegada en Ti, Señor!

El Papa en Sta. Marta: ¿Soy como la levadura buena que hace crecer?

En la homilía de este viernes, el Santo Padre ha advertido sobre la hipocresía que invoca al Señor con los labios pero el corazón está lejos de Él

(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco, en la homilía de Santa Marta de este viernes, ha recordar que para seguir al Señor es fundamental no engañarnos, no decir mentiras y así no caer en la hipocresía, esa “esquizofrenia espiritual que nos hace decir tantas cosas pero sin practicarlas”. Ha recordado que en el Evangelio del día, Jesús invita a cuidarse de la “levadura de los fariseos”. Al respecto, ha explicado que existe “una levadura buena y una levadura mala”. La levadura que hace crecer el Reino de Dios y la levadura que hace solamente la apariencia en el Reino de Dios. La levadura –ha observado– hace crecer siempre; y hace crecer, cuando es buena, de forma consistente, sustanciosa y se convierte en pan bueno, pasta buena: crece bien. Pero la “levadura mala” no hace crecer bien. A este punto, el Santo Padre ha querido contar una anécdota de infancia para explicarlo bien. “Yo recuerdo que para carnaval, cuando éramos niños, la abuela nos hacía galletas, y era una pasta muy sutil, sutil, sutil la que ella hacía. Después la echaba al aceite y esa pasta se hinchaba… y cuando empezábamos a comerla, estaba vacía”, ha recordado. Y la abuela les decía “estas son como las mentiras: parecen grandes, pero no tienen nada dentro, no hay nada de verdad, ahí; no hay nada de sustancia”. Por eso, el Papa ha señalado que Jesús nos dice: “Estad atentos a la mala levadura, la de los fariseos”. ¿Y cuál es? Es la hipocresía, ha señalado Francisco.

Asimismo, ha añadido que la hipocresía es cuando se invoca al Señor con los labios pero el corazón está lejos de Él. Es una “división interna”. Se dice una cosa y se hace otra. Es –ha aclarado– una especie de esquizofrenia espiritual. Además, ha observado el Pontífice, el hipócrita es un simulador: parece bueno, cortés, pero detrás de sí tiene un puñal. Al respecto ha invitado a pensar en Herodes y la cortesía con la que recibió a los Magos. Y en el momento de la despedida les pide que le avisen dónde está ese niño para ir también a adorarlo, cuando en realidad lo que quería era matarlo.

Jesús, hablando de estos doctores de la ley dice: “Estos dicen y no hacen”, que es otra forma de hipocresía. Al respecto, el Santo Padre ha explicado que es un “nominalismo existencial”, los que creen que diciendo las cosas está todo hecho. Las cosas se hacen, no solo se dicen, ha advertido Francisco.

Del mismo modo, ha reconocido que el hipócrita es un nominalista, cree que con el decir se hace todo. Después, el hipócrita “es incapaz de acusarse a sí mismo: nunca encuentra en sí una mancha, acusa a los otros”.

Por eso, el Santo Padre ha invitado a hacer un examen de conciencia para entender si crecemos con la levadura buena o la levadura mala preguntándonos: ¿Con qué espíritu hago las cosas? ¿Con qué espíritu rezo? ¿Con qué espíritu me dirijo a los otros? ¿Con el espíritu que construye? ¿O con el espíritu que divide? Importante — concluye el Papa– es no engañarse, no decir mentiras sino la verdad. Al respecto, el Pontífice ha explicado que los niños cuando se confiesan nunca dicen mentiras, y no dicen cosas abstractas. “Los niños cuando están delante de Dios y delante de los otros, dicen cosas concretas” porque “tienen la levadura buena, la que hace crecer como crece el Reino de los Cielos”. Finalmente, el Santo Padre ha pedido que el Señor dé a todos “el Espíritu Santo y la gracia de la lucidez de decirnos cuál es la levadura con la que crezco, cuál es la levadura con la que actúa”.

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