Y Dios dijo: 'Que exista la luz
- 08 Abril 2018
- 08 Abril 2018
- 08 Abril 2018
Evangelio según San Juan 20,19-31.
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con ustedes!".
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes".
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo.
Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan".
Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús.
Los otros discípulos le dijeron: "¡Hemos visto al Señor!". El les respondió: "Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré".
Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: "¡La paz esté con ustedes!".
Luego dijo a Tomás: "Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe".
Tomas respondió: "¡Señor mío y Dios mío!".
Jesús le dijo: "Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!".
Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro.
Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.
San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia
Sermón 258
«Y Dios dijo: 'Que exista la luz'» (Gn 1,3)
«Este es el día que hizo el Señor» (Sl 117, 24). Acordaos del estado en que se encontraba el mundo en sus orígenes: «La tierra era un caos informe; sobre la faz del Abismo, la tiniebla. Y el Aliento de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Y dijo Dios: Que exista la luz. Y la luz existió. Y separó Dios la luz de la tiniebla: llamó Dios a la luz 'Día', y a la tiniebla 'Noche'» (Gn 1,2s)... «Este es el día que hizo el Señor». Es el día del cual habla el apóstol cuando dice: «En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor» (Ef 5,8)...
¿Acaso Tomás no era un hombre, uno de sus discípulos, un hombre, por decirlo de alguna manera, sacado de la multitud?
Sus hermanos le decían: «Hemos visto al Señor».
Y él decía: «Si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». Los evangelistas te traen la noticia, ¿y tú no crees? ¿El mundo ha creído, y un discípulo no?... No había llegado todavía este día que hizo el Señor; las tinieblas estaban todavía sobre el abismo, en las profundidades del corazón humano que estaba en tinieblas.
Que venga pues aquel que es la punta del día, que venga y que diga con paciencia, con dulzura, sin cólera, él que es el que cura: «Ven. Ven, toca aquí y cree. Tú has dicho: 'Si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo'. Ven, toca, mete tu dedo y no seas incrédulo, sino creyente. Yo conocía tus heridas, he guardado para ti mi cicatriz».
El discípulo, acercando su mano, puede completar enteramente su fe. ¿Cuál es, en efecto, la plenitud de la fe? Creer que Cristo no es tan sólo hombre, creer que Cristo tampoco es solamente Dios, sino creer que es hombre y Dios... Por eso el discípulo al cual su Salvador hizo tocar los miembros de su cuerpo y sus cicatrices, exclama: «Mi Señor y mi Dios». Ha tocado al hombre, en él ha reconocido a Dios. Ha tocado la carne, y se giró hacia la Palabra, porque «la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). La Palabra soportó que su carne colgara de un madero...; La Palabra soportó que su carne fuera colocada en un sepulcro. La Palabra ha resucitado su propia carne, la mostró a los ojos de sus discípulos, se prestó a ser tocada por sus manos. Ellos tocan y exclaman: «¡Mi Señor y mi Dios!»
Este es el día que hizo el Señor.
Pocos nos han ayudado tanto como Christian Chabanis a conocer la actitud del hombre contemporáneo ante Dios. Sus famosas entrevistas son un documento imprescindible para saber qué piensan hoy los científicos y pensadores más reconocidos acerca de Dios.
Chabanis confiesa que, cuando inició sus entrevistas a los ateos más prestigiosos de nuestros días, pensaba encontrar en ellos un ateísmo riguroso y bien fundamentado. En realidad se encontró con que, detrás de graves profesiones de lucidez y honestidad intelectual, se escondía con frecuencia una «absoluta ausencia de búsqueda de verdad».
No sorprende la constatación del escritor francés, pues algo semejante sucede entre nosotros. Gran parte de los que renuncian a creer en Dios lo hacen sin haber iniciado ningún esfuerzo para buscarlo. Pienso sobre todo en tantos que se confiesan agnósticos, a veces de manera ostentosa, cuando en realidad están muy lejos de una verdadera postura agnóstica.
El agnóstico es una persona que se plantea el problema de Dios y, al no encontrar razones para creer en él, suspende el juicio. El agnosticismo es una búsqueda que termina en frustración. Solo después de haber buscado adopta el agnóstico su postura: «No sé si existe Dios. Yo no encuentro razones ni para creer en él ni para no creer».
La postura más extendida hoy consiste sencillamente en desentenderse de la cuestión de Dios. Muchos de los que se llaman agnósticos son, en realidad, personas que no buscan. Xavier Zubiri diría que son vidas «sin voluntad de verdad real». Les resulta indiferente que Dios exista o no exista. Les da igual que la vida termine aquí o no. A ellos les basta con «dejarse vivir», abandonarse «a lo que fuere», sin ahondar en el misterio del mundo y de la vida.
Pero ¿es esa la postura más humana ante la realidad? ¿Se puede presentar como progresista una vida en la que está ausente la voluntad de buscar la verdad última de nuestra vida? ¿Se puede afirmar que es esa la única actitud legítima de todo? ¿Se puede afirmar que es esa la única actitud legítima de honestidad intelectual? ¿Cómo puede uno saber que no es posible creer si nunca ha buscado a Dios?
Querer mantenerse en esa «postura neutral» sin decidirse a favor o en contra de la fe es ya tomar una decisión. La peor de todas, pues equivale a renunciar a buscar una aproximación al misterio último de la realidad.
La postura de Tomás no es la de un agnóstico indiferente, sino la de quien busca reafirmar su fe en la propia experiencia. Por eso, cuando se encuentra con Cristo, se abre confiadamente a él: «Señor mío y Dios mío». ¡Cuánta verdad encierran las palabras de Karl Rahner!: «Es más fácil dejarse hundir en el propio vacío que en el abismo del misterio santo de Dios, pero no supone más coraje ni tampoco más verdad. En todo caso, esta verdad resplandece si se la ama, se la acepta y se la vive como verdad que libera».
Domingo 2 Pascua - B
(Juan 20,19-31)
8 de abril 2018
DOMINGO “IN ALBIS”
DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA
He sido invitado, junto con otros misioneros de la misericordia, a concelebrar con el Papa este día y a vivir la expresión de la catolicidad de la Iglesia en la Plaza de San Pedro.
Me he preguntado muchas veces por el regalo de haber sido nombrado brazos y manos del perdón divino, y como el apóstol santo Tomás, quizá no tengo otro título que el de haber sido acogido en las heridas del Resucitado.
Si cuando en tiempos de Moisés, los mordidos de serpiente se curaban mirando al estandarte levantado en forma de serpiente, y cuando el apóstol, herido por la ausencia del Maestro, queda sumergido en el dolor hasta poner sus manos y sus ojos en las manos y en la mirada de Cristo, que le muestras las hullas de su Pasión y así queda restaurada su fe, he entendido que el antídoto a la hora de nuestras pruebas es comprenderlas como testigos, al compartir las señales de quien ha dado su vida por amor.
No es fácil asumir el dolor con sentido trascendente, pues cuando uno es marcado con la prueba, esta tiene un poder totalizador que sumerge en la oscuridad.
Sin embargo, si a pesar de la justificación de hundirse en las heridas, que es posible tener, se tiene la sagacidad de mirar al Resucitado, al desasirnos de la amargura y al acoger la invitación a fijarse en el dolor de los otros, y en concreto en las palmas de las manos de quien ha sido crucificado, cabe llegar a comprender y hasta sentir que donde está la herida está el don.
Nos herimos donde más vulnerables somos, y estar entre los heridos es prueba de que estamos entre los que perciben con mayor agudeza los sonidos dramáticos del dolor humano, y también los deseos de felicidad personal, que se descubre paradójicamente cuando se sabe ofrecer la vida por los demás.
El Resucitado no es alguien que nos quiera endulzar la amargura, sino Aquel que comparte con nosotros las desgarraduras que nos hieren a lo largo de la historia.
Atrévete a ser profeta en tu herida y a comprenderla desde la luz de Quien ha superado la muerte y nos muestra como trofeos las señales de su Pasión. Si hay alguna llaga terrible, es la de perder el sentido y la dirección del camino. Jesús, en sus diálogos con el apóstol Tomás, le asegura: “Yo soy el camino, la verdad, y la vida”. Atrévete a levantar los ojos y a salir de tu ensimismamiento. Si logras superar la justificación en tu aislamiento y de tu soledad y sales de ti mismo, recuperarás el gozo que concede todo movimiento solidario, especialmente el de quienes se acercan a los demás desde la experiencia de haber sido probado. Atrévete a confesar a Jesús, como el Apóstol: “Señor mío y Dios mío”, y habrás logrado vencer el riesgo de la tristeza, de la melancolía, y hasta de la depresión.
Él es la resurrección y la vida
”Homilía de la Misa celebrada en la Casa Santa Marta
El Papa anima a no temer a la muerte: “Jesús mantendrá la llama de nuestra fe”
El Papa Francisco, durante su catequesis pronunciada en la Audiencia General celebrada en la plaza de San Pedro del Vaticano, animó a tener esperanza ante la muerte, a confiar en Jesús, porque Él es “la resurrección y la vida” y mantendrá viva la llama de la fe en los últimos momentos de vida, “nos tomará de la mano para decirnos: “¡levántate, álzate!”.
En su catequesis, el Santo Padre habló sobre la esperanza cristiana con la realidad de la muerte, “una realidad que nuestra civilización moderna tiende cada vez más a apartar. De ese modo, cuando llega la muerte, a alguien cercano o a nosotros mismos, no nos encontramos preparados”.
A pesar de ello, el Pontífice recordó que la naturaleza humana está muy vinculada a la muerte, y prueba de ello es que “los primeros signos de civilización humana transitan por medio de este enigma. Podríamos decir que la civilización humana nació con el culto a los muertos”.
“La muerte desnuda nuestra vida”, indicó. “Nos hace descubrir que nuestros actos de orgullo, de ira, de odio, eran vanidad. Nos arrepentimos de no haber amado lo suficiente y de no haber buscado lo esencial. Y, al mismo tiempo, vemos aquello realmente bueno que hemos sembrado”.
Francisco señaló que Jesús otorgó luz sobre el misterio de nuestra muerte: “Con su comportamiento nos autoriza a sentirnos doloridos cuando una persona se va. Él se sintió profundamente afectado ante la tumba de su amigo Lázaro, y se echó a llorar. Con esa actitud, sentimos a Jesús mucho más cercano, lo sentimos como a nuestro hermano”.
Entonces, Jesús rezó al Padre, fuente de vida, y ordena a Lázaro que salga del sepulcro. “¡Y entonces resucita! La esperanza cristiana se basa en esa actitud que Jesús asume contra la muerte humana”.
El Papa se refirió a otro episodio evangélico que refuerza la esperanza cristiana ante la muerte: “En otro fragmento del Evangelio se habla de un padre cuya hija estaba muy enferma, y se dirige con fe a Jesús para que la salve. No hay figura más conmovedora que la de un padre o una madre con un hijo enfermo. Rápidamente, Jesús se dirige con aquel hombre, que se llamaba Jairo, junto a su hija, pero entonces llegó una persona procedente de la casa de Jairo y le dice que la hija ya ha muerto y que ya no es necesario molestar al Maestro”.
Sin embargo, Francisco subrayó la enorme fe de Jairo. “Jesús le dice: ‘No temas, solo ten fe’. Jesús sabe que el hombre está tentado a reaccionar con rabia y desesperación, y le pide que custodie la pequeña llama que permanece encendida en su corazón: la fe. Luego llega a su casa y saca a la niña de la muerte y la devuelve viva a sus seres queridos”.
Además, en su catequesis, el Santo Padre recordó las propias palabras de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida, quien crea en mí, incluso si muere, vivirá. ¿Crees en esto?”. “¡Eso es lo que Jesús nos repite a cada uno de nosotros siempre que la muerte viene a desgarrar los tejidos de la vida y los afectos!”.
“Toda nuestra existencia se juega aquí entre la fe y el precipicio del miedo”. “Todos somos pequeños e indefensos delante del misterio de la muerte”, aseguró. Sin embargo, “gracias a ella podemos custodiar en ese momento en el corazón la llama de la fe”.
En el momento de la muerte, concluyó el Papa, “Jesús nos tomará de la mano, del mismo modo que tomó de la mano a la hija de Jairo, y nos dirá: ‘¡Levántate, álzate!’”.
Santo Evangelio según San Juan 20, 19-31. Domingo II de Pascua.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, concédeme hacer la experiencia de tu amor.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Cuando tenía un año en la Legión de Cristo, un joven me preguntó: ¿Por qué Jesús se dejó las llagas? ¿Acaso Cristo tiene resentimiento? Mi respuesta solamente fue que sin las llagas de Cristo santo Tomás apóstol jamás hubiera creído.
Todo lo que hace Cristo lo hace para nuestro bien, y el bien de santo Tomás fue meter los dedos en la mano de Cristo, fue meter la mano en el costado de Cristo para poder decir: ¡Señor mío, Dios mío! Sólo así Tomás se convirtió en creyente.
Yo soy otro Tomás; en este día Cristo me regala su costado abierto para que meta mi mano y pueda reconocerlo como mi Señor y mi Dios. No debo de tener miedo a tocarlo; no debo tener miedo de experimentar los frutos del amor de Dios, porque las llagas de Cristo solamente son el resultado del amor infinito de Dios que me tiene. No debo temer hacer la experiencia del amor de Cristo y confesar el amor que me tiene y el amor que le tengo.
¿Qué espero para meter mi mano en su costado? ¿Qué espero para hacer la experiencia del amor de Cristo y gritar que Éles mi Señor, que Éles mi Dios? Doy gracias a Dios por todo lo que hace por mí, porque todos los días se me aparece con su costado abierto y me dice, "Ven aquí"; porque todos los días puedo hacer la experiencia de su amor.
Jesús nos invita a mirar sus llagas, nos invita a tocarlas, como a Tomás, para sanar nuestra incredulidad. Nos invita, sobre todo, a entrar en el misterio de sus llagas, que es el misterio de su amor misericordioso.
(Homilía de S.S. Francisco, 12 de abril de 2015).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Acercarme a Cristo hoy para experimentar el inmenso amor que me tiene.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Dichosos los que creen sin haber visto.
¡Qué dicha encontrarse nuevamente con el Señor, había vencido verdaderamente a la muerte!
Contemplaremos, paso a paso, un hermosísimo pasaje evangélico. Veremos a los apóstoles que, atemorizados, se escondían bajo llave. Veremos a Jesús que amorosamente se acerca a ellos y les anima. Veremos al apóstol Tomás que no se anima a creer en la Resurrección del Señor.
Cuando se está lejos de Jesús, o cuando se le desconoce, la vida de una persona se convierte en una angustia permanente. ¿Qué sucede cuando una persona que no cree en Dios se entera que ha de morir pronto por una enfermedad incurable? ¿Que sucede con una persona que no cree en Dios y pierde a un ser querido, o sufre un terrible accidente? ¿Acaso no se llena de angustia, de miedo, de duda? Pero, cuando verdaderamente se cree en Dios, la persona atribulada confía y no se angustia. Nuestro mundo de hoy vive angustiado todo el tiempo pues no conoce o no quiere aceptar a Jesucristo.
Contemplemos este pasaje evangélico que el apóstol San Juan nos transmite por medio de la Liturgia de la Palabra. Observemos, paso a paso, lo acontecido en aquella ocasión. Observemos a los protagonistas del pasaje y presenciemos personalmente lo ocurrido.
Era el día de la Resurrección. Era ya de noche. Los discípulos de Jesús, diez únicamente (pues Judas, quien había traicionado y vendido al Señor, se había quitado la vida; Tomás estaba ausente), se encontraban encerrados bajo llave en una casa. Estaban llenos de miedo por los judíos. Asustados, temerosos, no comprendían qué pasaba. Por la mañana, María Magdalena les había dicho que Jesús había resucitado, que ya no estaba en la tumba. Pedro y Juan fueron corriendo presurosos a ver el sepulcro, la tumba, donde habían depositado el cuerpo del maestro. Ellos no creían lo dicho por María Magdalena. Creían que el cuerpo había sido robado y temían que los judíos los maltratasen. Además, estaban tristes pues ¿de qué les había servido haber dejado familias, trabajo, fama y tranquilidad para seguir a Jesús durante tres años y haber terminado con la sentencia de muerte, ejecución y sepultura del maestro? Estaban desconcertados, atemorizados y tristes. ¡Pobres discípulos! Se sentían huérfanos.
Mas de pronto, en medio de esa comunidad atemorizada y encerrada bajo llave, el Señor se presenta amorosamente. ¡Cuál habrá sido el susto que ellos se habrán llevado al ver que un resucitado se les aparezca! Tres días antes lo habían enterrado muerto después de un suplicio horrible! Ahora Él se presenta en medio de ellos. Conociendo el Señor que estaban tan atemorizadas y que su aparición les iba a aumentar los temores, les dice amorosa y tiernamente: “La paz esté con Ustedes”. Ellos se tranquilizan. El Señor nuevamente les ayuda, pues les muestra las heridas causadas por los clavos en las manos, y la herida causada por la lanza en el costado. Entonces, esos discípulos que estaban llenos de miedo, de tristeza, se alegran de ver al Señor.
¡Qué dicha encontrarse nuevamente con el Señor! En esos momentos, reconocían que era verdad todo lo que les había dicho.
Lo veían a Él resucitado, vivo. ¡Había vencido verdaderamente a la Muerte!.
Seguramente San Pedro se abalanzó sobre el Señor. Le habrá abrazado y besado. Habrá llorado de alegría al ver a su maestro nuevamente. Las lágrimas habrán corrido nuevamente por sus mejillas, pero ya no de tristeza por la traición, sino de alegría por el reencuentro con el maestro amado.
Y el Señor, amorosamente, les vuelve a decir que la paz esté con ellos. ¡Qué encuentro tan maravilloso! ¡Único! Jesucristo resucitado y sus amados discípulos. El reencuentro después del dolor. La alegría después de la tristeza.
Él les habla, le conforta, les da muestras de cariño, junto con nuevas indicaciones. Les da de regalo al Espíritu Santo, y el poder de perdonar los pecados. Además de abrirnos las puertas del Cielo, de la vida eterna, además de haber muerto por todos los hombres, además de habernos amado tanto, Jesús sigue regalando cosas a sus amigos, a sus amados, a sus hijos.
¡Qué alegría! ¡Qué gozo! ¡Qué tranquilidad habrá sido el volver encontrase con el maestro!. Los discípulos habrán recobrado vida después de tan duras penas sufridas.
Y el Señor se marcha… Los vuelve a dejar…
Cuando Tomás, el discípulo ausente, regresa, los compañeros le cuentan lo ocurrido. Pero él no les cree. Se imagina que el miedo y la tristeza les hace ver fantasmas o algo así. Les dice: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”. ¡Pobre Tomás! No creía. Aún pedía pruebas de lo que sus compañeros le decían. Él no comprendía cómo Jesús pudo morir de forma tan vil si era Dios.
Pasan ocho días más. Era el siguiente domingo, el primero después de la Resurrección. Ese día, sí estaba Tomás con los demás discípulos. El Señor se les vuelve a aparecer. Y amorosamente le invita a que meta sus dedos en las heridas, para que crea. Al instante el buen Tomás se arrodilla y le dice “¡Señor mío y Dios mío!” A lo que le responde el Señor: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que crean sin haber visto”. En ese momento, el Señor pensó en todos nosotros, que creeríamos sin que lo hubiéramos visto.
El Señor nos invita a creer a pesar de no haber visto. A creer en el amor infinito de Dios por nosotros. Y junto con toda la Iglesia en este Jubileo del Año dos mil. Nos invita a la conversión, a volver a Dios, a alejarnos de la vida de pecado. Recordemos que para esto ha venido Jesucristo, para rescatarnos del pecado y abrirnos nuevamente las puertas el cielo. Y, para ello, recordemos que espera que cada uno de nosotros libremente lo busque a Él.
No dejemos pasar el tiempo. Volvamos a la casa del Padre. Sigamos los caminos de nuestros Señor Jesucristo: Amemos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo. Si amamos realmente estaremos en el camino de la conversión, pues quien verdaderamente ama es quien imita a Dios, pues Dios es amor, nos dice el apóstol san Juan, y el mandato de Jesucristo es: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Por ello, la auténtica conversión del corazón es la imitación de Cristo amoroso, quien nos amó y se entregó por nosotros.
La Iglesia, por medio del catecismo, nos recuerda que cada persona, tú o yo, hemos de responder libremente a la invitación que Dios nos hace para creer. Esa respuesta muy personal de cada uno, es la fe.
Nos recuerda, también, que la fe no es algo nada más personal, pues no la habríamos recibido si no hubiese otras personas que nos la transmitieran. Por ello, es necesario que todos transmitamos a otras personas esa fe.
Recordemos que no es suficiente creer en Jesucristo para que alcancemos la vida eterna y nos salvemos. Es necesario que nuestra vida se transforme en una vida llena de obras de acuerdo a los mandatos de Jesucristo: obras llenas de amor a Dios y a nuestros hermanos los hombres.
La fe no llega así porque sí a los demás. Es necesario que haya otras personas que la lleven a los que no la conoces. Todos los cristianos, todos los miembros de la Iglesia estamos llamados a transmitir la fe a los demás, empezando por nuestros hijos.
Nadie puede dar lo que no conoce. Por ello es necesario que conozcamos cada día mejor nuestra fe, para que la podamos transmitir a los demás, empezando por los de casa.
¿Qué es el Domingo de la Misericordia y por qué es tan importante?
El Domingo de la Divina Misericordia se celebra cada segundo domingo de Pascua
El Domingo de la Divina Misericordia se celebra cada segundo domingo de Pascua desde el año 2000. Es un día en el que se tiene especialmente presente misericordia Cristo con los hombres según la visión de santa Faustina Kowalska. La santa polaca tuvo varias revelaciones sobre la Misericordia Divina.
En el año 2000 Santa Faustina fue canonizada por otro polaco, San Juan Pablo II, que anunció además que en el Domingo de la Divina Misericordia sería posible recibir la indulgencia plenaria.
“Juan Pablo II no solo insistió en la misericordia, sino que hizo de su pontificado un ejemplo de ella. Cuando consagró este domingo a la Misericordia, sintió el dolor y el sufrimiento de las personas de su tierra. ¿Dónde puede encontrar una persona refugio y esperanza si no es en la divina misericordia de Dios?”.
P. JOSHEP BART
Experto en Divina Misericordia
Santa Faustina Kowalska escribió en su diario lo que Cristo le había revelado: “Deseo que Mi misericordia sea venerada; le doy a la humanidad la última tabla de salvación, es decir, el refugio en Mi misericordia. Por tanto, que ningún alma tenga miedo de acercarse a Mí, aunque sus pecados sean como escarlata”.
“Jesús le dijo a Faustina Kowalska que en ese día las ventanas a la misericordia estarían abiertas para quien quisiera, estuvieran lejos o cerca de Dios, fueran creyentes o no creyentes. Es un día para cualquier persona que crea en la Divina Misericordia”.
P. JOSHEP BART
Experto en Divina Misericordia
Este sacerdote polaco lleva 25 años como pastor de esta parroquia en los alrededores del Vaticano. Dice que este día se fijó el segundo domingo de Pascua porque es precisamente cuando lel Cristo manifestó su misericordia por la humanidad con su Pasión, Muerte y Resurrección.
Esta devoción a la misericordia comenzó con Juan Pablo II y con Faustina Kowalska, y todavía se mantiene con el Papa Francisco como quedó reflejado durante el año del Jubileo de la Misericordia de 2016 convocado por él.
FRANCISCO FELICITA LA PASCUA A LOS CRISTIANOS ORIENTALES EN EL REGINA COELI
El Papa, en el Domingo de la Divina Misericordia: "Para experimentar el amor hay que dejarse perdonar"
"Dios no decide jamás separarse de nosotros, somos nosotros los que le dejamos fuera"
Doody/Vatican News, 08 de abril de 2018 a las 12:24
Misa del Papa en el Domingo de la Divina MisericordiaVatican News
La vergüenza es una invitación secreta del alma que necesita del Señor para vencer el mal. El drama está cuando no nos avergonzamos ya de nada. No tengamos miedo de sentir vergüenza. Pasemos de la vergüenza al perdón
- Francisco reta a los jóvenes: "¿Estáis dispuestos a hacer vuestros los sueños de Jesús?"
- Papa: "La falta de atención espiritual hacia los pobres es la peor discriminación"
(C. Doody/Vatican News).- "No nos llena la vida un Dios resucitado pero lejano; no nos atrae un Dios distante". El Papa Francisco ha dedicado su homilía de la Misa del Domingo de la Divina Misericordia que ha celebrado hoy en la Plaza de San Pedro a la necesidad del cristiano de "saborear el amor de Dios", de "tocar con la mano la misericordia de Jesús". Necesidad que se cumple en el sacramento de la reconciliación, ha dicho Bergoglio, en donde descubrimos que "en cada perdón somos renovados y animados, porque nos sentimos cada vez más amados".
Texto completo de la homilía del Papa en la Misa del Domingo de la Divina Misericordia:
En el Evangelio de hoy aparece varias veces el verbo ver: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20,20); luego, dijeron a Tomás: «Hemos visto al Señor» (v. 25). Pero el Evangelio no describe al Resucitado ni cómo lo vieron; solo hace notar un detalle: «Les enseñó las manos y el costado» (v. 20). Es como si quisiera decirnos que los discípulos reconocieron a Jesús de ese modo: a través de sus llagas. Lo mismo sucedió a Tomás; también él quería ver «en sus manos la señal de los clavos» (v. 25) y después de haber visto creyó (v. 27).
A pesar de su incredulidad, debemos agradecer a Tomás que no se conformara con escuchar a los demás decir que Jesús estaba vivo, ni tampoco con verlo en carne y hueso, sino que quiso ver en profundidad, tocar sus heridas, los signos de su amor.
El Evangelio llama a Tomás «Dídimo» (v. 24), es decir, mellizo, y en su actitud es verdaderamente nuestro hermano mellizo. Porque tampoco para nosotros es suficiente saber que Dios existe; no nos llena la vida un Dios resucitado pero lejano; no nos atrae un Dios distante, por más que sea justo y santo. No, tenemos también la necesidad de "ver a Dios", de palpar que él ha resucitado por nosotros.
¿Cómo podemos verlo? Como los discípulos, a través de sus llagas. Al mirarlas, ellos comprendieron que su amor no era una farsa y que los perdonaba, a pesar de que estuviera entre ellos quien lo renegó y quien lo abandonó. Entrar en sus llagas es contemplar el amor inmenso que brota de su corazón. Es entender que su corazón palpita por mí, por ti, por cada uno de nosotros. Queridos hermanos y hermanas: Podemos considerarnos y llamarnos cristianos, y hablar de los grandes valores de la fe, pero, como los discípulos, necesitamos ver a Jesús tocando su amor. Solo así vamos al corazón de la fe y encontramos, como los discípulos, una paz y una alegría (cf. vv. 19-20) que son más sólidas que cualquier duda.
Tomás, después de haber visto las llagas del Señor, exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Quisiera llamar la atención sobre este adjetivo que Tomás repite: mío. Es un adjetivo posesivo y, si reflexionamos, podría parecer fuera de lugar atribuirlo a Dios: ¿Cómo puede Dios ser mío? ¿Cómo puedo hacer mío al Omnipotente? En realidad, diciendo mío no profanamos a Dios, sino que honramos su misericordia, porque él es el que ha querido "hacerse nuestro". Y como en una historia de amor, le decimos: "Te hiciste hombre por mí, moriste y resucitaste por mí, y entonces no eres solo Dios; eres mi Dios, eres mi vida. En ti he encontrado el amor que buscaba y mucho más de lo que jamás hubiera imaginado".
Dios no se ofende de ser "nuestro", porque el amor pide intimidad, la misericordia suplica confianza. Cuando Dios comenzó a dar los diez mandamientos ya decía: «Yo soy el Señor, tu Dios» (Ex 20,2) y reiteraba: «Yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso» (v. 5). He aquí la propuesta de Dios, amante celoso que se presenta como tu Dios. Y la respuesta brota del corazón conmovido de Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Entrando hoy en el misterio de Dios a través de las llagas, comprendemos que la misericordia no es una entre otras cualidades suyas, sino el latido mismo de su corazón. Y entonces, como Tomás, no vivimos más como discípulos inseguros, devotos pero vacilantes, sino que nos convertimos también en verdaderos enamorados del Señor.
¿Cómo saborear este amor, cómo tocar hoy con la mano la misericordia de Jesús? Nos lo sugiere el Evangelio, cuando pone en evidencia que la misma noche de Pascua (cf. v. 19), lo primero que hizo Jesús apenas resucitado fue dar el Espíritu para perdonar los pecados. Para experimentar el amor hay que pasar por allí: dejarse perdonar.
Pero ir a confesarse parece difícil, porque nos viene la tentación ante Dios de hacer como los discípulos en el Evangelio: atrincherarnos con las puertas cerradas. Ellos lo hacían por miedo y nosotros también tenemos miedo, vergüenza de abrirnos y decir los pecados. Que el Señor nos conceda la gracia de comprender la vergüenza, de no considerarla como una puerta cerrada, sino como el primer paso del encuentro.
Cuando sentimos vergüenza, debemos estar agradecidos: quiere decir que no aceptamos el mal, y esto es bueno. La vergüenza es una invitación secreta del alma que necesita del Señor para vencer el mal. El drama está cuando no nos avergonzamos ya de nada. No tengamos miedo de sentir vergüenza. Pasemos de la vergüenza al perdón.
Existe, en cambio, una puerta cerrada ante el perdón del Señor, la de la resignación. La experimentaron los discípulos, que en la Pascua constataban amargamente que todo había vuelto a ser como antes. Estaban todavía allí, en Jerusalén, desalentados; el "capítulo Jesús" parecía terminado y después de tanto tiempo con él nada había cambiado. También nosotros podemos pensar: "Soy cristiano desde hace mucho tiempo y, sin embargo, no cambia nada, cometo siempre los mismos pecados". Entonces, desalentados, renunciamos a la misericordia. Pero el Señor nos interpela: "¿No crees que mi misericordia es más grande que tu miseria? ¿Eres reincidente en pecar? Sé reincidente en pedir misericordia, y veremos quién gana".
Además -quien conoce el sacramento del perdón lo sabe-, no es cierto que todo sigue como antes. En cada perdón somos renovados, animados, porque nos sentimos cada vez más amados. Y cuando siendo amados caemos, sentimos más dolor que antes. Es un dolor benéfico, que lentamente nos separa del pecado. Descubrimos entonces que la fuerza de la vida es recibir el perdón de Dios y seguir adelante, de perdón en perdón.
Además de la vergüenza y la resignación, hay otra puerta cerrada, a veces blindada: nuestro pecado. Cuando cometo un pecado grande, si yo -con toda honestidad- no quiero perdonarme, ¿por qué debe hacerlo Dios? Esta puerta, sin embargo, está cerrada solo de una parte, la nuestra; que para Dios nunca es infranqueable.
A él, como enseña el Evangelio, le gusta entrar precisamente "con las puertas cerradas", cuando todo acceso parece bloqueado. Allí Dios obra maravillas. Él no decide jamás separarse de nosotros, somos nosotros los que le dejamos fuera. Pero cuando nos confesamos acontece lo inaudito: descubrimos que precisamente ese pecado, que nos mantenía alejados del Señor, se convierte en el lugar del encuentro con él.
Allí, el Dios herido de amor sale al encuentro de nuestras heridas. Y hace que nuestras llagas miserables sean similares a sus llagas gloriosas. Porque él es misericordia y obra maravillas en nuestras miserias. Pidamos hoy como Tomás la gracia de reconocer a nuestro Dios, de encontrar en su perdón nuestra alegría, en su misericordia nuestra esperanza.
"El Señor resucitado los llene de luz y de paz, y consuele a las comunidades que viven en situaciones particularmente difíciles". Lo dijo el Papa antes de rezar la oración mariana del Regina Coeli de este II Domingo de Pascua.
Misioneros de la Misericordia: ¡Gracias por vuestro servicio!
Antes de la Bendición final y de la oración a nuestra Madre celestial, el Santo Padre agradeció a los fieles y peregrinos que participaron en esta celebración, en particular a los Misioneros de la Misericordia, congregados para este encuentro, a quienes agradeció por sus servicios.
Recordando que, del 8 al 11 de abril de 2018, se realizará el Segundo Encuentro con los Misioneros de la Misericordia con el Papa Francisco, organizado por el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización. Se esperan más de 550 Misioneros de la Misericordia, procedentes de los 5 continentes, para este 2 encuentro con el Santo Padre, dos años después de la institución de este Ministerio especial durante el Jubileo de la Misericordia.
¡Feliz Pascua! A las Iglesias Orientales
Asimismo, el Papa Francisco expresó sus cordiales saludos a nuestros hermanos y hermanas de las Iglesias Orientales que hoy, según el calendario juliano, celebran la Solemnidad de Pascua. "El Señor resucitado los llene de luz y de paz, y consuele a las comunidades que viven en situaciones particularmente difíciles", dijo el Pontífice.
Día Internacional del Pueblo Gitano
Además, el Santo Padre dirigió un saludo especial a los Gitanos y a los Sintis presentes en la Plaza de San Pedro, con ocasión de su Día Internacional, el "Romanò Dives". "Deseo paz y hermandad a los miembros de estos antiguos pueblos", señaló el Pontífice, "y auguro que la jornada hodierna favorezca la cultura del encuentro, con la voluntad de conocerse y respetarse recíprocamente. Es este el camino que lleva a una verdadera integración. Queridos Gitanos y Sintis, oren por mí y oremos juntos por vuestros hermanos refugiados sirios".
Bajo el amparo de la Madre de la Misericordia
Antes de concluir su alocución, el Papa Francisco saludó a todos los demás peregrinos presentes en esta celebración, a los grupos parroquiales, a las familias, a las asociaciones; y a todos invitó a ponerse bajo el manto de María, Madre de la Misericordia.