El Espíritu no se repite

Espiritu Santo

"Actúa dentro y fuera de la Iglesia"
El Espíritu no se repite
"Mueve a los cristianos que se comprometen para lograr una política más limpia"

Martín Gelabert, 23 de mayo de 2015 a las 09:27

Los que no quieren que nada cambie se dedican a criticar a los vivos a partir de lo que supuestamente harían los muerto

El Espíritu es siempre el mismo. Pero en cada uno se manifiesta de forma diferente. Porque el Espíritu Santo, al unirse a nuestro espíritu, se adapta a nuestro espíritu. El Espíritu Santo nunca anula a la persona, actúa a través de nuestra personalidad, de nuestras capacidades y de nuestra imaginación. En  este sentido habría que decir que el Espíritu está continuamente evolucionando. Por eso, aquellos que buscan la acción del Espíritu en la repetición, no entienden lo que es el Espíritu. Comparar, por ejemplo, el estilo de ejercer el primado que tenía el Papa Juan Pablo II con el que tiene Francisco, y medir la bondad del estilo de Francisco en función de su parecido con el de Juan Pablo II, es un error (porque ningún Papa es “la medida” del papado), una injusticia (porque se pretende utilizar a un Papa para descalificar a otro), y una falta de confianza en Dios, que concede a su Iglesia lo que en cada momento necesita. Los que no quieren que nada cambie se dedican a criticar a los vivos a partir de lo que supuestamente harían los muertos. Como los muertos no pueden defenderse es fácil apelar a su memoria y manipularla en función de nuestros, a veces, inconfesables intereses.

El Espíritu siempre actúa buscando el bien. El bien común y el bien individual. El Espíritu se hace presente en todo lo que contribuye a la edificación de la Iglesia, a la mejora de las condiciones de vida, al avance de los derechos humanos. Allí donde hay verdad, belleza, justicia, alegría y amor, allí está actuando el Espíritu. Por eso, sus posibilidades de actuación son inmensas y su creatividad no tiene límites. Buscar el Espíritu en la repetición es probablemente la mejor manera de no encontrarlo. El Espíritu nos abre a nuevos espacios. Pero con la precisa función de hacer presente a Cristo.

Actúa dentro y fuera de la Iglesia. Este “fuera” hay que entenderlo en sentido amplio. Mueve a los cristianos que se comprometen para lograr una política más limpia, y mueve a los políticos no cristianos que denuncian la corrupción. Mueve a los curas y a las monjas que animan ONGs en beneficio de los inmigrantes sin papeles y mueve a los no cristianos que reclaman leyes más en consonancia con la dignidad de todas las personas. Mueve al policía que ayuda a los náufragos y al fraile que les surte de mantas y alimentos. Mueve a la enfermera que, discretamente, sabe consolar, y a la maestra que dedica su tiempo libre a ayudar a un alumno con dificultades.

La obra del Espíritu nunca es fácil; a veces parece muy lenta. Choca con el pecado y la limitación humana. Aún así, el Espíritu, de forma suave y callada, sigue introduciéndose por las más pequeñas rendijas, mantiene viva la llama de la inconformidad, produce novedades inesperadas.

Invocación al Espíritu

Ven, Espíritu Santo. Despierta nuestra fe débil, pequeña y vacilante. Enséñanos a vivir confiando en el amor insondable de Dios, nuestro Padre, a todos sus hijos e hijas, estén dentro o fuera de tu Iglesia. Si se apaga esta fe en nuestros corazones, pronto morirá también en nuestras comunidades e iglesias.

Ven, Espíritu Santo. Haz que Jesús ocupe el centro de tu Iglesia. Que nada ni nadie lo suplante ni oscurezca. No vivas entre nosotros sin atraernos hacia su Evangelio y sin convertirnos a su seguimiento. Que no huyamos de su Palabra, ni nos desviemos de su mandato del amor. Que no se pierda en el mundo su memoria.

Ven, Espíritu Santo. Abre nuestros oídos para escuchar tus llamadas, las que nos llegan hoy, desde los interrogantes, sufrimientos, conflictos y contradicciones de los hombres y mujeres de nuestros días. Haznos vivir abiertos a tu poder para engendrar la fe nueva que necesita esta sociedad nueva. Que, en tu Iglesia, vivamos más atentos a lo que nace que a lo que muere, con el corazón sostenido por la esperanza y no minado por la nostalgia.

Ven, Espíritu Santo. Purifica el corazón de tu Iglesia. Pon verdad entre nosotros.

Enséñanos a reconocer nuestros pecados y limitaciones. Recuérdanos que somos como todos: frágiles, mediocres y pecadores. Libéranos de nuestra arrogancia y falsa seguridad. Haz que aprendamos a caminar entre los hombres con más verdad y humildad.

Ven, Espíritu Santo. Enséñanos a mirar de manera nueva la vida, el mundo y, sobre todo, las personas. Que aprendamos a mirar como Jesús miraba a los que sufren, los que lloran, los que caen, los que viven solos y olvidados. Si cambia nuestra mirada, cambiará también el corazón y el rostro de tu Iglesia. Los discípulos de Jesús irradiaremos mejor su cercanía, su comprensión y solidaridad hacia los más necesitados. Nos pareceremos más a nuestro Maestro y Señor.

Ven, Espíritu Santo. Haz de nosotros una Iglesia de puertas abiertas, corazón compasivo y esperanza contagiosa. Que nada ni nadie nos distraiga o desvíe del proyecto de Jesús: hacer un mundo más justo y digno, más amable y dichoso, abriendo caminos al reino de Dios.

Pentecostés – B (Juan 20,19-23). 24 de mayo 2015

MENSAJE DE PENTECOSTÉS
ESPÍRITU SANTO CONSOLADOR

Espíritu Santo, son muchos los nombres con los que te invoca la Iglesia, y nos cuesta comprender algunos de ellos. Eres el Abogado, el Consejero, el Defensor, el Paráclito, el Huésped del alma, el Amor divino, el Consolador.

Quiero acogerme a tu acción más íntima, a la que obras en el corazón, en el hondón del alma, con tus mociones consoladoras, las que además de conceder alivio en la prueba, indican el camino por el que seguir hacia la meta que tenemos como horizonte, Dios mismo.

Quizá sea por los acontecimientos sociales, que nos golpean constantemente, por las catástrofes naturales, y sobre todo por las que provocamos los humanos, especuladores de la pobreza y de la indigencia de los más débiles, por lo que nos entristecemos.

Quizá sea por los movimientos extremistas, reaccionarios, usurpadores del bien, de la verdad, de la bondad, de la paz, de la convivencia, imponiendo violentamente una forma de pensamiento totalitario, por lo que nos entra el miedo.

Quizá sea por el sufrimiento de tantas familias, de hogares rotos, de niños sin referentes entrañables, motivo de tanta soledad en el corazón humano, por lo que se nos nubla la mirada y perdemos la alegría.

Espíritu Santo Consolador, ven con tu fuerza y con tu poder, que sin herir ni violentar, ofreces en la conciencia el susurro de lo que es bueno y mejor, para bien de cada persona y de la comunidad humana.

Ven, sobre todo, a lo más íntimo de nuestro ser, donde se experimenta la turbación, el sinsentido, la desesperanza, la tristeza, el desánimo, el dolor y las lágrimas secretas. ¡Son tantos los que lloran sin que los mire nadie! ¡Son tantos los heridos de la vida que se creen incurables! ¡Son tantos los que piensan que no tiene remedio su dolencia!

Ven, Espíritu Santo, Consolador, hazte luz para quienes todo lo ven oscuro; amor, para quienes se creen o están solos; fuerza, para quienes perciben la debilidad física y también en su espíritu. Tú eres el mejor Abogado, defiéndenos de nosotros mismos, de nuestras melancolías y desesperanzas.

¡Cómo revive el ánimo cuando Tú, Espíritu Santo, nos consuelas, nos alientas, e infundes en el corazón el hálito de vida y nos dejas oír tu insinuación confortadora!

Somos testigos de quienes se derrumban ante el dolor, pero también de quienes en la prueba no se arredran y son capaces de alentar a otros de manera magnánima, gracias a que Tú los sostienes. ¡Cómo ayuda el testimonio valiente de los mártires, la fuerza de los que superan las razones de venganza, o los motivos de hundimiento del ánimo, ante la quiebra y la pérdida de seres queridos!

¡Ven, Espíritu Santo, Consolador! Sé Tú nuestro compañero de camino en estos tiempos tan recios, y haznos mediación de tu misericordia consoladora.

DON DE TEMOR DE DIOS
El don de Temor de Dios “no quiere decir tener miedo a Dios” (Francisco).

A la hora de intentar entender las Escrituras, a veces tenemos que recurrir a nuestras expresiones y al significado que damos a las palabras. En muchos casos deberemos hacer una salvedad, porque nuestra manera de explicar el misterio divino es por aproximación, con un lenguaje que corre el riesgo de homologar la verdad de Dios con nuestras categorías humanas, cuando en el mejor de los casos es una comprensión limitada, a través de figuras análogas.

Si a la hora de comprender el amor de Dios conviene interpretarlo en el contexto bíblico, y no proyectar sobre él nuestras formas limitadas de amar, en el caso del don de Temor de Dios también nos puede traicionar el lenguaje, porque no se trata de temer a Dios, de tenerle miedo, de huir de él por sentirnos amenazados, perseguidos y vigilados, sino todo lo contrario. Es temernos a nosotros por no ser conscientes del amor que Dios nos tiene. Es ser lúcidos y vivir en la presencia amorosa del Señor, sin caer en la desidia y en el acostumbramiento, sino permanecer en vela, atentos por sabernos amados.

En varias ocasiones, ante los discípulos sobrecogidos en el Monte Alto, o en las distintas apariciones después de resucitar, Jesús les dirige la palabra con la máxima ternura, para sacarles del miedo y hasta del pánico. “No temáis” (Mt 28, 10). “No temáis, soy yo” (Jn 6, 20). “¿Por qué tenéis miedo, hombre de poca fe?” (Mt 8, 26). “¡Animo!, que soy yo; no temáis” (Mt 14, 27).

Los que han tenido experiencia de Dios, nos muestran una relación de confianza, de máxima delicadeza con Él. Ya en el Antiguo Testamento, el profeta percibió el paso del Señor en la brisa suave, y no en el terremoto, ni en el huracán, ni en el incendio.

Santa Teresa nos asegura: “Cuando os quisieren dar una cosa muy honrosa, o cuando os incite el demonio a vida regalada, o a otras semejantes cosas, temed que por vuestros pecados no lo podréis llevar con rectitud; y cuando hubiereis de padecer algo por nuestro Señor o por el prójimo, no hayáis miedo de vuestros pecados. Con tanta caridad podríais hacer una obra de éstas, que os los perdonase todos, y de esto ha miedo el demonio, y por esto os los trae a la memoria entonces. Y tened por cierto, que nunca dejará el Señor a sus amadores, cuando por solo El se aventuran” (Los Conceptos del Amor de Dios 3, 7).

Pidamos al Espíritu Santo el don de Temor de Dios, por el que siempre nos mantengamos conscientes de nuestra fragilidad, y seguros de su misericordia. Porque cabe que se instale en nosotros un temor injusto, que nos infunde el Tentador y que nos impide acogernos siempre a la misericordia divina. “Porque, si siempre pedís a Dios lo lleve adelante y no fiáis nada de vosotras, no os negará su misericordia; si tenéis confianza en Él y ánimos animosos ­que es muy amigo Su Majestad de esto­, no hayáis miedo que os falte nada” (Fundaciones 27, 12).

EL DON DE PIEDAD
El don de Piedad “es sinónimo de amistad con Dios” (Francisco).

Si recordamos lo que santa Teresa dice acerca de lo que es para ella la oración, pronto descubrimos en qué consiste el don de Piedad. Para la maestra espiritual “no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (Vida 8, 5).

El Espíritu Santo es el Amigo del alma y el verdadero maestro espiritual, porque nosotros no sabemos pedir como nos conviene. “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones, conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión en favor de los santos es según Dios” (1Co 8, 26-27).

Jesús nos declara amigos suyos, y esta relación se consolida por el Espíritu que nos da. Sin Él no podríamos tener la seguridad de corresponder de manera adecuada a la declaración del Maestro.

¡Qué distinto es tener una relación con un ser superior, desconocido, vigilante, terrible, de celebrar una relación amiga, entrañable, íntima! El Espíritu Santo, con el don de Piedad, nos regala la posibilidad de tener a Dios por amigo.

Quienes nos dan testimonio de haber sido fieles a la amistad con Jesús, nos certifican la fuerza, el ánimo, el acompañamiento que se experimenta cuando se da fe a la declaración sorprendente del Señor: “Vosotros sois mis amigos”.

Quizá nos retrae el condicional de la frase evangélica, “si hacéis lo que yo os mando”. Un amigo estudioso de las lenguas bíblicas, me explicó que en el original no existe el condicional, sino la propuesta: “Vosotros sois mis amigos, cumpliendo mis mandamientos”. Tenemos la llave del corazón del Señor.

¡Cómo nos hace falta el don de Piedad! ¡Cómo nos ayuda saber que no estamos solos! ¡Cómo se agradece la amistad gratuita! En estos momentos en los que no convencen los discursos programáticos, sino que se impone la inteligencia emocional de la vida, la declaración de Jesús, con la promesa del don del Espíritu, nos permite avanzar por la vida, no como francotiradores titánicos, ni como ciudadanos escépticos, sino como los amigos de Jesús. Esta fue la llamada que recibió san Ignacio de Loyola. La santa de Ávila nos revela el secreto de su fidelidad: “Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir: es ayuda y da esfuerzo; nunca falta; es amigo verdadero” (Vida 22, 6).

Espíritu Santo, no permitas que seamos insensibles al amor recibido, y danos también la capacidad de devolver amor, pues de bien nacidos es ser agradecidos. “Pues quiero concluir con esto: que siempre que se piense de Cristo, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene; que amor saca amor” (Vida 22,14).

DON DE CIENCIA
El donde Ciencia “nos lleva a captar, a través de la creación, la grandeza y el amor de Dios” (Francisco).

Es principio de sabiduría conocer al Creador a través de las criaturas, es principio de discernimiento que por los frutos se conoce el árbol, es principio filosófico que por los efectos se averigua la causa. Sin embargo, el don de Ciencia no se alcanza por deducciones, sino por vía de contemplación, es regalo que concede el Espíritu, y por él se adquiere una mirada teologal, para valorar en la realidad material la huella divina. Pascal afirmó: “El corazón tiene razones que la razón desconoce”.

Muchos científicos han llegado a confesar su fe en el Hacedor del universo, accediendo a la verdad fundante de todo lo que existe por la contemplación tanto del orden de los astros, como de la vida en el microcosmos. Johannes Kepler fue uno de los mayores astrónomos; de él son estas frases: “Dios es grande, grande es su poder, infinita su sabiduría. Alábenle, cielos y tierra, sol luna y estrellas con su propio lenguaje. ¡Mi Señor y mi Creador! La magnificencia de tus obras quisiera yo anunciarla a los hombres en la medida en que mi limitada inteligencia puede comprenderla”.

Sin necesidad de acudir a los científicos que llegan a admitir la existencia de Dios, con nuestra sola razón, cabe, por vía de la naturaleza, del cosmos, de la bondad humana, observar la belleza, el orden, la armonía, e intuir la existencia de un Ser supremo, que lo sostiene todo, lo invade todo, lo penetra todo. El poeta, el místico, el artista, dotados por regalo espiritual de la auténtica Ciencia, saben leer la revelación divina que contiene el lenguaje, el interior del corazón, la materia. La ciencia verdadera, la que procede del Espíritu, sabe cantar las grandezas del Señor, proclamar sus maravillas, que realiza de manera espléndida, muchas de ellas en el interior del alma. San Juan de la Cruz nos dejó el poema: “¡Oh bosques y espesuras, plantadas por la mano del Amado! ¡Oh prado de verduras, de flores esmaltado! Decid si por vosotros ha pasado.
Respuesta de las criaturas: Mil gracias derramando pasó por estos Sotos con presura, e, yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de su hermosura” (Cántico Espiritual 4.5). Santa Teresa de Jesús: “Aprovechábame a mí también ver campo o agua, flores. En estas cosas hallaba yo memoria del Criador” (Vida 9, 5).

Que el Espíritu Santo nos infunda la mejor ciencia, la que llega a conocer y a reconocer al Autor de todo lo que existe, y nos mueva a exaltar y a cantar las obras de Dios, como hicieron los tres jóvenes de Babilonia: “Criaturas todas del Señor: bendecid al Señor”; como hizo María, la madre de Jesús, al entonar el himno: “Proclama mi alma la grandeza del Señor”. San Francisco Asís, el hermano universal, nos dejó el cántico de las criaturas: “Alabado seas, mi Señor, e n todas tus criaturas, y especialmente en el Señor hermano sol…”

DON DE FORTALEZA
“Con el don de Fortaleza el Espíritu Santo nos libera el terreno de nuestro corazón” (Francisco). La fortaleza que concede el Espíritu es interior; no se trata de tener carácter áspero, dominante, fuerte, aguerrido, luchador y violento, sino de tener una serena convicción de que se está defendido por el Señor, y esta convicción proviene como gracia del Espíritu.

El fuerte en el Espíritu no se arredra ante las dificultades, ni se echa atrás ante los problemas; sabe esperar, tiene paciencia, su seguridad está puesta en el Señor, a quien tiene como roca, fortaleza, escudo, baluarte, refugio; y por eso no teme. Una de las zonas más vulnerables de la persona es el corazón, y quienes tienen miedo de quedar indefensos, a veces se convierten en personas ariscas, mientras que aquellos que poseen el don de Fortaleza, a la vez que son recios, son suaves y no huyen de la relación, sino que saben permanecer serenos, al tiempo que sensibles. La fortaleza es un don especialmente necesario en tiempos duros, porque ante la intemperie que se puede sufrir especialmente en las relaciones humanas, cabe el argumento de la debilidad, del miedo, y atrincherarse en los refugios insolidarios.

El que es fuerte en el Señor, no alardea, ni se expone de manera imprudente, pero tampoco se amilana ni se echa atrás, sabe de Quién se ha fiado y su fuerza y su poder le vienen del Señor. Lo vemos en personas muy frágiles físicamente y, en cambio, fieles, constantes, animosas, comprometidas en las tareas del Evangelio. Necesitamos el don de Fortaleza del Espíritu Santo para no ser pretenciosos ni pusilánimes; para no ser imprudentes ni timoratos; para no ser temerarios ni prevenidos. El que confía en el Señor, en su Espíritu, sabe arriesgar la vida, sin ser por ello inconsciente ni prepotente. Solo por el don que Jesús resucitado entregó a los discípulos, se comprende la transformación que experimentaron: de estar encerrados, escépticos y desanimados, se convirtieron en testigos firmes, capaces de afrontar incluso la cárcel y hasta el martirio.

Es conocida la expresión poética teresiana: “No haya ningún cobarde, aventuremos la vida, pues no hay quien mejor la guarde que el que la da por perdida. Pues Jesús es nuestra guía, y el premio de aquesta guerra ya no durmáis, no durmáis, porque no hay paz en la tierra” (Poesías 29).
Espíritu Santo, derrama en nosotros tu don de Fortaleza, defiéndenos de nosotros mismos, de nuestros fantasmas y mitificaciones negativas, de nuestra mala memoria que utilizamos tantas veces como argumento preventivo por no atrevernos a comenzar de nuevo.

DON DE CONSEJO
Por el don de Consejo, el Espíritu “ilumina nuestro corazón y nos hace comprender el modo justo de hablar y de comportarse, el camino a seguir” (Francisco).

¡Cómo necesitamos el equilibrio en el hablar y en el callar! De ello depende que se haga bien o que se hiera y hasta se mate. Las palabras pueden edificar o destruir. Quien ha recibido el don de Consejo edifica, construye, toma decisiones correctas, guarda la equidistancia justa ante los problemas, sin inclinarse de manera partidista.

El don de Consejo libera de los posibles chantajes, de las insinuaciones tendenciosas, de los prejuicios, de las ideas preconcebidas, de las afecciones interesadas, y concede la libertad para actuar según Dios. Dicen que los santos hablaban con Dios o de Dios, y que la razón de hablar o de callar no debiera ser otra que el amor. Quien habla por desahogo y quien calla por enfado no actúa con el consejo del Espíritu, que es amor. Cuando se debe tomar una decisión importante, normalmente se acude a personas amigas para objetivar la determinación. Sin evitar el consejo de los maestros, la fe nos lleva al mejor recurso: acudir al Espíritu Santo, Consejero y Amigo del alma.

Es muy fácil equivocarse en lo que se refiere a decisiones significativas que implican despojo. La naturaleza tiende a la conservación, y dicta desde una sabiduría biológica la elección determinante, aquello que va mejor con el deseo afectivo natural. El Espíritu, por el don de Consejo, puede sin embargo dictar opciones aparentemente contrarias al deseo, como es iniciar o continuar unos pasos evangélicos. El Evangelio tipifica como contrarios lo que dictan la carne y la sangre, y lo que dice el Espíritu. Y de ello depende que el fiel avance por el sendero según Dios, o que se estanque en la mediocridad.

Es bueno acudir a los maestros espirituales, y seguir los consejos de quienes son mediación providente en el camino. La Iglesia, en los momentos trascendentes, pide la ayuda del Espíritu Santo para que sean sus inspiraciones las que muevan la mente y el corazón de quienes tienen responsabilidad. El Espíritu instruye a los que se le encomiendan, y aun de noche aconseja a sus fieles. Así sabemos que le sucedió a José, el esposo de María, cuando de noche, en sueños, se le aconsejaba qué pasos debía dar.

En momentos cruciales, la Santa acude a los consejeros, aunque a quien tiene por verdadero Consejero es al Señor. “También me mandan, si se ofreciere ocasión, trate algunas cosas de oración y del engaño que podría haber para no ir más adelante las que la tienen. En todo me sujeto a lo que tiene la madre santa Iglesia Romana, y con determinación que antes que venga a vuestras manos, hermanas e hijas mías, lo verán letrados y personas espirituales” (Fundaciones, Prólogo 6).

DON DE ENTENDIMIENTO
El don de Entendimiento “nos hace capaces de escrutar el pensamiento de Dios y su plan de salvación” (Francisco).

¡Qué fácil es equivocarse y hacer de la propia voluntad la razón de actuar, cuando tantas veces nos regimos por lo más inmediato, afectivo y sensible o por lo económico!

¿Cómo lograr, Señor, conformar la vida con tu querer y con tu plan de salvación? ¿Cómo ser colaborador de tus designios de amor, de tu voluntad salvadora para con todos los hombres?

¡Es tan fácil llevar el agua al molino propio, justificándonos en ideologías, códigos, leyes e intereses! En cambio, quienes poseen el don de Entendimiento aciertan a no tener otro querer que el querer divino, y a poner siempre la voluntad de Dios por encima del propio deseo.

Me descubro un tanto primario, llevando a cabo lo que me gusta, por lo que siento atractivo, cuando quizá debería pararme a pensar si es eso lo que quiere el Señor de mí. ¡Cómo ilumina la forma de actuar de quienes no se dejan llevar por los afectos, ni por la coincidencia ideológica, sino que intentan ser consecuentes con lo que juzgan más recto y justo!

Hay un modo de actuar que procede del Espíritu, que es abrazar los acontecimientos como portadores de semillas divinas. Solo quien tiene el don de Entendimiento lo descubre y aprecia, hasta el extremo de que elevan la historia, todo lo que sucede, a una dimensión superior y trascendente, y no queda atrapado por la fatalidad, o el accidente, sino que todo le sabe a Dios. Y no porque todo sea bueno, sino porque todo lo interpreta como posibilidad teologal, circunstancia propicia para hacer el bien.

El don de Entendimiento se aparta del dogmatismo ideológico, de la cerrazón partidista, de la ceguera afectiva, de la sinrazón emotiva, de la memoria herida, de la obsesión moralista, y se abre en todo, al menos a un quizás, a una pregunta, que le lleva a comprender lo que Dios quiere.
El don de Entendimiento da fuerza para abandonar, si es preciso, el propio criterio por seguir lo que se discierne que es de Dios; hace posible superar el propio querer, para pedir, sin miedo, que se haga lo que Dios quiere. Conduce al abandono de la propia voluntad en la voluntad divina, sabiendo que con ello no se evade de la responsabilidad, sino que se colabora del mejor modo con la vocación a la que se es llamado.

A veces cabe confundir lo material con lo espiritual y al revés, con capa de inteligencia. Dice Jesús: “¿También vosotros estáis todavía sin inteligencia? ¿No comprendéis que todo lo que entra en la boca pasa al vientre y luego se echa al excusado? En cambio lo que sale de la boca viene de dentro del corazón, y eso es lo que contamina al hombre” (Mt 15, 16-18). Y santa Teresa, sin enfrentarse a los letrados, afirma: “Porque les parece que como esta obra toda es espíritu, que cualquier cosa corpórea la puede estorbar o impedir; y que considerarse en cuadrada manera, y que está Dios de todas partes y verse engolfado en El, es lo que han de procurar. Esto bien me parece a mí, algunas veces; mas apartarse del todo de Cristo y que entre en cuenta este divino Cuerpo con nuestras miserias ni con todo lo criado, no lo puedo sufrir” (Vida 22, 1(

DON DE SABIDURÍA
El don de Sabiduría es “ver todo con los ojos de Dios” (Francisco).

Jesús, como el ciego de Jericó, te pido ver la realidad como Tú la ves. Al comprobar cómo cada uno de los invidentes que has curado te confesaron Mesías y Señor, y algunos te siguieron y dieron testimonio de ti a pesar del riesgo que suponía ser de tus discípulos, sé que tu intervención con los ciegos fue más allá de devolverles la visión física de la realidad.

Jesús, como María Magdalena, muchas veces doy vueltas sin parar, y no acabo de reconocerte a pesar de tenerte delante en tantas personas y acontecimientos. Y como sucedió con los discípulos de Emaús, cabe que camines a mi lado y te confunda con un cualquiera.

Siempre me sorprenden los relatos de Pascua en los que te haces presente a los tuyos y ellos no te reconocen, hasta que les abres los ojos y te profesan como su Señor y su Dios, como hizo Santo Tomás.

Señor Jesús, envíame el don de Sabiduría, para que comprenda y reconozca tu paso por mi vida, tantas veces a través de mediaciones humanas, y que por ofuscación o falta de luz teologal interpreto y valoro con mi visión intrascendente.

¡Qué distinto es saber interpretar todo a la luz del don de Sabiduría! Para quien tiene los ojos abiertos por el Espíritu nada es casual, ni carente de sentido, todo tiene un valor trascendente, todo sabe a Dios, ¡todo lleva a Él!

Necesito tu luz, Señor, en mis ojos, para que sepa reinterpretar hasta lo más opaco en luminoso. Como los artistas que ven en la materia la virtualidad de la belleza, el volumen capaz de revelar una escultura preciosa, que sepa ver el amor divino que me rodea en todo lo que acontece.
Los ojos y la mirada de quien tiene el don de Sabiduría son transparentes, brillantes, limpios, sagaces, intuitivos, amorosos, confiados, ven y creen; ven y perciben; ven y se compadecen; ven y se hacen conscientes de la presencia divina que lo penetra todo, lo invade todo, lo envuelve todo.

Señor, derrama sobre nosotros tu Espíritu de Sabiduría en esta sociedad tan presentista, para que caminemos a la luz de tu rostro, y sepamos avanzar por el camino luminoso que nos dicta la Sabiduría divina, que no es otro que el camino de Cruz. “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Co 1, 23-24).

“Aquí viene bien el acordarnos cómo lo hizo con la Virgen nuestra Señora con toda la sabiduría que tuvo, y cómo preguntó al ángel: ¿Cómo será esto? En diciéndole: El Espíritu Santo sobrevendrá en ti; la virtud del muy alto te hará sombra, no curó de más disputas. Como quien tenía tan gran fe y sabiduría, entendió luego que, interviniendo estas dos cosas, no había más que saber ni dudar. No como algunos letrados…” (Los Conceptos del Amor de Dios 6, 7).

¡Ven, Espíritu Santo, y concédenos el Don de Sabiduría!

NUESTRO DESTINO
Se ha cumplido la cuarentena pascual. Hoy se nos ofrece celebrar la Pascua definitiva en Cristo, pues Él, una vez que resucitó de entre los muertos y confirmó a los suyos en la certeza de que estaba vivo, “después de hablarles, subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios” (Mc 16, 19).

El que bajó del cielo ha vuelto al seno del Padre, pero no sin nosotros. El Hijo de Dios, el que se encarnó, padeció, murió y resucitó, ha ascendido a la gloria con nuestra humanidad glorificada. En Cristo los humanos hemos alcanzado nuestro propio destino. Los personajes celestes - “dos hombres vestidos de blanco”- que se les presentaron a los apóstoles, les aseguraron no solo que su Maestro había subido al cielo, sino que volvería: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse.» (Act 1, 11)

Hoy se nos revela nuestro destino. No estamos hechos para contemplar la propia destrucción y quedar sometidos al imperio de la muerte. El que ha vencido a la muerte nos ha adelantado en su propia carne el proyecto de nuestra plenitud humana: “… hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud” (Ef 4, 13).

Nuestro triunfo deberá pasar por la paradoja de la mortalidad, pero no es injusto ni vano el deseo de inmortalidad que albergamos cada uno en el corazón y como imaginario colectivo.

La fe que nos anima no es un don para consolarnos al pensar que algunos de los nuestros alcanzan el triunfo, y a la manera de unas olimpiadas o concurso deportivo nos sintamos ganadores en los que obtienen las medallas, bien porque seamos de su origen o nación, bien porque estemos afiliados a su equipo. Cada uno tenemos la vocación de eternidad y la promesa de alcanzarla.
Desde la perspectiva que trasciende lo visible, gracias el regalo de la fe, acontece un incentivo esperanzador, que nos libera de perecer sin horizontes, sumergidos en la constatación permanente de la fragilidad, y en el tránsito de lo caduco. Si así fuera deberíamos consolarnos con la evasión, y difícilmente tendríamos argumento para superar la tentación de la desesperanza.
La Ascensión de Jesucristo a los cielos nos muestra cuál es nuestro destino. Y la consecuencia es que vivamos la profecía de la meta que Él alcanza hoy.

¿Cómo aprender a escuchar las inspiraciones del Espíritu Santo?

El dulce Huésped del alma nunca está inactivo. San Pablo nos recuerda que actúa en nuestros corazones derramando el amor de Dios. El modo más común de su actuación son sus inspiraciones

Es un aprendizaje progresivo: se trata de convertirse en aquellas ovejas que reconocen la voz de su pastor en medio de las otras voces que las rodean (Jn 10, 3-5). Para lograr esto, es necesario crear poco a poco un cierto “clima de vida” que comprende los siguientes elementos:

- Estemos firmemente decididos a hacer en todo la voluntad de Dios. Dios habla a aquellos que desean obedecerle.

- Llevemos una vida de oración regular, en la que intentemos principalmente tener una actitud de confianza, de disponibilidad interior a la acción de Dios. La fidelidad a la oración favorece y hace más profunda la disposición de apertura y de escucha.

- Meditemos regularmente las Santas Escrituras: su manera de tocar y hablar a nuestro corazón despierta en nosotros una sensibilidad espiritual y nos acostumbra poco a poco a reconocer la voz de Dios.

- Evitemos lo más posible las actitudes que pueden cerrarnos a la acción del Espíritu: la agitación, las inquietudes, los miedos, los apegos excesivos a nuestra propia manera de hacer o de pensar. La escucha al Espíritu Santo requiere flexibilidad y desprendimiento interiores.

- Aceptemos con confianza los acontecimientos de nuestra vida, aun cuando a veces nos contraríen o no correspondan a lo que nosotros esperábamos. Si somos dóciles a la manera en la que Dios conduce los acontecimientos de nuestra vida, si nos abandonamos entre sus manos de Padre, Él sabrá hablar a nuestro corazón. Mantengámonos – dentro de lo posible – en paz y en confianza, pase lo que pase. Cuanto más nos esforcemos por mantener la paz, más escucharemos la voz del Espíritu.

- Sepamos acoger los consejos de las personas que nos rodean. Seamos humildes de cara a nuestros hermanos y hermanas, no busquemos siempre tener la razón o la última palabra en las conversaciones. Reconozcamos nuestros errores y dejémonos corregir. Quien sabe escuchar a su hermano sabrá escuchar a Dios.

- Purifiquemos constantemente nuestro corazón en el sacramento de la penitencia. El corazón purificado por el perdón de Jesús percibirá su voz con más claridad.

- Estemos atentos a lo que pasa en el fondo de nuestro corazón. El Espíritu Santo no se deja escuchar en el ruido ni en la agitación exterior, sino en la intimidad de nuestro corazón, por medio de mociones suaves y constantes.

- Aprendamos poco a poco a reconocer lo que viene de Dios a través de los frutos que produce en nuestra vida. Lo que viene del Espíritu trae consigo paz, nos hace humildes, confiados, generosos en el don de nosotros mismos. Lo que viene de nuestra sicología herida o del demonio produce dureza, inquietud, orgullo, ensimismamiento…
- Vivamos en un clima de gratitud: si agradecemos a Dios por un beneficio, él nos dará nuevas gracias, en especial las inspiraciones interiores que necesitamos para servirle y amarle.

Los 12 Frutos del Espíritu Santo: Nos cuesta mucho ejercer las virtudes pero si perseveramos serán entonces inspiradas por el Paráclito y se llaman frutos del Espíritu Santo

Los 7 dones del Espíritu Santo

El temor de Dios

El Don de la Piedad

El Don de la Ciencia

El Don del Entendimiento

El Don del Consejo

El Don de la Fortaleza

El Don de la Sabiduría

VEN ESPIRITU SANTO, LLENA LOS CORAZONES DE TUS FIELES Y ENCIENDE EN ELLOS EL FUEGO DE TU AMOR, ENVIA TU ESPIRITU CREADOR Y RENOVARAS LA FAZ DE LA TIERRA.

OH DIOS, QUE QUISISTE ILUSTRAR LOS CORAZONES DE TUS FIELES CON LA LUZ DEL ESPIRITU SANTO, CONCEDENOS QUE GUIADOS POR ESTE MISMO ESPIRITU, OBREMOS RECTAMENTE Y GOCEMOS DE TU CONSUELO. POR CRISTO, NUESTRO SEÑOR. AMEN.

Espíritu vivificante

(Homilía en la Vigilia de Pentecostés)

El Espíritu desvelador de la Verdad os guiará por el camino hacia la plenitud de la verdad (Jn 16, 13).

Espiritualidad es despertar a la vida. Espiritualidad cristiana es despertar a la realidad del Espíritu de Vida, que manifiesta a Jesús como Rostro y Símbolo de Abba, el Dios Padre y Madre.

El Espíritu transforma nuestra conciencia para reconocer por fe a Jesús, El Que Vive y hace vivir.

El Espíritu desvelador de la Verdad os guiará por el camino hacia la plenitud de la verdad (Jn 16, 13). Nos encaminará a la totalidad de la verdad, porque todavía no estamos en ella. Ninguna expresión social e histórica de espiritualidad puede arrogarse la exclusiva del Espíritu de Verdad.

Para la fe católica, la presencia del Espíritu “subsiste” (sub-sistit: está latente) también en la propia iglesia, pero sin que la Iglesia tenga monopolio sobre ella.

¿Creer en el Espíritu? Más bien, “creer desde el Espíritu”. ¿Creer a la Iglesia? Más bien, “creer en Dios, estando en la iglesia, comunidad reunida por el Espíritu, transmisora del mensaje de Jesús.

Nos santiguamos desde arriba hacia abajo: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu”; originalmente, la fórmula era ascendente: desde el Espíritu, por Jesús, al Padre: In Spiritu per Filium ad Patrem.

El Espíritu es símbolo de la presencia continua y activa en el mundo de la Fuente Creadora de la Vida. Ese Espíritu hace creer y orar diciendo: ¡Abba, Padre, Madre! (Rom 8, 15).

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