No se puede amar a Dios sin amar al prójimo

El Papa: “Emigrantes y refugiados nos interpelan. La respuesta del Evangelio de la misericordia”

20/08/2015 14:19

(RV).- “Emigrantes y refugiados nos interpelan. La respuesta del Evangelio de la misericordia”, es el lema que el Papa Francisco ha elegido para la 102ª Jornada Mundial de los Emigrantes y Refugiados, que se celebrara el 17 de enero de 2016. El mismo que fue publicado por el Pontificio Consejo para la pastoral de los Emigrantes e Itinerantes.

La celebración de la Jornada Mundial en el contexto del Año de la Misericordia

El lema elegido por el Santo Padre se ubica en el contexto del Año de la Misericordia, y evidencia dos aspectos importantes de esta realidad. La primera parte del lema, “Emigrantes y refugiados nos interpelan”, nos presenta la dramática situación de muchos hombres y mujeres, obligados a abandonar sus propias tierras. Y no se debe olvidar, las recientes tragedias ocurridas en el mar, que han dejado varias víctimas entre los emigrantes.

Ante el evidente riesgo que este fenómeno sea olvidado, el Pontífice presenta el drama de los emigrantes y refugiados como una realidad que nos debe interpelar. En este sentido se ubica la Bula Misericordiae vultus cuando afirma: “no caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio… Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para esconder la hipocresía y el egoísmo” (n. 15).

La segunda parte del lema, “La respuesta del Evangelio de la misericordia”, busca relacionar de modo explícito el fenómeno de la migración con la respuesta del mundo y, en particular, de la Iglesia. En este contexto, el Santo Padre invita al pueblo cristiano a reflexionar durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales, entre las que se encuentra la de acoger a los forasteros. Sin olvidar que Cristo mismo está presente entre “los pequeños”, y que al final de la vida seremos juzgados por nuestra respuesta de amor (Cfr. Mt 25,31-45).


Siendo discípula de Jesús, la Iglesia está llamada a “anunciar la liberación a cuantos son prisioneros de las nuevas formas de esclavitud de la sociedad moderna” (MV, 16), al mismo tiempo deberá profundizar en la relación entre justicia y misericordia, dos dimensiones de una única realidad (Cfr. MV, 20).

La Jornada Mundial del Emigrante y del refugiado

Esta Jornada tiene su origen en la Carta circular “El dolor y las preocupaciones”, que la Congregación Consistorial envió el 6 de diciembre de 1941 a los Ordinarios Diocesanos Italianos. En ella, se pedía por primera vez, instituir una jornada anual de sensibilización sobre el fenómeno de la migración y también para promover una colecta a favor de las obras pastorales para los emigrantes italianos y para la preparación de los agentes de pastoral. Como consecuencia de la misiva, el 12 de febrero de 1915 se celebró la Primera Jornada de los Emigrantes y Refugiados.

Evangelio según san Mateo 22, 34-40


Mas los fariseos, al enterarse de que había tapado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo, y uno de ellos le preguntó con ánimo de ponerle a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?» Él le dijo: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas».

Oración introductoria

Jesús, lo más importante en mi vida debe ser el amor, a Ti y a los demás. Por ello, tener un diálogo de amor personal contigo es mi gran anhelo. Aumenta mi fe, mi esperanza y mi caridad para ser perseverante en la oración.
 
Petición

Cristo, Rey nuestro, quiero amarte con todo micorazón y todas mis fuerzas.

Meditación del Papa Francisco

El Evangelio de hoy nos recuerda que toda la Ley divina se resume en el amor a Dios y al prójimo. El evangelista Mateo, cuenta que algunos fariseos se pusieron de acuerdo para poner a Jesús a una prueba. Uno de ellos, un doctor de la Ley le dirigió esta pregunta: '¿Maestro, en la Ley cual es el gran mandamiento?'. Jesús citando el Libro del Deuteronomio respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el grande y primer mandamiento'.
Y podría haberse detenido aquí. En cambio Jesús añade algo que no había sido solicitado por el doctor de la ley: Dice de hecho: 'El segundo, después, es similar a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo'. Tampoco este segundo mandamiento es inventado por Jesús, pero lo toma del Libro del Levítico. La novedad consiste justamente en poner juntos estos dos mandamientos --el amor de Dios y el amor por el prójimo-- revelando que estos son inseparables y complementarios, son dos caras de una misma medalla. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo, y no se puede amar al prójimo sin amar a Dios. (S.S. Francisco, Ángelus, 26 de octubre de 2014, en Santa Marta).

Reflexión


Recuerdo que hace unos años me encontré con un señor en el tren, mientras viajaba de Roma a Florencia. Comenzamos a conversar y, en un momento dado, me dice este buen hombre: –"Padre, yo soy muy católico, igual que toda mi familia. Desde pequeño he sido siempre muy creyente". Como me lo decía tan convencido, ponderándomelo tanto, yo me permití preguntarle si iba a misa los domingos y si rezaba todos los días al menos una breve oración. ¡Y cuál no fue mi sorpresa al escucharle decir: –" Padre –me respondió muy serio– soy católico, pero no fanático". Me sorprendí tanto que no supe si echarme a reír o a llorar... Me parecía casi increíble lo que oía.

Creo que hoy muchos cristianos –o que se dicen cristianos– cometen el grandísimo error de disociar su fe y su comportamiento: afirman creer y amar a Dios, pero luego no hacen nada para probar su fe y su amor a Él. Como el caso de la chica que te conté la semana pasada. ¿Te acuerdas?

En el evangelio de hoy vemos a uno de los fariseos que se acerca a nuestro Señor para preguntarle cuál es el primer mandamiento; y Jesucristo le responde sin vacilar: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas". Ésta era la fórmula más sagrada y solemne para un israelita y constituía como el "corazón" de toda la Ley. La llamaban el "shemá" y todo judío piadoso lo conocía de memoria. Al igual que nosotros, los cristianos, aprendimos de memoria desde niños el primer mandamiento de la ley de Dios.

Hemos oído miles de veces y tenemos archisabido que "el primer mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas”, y pensamos que de verdad lo amamos, aunque nuestras obras desdigan lo que afirman nuestras palabras. Pero el amor hay que demostrarlo más con nuestros comportamientos que con buenos deseos o sentimientos. "Obras son amores –reza el refrán popular–, que no buenas razones".

¿Qué pensaríamos nosotros de cualquier persona –podrías ser también tú mismo-- que dijera amar mucho a sus padres o a sus abuelos, pero que nunca fuera a visitarlos a su casa dizque porque "no tiene tiempo", porque viven muy lejos, o simplemente porque "no le nace"? ¿Verdad que eso nunca sucede en la vida real? Sería inconcebible, pues el amor nos lleva a estar cerca de los seres a quienes amamos. Y entonces, ¿por qué con Dios nos comportamos de esa manera? Decimos que lo amamos, pero no estamos dispuestos a visitarlo ni siquiera media horita cada semana. ¿Cada semana? ¡Ojalá fuera al menos cada semana! Y en ocasiones ni nos acordamos de Él a lo largo del día, al menos que "nos urja" pedirle algún favor. Es que somos a veces demasiado interesados...

A este primer mandamiento, nuestro Señor añade otro: "Amar al prójimo como a uno mismo". Es el mandamiento de la caridad, que es igual de importante que el primero. Es más, "quien dice amar a Dios a quien no ve, pero no ama a su hermano a quien ve, es un mentiroso", nos dice san Juan. Y el mismo Cristo afirma que "de estos dos mandamientos penden toda la Ley y los profetas". O sea que aquí se halla resumida toda la revelación bíblica. Éste fue el "mandamiento nuevo" que Él vino a traernos; éste es el núcleo del Evangelio y la esencia del cristianismo. Quien no vive el mandato de la caridad, simplemente no puede llamarse cristiano.


Propósito


Vamos a visitar a nuestro Señor al menos cada semana en la Misa dominical y acordamos de conversar con Él algún ratito durante el día, creo que Él se sentirá feliz porque le mostramos nuestro amor filial con obras. Pero, además, nuestra vida cristiana mejorará de una manera muy notable. Entonces amaremos de verdad a Dios con nuestro comportamiento y no sólo con buenos sentimientos o palabras bonitas.


Pío X, Santo

CCLVII Papa, 21 de agosto

Martirologio Romano: Memoria del papa san Pío X, que fue sucesivamente sacerdote con cargo parroquial, obispo de Mantua y después patriarca de Venecia. Finalmente, elegido Sumo Pontífice, adoptó una forma de gobierno dirigida a instaurar todas las cosas en Cristo, que llevó a cabo con sencillez de ánimo, pobreza y fortaleza, promoviendo entre los fieles la vida cristiana por la participación en la Eucaristía, la dignidad de la sagrada liturgia y la integridad de la doctrina (1914).



Etimología: Pío = piadoso. Viene de la lengua latina.



Giuseppe Melchiorre Sarto, quien luego sería el Papa Pío X nació el 2 de Junio de 1835 en Riese, provincia de Treviso, en Venecia. Sus padres fueron Giovanni Battista Sarto y Margarita Sanson. Su padre fue un cartero y murió en 1852, pero su madre vivió para ver a su hijo llegar a Cardenal. Luego de terminar sus estudios elementales, recibió clases privadas de latín por parte del arcipreste de su pueblo, Don Tito Fusarini, después de lo cual estudió durante cuatro años en el gimnasio de Castelfranco Veneto, caminando de ida y vuelta diariamente.



En 1850 recibió la tonsura de manos del Obispo de Treviso y obtuvo una beca de la Diócesis de Treviso para estudiar en el seminario de Padua, donde terminó sus estudios filosóficos, teológicos y de los clásicos con honores. Fue ordenado sacerdote en 1858, y durante nueve años fue capellán de Tómbolo, teniendo que asumir muchas de las funciones del párroco, puesto que éste ya era anciano e inválido. Buscó perfeccionar su conocimiento de la teología a través de un estudio asiduo de Santo Tomás y el derecho canónico; al mismo tiempo estableció una escuela nocturna para la educación de los adultos, y siendo él mismo un ferviente predicador, constantemente era invitado a ejercer este ministerio en otros pueblos.



En 1867 fue nombrado arcipreste de Salzano, un importante municipio de la Diócesis de Treviso, en donde restauró la iglesia y ayudó a la ampliación y mantenimiento del hospital con sus propios medios, en congruencia con su habitual generosidad hacia los pobres; especialmente se distinguió por su abnegación durante una epidemia de cólera que afectó a la región. Mostró una gran solicitud por la instrucción religiosa de los adultos. En 1875 creó un reglamento para la catedral de Treviso; ocupó varios cargos, entre ellos, el de director espiritual y rector del seminario, examinador del clero y vicario general; más aún, hizo posible que los estudiantes de escuelas públicas recibieran instrucción religiosa. En 1878, a la muerte del Obispo Zanelli, fue elegido vicario capitular. El 10 de Noviembre de 1884 fue nombrado Obispo de Mantua, en ese entonces una sede muy problemática, y fue consagrado el 20 de Noviembre. Su principal preocupación en su nuevo cargo fue la formación del clero en el seminario, donde, por varios años, enseñó teología dogmática y, durante un año, teología moral. Deseaba seguir el método y la teología de Santo Tomás, y a muchos de los estudiantes más pobres les regaló copias de la “Summa Theologica”; a la vez, cultivó el Canto Gregoriano en compañía de los seminaristas. La administración temporal de la sede le impuso grandes sacrificios. En 1887 celebró un sínodo diocesano. Mediante su asistencia en el confesionario, dio ejemplo de celo pastoral. La Organización Católica de Italia, conocida entonces como la “Opera dei Congressi”, encontró en él a un celoso propagandista desde su ministerio en Salzano. En el consistorio secreto celebrado en Junio de 1893, León XIII lo creó Cardenal, con el título de San Bernardo de las Termas; y en el consistorio público, tres días más tarde, fue preconizado Patriarca de Venecia, conservando mientras tanto el título de Administrador Apostólico de Mantua. El Cardenal Sarto fue obligado a esperar dieciocho meses, antes de tomar posesión de su nueva diócesis, debido a que el gobierno italiano se negaba a otorgar el exequatur, reclamando que el derecho de nominación había sido ejercido por el Emperador de Austria. Este asunto fue tratado con amargura en periódicos y panfletos; el Gobierno, a manera de represalia, rehusó extender el exequatur a los otros obispos que fueron nombrados durante este tiempo, por lo que el número de sedes vacantes creció a treinta. Finalmente, el ministro Crispi, habiendo regresado al poder, y la Santa Sede, habiendo elevado la misión de Eritrea a la categoría de Prefectura Apostólica en atención a los Capuchinos Italianos, motivaron al Gobierno a retractarse de su posición original. Esta oposición no fue causada por ninguna objeción contra la persona de Sarto. En Venecia el cardenal encontró un estado de cosas mucho mejor que el que había hallado en Mantua. También allí puso gran atención en el seminario, donde logró establecer la facultad de derecho canónico. En 1898 celebró el sínodo diocesano. Promovió el uso del Canto Gregoriano y fue gran benefactor de Lorenzo Perosi; favoreció el trabajo social, especialmente los bancos en las parroquias rurales; se dio cuenta de los peligros que entrañaban ciertas doctrinas y conductas de algunos Cristiano-Demócratas y se opuso enérgicamente a ellas. El Congreso Eucarístico Internacional de 1897, en el centenario de San Gerardo Sagredo (1900), la bendición de la primera piedra del nuevo campanario de San Marcos y la capilla conmemorativa en el Monte Grappa (1901) fueron eventos que dejaron una profunda impresión en él y en su gente. A la muerte de León XIII, los cardenales se reunieron en cónclave y, después de varias votaciones, Giuseppe Sarto fue elegido el 4 de Agosto al obtener 55 de 60 votos posibles. Su coronación tuvo lugar el siguiente Domingo, 9 de Agosto de 1903.



En su primera Encíclica, deseando revelar hasta cierto punto su programa de trabajo, mencionó el que sería el lema de su pontificado: “instaurare omnia in Christo” (Ef 1,10). En consecuencia, su mayor atención giró siempre sobre la defensa de los intereses de la Iglesia. Pero ante todo, sus esfuerzos también se dirigieron a promover la piedad entre los fieles, y a fomentar la recepción frecuente de la Sagrada Comunión, y, si era posible, hacerla diariamente (Decr. S. Congr. Concil., 20 de Diciembre, 1905), dispensando a los enfermos de la obligación de ayunar para poder recibir la Sagrada Comunión dos veces al mes, o incluso más (Decr. S. Congr. Rit., 7 de Diciembre, 1906). Finalmente, mediante el Decreto “Quam Singulari” (15 de Agosto, 1910), recomendó que la Primera Comunión en los niños no se demorara demasiado tiempo después de que alcanzaran la edad de la discreción. Fue por deseo suyo que el Congreso Eucarístico de 1905 se celebró en Roma, mientras que aumentó la solemnidad de los congresos Eucarísticos posteriores mediante el envío de cardenales legados. El quincuagésimo aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción fue una ocasión que supo aprovechar para impulsar la devoción a María (Encíclica “Ad illum diem”, Febrero 2,1904); y el Congreso Mariano junto con la coronación de la imagen de la Inmaculada Concepción en el coro de la Basílica de San Pedro fueron una digna culminación de la solemnidad. Fuera como simple capellán, como obispo, y como patriarca, Giuseppe Sarto fue siempre un promotor de la música sacra; como Papa publicó, el 22 de Noviembre de 1903, un Motu Proprio sobre música sacra en las iglesias, y, al mismo tiempo, ordenó que el auténtico Canto Gregoriano se utilizara en todas partes, mientras dispuso que los libros de cantos se imprimieran con el tipo de fuente del Vaticano bajo la supervisión de una comisión especial. En la Encíclica “Acerbo nimis” (Abril 15, 1905), planteó la necesidad de que la instrucción catequética no se limitara a los niños, sino que también fuera dirigida hacia los adultos, dando para ello reglas detalladas, especialmente en lo referente a escuelas adecuadas para la impartición de la instrucción religiosa a los estudiantes de escuelas públicas, y aun de universidades. Promovió la publicación de un nuevo catecismo para la Diócesis de Roma.



Como obispo, su principal preocupación había sido la formación del clero, y de acuerdo con este propósito, una Encíclica dirigida al Episcopado Italiano (Julio 28, 1906) hacía énfasis en la necesidad de tener mayor cuidado en la ordenación de sacerdotes, llamando la atención de los obispos sobre el hecho de que, entre los clérigos más jóvenes, se manifestaba cada vez con mayor frecuencia un espíritu de independencia que era una amenaza para la disciplina eclesiástica. En beneficio de los seminarios italianos, ordenó que fueran visitados regularmente por los obispos, y promulgó un nuevo programa de estudios que había estado en uso en el Seminario Romano. Por otra parte, como las diócesis del Centro y Sur de Italia eran tan pequeñas que sus seminarios respectivos no podían prosperar, Pío X estableció el seminario regional, que es común para las sedes de una región dada; en consecuencia, muchos seminarios, pequeños y deficientes, fueron cerrados.



Para una mayor eficacia en la asistencia a las almas, a través de un Decreto de la Sagrada Congregación del Consistorio (Agosto 20, 1910), promulgó instrucciones concernientes a la remoción de párrocos como un acto administrativo, cuando tal procedimiento requería de graves circunstancias que podían no constituir una causa canónica para la destitución. Con motivo de la celebración del jubileo de su ordenación sacerdotal, dirigió una carta llena de afecto y prudentes consejos a todo el clero. Por un Decreto reciente (Noviembre 18, 1910), el clero había sido impedido de tomar parte en la administración temporal de organizaciones sociales, lo cual era causa frecuente de graves dificultades.



Pero por sobre todas las cosas, la principal preocupación del Papa era la pureza de la fe. En varias ocasiones, como en la Encíclica con respecto al centenario de San Gregorio Magno, Pío X resaltaba los peligros de ciertos métodos teológicos nuevos, los cuales, basándose en el Agnosticismo y el Immanentismo, por fuerza suprimían la doctrina de la fe de sus enseñanzas de una verdad objetiva, absoluta e inmutable, y más aun cuando estos métodos se asociaban con una crítica subversiva de las Sagradas Escrituras y de los orígenes del Cristianismo. Por esta razón, en 1907, publicó el Decreto “Lamentabili” (llamado también el Syllabus de Pío X), en el que sesenta y cinco proposiciones modernistas fueron condenadas. La mayor parte de estas se referían a las Sagradas Escrituras, su inspiración y la doctrina de Jesús y los Apóstoles, mientras otras se relacionaban con el dogma, los sacramentos, la primacía del Obispo de Roma. Inmediatamente después de eso, el 8 de Septiembre de 1907, apareció la famosa Encíclica “Pascendi”, que exponía y condenaba el sistema del Modernismo. Este documento hace énfasis sobre el peligro del Modernismo en relación con la filosofía, apologética, exégesis, historia, liturgia y disciplina, y muestra la contradicción entre esa innovación y la fe tradicional; y, finalmente, establece reglas por las cuales combatir eficazmente las perniciosas doctrinas en cuestión. Entre las medidas sugeridas cabe señalar el establecimiento de un cuerpo oficial de “censores” de libros y la creación de un “Comité de Vigilancia”. Posteriormente, mediante el Motu Proprio “Sacrorum Antistitum”, Pío X llamó la atención en los interdictos de la Encíclica y las disposiciones que habían sido establecidas previamente bajo el pontificado de León XIII sobre la predicación, y sancionó que todos aquellos que ejercieran el sagrado ministerio o quienes enseñaran en institutos eclesiásticos, así como canónigos, superiores del clero regular, y aquellos que servían en oficinas eclesiásticas, deberían tomar un juramento en el que se comprometían a rechazar los errores que eran denunciados en la Encíclica o en el Decreto “Lamentabili”. Pío X retomó este asunto vital en otras ocasiones, especialmente en las Encíclicas que fueron escritas en conmemoración de San Anselmo (Abril 21, 1909) y de San Carlos Borromeo (Junio 23, 1910), en la segunda de las cuales el Modernismo Reformista fue especialmente condenado. Como el estudio de la Biblia es, a la vez, el área más importante y más peligrosa de la teología, Pío X deseaba fundar en Roma un centro especial para esos estudios, que les diera la garantía inmediata de una ortodoxia incuestionable y un valor científico; en consecuencia, y con el apoyo de todo el mundo católico, se estableció el Pontificio Instituto Bíblico de Roma, bajo la dirección de los jesuitas.



Una necesidad sentida durante mucho fue la de codificar la Ley Canónica, y con la intención de llevarla a cabo, el 19 de Marzo de 1904, Pío X creó una congregación especial de cardenales, de la que Gasparri, convertido en cardenal, sería el secretario. Las más eminentes autoridades en derecho canónico de todo el mundo, colaboraron en la formación del nuevo código, algunas de cuyas prescripciones ya habían sido publicadas, como por ejemplo, las modificaciones a la ley del Concilio de Trento en lo referente a los matrimonios secretos, las nuevas reglas para las relaciones diocesanas y para las visitas episcopales ad limina, y la nueva organización de la Curia Romana (Constitución “Sapienti Consilio”, Junio 29, 1908). Anteriormente, las Congregaciones para las Reliquias e Indulgencias y de Disciplina habían sido suprimidas, mientras que la Secretaría de Asuntos Menores había sido unida a la Secretaría de Estado. La característica del nuevo reglamento es la completa separación de los aspectos judiciales de los administrativos; mientras que las funciones de algunos departamentos habían sido determinadas con mayor precisión y sus trabajos más equilibrados. Las oficinas de la Curia se dividieron en Tribunales (3), Congregaciones (11), y Oficinas (5). Con respecto a los primeros, el Tribunal de Signatura (constituido exclusivamente por cardenales) y el de la Rota fueron revividos; al Tribunal de la Penitenciaría le fueron dejados únicamente los casos del fuero interno (conciencia). Las Congregaciones permanecieron casi como estaban al principio, con la excepción de que una sección especial fue agregada al Santo Oficio de la Inquisición para las indulgencias; la Congregación de Obispos y Regulares recibió el nombre de Congregación de Religiosos y tendría que tratar únicamente los asuntos de las congregaciones religiosas, mientras los asuntos del clero secular serían derivados a la Congregación del Consistorio o a la del Concilio; de este último fueron retirados los casos matrimoniales, los cuales serían ahora enviados a los tribunales o a la recientemente creada Congregación de los Sacramentos. La Congregación del Consistorio aumentó grandemente su importancia debido a que tendría que decidir sobre cuestiones que eran competencia de las otras Congregaciones. La Congregación de Propaganda perdió mucho de su territorio en Europa y América, donde las condiciones religiosas habían comenzado a estabilizarse. Al mismo tiempo, fueron publicadas las reglas y regulaciones para empleados, y aquellas para los diferentes departamentos. Otra Constitución reciente presenta una relación de las sedes suburbicarias.



La jerarquía Católica incrementó grandemente su número durante los primeros años del pontificado de Pío X, en los que se crearon veintiocho nuevas diócesis, la mayoría en los Estados Unidos, Brasil y las Islas Filipinas; también una abadía nullius, 16 vicariatos Apostólicos y 15 prefecturas Apostólicas.



León XIII llevó la cuestión social dentro del ámbito de la actividad eclesial; Pío X también deseó que la Iglesia cooperara, o, mejor aún, desempeñara un papel de liderazgo en la solución de la cuestión social; sus puntos de vista en esta materia fueron formulados en un syllabus de diecinueve proposiciones, tomadas de diferentes Encíclicas y otras Actas de León XIII, y publicadas en un Motu Proprio (Diciembre 18, 1903), especialmente para la orientación en Italia, donde la cuestión social era un asunto espinoso a principios de su pontificado. Buscó especialmente reprimir ciertas tendencias que se inclinaban hacia el Socialismo y promovían un espíritu de insubordinación a la autoridad eclesiástica.



Como resultado del aumento constante de divergencias, la “Opera dei Congressi”, la asociación Católica más grande de Italia, fue disuelta. No obstante, inmediatamente después la Encíclica “Il fermo proposito” (Junio 11, 1905) provocó la formación de una nueva organización, constituida por tres grandes uniones, la Popular, la Económica y la Electoral. La firmeza de Pío X logró la eliminación de, por lo menos, los elementos más discrepantes, posibilitando, ahora sí, una verdadera acción social Católica, aunque subsistieron algunas fricciones. El deseo de Pío X es que la clase trabajadora sea abiertamente Católica, como lo expresó en una memorable carta dirigida al Conde Medolago-Albani. También en Francia, el Sillon, después de un origen prometedor, había dado un giro que lo acercaba a la ortodoxia del extremismo democrático social; y los peligros de esta relación fueron expuestos en la Encíclica “Notre charge apostolique” (Agosto 25, 1910), en la cual los Sillonistas fueron conminados a mantener sus organizaciones bajo la autoridad de los obispos.



En sus relaciones con los Gobiernos, el pontificado de Pío X tuvo que mantener luchas dolorosas. En Francia el papa heredó disputas y amenazas. La cuestión “Nobis nominavit” fue resuelta con la condescendencia del papa; pero en lo referente al nombramiento de obispos propuestos por el Gobierno, la visita del presidente al Rey de Italia, con la consiguiente nota de protesta, y la remoción de dos obispos franceses, deseada por la Santa Sede, se convirtieron en pretextos del Gobierno en París para el rompimiento de las relaciones diplomáticas con la Corte de Roma. Mientras tanto la ley de Separación ya había sido preparada, despojando a la Iglesia de Francia y prescribiendo, además, una constitución para la misma , la cual, si bien no era abiertamente contraria a su naturaleza, por lo menos entrañaba grandes peligros para ella. Pío X, sin prestar atención a los consejos oportunistas de quienes tenían una visión corta de la situación, rechazó firmemente consentir en la formación de las asociaciones cultuales. La separación trajo cierta libertad a la Iglesia de Francia, especialmente en materia de la elección de sus pastores. Pío X, sin buscar represalias, todavía reconoció el derecho francés de protectorado sobre los Católicos en el Este. Algunos párrafos de la Encíclica “Editae Saepe”, escrita en ocasión del centenario de San Carlos Borromeo, fueron mal interpretadas por los Protestantes, especialmente en Alemania, por lo que Pío X elaboró una declaración refutándolos, sin menoscabo a la autoridad de su alto cargo. En ese tiempo (Diciembre, 1910), se temían complicaciones en España, así como la separación y persecución en Portugal, para lo cual Pío X ya había tomado las medidas oportunas. El Gobierno de Turquía envió un embajador ante el Papa. Las relaciones entre la Santa Sede y las repúblicas de América Latina eran buenas. Las delegaciones en Chile y la República Argentina fueron elevadas a la categoría de internunciaturas, y se envió un Delegado Apostólico a Centroamérica.



Naturalmente, la solicitud de Pío X se extendió a su propia estancia, realizando un gran trabajo de restauración en el Vaticano; por ejemplo, en las habitaciones del cardenal-secretario de Estado, el nuevo palacio para los empleados, una nueva galería de pinturas, la Specola, etc. Finalmente, no debemos olvidar su generosa caridad en las calamidades públicas: durante los grandes terremotos de Calabria, pidió la ayuda de todos los Católicos del mundo, logrando reunir, al momento del último sismo, aproximadamente 7’000,000 de francos, que sirvieron para cubrir las necesidades de quienes fueron afectados y para la construcción de iglesias, escuelas, etc. Su caridad no fue menor en ocasión de la erupción del Vesubio y de otros desastres fuera de Italia (Portugal e Irlanda). En pocos años, Pío X obtuvo resultados magníficos y duraderos en interés de conservar la doctrina y disciplina Católicas, aún enfrentando grandes dificultades de todo tipo. Hasta los no Católicos reconocen su espíritu apostólico, su fortaleza de carácter, la precisión de sus decisiones y su búsqueda de un programa claro y explícito.

¿Una Iglesia a la carta?

Hoy día se pretende un cristianismo sin Iglesia, una fe en Dios sin mediaciones

Por: Mons. Juan del Río Martín

Hoy estamos asistiendo al fenómeno de querer tener un cristianismo sin Iglesia. En otras palabras, se pretende una fe en Dios sin mediaciones, y un autodenominado seguimiento a Cristo, prescindiendo de la estructura ministerial de la que el Señor dotó a la comunidad de sus discípulos.



Para unos la Iglesia Católica aparece como la institución del “no”, como un reducto del pasado que no se acomoda a los postulados de la modernidad, como un gran colectivo que va contra el progreso. Para resaltar esta caricatura se sobredimensionarán los pecados de los miembros de la Iglesia, y se relegará a un segundo plano, desconocido por ocultado, la inmensa vida de santidad, caridad y heroísmo que se da cada día en el más absoluto anonimato. En cambio, otros tienen la impresión de que la Iglesia está a punto de traicionar su especificidad, de venderse a la moda del tiempo y, de este modo, sumirlos en la confusión: es la desilusión del amante traicionado.



Además, en amplios sectores de la sociedad se ha instalado la dicotomía maniquea entre la Iglesia de base y la oficial, entre la Iglesia de los pobres y la del Vaticano, entre la Iglesia carismática y la ministerial. Estas divisiones, repletas de ideologías extrañas a la fe, son utilizadas por los enemigos de la Iglesia para ir en contra de su estructura sacramental y jerárquica, la que le hace ser la verdadera Esposa de Cristo.



Lo curioso es que, en ocasiones, algunos católicos entran en ese juego para ir contra la propia “Madre”. Puede suceder que, al igual que los corintios, también nosotros corramos el riesgo de dividir la Iglesia en una disputa de partidos: conservadores y progresistas, evangélicos y jerárquicos. ¿Qué hemos de hacer para no entrar en estas batallas, que tanto daño causan, porque son esquemas puramente humanos, resultado de pasiones? Todo comienza por tener claro que no hay fe verdadera en Cristo si se prescinde de la Iglesia. Es más, el ser cristiano católico no consiste en la elección de un programa que satisfaga, o en la simpatía por un cenáculo de amigos. La fe es conversión, que me trasforma a mí y a mis gustos, mediante la adhesión a la persona de Cristo vivo en su Iglesia (cf. Lc 17,5-6; 1 Jn 3,23; Gál 1,7-9). Por eso, la Iglesia no es un club, ni un partido, ni tampoco una especie de estado paralelo religioso, sino el Cuerpo encarnado de Cristo en la historia. De ahí que, como dijo Benedicto XVI: “no necesitamos una Iglesia inventada por los hombres, producto de consensos y pactos. No es una Iglesia más humana la que nos salva, sino una Iglesia más divina, porque sólo entonces será también verdaderamente humana”.



La Iglesia será espacio de salvación para los pobres en la medida en que nuestra atención esté centrada en lo que viene de su Cabeza, Cristo. Él sólo nos da la vida, la “vida en abundancia”, que se nos comunica mediante la Palabra, los Sacramentos y el testimonio de amor de los cristianos. Los grandes testigos de la fe y de la caridad, como por ejemplo Teresa de Calcuta, no necesitaron de ningún sincretismo litúrgico, ni de faltar a la comunión con los sucesores de los apóstoles, para servir a los más menesterosos y excluidos. Y es claro que tocaron fondo en la desgracia humana. Todo lo contrario, sacaron su fuerza de la oración y de la liturgia.



Los santos se sintieron siempre “hijos de la Iglesia”, y la sirvieron como Ella “quiere ser servida” en cada momento. Eso fue posible porque tuvieron corazones humildes y aceptaron plenamente la cruz.



Por último, en la obediencia a la fe y en la comunión eclesial, está la garantía de nuestra libertad. A la vez, es el antídoto para que el mensaje global cristiano no corra el riesgo, ni caiga en el peligro, de un reduccionismo y aprisionamiento de lo particular. Así no se propondrá una especie de inculturación en la que se reduzca el cristianismo a unos contenidos de mínimos, cayendo en ideologías de todo tipo o en meras propuestas socio-político-culturales.

 

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