“El Señor del sábado”

Evangelio según San Marcos 2,23-28. 

Un sábado en que Jesús atravesaba unos sembrados, sus discípulos comenzaron a arrancar espigas al pasar. 

Entonces los fariseos le dijeron: "¡Mira! ¿Por qué hacen en sábado lo que no está permitido?". El les respondió: "¿Ustedes no han leído nunca lo que hizo David, cuando él y sus compañeros se vieron obligados por el hambre, cómo entró en la Casa de Dios, en el tiempo del Sumo Sacerdote Abiatar, y comió y dio a sus compañeros los panes de la ofrenda, que sólo pueden comer los sacerdotes?". Y agregó: "El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. De manera que el Hijo del hombre es dueño también del sábado". 

San Antonio de Egipto

San Antonio «el grande», abad

Memoria de san Antonio, abad, quien, habiendo perdido a sus padres, distribuyó todos sus bienes entre los pobres, siguiendo la indicación evangélica, y se retiró a la soledad de la región de Tebaida, en Egipto, donde llevó vida ascética. Trabajó para reforzar la acción de la Iglesia, sostuvo a los confesores de la fe durante la persecución desencadenada bajo el emperador Diocleciano, apoyó a san Atanasio contra los arrianos y reunió a tantos discípulos que mereció ser considerado padre de los monjes.

San Antonio nació en una población del alto Egipto, al sur de Menfis, el año 251. Sus padres, que eran cristianos, le guardaron tan celosamente durante sus primeros años, que Antonio creció en una ignorancia absoluta de la literatura y no conocía otra lengua que la propia. A la muerte de sus padres cuando Antonio tenía veinte años, heredó una considerable fortuna y el cuidado de su hermana pequeña. Seis meses después, oyó leer en la iglesia las palabras de Cristo al joven rico: «Ve y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y poseerás un tesoro en el cielo». Sintiéndose aludido por esas palabras, Antonio volvió a su casa y regaló a sus vecinos lo mejor de sus tierras; el resto lo vendió, y repartió el producto entre los pobres, guardando sólo lo estrictamente necesario para él y su hermana.

Poco después, oyendo en la iglesia el comentario de las palabras de Cristo: «No os preocupéis por el día de mañana»... distribuyó lo poco que había guardado y colocó a su hermana en una casa de vírgenes, que era probablemente el primer monasterio femenino del que se conserve memoria. Por su parte, Antonio se retiró a la soledad, siguiendo el ejemplo de un anciano ermitaño de los alrededores. El trabajo manual, la oración y la lectura constituyeron en adelante su principal ocupación. Su fervor era tan grande que, en cuanto oía hablar de algún virtuoso ermitaño, partía en busca de él para aprovechar su ejemplo y sus consejos. De este modo, Antonio se convirtió pronto en un modelo de humildad, caridad, espíritu de oración y otras virtudes. El demonio le asaltó con muchas tentaciones, representándole todo el bien que podía haber hecho, si hubiese conservado sus riquezas, y haciéndole sentir todas las dificultades de su condición de ermitaño. Era ésta una tentación común del enemigo, que tiende a hacer que los hombres se sientan descontentos de la vocación a la que Dios les ha llamado. Como el joven novicio resistiera valientemente el asalto, el demonio cambió de táctica y empezó a molestarle noche y día con pensamientos obscenos. Antonio opuso a estos ataques la más severa vigilancia sobre sus sentidos, el ayuno prolongado y la oración. El demonio se le apareció entonces; primero, bajo la forma de una hermosa mujer para seducirle, y después, bajo la forma de un negro para aterrorizarle, hasta que al fin se dio por vencido y le dejó en paz. El santo se alimentaba exclusivamente de pan con un poco de sal, y no bebía más que agua. Nunca comía antes de la caída del sol y, en ciertas épocas, sólo cada tres o cuatro días.

Dormía sobre una burda estera o en el suelo. Deseoso de mayor soledad, se retiró a un antiguo cementerio, adonde un amigo le llevaba un poco de pan, de vez en cuando. Dios permitió que el diablo le atacara nuevamente allí en forma visible, y que hiciera toda especie de ruidos para infundirle temor. En una ocasión, el demonio le golpeó tan rudamente, que un amigo encontró a Antonio medio muerto. Al volver en sí, exclamó: «¿Dónde te has escondido, Señor? ¿Por qué no estabas aquí para ayudarme?» A lo que una voz respondió: «Aquí estaba yo, Antonio, asistiéndote en el combate; y, como has resistido valientemente al enemigo, te protegeré siempre y haré que tu nombre sea famoso en toda la tierra».

Desde que había abandonado el mundo, en el año 272, Antonio vivió en sitios no muy alejados de su pueblo natal, Komán. San Atanasio hace notar que antes de él muchos otros siervos de Dios habían vivido en el retiro cerca de las ciudades, y que algunos llevaban una vida retirada, sin salir de ellas. El nombre con el que se designaba a estos siervos de Dios era el de ascetas, tomado del sustantivo griego que significa práctica o entrenamiento, ya que se entregaban al ejercicio de la mortificación y la oración. En los más antiguos escritos encontramos la mención de estos ascetas, y Orígenes nos cuenta, hacia el año 249, que se abstenían de la carne, como los discípulos de Pitágoras. Eusebio relata que san Pedro de Alejandría practicaba austeridades comparables a las de los ascetas, así como Panfilio, y san Jerónimo aplica la misma expresión a Pierio. San Antonio había llevado esta forma de vida, cerca de Komán, hasta el año 285 más o menos, pero a los treinta y cinco años de edad, pasó a la ribera oriental del Nilo y fijó su morada en la cumbre de un monte. Allí vivió casi veinte años, sin ver apenas ser humano alguno, fuera del hombre que le traía pan cada seis meses.

Para satisfacer los deseos de muchos, hacia el año 305, a los cincuenta y cuatro de su edad, abandonó su celda en la montaña y fundó un monasterio en Fayo. El monasterio consistía originalmente en una serie de celdas aisladas, pero no podemos afirmar con certeza que todas las colonias de ascetas fundadas por san Antonio estaban concebidas en la misma forma. El santo no tenía residencia permanente en ninguna de las colonias, pero las visitaba de cuando en cuando. San Atanasio cuenta que para ir al primer monasterio, san Antonio tenía que atravesar el canal Arsinoítico, que estaba infestado de cocodrilos.

Parece que las distracciones que ocasionaron al santo estas fundaciones le produjeron graves escrúpulos, y aun se cuenta que le asaltó la tentación de desesperación y que sólo pudo vencerla a fuerza de insistir en la oración y el trabajo manual. En la época de las fundaciones, san Antonio se alimentaba con seis onzas de pan mojado en agua, añadiendo algunas veces unos cuantos dátiles. Generalmente comía al atardecer. En su ancianidad tomaba además un poco de aceite. Aunque en ciertas épocas sólo comía cada tres o cuatro días, parecía vigoroso y se mostraba siempre alegre. Los visitantes le reconocían entre sus discípulos por la alegría de su rostro, que era un reflejo de la paz de que gozaba su alma. San Antonio exhortaba a sus hermanos a preocuparse lo menos posible por su cuerpo, pero se guardaba bien de confundir la perfección, que consiste en el amor de Dios, con la mortificación. Aconsejaba a sus monjes que pensaran cada mañana que tal vez no vivirían hasta el fin del día, y que ejecutaran cada acción, como si fuera la última de su vida. «El demonio -decía- teme al ayuno, la oración, la humildad y las buenas obras, y queda reducido a la impotencia ante la señal de la cruz». Contaba a los monjes que, en una ocasión en que el demonio se le había aparecido, le había dicho que pidiera cuanto quisiera porque él era el poder de Dios, el tentador desapareció tan pronto como invocó el nombre de Jesús.

Al recrudecerse la persecución de Maximino, el año 311, san Antonio se dirigió a Alejandría para animar a los mártires. Vestido con su túnica de piel de cordero, no tuvo miedo de presentarse ante el gobernador, pero se guardó de provocar presuntuosamente a los jueces y de entregarse ingenuamente, como lo hacían otros. Una vez pasada la persecución, volvió a su monasterio y, poco después fundó otro, llamado Pispir, cerca del Nilo. Sin embargo, vivía generalmente en un monte de difícil acceso, con su discípulo Macario, quien se encargaba de recibir a los visitantes; si Macario encontraba a éstos suficientemente espirituales, san Antonio conversaba con ellos; si no, Macario les daba algunos consejos y san Antonio sólo aparecía para predicarles un corto sermón. El santo tuvo cierta vez una visión en la que toda la tierra se le apareció tan cubierta de serpientes, que parecía imposible dar un paso sobre ella. Ante tal espectáculo, el santo exclamó: «¿Quién podrá escapar, Señor?» Una voz respondió: «La humildad, Antonio».

San Antonio cultivaba un pequeño huerto en la montaña, pero no era éste su único trabajo manual. San Atanasio refiere que su ocupación más ordinaria era la confección de esteras. Se cuenta que en cierta ocasión le asaltó la tentación de abatimiento, al sentirse impotente para la contemplación ininterrumpida, pero la visión de un ángel que tejía esteras y oraba a intervalos regulares, le hizo comprender que debía mezclar el trabajo con la oración. Por lo demás, el mismo ángel le dijo: «Haz lo que me ves hacer y encontrarás la solución». San Atanasio nos dice que el santo no interrumpía la oración mientras trabajaba. San Antonio pasaba gran parte de la noche en contemplación. Algunas veces, cuando el sol del amanecer le llamaba a sus diarias tareas, el santo se quejaba de que, con su luz exterior, le oscurecía la luz interior que brillaba en las sombras de su soledad. Antonio se levantaba siempre a media noche, después de un corto descanso, y hacía oración con los brazos en cruz hasta el amanecer, cuando no hasta las tres de la tarde, según cuenta Paladio en Historia Lausiaca.

El año 339, san Antonio tuvo una visión en la que le fueron revelados, bajo la figura de unas muías que derribaban a coces un altar, los desastres que debía causar dos años más tarde, la persecución arriana en Alejandría. Semejante visión le produjo un horror tan profundo, que no se atrevía a dirigir la palabra a los herejes, más que para exhortarlos a abrazar la verdadera fe, y echó de la montaña a todos los arrianos, llamándoles serpientes venenosas. A petición de los obispos, hacia el año 355, hizo un viaje a Alejandría para refutar a los arrianos. Allí predicó la consustancialidad del Hijo con el Padre, acusando a los arrianos a confundirse con los paganos «que adoran y sirven a la creatura más bien que al Creador», ya que hacían del Hijo de Dios una creatura. Todo el pueblo se reunía para verle y escucharle. Aun los mismos paganos, impresionados por su dignidad, se apretujaban a su alrededor, diciendo: «Queremos ver al hombre de Dios». Antonio convirtió a muchos de ellos y obró algunos milagros. San Atanasio le acompañó a su vuelta hasta las puertas de la ciudad, donde curó a una muchacha poseída de un mal espíritu. Como el gobernador le rogase que permaneciera más tiempo en la ciudad, Antonio respondió: «Como el pez muere fuera del agua, así muere el espíritu del monje fuera de su retiro».

San Jerónimo relata que Antonio visitó en Alejandría al famoso Dídimo, el ciego que dirigía la escuela catequética de dicha ciudad, y que le exhortó a no lamentar demasiado la falta de la vista, que no pasa de ser un bien que el hombre comparte con los insectos, sino por el contrario, regocijarse de poseer la luz interior de la que gozan los apóstoles y que les permite ver a Dios y fomentar su amor. Los filósofos paganos que iban a discutir con él, volvían admirados de su mansedumbre y sabiduría. Como cierto filósofo le preguntase cómo podía pasar su vida en la soledad sin tener ningún libro, Antonio le contestó que la naturaleza era su gran libro y que ése suplía a todos los otros. En otra ocasión, al ver que ciertos filósofos se burlaban de su ignorancia, les preguntó con gran sencillez si había que preferir los libros al sentido común o más bien al contrario, y cuál de estos dos bienes había producido al otro. Los filósofos respondieron: «El sentido común». «Pues bien, -les dijo Antonio-, eso significa que el sentido común basta». A otros cavilosos que le preguntaban por qué creía en Cristo, Antonio les dejó callados, demostrándoles que degradaban la noción de divinidad al atribuirla a las pasiones humanas, que la humillación de la cruz es la gran demostración de la infinita bondad, y que la resurrección de Cristo y los milagros por Él obrados prueban que la ignominia de la Pasión es, en realidad, la mayor de las glorias. San Atanasio anota que Antonio discutió con esos filósofos griegos valiéndose de un intérprete. Un poco más adelante afirma que ningún afligido visitó nunca a Antonio, sin volver lleno de consuelo a su casa, y relata muchos de sus milagros, visiones y revelaciones.

Alrededor del año 337, Constantino el Grande y sus dos hijos, Constancio y Constante, escribieron una carta al santo, encomendándose a sus oraciones. Al ver que sus monjes se sorprendían de ello, san Antonio les dijo: «No os admiréis de que el emperador escriba a un pobre hombre como yo; admiraos más bien de que Dios nos haya escrito a los hombres y nos haya hablado por su Hijo». Antonio decía que ignoraba cómo responder al emperador; pero al fin, importunado por sus discípulos, le escribió una carta que san Atanasio nos ha conservado, en la que le exhorta a no perder de vista el juicio de Dios. San Jerónimo menciona otras siete cartas de Antonio a diversos monasterios. Una de sus máximas favoritas era la de que el conocimiento de nosotros mismos es la base para el conocimiento y el amor de Dios. Los bolandistas copian una carta de san Antonio a san Teodoro, abad de Tabena, en la que el santo cuenta que Dios le ha revelado que tiene misericordia de los verdaderos adoradores de Cristo, a pesar de sus caídas, con tal de que se arrepientan sinceramente. Una regla monástica, que lleva el nombre de san Antonio, nos revela, según toda probabilidad, los principales puntos de su sistema ascético. En todo caso, su ejemplo y consejos han servido de base a todas las reglas monásticas de las épocas subsiguientes. Se cuenta que san Antonio, al observar la sorpresa de sus discípulos ante las multitudes que abrazaban la vida religiosa, les dijo con lágrimas en los ojos que vendría un tiempo en el que los monjes se regocijarían de vivir en las ciudades, en casas ricas y con mesas bien provistas, y que sólo se distinguirían por el vestido, del resto de las gentes; pero que habría aun entre ellos algunos que buscarían sinceramente la perfección.

San Antonio visitó a sus monjes poco antes de su muerte, que predijo exactamente, pero se negó a quedarse para morir entre ellos. San Atanasio deja ver que los cristianos habían empezado a imitar la costumbre pagana de embalsamar los cadáveres, hábito que había condenado frecuentemente como producto de la vanidad y la superstición, por lo que san Antonio ordenó que le sepultaran en la tierra, junto a su celda de la montaña. Volviendo apresuradamente a su retiro en el monte Kolzim, cerca del Mar Rojo, cayó enfermo poco después.

Entonces repitió a sus discípulos, Macario y Amatas, la orden de sepultarle allí secretamente, diciendo: «El día de la resurrección recibiré mi cuerpo incorrupto de las mismas manos de Jesucristo». Les mandó igualmente que dieran una de sus túnicas de piel de cordero y el sayal en el que yacía, al obispo Atanasio, como testimonio público de que moría en comunión de fe con el santo prelado; que dieran su otra túnica al obispo Serapión, y que conservaran para ellos su cilicio. «Adiós, hijos míos, Antonio se va y no volverá a estar con vosotros». Diciendo estas palabras, les abrazó, extendió un poco los pies y murió apaciblemente. Su muerte acaeció en el año 356, probablemente el 17 de enero, día en que le conmemoran los martirologios más antiguos. Tenía ciento cinco años. Desde su juventud hasta esa avanzada edad, había mantenido siempre el mismo fervor y austeridad. A pesar de ello, nunca había estado enfermo, conservaba la vista en perfecto estado y no había perdido ningún diente. Sus dos discípulos le enterraron según sus deseos. Parece que en 561, sus restos fueron descubiertos y trasladados a Alejandría, después a Constantinopla, y finalmente a Vienne de Francia. Los bolandistas han editado una narración de muchos milagros obtenidos por su intercesión, especialmente los relacionados con la epidemia conocida con el nombre de «Fuego de san Antonio», que azotó a Europa en el siglo XI, hacia la época de la traslación de sus famosas reliquias a occidente.

Las imágenes representan frecuentemente a san Antonio con una cruz en forma de T, una campanita, un cerdo, y a veces un libro. La cruz parece ser un símbolo de la avanzada edad y de la autoridad abacial del santo, aunque no es imposible que constituya una alusión al constante uso de la señal de la cruz que san Antonio hacía en las tentaciones. El cerdo representaba originalmente al diablo, pero en el siglo XII adquirió un nuevo significado, debido a la popularidad de los Hermanos Hospitalarios de san Antonio, fundados en Clermont en 1096. Por sus obras de caridad se hicieron amar del pueblo, que les autorizó, en muchas partes, a engordar gratuitamente sus cerdos en los bosques. Probablemente, uno o dos cerdos del rebaño llevaban atada una campanita, o tal vez los porqueros anunciaban su llegada tocando una campana. En todo caso, parece cierto que la campanita está relacionada con los miembros de esa orden, y que de allí pasó a ser un atributo de san Antonio. El libro representa sin duda el «libro de la naturaleza», en el que el santo compensaba su falta de lecturas. Algunas imágenes simbolizan en lenguas de fuego la epidemia del «Fuego de san Antonio», contra la que se invocaba especialmente al santo. [Dicha epidemia recibió también el nombre de «fuego sagrado» y de «fuego del infierno». Más tarde se identificó esa enfermedad con la erisipela; pero originalmente parece haber sido un mal mucho más contagioso y virulento, producido por la harina de grano plagado.] La popularidad de san Antonio, que se debe en gran parte a la prevalencia de esa epidemia (ver, por ejemplo, la Vida de san Hugo de Lincoln), fue muy grande en los siglos XII y XIII. Probablemente por asociación con el cerdo, san Antonio empezó a ser invocado como patrón de los animales domésticos y del ganado, y el gremio de los carniceros y otros se pusieron bajo su protección. La liturgia bizantina invoca el nombre de san Antonio en la preparación eucarística, y el rito copto y el armenio le conmemoran en el canon de la mis

Oremos
Señor, tú que inspiraste a San Antonio Abad el deseo de retirarse al desierto para servirte allí con una vida admirable, haz que, por su intercesión, tengamos la fuerza de renunciar a todo lo que nos separe de ti y sepamos amarte por encima de todo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

Calendario de fiestas marianas: Nuestra Señora de la Paz, Roma (1483). Nuestra Señora de Pontmain, Francia (1871).

San Elredo de Rieval (1110-1167), monje cisterciense Espejo de la caridad, III, 3,4,6

“El Señor del sábado”

Cuando el hombre se aleja de la barahúnda exterior, se recoge en el secreto de su corazón, cierra la puerta a la multitud de vanidades ruidosas, cuando se aparta de sus tesoros, cuando ya no queda en él nada agitado o desor˝denado, cuando sus afanes cesan, nada le constriñe, al contrario: cuando todo en el hombre es serenidad, armonía, paz, tranquilidad, y cuando todos sus pequeños pensamientos, palabras y acciones sonríen como se sonríe al padre de familia que está reunida en paz, entonces nace en su corazón, de repente, una maravillosa seguridad. De esta seguridad viene un gozo extraordinario, y de este gozo brota un canto de alegría que se convierte en alabanza de Dios tanto más ferviente cuanto más conciencia se tiene que todo bien nos viene dado de parte de Dios. 

Esta es la gozosa celebración del sábado que viene precedida de los seis días en que se realizan las obras. Primero hay que sudar en el cumplimiento de nuestras tareas y obras buenas para luego poder reposar  en la paz de nuestra conciencia... En este sábado el alma gusta “cuán bueno es Jesús”(cfr Sal 33).

Contracorriente desde el corazón
Marcos 2, 23-28. II Martes de Tiempo Ordinario. Ciclo A.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
En verdad deseo que venga tu Reino a mi corazón. Cada día es un esfuerzo por dejarme poseer por la ilusión de amarte. Un deseo de que dispongas plenamente de mi ser. Y heme aquí, he aquí mi libertad, he aquí que quiero conocer tu voluntad.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
¿Por qué los discípulos de Jesús se comportan distinto que los demás?, ¿por qué se permitían caminar por encima del orden señalado? Por alguna razón se sentían libres. Estaban en misión, cansados, y quizá con no pocas preguntas en sus corazones que bullían en esos traslados silenciosos, al costado del Señor (¡y cuántos de estos no habrán tenido en esos tres años, para pensar en tantas cosas!). Llegó, pues, un instante en donde el hambre no permitió ser ignorada una vez más. He aquí que un primer discípulo se agachó a arrancar unas cuantas espigas. Y así comenzó toda la escena…

Ahora dime, Señor, ¿qué tipo de enseñanza, de discipulado, estabas realizando con aquellos pescadores?, ¿cómo es que de pronto comenzaban a actuar casi contra toda naturaleza?, ¿a veces incluso contra la ley? Hoy arrancaron espigas en sábado, pero en otras ocasiones ayunaban mientras otros banqueteaban. Y después banqueteaban mientras muchos ayunaban. Un día decidieron dejar las orillas pesqueras para vivir, literalmente, en las manos de Dios.

Pero, a decir verdad, mi pregunta es más profunda, Señor, pues sé no se trataba de una mera rebeldía, de algo que sólo consistiera en andar de modo aleatorio contra corriente. Sus corazones estaban cambiando y se notaba constantemente.

Cuando muchos lloraban lágrimas que caían hacia la tierra, ellos derramaban lágrimas que subían al cielo. Mientras muchos gritaban por temor ante un endemoniado, ellos guardaban un santo temor de Dios. Cuando muchos desbordaban desconsuelo, eran ellos que venían a consolar. ¿Era un poco esto en lo que consistía este instaurar tu Reino?

En estas breves líneas de tu Evangelio, he podido ver que andar contigo no era solamente algo externo, sino que es algo que poco a poco enraíza en mi interior.

Yo quiero también participar de ello, quiero experimentar ese dulce caminar contra corriente, ese apasionado andar contra corriente; pero no por una actitud de rebeldía, sino por una conversión del corazón hacia la vida eterna, hacia la cual camino y hacia la cual quiero introducir a tantos. Es un camino de renuncia y, al mismo tiempo, un camino lleno de grandes dones.
…y cuando muchos rieron, lloraron ellos la muerte de su Dios. Y cuando muchos se olvidaron, vivieron ellos su resurrección.

«Lo cierto es que frente al hambre, Jesús priorizó la dignidad de los hijos de Dios sobre una interpretación formalista, acomodaticia e interesada de la norma. Cuando los doctores de la ley se quejaron con indignación hipócrita, Jesús les recordó que Dios quiere amor y no sacrificios, y les explicó que el sábado está hecho para el ser humano y no el ser humano para el sábado. Enfrentó al pensamiento hipócrita y suficiente con la inteligencia humilde del corazón, que prioriza siempre al ser humano y rechaza que determinadas lógicas obstruyan su libertad para vivir, amar y servir al prójimo.»
(Discurso de S.S. Francisco, 5 de noviembre de 2016).

Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Pensaré cómo puedo compartir el sentido sobrenatural que da el Evangelio a mi vida; quizás puedo visitar a una persona, o buscar darle unos minutos a un amigo que se encuentra necesitado.

Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

El peligro del formalismo y legalismo
Ciclo B - Domingo 9 del tiempo ordinario / Marcos 2,23. 3,6. 2, 23-28.

Marcos 2,23. 3,6. 2, 23-28. El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado

Un sábado, atravesaba el Señor un sembrado; mientras andaban, los discípulos iban arrancando espigas. Los fariseos le dijeron:
- «Oye, ¿por qué hacen en sábado lo que no está permitido?»
Él les respondió: - «¿No habéis leído nunca lo que hizo David, cuando él y sus hombres se vieron faltos y con hambre? Entró en la casa de Dios, en tiempo del sumo sacerdote Abiatar, comió de los panes presentados, que sólo pueden comer los sacerdotes, y les dio también a sus compañeros.» Y añadió:

- «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que el Hijo del hombre es señor también del sábado.»
Entró otra vez en la sinagoga, y había allí un hombre con parálisis en un brazo.
Estaban al acecho, para ver si curaba en sábado y acusarlo.
Jesús le dijo al que tenía la parálisis: - «Levántate y ponte ahí en medio.»

Y a ellos les preguntó: - «¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer lo bueno o lo malo?, ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo, morir?» Se quedaron callados.
Echando en torno una mirada de ira, y dolido de su obstinación, le, dijo al hombre:

- «Extiende el brazo.» Lo extendió y quedó restablecido.
En cuanto salieron de la sinagoga, los fariseos se pusieron a planear con los herodianos el modo de acabar con él.

Reflexión
1. En el Evangelio, Jesús se enfrenta de nuevo con los fariseos. Para gran escándalo de ellos, Él se presenta como dueño del sábado. Así nos manifiesta que lo importante no es la ley, sino el espíritu de la ley; que lo decisivo no es el cumplimiento al pie de la letra, sino el amor al Legislador.

2. En la primera lectura, oímos los preceptos de la ley respecto al sábado. De ahí se llegó a un minucioso catálogo de acciones lícitas y prohibidas para este día sagrado. Arrancar espigas, lo que hicieron los apóstoles caía bajo la prohibición de cosechar en sábado. Curar una mano paralizada era practicar la medicina en sábado, cosa igualmente prohibida.

Los fariseos habían inventado un código de prácticas y prohibiciones tan ingenioso que bastaba con respetarlo para estar en regla con Dios. No interesaba ya que el corazón estuviera endurecido, ni la fe apagada: lo único importante eran los gestos y ritos. Entendemos bien que así la fidelidad a la letra hizo olvidar el espíritu de la ley.

3. Jesús, en cambio, nos manifestó, por su actitud, la libertad cristiana frente a la letra de la ley. Él nos descubre, más allá de ello, la intención de Dios en la institución del sábado. “El sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado”.

El día del descanso libera al hombre de su carga diaria. Es un regalo de Dios para alegría del hombre. Y, además, debe hacerlo libre para Dios. Pero ser libre para Dios significa mucho más que el observar preceptos y ritos.

No está libre para Dios quien por tantos ritos no ve ya al hombre, su hermano. Por eso, hacer el bien - como lo hizo Jesús en el Evangelio de hoy - no rompe el descanso del sábado. El amor el prójimo no admite descanso.

4. Ahora la pregunta es: ¿Qué quiere decirnos Cristo a nosotros por medio de este Evangelio de hoy?

Me parece que Él quiere nuestra atención sobre un peligro inherente del cristianismo: el peligro del formalismo y del legalismo. Es el peligro de toda religión: realizar fiestas y ritos, pero sin cambiar en nada la vida de cada día, sin cambiar en nada la actitud frente a Dios y a los demás.

5. Así es como el cristianismo muere. El mayor enemigo de la Iglesia no es el odio, ni la persecución. Al contrario, estas adversidades son un estímulo y una ocasión para renovarnos. Tampoco lo es el pecado, porque todo pecado puede convertirse en una falta bendita, gracias al arrepentimiento y el perdón.

El mayor enemigo del cristianismo es la rutina. Ella se insinúa sin que nos demos cuenta. Es ella la que reseca el corazón y corrompe los mejores anhelos. La rutina nos hace rezar sin respeto, nos hace asistir a misa sin gozo, sin acción de gracias y sin provecho. Nos hace venir a la Iglesia con el corazón cerrado y nos obliga a marcharnos tal como hemos llegado.

6. Sin embargo, creemos que estamos asegurando nuestra salvación yendo a misa todos los domingos. Pero de nada nos servirá el haber asistido a misa, si al salir no ha cambiado nada en nuestro corazón, en nuestra conducta, en nuestras costumbres.

¿Para qué comulgar con el Cuerpo de Cristo y encontrarse en Él con todos sus miembros, nuestros hermanos, si al salir quedamos guardando rencor contra uno de ellos, si no nos amamos un poco más que antes, si no nos sentimos más cerca unos de otros?

¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

¿Por qué el divorcio está mal?
El divorcio se opone a la indisolubilidad del matrimonio, que es una propiedad de la institución matrimonial

Pregunta
Estimado Padre: He leído alguno de sus artículos y todavía sigo sin comprender por qué el divorcio está mal. Quisiera que Usted me diera los argumentos más puntuales. Gracias por su amabilidad.

Respuesta:
Estimado:
El divorcio se opone a la indisolubilidad del matrimonio, que es una propiedad de la institución matrimonial ya en el mismo plano natural elevada sobrenaturalmente por el vínculo sacramental[1]. De aquí que debamos decir que el matrimonio es indisoluble por derecho natural. Se trata ésta de una tesis fundamental de la ética cristiana y de una enseñanza expresa del Magisterio. De hecho Pío IX condenó fuertemente la enseñanza liberal que sostenía que el vínculo matrimonial no es indisoluble por derecho natural y que, por tanto, podría ser disuelto de modo perfecto por una autoridad civil[2]. Igualmente Pío XI en la Casti conubii hablando de las palabras de Cristo (cf. Mt 19,6 y Lc 16,18)[3] dice claramente que “se aplican a cualquier matrimonio, aun al solamente natural y legítimo; porque es propiedad de todo verdadero matrimonio la indisolubilidad, en virtud de la cual la disolución del vínculo está en absoluto sustraída al capricho de las partes y a toda potestad secular”[4].

¿Cuáles son las razones para sostener tal afirmación que a los mismos apóstoles resultó dura? Podemos indicar cuatro motivos principales.

La indisolubilidad es necesaria por parte del fin matrimonial de la procreación y educación de la prole[5]

Se diga lo que se diga no es posible procrear y educar a los hijos de modo conveniente sin la perpetuidad del matrimonio, razón por la cual la unión del hombre y la mujer no sólo se ordena por ley natural a la simple generación, como en los demás animales, sino también a la educación de la prole, y no solamente por un tiempo determinado, sino durante toda la vida. De hecho la educación afectiva de los hijos no se logra en unos pocos años. Los hijos necesitan el punto de referencia de sus padres durante toda la vida (y punto de referencia a la “relación indisoluble” que tienen los padres entre sí; ésta es fuente de serenidad en medio de sus incertidumbres, aliento para perseverar en sus propias pruebas, etc.)

Además es claro que ordinariamente la mujer no se basta por sí sola para mantener y educar la prole; se impone la necesidad de la colaboración paterna, su inteligencia para instruir y su energía para corregir (no se puede poner como objeción el caso de las mujeres u hombres abandonados por su cónyuge o los cónyuges viudos, porque no se debe hacer norma con lo que es excepcional y, además, porque en estos casos, si los hijos han sido educados convenientemente –lo cual no ocurre siempre a pesar de los esfuerzos de la madre o del padre solitario– ha sido a costa de sacrificios muy elevados por parte del padre o madre educador). La vida humana requiere muchas cosas que no están al alcance de una sola persona ni se adquieren en poco tiempo.

Por otra parte la vida natural de los padres se proyecta naturalmente en el hijo; por eso éste debe ser heredero de sus padres, sucediéndole en la posesión de las cosas tanto a su padre como a su madre; y este orden se perturbaría si el matrimonio legítimo pudiera disolverse, porque los bienes de alguno de los dos no llegarían a sus naturales destinatarios.

Finalmente, existe en el hombre una solicitud natural de tener certeza de su prole, o sea, el saber si tal hijo es o no es efectivamente hijo suyo; por eso todo lo que impide tal certeza va contra el instinto natural de la especie humana. Si, pues, el hombre pudiera abandonar a la mujer, o ésta al varón, para unirse con otros u otras, la prole podría ser incierta si, habiendo tenido relaciones sexuales con uno, la tuviera luego con otros. Por eso la separación matrimonial va contra el instinto natural de la especie humana.

Esto se esclarece aún más observando las consecuencias del divorcio en los hijos. Del divorcio se sigue para muchos hijos[6]: (a) El escándalo moral de la desunión de sus padres; el criarse en un clima de violencia, dialécticas, envidias, celos y competencias (de hecho compiten por su afecto, porque les den la razón de que el culpable de la ruptura familiar ha sido el otro cónyuge, etc.). (b) El sufrimiento de verse obligados a tomar parte por uno o por otro de sus padres; originando, en muchos casos, problemas psicológicos graves. (c) También para muchos hijos significa el caer en la pobreza o en la miseria y en el drama de la niñez abandonada. (d) Aumenta la delincuencia precoz[7]. (e) Causa problemas de conducta. Algunos estudios señalan que los hijos de padres divorciados presentan regularmente cuatro conductas negativas típicas: mienten excesivamente, tienen un bajo nivel de aprendizaje, falta de asunción de responsabilidad del propio comportamiento y dificultad de concentración[8].

La indisolubilidad la exige el fin del matrimonio que es el amor conyugal

El amor conyugal exige “definitividad” para ser verdadero. Decía Lacordaire: “¿Qué ser hay bastante infame, cuando ama, para calcular el momento en que no amará?”[9]. Otro autor ha escrito acertadamente: “Una alianza contra cuya ruptura la parte más débil jamás podrá tener seguridad completa, en manera alguna producirá alegría y solidez, y esto sin añadir que es una tentación constante de infidelidad. Para la parte más fuerte, es una falta imperdonable de carácter si ofrece únicamente su promesa para los días felices, e introduce en ella, como condición, la facultad de retirarla tan pronto como se presenten los sacrificios”[10].

La indisolubilidad es exigida por los fines secundarios del matrimonio (la mutua ayuda de los esposos)

El matrimonio también se ordena a la mutua ayuda entre el hombre y la mujer. Y por eso es indudable que el divorcio muchas veces impone enormes injusticias a uno u otro de los cónyuges. Como decía ya Santo Tomás: “si alguno que ha tomado a una mujer en el tiempo de su juventud, cuando era bella y fecunda, pudiera repudiarla en edad avanzada, le infligiría un daño contra la misma justicia natural. El mismo inconveniente existe si la mujer pudiera hacer lo mismo… Se unen no sólo en el acto carnal, sino también para el mutuo auxilio de toda la vida. Por eso es gran inconveniente que el matrimonio sea disoluble”[11].
No hay que esconder el rostro de esta gran miseria. Si bien es cierto que algunos matrimonios recurren al divorcio de común acuerdo y con voluntad positiva de ambos cónyuges, también es cierto que en muchos casos el divorcio es pedido por una de las partes abandonando al otro cónyuge por enfermedad, falta de atractivo, etc., dejándolo en la miseria, en la soledad, a veces con la carga de la educación y mantenimiento de los hijos, etc[12].
La indisolubilidad la exige el bien común de la sociedad

Finalmente (sólo lo menciono sin desarrollarlo) cuando se argumenta contra la indisolubilidad del matrimonio se usan argumentos de conveniencia individual, olvidando que el bien individual está subordinado al bien común, tanto de la familia como de la sociedad. Para la estabilidad de la sociedad es necesaria la estabilidad de la familia, pues es su célula básica. Por eso ha dicho muy bien –y repetidas veces– Juan Pablo II que el futuro de la humanidad pasa por el futuro de la familia.

Bibliografía:
Héctor Hernández, Familia-Sociedad-Divorcio, Ed. Gladius 1986;
Scala, Jorge (director), Doce años de divorcio en Argentina, Educa, Buenos Aires 1999;
Miguel Fuentes, Los hizo varón y mujer, EVE, San Rafael 1998.
[1] Cf. Domingo Basso, Indisolubilidad del matrimonio, en: AA.VV., Criterios cristianos para la acción política, Ed. Claretiana, Buenos Aires 1983, pp. 85-92.
[2] Recuérdese la condenación del Syllabus, DS 2967.
[3] Mt 19,6: De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre; Lc 16,18: Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada por su marido, comete adulterio.
[4] DS 3724.
[5] Cf. Santo Tomás, Suma Contra Gentiles, III, c. 123.
[6] Cf. Héctor Hernández, Familia-Sociedad-Divorcio, Ed. Gladius 1986, pp. 90-106. Cf. también: Scala, Jorge (director), Doce años de divorcio en Argentina, Educa, Buenos Aires 1999.
[7] El 90% de los delincuentes juveniles provienen de hogares con graves perturbaciones familiares; en la década de 1920, una encuesta en California mostraba que el 80% de los criminales adolescentes de Estado eran hijos de divorciados; otra encuesta mostró que en Estados Unidos, de 200.000 delincuentes menores, 175.000 eran hijos de divorciados (cf. Miguel Fuentes, Los hizo varón y mujer, EVE, San Rafael 1998, 141-142).
[8] Cf. Washington Times, 20 febrero 2001, indicaba que un millón de niños y jóvenes en Estados Unidos se convierten en hijos de divorciados cada año, según el Centro Nacional de Estadísticas de la Salud. El diario citaba al doctor Michael Katz, psicólogo clínico en Southfield, Michigan, que ha trabajado con hijos de divorciados durante 30 años. Katz comentaba que estos niños presentan regularmente cuatro conductas negativas típicas: mienten excesivamente, tienen un bajo nivel de aprendizaje, falta de asunción de responsabilidad del propio comportamiento y dificultad de concentración. Mientras que muchos chicos, independientemente de su preparación anterior, pueden presentar estas conductas, el doctor Katz dijo que los hijos de divorciados se resisten a muchas formas tradicionales de terapia y disciplina familiar.
[9] Lacordaire, Conferencias de Notre Dame, cit., por Basso, loc. cit., p. 88.
[10] Weiss, P., Apología del Cristianismo, t.7, conf. 17: “Matrimonio y familia”, n. 8; cit. Basso, loc. cit., p. 88.
[11] Santo Tomás, Suma Contra Gentiles, III, c. 125.
[12] Un caso emblemático ocurrió hace poco en Milán, Italia, en que un tribunal condenó a una multa a un hombre por “daños morales” causados a su esposa por divorciarse de ella, entre estos: el haberla precipitado en un estado de falta de serenidad, inquietud, sentido de abandono (Diario La Republica, 5 de junio de 2002).

¿Cómo dar testimonio cristiano?
Mensaje del Papa Francisco en su visita a una parroquia en las afueras de Roma

Este es el secreto. Hablar del Señor con alegría, y esto se llama testimonio cristiano.

VATICANO. Durante la visita que el Papa Francisco realizó a la parroquia de Santa María en Seteville, a las afueras de Roma, respondió a preguntas que le formularon los jóvenes que asisten a catequesis. “El testimonio cristiano se hace con la palabra, con el corazón y con las manos”, subrayó.
“He escuchado que aquí en Roma que la Confirmación es el ‘sacramento de la despedida’. Después de la Confirmación no nos vemos más”. “¿Es esto verdad?”, preguntó.

“El hecho de que estén hoy aquí es una gracia del Señor. No hagan de este sacramento el sacramento del ‘adiós’ hasta que se casen. Tantos años sin una comunidad… Y ustedes han sido elegidos del Señor para hacer comunidad”.

El Papa invitó también a hablar de Dios con alegría porque “cuando escucho a la gente hablar del Señor lo hacen con cierta tristeza. Él ha dicho alegría. Este es el secreto. Hablar del Señor con alegría, y esto se llama testimonio cristiano”.

“El testimonio cristiano es hablar con el Señor con alegría, pero también con la alegría de la propia vida, es decir, hacer con mi vida lo que dice el Señor”.

“Si yo digo que soy católico y voy todos los domingos a Misa’, pero después con mis padres no hablo, los ancianos no me interesan, no ayudo a los pobres, no voy a ayudar a los enfermos… ¿qué testimonio de vida es?”, dijo a los jóvenes que le escuchaban. 

San Antonio Abad – 17 de enero (ZENIT – Madrid).- Es uno de los santos más populares, al menos en España, por cuanto este día existe la tradición de llevar a los animales a las iglesias para ser bendecidos. Su biógrafo fue san Atanasio. Antonio nació en el Alto Egipto hacia el año 251, y siendo joven quedó conmovido por el pasaje evangélico del joven rico que escuchó en una iglesia. Entregó su patrimonio a los pobres (pertenecía a una familia pudiente) y emprendió una vida de severo ascetismo. Durante un tiempo su “lecho” fue un sepulcro vacío, y después las ruinas de una fortaleza militar que se hallaba en ruinas en el desierto de Nitria hasta que se afincó en un promontorio cerca del Mar Rojo morando en una humilde choza que se construyó él mismo. Muchos jóvenes de su tiempo conmovidos por esta vida de silencio, oración y penitencia, acudían allí para materializar sus sueños de perfección en el yermo. Se había convertido en el punto de referencia para los que llevaban una vida de oración compartida a ratos comunitariamente y otras en la soledad de las oquedades que convirtieron en sus moradas. Veinte años permaneció Antonio haciendo frente a las tentaciones que querían atentar contra su castidad. La violencia de las mismas se aprecia en las palabras que dirigió a sus seguidores: «Terribles y pérfidos son nuestros adversarios. Sus multitudes llenan el espacio. Están siempre cerca de nosotros. Entre ellos existe una gran soledad. Dejando a los más sabios explicar su naturaleza, contentémonos con enterarnos de las astucias que usan en sus asaltos contra nosotros».

La bibliografía sobre este santo ermitaño refleja las múltiples artimañas de toda índole empleadas por el maligno para seducirle. Lo intentó todo con objeto de apresarlo entre sus pérfidas redes, acosándolo de una forma tremebunda. En una ocasión en la que el rugido de la horda brutal de fieras manipulada por Satanás hacía temblar todo en derredor de Antonio, una inmensa luz desterró instantáneamente las fieras que campeaban entre tinieblas, y del mismo modo que siglos más tarde le sucedería a Santa Catalina de Siena, exclamó: «¿Dónde estabas, mi buen Jesús? ¿Dónde estabas? ¿Por qué no acudiste antes a curar mis heridas?». La voz de lo alto replicó: «Contigo estaba, Antonio; asistía a tu generoso combate. No temas; estos monstruos no volverán a causarte el menor daño». Pero prosiguieron atormentándole durante un tiempo con otras estrategias más sutiles, hasta que el acoso del inmundo diablo que prosiguió tras él no le causaba ni la más mínima turbación. Solía decir: «Los rezos y las lágrimas purifican hasta lo más impuro»; «Los más puros son los que con más frecuencia se ven acosados por las arteras mañas del demonio».

El denominado «padre de los monjes», de vez en cuando abandonaba el desierto y misionaba en Alejandría combatiendo el arrianismo. Su máxima fue: «esforcémonos en no poseer nada que no nos podamos llevar a la tumba, es decir, la caridad, la dulzura y la justicia. Toda prueba nos es favorable. Si no hay tentaciones no se salva nadie». Para todos los que se acercaban a él, que fueron multitudes, tenía un sabio consejo: «Nada es tan vano como la desesperación. Llorad, que las lágrimas lavan el alma; llorad sin descanso, hasta que la losa de plomo que pesa sobre vosotros se derrita con el calor de vuestras lágrimas», decía a los que se hallaban al borde del desánimo, sopesando su fragilidad espiritual. Un día del año 356, siendo de avanzadísima edad, parece que superó con creces los cien años, sintió que su vida se apagaba. Y dio las últimas indicaciones a sus discípulos. Les dejó su cilicio, el único objeto material que poseía, y entregó su alma a Dios. San Atanasio conservó su túnica. Antonio fue canonizado el año 491. 

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