Viernes Santo de la Pasión del Señor

Francisco escucha la meditación de Cantalamessa

"Cristo no ha venido a explicar las cosas, sino a cambiar el corazón de las personas"
Cantalamessa: "La cruz es el 'No' definitivo e irreversible de Dios al mal. 'No' al pecado, 'sí' al pecador"
"No es verdad que donde nace Dios muerte el hombre, sino lo contrario: donde muere Dios, muere el hombre"

Jesús Bastante, 14 de abril de 2017 a las 18:05

Nunca faltan noticias de asesinados en nuestros telediarios. Incluso, en estos últimos días, ha habido algunas. Los niños de Siria muertos por armas químicas, los 38 cristianos coptos asesinados en Egipto el domingo de Ramos

(Jesús Bastante).- Viernes de Pasión, Viernes Santo. En la cruz no está el final. Jesús ha muerto clavado en el madero, fruto de la injusticia de los hombres, del poder, del odio, del mal. El velo del Templo se rasga y todo se sume en la profunda oscuridad. Pero la cruz sólo es un punto del camino. Inevitable, imprescindible, pero no la meta. La meta será el sepulcro vacío, el Cristo Resucitado, el Dios-vivo.

El Papa Francisco presidió en la basílica de San Pedro una de las ceremonias centrales de la fe, en la que se conmemora la Pasión y Muerte de Jesús. El único día en que no se celebra la Eucaristía o se administran sacramentos (excepto la penitencia). Como signo de dolor, y de respeto, el Obispo de Roma arrancó la celebración de este Viernes Santo tumbándose en el suelo, en silencio y oración. Resulta impresionante contemplar la concentración del Papa en estos momentos, como también la proclamación, en latín, del relato íntegro de la Pasión.

La homilía corrió a cargo del predicador de la Casa Pontificia, Raniero Cantalamessa, quien hizo referencia a la muerte de Jesús como "la crónica de una muerte violenta", señalando que "nunca faltan noticias de asesinados en nuestros telediarios. Incluso, en estos últimos días, ha habido algunas. Los niños de Siria muertos por armas químicas, los 38 cristianos coptos asesinados en Egipto el domingo de Ramos".

Unas noticias que "se suceden con tanta rapidez que nos hacen olvidar lo que ha sucedido la mañana anterior. ¿Por qué entoces el mundo recuerda la muerte de Jesús dos mil años después? Porque esta muerte ha cambiado radicalmente el sentido de la muerte de todo ser humano", resaltó el predicador.

Así, Cantalamessa animó a "penetrar en el corazón traspasado de Jesucristo", un corazón "inmolado pero en pie. Traspasado, pero vivo", que hace frente al "corazón de tinieblas". Porque, recalcó, "en el sacrificio de Cristo palpita un corazón de luz". Por ello es necesario "hacer por Cristo el corazón del mundo".

"¿Qué representa la cruz, para que sea este punto fijo, este árbol maestro entre la agitación del mundo?", preguntó Cantalamessa. Y es que "la cruz es el 'No' definitivo e irreversible de Dios a la violencia, a la injusticia, al odio, a la mentira, a todo lo que llamamos «el mal»; y, al mismo tiempo, es el «Sí», igualmente irreversible, al amor, a la verdad, al bien. «No» al pecado, «Sí» al pecador".

"Es lo que Jesús ha practicado durante toda su vida y que ahora consagra definitivamente con su muerte. La razón de esta distinción es clara: el pecador es criatura de Dios y conserva su dignidad a pesar de todos sus desvíos; el pecado no; es una realidad espuria, añadida, fruto de las propias pasiones y de la «envidia del demonio»", recalcó el predicador de la casa Pontificia. "Nadie debe desesperar", añadió, apuntando que "la cruz no «está», pues, contra el mundo, sino para el mundo: para dar un sentido a todo el sufrimiento que ha habido, hay y habrá en la historia humana".

"La cruz es el signo de que la victoria final es de quien triunfa sobre sí mismo. No de quien hace sufrir, sino de quien sufre" incidió, pese a esta situación de "aplastamiento" que vivimos en la actual "sociedad líquida", donde "no hay puntos firmes" y "todo es fluctuante".

"Se ha dicho que matar a Dios es el más horrendo de los suicidios. Es lo que, en parte, estamos viendo", advirtió. "No es verdad que donde nace Dios muerte el hombre, sino lo contrario: donde muere Dios, muere el hombre", contestó, poniendo como ejemplo el famoso Cristo de Dalí, "que no está sumergido, sino entre cielo y tierra". Una "imagen trágica, sugiere una certeza consoladora: hay esperanza, incluso para una sociedad líquida como la nuestra. Porque encima está la Cruz de Cristo".

Y es que "la cruz no está inmóvil en medio de los vaivenes del mundo, como recuerdo del pasado, o un símbolo. Está como una realidad en curso, viva y operante", porque "Cristo no ha venido a explicar las cosas, sino a cambiar el corazón de las personas". Eso se contempla, concluyó, al recibir la Eucaristía, porque en ese momento "creemos firmemente que ese corazón vivo late dentro de nosotros".

Predicación de Cantalamessa en castellano:

«O CRUX, AVE, SPES UNICA» 
La cruz, única esperanza del mundo Acabamos de escuchar el relato de la Pasión de Cristo. Nada más que la crónica de una muerte violenta. Nunca faltan noticias de muertos asesinados en nuestros noticiarios. Incluso en estos últimos días ha habido algunas, como la de los 38 cristianos coptos asesinados en Egipto. ¿Por qué, entonces, después de 2000 años, el mundo recuerda todavía la muerte de Jesús de Nazaret como si hubiera pasado ayer?

El motivo es que su muerte ha cambiado el sentido mismo de la muerte. Reflexionemos algunos instantes sobre todo esto. «Al llegar a Jesús, viendo que ya estaba muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados con una lanza le atravesó el costado, e inmediatamente salió sangre y agua» (Jn 19,33-34). Al comienzo de su ministerio, a quien le preguntaba con qué autoridad expulsaba a los mercaderes del Templo, Jesús respondió: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2,19.21), había comentado Juan en aquella ocasión, y he aquí que ahora el mismo evangelista nos atestigua que del lado de este templo «destruido» brotan agua y sangre.

Es una alusión evidente a la profecía de Ezequiel que hablaba del futuro templo de Dios, del lado del que brota un hilo de agua que se convierte primero en riachuelo, luego un río navegable y en torno al cual florece toda forma de vida (cf. Ez 47, 1 ss.). Pero penetremos dentro de la fuente de este «río de agua viva» (Jn 7,38), en el corazón traspasado de Cristo. En el Apocalipsis, el mismo discípulo al que Jesús amaba escribe: «Luego vi, en medio del trono, rodeado por los cuatro seres vivientes y los ancianos, un Cordero, en pie, como inmolado» (Ap 5,6). Inmolado, pero en pie, es decir, traspasado, pero resucitado y vivo. Existe ya, dentro de la Trinidad y dentro del mundo, un corazón humano que late, no sólo metafóricamente, sino realmente.

Si, en efecto, Cristo ha resucitado de la muerte, también su corazón ha resucitado de la muerte; él vive, como todo el resto de su cuerpo, en una dimensión distinta de antes, real, aunque mística. Si el Cordero vive en el cielo «inmolado, pero de pie», también su corazón comparte el mismo estado; es un corazón traspasado pero viviente; eternamente traspasado, precisamente porque está eternamente vivo. Fue creada una expresión para describir el colmo de la maldad que puede amasarse en el seno de la humanidad: «corazón de tinieblas». Tras el sacrificio de Cristo, más profundo que el corazón de tinieblas, palpita en el mundo un corazón de luz.

En efecto, Cristo al subir al cielo, no ha abandonado la tierra, como, al encarnarse, no había abandonado la Trinidad. «Ahora se realiza el designio del Padre -dice una antífona de la Liturgia de las Horas-, hacer Cristo el corazón del mundo». Esto explica el irreductible optimismo cristiano que hizo exclamar a una mística medieval: «El pecado es inevitable, pero todo estará bien y todo tipo de cosa estará bien» (Juliana de Norwich). * * * Los monjes cartujos adoptaron un escudo que figura en la entrada de sus monasterios, en sus documentos oficiales y en otras ocasiones. En él está representado el globo terráqueo, rematado por una cruz, con una inscripción alrededor: «Stat crux dum volvitur orbis: está inmóvil la cruz, entre las evoluciones del mundo.

¿Qué representa la cruz, para que sea este punto fijo, este árbol maestro entre la agitación del mundo? Ella es el «No» definitivo e irreversible de Dios a la violencia, a la injusticia, al odio, a la mentira, a todo lo que llamamos «el mal»; y, al mismo tiempo, es el «Sí», igualmente irreversible, al amor, a la verdad, al bien. «No» al pecado, «Sí» al pecador. Es lo que Jesús ha practicado durante toda su vida y que ahora consagra definitivamente con su muerte. La razón de esta distinción es clara: el pecador es criatura de Dios y conserva su dignidad a pesar de todos sus desvíos; el pecado no; es una realidad espuria, añadida, fruto de las propias pasiones y de la «envidia del demonio» (Sab 2,24). Es la misma razón por la que el Verbo, al encarnarse, asumió todo del hombre, excepto el pecado. El buen ladrón, a quien Jesús moribundo promete el paraíso, es la demostración viva de todo esto. Nadie debe desesperar; nadie debe decir, como Caín: «Demasiado grande es mi culpa para obtener el perdón» (Gén 4,13).

La cruz no «está», pues, contra el mundo, sino para el mundo: para dar un sentido a todo el sufrimiento que ha habido, hay y habrá en la historia humana. «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar el mundo -dice Jesús a Nicodemo-, sino para que el mundo se salve por medio de él» (Jn 3,17). La cruz es la proclamación viva de que la victoria final no es de quien triunfa sobre los demás, sino de quien triunfa sobre sí mismo; no de quien hace sufrir, sino de quien sufre. * * * «Dum volvitur orbis», mientras que el mundo realiza sus evoluciones. La historia humana conoce muchos tránsitos de una era a otra: se habla de la edad de piedra, del bronce, hierro, de la edad imperial, de la era atómica, de la era electrónica. Pero hoy hay algo nuevo. La idea de transición no basta ya para describir la realidad en curso. A la idea de mutación se debe agregar la de aplastamiento.

Vivimos, se ha escrito, en una sociedad «líquida»; ya no hay puntos firmes, valores indiscutibles, ningún escollo en el mar, a los que aferrarnos, o contra los cuales incluso chocar. Todo es fluctuante. Se ha realizado la peor de las hipótesis que el filósofo había previsto como efecto de la muerte de Dios, la que el advenimiento del super-hombre debería haber evitado, pero que no ha impedido: «Qué hicimos para disolver esta tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde se mueve ahora? ¿Dónde nos movemos nosotros? ¿Fuera de todos los soles? ¿No es el nuestro un eterno precipitar? ¿Hacia atrás, de lado, hacia adelante, por todos los lados? ¿Existe todavía un alto y un bajo? ¿No estamos acaso vagando como a través de una nada infinita. (F. NIETZSCHE, La gaya ciencia, aforismo 125 (Edaf, Madrid 2002))

Se dijo que «matar a Dios es el más horrendo de los suicidios», y es lo que estamos viendo. No es verdad que «donde nace Dios, muere el hombre» (J.-P. SARTRE); es verdad lo contrario: donde muere Dios, muere el hombre. Un pintor surrealista de la segunda mitad del siglo pasado (Salvador Dalí) pintó un crucificado que parece una profecía de esta situación. Una cruz inmensa, cósmica, con un Cristo encima, igualmente monumental, visto desde arriba, con la cabeza reclinada hacia abajo. Sin embargo, debajo de él no existe la tierra firme, sino el agua. El crucifijo no está suspendido entre cielo y tierra, sino entre el cielo y el elemento líquido del mundo. Esta imagen trágica (hay también como trasfondo, una nube que podría aludir a la nube atómica), contiene, sin embargo, una certeza consoladora: ¡Hay esperanza incluso para una sociedad líquida como la nuestra! Hay esperanza, porque encima de ella «está la cruz de Cristo». Es lo que la liturgia del Viernes Santo nos hace repetir cada año con las palabras del poeta Venancio Fortunato: «O crux, ave spes única», Salve, oh cruz, esperanza única del mundo.

Sí, Dios ha muerto, ha muerto en su Hijo Jesucristo; pero no ha permanecido en la tumba, ha resucitado. «¡Vosotros lo crucificasteis -grita Pedro a la multitud el día de Pentecostés-, pero Dios lo ha resucitado!» (Hch 2,23-24). Él es quien «había muerto, pero ahora vive por los siglos» (Ap 1,18). La cruz no «está» inmóvil en medio de los vaivenes del mundo como recuerdo de un acontecimiento pasado, o un puro símbolo; está en él como una realidad en curso, viva y operante. * * * Sin embargo, confundiríamos esta liturgia de la pasión, si nos detuviéramos, como los sociólogos, en el análisis de la sociedad en que vivimos. Cristo no ha venido a explicar las cosas, sino a cambiar a las personas. El corazón de tinieblas no es solamente el de algún malvado escondido en el fondo de la jungla, y tampoco el de la nación y el de la sociedad que lo ha producido. En distinta medida está dentro de cada uno de nosotros. La Biblia lo llama el corazón de piedra: «Arrancaré de ellos el corazón de piedra -dice Dios en el profeta Ezequiel- y les daré un corazón de carne» (Ez 36,26).

Corazón de piedra es el corazón cerrado a la voluntad de Dios y al sufrimiento de los hermanos, el corazón de quien acumula sumas ilimitadas de dinero y queda indiferente ante la desesperación de quien no tiene un vaso de agua para dar al propio hijo; es también el corazón de quien se deja dominar completamente por la pasión impura, dispuesto a matar por ella, o a llevar una doble vida. Para no quedarnos con la mirada siempre dirigida hacia el exterior, hacia los demás, digamos, más concretamente: es nuestro corazón de ministros de Dios y de cristianos practicantes si vivimos todavía fundamentalmente «para nosotros mismos» y no «para el Señor». Está escrito que en el momento de la muerte de Cristo «el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo, la tierra tembló, las rocas se rompieron, los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de santos muertos resucitaron» (Mt 27,51s). De estos signos se da, normalmente, una explicación apocalíptica, como de un lenguaje simbólico necesario para describir el acontecimiento escatológico. Pero también tienen un significado parenético: indican lo que debe suceder en el corazón de quien lee y medita la Pasión de Cristo.

En una liturgia como la presente, san León Magno decía a los fieles: «Tiemble la naturaleza humana ante el suplicio del Redentor, rómpanse las rocas de los corazones infieles y salgan los que estaban cerrados en los sepulcros de su mortalidad, levantando la piedra que gravaba sobre ellos» (SAN LEÓN MAGNO, Sermo 66, 3: PL 54, 366). . El corazón de carne, prometido por Dios en los profetas, está ya presente en el mundo: es el Corazón de Cristo traspasado en la cruz, lo que veneramos como «el Sagrado Corazón». Al recibir la Eucaristía, creemos firmemente que ese corazón viene a latir también dentro de nosotros. Al mirar dentro de poco la cruz digamos desde lo profundo del corazón, como el publicano en el templo: «¡Oh, Dios, ten piedad de mí, pecador!, y también nosotros, como él, volveremos a casa «justificados» (Lc 18,13-14) .

Evangelio según San Juan 18,1-40.19,1-42. 

Jesús fue con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón. Había en ese lugar una huerta y allí entró con ellos. 
Judas, el traidor, también conocía el lugar porque Jesús y sus discípulos se reunían allí con frecuencia. 
Entonces Judas, al frente de un destacamento de soldados y de los guardias designados por los sumos sacerdotes y los fariseos, llegó allí con faroles, antorchas y armas. 
Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les preguntó: "¿A quién buscan?". 
Le respondieron: "A Jesús, el Nazareno". El les dijo: "Soy yo". Judas, el que lo entregaba, estaba con ellos. 
Cuando Jesús les dijo: "Soy yo", ellos retrocedieron y cayeron en tierra. 
Les preguntó nuevamente: "¿A quién buscan?". Le dijeron: "A Jesús, el Nazareno". 
Jesús repitió: "Ya les dije que soy yo. Si es a mí a quien buscan, dejEn que estos se vayan". 
Así debía cumplirse la palabra que él había dicho: "No he perdido a ninguno de los que me confiaste". 
Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. El servidor se llamaba Malco. 
Jesús dijo a Simón Pedro: "Envaina tu espada. ¿ Acaso no beberé el cáliz que me ha dado el Padre?". 

El destacamento de soldados, con el tribuno y los guardias judíos, se apoderaron de Jesús y lo ataron. 

Lo llevaron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, Sumo Sacerdote aquel año. 
Caifás era el que había aconsejado a los judíos: "Es preferible que un solo hombre muera por el pueblo". 
Entre tanto, Simón Pedro, acompañado de otro discípulo, seguía a Jesús. Este discípulo, que era conocido del Sumo Sacerdote, entró con Jesús en el patio del Pontífice, 
mientras Pedro permanecía afuera, en la puerta. El otro discípulo, el que era conocido del Sumo Sacerdote, salió, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. 
La portera dijo entonces a Pedro: "¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?". El le respondió: "No lo soy". 
Los servidores y los guardias se calentaban junto al fuego, que habían encendido porque hacía frío. Pedro también estaba con ellos, junto al fuego. 
El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su enseñanza. 
Jesús le respondió: "He hablado abiertamente al mundo; siempre enseñé en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada en secreto. 
¿Por qué me interrogas a mí? Pregunta a los que me han oído qué les enseñé. Ellos saben bien lo que he dicho". 
Apenas Jesús dijo esto, uno de los guardias allí presentes le dio una bofetada, diciéndole: "¿Así respondes al Sumo Sacerdote?". 
Jesús le respondió: "Si he hablado mal, muestra en qué ha sido; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?". 
Entonces Anás lo envió atado ante el Sumo Sacerdote Caifás. 

Simón Pedro permanecía junto al fuego. Los que estaban con él le dijeron: "¿No eres tú también uno de sus discípulos?". El lo negó y dijo: "No lo soy". 
Uno de los servidores del Sumo Sacerdote, pariente de aquel al que Pedro había cortado la oreja, insistió: "¿Acaso no te vi con él en la huerta?". 
Pedro volvió a negarlo, y en seguida cantó el gallo. 
Desde la casa de Caifás llevaron a Jesús al pretorio. Era de madrugada. Pero ellos no entraron en el pretorio, para no contaminarse y poder así participar en la comida de Pascua. 
Pilato salió a donde estaban ellos y les preguntó: "¿Qué acusación traen contra este hombre?". Ellos respondieron: 
"Si no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos entregado". 
Pilato les dijo: "Tómenlo y júzguenlo ustedes mismos, según la Ley que tienen". Los judíos le dijeron: "A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie". 
Así debía cumplirse lo que había dicho Jesús cuando indicó cómo iba a morir. 
Pilato volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó: "¿Eres tú el rey de los judíos?". 
Jesús le respondió: "¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?". 
Pilato replicó: "¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?". 
Jesús respondió: "Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí". 
Pilato le dijo: "¿Entonces tú eres rey?". Jesús respondió: "Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz". 

Pilato le preguntó: "¿Qué es la verdad?". Al decir esto, salió nuevamente a donde estaban los judíos y les dijo: "Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo. 
Y ya que ustedes tienen la costumbre de que ponga en libertad a alguien, en ocasión de la Pascua, ¿quieren que suelte al rey de los judíos?". 
Ellos comenzaron a gritar, diciendo: "¡A él no, a Barrabás!". Barrabás era un bandido. 
Pilato mandó entonces azotar a Jesús. 
Los soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron con un manto rojo, 
y acercándose, le decían: "¡Salud, rey de los judíos!", y lo abofeteaban. 
Pilato volvió a salir y les dijo: "Miren, lo traigo afuera para que sepan que no encuentro en él ningún motivo de condena". 
Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo: "¡Aquí tienen al hombre!". 
Cuando los sumos sacerdotes y los guardias lo vieron, gritaron: "¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!". Pilato les dijo: "Tómenlo ustedes y crucifíquenlo. Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo". 

Los judíos respondieron: "Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir porque él pretende ser Hijo de Dios". 
Al oír estas palabras, Pilato se alarmó más todavía. 
Volvió a entrar en el pretorio y preguntó a Jesús: "¿De dónde eres tú?". Pero Jesús no le respondió nada. 
Pilato le dijo: "¿No quieres hablarme? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y también para crucificarte?". 
Jesús le respondió: " Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la hubieras recibido de lo alto. Por eso, el que me ha entregado a ti ha cometido un pecado más grave". 
Desde ese momento, Pilato trataba de ponerlo en libertad. Pero los judíos gritaban: "Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace rey se opone al César". 
Al oír esto, Pilato sacó afuera a Jesús y lo hizo sentar sobre un estrado, en el lugar llamado "el Empedrado", en hebreo, "Gábata". 
Era el día de la Preparación de la Pascua, alrededor del mediodía. Pilato dijo a los judíos: "Aquí tienen a su rey". 
Ellos vociferaban: "¡Que muera! ¡Que muera! ¡Crucifícalo!". Pilato les dijo: "¿Voy a crucificar a su rey?". Los sumos sacerdotes respondieron: "No tenemos otro rey que el César". 
Entonces Pilato se lo entregó para que lo crucificaran, y ellos se lo llevaron. 
Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para dirigirse al lugar llamado "del Cráneo", en hebreo "Gólgota". 
Allí lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado y Jesús en el medio. 

Pilato redactó una inscripción que decía: "Jesús el Nazareno, rey de los judíos", y la hizo poner sobre la cruz. 
Muchos judíos leyeron esta inscripción, porque el lugar donde Jesús fue crucificado quedaba cerca de la ciudad y la inscripción estaba en hebreo, latín y griego. 
Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: "No escribas: 'El rey de los judíos', sino: 'Este ha dicho: Yo soy el rey de los judíos'. 
Pilato respondió: "Lo escrito, escrito está". 
Después que los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, y como no tenía costura, porque estaba hecha de una sola pieza de arriba abajo, 
se dijeron entre sí: "No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca". Así se cumplió la Escritura que dice: Se repartieron mis vestiduras y sortearon mi túnica. Esto fue lo que hicieron los soldados. 
Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. 
Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: "Mujer, aquí tienes a tu hijo". 
Luego dijo al discípulo: "Aquí tienes a tu madre". Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa. 
Después, sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la Escritura se cumpliera hasta el final, Jesús dijo: Tengo sed. 

Había allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon en él una esponja, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca. 
Después de beber el vinagre, dijo Jesús: "Todo se ha cumplido". E inclinando la cabeza, entregó su espíritu. 
Era el día de la Preparación de la Pascua. Los judíos pidieron a Pilato que hiciera quebrar las piernas de los crucificados y mandara retirar sus cuerpos, para que no quedaran en la cruz durante el sábado, porque ese sábado era muy solemne. 
Los soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que habían sido crucificados con Jesús. 
Cuando llegaron a él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, 
sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua. 
El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean. 
Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura que dice: No le quebrarán ninguno de sus huesos. 
Y otro pasaje de la Escritura, dice: Verán al que ellos mismos traspasaron. 
Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús -pero secretamente, por temor a los judíos- pidió autorización a Pilato para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo. 
Fue también Nicodemo, el mismo que anteriormente había ido a verlo de noche, y trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos. 
Tomaron entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas, agregándole la mezcla de perfumes, según la costumbre de sepultar que tienen los judíos. 
En el lugar donde lo crucificaron había una huerta y en ella, una tumba nueva, en la que todavía nadie había sido sepultado. 
Como era para los judíos el día de la Preparación y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.

San Máximo de Turín (¿-c. 420), obispo Sermón 38; Pl 57, 341s; CCL 23, 149s

El signo de salvación

El Señor, en su Pasión, asumió todos los errores que había cometido el género humano a fin de que, en lo porvenir, no hubiera nada que condujera al hombre al error. La cruz es, pues, un gran misterio, y si tratamos de comprenderla, el mundo será salvado por este signo. En efecto, cuando los marineros se lanzan a la mar, primero levanta el mástil y extienden la vela para que empiece a olear; así forman la cruz del Señor y, es cierto que, gracias a este signo del Señor llegan al puerto de la salvación y escapan a cualquier peligro de muerte. La vela suspendida del mástil es, en efecto, la imagen de este signo divino igual como Cristo ha sido levantado sobre la cruz. Y es por eso que, a causa de la confianza que viene de este misterio, esos hombres no se inquietan por las borrascas del viento y llegan al puerto deseado. De la misma manera, así como la Iglesia no puede permanecer en pie sin la cruz, así también una nave se debilita sin su mástil. Cierto que el diablo la atormenta y el viento ataca a la nave, pero cuando se levanta el signo de la cruz, la injusticia del diablo es rechazada, la borrasca cae inmediatamente… 

Tampoco el que cultiva la tierra empieza su trabajo sin la señal de la cruz: uniendo los elementos de su arado imita la imagen de una cruz… También el cielo, con sus cuatro direcciones, está dispuesto como una imagen de este signo, el Oriente, el Occidente, el Sur y el Norte. La misma forma del hombre cuando levanta las manos, representa una cruz; sobre todo cuando oramos con las manos levantadas, a través de nuestro cuerpo proclamamos la Pasión del Señor… Es con este signo que Moisés, el Santo, venció en la guerra contra los Amalecitas: no con las armas, sino con las manos levantadas hacia Dios (Ex 17,11)… 

Así pues, por este signo del Señor el mar se abre, la tierra se cultiva, el cielo se gobierna, los hombres se salvan. Y yo incluso afirmo que por este signo del Señor, las profundidades del reino de los muertos, se abren. Porque el hombre Jesús, el Señor, el que llevaba la verdadera cruz, ha sido sepultado en tierra, y la tierra que él mismo había profundamente.

Hoy un día de recogimiento, de acompañar a Jesús en su dolor
Viernes santo. Nuestra oración de hoy ha de ser de contemplación, de agradecimiento, de intimidad.

Hoy es un día de recogimiento, de acompañar a Jesús en su dolor, en su sufrimiento, en su muerte. Hoy le acompañamos en su juicio ante Pilato, en la flagelación y coronación de espinas, en su camino al Calvario y en lacruz. Nuestra oración de hoy ha de ser de contemplación, de agradecimiento, de intimidad.

“ ¡Adorámoste, Cristo Jesús!
Te adoramos, nos ponemos de rodillas.
No hallamos palabras ni gestos suficientes
para expresarte la veneración,
con la que nos sentimos
compenetrados ante tu cruz;
con la que nos sentimos
compenetrados ante tu humillación
hasta la muerte;
con la que nos sentimos
compenetrados ante el don de la redención,
ofrecido a toda la humanidad
—a todos y a cada uno—
mediante la sumisión total e incondicionada
de tu voluntad a la voluntad del Padre.

"Porque, amó tanto Dios al mundo que le dio su unigénito Hijo" (Jn 3, 16).

Y el Hijo. Cristo Jesús, "a pesar de tener la forma de Dios, no reputó como botín (codiciable) ser igual a Dios; antes... tomando la forma de siervo... se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz..." (Flp 2, 6-8).

Por esto precisamente se ha convertido en el Señor de nuestras almas: Redentor del mundo. Y precisamente por esto nos ha revelado hasta lo último el amor de Dios al hombre: el amor del Padre. Lo ha revelado en Sí mismo: en Sí, obediente hasta la muerte. Lo ha revelado, asumiendo la condición de siervo: de aquel Siervo de Yavé ya anunciado por Isaías:

«El soportó nuestros sufrimientos  y cargó nuestros dolores,  mientras que nosotros le tuvimos por castigado,  herido por Dios y abatido.  Fue traspasado por nuestras iniquidades  y molido por nuestros pecados.  El castigo de nuestra paz fue sobre él,  y en sus llagas hemos sido curados.  Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su camino,  y Yavé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros.

»Maltratado, mas él se sometió,  no abrió la boca,  como cordero llevado al matadero,  como oveja muda ante los trasquiladores.  Por la fatiga de su alma verá  y se saciará de su conocimiento.  El Justo, mi Siervo, justificará a muchos  y cargará con las iniquidades de ellos. Por eso Yo le daré por parte suya muchedumbres,  y dividirá la presa con los poderosos  por haberse entregado a la muerte  y haber sido contado entre los pecadores,  llevando sobre Sí los pecados de muchos  e intercediendo por los pecadores» (Is 53, 4-7. 11-12).”

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II AL FINAL DEL VÍA CRUCIS EN EL COLISEO,
Viernes Santo, 17 de abril de 1981. 

Mirad el árbol de la cruz

Somos invitados a mirar fijamente la Cruz del Señor, y a adorarlo no como signo de tortura o derrota, sino como el camino de reconciliación con Dios.

Seguimos en  nuestro camino de Cuaresma y aunque todavía nos faltan dos semanas para el Viernes Santo, meditemos este viernes un poco sobre este día. De todos los días del año, el Viernes Santo destaca por su densidad espiritual, profundidad y silencio. Definitivamente, no es un día como cualquiera. No lo es debido a lo que se celebra y recuerda. Es el día en que recordamos y celebramos la Pasión y Muerte del Señor Jesús. La muerte de Dios hecho hombre por nosotros. Aparece con fuerza el símbolo que nos identifica como cristianos: la Cruz.

Pero no se trata de acordarnos de la Cruz sólo ese día, ya que ésta es una realidad que forma parte de la vida de la Iglesia y de nosotros, sus hijos.

Volviendo a la celebración del Viernes Santo, la Iglesia lo vive con una liturgia simbólica y llena de significado: el oficio de la Pasión donde se realiza la adoración de la Cruz; el Vía Crucis, donde acompañamos y meditamos en todo el camino que Jesús hizo hasta morir en el Calvario; distintas procesiones como la Dolorosa o de la Cruz.

En el Oficio de la Pasión, al descubrir el Crucifijo que será adorado con cantos y oraciones, el sacerdote repite una hermosa antífona: “Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. ¡Venid a adorarlo!”.

En esas palabras somos invitados a mirar fijamente la Cruz del Señor, y a adorarlo no como signo de tortura o derrota, sino como el camino de reconciliación con Dios, de manifestación del amor hasta el extremo. La Cruz no es un palo clavado al piso únicamente, más bien, es el árbol que da fruto, verdadero fruto de santidad para toda la humanidad, para los creyentes y los que aún no lo son. Nos recuerda al árbol que aparece en el Génesis, del que tanto Eva como Adán tomaron de su fruto y pecaron. El árbol en donde está clavado Jesús, hecho por mano humana, se convierte en instrumento de reconciliación divina, en madero de salvación.

Encontramos en aquel hermoso himno, algunos ecos bíblicos muy profundos. Por ejemplo, el profeta Isaías se refiere al Siervo Sufriente, quien "fue traspasado por nuestras rebeliones”, mientras que el evangelista Juan recuerda la profecía de Zacarías: “Mirarán al que traspasaron”. Como decía el Papa Benedicto XVI, estamos en un tiempo propicio “para aprender a permanecer con María y Juan, el discípulo predilecto, junto a Aquel que en la Cruz consuma el sacrificio de su vida para toda la humanidad”. Por tanto, tanto la Cuaresma como la Semana Santa es un momento importante para contemplar, acercarnos y unirnos a la Cruz y gloriosa Resurrección del Señor.

EN LA CRUZ SE MANIFIESTA EL AMOR DE DIOS
El Señor Jesús, crucificado en la Cruz, es la muestra de amor más grande que Dios ha podido tener con nosotros. Él vive plenamente lo que enseñó a sus discípulos: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos". Como nos dice nuestro Fundador: "el Gólgota es el centro de la Caridad, el lugar en que el Señor Jesús nos ama hasta el extremo y cumple con manifestarse como amigo, explicitando también una invalorable filiación y un camino de ternura hacia la Madre que constituyen medios maravillosos para vivir el proceso de amorización y ser transformados en amor hasta alcanzar la plena participación en la Comunión de Amor tras el día final del terrestre peregrinar”[4].

La cruz ya no es signo de tortura o de resignación, sino que teniendo a Cristo clavado en ella, se ha transformado en signo de reconciliación, de amor, de perdón. Al mirar y rezar a la cruz, tenemos la oportunidad de contemplar palpablemente el sacrificio del Señor por nosotros, y así, vivir según la nueva realidad que nos trajo: estar reconciliados con Dios.

El amor de Dios también se manifiesta en las palabras de Jesús a San Juan: "He ahí tu Madre”. Con ese acto de piedad filial del Señor, todos somos invitados a tener a María como Madre nuestra, que requiere de nosotros vivir intensamente el camino del amor filial a Ella. Desde la Cruz, desde el altar del Gólgota, Jesús da otro signo de su amor al hacer patente que su Madre es verdadera Madre de todos nosotros.

NO HAY CRISTIANISMO SIN CRUZ
La meditación en torno a la Cruz, además de hacernos pensar en el amor de Jesús, en el valor de la reconciliación y en el amor filial a María, entre muchos otros temas, nos lleva a comprometernos más en nuestra vida cristiana.

Muchas veces hemos escuchado la frase "No hay cristianismo sin cruz", y tal vez no hemos aún reflexionado lo suficiente, ya que siempre se puede ahondar más en el misterio del Señor y en el de nuestras propias vidas.

Al morir el Señor Jesús en la Cruz, nos dejó un camino espiritual a recorrer, no porque busquemos el dolor o el sufrimiento como si fuera un fin en sí mismo, sino porque Él siendo hombre plenamente –menos en el pecado-, sabía de las tentaciones, pecados personales y traiciones que los hombres cometen y sufren. Pero, sobre todo, Cristo conoce la intención de nuestros corazones, nuestro deseo de ser fieles, de ser santos y amar plenamente. Ante este dilema, San Pablo clamaba: "Aunque quiera hacer el bien, es el mal el que se me presenta"[6], pero termina su reflexión, tan existencial, reconociendo que en Jesús todo se resuelve: "¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!".

La cruz es parte de la vida de los cristianos, no como expresión de la desgracia, sino como un misterioso y paradójico camino de reconciliación. La dinámica del morir para vivir; del despojarse del hombre viejo que hay en mí y revestirme de Cristo; de la mayor alegría en el dar que en el recibir; el valor redentor del dolor humano, que puede ser ofrecido por los demás; el perdón de las ofensas; el amor a los enemigos son algunas de muchas expresiones de la dinámica de la cruciforme –con forma de cruz- de nuestra existencia terrena.

Así, el mirar a la Cruz nos debe recordar que “la vida es una eterna milicia”, y que tenemos un combate espiritual que no podemos descuidar o abandonar, por más que a veces podamos sentirnos cansados o agobiados por no avanzar como quisiéramos. El sendero de la cruz, el saber cargarla y morir en ella, es una enseñanza que incumbe a todos nosotros.

Al mirar el árbol de la Cruz, el madero en el que fue clavado Jesús, ya no vemos la muerte, ya no vemos una estaca inerte, sino que vemos y celebramos la gran victoria de Dios sobre la muerte y el pecado, victoria que ocurrió hace dos mil años, que ocurre cada día en la Eucaristía, y que también se da cuando nos esforzamos por responder a la gracia amorosa de Dios.

CITAS PARA MEDITAR
Guía para la Oración
◾En la Cruz nos amó Jesús hasta el extremo: Ef 2,16; Flp 2,8; Heb 12,2.
◾Cristo cargó su Cruz: Jn 19,17; y fue crucificado: Mc 15,25; Lc 23,33.
◾El Señor nos llama a cargar nuestra cruz y seguirlo: Mt 10,38; 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23; 14,27.
◾El discípulo aspira a ser como su Maestro: Lc 6,40; Mt 10,24-25.
◾En Getsemaní Cristo nos enseña como afrontar la cruz: Mc 14,32-42.
◾Asumir el dinamismo de la Cruz significa morir a lo que es muerte: Ver Gal 5,4; para renacer a una vida nueva: Rom 6,4. Sólo puede dar fruto la semilla que cae en tierra y muere: Jn 12,24.
◾También estamos llamados a ser cireneos de nuestros hermanos, ayudándolos a cargar sus cruces: Mt 27,32.

PREGUNTAS PARA EL DIÁLOGO
1.¿Qué significa para mi vida que mirar la Cruz? ¿Descubro la muestra de amor más grande que Dios ha podido tener conmigo?

2.Ante tan grande amor del Señor por mí, ¿cómo le estoy respondiendo al Señor? ¿Qué puedo hacer para que esa respuesta sea aún más generosa?

3."No hay cristianismo sin cruz". ¿Vivo esa dimensión de mi vida? ¿Qué me falta aún por asumir?
4.¿Cómo el tiempo de Cuaresma y el Triduo Pascual pueden acercarme más al Señor Jesús? ¿Qué puedo hacer?

El significado de la Semana Santa
Importancia y aspectos a cuidar durante esta semana fundamental en la vida de todo católico

Ha terminado la cuaresma, el tiempo de conversión interior y de penitencia, ha llegado el momento de conmemorar la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Después de la entrada triunfal en Jerusalén, ahora nos toca asistir a la institución de la Eucaristía, orar junto al Señor en el Huerto de los Olivos y acompañarle por el doloroso camino que termina en la Cruz.

Durante la semana santa, las narraciones de la pasión renuevan los acontecimientos de aquellos días; los hechos dolorosos podrían mover nuestros sentimientos y hacernos olvidar que lo más importante es buscar aumentar nuestra fe y devoción en el Hijo de Dios.

La Liturgia dedica especial atención a esta semana, a la que también se le ha denominado “Semana Mayor” o “Semana Grande”, por la importancia que tiene para los cristianos el celebrar el misterio de la Redención de Cristo, quien por su infinita misericordia y amor al hombre, decide libremente tomar nuestro lugar y recibir el castigo merecido por nuestros pecados.

Para esta celebración, la Iglesia invita a todos los fieles al recogimiento interior, haciendo un alto en las labores cotidianas para contemplar detenidamente el misterio pascual, no con una actitud pasiva, sino con el corazón dispuesto a volver a Dios, con el ánimo de lograr un verdadero dolor de nuestros pecados y un sincero propósito de enmienda para corresponder a todas las gracias obtenidas por Jesucristo.

Para los cristianos la semana santa no es el recuerdo de un hecho histórico cualquiera, es la contemplación del amor de Dios que permite el sacrificio de su Hijo, el dolor de ver a Jesús crucificado, la esperanza de ver a Cristo que vuelve a la vida y el júbilo de su Resurrección.

En los inicios de la cristiandad ya se acostumbraba la visita de los santos lugares. Ante la imposibilidad que tiene la mayoría de los fieles para hacer esta peregrinación, cobra mayor importancia la participación en la liturgia para aumentar la esperanza de salvación en Cristo resucitado.

La Resurrección del Señor nos abre las puertas a la vida eterna, su triunfo sobre la muerte es la victoria definitiva sobre el pecados. Este hecho hace del domingo de Resurrección la celebración más importante de todo el año litúrgico.

Aún con la asistencia a las celebraciones podemos quedarnos en lo anecdótico, sin nada que nos motive a ser más congruentes con nuestra fe. Esta unidad de vida requiere la imitación del maestro, buscar parecernos más a Él.

Para nosotros no existen cosas extraordinarias, calumnias, disgustos, problemas familiares, dificultades económicas y todos los contratiempos que se nos presentan, servirán para identificarnos con el sufrimiento del Señor en la pasión, sin olvidar el perdón, la paciencia, la comprensión y la generosidad para con nuestros semejantes.

La muerte de Cristo nos invita a morir también, no físicamente, sino a luchar por alejar de nuestra alma la sensualidad, el egoísmo, la soberbia, la avaricia… la muerte del pecado para estar debidamente dispuestos a la vida de la gracia.

Resucitar en Cristo es volver de las tinieblas del pecado para vivir en la gracia divina. Ahí está el sacramento de la penitencia, el camino para revivir y reconciliarnos con Dios. Es la dignidad de hijos de Dios que Cristo alcanzó con la Resurrección.

Así, mediante la contemplación del misterio pascual y el concretar propósitos para vivir como verdaderos cristianos, la pasión, muerte y resurrección adquieren un sentido nuevo, profundo y trascendente, que nos llevará en un futuro a gozar de la presencia de Cristo resucitado por toda la eternidad.

Sermón de las Siete Palabras -¿Por qué, Dios mío?
Por Juan Antonio Martínez Camino -Secretario General de la Conferencia Episcopal Española. 6 de abril de 2007, Viernes Santo

Por tus siete palabras despeñado
corre, río de amor, hasta mi hondura
la voz que, descendiendo de la altura,
viene a regar mi huerto deshojado.

Sólo siete palabras. Un alado
y celestial revuelo sin presura:
siete castas palomas. Abandonado
no me dejes, Señor, y, con tu acento,
hazme callar el impaciente grito
pendiente de un silencio y un sudario.

Las siete para mí. Las siete, viento
que me lleve contigo al Infinito.

Las siete, en mi perfecto diccionario.


Rafael Fernández Pombo

  • Comienzo: siete palabras al Infinito
  • Primera palabra: El escarnio, vencido por el perdón
  • Segunda palabra: La irracionalidad y la Gloria
  • Tercera palabra: La muerte y la Madre
  • Cuarta palabra: Dios contra Dios, pero con nosotros
  • Quinta palabra: El amor y la copa de la amargura
  • Sexta palabra: Fidelidad
  • Séptima palabra: Confianza, serenidad
  • Final: las siete, en mi perfecto diccionario
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