“Afianzado sobre roca”
- 13 Septiembre 2014
- 13 Septiembre 2014
- 13 Septiembre 2014
Francisco, durante la misa
"Las murmuraciones hieren, sin bofetadas al corazón de una persona"
Francisco: "No se puede corregir a una persona sin amor y sin caridad. No se puede hacer una intervención quirúrgica sin anestesia"
El Papa invita en Santa Marta a corregir con humildad y en verdad
La verdadera corrección fraterna es dolorosa porque está hecha con amor, en verdad y con humildad. Si sentimos placer al corregir, esto no viene de Dios
(RV).- La verdadera corrección fraterna es dolorosa porque está hecha con amor, en verdad y con humildad. Si sentimos placer al corregir, esto no viene de Dios. Es lo que ha dicho el Papa en la homilía de esta mañana en Santa Marta, en el día en el que la Iglesia celebra la Memoria litúrgica del Santísimo Nombre de María.
En el Evangelio del día, Jesús advierte a los que ven la paja en el ojo del hermano y no se dan cuenta de la viga que tienen en el suyo. Comentando esta cita, Papa Francisco vuelve sobre la corrección fraterna. Antes que nada al hermano que se equivoca se le ha de corregir con caridad.
"No se puede corregir a una persona sin amor y sin caridad. No se puede hacer una intervención quirúrgica sin anestesia: no se puede, porque el enfermo morirá de dolor. Y la caridad es una anestesia que ayuda a recibir la cura y aceptar la corrección. Cogerlo aparte, con mansedumbre, con amor y hablarle".
En segundo lugar, prosiguió, es necesario hablarle con la verdad: "no decir algo que no es verdad. ¡Cuántas veces en nuestras comunidades se dicen cosas de una persona que no son verdad: son calumnias O si son verdad, se quita la fama a esa persona". "Las murmuraciones, afirmó el Papa, hieren; las murmuraciones son bofetadas a la fama de una persona, son bofetadas al corazón de una persona". Cierto, observó, "cuando te dicen la verdad no es bonito escucharla, pero si te la dicen con caridad y amor es más fácil aceptarla". Por tanto "se debe habla de los defectos a los demás", con caridad.
El tercer punto es corregir con humildad: "Si debes corregir un defecto pequeño, piensa que tú los tienes más grandes".
"La corrección fraterna es un acto para curar el cuerpo de la Iglesia. Hay un agujero, allí, en el tejido de la Iglesia, que es necesario remendar. Y como las mamás, las abuelas, cuando remiendan, lo hacen con mucha delicadeza, así se debe hacer la corrección fraterna. Si no eres capaz de hacerla con amor, con caridad, en la verdad y con humildad, tú harás una ofensa, una destrucción en el corazón de esa persona, harás una murmuración de más que herirá, y te convertirás en un ciego hipócrita, como dice Jesús: ‘Hipócrita, quita primero la viga de tu ojo..'. ‘¡Hipócrita! Reconoce que tú eres más pecador que el otro, pero que como hermano debes ayudar a corregir al otro".
Un signo que quizás puede ayudar, observó el Papa, es el hecho de sentir "un cierto placer" cuando "uno ve algo que no funciona" y que considera que debe corregir: es necesario "estar atentos porque eso no viene del Señor".
"En el Señor siempre está la cruz, la dificultad de hacer algo bueno; del Señor es siempre el amor, la mansedumbre. No hacer juicios. Nosotros los cristianos tenemos la tentación de convertirnos en doctores: nos retiramos del juego del pecado y de la gracia como si fuésemos ángeles... ¡No! Es lo que Pablo dice: ‘Que no suceda que después de haber predicado a los demás, yo mismo venga descalificado'. Y un cristiano que, en comunidad, no hace las cosas, inclusive la corrección fraterna, en caridad, en verdad y con humildad, se descalifica. No ha conseguido convertirse en un cristiano maduro. Que el Señor nos ayude en este servicio fraterno, tan bello y tan doloroso, de ayudar a los hermanos y a las hermanas a ser mejores y nos ayude a hacerlo siempre con caridad, en verdad y con humildad".
Evangelio según San Lucas 6,43-49.
Jesús decía a sus discipulos: «No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos: cada árbol se reconoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos ni se cosechan uvas de las zarzas. El hombre bueno saca el bien del tesoro de bondad que tiene en su corazón. El malo saca el mal de su maldad, porque de la abundancia del corazón habla la boca. ¿Por qué ustedes me llaman: 'Señor, Señor', y no hacen lo que les digo?
Yo les diré a quién se parece todo aquel que viene a mí, escucha mis palabras y las practica.
Se parece a un hombre que, queriendo construir una casa, cavó profundamente y puso los cimientos sobre la roca. Cuando vino la creciente, las aguas se precipitaron con fuerza contra esa casa, pero no pudieron derribarla, porque estaba bien construida. En cambio, el que escucha la Palabra y no la pone en práctica, se parece a un hombre que construyó su casa sobre tierra, sin cimientos. Cuando las aguas se precipitaron contra ella, en seguida se derrumbó, y el desastre que sobrevino a esa casa fue grande.»
San Patricio (c.385-c. 461), monje, obispo, misionero. Lorica: “ La coraza” (Ef 6,14)
“Afianzado sobre roca” (cf Mt 7,24)
Hoy me ciño con la fuerza poderosa de la invocación a la Trinidad, de la fe en Dios, uno y trino, Creador del universo. Hoy me ciño de la fuerza de la encarnación de Cristo y de su bautismo, de la fuerza de su cruz y de su sepultura, de la fuerza de su resurrección y de su ascensión, de la fuerza de su venida gloriosa en el día del juicio. Hoy me ciño de la fuerza del amor de los serafines, de la obediencia de los ángeles, del servicio de los arcángeles, de la esperanza de la resurrección en vistas a la recompensa, de las oraciones de los patriarcas, de las profecías de los profetas, de la predicación de los apóstoles, de la fidelidad de los confesores, de la inocencia de las vírgenes santas, de las acciones de todos los justos. Hoy me ciño de la fuerza de los cielos, de la luz del sol, de la claridad de la luna, del esplendor del fuego, del resplandor de los relámpagos, de la rapidez del viento, de la profundidad del mar, de la estabilidad de la tierra, de la solidez de las piedras.
Hoy me ciño de la fuerza de Dios para guiarme, del poder de Dios para sostenerme, de la sabiduría de Dios para instruirme, del ojo de Dios para guardarme, del oído de Dios para escucharme, de la palabra de Dios para hablarme, de la mano de Dios para guiarme, del camino de Dios para precederme, del yelmo de Dios para protegerme, de las armas de Dios para salvarme de las trampas de los demonios, de la seducción de los vicios, de los abismos de la naturaleza, y de todos aquellos que me persiguen... Cristo conmigo, Cristo delante de mí, Cristo detrás de mí, Cristo en mí, Cristo por encima de mí, Cristo por debajo de mí, Cristo a mi derecha, Cristo a mi izquierda, Cristo cuando me levanto, Cristo cuando me acuesto, Cristo en cada corazón que piensa en mí, Cristo en cada boca que me habla, Cristo en cada ojo que me mira, Cristo en cada oído que me escucha. Hoy me ciño de la fuerza poderosa de la invocación a la Trinidad, de la fe en Dios, uno y trino, Creador del universo.
13 de septiembre 2014 Sábado XXIII 1 Co 10, 14-22
Creer pide que me abra exclusivamente a los valores de Dios y desee vivir con estos valores. Si introduzco en mi vida otros valores, si hago confianza en otras cosas, aunque no me dé cuenta, en el fondo estoy diciendo que mi fe, mi creencia está en las antípodas de Dios. Esto es lo que dice hoy Pablo a los corintios: «Vosotros bebéis el cáliz del Señor: no puede beber igualmente el cáliz de los demonios; vosotros participáis de la mesa de Señor: no puede participar igualmente de la mesa de los demonios ». Repasa tu vida cotidiana, ¿hay cosas, actitudes que, de hecho, están en contradicción con los valores de Dios? Señor, que cada eucaristía sea para mí camino de conversión y camino de comunión.
San Juán Crisóstomo
San Juan Crisóstomo, obispo y doctor de la Iglesia
Memoria de san Juan, obispo de Constantinopla y doctor de la Iglesia, antioqueno de nacimiento, que, ordenado presbítero, llegó a ser llamado «Crisóstomo» por su gran elocuencia. Gran pastor y maestro de la fe en la sede constantinopolitana, fue desterrado de la misma por insidias de sus enemigos, y al volver del exilio por decreto del papa san Inocencio I, como consecuencia de los malos tratos recibidos de sus guardianes durante el camino de regreso, entregó su alma a Dios en Cumana, localidad del Ponto, el catorce de septiembre.
Este incomparable maestro recibió después de su muerte el nombre de «Crisóstomo» o «Boca de Oro», en recuerdo de sus maravillosos dones de oratoria. Pero su piedad y su indomable valor son títulos todavía más gloriosos que hacen de él uno de los más grandes pastores de la Iglesia. San Juan nació en Antioquía de Siria, alrededor del año 347. Era hijo único de Segundo, comandante de las tropas imperiales. Su madre, Antusa, que quedó viuda a los veinte años, consagraba su tiempo a cuidar de su hijo, de su hogar, y a los ejercicios de piedad. Su ejemplo impresionó tan profundamente a uno de los maestros de Juan, famoso sofista pagano, que no pudo contener la exclamación: «¡Qué mujeres tan extraordinarias produce el Cristianismo!» Antusa escogió para su hijo los más notables maestros del Imperio. La elocuencia constituía en aquella época una de las más importantes disciplinas. Juan la estudió bajo la dirección de Libanio, el más famoso de los oradores de su tiempo, y pronto superó a su propio maestro. Cuando preguntaron a Libanio en su lecho de muerte quién debía sucederle en el cargo, respondió: «Yo había escogido a Juan, pero los cristianos nos le han arrebatado»
De acuerdo con la costumbre de la época, Juan no recibió el bautismo sino hasta los veintidós años, cuando era estudiante de leyes. Poco después, junto con sus amigos Basilio, Teodoro (que fue más tarde obispo de Mopsuesta) y algunos otros, empezó a frecuentar una escuela para monjes, donde estudió bajo la dirección de Diodoro de Tarso y, el año 374, ingresó en una de las comunidades de ermitaños de las montañas del sur de Antioquía. Más tarde escribió un vivido relato de las austeridades y pruebas de esos monjes. Juan pasó cuatro años bajo la dirección de un anciano monje sirio, y después vivió dos años solo, en una cueva. La humedad le produjo una grave enfermedad, y para reponerse tuvo que volver a la ciudad, en el 381. Ese mismo año recibió el diaconado de manos de san Melecio. En 386, el obispo Flaviano le confirió el sacerdocio y le nombró predicador suyo. Juan tenía entonces alrededor de cuarenta años. Durante doce años, desempeñó este oficio y cargó con la responsabilidad de representar al anciano obispo. Juan consideraba como su primera obligación el cuidado y la instrucción de los pobres, y jamás dejó de hablar de ellos en sus sermones y de incitar al pueblo a la limosna. Según los propios cálculos del santo, Antioquía tenía entonces unos cien mil cristianos y otros tantos paganos. Juan les alimentaba con la palabra divina, predicando varias veces por semana y aun varias veces al día en algunas ocasiones.
Cuando el emperador Teodosio I se vio obligado a imponer un nuevo tributo a causa de la guerra con Magno Máximo, los antioquenses se rebelaron y destrozaron las estatuas del emperador, de su padre, de sus hijos y de si difunta esposa, sin que los magistrados pudiesen impedirlo. Pero pasada la tempestad, el pueblo empezó a reflexionar en las posibles consecuencias de sus actos, y el terror se apoderó de todos, y aumentó cuando se presentaron en la ciudad dos oficiales de Constantinopla que venían a imponer el castigo del emperador al pueblo.
A pesar de su edad, el obispo Flaviano partió bajo la más violenta tempestad del año, a pedir clemencia al emperador, quien, movido a compasión, perdonó a los ciudadanos de Antioquía. Entre tanto, san Juan había estado predicando la más notable serie de sermones en su carrera, es decir, las veintiuna famosas homilías «De las estatuas». En ellas se manifiesta la extraordinaria comunicación que el orador creaba con sus oyentes y la conciencia que tenía del poder de su palabra para hacer el bien. No hay duda de que la cuaresma del año 387, en la que san Juan Crisóstomo predicó esas homilías, modificó el curso de su carrera y que, a partir de ese momento, su oratoria se convirtió, aun desde el punto de vista político, en una de las grandes fuerzas que movían el Imperio.
Después de la tormenta, el santo continuó su trabajo con la energía de siempre; pero Dios le llamó pronto a glorificar su nombre en otro puesto, donde le reservaba nuevas pruebas y nuevas coronas.
A la muerte de Nectario, arzobispo de Constantinopla, en 397, el emperador Arcadio, aconsejado por Eutropio, su ayuda de cámara, resolvió apoyar la candidatura de san Juan Crisóstomo a dicha sede. Así pues, dio al conde d'Este la orden de enviar a san Juan a Constantinopla, pero sin publicar la noticia para evitar un levantamiento popular. El conde fue a Antioquía; ahí pidió al santo que le acompañase a las tumbas de los mártires en las afueras de la ciudad, y entonces dio a un oficial la orden de transportar al predicador lo más rápidamente posible a la ciudad imperial, en un carruaje. El arzobispo de Alejandría, Teófilo, hombre orgulloso y turbulento, había ido a Constantinopla a recomendar a un protegido suyo para la sede, pero tuvo que desistir de sus intrigas, y san Juan fue consagrado por él mismo, el 26 de febrero del año 398.
En la administración de su casa, el santo suprimió los gastos que su predecesor había considerado necesarios para el mantenimiento de su dignidad, y consagró ese dinero al socorro de los pobres y la ayuda a los hospitales. Una vez puesta en orden su casa, el nuevo obispo emprendió la reforma del clero. A sus exhortaciones, llenas de celo, añadió las disposiciones disciplinarias, aunque es preciso reconocer que, por necesarias que éstas hayan sido, su severidad revela cierta falta de tacto. El santo era un modelo exacto de lo que exigía de los otros. La falta de modestia de las mujeres en aquella alegre capital, provocó la indignación del obispo, quien les hizo ver cuan falsa y absurda era la excusa de que se vestían así porque no veían en ello ningún daño. La elocuencia y el celo del Crisóstomo movieron a penitencia a muchos pecadores y convirtieron a numerosos idólatras y herejes. Los novacianos criticaron su bondad con los pecadores, pues el santo les exhortaba al arrepentimiento con la compasión de un padre, y acostumbraba decirles: «Si habéis caído en el pecado más de una vez, y aun mil veces, venid a mí y yo os curaré». Sin embargo, era muy firme y severo en el mantenimiento de la disciplina, y se mostraba inflexible con los pecadores impenitentes.
En cierta ocasión, los cristianos fueron a las carreras un Viernes Santo y asistieron a los juegos el Sábado Santo. El virtuoso obispo se sintió profundamente herido, y el Domingo de Pascua predicó un ardiente sermón «Contra los juegos y los espectáculos del teatro y del circo». La indignación le hizo olvidar la fiesta de la Pascua, y su exordio fue un llamamiento conmovedor. Se han conservado numerosos sermones de san Juan Crisóstomo, demostrando que no se equivocan quienes le consideran como el mayor orador de todos los tiempos, a pesar de que su lenguaje, especialmente en sus últimos años, era excesivamente violento y combalivo. Como alguien ha dicho, «en algunas ocasiones, san Juan Crisóstomo casi grita a los pecadores», y hay razones para pensar que sus ataques contra los judíos, por motivados que fuesen, causaron en parte los sangrientos combates cutre éstos y los cristianos de Antioquía. No todos los que se oponían al obispo eran malos; había entre ellos algunos cristianos buenos y serios, como el que un día sería san Cirilo de Alejandría.
Otra de las actividades a las que el arzobispo consagró sus energías fue la fundación de comunidades de mujeres piadosas. Entre las santas viudas que se confiaron a la dirección de este gran maestro de santos, probablemente sea la más ilustre la noble santa Olimpia. San Juan Crisóstomo no se limitaba a mirar por los fieles de su rebaño, sino que extendía su celo a las más remotas legiones. Así, envió a un obispo a evangelizar a los escitas nómadas, y a un hombre admirable a predicar a los godos. Palestina, Persia y muchas otras provincias distantes sintieron los benéficos efectos de su celo. El santo obispo se distinguió también por su extraordinario espíritu de oración, virtud ésta que predicó incansablemente, exhortando a los mismos laicos a recitar el oficio divino a media noche: «Muchos artesanos -decía- tienen que levantarse a trabajar a media noche, y los soldados vigilan cuando están de guardia; ¿por qué no hacéis vosotros lo mismo para alabar a Dios?» Grande fue también la ternura con que el santo hablaba del admirable amor divino, manifestado en la Eucaristía, y exhortaba a los fieles a la comunión frecuente. Los negocios públicos exigieron a menudo la participación de san Juan Crisóstomo; por ejemplo, a la caída del ayuda de cámara y antiguo esclavo Eutropio, en el 399, predicó un famoso sermón en presencia del odiado cortesano, quien se había refugiado en la catedral, detrás del altar. El obispo exhortó al pueblo a perdonar al culpable, ya que el mismo emperador, a quien habían injuriado directamente, le había perdonado. Como dijo el santo, en adelante no tendrían derecho a esperar que Dios les perdonase, si no perdonaban entonces a quien necesitaba de misericordia y de tiempo para hacer penitencia.
Pero San Juan Crisóstomo tenía todavía que glorificar a Dios con sus sufrimientos, como lo había hecho con sus trabajos. Y, si miramos el misterio de la cruz con ojos de fe, reconoceremos que el santo se mostró más grande en las persecuciones contra él que en todos los otros actos de su vida. Su principal adversario eclesiástico fue el arzobispo Teófilo de Alejandría antes mencionado, que tenía muchos cargos contra su hermano de Constantinopla. Enemigo no, menos peligroso era la emperatriz Eudoxia. San Juan había sido acusado de haberla llamado «Jezabel», y la malevolencia de algunos vio un ataque a la emperatriz en el sermón del obispo contra la malicia y vanidad de las mujeres de Constantinopla. Sabiendo que el obispo Teófilo no quería al Crisóstomo.
Eudoxia se unió a él en una conspiración para deponer al obispo de Constantinopla. Teófilo llegó a dicha ciudad en junio del 403, acompañado de varios obispos egipcios; se negó a alojarse en la casa del santo y reunió un conciliábulo de treinta y seis obispos en una casa de Calcedonia llamada «La Encina».
Las principales razones que se alegaban para deponer a Juan eran que había depuesto a un diácono por haber golpeado a un esclavo; que había llamado reprobos a algunos miembros de su clero; que nadie sabía cómo empleaba sus rentas; que había vendido algunos objetos que pertenecían a la iglesia; que había depuesto a varios obispos fuera de su provincia; que comía solo, y que daba la comunión a quienes no observaban el ayuno eucarístico. Todas las acusaciones eran falsas, o carecían de importancia. San Juan reunió un concilio legal en la ciudad, y se rehusó a comparecer ante el conciliábulo de «La Encina». En vista de ello, el conciliábulo procedió a firmar la sentencia de deposición y a enviarla al emperador, añadiendo que el santo era reo de traición, probablemente por haber llamado «Jezabel» a la emperatriz. El emperador dio la orden de destierro contra san Juan Crisóstomo.
Constantinopla vivió tres días de gran agitación, y el Crisóstomo lanzó un vigoroso manifiesto desde el pulpito: «Violentas tempestades me acosan por todas partes -dijo-; pero no las temo, porque mis pies descansan sobre la roca. El mar rugiente y las gigantescas olas no pueden hacer naufragar la nave de Jesucristo. No temo la muerte, que considero como una ganancia; ni el destierro, porque toda la tierra es del Señor; ni la pérdida de mis bienes, porque vine desnudo al mundo y desnudo partiré de él». El obispo declaró que estaba pronto a dar su vida por sus ovejas, y que todos sus sufrimientos provenían de que no se había ahorrado trabajo alguno para ayudar a sus cristianos a salvarse. Después de este sermón se entregó espontáneamente, sin que el pueblo lo supiera, y un legado del emperador le condujo a Preneto de Bitinia. Pero el primer destierro fue de corta duración. La ciudad sufrió un ligero terremoto que aterrorizó a la supersticiosa Eudoxia, quien rogó a Arcadio que hiciese volver al Crisóstomo del exilio. El emperador le dio permiso de que escribiese el mismo día una carta, en la que la emperatriz rogaba al santo que volviera y aseguraba no haber tenido parte en el decreto de destierro.
Toda la ciudad salió a recibir a su obispo, y el Bósforo se cubrió de relucientes antorchas. Teófilo y sus secuaces huyeron esa misma noche.
Pero el buen tiempo duró poco. Frente a la iglesia de Santa Sofía se había erigido una estatua de plata de la emperatriz; los juegos públicos celebrados con motivo de la dedicación de la estatua perturbaron la liturgia y produjeron desórdenes y manifestaciones supersticiosas. El Crisóstomo había predicado frecuentemente contra los espectáculos licenciosos. En esta ocasión, habían tenido lugar en un sitio que los hacía todavía más inexcusables. Para que nadie pudiera acusarle de que aprobase el abuso tácitamente, el santo obispo habló atacando los espectáculos con la libertad y el valor que le caracterizaban. La vanidosa emperatriz tomó esto como un ataque personal, y volvió a convocar a los enemigos de san Juan. Teófilo no se atrevió a acudir, pero envió a tres legados. Este nuevo conciliábulo apeló a ciertos cánones de un concilio arriano de Antioquía contra san Atanasio, que mandaba que ningún obispo que hubiese sido depuesto por un sínodo pudiese volver a tomar posesión de su sede, sino por decreto de otro sínodo. Arcadio ordenó al santo que se retirara de su diócesis, pero éste se negó a abandonar el rebaño que Dios le había confiado, a no ser por la fuerza.
El emperador mandó que sus tropas echasen a los fieles fuera de las iglesias el Sábado Santo. Los templos fueron profanados con el derramamiento de sangre y se produjeron otros ultrajes. El santo escribió al papa san Inocencio I, rogándole que invalidase las órdenes del emperador, que eran notoriamente injustas. También escribió a otros obispos del Occidente pidiéndoles su apoyo. El Papa escribió a Teófilo exhortándole a comparecer ante un concilio que debía dictar la sentencia, de acuerdo con los cánones de Nicea. Igualmente dirigió algunas cartas a san Juan Crisóstomo, a sus fieles y algunos de sus amigos, con la esperanza de que el nuevo concilio lo arreglaría todo. Lo mismo hizo Honorio, emperador del Occidente. Pero Arcadio y Eudoxia lograron impedir que el concilio se reuniese, pues Teófilo y otros cabecillas de su facción temían la sentencia.
Crisóstomo solamente pudo permanecer en Constantinopla hasta dos meses después de la Pascua. El miércoles de Pentecotés, el emperador firmó la orden de destierro. El santo se despidió de los obispos que le habían permanecido fieles y de santa Olimpia y las demás diaconisas, que estaban desoladas al verle partir, y abandonó su diócesis furtivamente para evitar una sedición. Llegó a Nicea de Bitinia el 20 de junio de 404. Después de su partida, un incendio consumió la basílica y el senado de Constantinopla. Muchos de los partidarios del santo obispo fueron torturados para que descubrieran a los causantes del incendio, pero no se consiguió averiguar nada. El emperador determinó que san Juan Crisóstomo permaneciese en Cucuso, pequeña aldea de las montañas de Armenia. El santo partió de Nicea en julio, y debió sufrir mucho a causa del calor, la fatiga y la brutalidad de los soldados. Después de setenta días de viaje, llegó a Cucuso, donde el obispo del lugar y todo el pueblo cristiano rivalizaron en las muestras de respeto y cariño que le prodigaron.
Han llegado hasta nosotros las cartas que san Juan Crisóstomo escribió desde el destierro a santa Olimpia y a otras personas, así como el tratado que dedicó a dicha santa: «Que nadie puede hacer daño a aquél que no se hace daño a sí mismo». Entretanto, el papa Inocencio y el emperador Honorio habían enviado cinco obispos a Constantinopla para preparar el concilio, exigiendo al mismo tiempo que el santo continuase en el gobierno de su diócesis, hasta ser juzgado. Pero dichos obispos fueron hechos prisioneros en Tracia, pues el partido de Teófilo (Eudoxia había muerto en octubre a resultas de un mal parto) sabía muy bien que el concilio les condenaría. Los partidarios de Teófilo consiguieron también que el emperador desterrase a san Juan a Pitio, un lugar todavía más lejano en el extremo oriental del Mar Negro. Dos oficiales partieron con el encargo de conducirle hasta allá. Uno de ellos conservaba todavía un resto de compasión humana, pero el otro era incapaz de dirigirse al obispo en términos correctos. El viaje fue extremadamente penoso, ya que el calor hacía sufrir mucho al anciano obispo, y los oficiales imperiales le obligaban a marchar en las horas de sol abrasador. Al pasar por Comana de Capadocia, el santo iba ya muy enfermo. Esto no obstante, los oficiales le obligaron a arrastrarse hasta la capilla de San Basilisco, unos diez kilómetros más lejos. Durante la noche, san Basilisco se apareció a san Juan y le dijo: «Animo, hermano mío, que mañana estaremos juntos». Al día siguiente, sintiéndose exhausto y muy enfermo, el obispo rogó a los oficiales que le dejasen reposar un poco más. Estos se rehusaron a concederle esa gracia. Apenas habían caminado siete kilómetros, vieron que el obispo estaba entrando en agonía y le condujeron de nuevo a la capilla. Ahí el clero le revistió los ornamentos episcopales, y el santo recibió los últimos sacramentos. Pocas horas más tarde, pronunció sus últimas palabras: «Sea dada gloria a Dios por todo», y entregó su alma. Era el día de la Santa Cruz, 14 de septiembre de 407.
Al año siguiente, el cuerpo de san Juan Crisóstomo fue trasladado a Constantinopla. El emperador Teodosio II y su hermana santa Pulqueria acompañaron en procesión el cadáver junto con el arzobispo san Patroclo, pidiendo perdón por el pecado de sus padres, que tan ciegamente habían perseguido al siervo de Dios. El cuerpo del santo fue depositado en la iglesia de los Apóstoles el 27 de enero. En la Iglesia bizantina, san Juan Crisóstomo es uno de los tres Santos Patriarcas y Doctores Universales; los otros dos son san Basilio y san Gregorio Nazianceno. La Iglesia de Occidente cuenta también a san Atanasio en el grupo de los grandes doctores griegos. En 1909, San Pío X declaró a san Juan Crisóstomo patrono de los predicadores. Su nombre está incluido en la liturgia eucarística de los ritos bizantino, sirio, caldeo y maronita.
La literatura sobre san Juan Crisóstomo es, naturalmente, enorme. La mejor biografía que podemos recomendar, sobre todo por el admirable sentido histórico con que el autor sitúa al santo en su tiempo, es la de Mons. Duchesne en su Histoire ancienne de L'Eglise, vols. II y III; pero la biografía definitiva es la de Dom C. Baur, Der hl. Johannes Chrysostomus und seine Zeit (2 vols., 1929-1930). En el volumen II de la Patrología de Quasten, edición BAC, puede leerse una amplia y detallada introducción, tanto a la persona como a la obra del gran Doctor.
Edificar sobre roca
Lucas 6, 43-49. Tiempo Ordinario. Comienza a edificar sobre Su roca y deja que El arregle las cosas que a ti no te salen.
Oración Introducción
Señor, Señor, soy de esos que te llaman y no hacen lo que dices. Dame una fe fuerte, segura, que pueda dar frutos de bondad, así estaré construyendo mi vida sobre la roca firme de Tu Amor.
Petición
Dios mío, ayúdame a producir frutos buenos y abundantes.
Meditación del Papa Francisco
Son palabras buenas, pero si no se ponen en práctica no sólo no sirven, sino que hacen mal: nos engañan, nos hacen creer que tenemos una casa bonita, pero sin base. Una casa que no está construida sobre la roca.
Esta figura de la roca se refiere al Señor. Isaías lo dice: "Confiad siempre en el Señor, porque el Señor es la roca perpetua". ¡La roca es Jesucristo! ¡La roca es el Señor! Una palabra es fuerte, da vida, puede ir adelante, puede tolerar todos los ataques, si esta palabra tiene sus raíces en Jesucristo. Una palabra cristiana que no tiene sus raíces vitales en la vida de una persona, en Jesucristo, ¡es una palabra cristiana sin Cristo! ¡Y las palabras cristianas sin Cristo engañan, hacen mal! Un escritor inglés, una vez, hablando de las herejías decía que una herejía es una verdad, una palabra, una verdad, que se ha vuelto loca. Cuando las palabras cristianas están sin Cristo comienzan a andar por su camino de la locura. (Cf. S.S. Francisco, 5 de diciembre de 2013, homilía en Santa Marta)
Reflexión
Cristo nos enseña que la Misericordia de Dios es más fuerte que la dureza del pecado. Podríamos pensar, leyendo superficialmente este pasaje, que tendrían razón los que piensan en la "predestinación eterna", que si hemos nacido zarza no hay nada que hacer; por más que nos matemos trabajando por ser buenos, ¿para qué, si al fin y al cabo me condenaré? Soy árbol malo y no bueno. Estoy condenado a chamuscarme eternamente en el infierno.
Pero esto sería tan absurdo como haber venido el mismo Verbo de Dios al mundo y haber sufrido tremendamente por unos pocos afortunados. A Dios no le importa dejar 99 ovejas por una que se le escapa del redil; a Dios no le importa esperar toda una vida por el hijo que se le ha ido de su casa; a Dios no le importa llenar de besos y celebrar con fiesta grande al que parecía muerto por el pecado.
Nuestro Dios es un Dios de tremenda misericordia. Ya lo dice el mismo Cristo en el pasaje antes leído: ¿por qué me llamáis: "Señor, Señor", y no hacéis lo que digo? El vino para que el hombre tenga vida eterna en El. El nos enseña el camino. De nuestra parte está el hacerle caso o no.
Si eres un árbol malo, - pocos podemos gloriarnos de dar buenos frutos -, mira a Cristo, comienza a edificar sobre su roca, deja que El arregle las cosas, colabora activamente con la gracia. El lo hará todo, si le dejas. Y de zarza llegarás a ser deliciosa higuera. Darás frutos de salvación. Si Dios ya hubiera dispuesto quién se salva y quién no, habría mandado a sus ángeles a sacar la cizaña del trigo y a quemarla. Pero ha dejado el campo sin tocar porque espera tu respuesta a su amor. Está esperando que le des permiso para que edifique un grandioso palacio inamovible en la roca de su Corazón, y llegues a ser un delicioso árbol para los demás.
¿Podríamos ser tan obstinados en cerrar las puertas a un Dios que no se cansa de buscar a su oveja perdida?
Propósito
Empezaré a leer diariamente un pasaje del Evangelio para construir mi vida sobre la Palabra de Dios.
Diálogo con Cristo
Jesucristo, quiero iluminar mi vida con la luz de tu Palabra y conducirme en todo siguiendo tus criterios. Quiero construir mi vida con el cimiento fuerte de la oración, sólo así será una construcción que va prevalecer a pesar de las tempestades y dificultades que puedan surgir.
Una palabra que hace maravillas
Cada día es una oportunidad para que nosotros también pronunciemos un "sí" lleno de amor a Dios, en las pequeñas y grandes cosas.
Fiat. Hágase. Con esta palabra Dios creó el mundo, con todas sus maravillas. La tierra y el cielo, los astros, las aguas, las plantas, los animales, el hombre. Y vio que era bueno (cf. Gn 1). El hombre canta con el salmista al contemplar la creación: ¡Grandes y admirables son tus obras Señor! Esta primera creación, Dios la realizó sin depender de nadie. Por amor lo quiso así y creó con su libre voluntad.
Al hombre lo creó a su imagen y semejanza (Gn 1, 26), y le dio el don de la libertad. Lo hizo capaz de responder "sí" o "no" a su voz. Y el hombre pecó, se dejó engañar por la serpiente y le volvió la espalda a su Dios. Entonces, de nuevo movido por el amor, Dios emprendió la obra de una nueva creación, una segunda creación: decidió salvar al hombre del pecado. Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único (Jn 3, 16).
El fiat de María fue la segunda la segunda creación, la obra redentora del hombre, provoca en nosotros un asombro aún mayor que la primera. Porque ahora Dios no quiso actuar por sí solo, aunque podía hacerlo así. Prefirió contar con la colaboración de sus creaturas. Y entre ellas, la primera de la que quiso necesitar fue María. ¡Atrevimiento sublime de Dios que quiso depender de la voluntad de una creatura! El Omnipotente pidió ayuda a su humilde sierva. Al "sí" de Dios, siguió el "sí" de María. Nuestra salvación dependió en este sentido de la respuesta de María.
San Lucas, en el capítulo 1 de su Evangelio, traza algunas características del asentimiento de la Virgen. Un fiat progresivo, en el que el primer paso es la escucha de la palabra. El ángel encontró a María en la disposición necesaria para comunicar su mensaje. En la casa de Nazaret reinaban la paz, el silencio, el trabajo, el amor, en medio de las ocupaciones cotidianas. Después la palabra es acogida: María la interioriza, la hace suya, la guarda en su corazón. Esa palabra, aceptada en lo profundo, se hace vida. Es una donación constante, que no se limita al momento de la Anunciación. Todas las páginas de su vida, las claras y las oscuras, las conocidas y las ocultas, serán un homenaje de amor a Dios: un "sí" pronunciado en Nazaret y sostenido hasta el Calvario. El fiat de María es generoso. No sólo porque lo sostuvo durante toda su vida, sino también por la intensidad de cada momento, por la disponibilidad para hacer lo que Dios le pedía a cada instante.
Como Dios quiso necesitar de María, ha querido contar con la ayuda que nosotros podemos prestarle. Como Dios anhelaba escuchar de sus labios purísimos Hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38), Dios quiere que de nuestra boca y de nuestro corazón brote también un "sí" generoso. Del fiat de María dependía la salvación de todos los hombres. Del nuestro, ciertamente no. Pero es verdad que la salvación de muchas almas, la felicidad de muchos hombres está íntimamente ligada a nuestra generosidad.
Cada día es una oportunidad para que nosotros también pronunciemos un fiat lleno de amor a Dios, en las pequeñas y grandes cosas. Siempre decirle que sí, siempre agradarle. El ejemplo de María nos ilumina y nos guía. Nos da la certeza de que aunque a veces sea difícil aceptar la voluntad de Dios, nos llena de felicidad y de paz.
Cuando Dios nos pida algo, no pensemos si nos cuesta o no. Consideremos la dicha de que el Señor nos visita y nos habla. Recordemos que con esta sencilla palabra: fiat, sí, dicha con amor, Dios puede hacer maravillas a través de nosotros, como lo hizo en María.
El Papa, entre las tumbas de Redipuglia
Denuncia a los "planificadores del terror" de la industria armamentística
El Papa ante los caídos de la I Guerra Mundial: "La guerra es una locura"
"Hoy se puede hablar de una tercera guerra mundial por entregas con crímenes, masacres y destrucciones"
José Manuel Vidal, 13 de septiembre de 2014 a las 10:30
Por todos lo caídos y las víctimas de la locura de la guerra, el llanto. La humanidad necesita llorar y ésta es la hora del llanto
Papa celebra misa en el cementerio
(José M. Vidal).- Francisco visita Redipuglia (noroeste de Italia) esta mañana, en un viaje relámpago de sólo cuatro horas, para recordar el dolor, levantar una vez más su voz en contra de todas las guerras y hacer un nuevo llamamiento mundial a favor de la paz: "La guerra es una locura". Y una denuncia contra los Caines modernos de la industria armamentística, a los que llamó "planificadores del terror" e invitó al llanto y a la conversión.
Nueve millones de muertos en los campos de batalla, unos siete millones de víctimas civiles a causa de las operaciones bélicas y del hambre, la carestía, las epidemias... Son sólo algunas cifras que retratan la gigantesca destrucción que dejó la I Guerra Mundial, de cuyo estallido se acaba de conmemorar este verano un siglo.
El Papa preside la misa bajo la lluvia y ante un mar de paraguas de distintos colores, con un sencillo báculo. En el frontal del altar un corazón. Muchos militares con sus estandartes.
La primera lectura la lee un marino. Es del libro del Génesis sobre Caín. El salmo responsorial lo canto un soldado de infantería.
Lectura del Evangelio de Mateo sobre el juicio final y las obras de misericordia.
Algunas frases de la homilía del Papa
"Tras haber contemplado la belleza de la zona, donde hombres y mujeres trabajan, donde los niños juegan y los ancianos sueñan..."
"Aquí, en este lugar, sólo puedo decir la guerra es una locura"
"La guerra destruye incluso lo que Dios creó de más bello: el ser humano"
"La guerra lo destruye todo, incluso el vínculo entre los hermanos"
"Su proyecto es querer desarrollarse mediante la destrucción"
"Los motivos de la guerra son justificados por una ideología"
"La ideología es una justificación y, cuando no hay ideología, hay la respuesta de Caín: ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?"
"La guerra no mira a nadie. ¿A mí que me importa?"
"Hoy se puede hablar de una tercera guerra mundial por entregas con crímenes, masacres y destrucciones"
"Hoy, aquí, recordamos a las víctimas y a las víctimas de todas las guerra"
"¿Cómo es posible que también hoy siga habiendo tantas víctimas?"
"Porque está detrás la industria de las armas"
"Estos planificadores del terror, como los vendedores de armas llevan escrito en el corazón: ¿A mí qué me importa?"
"Pero su corazón corrupto perdió la capacidad de llorar. Cain no pudo llorar. Y la sombra de Cain nos cubre hoy aquí, en este cementerio"
"Se ve aquí, en la historia que va desde 1914 hasta nuestros días".
"Con corazón de hijo, de hermano y de padre os pido a todos la conversión del corazón. Pasar del 'a mí qué me importa' al llanto"
"Por todos lo caídos y las víctimas de la locura de la guerra, el llanto"
"La humanidad necesita llorar y ésta es la hora del llanto".
Texto completo de la homilía del Papa
Viendo la belleza del paisaje de esta zona, en la que hombres y mujeres trabajan para sacar adelante a sus familias, donde los niños juegan y los ancianos sueñan... aquí, en este lugar, solamente acierto a decir: la guerra es una locura.
Mientras Dios lleva adelante su creación y nosotros los hombres estamos llamados a colaborar en su obra, la guerra destruye.
Destruye también lo más hermoso que Dios ha creado: el ser humano. La guerra trastorna todo, incluso la relación entre hermanos.
La guerra es una locura; su programa de desarrollo es la destrucción: ¡crecer destruyendo!
La avaricia, la intolerancia, la ambición de poder... son motivos que alimentan el espíritu bélico, y estos motivos a menudo encuentran justificación en una ideología; pero antes está la pasión, el impulso desordenado. La ideología es una justificación, y cuando no es la ideología, está la respuesta de Caín: "¿A mí qué me importa?", «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). La guerra no se detiene ante nada ni ante nadie: ancianos, niños, madres, padres... "¿A mí qué me importa?".
Sobre la entrada a este cementerio, se alza el lema desvergonzado de la guerra: "¿A mí qué me importa?". Todas estas personas, cuyos restos reposan aquí, tenían sus proyectos, sus sueños... pero sus vidas quedaron truncadas. La humanidad dijo: "¿A mí qué me importa?".
Hoy, tras el segundo fracaso de una guerra mundial, quizás se puede hablar de una tercera guerra combatida "por partes", con crímenes, masacres, destrucciones...
Para ser honestos, la primera página de los periódicos debería llevar el titular: "¿A mí qué me importa?". En palabras de Caín: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?».
Esta actitud es justamente lo contrario de lo que Jesús nos pide en el Evangelio. Lo hemos escuchado: Él está en el más pequeño de los hermanos: Él, el Rey, el Juez del mundo, es el hambriento, el sediento, el forastero, el encarcelado... Quien se ocupa del hermano entra en el gozo del Señor; en cambio, quien no lo hace, quien, con sus omisiones, dice: "¿A mí qué me importa?", queda fuera.
Aquí hay muchas víctimas. Hoy las recordamos. Hay lágrimas, hay dolor. Y desde aquí recordamos a todas las víctimas de todas las guerras.
También hoy hay muchas víctimas... ¿Cómo es posible? Es posible porque también hoy, en la sombra, hay intereses, estrategias geopolíticas, codicia de dinero y de poder, y está la industria armamentista, que parece ser tan importante.
Y estos planificadores del terror, estos organizadores del desencuentro, así como los fabricantes de armas, llevan escrito en el corazón: "¿A mí qué me importa?".
Es de sabios reconocer los propios errores, sentir dolor, arrepentirse, pedir perdón y llorar.
Con ese "¿A mí qué me importa?", que llevan en el corazón los que especulan con la guerra, quizás ganan mucho, pero su corazón corrompido ha perdido la capacidad de llorar. Ese "¿A mí qué me importa?" impide llorar. Caín no lloró. La sombra de Caín nos cubre hoy aquí, en este cementerio. Se ve aquí. Se ve en la historia que va de 1914 hasta nuestros días. Y se ve también en nuestros días.
Con corazón de hijo, de hermano, de padre, pido a todos ustedes y para todos nosotros la conversión del corazón: pasar de ese "¿A mí qué me importa?" al llanto... por todos los caídos de la "masacre inútil", por todas las víctimas de la locura de la guerra de todos los tiempos. La humanidad tiene necesidad de llorar, y esta es la hora del llanto.