Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza

Evangelio según San Lucas 10,13-16. 

¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros realizados entre ustedes, hace tiempo que se habrían convertido, poniéndose cilicio y sentándose sobre ceniza. 

Por eso Tiro y Sidón, en el día del Juicio, serán tratadas menos rigurosamente que ustedes. 

Y tú, Cafarnaún, ¿acaso crees que serás elevada hasta el cielo? No, serás precipitada hasta el infierno. 

El que los escucha a ustedes, me escucha a mí; el que los rechaza a ustedes, me rechaza a mí; y el que me rechaza, rechaza a aquel que me envió". 

San Bruno, abad y fundador

San Bruno, presbítero, el cual, oriundo de Colonia, ciudad de Lotaringia, enseñó ciencias eclesiásticas en la Galia, aunque después, deseando llevar vida solitaria, con algunos discípulos se instaló en el apartado valle de Cartuja, en los Alpes, donde dio origen a una Orden que conjuga la soledad de los eremitas con la vida común de los cenobitas. Llamado por el papa Urbano II a Roma, para que le ayudase en las necesidades de la Iglesia, pasó los últimos años de su vida como eremita en el cenobio de La Torre, en Calabria, en la actual Italia.

El sabio y devoto cardenal Bona, hablando de los monjes cartujos, cuya orden fue fundada por san Bruno, los llama «el gran milagro del mundo: viven en el mundo como si estuviesen fuera de él; son ángeles en la tierra, como Juan Bautista en el desierto, y constituyen el mayor ornamento de la Iglesia; se elevan al cielo como águilas, y su instituto religioso está por encima de todos los otros». El fundador de esa orden extraordinaria había nacido en el seno de una familia distinguida, hacia el año 1030, en Colonia. Partió de su ciudad natal cuando era todavía joven, para proseguir sus estudios en la escuela catedralicia de Reims. Cuando volvió a Colonia, recibió la ordenación sacerdotal y se le confirió una canonjía en la colegiata de San Cuniberto (aunque es posible que haya gozado de la canonjía desde antes de partir a Reims). El año 1056, fue invitado a enseñar gramática y teología en su antigua escuela. El hecho de que haya sido escogido para puestos tan importantes cuando no tenía sino veintisiete años, demuestra que era un hombre extraordinario, pero no revela los caminos que Dios le tenía reservados para convertirse en lumbrera de la Iglesia. Bruno se ocupó de enseñar «a los clérigos más avanzados y versados en las ciencias, no a los principiantes». Su principal empeño consistía en llevar a sus discípulos a Dios y en enseñarles a respetar y amar la ley divina. Muchos de ellos llegaron a ser eminentes filósofos y teólogos, honraron a su maestro con sus talentos y habilidades y extendieron su fama hasta los más apartados rincones. Uno de ellos, Eudes de Chátillon, que ciñó la tiara pontificia con el nombre de Urbano II y fue beatificado.

San Bruno fue profesor en la escuela de Reims donde mantuvo, durante dieciocho años, un alto nivel en los estudios. Después, fue nombrado canciller de la diócesis por el arzobispo Manasés, quien era un personaje absolutamente indigno de su alto cargo. Bruno tuvo pronto ocasión de conocer la mala vida de su protector. El legado papal, Hugo de Saint Dié, citó a juicio a Manasés ante el concilio de Autun, en 1076; pero el arzobispo se negó a presentarse y fue suspendido en el ejercicio de sus funciones. San Bruno, el preboste de la diócesis (llamado también Manasés) y un canónigo de Reims, llamado Poncio, acusaron al arzobispo ante el concilio. La actitud de san Bruno fue tan prudente y reservada, que impresionó al legado, el cual, escribiendo al Papa, alabó la virtud y prudencia de nuestro santo.

El arzobispo de Reims, furioso contra los tres canónigos que le habían acusado, mandó saquear y destruir sus casas y vendió sus beneficios eclesiásticos. Los tres canónigos se refugiaron en el castillo de Ebles de Roucy; allí permanecieron hasta que el arzobispo simoníaco, engañando a san Gregorio VII (cosa que no era fácil), consiguió ser restituido al gobierno de su diócesis. San Bruno se trasladó entonces a Colonia. Por aquel tiempo, había decidido ya abandonar todo cargo eclesiástico, según lo había comunicado en una carta a Rodolfo, preboste de Reims.

Durante una conversación que habían tenido san Bruno, Rodolfo y otro canónigo en el jardín del castillo de Ebles de Roucy, discutieron acerca de la vanidad y falsedad de las ambiciones mundanas y de los goces de la vida eterna. Los tres habían quedado muy impresionados por aquella conversación y habían prometido abandonar el mundo. Sin embargo, difirieron la ejecución de sus planes hasta que el canónigo volviese a Roma, a donde tenía que viajar. Pero éste no regresó, Rodolfo flaqueó en su resolución y volvió a establecerse en Reims. Bruno fue el único que perseveró en su propósito de abrazar la vida religiosa, a pesar de que todo le sonreía, ya que poseía abundantes riquezas y gozaba de gran favor entre los personajes de importancia. Si se hubiese quedado en el mundo, habría sido pronto elegido arzobispo de Reims. En vez de ello, renunció a su beneficio eclesiástico y a todas sus riquezas y convenció a algunos amigos para que se retirasen con él a la soledad. Al principio se pusieron bajo la dirección de san Roberto, abad de Molesmes (quien colaboró más tarde en la fundación del Císter), y se establecieron en Séche-Fontaine, cerca de Molesmes. Durante su estancia allí, Bruno, deseoso de mayor virtud y perfección, se puso a reflexionar y a consultar con sus compañeros acerca de lo que debían hacer para ello. Después de hacer mucha penitencia y oración para conocer la voluntad de Dios, Bruno comprendió que el sitio no se prestaba para sus propósitos y acudió a san Hugo, obispo de Grenoble, que era un hombre de Dios y podía ayudarle a conocer su voluntad. Por otra parte, Bruno estaba al tanto de que en los alrededores de Grenoble había muchos bosques solitarios en los que podría encontrar la paz que deseaba. Seis de sus primeros compañeros partieron a Grenoble con él; entre ellos se contaba Landuino, quien había de sucederle en el gobierno de la Gran Cartuja.

Llegaron a Grenoble a mediados de 1084. Inmediatamente se entrevistaron con san Hugo para pedirle que les designase un sitio en el que pudiesen entregarse al servicio de Dios, lejos del mundo y sosteniéndose del trabajo de sus manos. Hugo los recibió con los brazos abiertos, ya que, según se cuenta, había visto antes en sueños a los siete forasteros, en tanto que el mismo Dios construía una iglesia en el bosque de Chartreuse, y siete estrellas brillaban en el cielo como para indicarle el camino.

El obispo de Grenoble abrazó fraternalmente a los peregrinos y les designó el desierto de Chartreuse para que viviesen y les prometió toda la ayuda que necesitasen para establecerse. Pero, a fin de mantenerlos alerta en las dificultades y para que supiesen perfectamente a qué atenerse, les previno que el sitio era de difícil acceso a causa de las abruptas montañas y de la nieve que lo cubrían la mayor parte del año. San Bruno aceptó el ofrecimiento con gran gozo, y san Hugo les concedió todos los derechos que poseía sobre ese bosque y los puso en relación con el abad de Chaise-Dieu, en la Auvernia. Bruno y sus compañeros empezaron por construir un oratorio y una serie de celdas a cierta distancia unas de otras, exactamente como en las antiguas «lauras» de Palestina. Tal fue el origen de la orden de los cartujos, que tomó su nombre del desierto de Chartreuse.

San Hugo prohibió a las mujeres el acceso al paraje en que se habían establecido Bruno y sus compañeros, así como la caza, la pesca y la cría de ganado en la región. Al principio, los monjes vivían por pares en las celdas, pero poco después cada uno tuvo la suya propia, y sólo se reunían en la iglesia para el canto de los maitines y las vísperas; el resto del oficio lo rezaban en privado. Unicamente en las grandes fiestas comían dos veces al día; en esas ocasiones, se reunían en el refectorio, pero de ordinario cada uno comía en su celda, como los ermitaños. En todo reinaba la mayor pobreza; por ejemplo, el único objeto de plata que había en la iglesia era el cáliz. El tiempo se repartía entre el trabajo y la oración. Una de las principales ocupaciones de los monjes consistía en copiar libros, con lo que se ganaban el sustento. La única dependencia verdaderamente rica del monasterio era la biblioteca. La tierra era poco fértil y el clima muy inclemente, de suerte que se prestaba poco para la siembra; en cambio, la cría de ganado prosperaba. El beato Pedro el Venerable, abad de Cluny, escribía unos veinticinco años después de la muerte de san Bruno: «Su vestido era más pobre que el del resto de los monjes y tan corto y delgado que se estremecía uno al verlo. Llevaban camisas de pelo sobre el cuerpo y ayunaban casi constantemente. Sólo comían pan negro; jamás probaban la carne, ni siquiera cuando estaban enfermos; nunca pescaban pero comían pescado cuando alguien se lo daba de limosna ... Pasaban el tiempo en la oración, la lectura y el trabajo; su principal labor consistía en copiar libros. Sólo celebraban la misa los domingos y días de fiesta». Tal era la vida que llevaban, por más que no tenían reglas escritas, pero se inspiraban en la regla de san Benito, en los puntos en que ésta era compatible con la vida eremítica. San Bruno acostumbró a sus discípulos a observar fielmente el modo de vida que les había prescrito. En 1127, el quinto prior de la Cartuja, llamado Guigues, puso por escrito los usos y costumbres. Guigues hizo muchas modificaciones, y sus «Consuetudines» son hoy todavía el libro esencial. Los cartujos constituyen la única de las órdenes antiguas que nunca ha sido reformada y que no ha tenido necesidad de reforma, gracias a su absoluto aislamiento del mundo y al celo que han puesto siempre los superiores y visitadores en no abrir la puerta a las mitigaciones y dispensas: «Cartusa nunquam reformata quia nunquam deformata». La Iglesia considera la vida de los cartujos como el modelo perfecto del estado de contemplación y penitencia. Sin embargo, cuando san Bruno se estableció en Chartreuse, no tenía la menor intención de fundar una orden religiosa. Si sus monjes se extendieron, seis años más tarde, por el Delfinado, ello se debió, además de la voluntad de Dios, a una invitación que se les formuló, y lo menos que puede decirse es que san Bruno no tenía el menor deseo de aceptar esa invitación inesperada.

San Hugo concibió una admiración tan grande por san Bruno, que le tomó por director espiritual. A pesar de las dificultades del viaje desde Grenoble a la Cartuja, acostumbraba ir allá de cuando en cuando para conversar con san Bruno y aprovechar en la vida espiritual con su consejo y ejemplo. Pero la fama del fundador se extendió más allá de Grenoble y llegó a oídos de su antiguo discípulo, Eudes de Chátillon, quien, al ceñir la tiara pontificia, había tomado el nombre de Urbano II. Cuando oyó hablar de la santa vida que llevaba su maestro y, convencido de que era un hombre de ciencia y prudencia excepcionales, el Pontífice le mandó llamar a Roma para que le ayudase con sus consejos en el gobierno de la Iglesia. Difícilmente podía haberse presentado al santo una ocasión más amarga de mostrar su obediencia y hacer un sacrificio muy costoso. A pesar de ello, partió de la Cartuja a principios del año 1090, después de nombrar a Landuino prior del monasterio. La partida de Bruno produjo una pena enorme a sus discípulos, y varios de ellos abandonaron el monasterio. Los demás le siguieron a Roma; pero Bruno los convenció de que volviesen a la Cartuja, de la que se habían encargado durante su ausencia los monjes de Chaise-Dieu.

San Bruno obtuvo permiso para establecerse en las ruinas de las termas de Diocleciano, de donde el Papa podía llamarle fácilmente cuando lo necesitaba. Es imposible determinar con certeza la importancia del papel de san Bruno en el gobierno de la Iglesia. Algunas de las disposiciones que se le atribuían antiguamente, fueron en realidad obra de su homónimo, san Bruno de Segni; pero está fuera de duda que nuestro santo colaboró en la preparación de varios sínodos organizados por Urbano II para reformar al clero. Por otra parte, el espíritu contemplativo del fundador de la Cartuja le llevaba naturalmente a trabajar sin ruido. El Papa intentó hacerle arzobispo de Reggio, pero el santo supo defenderse con tanta habilidad y supo dar al Pontífice tales argumentos para que le dejase retornar a la soledad, que Urbano II acabó por concederle permiso de retirarse a la Calabria; sin embargo, no le dejó volver a la Cartuja para tenerle siempre a mano. El conde Rogelio, hermano de Roberto Guiscardo, regaló al santo el hermoso y fértil valle de La Torre, en la diócesis de Squillace. Allí se estableció san Bruno con algunos discípulos que se había ganado en Roma. Imposible describir el fervor y el gozo que el fundador de la Cartuja experimentó al volver a la soledad.

Escribió por entonces una carta muy cariñosa a su amigo Rodolfo de Reims para invitarle a reunirse con él, recordando amigablemente la promesa que le había hecho y describiéndole en términos amables y entusiastas los gozos y deleites que él y sus compañeros hallaban en ese género de vida. La carta demuestra ampliamente que san Bruno no era un hombre melancólico y severo. La alegría, que corre siempre pareja con la verdadera virtud, es particularmente necesaria a las almas que viven en la soledad, ya que nada hay para ella tan pernicioso como la tristeza y la tendencia exagerada a la introspección.

En 1099, Landuino, el prior de la Cartuja, fue a Calabria a consultar con san Bruno ciertos puntos del instituto que había fundado, pues los monjes no querían apartarse un ápice del espíritu del fundador. Bruno les escribió entonces una carta llena de ternura y de espiritualidad, donde les daba instrucciones acerca de la vida eremítica, resolvía todas sus dificultades, les consolaba de lo que habían tenido que sufrir y les alentaba a la perseverancia. En sus dos ermitas de Calabria, llamadas Santa María y San Esteban, Bruno supo inspirar el espíritu de la Cartuja. En la cuestión material, recibió generosa ayuda del conde Rogelio, con quien llegó a unirle una estrecha amistad. El santo solía visitar al conde y su familia en Mileto, con ocasión de algún bautismo u otra celebración familiar; por su parte Rogelio acostumbraba ir a pasar algunas temporadas en La Torre. Bruno y el conde murieron con tres meses de diferencia. En cierta ocasión en que Rogelio había puesto sitio a Capua, se salvó de la traición de uno de sus oficiales gracias a que san Bruno le previno en sueños. Cuando el conde comprobó la traición, condenó a muerte al oficial, pero san Bruno obtuvo el perdón para él.

A fines de septiembre de 1101, San Bruno contrajo su última enfermedad. Al sentir que se aproximaba la muerte, mandó llamar a todos los monjes e hizo una confesión pública y una profesión de fe. Sus discípulos se encargaron de transmitir a la posteridad dicha profesión. El santo expiró el domingo 6 de octubre de 1101. Los monjes de La Torre enviaron un relato de su muerte a las principales iglesias y monasterios de Italia, Francia, Alemania, Inglaterra e Irlanda, pues era entonces costumbre pedir oraciones por las almas de los que habían fallecido. Ese documento, junto con los «elogia» escritos por los ciento setenta y ocho que recibieron el relato de su muerte, es uno de los más completos y valiosos que existen. San Bruno no ha sido nunca canonizado formalmente, pues los cartujos rehuyen todas las manifestaciones públicas. Sin embargo, en 1514 obtuvieron del papa León X el permiso de celebrar la fiesta de su fundador, y Clemente X la extendió a toda la Iglesia de Occidente en 1674. El santo es particularmente popular en Calabria, y el culto que se le tributa refleja en cierto modo el doble aspecto activo y contemplativo de su vida.

 La Vita antiquior (Acta Sanctorum, oct., vol. III) no fue ciertamente escrita antes del siglo XIII. Pero basta leer la autobiografía de Guiberto de Nogent, la vida de san Hugo de Grenoble escrita por Guigues y las crónicas y cartas de la época (entre las que se cuentan dos del propio san Bruno), para obtener un vívido retrato del fundador de la Cartuja. Dichos materiales han sido aprovechados para el artículo de Acta Sanctorum y para el que le dedica Dom Le Couteulx en sus Annales Ordinis Cartusiensis, vol. I. En el web cartujo (en el apartado «textos» del menú de la izquierda) se encontrarán algunos textos de y sobre san Bruno, incluyendo la profesión de fe y la carta a Rodolfo de Reims a las que hace referencia el texto del Butler. 

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

Oremos

Señor, Dios nuestro, que llamaste a San Bruno a la soledad y quisiste que allí te sirviera en la oración y en el silencio, haz que nosotros, por su intercesión, en medio de la agitación de este mundo, sepamos encontrar siempre en ti nuestro descanso. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

Hugo de San Víctor (¿-1141), canónigo regular, teólogo  Tratado de los sacramentos de la fe cristiana, II, 1-2; PL 176, 415

«Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza»

Como el aliento del hombre pasa por la cabeza para descender a los miembros y vivificarlos, también el Espíritu Santo viene a los cristianos a través de Cristo. La cabeza es Cristo, el miembro es el cristiano. Hay una cabeza y muchos miembros, un solo cuerpo formado por la cabeza y los miembros, y en este solo cuerpo un único Espíritu que está en plenitud en la cabeza y en participación en los miembros. Si, pues, no hay más que un cuerpo, tampoco hay más que un solo Espíritu. Quien no está en el cuerpo no puede ser vivificado por el Espíritu, según la palabra de la Escritura: «Quien no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo» (Rm 8, 9), porque quien no tiene el Espíritu de Cristo no es miembro de Cristo. 

Nada de lo que forma parte del cuerpo está muerto; nada de lo que está separado del cuerpo, está vivo. Nosotros llegamos a ser miembros por la fe, somos vivificados por el amor. Por la fe recibimos la unidad, por la caridad recibimos la vida. El sacramento del bautismo nos une, el Cuerpo y la Sangre de Cristo nos vivifican. Por el bautismo llegamos a ser miembros del cuerpo, por el Cuerpo de Cristo participamos en su vida.

Bruno, Santo Memoria Litúrgica, 6 de octubre

Fundador de los Cartujos

Martirologio Romano: San Bruno, presbítero, que, oriundo de Colonia, en Lotaringia, enseñó ciencias eclesiásticas en la Galia, pero deseando llevar vida solitaria, con algunos discípulos se instaló en el apartado valle de Cartuja, en los Alpes, dando origen a una Orden que conjuga la soledad de los eremitas con la vida común de los cenobitas. Llamado por el papa Urbano II a Roma, para que le ayudase en las necesidades de la Iglesia, pasó los últimos años de su vida como eremita en el cenobio de La Torre, en Calabria (1101).

Fecha de canonización: Su culto fue aprobado por el Papa León X y luego confirmado por el Papa Gregorio XV en el año 1623.

Etimologicamente: Bruno = "fuerte como una coraza o armadura metálica" (Brunne, en alemán es coraza).

Breve Biografía 

Este santo se hizo famoso por haber fundado la comunidad religiosa más austera y penitente, los monjes cartujos, que viven en perpetuo silencio y jamás comen carne ni toman bebidas alcohólicas.

Nació en Colonia, Alemania, en el año 1030. Desde joven demostró poseer grandes cualidades intelectuales, y especialísimas aptitudes para dirigir espiritualmente a los demás. Ya a los 27 años era director espiritual de muchísimas personas importantes. Uno de sus dirigidos fue el futuro Papa Urbano II.

Ordenado sacerdote fue profesor de teología durante 18 años en Reims, y Canciller del Sr. Arzobispo, pero al morir éste, un hombre indigno, llamado Manasés, se hizo elegir arzobispo de esa ciudad, y ante sus comportamientos tan inmorales, Bruno lo acusó ante una reunión de obispos, y el Sumo Pontífice destituyó a Manasés. Le ofrecieron el cargo de Arzobispo a nuestro santo, pero él no lo quiso aceptar, porque se creía indigno de tan alto cargo. El destituido en venganza, le hizo quitar a Bruno todos sus bienes y quemar varias de sus posesiones.

Dicen que por aquel tiempo oyó Bruno una narración que le impresionó muchísimo. Le contaron que un hombre que tenía fama de ser buena persona (pero que en la vida privada no era nada santo) cuando le estaban celebrando su funeral, habló tres veces. La primera dijo: "He sido juzgado". La segunda: "He sido hallado culpable". La tercera: "He sido condenado". Y decían que las gentes se habían asustado muchísimo y habían huido de él y que el cadáver había sido arrojado al fondo de un río caudaloso. Estas narraciones y otros pensamientos muy profundos que bullían en su mente, llevaron a Bruno a alejarse de la vida mundana y dedicarse totalmente a la vida de oración y penitencia, en un sitio bien alejado de todos.

Teniendo todavía abundantes riquezas y gozando de la amistad de altos personajes y de una gran estimación entre la gente, y pudiendo, si aceptaba, ser nombrado Arzobispo de Reims, Bruno renunció a todo esto y se fue de monje al monasterio de San Roberto en Molesmes. Pero luego sintió que aunque allí se observaban reglamentos muy estrictos, sin embargo lo que él deseaba era un silencio total y un apartamiento completo del mundo. Por eso dispuso irse a un sitio mucho más alejado. Iba a hacer una nueva fundación.

San Hugo, obispo de Grenoble, vio en un sueño que siete estrellas lo conducían a él hacia un bosque apartado y que allá construían un faro que irradiaba luz hacia todas partes. Al día siguiente llegaron Bruno y seis compañeros a pedirle que les señalara un sitio muy apartado para ellos dedicarse a la oración y a la penitencia. San Hugo reconoció en ellos los que había visto en sueños y los llevó hacia el monte que le había sido indicado en la visión. Aquel sitio se llamaba Cartuja, y los nuevos religiosos recibieron el nombre de Cartujos.

San Bruno redactó para sus monjes un reglamento que es quizás el más severo que ha existido para una comunidad. Silencio perpetuo. Levantarse a media noche a rezar por más de una hora. A las 5:30 de la mañana ir otra vez a rezar a la capilla por otra hora, todo en coro. Lo mismo a mediodía y al atardecer.

Nunca comer carne ni tomar licores. Recibir visitas solamente una vez por año. Dedicarse por varias horas al día al estudio o a labores manuales especialmente a copiar libros. Vivir totalmente incomunicados con el mundo... Es un reglamento propio para hombres que quieren hacer gran penitencia por los pecadores y llegar a un alto grado de santidad.

San Hugo llegó a admirar tanto la sabiduría y la santidad de San Bruno, que lo eligió como su director espiritual, y cada vez que podía se iba al convento de la Cartuja a pasar unos días en silencio y oración y pedirle consejos al santo fundador. Lo mismo el Conde Rogerio, quien desde el día en que se encontró con Bruno la primera vez, sintió hacia él una veneración tan grande, que no dejaba de consultarlo cuando tenía problemas muy graves que resolver. Y aun se cuenta que una vez a Rogerio le tenían preparada una trampa para matarlo, y en sueños se le apareció San Bruno a decirle que tuviera mucho cuidado, y así logró librarse de aquel peligro.

Por aquel tiempo había sido nombrado Papa Urbano II, el cual de joven había sido discípulo de Bruno, y al recordar su santidad y su gran sabiduría y su don de consejo, lo mandó ir hacia Roma a que le sirviera de consejero. Esta obediencia fue muy dolorosa para él, pues tenía que dejar su vida retirada y tranquila de La Cartuja para irse a vivir en medio del mundo y sus afanes. Pero obedeció inmediatamente. Es difícil calcular la tristeza tan grande que sus monjes sintieron al verle partir para lejanas tierras. Varios de ellos no fueron capaces de soportar su ausencia y se fueron a acompañarlo a Roma. Y entonces el Conde Rogerio le obsequió una finca en Italia y allá fundó el santo un nuevo convento, con los mismos reglamentos de La Cartuja.

Los últimos años del santo los pasó entre misiones que le confiaba el Sumo Pontífice, y largas temporadas en el convento dedicado a la contemplación y a la penitencia. Su fama de santo era ya muy grande.

Murió el 6 e octubre del año 1101 dejando en la tierra como recuerdo una fundación religiosa que ha sido famosa en todo el mundo por su santidad y su austeridad. Que Dios nos conceda como a él, el ser capaces de apartarnos de lo que es mundano y materialista, y dedicarnos a lo que es espiritual y lleva a la santidad.

¿Qué es la conversión?

Santo Evangelio según San Lucas 10,13-16. Viernes XXVI del tiempo ordinario.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Dame la gracia, Señor, de siempre optar por tu Amor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

Hemos escuchado muchas historias de personas que andaban caminando por las calles como muertos en vida. Personas que gastaban sus días, sus horas en cosas que no valían la pena. Sin embargo un día, por alguna razón, experiencia o circunstancia, cambiaron; de la foto gris pasaron a color, de las lágrimas pasaron a las sonrisas… de la muerte pasaron a la vida.

Cuando conocemos a alguien así, solemos decir "se convirtió", pero… ¿qué es la conversión?

La conversión es una luz que ilumina, que permite ver con claridad aquello que el corazón más desea. La conversión es un encuentro consiente con Aquél que me busca y que se revela; con Aquél que se muestra y me demuestra su grande y personal amor. La conversión no es un momento anecdótico en mi historia… es una decisión libre de cada día de seguir a Aquél que se ha mostrado, que se ha revelado.

Sin embargo, ante esta revelación, ante esta demostración de amor, se encuentra una respuesta. Una respuesta que exige un cambio… que podemos libremente escuchar; libremente aceptar o rechazar.

La conversión no es algo que le ha pasado a algunas personas… es una gracia que tenemos que pedir todos los días.

Así es Cristo para nosotros. Hay una dimensión de la experiencia cristiana que quizá dejamos un poco en la sombra: la dimensión espiritual y afectiva.

El sentirnos unidos por un vínculo especial al Señor como las ovejas a su pastor. A veces racionalizamos demasiado la fe y corremos el riesgo de perder la percepción del timbre de esa voz, de la voz de Jesús buen pastor, que estimula y fascina.

(Homilía de S.S. Francisco, 7 de mayo de 2017).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Ante el Santísimo, pedir la gracia al Señor de una verdadera conversión del corazón.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!

Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

¿Qué es la conversión?

Es el paso incluso de ese tipo día 

Dice el Diccionario de la Real Academia que convertir es "hacer que alguien o algo se trasforme en algo distinto de lo que era". Este significado amplio bien se puede aplicar al más específico sentido religioso. 

"Convertirse significa cambiar de vida, tomar un rumbo diferente del que se venía siguiendo, como hicieron los ninivitas ante la predicación de Jonás", afirma Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, en Lo Inédito sobre los Evangelios. Recordemos. Dios había decretado la destrucción de Nínive -"ciudad entregada a los vicios y con conceptos religiosos desviados" - y mandó a Jonás a profetizar, lo que hizo de mala gana, y hasta con gusto del cumplimiento de los castigos anunciados, pues los ninivitas eran enemigos de los judíos. 

Entretanto, "el rey y el pueblo se tomaron en serio su palabra, ‘creyeron en Dios, proclamaron un ayuno y se vistieron con rudo sayal, desde el más importante al menor' (Jon 3, 5). ¿Por qué actuaron así? Porque el Señor les enseñó sus caminos y los instruyó en sus sendas". Los ninivitas, pues, se convirtieron.

"Convertirse significa salir de una situación materialista, naturalista y humana, para adoptar una actitud angélica, sobrenatural y divina; olvidar los problemas banales para ponerse en una nueva perspectiva, no más la del tiempo, sino la de la eternidad, es decir, la del Reino de Dios", puntualiza Mons. Clá.

Es decir, lo humano es el pecado, que tiende al materialismo y al naturalismo, o sea, al olvido de Dios y al olvido del recurso a Dios para enfrentar los problemas de nuestra vida. Puede ser un ateísmo profeso, explícito, o mucho más comúnmente el ‘ateísmo práctico' que practican en demasía los cristianos. Lo contrario de esto es la actitud de los ángeles que están en el cielo, siempre en presencia de Dios y adorando a Dios, algunos actuando poderosamente aquí en la Tierra o rigiendo el Cosmos, pero siempre con el pensamiento y el corazón vuelto hacia el Creador, viviendo de su gracia y de sus dones. Es a asumir esa posición de espíritu a la que el autor llama conversión.

Quiere decir, el cambio de vida, el cambio de comportamiento, en la focalización de Mons. João Clá, es la consecuencia de un cambio de mentalidad, del paso de una mentalidad naturalista y mundana, a una mentalidad sobrenatural y con los ojos puestos en la eternidad. 

Es el paso de una mentalidad de ‘super-yo' egoísta, cerrada sobre sí, ensimismada y tendiente a la satisfacción sólo de los propios caprichos, a una mentalidad abierta a Dios, sabedora de lo dependientes que somos de él, contenta con esta dependencia y fortalecedora de esta dependencia. Una nueva mentalidad que a todo momento se reporta al Creador, y de Él implora la fuerza para la faena de todos los días. 

Es el paso incluso de ese tipo día "con momentos para Dios", con instantes "para la oración", a pasar todo el día casi que en una contemplación constante del Creador y sus misterios, a un día en que se piensa comúnmente en Dios, en su Palabra, en la Virgen, y se vive en función de ellos. 

Lo que ocurrió en Nínive fue un milagro de la gracia. Cambiar el egoísmo, cambiar la mente es algo muy complicado, pues es una construcción que se ha ido desarrollando con el paso de los años, especialmente con las justificaciones tontas que hemos ido haciendo de nuestra vida de pecado. Pero justamente cuando la solución es el milagro, pues ahí está el Hacedor de los milagros para que nos haga el nuestro. Pidámoslo, para que con nuestra conversión tengamos el destino feliz de Nínive y no el trágico final que se le había anunciado.

Santa Marta: El Papa llama a “redescubrir las propias raíces”

Homilía del Papa en la misa matutina

(ZENIT – 5 Oct. 2017).- “Quien reencuentra sus propias raíces es un hombre de alegría, mientras el autoexilio psicológico, hace muy mal”, ha anunciado el Papa en su homilía de la Misa matutina celebrada en la capilla de la Casa de Santa Marta.

A partir de la Primera Lectura tomada del Libro de Nehemías, el Santo Padre exhortó a reencontrar la propia pertenencia. En el texto se describe “una gran asamblea litúrgica” que representa al pueblo reunido ante la Puerta de las Aguas en Jerusalén.

Asimismo, Francisco ha recordado la “nostalgia de los emigrantes”, de aquellos “están lejos de su patria y quieren regresar”, apoyándose en el Salmo que dice: “A lo largo de los ríos de Babilonia se sentaban y lloraban. No podían cantar, sus cítaras estaban colgadas en los sauces, pero no querían olvidar”.

De manera que Nehemías se prepara para regresar y llevar al pueblo a Jerusalén. Se trataba de “un viaje difícil” porque “debía convencer a tanta gente” y trasladar las cosas para reconstruir la ciudad, las murallas, el Templo, “pero sobre todo era un viaje para reconstruir las raíces del pueblo”, ha indicado Francisco.

Después de tantos años, las raíces “se habían debilitado”, pero no se habían perdido. Reapropiarse de las raíces “significa retomar la pertenencia de un pueblo”. “Sin las raíces no se puede vivir: un pueblo sin raíces o que abandona sus raíces, es un pueblo enfermo”, ha advertido el Papa.

Y ha continuado: “Una persona sin raíces, que ha olvidado sus propias raíces, está enferma. Recuperar, redescubrir sus propias raíces y recobrar fuerza para ir adelante, la fuerza para dar fruto y, como dice el poeta, ‘la fuerza para florecer del árbol florido, viene de lo que está enterrado. Precisamente esa relación entre la raíz y el bien que nosotros podemos hacer”.

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