Cuando se fue acercando, al ver la ciudad, lloró por ella

Evangelio según San Lucas 19,41-44.

Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella, diciendo: "¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos. 
Vendrán días desastrosos para ti, en que tus enemigos te cercarán con empalizadas, te sitiarán y te atacarán por todas partes. 
Te arrasarán junto con tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has sabido reconocer el tiempo en que fuiste visitada por Dios". 

Orígenes (c. 185-253), presbítero y teólogo Homilía 38, sobre el evangelio de Lucas; PG 13, 1896-1898

“Cuando se fue acercando, al ver la ciudad, lloró por ella.”

Cuando Nuestro Señor y Salvador se acercó a Jerusalén, al ver la ciudad lloró por ella.«Si en este día comprendieras tú también los caminos de la paz!» Pero tus ojos siguen cerrados. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán con trincheras, te cercarán y te acosarán por todas partes...» (Lc 19:41ss). Puede que alguien diga: -Está claro el sentido de estas palabras; de hecho, se han realizado en cuanto a Jerusalén; el ejército romano la sitió y devastó hasta el exterminio y el tiempo vendrá en que no quedará piedra sobre piedra... 

No lo niego; Jerusalén ha sido destruido a causa de su ceguera, pero pregunto: ¿El llanto no se refería a nuestra Jerusalén? Porque nosotros somos aquella Jerusalén sobre la que Jesús lloró, nosotros que imaginamos tener una vista tan penetrante. Si, una vez instruidos sobre los misterios de la verdad, después de haber recibido la palabra del evangelio y la doctrina de la Iglesia..., alguien de entre nosotros peca, provocará lamentos y llantos, porque no se llora sobre los paganos sino sobre aquel que después de haber formado parte de Jerusalén se ha separado de ella. 

Hay llantos sobre nuestra Jerusalén porque a causa de sus pecados los enemigos van a sitiarla, es decir, las fuerzas adversas, los espíritus malos. Levantarán entorno a ella trincheras, la sitiarán, y no quedará piedra sobre piedra. Esto es lo que sucederá cuando después de largos años de continencia y de castidad, el hombre sucumbe, vencido por las seducciones de la carne....Esta es la Jerusalén sobre la cual se llora.

Columbano, Santo
Memoria Litúrgica, 23 de noviembre

Abad

Martirologio Romano: San Columbano, abad, irlandés de nacimiento, que por Cristo se hizo peregrino para evangelizar a las gentes de las Galias. Fundó, entre otros muchos, el monasterio de Luxeuil, que él mismo rigió con estricta observancia, y obligado después a exiliarse, atravesó los Alpes y construyó el cenobio de Bobbio, en la Liguria, famoso por su disciplina y estudios, en el cual se durmió en paz, lleno de méritos para con la Iglesia. Su cuerpo recibió sepultura en este día († 615).

Etimológicamente Columbano = “paloma”. Viene de la lengua latina.

Breve Biografía

Nació en Irlanda en el 543. Desde pequeño mostró una clara inclinación para la vida consagrada.

Al salir de Irlanda en compañía del monje y San Galo, recorrió Europa Occidental. Unas veces era rechazado, otras acogido, pero de lo que no cabe duda es que fue el fundador de monasterios y abadías desde las cuales salía un resplandor cultural y religioso dignos de toda loa.

Fueron el foco para culturización y cristianización de la época merovingia. Su estilo de vida fue austero y así se lo exigía a los monjes, pues gracias a ella, encontraron un camino para la santidad al menos trece santos que no es el caso de enumerar.

El monasterio más célebre fue el de Luxeuil, al que confluyeron monjes francos, galos y burgondes. Fue durante dos siglos el centro de vida monástica más importante en todo el Occidente.

En el año 610 tuvo que salir pitando de Francia porque la cruel reina Brunehaut lo perseguía, porque le había echado en cara todos sus vicios y sus crímenes.

Pensaba volver a Irlanda pero se quedó en Nantes. También que tuvo que huir por los Alpes hasta que encontró acogida y refugio en Bobio, al norte de Italia, en la región de la Emilia Romagna, provincia de Piacenza.

Aquí fundó su último monasterio y en él murió en el año 615. La regla monástica original que dio a sus monasterios tuvo una influencia por toda Europa durante más de dos siglos.

Muchos pueblos, regiones y lugares están bajo su patrocinio.

También tuvo dificultades con los obispos franceses. Estos mandan en su diócesis pero no en los monasterios que desde siempre han estado exentos, es decir, no dependen del obispo.

Hubo alguien que lo trató bien. Fue el rey Aguilulfo. Menos mal que los cuatro últimos años de su vida pudo vivir tranquilo.

Y no te reconocí

Santo Evangelio según San Lucas 19, 41-44. Jueves XXXIII del tiempo ordinario.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Jesús, gracias por este momento que me regalas para poder estar contigo. Tienes algo que decirme hoy. Tu amor infinito y eterno busca todas las maneras de entrar en mi corazón y una de tus favoritas es traerme hasta Ti para tener un rato de intimidad.

Creo en Ti, Jesús, pero ayúdame a creer en mi día a día que tu amor por mí es infinito, eterno, maravilloso y que te ha llevado hasta el extremo de darlo todo por mí.

Aumenta mi confianza. Ayúdame realmente a abandonarme en tus manos de Padre. Tú sólo quieres mi felicidad…

Te amo, Jesús, pero dame la fuerza de amar en cada momento como Tú amas. Enciende en mí el fuego de tu amor para permitirte amar y glorificar al Padre sirviendo a los que me rodean.

En tus manos pongo todo mi ser y te suplico que me ayudes a escuchar tu voz.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

Jesús, ¿cuántas veces has venido a mí también sin que yo te sepa reconocer? Has venido a tocar a la puerta de mi corazón tantas veces, ¡y qué pocas he sabido reconocerte y dejarte entrar!

Has sido Tú quien por la calle me ha extendido la mano pidiendo un poco de pan para comer.

Eras Tú quien, tantas veces, vino a mí pidiéndome un consejo o suplicando un poco de comprensión.

Eras Tú quien tocaba mi hombro y sufría conmigo cuando pasé por ese momento difícil que me hizo levantar mi voz y preguntarte dónde estabas.

Has venido tantas veces a mí en una buena noticia, en una enfermedad, en un amigo, en un necesitado, en la Eucaristía y en la calle… ¡y no siempre te he sabido reconocer en mi prójimo!

Perdóname, Jesús, si hasta ahora no he sabido reconocerte. ¡Aumenta mi fe! Ayúdame a saberte descubrir en cada momento de mi vida y en cada persona que me rodea. No permitas que sea indiferente a tu venida y dame la gracia de servirte en los demás como Tú te lo mereces. Amén.

"Si nosotros caemos en esta insensatez y nos alejamos, él experimenta esta nostalgia. Nostalgia de nosotros. Hasta el punto que Jesús con esta nostalgia llora, lloró por Jerusalén: era la nostalgia de un pueblo que él había elegido, había amado, pero que se había alejado por insensatez; había preferido las apariencias, los ídolos o las ideologías."

(Homilía de S.S. Francisco, 17 de octubre de 2017).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Hoy voy agendar mi próxima dirección espiritual que preparé con empeño para descubrir qué lugar ocupa realmente Jesús en mi vida.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!

Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

¿Cómo alcanzar la paz interior?

Es una de las preguntas que escucho con más frecuencia

A veces nos sentimos insatisfechos con nosotros mismos. Tenemos la sensación de que no encajan las piezas del rompecabezas; que no están bien ensambladas mi identidad, mi vida íntima y mi comportamiento. La conciencia reclama y dice que algo anda mal.

Esto puede tener diversas causas. Entre otras, sucede cuando una persona se comporta de una manera que no corresponde a la propia verdad, sea por incoherencia, sea para dar una apariencia falsa de sí mismo.

Para tener armonía, el ser y el obrar deben encajar

Para ser una persona en armonía, de una sola pieza, es necesario que encajen el ser y el obrar. Una persona madura es aquella que se comporta conforme a lo que es. Y cuando hablo de ser y de identidad me refiero a lo básico, a lo más profundo de nosotros mismos: nuestra condición de creaturas, de hijos de Dios, de cristianos.
Conversando sobre este tema con un hermano sacerdote, el P. John Hopkins, L.C., me hizo un dibujo que me gustó y al que luego hice ciertas adaptaciones:
* La fachada es aquello que queremos que los demás vean y piensen de nosotros.
* La puses aquello que si bien es verdad, preferimos esconderlo, pues reconocemos que estamos mal.
* El corazón es nuestra identidad, nuestra verdad más profunda. Lo que somos a los ojos de Dios.

Leí hace tiempo un cuento:
Un viejo indio Cherokee le habló a su nieto sobre una batalla que se libra en el interior de las personas. Le dijo: "Hijo mío, la batalla es entre dos lobos que llevamos dentro. Un lobo es el pecado: la rabia, la impaciencia, la decepción, el rencor, el resentimiento, el odio, el orgullo, el deseo de venganza, el ego, el orgullo. El otro lobo es el bien: es el perdón, la misericordia, la paz, el respeto, la esperanza, la bondad, la compasión, la confianza, la humildad, el amor..." El niño se quedó pensando y luego le preguntó a su abuelo: "Abuelo, ¿cuál lobo gana la batalla?" El anciano le respondió: "Aquél al que tú alimentas."

Si queremos vivir en armonía, ser personas de profunda paz interior y que irradien paz a su alrededor, debemos alimentar el corazón.

¿Con qué? Con los sacramentos y la oración. Cuidar la vida de gracia para que sea la presencia de Dios en nosotros la fuente de paz interior. Y cuidarla significa buscarla y dejarla actuar. Dejar actuar a Dios dentro del corazón, dar espacio a la labor silenciosa de la gracia divina, que vence nuestras resistencias y cura nuestras llagas.
"El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel". (Mt 13, 44)

Así es la gracia en nuestra vida. Un tesoro escondido por el que valdría la pena venderlo todo, porque todo nos lo da. La semana pasada celebramos la fiesta de la conversión de San Pablo. El recuerdo de Saulo de Tarso nos anima a confiar en el poder de la gracia acogida, consentida y correspondida por nuestra voluntad libre. En las vísperas celebradas por S.S. Benedicto XVI en la basílica de San Pablo Extramuros, el Santo Padre decía:

"Tras el evento extraordinario que sucedió en el camino de Damasco, Saulo, quien se distinguía por el celo con que perseguía a la Iglesia naciente, fue transformado en un apóstol incansable del evangelio de Jesucristo. En la historia de este extraordinario evangelizador, es claro que tal transformación no es el resultado de una larga reflexión interior y menos el resultado de un esfuerzo personal.

Es, ante todo, obra de la gracia de Dios que ha actuado conforme a sus inescrutables caminos. Por esto Pablo, escribiendo a la comunidad de Corinto unos años después de su conversión, dice, como hemos escuchado en la primera lectura de estas Vísperas: "Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí." (I Corintios 15:10). Por otra parte, examinando cuidadosamente la historia de san Pablo, se comprende cómo la transformación que ha experimentado en su vida no se limita al plano ético --como una conversión de la inmoralidad a la moralidad--, ni al nivel intelectual --como cambio del propio modo de entender la realidad--, sino más bien se trata de una renovación radical de su ser, similar en muchos aspectos a un renacimiento. Tal transformación tiene su base en la participación en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, y se presenta como un proceso gradual de configuración con Él. A la luz de esta conciencia, san Pablo, cuando luego sea llamado a defender la legitimidad de su vocación apostólica y del evangelio por él anunciado, dirá: "Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20)."

Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica nos confirma que:

"Es una verdad inseparable de la fe en Dios Creador: Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por las causas segundas: "Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece" (Flp 2,13). Esta verdad, lejos de disminuir la dignidad de la criatura, la realza. Sacada de la nada por el poder, la sabiduría y la bondad de Dios, no puede nada si está separada de su origen, porque "sin el Creador la criatura se diluye"; menos aún puede ella alcanzar su fin último sin la ayuda de la gracia". (CIC, 308)

Como escribía al inicio del artículo, las causas de nuestro desasosiego interior pueden ser muchas. Sabemos que existen asimismo elementos humanos que contribuyen a la paz interior y que si Dios quiere podremos tratar más adelante. Quedémonos hoy con el gusto de haber reflexionado en lo que Dios puede hacer con nosotros, por medio de su gracia, si sabemos alimentarnos de ella.

¿Qué es esencialmente la Misa?

La Misa nos libera de la muerte, del pecado y del miedo, afirma el Papa Francisco

En una nueva catequesis en la que reflexionó sobre la Misa, el Papa Francisco se preguntó: “¿Qué es esencialmente la Misa? La Misa es el memorial del Misterio pascual de Cristo. En ella nos hace partícipes de su victoria sobre el pecado y la muerte, y da significado pleno a nuestra vida”.

Al igual que Israel celebra la Pascua de su liberación de Egipto, de su éxodo, “Jesucristo, con su pasión, muerte, resurrección y ascensión al cielo dio cumplimiento a la Pascua. Y la Misa es el memorial de su Pascua, de su ‘éxodo’, que ha cumplido por nosotros, para hacernos escapar de la esclavitud y llevarnos hacia la tierra prometida de la vida eterna”.

“La Eucaristía no es un recuerdo, es hacer presente aquello que sucedió hace 20 siglos”, destacó. “La Eucaristía –continuó– nos lleva siempre al vértice de la acción salvífica de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan por nosotros, derrama sobre nosotros toda su misericordia y su amor, como hizo desde la Cruz, de modo que renueva nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos”.

En su catequesis, el Santo Padre indicó que “toda celebración de la Eucaristía es un rayo de aquel sol sin atardecer que es Jesucristo resucitado. Participar en la Misa, en particular en la dominical, significa participar en la victoria del Resucitado, ser iluminado por su luz, calentado por su calor”.

Hizo hincapié en que “por medio de la celebración eucarística el Espíritu Santo nos hace partícipes de la vida divina que es capaz de transfigurar todo nuestro ser mortal. En su paso de la muerte a la vida, del tiempo a la eternidad, el Señor Jesús nos lleva también a nosotros con Él para participar en la Pascua. En la Santa Misa nos unimos a Él. De ese modo, Cristo vive en nosotros y nosotros vivimos en Él”.

“Su Sangre nos libera de la muerte y del miedo a la muerte. Nos libera no sólo del dominio de la muerte física, sino también de la muerte espiritual que es el mal, el pecado, que nos toma cada vez que caemos víctimas de nuestros pecados o de los pecados de los demás. Como consecuencia de ese pecado, nuestra vida es pervertida, pierde belleza, pierde significado y se marchita. Por el contrario, Cristo es la plenitud de la vida”.

En este sentido, Francisco explicó cómo debe ser la actitud de un cristiano en la Eucaristía: “Eso es la Misa, es entrar en esa pasión, muerte y resurrección de Jesús. Y cuando vamos a Misa es como si fuéramos al Calvario, es lo mismo”.

“Y pensemos, si estuviéramos allí, en el Calvario y supiéramos que aquel hombre de allí es Jesús: ¿nos permitiríamos murmurar, tomar fotografías, hacer el espectáculo? ¡No! Porque es Jesús. Seguro que estaríamos en silencio, en el llanto y en la alegría de ser salvados. Cuando entramos en la iglesia para entrar en Misa, pensemos en esto: estoy accediendo al Calvario, donde Jesús entrega su vida por mí”.

Finalmente, el Pontífice concluyó su enseñanza recordando cómo los mártires fueron capaces de donarse precisamente por su fe en que la victoria de Cristo ya es real: “Si el amor de Cristo reside en mí, puedo entregarme plenamente a los demás, con la certeza interior de que, si resulto herido, no moriré, sino que podré defenderme. Los mártires entregaron su vida por esta certeza de la victoria de Cristo sobre la muerte. Sólo si experimentamos este poder de Cristo, el poder de su amor, seremos verdaderamente libres para entregarnos sin miedo”.

Cristo Rey, venga a nosotros tu Reino

Los poderes de este mundo buscan un Orden Nuevo, alejándose de Cristo y de la Iglesia

Los poderes de este mundo buscan un Orden Nuevo, alejándose de Cristo y de la Iglesia«No queremos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). Lo tienen muy claro. Pero ignoran que donde se expulsa a Cristo Rey, entra el reinado del diablo. Éstos «son enemigos de la cruz de Cristo, tienen por dios su propio vientre y ponen su corazón en las cosas terrenas»; en cambio los cristianos nos reconocemos «ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo» (Flp 3,19-21). Y a lo largo de los siglos, por obra del Espíritu Santo, permanecemos en la súplica permanente del Padrenuestro:«Venga a nosotros tu Reino».

«Cristo, ¿vuelve o no vuelve?» Así se titula un libro (1951) del padre Leonardo Castellani (1899-1981), grandísimo escritor, traductor y comentador de El Apokalipsis de San Juan (1963). Pocos autores del siglo XX han hecho tanto cómo él para reafirmar la fe y la esperanza en la Parusía. Se quejaba él con razón de que el segundo Adviento glorioso de Cristo, con su victoria total y definitiva sobre el mundo, estuviera tan olvidado en el pueblo cristiano, tan ausente de la predicación habitual, siendo así que esa fe y esa esperanza han de iluminar toda la vida de la Iglesia y de cada cristiano. «No se puede conocer a Cristo si se borra su Segunda Venida. Así como según San Pablo, si Cristo no resucitó, nuestra fe es vana; así, si Cristo no ha de volver, Cristo fue un fracasado» (Domingueras prédicas, 1965, III dom. Pascua).

Comencemos por recordar que hay muchas esperanzas falsas, y una sola verdadera.

No tienen verdadera esperanza

aquéllos que diagnostican como leves los males graves del mundo y de la Iglesia. O están ciegos o es que prefieren ignorar u ocultar la verdad. Como están muy débiles en la esperanza, niegan la gravedad de los males, pues consideran irremediable el extravío del pueblo. Y así vienen a estimar más conveniente –más optimista– decir «vamos bien».

Tampoco tienen esperanza verdadera aquellos que se atreven a anunciar «renovaciones primaverales» de la Iglesia, estilos pastorales profundamente mejorados, si no insisten suficientemente en el reconocimiento humilde de los pecados presentes y en la conversión y penitencia que nos libran de ellos.

Falsa es la esperanza de quienes la ponen en medios humanos, y reconociendo a su modo los males que sufrimos en la Iglesia, pretenden vencerlos con nuevas fórmulas doctrinales, litúrgicas y disciplinares «más avanzadas que las de la Iglesia oficial», que no temen romper con tradiciones mantenidas durante veinte siglos. Ellos se consideran a sí mismos como un «acelerador», y ven como un «freno» la tradición católica, los dogmas, la autoridad apostólica. Éstos una y otra vez intentan conseguir por medios humanos –grupos de presión, nuevos métodos y consignas, organizaciones y campañas, una y otra vez cambiados y renovados–, aquello que sólo puede lograrse por la fidelidad a la verdad y a los mandamientos de Dios y de su Iglesia. Sus empeños son vanos. Y por eso vienen a ser des-esperantes.

No esperan de verdad la victoria «próxima» de Cristo Rey aquellos que  pactan con el mundo, haciéndose cómplices de sus ideologías vigentes, aquellos que ceden o que incluso están de acuerdo con los Poderes mundanos que las imponen, dóciles a los grandes Organismos Internacionales empeñados en establecer un Orden Nuevo sin Dios y contra Cristo. Por ejemplo, no viven ciertamente esa esperanza de la Parusía inminente de Cristo aquellos políticos cristianos, que aunque aparenten oponerse a los enemigos de Cristo y de la Iglesia, en el fondo ceden ante ellos, y sometiéndose durante muchos decenios a la norma del mal menor, van llevando al pueblo, un pasito detrás de los enemigos del Reino, a los mayores males.

No tienen esperanza quienes no creen en la fuerza de la gracia del Salvador, y por eso no llaman a conversión, como no sea en fórmulas muy leves, que excluyen por supuesto la posibilidad del infierno. Y así aprueban, al menos con su silencio, lo que sea: que el pueblo en su gran mayoría deje de ir a Misa los domingos, que profane normalmente el matrimonio con la anticoncepción, que dé su voto a partidos políticos abortistas, etc. No piensan siquiera en llamar a conversión a los propios cristianos –mucho menos aún a los paganos–, porque estiman irremediables los males arraigados en el presente. «¿Cómo les vas a pedir que?»….

Al fallarles la esperanza en Dios, la esperanza en la fuerza de su gracia, y en la bondad potencial de los hombres asistidos por Cristo, ellos no piden nada, y por tanto, no dan el don de Dios a los hombres, a los casados, a los políticos, a los feligreses sencillos, a los cristianos dirigentes, a los no-creyentes. No llaman a conversión, porque en el fondo no creen en su posibilidad: les falta la esperanza. Ven como irremediables los males del mundo y de la Iglesia. ¡Y son ellos los que tachan de pesimistas y carentes de esperanza a los únicos que, entre tantos desesperados y derrotistas, mantienen la esperanza verdadera!

Tienen verdadera esperanza

los que reconocen los males del mundo y del pueblo descristianizado, los que se atreven a verlos y, más aún, a decirlos. Porque tienen esperanza en el poder del Salvador, por eso no dicen que el bien es imposible, y que es mejor no proponerlo; por eso no enseñan con sus palabras o silencios que lo malo es bueno; y tampoco aseguran, con toda afabilidad y simpatía, «vais bien» a los que en realidad «van mal».

Los que tienen esperanza predican al pueblo con mucho ánimo el Evangelio de la conversión, para que todos pasen de la mentira a la verdad, de la soberbia intelectual a la humildad discipular, del culto al placer y a las riquezas al único culto litúrgico del Dios vivo y verdadero, de la arbitrariedad rebelde a la obediencia de la disciplina eclesial.

Se atreven a predicar así el Evangelio porque creen que Dios, de un montón de esqueletos descarnados, puede hacer un pueblo de hombres vivos (Ez 37), y de las piedras puede sacar hijos de Abraham (Mt 3,9). Sostenidos por esa viva esperanza, todo ella fundada en la omnipotencia misericordiosa de Cristo Rey, único Salvador del mundo, procuran evangelizar no solamente a los paganos, sino a los mismos cristianos paganizados, lo que exige de Dios un milagro doble.

–Tienen esperanza aquellos que esperan la venida gloriosa de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (Flp 3,20-21), los que saben que «es preciso que Él reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies», sometiendo a su autoridad en la Parusía a todo lo que existe, a todo poder mundano y toda realidad, y sujetándolo al Padre celestial, de tal modo que «Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,15,25-29).

* * *

«Todos los pueblos, Señor, vendrán a postrarse en tu presencia» (Ap 15,4). El «Salvador del mundo» salvará al mundo y a su Iglesia. ¿Está viva de verdad esta esperanza en la mayoría de los cristianos de hoy? Son muchos los que dan por derrotada a la Iglesia en la historia del mundo. ¿Cuáles son las esperanzas de los cristianos sobre este mundo tan alejado de Dios, tan poderoso y cautivante, y qué esperanzas tienen sobre aquellas Iglesias que están profundamente mundanizadas?…

Nuestras esperanzas no son otras que las mismas promesas de Dios en las Sagradas Escrituras. En ellas los autores inspirados nos aseguran una y otra vez que «todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor, y bendecirán tu Nombre» (Sal 85,9; cf. Tob 13,13; Sal 85,9; Is 60; Jer 16,19; Dan 7,27; Os 11,10-11; Sof 2,11; Zac 8,22-23; Mt 8,11; 12,21; Lc 13,29; Rm 15,12; etc.). El mismo Cristo nos anuncia y promete que «habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16), y que, finalmente, resonará grandioso entre los pueblos el clamor litúrgico de la Iglesia: «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios, soberano de todo; justos y verdaderos tus designios, Rey de las naciones. ¿Quién no te respetará? ¿quién no dará gloria a tu Nombre, si sólo tú eres santo? Todas las naciones vendrán a postrarse en tu presencia» (Ap 15,3-4).

Siendo ésta la altísima esperanza de los cristianos, no tenemos ante el mundo ningún complejo de inferioridad, no nos asustan sus persecuciones, ni nos fascinan sus halagos, ni ponemos nuestra esperanza en los Grandes Organismos Internacionales que gobiernan el mundo, ni tenemos miedo a sus persecuciones que, sin hacer mucho ruido, van realizando cada vez más fuertemente contra la Iglesia: son zarpazos de la Bestia mundana, azuzada y potenciada por el Diablo, que «sabe que le queda poco tiempo» (Ap 12,12). Sabemos con toda certeza los cristianos que al Príncipe de este mundo ha sido vencido por Cristo, y por eso mismo no tenemos ni siquiera la tentación de establecer complicidades oscuras con este mundo de pecado.

«Estas cosas os las he dicho para que tengáis paz en mí. En el mundo habéis de tener combates; pero confiad: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). «Vengopronto, mantén con firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate tu corona» (Ap 3,12). «Vengo pronto y traigo mi recompensa conmigo, para pagar a cada uno según su trabajo» (22,12). «Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús» (22,20).

* * *

Una vez más son hoy los Papas principalmente quienes mantienen vivas las esperanzas de la Iglesia. Son ellos los que, fieles a su vocación, «confortan en la fe a los hermanos» (Lc 22,32). Especialmente asistidos por Cristo, son fieles a las Escrituras, a la fe y a la esperanza de la Tradición católica. Y mantienen la fe en las promesas de Cristo con muy pocos apoyos de los predicadores y autores católicos actuales.

León XIII enseña: «Puesto que toda salvación viene de Jesucristo, y no se ha dado otro nombre a los hombres en el que podamos salvarnos (Hch 4,12), éste es el mayor de nuestros deseos: que todas las regiones de la tierra puedan llenarse y ser colmadas del nombre sagrado de Jesús… No faltarán seguramente quienes estimen que Nos alimentamos una excesiva esperanza, y que son cosas más para desear que para aguardar. Pero Nos colocamos toda nuestra esperanza y absoluta confianza en el Salvador del género humano, Jesucristo, recordando bien qué cosas tan grandes se realizaron en otro tiempo por la necedad de la predicación de la cruz, quedando confusa y estupefacta la sabiduría de este mundo… Dios favorezca nuestros deseos y votos, Él, que es rico en misericordia, en cuya potestad están los tiempos y los momentos, y apresure con suma benignidad el cumplimiento de aquella divina promesa de Jesucristo: se hará un solo rebaño y un solo Pastor» (epist. apost. Præclara gratulationis, 1894).

San Pío X, de modo semejante, en su primera encíclica, declara que su voluntad más firme es «instaurar todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10). Es cierto que «“se han amotinado las gentes contra su Autor y que traman las naciones planes vanos” (Sal 2,1). Parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: “apártate de nosotros” (Job 21,14). De aquí viene que esté extinguida en la mayoría la reverencia hacia el Dios eterno, y que no se tenga en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en público ni en privado. Más aún, se procura con todo empeño y esfuerzo que la misma memoria y noción de Dios desaparezca totalmente.

«Quien reflexione sobre estas cosas, ciertamente habrá de temer que esta perversidad de los ánimos sea un preludio y como comienzo de los males que hemos de esperar para el último tiempo; o incluso pensará que “el Hijo de perdición, de quien habla el Apóstol, ya habita  en este mundo”  (2Tes 2,3)… Se pretende directa y obstinadamente apartar y destruir cualquier relación que medie entre Dios y el hombre. Ésta es la señal propia del Anticristo, según el mismo Apóstol. El hombre mismo, con temeridad extrema, ha invadido el lugar de Dios, exaltándose sobre todo lo que se llama Dios, hasta tal punto que… se ha consagrado a sí mismo este mundo visible, como si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándo como si fuese Dios (ib. 2,4).

«Sin embargo, ninguno que tenga la mente sana puede dudar del resultado de esta lucha de los mortales contra Dios… El mismo Dios nos lo dice en la Sagrada Escritura… “aplastará la cabeza de sus enemigos” (Sal 67,22), para que todos sepan “que Dios es el Rey del mundo” (46,8), y “aprendan los pueblos que no son más que hombres” (9,21). Todo esto lo creemos y esperamos con fe cierta» (enc.Supremi Apostolatus Cathedra, 1903). 

* * *

Cristo vence, reina e impera. Cada día confesamos en la liturgia –quizá sin apenas enterarnos de ello– que Cristo «vive y reina por los siglos de los siglos. Amén». No sabemos cuándo ni cómo será la victoria final del Reino de Cristo. Pero siendo nuestro Señor Jesucristo el Rey del universo, el Rey de todas las naciones; teniendo, pues, sobre la historia humana una Providencia omnipotente y misericordiosa, y habiéndosele dado en su ascensión «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18), ¿podrá algún creyente, sin renunciar a su fe, tener alguna duda sobre la realidad del actual gobierno providente del Señor y sobre la plena victoria final del Reino de Cristo sobre el mundo?

Reafirmemos nuestra fe y nuestra esperanza. La secularización, la complicidad con el mundo, el horizontalismo inmanentista, la debilitación y, en fin, la falsificación del cristianismo proceden hoy en gran medida del silenciamiento y olvido de la ParusíaSin la esperanza viva en la segunda Venida gloriosa de Cristo, los cristianos caen en la apostasía. En el Año litúrgico de la Iglesia la solemnidad de Cristo Rey precede a la celebración gozosa de su Adviento: del primero, que ya fue en la humildad y la pobreza, y del segundo, que se producirá en gloria y en poder irresistible.

José María Iraburu, sacerdote 

Añado como apéndice un formidable texto de Orígenes (185-253), gran teólogo alejandrino, que mientras la Iglesia sufría, y él con ella, la durísima persecución del emperador Decio, escribía este texto tan lleno de esperanza, que hoy reproduce la Liturgia de las Horas como lectura para la solemnidad de Cristo Rey (Sobre la oración, cp. 25).

«Si, como dice nuestro Señor y Salvador, el reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí, sino que el reino de Dios está dentro de nosotros, pues la palabra está cerca de nosotros, en los labios y en el corazón, sin duda, cuando pedimos que venga el reino de Dios, lo que pedimos es que este reino de Dios, que está dentro de nosotros, salga afuera, produzca fruto y se vaya perfeccionando. Efectivamente, Dios reina ya en cada uno de los santos, ya que éstos se someten a su ley espiritual, y así Dios habita en ellos como en una ciudad bien gobernada. En el alma perfecta está presente el Padre, y Cristo reina en ella, junto con el Padre, de acuerdo con aquellas palabras del Evangelio: Vendremos a él y haremos morada en él.

«Este reino de Dios que está dentro de nosotros llegará, con nuestra cooperación, a su plena perfección cuando se realice lo que dice el Apóstol, esto es, cuando Cristo, una vez sometidos a él todos sus enemigos, entregue a Dios Padre su reino, y así Dios lo será todo para todos. Por esto, rogando incesantemente con aquella actitud interior que se hace divina por la acción del Verbo, digamos a nuestro Padre que está en los cielos: Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino.

«Con respecto al reino de Dios, hay que tener también esto en cuenta: del mismo modo que no tiene que ver la luz con las tinieblas, ni la justicia con la maldad, nipueden estar de acuerdo Cristo y el diablo, así tampoco pueden coexistir el reino de Dios y el reino del pecado.

«Por consiguiente, si queremos que Dios reine en nosotros, procuremos que de ningún modo el pecado siga dominando nuestro cuerpo mortal, antes bien, mortifiquemos todo lo terreno que hay en nosotros y fructifiquemos por el Espíritu. De este modo, Dios se paseará por nuestro interior como por un paraíso espiritual y reinará en nosotros él solo con su Cristo, el cual se sentará en nosotros a la derecha de aquella virtud espiritual que deseamos alcanzar: se sentará hasta que todos sus enemigos que y en nosotros sean puestos por estrado de sus pies, y sean reducidos a la nada en nosotros todos los principados, todos los poderes y todas las fuerzas.

«Todo esto puede realizarse en cada uno de nosotros, y el último enemigo, la muerte, puede ser reducido a la nada, de modo que Cristo diga también en nosotros: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Ya desde ahora este nuestro ser, corruptible, debe vestirse de santidad y deincorrupción, y este nuestro ser, mortal, debe revestirse de la inmortalidad del Padre, después de haber reducido a la nada el poder de la muerte, para que así, reinando Dios en nosotros, comencemos a disfrutar de los bienes de la regeneración y de la resurrección».

Campo de la realeza de Cristo

Savemos que su reino no es de este mundo, pero ¿cuáles son los campos en los que Su reino tiene poder?

a) En lo espiritual

Los textos de la Escritura demuestran, y el mismo Jesucristo lo confirma con su modo de obrar, que este reino es principalmente espiritual y se refiere a las cosas espirituales. En efecto, en varias ocasiones, cuando los judíos, y aun los mismos apóstoles, imaginaron erróneamente que el Mesías devolvería la libertad al pueblo y restablecería el reino de Israel, Cristo les quitó y arrancó esa vana imaginación y esperanza. Asimismo, cuando iba a ser proclamado Rey por la muchedumbre, que, llena de admiración, le rodeaba, El rehusó tal título de honor huyendo y escondiéndose en la soledad. Finalmente, en presencia del gobernador romano manifestó que su reino no era de este mundo. Este reino se nos muestra en los evangelios con tales características, que los hombres, para entrar en él, deben prepararse haciendo penitencia y no pueden entrar sino por la fe y el bautismo, el cual, aunque sea un rito externo, significa y produce la regeneración interior. Este reino únicamente se opone al reino de Satanás y a la potestad de las tinieblas; y exige de sus súbditos no sólo que, despegadas sus almas de las cosas y riquezas terrenas, guarden ordenadas costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino también que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz.

b) En lo temporal

Se cometería un grave error el negársele a Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le confió un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal manera que todas están sometidas a su arbitrio. Sin embargo, mientras él vivió sobre la tierra se abstuvo enteramente de ejercitar este poder, despreciando la posesión y el cuidado de las cosas humanas, así también permitió, y sigue permitiendo, que los poseedores de ellas las utilicen.

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

Cuando Dios elige ministros suyos, deja a su Verbo la elección. Porque han de continuar sus mismos misterios

"Os he llamado amigos, porque os he manifestado todo lo que he oído a mi Padre. No me habéis elegido vosotros a mí, soy yo quien os he elegido y os he destinado a que os pongáis en camino y deis fruto, y un fruto que dure" (Jn 15,15).

Jesús entrega su amistad y pide la nuestra. Ha dejado de ser el Maestro para convertirse en amigo. Escuchad como dice: Vosotros sois mis amigos... No os llamo siervos, os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer…En aras de esa amistad, que es entrañable, que es verdadera y ardorosa, desea atajar a los que aún pudieran no hacerle caso. "No sois vosotros -les dice- los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido".

Es un compañero deseoso de salvar, de alegrar y de llenar de amor, de gozo y de paz a sus amigos. "Os he hablado para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud". El Maestro está con los brazos abiertos de la amistad tendidos hacia nosotros. Y con la alegría como promesa y como ofrenda. Nunca se ha visto un Dios igual. Camina ahora mismo y por cualquier calle. Por la acera de tu casa, seguro. Y está diciendo que es amigo tuyo, que te quiere igual que a su Padre y que desea llenarte de alegría. Lo va repitiendo al paso, según se acerca a tu puerta (ARL BREMEN).

DIOS CREA PORQUE AMA

Por lo mismo que Dios ama, creó el mundo: ¡Cuánta maravilla, cuánta grandeza, que fascinadora belleza!:

"¡Oh montes y espesuras,
plantados por la mano del Amado!,
¡oh, prado de verduras
de flores esmaltado!,
decid si por vosotros ha pasado",

Cantó el insuperable poeta del amor, San Juan de la Cruz.

Creó los hombres. Los hombres desobedecieron y pecaron. (Gén 3,9). El pecado es un desequilibrio, un desorden, como un ojo monstruoso fuera de su órbita, como un hueso desplazado de su sitio, en busca del placer, de la satisfacción del egoísmo, del sometimiento a su soberbia, como si el sol se saliera de su ruta, buscando su independencia. Frustraron el camino y la meta de la felicidad. De ahí nace la necesidad de la expiación, del sufrimiento, del dolor, por amor, para restablecer el equilibrio y el orden. Dios envía a una Persona divina, su Hijo, a "aplastar la cabeza de la serpiente", haciéndose hombre para que ame como Dios, hasta la muerte de cruz, con el Corazón abierto.

EL SIERVO DE YAHVÉ

Ese Hombre Dios, el Siervo de Yahvé, que, "desfigurado no parecía hombre, como raíz en tierra árida, si figura, sin belleza, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, considerado leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes, como cordero llevado al matadero" Isaías 52,13, inicia la redención de los hombres, sus hermanos. El es la Cabeza, a la cual quiere unir a todos los hombres, que convertidos en sacerdotes, darán gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu, e incorporados a la Cabeza, serán corredentores con El de toda la humanidad. El Padre, cuya voluntad ha venido a cumplir, lo ha constituido Pontífice de la Alianza Nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo, y determinando, en su designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio. Para eso, antes de morir, ha elegido a unos hombres para que, en virtud del sacerdocio ministerial, bauticen, proclamen su palabra, perdonen los pecados y renueven su propio sacrificio, en beneficio y servicio de sus hermanos.

"Él no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en su nombre el sacrificio de la redención, y preparan a sus hijos el banquete pascual, donde el pueblo santo se reúne en su amor, se alimenta con su palabra y se fortalece con sus sacramentos. Sus sacerdotes, al entregar su vida por él y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y así dan testimonio constante de fidelidad y amor" (Prefacio).

Por eso, si los cristianos debemos tomar nuestra cruz, los sacerdotes, más, por más configurados con Cristo, con sus mismos poderes. Los sacerdotes de la Antigua Alianza sacrificaban en el altar animales, pero no se sacrificaban ellos. Los sacerdotes nos hemos de inmolar porque Cristo se inmoló a sí mismo. Hemos de ser como él, sacerdotes y víctimas, porque nuestro sacerdocio es el suyo.

Una idea infantil del cristiano, que se acomoda al mundo, una mentalidad inmadura del sacerdote, lo hace un funcionario. De ahí surgen consecuencias de carrierismo, al estilo del mundo, excelencias, trajes de colores, que obnubilan el sentido sustancial del sacerdote-víctima, que conducen a la esterilidad, y contradicen la misión: "para que os pongáis en camino y deis fruto que dure". El fruto que dura es el de la conversión, la santidad, que permanecerá eternamente. Os he puesto en la corriente de la gracia, os planté para que vayáis voluntariamente y con las obras deis fruto. Y precisa cuál sea el fruto que deban dar: "Y vuestro fruto dure". Todo lo que trabajamos por este mundo apenas dura hasta la muerte, pues la muerte, interponiéndose, corta el fruto de nuestro trabajo. Pero lo que se hace por la vida eterna perdura aun después de la muerte, y entonces comienza a aparecer, cuando desaparece el fruto de las obras de la carne. Principia, pues, la retribución sobrenatural donde termina la natural. Por tanto, quien ya tiene conocimiento de lo eterno tenga en su alma por viles las ganancias temporales. Así pues, demos tales frutos que perduren, produzcamos frutos tales que cuando la muerte acabe con todo, ellos comiencen con la muerte, pues después que pasan por la muerte es cuando los amigos de Dios encuentran la herencia (San Gregorio Magno).

EL SERVICIO, NO EL PODER

Después de la "conversión" de Constantino, el clero eclesiástico hizo su entrada en este mundo, corrió serio peligro de perder su propia naturaleza, que no consiste en el poder, sino en el servicio. Además, entró en competencia con el poder secular al aparecen la escena de la historia política. Este encuentro y confrontación con la jerarquía civil condujo no sólo a una ampliación político-social de las tareas apostólicas, sino que también oscureció el aspecto colegial del servicio de la Iglesia. Ha dicho el Cardenal Lustiger, arzobispo de París: "Ya se que Napoleón identificó al obispo con los prefectos y con los generales, pero yo me había sensibilizado mucho contra la Iglesia como sistema de promoción y de poder, y determiné que nunca me metería en situaciones que favorecieran la promoción".

EL ORDEN SACRAMENTAL Y LA DIGNIDAD

En el curso del siglo XI comienza la teología medieval a distinguir claramente, en la elaboración del tratado de sacramentos, entre el Orden y la dignidad, y puso de relieve la sacramentalidad del Orden de la Iglesia. A partir de entonces se designa esencialmente como Orden el sacramento que confiere el poder de celebrar la eucaristía.

Aunque el lenguaje de la Curia romana imprimió su sello a la tradición cristiana, la ordenación no fue considerada nunca como un simple acceso a una dignidad y como transmisión de unos poderes jurídicos y litúrgicos, pues siempre se confirió mediante un rito, Porque la ordenación es un acto sacramental que transmite una gracia de santificación; los llamados son tomados del mundo y consagrados al servicio de Dios, son separados para atender a su misión especial. El obispo, el sacerdote, el diácono no tienen de suyo nada del sacerdote romano, que era un funcionario del culto público, poseía cierto rango y tenía que realizar determinados actos. El "sacerdocio" cristiano pertenece a otro orden; no es primariamente "religioso" ni cultual, sino carismático; es el ordo de los que han recibido el espíritu y, en virtud de su orden, están habilitados para continuar la obra de los apóstoles. Las jerarquías del ministerio aparecen en los escritos de los Padres de la Iglesia, no tanto como títulos que conceden ciertos derechos, sino más bien como tareas que ciertos hombres llamados a edificar el cuerpo de Cristo toman sobre sí, a veces incluso contra su propia voluntad.

DIMENSION ESENCIAL

El Orden sacramental es una dimensión esencial para la Iglesia, y por eso fue incluido entre los sacramentos. Si se quiere comprender el sentido y la función de este "sacramento" particular en lugar de atribuir el sacerdocio cristiano y toda la jerarquía de la Iglesia a un único acto de institución, como hizo el Concilio de Trento, parece que está más en consonancia con la Sagrada Escritura y la realidad de las cosas partir de la Iglesia como "sacramento original". De esta forma no nos exponemos al peligro de separar el orden de la Iglesia histórica para colocarlo en cierto modo por encima de ella, pues es un sacramento esencial para la existencia de la Iglesia y en el que ésta se actualiza.

DISTINTOS GRADOS

El desdoblamiento del ordo en varios grados y la introducción de diversas ordenaciones están tan relacionados con la historia de la Iglesia como con la Escritura. Son producto de un desarrollo, y, en definitiva, la cuestión de si se ha de hablar de un único sacramento del orden o de si el episcopado y el presbiterado constituyen sacramentos diversos es más una cuestión terminológica y teológica que dogmática. Las funciones del obispo y las del sacerdote, las funciones del sacerdote y las del diácono, no están delimitadas entre sí de forma absoluta; las funciones respectivas son asignadas por el derecho, pero este derecho no es un todo inmutable. La validez de las ordenaciones depende de la actuación de la Iglesia tomada en su totalidad, y no del acto sacramental considerado aisladamente. La validez o no validez de una ordenación no es algo que se pueda determinar tomando como base el rito, con independencia del marco general de la misma.

DESARROLLO

La estructura del ministerio eclesial se puede considerar, igual que el canon de la Escritura y el número septenario de los sacramentos, como el resultado de un desarrollo. Desarrollo que se produjo todavía en tiempo de los apóstoles; por eso ha conservado en la tradición de la Iglesia el carácter de algo que existe por necesidad jurídica. En la Iglesia tendrá que haber siempre un "ministerio para velar", un "presbiterado" y una "diaconía". Sin embargo, las expresiones concretas de esta estructura esencial pueden cambiar con el tiempo y de hecho han cambiado; más aún, tienen que cambiar por razón del carácter forzosamente limitado de las diversas expresiones históricas del ministerio y de la obligación que éste tiene de asemejarse constantemente a su modelo, Cristo.

Lo mismo que Dios concedió el espíritu de profecía a los setenta ancianos que había llamado Moisés a participar con él en el gobierno del pueblo, así también comunica a los sacerdotes el Espíritu Santo para que se asocien al ministerio de los obispos. El presbítero colabora con el obispo en la totalidad de sus funciones de gobierno de la Iglesia. Las funciones del presbítero tienen una íntima conexión con el ofrecimiento de la eucaristía. Por eso la función del presbítero en la Iglesia ha de entenderse partiendo de la Cena y de las palabras de Cristo, que mandó a los apóstoles hacer "en memoria de él lo mismo que él había hecho" (1 Cor 11). Por eso defendió el Concilio de Trento este aspecto básico del ministerio sacerdotal. Y el Concilio Vaticano II añade: "Los presbíteros ejercitan su oficio sagrado sobre todo en el culto eucarístico o comunión, en donde, representando la persona de Cristo, el sacerdote es al mismo tiempo presidente de la celebración eucarística, él ofrece el sacrificio in nómine Ecclesiae o, en persona Ecclesiae y consagrante, sacrificador, y como tal ya no actúa meramente in persona Ecclesiae, sino in persona Christi y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza, Cristo, representando y aplicando en el sacrificio de la misa, hasta la venida del Señor (1 Cor 11,26), el único sacrificio del Nuevo Testamento, a saber: el de Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre como hostia inmaculada (Heb 9,11-28)".

EL MISTERIO DE CRISTO

El sacerdote nos introduce en la memoria del Señor, no sólo en su pascua, sino en el misterio de toda su obra, desde su bautismo hasta su pascua en la cruz. El exhorta a la asamblea de los creyentes a vivir en sintonía con el sacrificio de la cruz, que ésta vuelve a vivir en el presente en espera de su consumación definitiva. Por eso el ministerio del sacerdote no se puede limitar a la celebración de un rito; compromete toda la vida y se desarrolla de acuerdo con todo el orden sacramental.

Pero no sería fiel a la tradición quien pretendiera defender que las funciones del sacerdote son de naturaleza estrictamente sacramental y cultual. También es función del sacerdote proclamar la palabra de Dios. La misma Cena, en la que el Señor llama a su sangre "sangre de la alianza", lo pone de manifiesto, pues no hay ningún rito de alianza sin una proclamación de la palabra de Dios a los hombres. El acontecimiento de la alianza es al mismo tiempo acción y palabra. Esta relación aparece todavía más clara cuando se parte de la base de que eucaristía (1 Cor 11,24) no significa tanto una "acción de gracias" en el sentido actual de esta expresión, cuanto una clara y gozosa proclamación de las "maravillas de Dios", de sus hechos salvíficos.

Cuando Jesús declara: "Cada vez que coméis de ese pan y bebéis de esa copa proclamáis la muerte del Señor, hasta que él vuelva" (1 Cor 11,26), su acto de bendición ritual tiene también el sentido de una proclamación de la palabra de Dios. El ministerio de ofrecer la eucaristía ratifica y complementa simplemente una proclamación de la palabra, que va desde el kerigma inicial hasta la catequesis y la misma celebración litúrgica. Predicar, bautizar y celebrar la eucaristía son las funciones esenciales del sacerdote. Sin embargo, dentro del presbiterio dichas funciones pueden estar distribuidas distintamente, según que unos se dediquen más a tareas misioneras y otros a la acción pastoral dentro de la comunidad reunida (Mysterium Salutis). Predicar y enseñar, de otra manera, ¿cómo podrán hacer y administrar los sacramentos con provecho y eficacia salvadores?

ESCASO APRECIO

El sacerdocio hoy está bastante desvalorizado. Las cosas poco prácticas no se cotizan. Esta generación consumista sólo tiene ojos para sus intereses. Ha perdido el sentido de la gratuidad. Un beso y una sonrisa no sirven para nada, pero los necesitamos mucho. Un jardín no es un negocio, pero necesitamos su belleza. Cultivar patatas y cebollas es más productivo, pero los rosales y las azucenas son necesarios. 

El sacerdote sirve. Siempre está sirviendo. Es necesario como la escoba para que esté limpia la casa. Pero a nadie se le ocurre poner la escoba en la vitrina.
 

El sacerdote perdona los pecados, es instrumento de la misericordia de Dios. En un mundo lleno de rencores y envidias, el sacerdote es portador del perdón. Está siempre dispuesto a recibir confidencias, descargar conciencias, aliviar desequilibrios, a sembrar confianza y paz.
 

El sacerdote ilumina. Cuando nos movemos a ras de tierra, nos señala el cielo. Cuando nos quedamos en la superficie de las cosas, nos descubre a Dios en el fondo.
 

El sacerdote intercede. Amansa a Dios, le hace propicio, le da gracias, da a Dios el culto debido. Impetra sus dones.
 

El sacerdote ama. Ha reservado su corazón para ser para todos. El sacerdote es antorcha que sólo tiene sentido cuando arde e ilumina.
 

El sacerdote hace presente a Cristo. En los sacramentos y en su vida. Es el alma del mundo. Donde falta Dios y su Espíritu él es la sal y la vida. No hace cosas sino santos. Todos hemos de ser santos, pero sin sacerdotes difícilmente lo seremos. Es grano de trigo que si muere da mucho fruto. Nada hay en la Iglesia mejor que un sacerdote. Sí lo hay: dos sacerdotes. Por eso hemos de pedir al Señor de la mies que envíe trabajadores a su mies (Mt 9,38).


LA ELECCIÓN

"No me habéis elegido vosotros a mí, os he elegido yo a vosotros". La elección indica siempre predilección. Si voy a un jardín, miro y remiro: tallo, capullo, color, aguante...Elijo, corto y me la llevo. Pero sé que yo no podré ni cambiar el color, ni darles más resistencia, ni aumentarles la belleza.

Cuando Dios elige, elige a través de su Verbo: "Por El fueron creadas todas las cosas". Cuando un joven elige a su novia, es él quien elige. Si eligiesen sus padres u otros, probablemente saldría mal. Cuando Dios elige esposa, respeta a su Hijo, que se ha desposar con ella. Cuando Dios elige ministros suyos, deja a su Verbo la elección. Porque han de continuar sus mismos misterios.

Parece que el Señor tendrá sus preferencias. Contando con que siempre puede rectificar y enderezar, romper el cántaro y rehacerlo, y purificar, es verosímil que cuente con lo que ya hay en las naturalezas, creadas por El: "Omnia per ipso facta sunt".

Una de las primeras cualidades que parece buscará será la docilidad. Docilidad que casi siempre es crucificante. Otra, será la sencillez: "Si no os hacéis como niños"... Manifestarse sin hipocresía, con naturalidad.

“VOSOTROS SOIS MIS AMIGOS"

"Vosotros sois mis amigos." ¡Cuánta es la misericordia de nuestro Creador! ¡No somos dignos de ser siervos y nos llama amigos! ¡Qué honor para los hombres: ser amigos de Dios! Pero ya que habéis oído la gloria de la dignidad, oíd también a costa de qué se gana: "Si hacéis lo que yo os mando." Alegraos de la dignidad, pero pensad a costa de qué trabajos se llega a tal dignidad. En efecto, los amigos elegidos de Dios doman su carne, fortalecen su espíritu, vencen a los demonios, brillan en virtudes, menosprecian lo presente y predican con obras y con palabras la patria eterna; además, la aman más que a la vida; pueden ser llevados a la muerte, pero no doblegados. Considere, pues, cada uno si ha llegado a esta dignidad de ser llamado amigo de Dios, y si así es no atribuya a sus méritos los dones que encuentre en él, no sea que venga a caer en la enemistad. Por eso añadió el Señor: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto".

MÍSTICA DEL SACERDOCIO DE JUAN PABLO MAGNO

San Francisco de Sales, el Doctor de las alegorías, relata en su “Introducción a la Vida devota”, libro famoso y exitoso en su tiempo, que Alejandro Magno encargó a Apeles pintar el retrato de Compaspe, la hermosa, a la que amaba intensamente. Apeles, naturalmente, la estuvo contemplando durante mucho tiempo, y se enamoró de ella. Lo intuyó Alejandro y compadecido de él, se privó, por el afecto que tenía a Apeles, de la más querida amiga que jamás tuvo en el mundo, con lo cual, dice Plinio, dio una prueba de la magnanimidad de su cora­zón, mayor que la más brillante de sus victorias.

En “El hermano de nuestro Dios”, una obra de teatro suya, Karol Wojtyla ha escrito que cualquier intento de comprender a alguien implica penetrar hasta las raíces de nuestra humanidad, donde se encentra un elemento extra histórico. Pocas voces me llegan turbias sobre Juan Pablo II, aunque no faltan algunas, pero siempre pienso que no le conocen y más, que no le pueden comprender los que las dicen, porque no está a su alcance conocerle.

MEDITACIÓN SOBRE EL MINISTERIO SACERDOTAL 

Es San Pablo quien, en su Carta a los Corintios, define a los sacerdotes: "servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles´´ (1 Co 4,1). Juan Pablo II, en el tema VIII de su libro “Don y Misterio”, sus memorias escritas y publicadas al cumplir sus Bodas de Oro sacerdotales, medita agudamente este texto: “el administrador no es el propietario, sino aquel a quien el propietario confía sus bienes para que los gestione con justicia y responsabilidad. El sacerdote recibe de Cristo los bienes de la salvación para distribuirlos entre las personas a las cuales es enviado. Es por tanto, el hombre de la palabra de Dios, el hombre del sacramento, el hombre del misterio de la fe´´. La vocación sacerdotal es el misterio de un "maravilloso intercambio" entre Dios y el hombre. El hombre ofrece a Cristo su humanidad para que El pueda servirse de ella como instrumento de salvación, casi haciendo de este hombre otro sí mismo”. Yo lo canté, lo intenté balbucear así el día de mis Bodas de Oro Sacerdotales, un año después que el Papa:

HIMNO SACERDOTAL

Recién ordenado y estudiante en la Universidad de Salamanca:

Necesitaste y necesitas de mis manos
para bendecir, perdonar y consagrar;
mi corazón para amar a mis hermanos,
pediste mis lágrimas y no me ahorré el llorar.

Mis audacias yo te di sin cuentagotas,
derroché mí tiempo enseñando a orar,
mi voz gasté predicando tu palabra
y me dolió el corazón de tanto amar.

A nadie negué lo que me dabas para todos.
A todos quise en su camino estimular.
Me olvidé de que por dentro yo lloraba,
y me consagré de por vida a consolar.

Pediste que te entregara mis pies
y te los ofrecí sin protestar,
caminé sudoroso tus caminos,
y ofrecí tu perdón con gran afán.

Cada vez que me abrazabas lo sentía
porque me sangraba el corazón,
eran tus mismas espinas que me herían
y me encendían en la hoguera de tu amor.

Fui sembrando de Hostias mi camino
inmoladas en tu personificación:
innumerables Eucaristías ofrecidas,
han traspasado la tierra de fulgor.

El que no tiene ojos para percibir el misterio del "intercambio" del hombre con el Redentor no podrá comprender que un joven renuncie a todo por Cristo, seguro de que su personalidad humana se realizará plenamente.

LA GRANDEZA DE NUESTRA HUMANIDAD

Retóricamente pregunta Juan Pablo II: “¿Hay en el mundo una realización más grande de nuestra humanidad que poder representar cada día “in persona Christi” el Sacrificio redentor, el mismo que Cristo llevó a cabo en la Cruz? En este Sacrificio está presente del modo más profundo el Misterio trinitario, y como "recapitulado´´ todo el universo creado (Ef 1,10). La Eucaristía ofrece "sobre el altar de la tierra entera el trabajo y el sufrimiento del mundo´´, en bella expresión de Teilhard de Chardin. En la Eucaristía todas las criaturas visibles e invisibles, y en particular el hombre, bendicen a Dios como Creador y Padre con las palabras y la acción de Cristo, Hijo de Dios. Por eso "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar´´ (Lc 10,21).

Estas palabras nos introducen en la intimidad del misterio de Cristo, y nos acercan al misterio de la Eucaristía, en la que el Hijo consustancial al Padre, le ofrece el sacrificio de sí mismo por la humanidad y por toda la creación. En la Eucaristía Cristo devuelve al Padre todo lo que de El proviene, profundo misterio de justicia de la criatura al Creador, el hombre da honor al Creador ofreciendo, en acción de gracias y de alabanza, todo lo que de El ha recibido. Sólo el hombre puede reconocer y saldar como criatura imagen y semejanza de Dios tal deuda, que por sus limitación de criatura pecadora, es incapaz de realizar si Cristo mismo, Hijo consustancial al Padre y verdadero hombre, no emprendiera esta iniciativa eucarística. El sacerdote, celebrando la Eucaristía, penetra en el corazón de este misterio. Por eso la celebración de la Eucaristía es para él, el momento más importante y sagrado de la jornada y el centro de su vida”.

EL SACERDOTE ES EL HOMBRE DE LA PALABRA

Afirma el Papa que el sacerdote es “el hombre de la palabra de Dios, el hombre del sacramento, el hombre del misterio de la fe´´. Y lo razona: “Para ser guía auténtico de la comunidad, verdadero administrador de los misterios de Dios, el sacerdote está llamado a ser hombre de la palabra de Dios, generoso e incansable evangelizador. Hoy, frente a las tareas inmensas de la "nueva evangelización´´, se ve aún más esta urgencia. Después de tantos años de ministerio de la Palabra, que especialmente como Papa me han visto peregrino por todos los rincones del mundo, debo dedicar algunas consideraciones a esta dimensión de la vida sacerdotal. Una dimensión exigente, ya que los hombres de hoy esperan del sacerdote antes que la palabra "anunciada", la palabra "vivida". El sacerdote debe "vivir de la Palabra´´. Pero al mismo tiempo, se ha de esforzar por estar intelectualmente preparado para conocerla a fondo y anunciarla eficazmente. En nuestra época, la formación intelectual es muy importante. Esta permite entablar un diálogo intenso y creativo con el pensamiento contemporáneo.

Los estudios humanísticos y filosóficos y el conocimiento de la teología son los caminos para alcanzar esta formación intelectual, que debe ser profundizada durante toda la vida. Pero el estudio, para ser formativo, ha de ir acompañado por la oración, la meditación, la súplica de los dones del Espíritu Santo: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Santo Tomás explica cómo, con los dones del Espíritu Santo, el organismo espiritual del hombre se hace sensible a la luz de Dios, a la luz del conocimiento y a la inspiración del amor. Esta súplica me ha acompañado desde mi juventud y a ella sigo siendo fiel hasta ahora”.

LA CIENCIA INFUSA PRESUPONE LA ADQUIRIDA

“Enseña Santo Tomás, que la "ciencia infusa", no exime del deber de procurarse la "ciencia adquirida". Después de mi ordenación -escribe -fui enviado a Roma para perfeccionar los estudios. Luego, tuve que dedicarme a la ciencia como profesor de Ética en la Facultad teológica de Cracovia y en la Universidad de Lublin. Su fruto fueron el doctorado sobre San Juan de la Cruz y la tesis sobre Max Scheler. Debo mucho a este trabajo de investigación, que a mi formación aristotélico-tomista, injertaba el método fenomenológico, que me ha permitido escribir numerosos ensayos creativos, como mi libro "Persona y acción”, entrando en la corriente contemporánea del personalismo filosófico, cuyo estudio ha repercutido en los frutos pastorales. Muchas de las reflexiones maduradas en estos estudios me ayudan en los encuentros con las personas individuales y con las multitudes en mis viajes apostólicos. Esta formación en el horizonte cultural del personalismo me ha dado una conciencia más profunda de cómo cada uno es una persona única e irrepetible, y esto es muy importante para todo sacerdote. En diálogo con naturalistas, físicos, biólogos e historiadores, se puede llegar a la verdad. Es preciso que el esplendor de la verdad --Veritatis Splendor- -permita a los hombres intercambiar reflexiones y enriquecerse recíprocamente. He traído desde Cracovia a Roma la tradición de encuentros interdisciplinares periódicos, que tienen lugar durante el verano en CastelGandolfo”.

LOS LABIOS DEL SACERDOTE

"Los labios de los sacerdotes guardan la ciencia..." (Ml 2,7). A Juan Pablo le gustan estas palabras del profeta Malaquías, por su valor programático para el ministro de la Palabra, que debe ser hombre de ciencia en el sentido más alto del término, pues no sólo debe transmitir verdades doctrinales, sino tener experiencia personal y viva del Misterio porque en esto consiste "la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3).

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