Fundamentado sobre la roca, Cristo
- 07 Diciembre 2017
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Evangelio según San Mateo 7,21.24-27.
Jesús dijo a sus discípulos:
"No son los que me dicen: 'Señor, Señor', los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo.
Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca.
Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero esta no se derrumbó porque estaba construida sobre roca.
Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena.
Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: esta se derrumbó, y su ruina fue grande".
San Ambrosio de Milán, obispo y doctor de la Iglesia
Memoria de san Ambrosio, obispo de Milán, y doctor de la Iglesia, que descansó en el Señor el día cuatro de abril, fecha que en aquel año coincidía con la vigilia pascual, pero que se le venera en el día de hoy, en el cual, siendo aún catecúmeno, fue escogido para gobernar aquella célebre sede, mientras desempeñaba el oficio de Prefecto de la ciudad. Verdadero pastor y doctor de los fieles, ejerció preferentemente la caridad para con todos, defendió valerosamente la libertad de la Iglesia y la recta doctrina de la fe en contra de los arrianos, y catequizó el pueblo con los comentarios y la composición de himnos.
El valor y la constancia para resistir el mal forman parte de las virtudes esenciales de un obispo. En ese sentido, san Ambrosio fue uno de los más grandes pastores de la Iglesia de Dios. Se le consideró tradicionalmente como uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia de Occidente, junto con san Agustín, san Jerónimo y san Gregorio Magno. El santo nació en Tréveris, probablemente el año 340. Su padre, que se llamaba también Ambrosio, era entonces prefecto de la Galia. El prefecto murió cuando su hijo era todavía joven, y su esposa volvió con la familia a Roma. La madre de san Ambrosio dio a sus hijos una educación esmerada, y puede decirse que el futuro santo debió mucho a su madre y a su hermana santa Marcelina. El joven aprendió el griego, llegó a ser buen poeta y orador y se dedicó a la abogacía. En el ejercicio de su carrera llamó la atención de Anicio Probo y de Símaco. Este último, que era prefecto de Roma, se mantenía en el paganismo. Probo era prefecto pretorial de Italia.
Ambrosio defendió ante este último varias causas con tanto éxito, que Probo le nombró asesor suyo. Más tarde, el emperador Valentiniano nombró al joven abogado gobernador con residencia en Milán (norte de Italia). Cuando Ambrosio se separó de su protector Probo, éste le recomendó: «Gobierna más bien como obispo que como juez». El oficio que se había confiado a Ambrosio era del rango consular y constituía uno de los puestos de mayor importancia y responsabilidad en el imperio de Occidente.
El obispo Auxencio, un hereje arriano que había gobernado la diócesis de Milán durante casi veinte años, murió el año 374. La ciudad se dividió en dos partidos, ya que unos querían a un obispo fiel a la fe católica y otros a un arriano. Para evitar en cuanto fuese posible que la división degenerase en pleito, san Ambrosio acudió a la iglesia en la que iba a llevarse a cabo la elección, y exhortó al pueblo a proceder a ella pacíficamente y sin tumulto. Mientras el santo hablaba, alguien gritó: «¡Ambrosio obispo!» Todos los presentes repitieron unánimemente ese grito, y católicos y arrianos eligieron al santo para el cargo. Ambrosio quedó desconcertado tanto más cuanto que, aunque era cristiano, no estaba todavía bautizado. Pero los obispos presentes ratificaron su nombramiento por aclamación. Ambrosio alegó irónicamente que «la emoción había pesado más que el derecho canónico» y trató de huir de Milán. El emperador recibió un informe sobre lo sucedido. Por su parte, Ambrosio también le escribió, rogándole que le permitiese renunciar. Valentiniano respondió que se sentía muy complacido por haber sabido elegir a un gobernador que era digno de ser obispo, y mandó al vicario de la provincia que tomase las medidas necesarias para consagrar a Ambrosio. Este trató de escapar una vez más y se escondió en casa del senador Leoncio. Pero, cuando Leoncio se enteró de la decisión del emperador, entregó al santo, y éste no tuvo más remedio que aceptar. Así pues, recibió el bautismo y, una semana más tarde, el 7 de diciembre de 374, se le confirió la consagración episcopal. Tenía entonces unos treinta y cinco años.
Consciente de que ya no pertenecía al mundo, el santo decidió romper todos los lazos que le unían a él. En efecto, repartió entre los pobres sus bienes muebles y cedió a la Iglesia todas sus tierras y posesiones; lo único que conservó fue una renta para su hermana santa Marcelina. Por otra parte, confió a su hermano san Sátiro la administración temporal de su diócesis para poder consagrarse exclusivamente al ministerio espiritual. Poco después de su ordenación, escribió a Valentiniano quejándose con amargura de los abusos de ciertos magistrados imperiales. El emperador le respondió: «Desde hace tiempo estoy acostumbrado a tu libertad de palabra y no por ello dejé de aceptar tu elección.
No dejes de seguir aplicando a nuestras faltas los remedios que la ley divina prescribe». San Basilio escribió a Ambrosio para felicitarle, o más bien dicho para felicitar a la Iglesia por su elección para exhortarle a combatir vigorosamente a los arrianos. San Ambrosio, que se creía muy ignorante en las cuestiones teológicas, se entregó al estudio de la Sagrada Escritura y de las obras de los autores eclesiásticos, particularmente de Orígenes y san Basilio. En sus estudios le dirigió san Simpliciano, un sabio sacerdote romano, a quien amaba como amigo, honraba como padre y reverenciaba como maestro. San Ambrosio combatió con tanto éxito el arrianismo que la erradicó casi por completo de Milán. El santo vivía con gran sencillez y trabajaba infatigablemente. Sólo cenaba los domingos, los días de la fiesta de algunos mártires famosos y los sábados. En efecto, en Milán no se ayunaba nunca en sábado; pero cuando Ambrosio estaba en Roma, ayunaba también los sábados. El santo no asistía jamás a los banquetes y recibía en su casa con suma frugalidad. Todos los días celebraba la misa por su pueblo y vivía consagrado enteramente al servicio de su grey; todos los fieles podían hablar con él siempre que lo deseaban, y le amaban y admiraban enormemente. El santo tenía por norma no meterse nunca a arreglar matrimonios, no aconsejar a nadie que ingresase en el ejército, y no recomendar a nadie para los puestos de la corte. Los visitantes invadían la casa del obispo, que estaba siempre ucupadísimo, hasta el grado de que san Agustín fue a verle varias veces y entró y salió de la habitación de san Ambrosio, sin que éste advirtiese su presencia. En sus sermones, san Ambrosio alababa con frecuencia el estado y la virtud de la virginidad por amor a Dios, y dirigía personalmente a muchas vírgenes consagradas. A petición de santa Marcelina, el santo reunió sus sermones sobre el tema; tal fue el origen de uno de sus tratados mas famosos. Las madres impedían que sus hijas fuesen a oír predicar a san Ambrosio, y aun llegó a acusársele de que quería despoblar el Imperio. El santo respondía: «Quisiera que se me citase el caso de un hombre que haya querido casarse y no haya encontrado esposa», y sostenía que en los sitios en que se tiene en alta estima la virginidad la población es mayor. Según él, la guerra y no la virginidad era el gran enemigo de la raza humana.
Como los godos hubiesen invadido ciertos territorios romanos del Oriente, el emperador Graciano decidió acudir con su ejército en socorro de su tío Valente. Sin embargo, para preservarse del arrianismo, del que Valente era gran protector, Graciano pidió a san Ambrosio que le instruyese sobre dicha herejía. Con ese objeto, el santo escribió el año 377 una obra titulada «A Graciano acerca de la Fe» y, más tarde, la amplió. Los godos habían causado estragos desde Tracia a la Iliria. San Ambrosio, no contento con reunir todo el dinero posible para rescatar a los prisioneros, mandó fundir los vasos sagrados. Los arrianos consideraron esa medida como un sacrilegio y se la echaron en cara. El santo respondió que le parecía más útil salvar vidas humanas que conservar el oro: «Si la Iglesia tiene oro, no es para guardarlo, sino para emplearlo en favor de los necesitados». Después del asesinato de Graciano en 383, la emperatriz Justina rogó a san Ambrosio que negociase con el usurpador Máximo para evitar que éste atacase a su hijo, Valentiniano II. San Ambrosio fue a entrevistarse con Máximo en Tréveris y consiguió convencerle de que se contentase con la Galia, España y las Islas Británicas. Según se dice, fue ésa la primera vez que un ministro del Evangelio intervino en los asuntos de la alta política. El objeto de tal intervención fue precisamente defender el orden contra un usurpador armado.
Por entonces, ciertos senadores trataron de restablecer en Roma el culto a la diosa Victoria. El grupo estaba encabezado por Quinto Aurelio Símaco, hijo y sucesor del prefecto romano que había protegido a san Ambrosio en su juventud y había sido un admirable erudito, hombre de Estado y orador. Quinto Aurelio Símaco pidió a Valentiniano que reconstruyese el altar de la Victoria en el senado, pues a dicha diosa atribuía los triunfos y la prosperidad de la antigua Roma. Quinto Aurelio Símaco redactó muy hábilmente su petición, apelando a la emoción y empleando argumentos que se oyen todavía en labios de los no católicos: «¿Qué importa el camino por el que cada uno busca la verdad? Existen muchos caminos para llegar al gran misterio». La petición era un ataque velado contra san Ambrosio. Cuando el santo se enteró por conducto privado de la existencia del documento, escribió al emperador pidiéndole que le enviase una copia y reprendiéndolo por no haberle consultado inmediatamente en ese asunto que atañía a la religión. Poco después, escribió una respuesta que sobrepasaba en elocuencia a la petición de Símaco y la demolía punto por punto. Tras ridiculizar la idea de que los éxitos conseguidos por el valor de los soldados se vaticinaban en las entrañas de las bestias sacrificadas, el santo, elevándose a las cumbres de la más alta retórica, hablaba por boca de Roma, diciendo que la ciudad se lamentaba de sus errores pasados y que no se avergonzaba de cambiar, puesto que el mundo había cambiado también. En seguida, Ambrosio exhortaba a Símaco y sus compañeros a interpretar los misterios de la naturaleza a través del Dios que los había creado y a pedir a Dios que concediese la paz a los emperadores, en vez de pedir a los emperadores que les concediesen adorar en paz a sus dioses. La respuesta del santo terminaba con una parábola sobre el progreso y el desarrollo del mundo: «Por medio de la justicia, la verdad se cierne sobre las ruinas de las opiniones que antiguamente gobernaban el mundo». Tanto el escrito de Símaco como el de San Ambrosio fueron leídos ante el emperador y su consejo. No hubo discusión de ninguna especie. Valentiniano dijo a los presentes: «Mi padre no destruyó los altares, y nadie le pidió tampoco que los reconstruyese. Yo seguiré su ejemplo y no modificaré el estado de cosas».
La emperatriz Justina no se atrevió a apoyar abiertamente a los arrianos mientras vivieron su esposo y Graciano; pero, en cuanto la paz que san Ambrosio negoció entre Máximo y el hijo de Justina le dieron oportunidad de oponerse al obispo, se olvidó de todo lo que le debía. Al acercarse la Pascua del año 385, Justina indujo a Valentiniano a reclamar la basílica Porcia (actualmente llamada de San Víctor), situada en las afueras de Milán, para cederla a los arrianos, entre los que se contaban ella y muchos personajes de la corte. San Ambrosio respondió que jamás entregaría un templo de Dios. Entonces, Valentiniano envió a unos mensajeros a pedir la nueva basílica de los Apóstoles. Pero el santo obispo no cedió. El emperador mandó a sus cortesanos a apoderarse de la basílica. Los milaneses, enfurecidos al ver eso, tomaron prisionero a un sacerdote arriano. Al enterarse de lo sucedido, san Ambrosio pidió a Dios que no permitiese que la sangre corriese y envió a varios sacerdotes y diáconos a rescatar al prisionero. Aunque el santo tenía de su parte a la multitud y aun al ejército, se guardó de hacer o decir nada que pudiese desatar la violencia y poner en peligro al emperador y a su madre. Cierto que se negó a entregar las iglesias, pero se abstuvo de oficiar en ellas para no encender los ánimos. Sus adversarios, que le llamaban «el Tirano», hicieron lo posible por provocarle. San Ambrosio preguntó a sus enemigos: «¿Por qué me llamáis tirano? Cuando me enteré de que la iglesia estaba rodeada de soldados, dije que no la entregaría, pero que tampoco me lanzaría a la lucha. Máximo no afirma que tiranicé a Valentiniano, a pesar de que a él le impedí marchar sobre Italia». En el momento en que el santo explicaba un pasaje del libro de Job al pueblo, irrumpió en la capilla un pelotón de soldados, a los que se había dado la orden de atacar; pero ellos se negaron a obedecer y entraron a orar con los católicos. A los pocos momentos, todo el pueblo se dirigió a la basílica contigua, arrancó las decoraciones que se habían puesto para recibir al emperador, y las dio a los niños para que jugasen con ellas. Sin embargo, San Ambrosio no aprovechó ese triunfo y no entró en la basílica sino hasta el día de Pascua, cuando Valentiniano retiró de ahí a los soldados.
El pueblo celebró con gran júbilo esa victoria. San Ambrosio escribió un relato de los hechos a santa Marcelina, que estaba entonces en Roma, y añadió que preveía desórdenes todavía mayores: «El eunuco Calígono, que es camarlengo imperial, me dijo: 'Tú desprecias al emperador, de suerte que te voy a mandar decapitar'. Yo repuse: '¡Dios lo quiera! Así sufriría yo como corresponde a un obispo, y tú obrarías como las gentes de tu calaña.'»
En enero del año siguiente, Justina convenció a su hijo de que promulgase una ley para autorizar a los arrianos a celebrar reuniones y las prohibiera a los católicos. Dicha ley amenazaba con la pena de muerte a quien tratase de impedir las reuniones de los arrianos. Además se condenaba al destierro a quien se opusiese a que las iglesias fuesen cedidas a los arrianos. San Ambrosio no hizo caso de la ley y se negó a entregar una sola iglesia. Sin embargo, nadie se atrevió a tocarle. «Yo he dicho ya lo que un obispo tenía que decir. Que el emperador proceda ahora como corresponde a un emperador. Nabot se negó a entregar la herencia de sus antepasados. ¿Cómo voy yo a entregar las iglesias de Jesucristo?» El Domingo de Ramos, el santo predicó sobre su decisión de no entregarlas. Entonces, el pueblo, temeroso de la venganza del emperador, se encerró con su pastor en la basílica. Las tropas imperiales la sitiaron con miras a vencer al pueblo por el hambre; pero ocho días después, el pueblo seguía ahí. Para ocupar a las gentes, san Ambrosio se dedicó a enseñarles himnos y salmos que él mismo había compuesto. Todos cantaban en coros alternados. El emperador envió al tribuno Dalmacio a conferenciar con el santo. Proponía que Ambrosio y el obispo arriano, Auxencio, eligiesen conjuntamente un grupo de jueces para decidir la cuestión. Si san Ambrosio no aceptaba esa proposición, debía retirarse y dejar la diócesis en manos de Auxencio. Ambrosio respondió por escrito al emperador, haciéndole notar que los laicos (pues Valentiniano había propuesto que se eligiesen jueces laicos) no tenían derecho a juzgar a los obispos ni a dictar leyes eclesiásticas. En seguida, el santo subió al púlpito y expuso al pueblo el desarrollo de los acontecimientos en el último año. En una sola frase resumió espléndidamente el fondo de la disputa: «El emperador está en la Iglesia, no sobre la Iglesia».
Entre tanto, llegó la noticia de que Máximo, con el pretexto de la persecución de que eran objeto los católicos, así como ciertas cuestiones de fronteras, estaba preparándose para invadir Italia. Valentiniano y Justina, sobrecogidos por el pánico, rogaron entonces a san Ambrosio que partiese nuevamente a impedir la invasión del usurpador. Olvidando todas las injurias públicas y privadas de que había sido objeto, el santo emprendió el viaje. Máximo, que estaba en Tréveris, se negó a concederle una audiencia privada, a pesar de que Ambrosio era obispo y embajador imperial, y le propuso recibirle en un consistorio público.
Cuando Ambrosio fue introducido a la presencia de Máximo y éste se levantó del trono para darle el beso de paz, el santo permaneció inmóvil y se negó a acercarse a recibir el ósculo. En seguida, demostró públicamente a Máximo que la invasión que proyectaba era injustificable y constituía una deslealtad y terminó pidiéndole que enviase a Valentiniano los restos de su hermano Graciano como prenda de paz. Desde su llegada a Tréveris, el santo se había negado a mantener la comunión con los prelados de la corte que habían participado en la ejecución del hereje Prisciliano, y aun con el mismo Máximo. Por ello, se le ordenó al día siguiente que abandonase Tréveris. El santo regresó a Milán, no sin escribir antes a Valentiniano para referirle lo sucedido y aconsejarle que no se dejase engañar por Máximo, pues consideraba a éste como un enemigo velado que prometía la paz pero buscaba la guerra. En efecto, Máximo invadió súbitamente Italia, donde no encontró oposición alguna. Justina y Valentiniano dejaron en Milán a san Ambrosio para que hiciese frente a la tormenta y huyeron a Grecia en busca del amparo del emperador de Oriente, Teodosio, en cuyas manos se pusieron. Teodosio declaró la guerra a Máximo, le derrotó y ejecutó en Panonia, y devolvió a Valentiniano sus territorios y los que le había arrebatado el usurpador. Pero en realidad, Teodosio fue quien gobernó desde entonces el imperio.
El emperador de Oriente permaneció algún tiempo en Milán, e indujo a Valentiniano abandonar el arrianismo y a tratar a san Ambrosio con el respeto que merecía un obispo verdaderamente católico. Sin embargo, no dejaron de surgir conflictos entre Teodosio y san Ambrosio y hay que reconocer que en el primero de esos conflictos no faltaba razón a Teodosio. En efecto, ciertos cristianos de Kallinikum de Mesopotamia habían demolido la sinagoga de los judíos. Cuando Teodosio se enteró, ordenó que el obispo del lugar, a quien se acusaba de estar complicado en el asunto, se encargase de reconstruir la sinagoga. El obispo apeló a san Ambrosio, quien escribió una carta de protesta a Teodosio ; pero, en vez de alegar que no se conocían con certeza las circunstancias del caso, el santo basó su protesta en la tesis exagerada de que ningún obispo cristiano tenía derecho a pagar la construcción de un templo de una religión falsa. Como Teodosio hiciese caso omiso de esa protesta, san Ambrosio predicó contra él en su presencia, lo que dio lugar a una discusión en la iglesia. El santo no celebró la misa hasta haber arrancado a Teodosio la promesa de que revocaría la orden que había dado.
El año 390, llegó a Milán la noticia de una horrible matanza que había tenido lugar en Tesalónica. Buterico, el gobernador, había encarcelado a un auriga que había seducido a una sirvienta de palacio, y se negó a ponerle en libertad por más que el pueblo quería verlo correr en el circo. La multitud se enfureció tanto ante la negativa, que mató a pedradas a varios oficiales y asesinó a Buterico. Teodosio ordenó que se tomasen represalias increíblemente crueles. Los soldados rodearon el circo cuando todo el pueblo se hallaba congregado en él, y cargaron contra la multitud. La carnicería duró cuatro horas. Los soldados dieron muerte a 7.000 personas, sin distinción de edad, de sexo, ni de grado de culpabilidad. El mundo entero quedó aterrorizado y volvió los ojos a san Ambrosio, quien reunió a los obispos para consultarles sobre el caso. En seguida, escribió a Teodosio una carta muy digna, en la que le exhortaba a aceptar la penitencia eclesiástica y declaraba que no podía ni estaba dispuesto a recibir su ofrenda y celebrar ante él los divinos misterios hasta que hubiese cumplido esa obligación: «Los sucesos de Tesalónica no tienen precedente. Sois humano y os habéis dejado vencer por la tentación. Os aconsejo, os ruego y os suplico que hagáis penitencia. Vos, que en tantas ocasiones os habéis mostrado misericordioso y habéis perdonado a los culpables, mandasteis matar a muchos inocentes. El demonio quería sin duda arrancaros la corona de piedad que era vuestro mayor timbre de gloria. Arrojadle lejos de vos ahora que podéis hacerlo. Os escribo esto de mano propia para que leáis en particular». El efecto que produjo esta carta en un hombre que sin duda estaba devorado por los remordimientos ha sido desvirtuado por una leyenda, según la cual, como Teodosio se negase a aceptar la penitencia eclesiástica, san Ambrosio salió a la puerta de la iglesia para impedirle el paso, cuando se acercaba con toda su corte a oír la misa. El obispo le reprendió públicamente y se negó a admitirle. El emperador estuvo excomulgado ocho meses, al cabo de los cuales se sometió sin condiciones. El P. Van Ortroy, S.J., echó por tierra esa leyenda. Por otra parte, la «religiosa humildad» que san Agustín, bautizado apenas tres años antes por san Ambrosio, atribuye a Teodosio, resume perfectamente cuanto necesitamos saber: «Habiendo incurrido en las penas eclesiásticas, hizo penitencia con extraordinario fervor y, los que habían acudido a interceder por él, se estremecían de compasión al ver tanto rebajamiento de la dignidad imperial más de lo que hubiesen temblado ante su cólera si se hubieran sentido culpable de alguna falta en su presencia». En la oración fúnebre de Teodosio, dijo san Ambrosio simplemente: «Se despojó de todas las insignias de la dignidad regia y lloró públicamente su pecado en la iglesia. Él, que era emperador, no se avergonzó de hacer penitencia pública, en tanto que otros muchos menores que él se rehúsan a hacerla. El no cesó de llorar su pecado hasta el fin de su vida». Ese triunfo de la gracia en Teodosio y del deber pastoral en Ambrosio demostró al mundo que la iglesia no hace distinción de personas y que las leyes morales obligan a todos por igual. El propio Teodosio dio testimonio de la influencia decisiva de san Ambrosio en aquellas circunstancias, al señalarle como el único obispo digno de ese nombre que él había conocido.
Teodoreto menciona otro ejemplo de la humildad y religiosidad de que Teodosio dio muestra. Un día de fiesta, durante la misa en la catedral de Milán, Teodosio se acercó al altar a depositar su ofrenda y permaneció en el presbiterio. San Ambrosio le preguntó si deseaba algo. El emperador dijo que quería asistir a la misa y comulgar. Entonces san Ambrosio mandó al diácono a decirle: «Señor, durante la celebración de la misa nadie puede estar en el presbiterio. Os ruego que os retiréis a donde están los demás. La púrpura os hace príncipe pero no sacerdote». Teodosio se disculpó y dijo que estaba en la creencia de que en Milán existía la misma costumbre que en Constantinopla, donde el sitial del emperador se hallaba en el presbiterio. En seguida, dio las gracias al obispo por haberle instruido y se retiró al sitio en el que se hallaban los laicos.
El año 393, tuvo lugar la patética muerte del joven Valentiniano, quien fue asesinado en las Galias por Arbogastes cuando se hallaba solo entre sus enemigos. San Ambrosio, que había partido en auxilio suyo, encontró la procesión funeraria antes de cruzar los Alpes. Arbogastes, a quien se había dicho que san Ambrosio era «un hombre que dice al sol: '¡Detente!', y el sol se detiene», había maniobrado para conseguir que el santo obispo le apoyase en sus intereses. Pero Ambrosio, sin nombrar personalmente a Arbogastes, manifestó claramente en la oración fúnebre de Valentiniano que sabía a qué atenerse sobre su muerte. Por otra parte, salió de Milán antes de la llegada de Eugenio, el enviado de Arbogastes, de suerte que este último empezó a amenazar con perseguir a los cristianos. Entre tanto, san Ambrosio fue de ciudad en ciudad, exhortando al pueblo a oponerse a los invasores. Después regresó a Milán, donde recibió la carta en que Teodosio le anunciaba que había vencido a Arbogastes en Aquilea. Dicha victoria fue el golpe de muerte al paganismo en el imperio. Pocos meses después, murió Teodosio en brazos de san Ambrosio. En la oración fúnebre del emperador, el santo habló con gran elocuencia del amor que profesaba al difunto y de la gran responsabilidad que pesaba sobre sus dos hijos, a quienes tocaba gobernar un imperio cuyo lazo de unión era el cristianismo. Los dos hijos de Teodosio eran los débiles Arcadio y Honorio. Es posible que un joven godo, oficial de caballería del ejército imperial, haya estado presente en la iglesia. Su nombre era Alarico.
San Ambrosio sólo sobrevivió dos años a Teodosio el Grande. Una de las últimas obras que escribió fue el tratado sobre «La bondad de la muerte». Las obras homiléticas, exegéticas, teológicas, ascéticas y poéticas del santo son numerosísimas. En tanto que el Imperio Romano comenzaba a decaer en el Occidente, san Ambrosio daba nueva vida a su idioma y enriquecía a la Iglesia con sus escritos. Cuando el santo cayó enfermo, predijo que moriría después de la Pascua, pero prosiguió sus estudios acostumbrados y escribió una explicación al salmo 43. Mientras san Ambrosio dictaba, Paulino, que era su secretario y fue más tarde su biógrafo, vio una llama en forma de escudo posarse sobre su cabeza y descender gradualmente hasta su boca, en tanto que su rostro se ponía blanco como la nieve. A este propósito escribió Paulino: «Estaba yo tan asustado, que permanecí inmóvil, sin poder escribir. Y a partir de ese día, dejó de escribir y de dictarme, de suerte que no terminó la explicación del salmo». En efecto, el escrito sobre el salmo se interrumpe en el versículo veinticuatro. Después de ordenar al nuevo obispo de Pavia, san Ambrosio tuvo que guardar cama. Cuando el conde Estilicón, tutor de Honorio, se enteró de la noticia, dijo públicamente: «El día en que ese hombre muera, la ruina se cernirá sobre Italia». Inmediatamente, el conde envió al santo unos mensajeros para pedirle que rogara a Dios que le alargase la vida. El santo repuso: «He vivido de suerte que no me avergonzaría de vivir más tiempo. Pero tampoco tengo miedo de morir, pues mi Amo es bueno». El día de su muerte, Ambrosio estuvo varias horas acostado con los brazos en cruz, orando constantemente. San Honorato de Vercelli, que se hallaba descansando en otra habitación, oyó una voz que le decía tres veces: «¡Levántate pronto, que se muere!» Inmediatamente bajó y dio el viático a san Ambrosio, quien murió a los pocos momentos. Era el Viernes Santo, 4 de abril de 397. El santo tenía aproximadamente cincuenta y siete años. Fue sepultado el día de Pascua. Sus reliquias reposan bajo el altar mayor de su basílica, a donde fueron trasladadas el año 835. Su fiesta se celebra el día del aniversario de su consagración episcopal, 7 de diciembre, tanto en Oriente como en Occidente. Su nombre figura en el canon de la misa del rito milanés.
R. Palanque, Saint Ambroise et l'Empire Romain (1934), acerca de la cual véase el juicio del P. Halkin en Analecta Bollandiana, vol. lit (1934), pp. 395-401, y F. Homes Dudden, The Life and Times of St Ambrose (1935), 2 vols. Ambos autores estudian la vida del santo desde muchos puntos de vista, con amplio conocimiento de las fuentes y de la bibliografía moderna sobre el tema. Las principales fuentes son los escritos del santo y la biografía de Paulino; pero naturalmente, se encuentran muchos datos dispersos en las obras de san Agustín y otros contemporáneos, lo mismo que en los documentos que el P. Van Ortroy llama «las biografías griegas de san Ambrosio». El importante estudio de este último autor forma parte de una valiosa colección de ensayos publicados en 1897 con motivo del décimo quinto centenario de la muerte del santo. En dicho volumen, titulado Ambrosiana, escribieron el Dr. Achille Ratti (Pío XI), Marucchi, Savio, Schenkl, Mocquereau, etc. Véase también R. Wirtz, Ambrosius und seine Zeit (1924); M. R. McGuire, en Catholic Historical Review, vol. XXIII (1936), pp. 304-318; W. Wilbrand, en Historisches Jahrbuch, vol. XLI (1921), pp. 1-19; L. T. Lefort, en Le Muséon, vol. XLVIII (1935), pp. 55-73. Un acercamiento a su vida y obra con bibliografía más actualizada puede encontrarse en Di Berardino y otros, «Patrología», BAC, tomo III, págs 166-202.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Oremos
Señor Dios, que hiciste del obispo San Ambrosio un insigne maestro de la fe católica y un admirable ejemplo de fortaleza apostólica, suscita en tu Iglesia hombres según tu corazón, que guíen siempre a tu pueblo con fortaleza y sabiduría. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
Orígenes (c. 185-253), presbítero y teólogo
Homilías sobre San Lucas, nº 26, 4-5
Fundamentado sobre la roca, Cristo
Cuando afrontáis con valentía las tentaciones, no es la tentación la que os hace fieles y constantes, sino que tan sólo revela que las virtudes de constancia y valentía estaban ya en vosotros, pero de manera escondida. «¿Crees tú, dice el Señor, que hablando así, tenía yo otro fin que mostrar tu justicia?» (Jb 40,3 LXX) Y en otra parte dice: «Te he afligido y te he hecho sentir el hambre para que se manifestara lo que tenías en tu corazón» (Dt 8, 3-5).
De igual manera, la tempestad no hace que el edificio construido sobre arena sea sólido. Si quieres construir, que sea sobre piedra. Entonces, cuando se levantará la tempestad, no derrumbará lo que está fundamentado en la piedra; pero lo que tiembla sobre la arena, muestra que sus fundamentos no valen nada. Por eso, antes que se levante la tempestad, que se desencadenen las ráfagas de viento, que desborden los torrentes, cuando todavía permanece todo en silencio, pongamos toda nuestra atención sobre el fundamento del edificio, construyamos nuestra morada con las variadas y sólidas piedras de los mandamientos de Dios. Y cuando se desencadene la persecución y se levante una cruel tormenta sobre los cristianos, podremos demostrar que nuestro edificio está fundamentado en la roca, Cristo Jesús (1Co 3,11).
Ambrosio, Santo
Memoria Litúrgica, 7 de diciembre
Obispo y Doctor de la Iglesia
Martirologio Romano: Memoria de san Ambrosio, obispo de Milán, y doctor de la Iglesia, que descansó en el Señor el día cuatro de abril, fecha que en aquel año coincidía con la vigilia pascual, pero que se le venera en el día de hoy, en el cual, siendo aún catecúmeno, fue escogido para gobernar aquella célebre sede, mientras desempeñaba el oficio de Prefecto de la ciudad. Verdadero pastor y doctor de los fieles, ejerció preferentemente la caridad para con todos, defendió valerosamente la libertad de la Iglesia y la recta doctrina de la fe en contra de los arrianos, y catequizó el pueblo con los comentarios y la composición de himnos. († 397).
Breve Biografía
El joven prefecto de Liguria y de Emilia, Ambrosio, nació en Tréveris hacia el año 340 de una familia romana. Todavía era catecúmeno, cuando por aclamación del pueblo fue elegido a la sede episcopal de Milán, el 7 de diciembre del 374. En cuestión de religión cristiana tenía que aprender casi todo, y se dedicó sobre todo al estudio de la Biblia con tanto empeño que pronto la aprendió a fondo. Pero Ambrosio no era un intelectual puro; era sobre todo un óptimo administrador de su comunidad cristiana.
Fue un verdadero padre espiritual de los jovencitos emperadores Graciano y Valentiniano II y del temible Teodosio I, a quien no dudó en reprochar duramente, exigiéndole una penitencia pública como expiación por haber hecho asesinar al pueblo de Tesalónica para acabar con una revuelta. Ambrosio es el símbolo de la Iglesia que renace después de los duros años del ocultamiento y de las persecuciones. Por medio de él la Iglesia de Roma trató sin nada de servilismos con el poder político.
Sus cualidades personales fueron las que le atrajeron la devota atención de todos. La actividad cotidiana de Ambrosio estaba dedicada a la dirección de su propia comunidad, y cumplía sus compromisos pastorales predicando a su pueblo más de una homilía semanal. San Agustín, quien fue un asiduo oyente de los sermones de San Ambrosio, nos cuenta en sus Confesiones que el prestigio de la elocuencia del obispo de Milán era muy grande y muy eficaz el tono de este apóstol de la amistad.
Sus libros publicados que han llegado hasta nosotros son las rápidas transcripciones y reutilizaciones de sus discursos, poco o nada revisados. Sus famosos Comentarios exegéticos, antes de ser reunidos en volúmenes, habían sido predicados a la comunidad cristiana de Milán. En ellos se nota el tono familiar del pastor que se dirige con amable sencillez a sus fieles. En ellos se siente palpitar el corazón de un gran obispo, que logra suscitar conmovedora emoción en sus oyentes con argumentos llenos de emotividad y de interés. Como buen pastor le gusta enseñar cantos litúrgicos a su pueblo. Por eso compuso un buen número de himnos, algunos son todavía familiares en la liturgia ambrosiana. Fue él quien introdujo en occidente el canto alternado de los salmos.
Entre sus escritos que no tienen relación directa con su predicación, recordamos el De officiis ministrorum, porque, recalcando el conocido texto ciceroniano y acogiendo todos sus elementos, demuestra que el cristianismo puede asimilar sin peligro de alterar el significado de la buena noticia esos valores morales naturales que el mundo pagano y romano en particular supo expresar. Ambrosio murió en Milán el 4 de abril del 397.
Santo Evangelio según San Mateo 7, 21.24-27. Jueves I de Adviento.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Jesús, gracias por este momento que me regalas para estar en tu presencia. Vengo ante Ti cargado de muchas cosas. Tú sabes por dónde caminaron mis pies. Conoces muy bien las heridas que hay en mi corazón. No quiero ocultarte nada. Deseo derramar todo mi pasado en tus manos. Todo lo que he sido, soy y seré, lo pongo en tu corazón. Tú me amas así como soy. Dame la gracia de experimentar ese amor que me tienes de tal manera que Tú me conviertas en un signo viviente de tu amor por los hombres. Amén.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Muy querida alma:
Te he dicho que quien escucha mis palabras y las vive, es como quien construye su casa sobre roca.
No te he dicho que quien escucha mis palabras y las practica no tendrá ninguna dificultad y será como una casa mansión de película donde siempre brilla el sol y nunca cambia el clima. No. Sé de sobra que la vida es difícil y hay momentos duros en donde las aguas se desbordan y todo parece estar en tu contra.
No temas. Ven a Mí. Haz de Mí tu roca, tu soporte. Confía en Mí. Por más terribles que parezcan los vientos, por mucho que crezcan las aguas, no dejes de confiar en Mí, de escuchar mi voz y de encarnarla en tu vida diaria. Te amo. Nunca dejaré de hacerlo. NUNCA. No te dejaré solo… yo he estado, estoy y estaré contigo… si tú me lo permites…
Ven. Aquí te espero.
Att. Jesús.
Dios no es un ser lejano y anónimo: es nuestro refugio, la fuente de nuestra serenidad y de nuestra paz. Es la roca de nuestra salvación, a la que podemos aferrarnos con la certeza de no caer; ¡quien se aferra a Dios no cae nunca! Es nuestra defensa del mal siempre al acecho. Dios es para nosotros el gran amigo, el aliado, el padre, pero no siempre nos damos cuenta. No nos damos cuenta de que nosotros tenemos un amigo, un aliado, un padre que nos quiere, y preferimos apoyarnos en bienes inmediatos que nosotros podemos tocar, en bienes contingentes, olvidando, y a veces rechazando, el bien supremo, es decir, el amor paterno de Dios. ¡Sentirlo Padre en esta época de orfandad es muy importante!"
(Homilía de S.S. Francisco, 26 de febrero de 2017).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Hoy buscaré vivir la caridad en mi vida cotidiana ayudando a alguien de manera oculta.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro! ¡Venga tu Reino! Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Es propio del hombre sabio y prudente dedicarse a descubrir el sentido de la vida
Les invito a releer el pasaje del Evangelio que nos invita a construir sobre la roca sólida de la palabra de Jesucristo:
"Todo el que escucha estas palabras mías y las pone en práctica es semejante a un hombre prudente que ha construido su casa sobre la roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron sobre aquella casa. Y ella no cayó porque estaba edificada sobre la roca. Todo el que escucha mis palabras y no las pone en obra, es como un hombre necio que construyó su casa sobre la arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron sobre aquella casa; esta cayó y su ruina fue grande" (Mt 7, 24-27).
Edificar la vida sobre roca. Desde mi infancia y primera juventud fue esta una de mis mayores preocupaciones y uno de mis más hondos anhelos. Consciente de que la vida es una y se vive una sola vez, no quería que el tiempo de vida que Dios me habría de dar pasara en vano edificando un edificio que luego se hubiera de desplomar por haber sido edificado sobre inconsistente arena movediza. La meditación de estas palabras de Jesucristo me llevó a buscar con todas mis fuerzas edificar mi vida sobre una roca firme, inconmovible, capaz de atravesar la frontera del tiempo y anclarla en la eternidad de Dios.
La vida es algo que nos ha sido dado. Ningún hombre o mujer la ha pedido. Un buen día se encontró en la tierra, en medio de una familia, en un determinado país, en una situación histórica concreta. Nadie ha escogido las circunstancias de su nacimiento, como tampoco escogió el color del cabello ni el de los ojos, ni el de la piel, ni su grado del coeficiente intelectual, ni la dotación genética que le ha sido concedida. La vida se nos da, como un regalo, como un don magnífico y misterioso.
Cuando uno se encuentra con todos esos materiales para edificar la vida lo primero que tiene que descubrir es qué hacer con ellos. La tarea primordial del hombre es descubrir el sentido de su vida. Cuando nos vemos, como dicen algunos filósofos de la existencia, «arrojados» a esta vida, la primera pregunta que nos planteamos es la del porqué, el porqué de la vida. ¿Tiene algún sentido la vida? ¿Hacia dónde camino? ¿Quién me ha dado todos estos dones? ¿Qué quiere que haga con ellos? San Agustín expresa en modo magnífico su búsqueda por el sentido de su propia vida cuando en su libro Las Confesiones reconoce que se había convertido para sí mismo en una gran pregunta: Factus eram ipsi mihi magna quaestio (l. 4, 4, 9). Es la pregunta por la identidad y por el fin. Si no conocemos el fin, con dificultad podremos llegar a él.
Pero si es relativamente fácil descubrir los fines inmediatos de nuestro actuar, no lo es tanto hallar el fin último de nuestra existencia. Si una mañana fuéramos a la Quinta Avenida de Nueva York a preguntar a la gente cuál es su fin inmediato, todos, al menos los que estuvieran en su sano juicio, sabrían respondernos. Algunos irían a invertir en la
Bolsa, otros al trabajo en una oficina. Otros simplemente de compras, a la iglesia de San
Patricio, a pasear en el Central Park o a visitar el Museo Metropolitano. Todos sabrían decir cuál es el fin inmediato de su actuar. Pero, si en lugar de preguntarles por el fin próximo, les hiciéramos, así a boca jarro, esta otra pregunta: ¿Por qué vive usted?, o ¿cuál es el sentido de su vida?, quizás no todos tendrían la respuesta a mano. Es posible que algunos nos dirían que su familia, su trabajo, ganar dinero, ser feliz, pero otros se encogerían de hombros y seguirían su camino, mirándonos como a seres raros. Muchas personas llegan al fin de su existencia sin haber realizado la primera y fundamental tarea que es descubrir el sentido de la misma. De muchos se podría escribir este epitafio: "Aquí yace alguien que nunca supo por qué vivió".
¿No parece ilógico vivir sin saber por qué? ¿Luchar, afanarse, levantarse día tras día para volverse a acostar por la noche sin haber descubierto cuál es el fin de tan frenética carrera, sin saber siquiera si todos esos esfuerzos valen la pena? ¿Por qué tantos afanes, tantos sacrificios, por qué soportar tantas contrariedades si se desconoce el porqué de todo ello?
No es tiempo perdido el que se dedica a reflexionar sobre el sentido de la vida, porque si la vida careciera de él, si fuera sólo una infausta casualidad, un error de la evolución, o simplemente el juego de unos dioses aburridos que se divierten con las penalidades de los hombres, entonces serían inútiles todos nuestros esfuerzos de edificación y de construcción. Entonces, no importaría que los vientos se abatieran contra la casa y la derrumbaran.
Pero si la vida tiene un sentido, si tiene una dirección, si tiene una razón de ser, una inteligibilidad, entonces es propio del hombre sabio y prudente dedicarse a descubrirlo, pues la respuesta a este porqué determinará el cómo y el para qué.
La Corona de Adviento acompaña pedagógica y simbólicamente nuestro caminar hacia el encuentro con Jesús.
Significado de la Corona de Adviento.
La Corona de Adviento es un elemento pedagógico-espiritual del Adviento, que acompaña nuestra Liturgia y Oración.
El Adviento es el Tiempo Litúrgico de preparación para la Navidad.
Comienza el cuarto domingo anterior al 25 de diciembre.
La Corona acompaña esta preparación.
Es circular, símbolo de la eternidad. El color verde de su follaje significa la vida siempre abundante que nos trae Jesús (anticipando el follaje siempre verde del árbol de Navidad, y remitiéndonos ambos al árbol siempre fecundo de la Cruz, que por la Resurrección comunica sus frutos constantemente).
Los listones rojos son signos del Amor de Dios, que fue derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado (Romanos 5,5).
Las velas que se encienden en cada domingo de la espera, nos conducen a la Luz de Jesús, Luz del mundo, que se va incrementando hasta que “se hace presente” en la Navidad.
El primero y segundo domingo se encienden velas lilas (color de preparación y de espera), el tercer domingo vela rosa (símbolo de la alegría por la proximidad de la Venida del Señor Jesús), el cuarto nuevamente lila, y en la Nochebuena se enciende una vela blanca significando la gloria de Jesús en medio nuestro.
Esta luz intensa de las cinco velas en la Noche de Navidad, nos traslada al Cirio encendido en la Vigilia Pascual.
La Encarnación prepara la Resurrección.
Sin Encarnación no habría Resurrección.
Sin Resurrección, la Encarnación carecería de sentido y sería algo vacío.
La Resurrección es la Luz definitiva que ilumina nuestro caminar. Es la Realidad Total.
Jesús es la Luz Eterna y la Vida en Abundancia, el Amor del Padre presente entre nosotros.
De todo eso nos hace participar a través de signos y símbolos, en los cuales nos comunica su Realidad Viva, Amorosa y Luminosa.
JUAN PABLO II: "DECIR ESPAÑA ES DECIR MARÍA"
La Inmaculada en España e Iberoamérica
"Toda la tradición y devoción mariana española fue trasvasada con la colonia a la América hispana"
Vigilia Inmaculada en La Almudena
Tal parece que Dios es español al obrar, para mí, tan grande milagro
(Saturnino Rodríguez).- España celebra a La Inmaculada como patrona y protectora desde 1644, siendo el 8 de diciembre fiesta de carácter nacional.
Durante la celebración de dicha festividad, los sacerdotes españoles tienen el privilegio de vestir casulla azul. Este privilegio fue otorgado por la Santa Sede en 1864, como agradecimiento a la defensa del dogma de la Inmaculada Concepción que hizo España.
Esta veneración al dogma de la Inmaculada Concepción fue un sentimiento generalizado en el pueblo cristiano en contra, incluso de la opinión de algunos teólogos y santos como Sto. Tomás y S. Bernardo, muy fervoroso en su devoción a la Virgen, pero que insistían en que María no necesitaba de este título que los fieles querían atribuirle.
Sin embargo el teólogo franciscano escocés Duns Scoto, que había sido ordenado sacerdote en 1288, defensor acérrimo del dogma mariano, había defendido la humanidad de Cristo y preparó la base teológica para la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción.
Devoción muy arraigada en el pueblo como reconocía el propio Papa Pío IX: "Ya desde los remotos tiempos, los prelados, los eclesiásticos, las Ordenes religiosas, y aun los mismos emperadores y reyes, suplicaron con ahínco a esta Sede Apostólica que fuese definida como dogma de fe católica la Inmaculada Concepción de la santísima Madre de Dios. Estas peticiones se repitieron también en estos nuestros tiempos, y fueron muy principalmente presentadas a Gregorio XVI, nuestro predecesor, de grato recuerdo, y a Nos mismo, ya por los obispos, ya por el clero secular, ya por las familias religiosas, y por los príncipes soberanos y por los fieles pueblos".
Los comentaristas dicen que con estas palabras el Papa, sin decirlo expresamente, se estaba refiriendo de modo especial a España, de la que ya era Patrona la Inmaculada Concepción desde el año 1424, ya que era un misterio muy sentido y venerado por el pueblo español, defendido por los obispos y teólogos y hermosamente representado y expresado por los artistas plásticos, poetas y literatos del país.
Es particularmente destacable la intensidad con que el pueblo español de mostró su devoción mariana bajo esta advocación de La Inmaculada.
Por decreto real la fiesta de la Inmaculada fue declarada "fiesta de guardar en todos los reinos de su Majestad Católica", es decir, en todo el Imperio español desde 1644, lógicamente extensible a toda la "América hispana". El Papa Clemente XI declararía después como festivo el día para toda la Iglesia en el año 1708.
Pero no era nuevo el reconocimiento. Muchos años antes en España, el rey visigodo Ervigio (680) que convocó el XII Concilio de Toledo, declaró por ley como fiesta la "concepción virginal de María". El rey Fernando III, el Santo (1217), llevaba pintada su imagen en su estandarte. Los reyes, Jaime I el Conquistador, y Juan I de Aragón ordenaron se celebrase su fiesta en todos sus Reinos. Los Reyes Católicos enviaron nueve embajadas a Roma rogando al Papa definiese la "Concepción Inmaculada de María" como dogma de fe católica.
El rey Felipe II mandó grabar su imagen en su escudo real. A propuesta unánime de las Cortes Generales Españolas, el rey Carlos III solicitó a la Santa Sede que la Inmaculada Concepción de María fuese proclamada Patrona de España. A su petición, el papa Clemente XIII, la proclama Patrona de España mediante la bula Quantum Ornamenti, de fecha 25 de diciembre de 1760.
En esta defensa mariana se distinguió el pueblo de Sevilla que cantaba estas letrillas ante el convento de Regina Apostolorum en donde los teólogos debatían sobre la conveniencia de esta declaración dogmática:
"Todo el pueblo en general
a voces Reina escogida
dice que sois elegida
sin pecado original"
"Aunque se empeñe Molina y
y los frailes de Regina
con su Padre Provincial,
María fue concebida
sin pecado original".
El voto a la Inmaculada Concepción se hizo por primera vez en España en el pueblo de Villalpando (Zamora), el 1 de noviembre de 1466, en la iglesia de San Nicolás. Lo hicieron 13 pueblos (Villalpando, Quintanilla del Monte, Cotanes del Monte, Villamayor de Campos, Tapioles, Cañizo, Villar de Fallaves, Villardiga, Prado, Quintanilla del Olmo, San Martin de Valderaudey, Villanueva de Campos, y Cerecinos de Campos).
Dos manuscritos, uno en pergamino y otro en papel, los dos de 1527, conservan los textos del Voto y de las dos primeras refrendaciones. Éste fue impreso por primera vez en 1668 por F. López de Arrieta, presbítero de Villalpando en León.
Las 6 refrendaciones o renovaciones del Voto (1498, 1527, 1904, 1940, 1954 y 1967) se han hecho en la plaza mayor de Villalpando como actos solemnes notariales.
Los 5 "notarios de la Purísima" han sido Diego Fernández de Villalpando (1466), Alonso Pérez de Encalada (1498, 1527), Manuel Salas Fernández (1904), Eloy Gómez Silió (1940) y Luis Delgado González (1954 y 1967).
También en los Estados Unidos de América, el año 1792, el primer obispo católico del país, jesuita y arzobispo de Baltimore, B, consagró a la recién nacida nación de los Estados Unidos a la protección de la Inmaculada Concepción. En 1847, el Papa Pío IX formalizó dicho patronazgo.
Aparte de ser patrona de España por concesión del Papa, la Inmaculada es también patrona de la Infantería del Ejército español, cosa que pidió hace siglos el propio monarca basado en el episodio que contamos a continuación conocido como "el milagro de Empel" de los Tercios españoles en los Países Bajos.
En plena guerra de España en Flandes, diciembre de 1585, y una vez conquistado Amberes, dentro de la llamada Guerra de los Ochenta Años, el Tercio del Maestre de Campo Francisco de Bobadilla se dirigía a las provincias rebeldes el Norte y combatían en la isla de Bommel, entre los ríos Mosa y Waal, quedando bloqueados por la escuadra del Almirante Holak.
Se agotaron las ropas y los víveres y el bloqueo se estrechaba cada día más. Los enemigos solicitaron a los Tercios una derrota honrosa, pero la respuesta fue evidente: "Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos".
Ante tal respuesta, Holak recurrió a un método harto utilizado en ese conflicto: abrir los diques de los ríos para inundar el campamento enemigo. Pronto no quedó más tierra firme que el montecillo de Empel, donde se refugiaron los soldados del Tercio.
En ese crítico momento, de acuerdo con la tradición, un soldado del Tercio cavando una trinchera tropezó con un objeto de madera allí enterrado. Era una tabla flamenca con la imagen de la Inmaculada Concepción.
Anunciado el hallazgo, colocaron la imagen en un improvisado altar y el Maestre Bobadilla, considerando el hecho como señal de la protección divina, instó a sus soldados a luchar encomendándose a la Virgen Inmaculada.
Según indica la citada tradición, un viento completamente inusual e intensamente frío se desató aquella noche helando las aguas del río Mosa. Los españoles, marchando sobre el hielo atacaron por sorpresa a la escuadra enemiga al amanecer del día 8 de diciembre y obtuvieron una victoria tan completa que, según dichas versiones, el almirante Holak llegó a decir: "Tal parece que Dios es español al obrar, mí, tan grande milagro".
Aquel mismo día, entre vítores y aclamaciones, la Inmaculada Concepción es proclamada patrona de los Tercios de Flandes e Italia. Años después, a solicitud del Inspector del Arma de Infantería, La Inmaculada Concepción de María fue declarada Patrona de la Infantería por una Real Orden de la Reina Regente doña María Cristina de Habsburgo, de fecha 12 de noviembre de 1892.
Sin embargo, este patronazgo sólo se consolidaría mucho más adelante, cuarenta años después de que en la bula Ineffabilis Deus del 8 de diciembre de 1854, se proclamase por parte del Papa Pío IX como dogma de fe católica la Concepción Inmaculada de la Virgen Santísima.
Al parecer había precedentes muy anteriores a estos hechos. Así, la tradición dice que en la batalla de las Navas de Tolosa (1212), el Arzobispo de Toledo llevaba su estandarte la imagen de la Virgen en su Inmaculada Concepción. Y en 1492, antes de la rendición de Granada a los Reyes Católicos, se mandó erigir un altar en medio del campamento, dedicado a Maria en su Concepción. Y también hicieron voto de consagrar la Mezquita principal de la ciudad (la "madraksha") a "Maria concebida sin mancha".
Esta larga tradición mariana de España le llevó el 6 de diciembre de 1983, al Papa Juan Pablo II a exclamar en su visita al Pilar de Zaragoza: "El amor mariano ha sido en vuestra historia fermento de catolicidad; y ha impulsado a las gentes de España a una devoción firme y a la defensa intrépida de la grandeza de María, sobre todo en su Inmaculada Concepción".
Más tarde, el 10 de octubre de 1984, Juan Pablo II nos recordaba en su breve estancia, también, en Zaragoza, de paso para América: "Decir España es decir María, porque es decir el Pilar, Covadonga, Aranzazu, Valvanera, Guadalupe, los Desamparados, Lluch, Fuentesanta, las Angustias, los Reyes, el Rocío, la Candelaria, el Pino"...; y tantas y tantas otras, como los Milagros, los Remedios, el Rosario...
Tradición de la "Noche de las Velitas" en Colombia
Se celebra en toda Colombia, pero sus características varían en cada región. Esa noche del 7 al 8 de diciembre, Vigilia de la Inmaculada, las calles de las ciudades se inundan de luces y las aceras, los balcones y las terrazas de las casas se llenan de velas y en algunas ciudades se acompaña de espectáculos de fuegos artificiales. La fiesta marca también el comienzo de las fiestas de Navidad en toda Colombia. Toda la tradición y devoción mariana española fue trasvasada con la colonia a la América hispana lo que daría origen a la Fiesta de las Velitas ese día 8 de diciembre, Fiesta de la Inmaculada, que prepara las fiestas de Navidad.Las velitas del siglo XII En la Iglesia católica las velas aparecieron por primera vez en los altares en el siglo XII y se difundieron en los siglos XV y XVI, en la época en que América estaba colonizada por los españoles. Entonces, España se hallaba en plena fiebre religiosa que dejó huellas profundas en las religiones y creencias andinas.
El 7 de diciembre, conocido como el Día de las Velitas, víspera del día de la Inmaculada Concepción, o en la madrugada del 8 de diciembre, es una de las fiestas más tradicionales en Colombia, pues alrededor de la luz los niños y adultos aprovechan para reunirse en familia o con los amigos, en un momento único del año.
En Barranquilla, el 7 de diciembre marca el inicio de las fiestas navideñas. En esta ciudad, el ambiente decembrino es enmarcado por los vientos alisios. La madrugada del 8 los habitantes colocan faroles multicolores iluminados con velas en su interior en los frentes de las casas y en los andenes para celebrar la Inmaculada Concepción.
En el municipio de Quimbaya, en el departamento de Quindío, el Día de la Velitas se celebra cerrando las calles al tráfico, y se iluminan con velas, faros y linternas de papel en forma de animales, santos, y figuras del "pesebre", las cuales llenan toda la ciudad de luz. Otros eventos incluyen desfiles y fuegos artificiales.
En Medellín, la celebración es el día 7 de diciembre, en donde las velas y faroles iluminan las casas y calles . Al mismo tiempo se inauguran las luces de Navidad por toda la ciudad, pero principalmente en la avenida del Río y la avenida La Playa, en esta última se realiza un desfile llamado "desfile de mitos y leyendas" en donde grandes figuras que representan los diferentes mitos y leyendas colombianas: el Mohan, La llorona, el Padre sin cabeza, al ritmo de la música cobran vida por algunas horas, además de los fuegos pirotécnicos que ofrece la alcaldía como regalo a la ciudad. Todo ello es el comienzo de la Navidad.
En el Día de las Velitas se decoran los balcones, patio, andenes, calles, parques y plazas de Cali con velas y linternas de papel en honor a la Virgen María. La celebración también es acompañada con fuegos artificiales. En Bucaramanga y el resto del país, además de todas las decoraciones de Navidad y la celebración de las velitas, las ciudades planean actividades nocturnas para toda la familia, museos, tiendas, y centros comerciales tienen horarios extendidos y hay fuegos artificiales en todas partes.
En Bogotá para toda la ciudad planea actividades nocturnas la familia, muchas de las ciclovías están abiertas, museos, tiendas, y centros comerciales tienen horarios extendidos y eventos con fuegos artificiales se muestran en todas partes. Con la fiesta de las Velitas (en la vigila de la Inmaculada, LA noche de 7 al 8 de diciembre) Colombia inaugura las fiestas de Navidad que culminarán el 24.
La fiesta judía de las luminarias
Cambiando de cultura y religión, también por estas mismas fechas y sin que tenga nada que ver con nuestras tradiciones cristiana, se celebra en el mundo judío una tradicional celebración de la comunidad judía que se extiende durante ocho días. Es la llamada Fiesta de las Luminarias o Januca, en la que se conmemora la derrota de los helenos y la recuperación de la independencia judía a manos de los macabeos sobre los griegos, y la posterior purificación del Beit Hamikdash, Templo de Jerusalén, de los iconos paganos, en el siglo II aC. Una proeza milenaria que reúne a finales de diciembre a millones de judíos de todo el mundo que encenderán sus velas en esta fiestas llamada de las Luminarias o La Januca. En esta festividad, se acostumbra a dar regalos o jugar con el dreidel, un trompo de cuatro caras con letras hebreas en cada lado, que son las iniciales de "Un gran milagro ha ocurrido aquí". Los ocho brazos del candelabro (Januca) y los ocho días que dura la fiesta recuerda lo que la tradición considera el milagro de haber podido encenderse el candelabro del Templo durante ocho días consecutivos con una exigua cantidad de aceite, que alcanzaba solo para uno.
Esto dio origen a la principal costumbre de la festividad, que es la de encender, en forma progresiva, un candelabro de nueve brazos llamado Janukiá (uno por cada uno de los días, más un brazo "piloto").