¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera?
- 24 Marzo 2018
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Evangelio según San Juan 11,45-56.
Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él. Pero otros fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho. Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron un Consejo y dijeron: "¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos. Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él, y los romanos vendrán y destruirán nuestro Lugar santo y nuestra nación". Uno de ellos, llamado Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año, les dijo: "Ustedes no comprenden nada. ¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera?". No dijo eso por sí mismo, sino que profetizó como Sumo Sacerdote que Jesús iba a morir por la nación, y no solamente por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos. A partir de ese día, resolvieron que debían matar a Jesús. Por eso él no se mostraba más en público entre los judíos, sino que fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí permaneció con sus discípulos. Como se acercaba la Pascua de los judíos, mucha gente de la región había subido a Jerusalén para purificarse. Buscaban a Jesús y se decían unos a otros en el Templo: "¿Qué les parece, vendrá a la fiesta o no?".
San Lorenzo de Brindisi
Queridos hermanos y hermanas,
recuerdo aún con alegría la acogida festiva que se me reservó en 2008 en Brindisi, la ciudad que en 1559 vio nacer a un insigne doctor de la Iglesia, san Lorenzo de Brindisi, nombre que Giulio Cesare Rossi asumió al entrar en la Orden de los Capuchinos. Desde la infancia fue atraído por la familia de san Francisco de Asís. De hecho, huérfano de padre a los siete años, fue confiado por la madre a los cuidados de los frailes Conventuales de su ciudad. Algunos años después, sin embargo, se trasladó con su madre a Venecia, y precisamente en el Véneto conoció a los Capuchinos, que en aquella época se habían puesto generosamente al servicio de toda la Iglesia, para incrementar la gran reforma espiritual promovida por el Concilio de Trento. En 1575 Lorenzo, con la profesión religiosa, se convirtió en fraile capuchino, y en 1582 fue ordenado sacerdote. Ya durante los estudios eclesiásticos mostró las eminentes cualidades intelectuales de las que había sido dotado. Aprendió fácilmente las lenguas antiguas, entre ellas el griego, el hebreo y el sirio, y las modernas como el francés y el alemán, que se unían al conocimiento de la lengua italiana y al de la latina, que en esa época se hablaba con fluidez entre los eclesiásticos y los hombres de cultura.
Gracias al dominio de muchos idiomas, Lorenzo pudo llevar a cabo un intenso apostolado hacia diversas categorías de personas. Predicador eficaz, conocía de modo profundo no sólo la Biblia, sino también la literatura rabínica, que los propios Rabinos se quedaban asombrados y admirados, manifestándole estima y respeto. Teólogo versado en la Sagrada Escritura y en los Padres de la Iglesia, era capaz de ilustrar de modo ejemplar la doctrina católica también a los cristianos que, sobre todo en Alemania, se habían adherido a la Reforma. Con su exposición clara y tranquila, mostraba el fundamento bíblico y patrístico de todos los artículos de fe puestos en discusión por Martín Lutero. Entre estos, la primacía de san Pedro y de sus sucesores, el origen divino del Episcopado, la justificación como transformación interior del hombre, la necesidad de las obras buenas para la salvación. El éxito que gozó Lorenzo nos ayuda a comprender que también hoy, llevando hacia adelante el diálogo ecuménico con tanta esperanza y la confrontación con las Sagradas Escrituras, leídas según la Tradición de la Iglesia, constituyen un elemento irrenunciable y de fundamental importancia, como he querido recordar en la Exhortación Apostólica Verbum Domini (n.46). También los fieles más sencillos, no dotados de gran cultura, se beneficiaron de las palabras convincentes de Lorenzo, que se dirigía a la gente humilde para exhortar a todos a la coherencia de la propia vida con la fe profesada. Esto fue un gran mérito de los Capuchinos y de otras órdenes religiosas, que en los siglos XVI y XVII, contribuyeron a la renovación de la vida cristiana penetrando en profundidad en la sociedad con su testimonio de vida y sus enseñanzas.
También hoy, la nueva evangelización necesita apóstoles bien preparados, con celo y valientes, para que la luz y la belleza del Evangelio prevalezcan sobre las tendencias culturales del relativismo ético y de la indiferencia religiosa, y transformen los distintos modos de pensar y de actuar en un auténtico humanismo cristiano. Es sorprendente que san Lorenzo de Brindisi pudiera desarrollar ininterrumpidamente esta actividad de apreciado e infatigable predicador en muchas ciudades de Italia y en distintos países, no obstante realizara encargos importantes y de gran responsabilidad. Dentro de la Orden de los Capuchinos, de hecho, fue profesor de teología, maestro de novicios, muchas veces ministro provincial y consejero general y, finalmente ministro general del 1602 al 1605.
En medio de tantos trabajos, Lorenzo cultivó una vida espiritual de fervor excepcional, dedicando mucho tiempo a la oración y de modo especial a la celebración de la Santa Misa, que a menudo conllevaba horas, entendiendo y conmoviéndose con el memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.
En la escuela de los santos, todo presbítero, como ha menudo se ha subrayado durante el reciente Año Sacerdotal, puede evitar el peligro del activismo, de actuar, es decir, olvidando las motivaciones profundas del ministerio, solamente si cuida su propia vida interior. Hablando a los sacerdotes y a los seminaristas en la catedral de Brindisi, ciudad natal de san Lorenzo, he recordado que “el momento de la oración es el más importante en la vida del sacerdote, es en el que actúa con más eficacia la gracia divina, fecundando su ministerio. Rezar es el primer servicio que hay que ofrecer a la comunidad. Y por esto, los momentos de oración deben tener en nuestra vida una verdadera prioridad.. Si no estamos interiormente en comunión con Dios, no podemos dar nada a los demás. Por esto Dios es la primera prioridad. Debemos reservar siempre el tiempo necesario para estar en comunión de oración con nuestro Señor”. Por lo demás, con el ardor inconfundible de su estilo, Lorenzo exhorta a todos, no sólo a los sacerdotes, a cultivar la vida de oración porque por medio de esta nosotros hablamos a Dios y Dios nos habla a nosotros: “¡Oh, si tuviésemos en cuenta esta realidad! -exclama- Es decir que Dios está de verdad presente ante nosotros cuando le hablamos rezando; que escucha verdaderamente nuestra oración, aunque si solo rezamos con el corazón y con la mente. Y no sólo está presente y nos escucha, sino que puede y desea contestar voluntariamente y con máximo placer nuestras preguntas”.
Otro detalle que caracteriza la obra de este hijo de San Francisco es su actuación por la paz. Sea los Sumos Pontífices que los príncipes católicos le confiaron repetidamente importantes misiones diplomáticas para dirimir controversias y favorecer la concordia entre los Estados Europeos, amenazados en aquel tiempo por el Imperio otomano. La autoridad moral que tenía lo hacía ser considerado consejero solicitado y escuchado. Hoy, como en los tiempos de San Lorenzo, el mundo tiene necesidad de hombres y mujeres pacíficos y pacificadores. Todos los que creen en Dios deben ser siempre fuentes y constructores de paz. Fue en ocasión de una de estas misiones diplomáticas cuando Lorenzo terminó su vida terrena, en 1619 en Lisboa, donde había ido a encontrarse con el rey de España, Felipe III, para defender la causa de sus súbditos napolitanos acosados por las autoridades locales.
Fue canonizado en 1881 y, con motivo de su vigorosa e intensa actividad, de su amplia y armoniosa ciencia, mereció el título de Doctor apostolicus, “Doctor apostólico”, de parte del Beato Papa Juan XXIII en 1959, con ocasión del cuarto centenario de su nacimiento. Tal reconocimiento fue concedido a Lorenzo de Brindisi, también, porque fue autor de numerosas obras de exégesis bíblica, de teología y de escritos destinados a la predicación. En estos ofrece una exposición sistemática de la historia de la salvación, centrada en el misterio de la Encarnación, la más grande manifestación del amor divino por los hombres. Además, siendo un mariólogo de gran valor, autor de un compendio de sermones sobre Nuestra Señora llamado “Mariale”, pone en evidencia el papel único de la Virgen María, de la que afirma con claridad la Inmaculada Concepción y la cooperación en la obra de redención cumplida en Cristo.
Con fina sensibilidad teológica, Lorenzo de Brindisi también puso de relieve la acción del Espíritu Santo en la existencia del creyente, Nos recuerda que con sus dones, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, ilumina y ayuda en nuestro compromiso de vivir con alegría el mensaje del Evangelio. “El Espíritu Santo -escribe San Lorenzo- vuelve dulce el yugo de la ley divina y ligero su peso, de manera que sigamos los mandamientos de Dios con gran facilidad, incluso con complacencia”.
Quisiera completar esta breve presentación de la vida y de la doctrina de San Lorenzo de Brindisi, destacando que toda su actividad fue inspirada por un gran amor a las Sagradas Escrituras, que sabía ampliamente de memoria, y por la convicción de que la escucha y la acogida de la Palabra de Dios produce una transformación interior que nos conduce a la santidad. “La Palabra del Señor -afirmó- es luz del intelecto y fuego para la voluntad, para que el hombre pueda conocer y amar a Dios. Para el hombre interior, que por medio de la gracia vive del Espíritu Santo, es pan y agua, pero pan dulce como la miel y agua mejor que el vino y la leche... Es un martillo contra un corazón duramente obstinado en los vicios. Es una espada contra la carne, el mundo y el demonio, para destruir todo pecado”. San Lorenzo de Brindisi nos enseña a amar las Sagradas Escrituras, a crecer en la familiaridad con ella, a cultivar cotidianamente la relación de amistad con el Señor en la oración, para que todas nuestras acciones, toda nuestra actividad tenga en Él su comienzo y su cumplimento. Esta es la fuente a la que acudir para que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y sea capaz de conducir a los hombres de nuestro tiempo hasta Dios.
San Roberto Belarmino (1542-1621), jesuita, obispo de Capua, doctor de la Iglesia
Subida del alma hacia Dios.
"A partir de entonces, decidieron darle muerte"
Señor, queremos devolverte amor por amor; y si el deseo de seguirte no procede todavía de Señor, todo esto que tu nos enseñas puede parecernos muy difícil, demasiado pesado, si tu hubieras hablado desde otra tribuna; pero desde que nos enseñas más por el ejemplo que por palabra, Tú que eres "Señor y Maestro" (Jn 13,14), ¿cómo nos atreveremos a decir lo contrario, nosotros que somos los siervos y los aprendices? Lo que dices es perfectamente cierto, lo que ordenas perfectamente justo. Esta Cruz desde donde hablas da testimonio. Esta sangre fluyendo también da testimonio; gritó con todas sus fuerzas (Gn 4.10). Y, finalmente, incluso la muerte: si ha podido rasgar el velo del templo a distancia y la separación de las piedras más consistentes (Mt 27,51), ¿qué no hará por ella misma y más aún por el corazón de los creyentes?...
Señor, queremos devolverte amor por amor; y si el deseo de seguirte no procede todavía de nuestro amor por ti, porque es muy débil, por lo menos que nuestro amor provenga de tu amor. Si nos atraes hacia ti, "nosotros correremos tras el olor de tus perfumes"(Ct 1,4 LXX): Nosotros no deseamos solamente amarte, te seguimos, y estamos decididos a despreciar este mundo puesto que vemos que Tú, nuestro líder, no te has dejado capturar por los placeres de esta vida. Te hemos visto enfrentar la muerte, no en una cama, sino sobre el madero de ajusticiado; y aunque eres rey, no quisiste tener otro trono que este patíbulo... Atraídos por tu ejemplo de rey sabio, rechazamos la llamada de este mundo y sus lujos, y tomando tu cruz sobre nuestros hombros, proponemos seguirte, sólo a TI...Danos la ayuda necesaria; Haz que seamos lo suficientemente fuertes para seguirte.
Transformar lo ordinario en extraordinario
Santo Evangelio según San Juan 11, 45-56. Sábado V de Cuaresma.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Padre, yo sé que Tú siempre me estás cuidando y guiando. Pensar en tu Providencia llena mi alma de paz, porque además de que me amas intensamente y con ternura, llevas las riendas del universo y pones todo al servicio de ese amor. Señor, confío en Ti.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Con las palabras de Caifás se firma una sentencia, con esas palabras se comienza a ponerle fin a la vida del Maestro, a la vida de nuestro redentor. ¿Cuántas veces Dios nos pedirá que nos ofrezcamos para salvar a otras almas? Quizás eso no pase nunca, pero nosotros tenemos todos los días los medios y la posibilidad de ayudar a Cristo en esto. Con nuestro trabajo cotidiano, con nuestra vida ordinaria, allí en nuestros puestos de trabajo, en el hogar, es cuando Cristo nos pide que seamos fieles, que lo ofrezcamos y lo hagamos de cara a Dios.
Las cosas pequeñas son los momentos para agradar a Dios, los detalles en el trato con las personas que más me cuesta tratar, el servicio abnegado y desinteresado, sin esperar nada a cambio. En ocasiones nuestros grandes sacrificios, nuestro sí a Dios va a ser solo una sonrisa, sí algo así de simple. Dios no nos pide cosas extraordinarias, al contrario, nuestro fin es transformar lo ordinario en extraordinario.
Cada vez que decimos venga tu reino, le pedimos que su reino se haga presente en nuestra vida ordinaria para, de ese modo, transformarla; que nuestros trabajos ya no sean una obligación más, porque,¿qué diferencia tendría con la obligación o la responsabilidad de alguien que lo hace sólo por el dinero, o por vanagloriarse de sus cualidades? La diferencia es que nosotros queremos que el reino de Cristo se haga presente, que sea Cristo el centro, nuestro motor y, desde allí, todo tendrá un color, un sabor especial. Invoquemos la intercesión de María, Madre de la Iglesia, que sufrió en primera persona la marginación causada por las calumnias y el exilio, para que nos conceda el ser siervos fieles de Dios. Ella, que es la Madre, nos enseñe a no tener miedo de acoger con ternura a los marginados; a no tener miedo de la ternura. Cuántas veces tenemos miedo de la ternura. Que Ella nos enseñe a no tener miedo de la ternura y de la compasión; nos revista de paciencia para acompañarlos en su camino, sin buscar los resultados del éxito mundano; nos muestre a Jesús y nos haga caminar como Él. (Homilía de S.S. Francisco, 15 de febrero de 2015).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado... o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
yyyyyyyyyyyyyyyyy. trataré con amabilidad a las personas que más me cuesta tratar.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
¡Cristo, Rey nuestro! ¡Venga tu Reino! Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia. Ruega por nosotros. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
El que es fiel a mis palabras no morirá para siempre
Sábado quinta semana de Cuaresma. Dios promete, pero Dios también pide. Y pide que por nuestra parte le seamos fieles en todo momento.
La cercanía a la Semana Santa va haciendo que la Iglesia nos vaya presentando a Jesucristo en contraposición con sus enemigos. En el Evangelio de hoy se nos presenta la auténtica razón, la razón profunda que lleva a los enemigos de Cristo a buscar su muerte. Esta razón es que Cristo se presenta ante los judíos como el Enviado, el Hijo de Dios. Este conflicto permanente entre los dirigentes judíos y nuestro Señor, se convierte también para nosotros en una interrogación, para ver si somos o no capaces de corresponder a la llamada que Cristo hace a nuestra vida.
Cristo llega a nosotros, y llega exigiendo su verdad; queriendo mostrarnos la verdad y exigiéndonos que nos comportemos con Él como corresponde a la verdad. La verdad de Cristo es su dignidad, y nosotros tenemos que reflexionar si estamos aceptando o no esta dignidad de nuestro Señor. Tenemos que llegar a reflexionar si en nuestra vida estamos realizando, acogiendo, teniendo o no, esta verdad de nuestro Señor.
Cristo es el que nos muestra, por encima de todo, el camino de la verdad. Cristo es el que, por encima de todo, exige de los cristianos, de los que queremos seguirle, de los que hemos sido redimidos por su sangre, el camino de la verdad.
Nuestro comportamiento hacia Cristo tiene que respetar esa exigencia del Señor; no podemos tergiversar a Cristo. No podemos modificar a Cristo según nuestros criterios, según nuestros juicios. Tenemos necesariamente que aceptar a Cristo.
Pero, a la alternativa de aceptar a Cristo, se presenta otra alternativa -la que tomaron los judíos-: recoger piedras para arrojárselas. O aceptamos a Cristo, o ejecutamos a Cristo. O aceptamos a Cristo en nuestra vida tal y como Él es en la verdad, o estamos ejecutando a Cristo.
Esto podría ser para nosotros una especie de reticencia, de miedo de no abrirnos totalmente a nuestro Señor Jesucristo, porque sabemos que Él nos va a reclamar la verdad completa. Jesucristo no va a reclamar verdades a medias, ni entregas a medias, ni donaciones a medias, porque Jesucristo no nos va a reclamar amores a medias. Jesucristo nos va a reclamar el amor completo, que no es otra cosa sino el aceptar el camino concreto que el Señor ha trazado en nuestra vida. Cada uno tiene el suyo, pero cada uno no puede ser infiel al suyo.
Solamente el que es fiel a Cristo tiene en su posesión, tiene en su alma la garantía de la vida verdadera, porque tiene la garantía de la Verdad."El que es fiel a mis palabras no morirá para siempre".
Nosotros constantemente deberíamos entrar en nuestro interior para revisar qué aspectos de mentira, o qué aspectos de muerte estamos dejando entrar en nuestro corazón a través de nuestro egoísmo, de nuestras reticencias, de nuestro cálculo; a través de nuestra entrega a medias a la vocación a la cual el Señor nos ha llamado.
Porque solamente cuando somos capaces de reconocer esto, estamos en la Verdad.
Debemos comenzar a caminar en un camino que nos saque de la mentira y de la falsedad en la que podemos estar viviendo. Una falsedad que puede ser incluso, a veces, el ropaje que nos reviste constantemente y, por lo tanto, nos hemos convencido de que esa falsedad es la verdad. Porque sólo cuando permitimos que Cristo toque el corazón, que Cristo llegue a nuestra alma y nos diga por dónde tenemos que ir, es cuando todas nuestras reticencias de tipo psicológico, todos nuestros miedos de tipo sentimental, todas nuestras debilidades y cálculos desaparecen.
Cuando dejamos que la Verdad, que es Cristo, toque el corazón, todas las debilidades exteriores — debilidades en las personas, debilidades en las situaciones, debilidades en las instituciones—, y que nosotros tomamos como excusas para no entregar nuestro corazón a Dios, caen por tierra.
Nos podemos acomodar muchas cosas, muchas situaciones, muchas personas; pero a Cristo no nos lo podemos acomodar. Cristo se nos da auténtico, o simplemente no se nos da. "Se ocultó y salió de entre ellos". En el momento que los judíos se dieron cuenta de que no podían acomodarse a Cristo, que tenían que ser ellos los que tenían que acomodarse al Señor, toman la decisión de matarlo.
A veces en el alma puede suceder algo semejante: tomamos la decisión de eliminar a Cristo, porque no nos convence el modo con el que Él nos está guiando. Y la pregunta que nace en nuestra alma es la misma que le hacen los judíos: "¿Quién pretendes ser?". Y Cristo siempre responde: "Yo soy el Hijo de Dios".
Sin embargo, Cristo podría regresarnos esa pregunta: ¿Y tú quién pretendes ser? ¿Quién pretendes ser, que no aceptas plenamente mi amor en tu corazón? ¿Quién pretendes ser, que calculas una y otra vez la entrega de tu corazón a tu vocación cristiana en tu familia, en la sociedad? ¿Por qué no terminar de entregarnos? ¿Por qué estar siempre con la piedra en la mano para que cuando el Señor no me convenza pueda tirársela?
Cristo, ante nuestro reclamo, siempre nos va a responder igual: con su entrega total, con su promesa total, con su fidelidad total.
Las ceremonias que la Iglesia nos va a ofrecer esta Semana Santa no pueden ser simplemente momentos de ir a Misa, momentos de rezar un poco más o momentos de dedicar un tiempo más grande a la oración. La Semana Santa es un encuentro con el misterio de un Cristo que se ofrece por nosotros para decirnos quien es. El encuentro, la presencia de Cristo que se me da totalmente en la cruz y que se muestra victorioso en la resurrección, tenemos que realizarla en nuestro interior. Tenemos que enfrentarnos cara a cara con Él.
Es muy serio y muy exigente el camino del Señor, pero no podemos ser reticentes ante este camino, no podemos ir con mediocridad en este camino. Siempre podremos escondernos, pero en nuestro corazón, si somos sinceros, si somos auténticos, siempre quedará la certeza de que ante Cristo, nos escondimos.
Que no fuiste fiel ante la verdad de Cristo, que no fuiste fiel a tu compromiso de oración, que no fuiste fiel en tu compromiso de entrega en el apostolado, que no fuiste fiel, sobre todo, en ese corazón que se abre plenamente al Señor y que no deja nada sin darle a Él.
Cristo en la Eucaristía se nos vuelve a dar totalmente. Cada Eucaristía es el signo de la fidelidad de la promesa de Dios: "Yo estaré contigo todos los días hasta el fin del mundo". Dios no se olvida de sus promesas. Y cuando vemos a un Dios que se entrega de esta manera, no nos queda otro camino sino que buscarlo sin descanso.
Buscarlo sin descanso a través de la oración y, sobre todo, a través de la voluntad, que una vez que ha optado por Dios nuestro Señor, así se le mueva la tierra, no se altera, no varía; así no entienda qué es lo que está pasando ni sepa por dónde le está llevando el Señor, no cambia.
Dios promete, pero Dios también pide. Y pide que por nuestra parte le seamos fieles en todo momento, nos mantengamos fieles a la palabra dada pase lo que pase. Romper esto es romper la verdad y la fidelidad de nuestra entrega a Cristo.
Que la Eucaristía abra en nuestro corazón una opción decidida por nuestro Señor. Una opción decidida por vivir el camino que Él nos pone delante, con una gran fidelidad, con un gran amor, con una gran gratitud ante un Dios que por mí se hace hombre; ante un Dios que tolera el que yo muchas veces haya podido tener una piedra en la mano y me haya permitido, incluso, intentar arrojársela. Y sobre todo, una gratitud profunda porque permitió que mi vida, una vez más, lo vuelva a encontrar, lo vuelva a amar, consciente de que el Señor nunca olvida sus promesas.
¿Cuántas leyes de la Iglesia hay? Lo cierto es que son más de 2.000. Son las que contiene el Código de Derecho Canónico
A veces nos tropezamos con gentes que dan la impresión de creer que las leyes de la Iglesia obligan menos que las leyes de Dios. «Bueno, no es más que una ley de la Iglesia», es posible que digan.
«No es más que una ley de la Iglesia» es una tontería de frase. Las leyes de la Iglesia son prácticamente lo mismo que las leyes de Dios, porque son sus aplicaciones. Una de las razones de Jesús para establecer su Iglesia fue ésta precisamente: la promulgación de todas aquellas leyes necesarias para corroborar sus enseñanzas, para el bien de las almas. Para comprobarlo basta con recordar las palabras del Señor: «El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha» (Le. 10,16). Cristo hablaba a la Iglesia en la persona de sus apóstoles. Así pues, las leyes de la iglesia tienen toda la autoridad de Cristo. Quebrantar deliberadamente una ley de la Iglesia es tan pecado como quebrantar uno de los Diez Mandamientos.
¿Cuántas leyes de la Iglesia hay? La mayoría responderá «cinco» o «seis», porque ése es el número que nos da el Catecismo. Pero, lo cierto es que son más de 2.000. Son las que contiene el Código de Derecho Canónico. Muchas de ellas han sido derogadas por los recientes papas (por ejemplo, las relativas al ayuno eucarístico), y por decretos del Concilio Vaticano II. Ahora se está procediendo a una revisión completa del Código de Derecho Canónico que, seguramente, tardará unos años en terminarse. Pero, no obstante, por mucho que se varíe su aplicación, las seis leyes básicas que señala el Catecismo, no serán abolidas. Estas son las que llamamos comúnmente los Mandamientos de la Iglesia, y son: (1) oír Misa entera todos los domingos y fiestas de guardar; (2) Confesar los pecados mortales al menos una vez al año y en peligro de muerte y si se ha de comulgar; (3) Comulgar por Pascua Florida; (4) Ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Santa Madre Iglesia; (5) Ayudar a la Iglesia en sus necesidades; y (6) Observar las leyes de la Iglesia sobre bodas.
La obligación de asistir a Misa los domingos y fiestas de guardar -obligación que comienza para cada católico en cuanto cumple siete años- ha sido tratada ya al comentar el tercer mandamiento del decálogo. No hace falta repetir aquí lo que ya se dijo, pero sí puede resultar oportuno mencionar algunos aspectos sobre los días de precepto.
En su función de guía espiritual, la Iglesia tiene el deber de procurar que nuestra fe sea una fe viva, de hacer las personas y eventos que han constituido el Cuerpo Místico de Cristo vivos y reales para nosotros. Por esta razón la Iglesia señala unos días al año y los declara días sagrados. En ellos nos recuerda acontecimientos importantes de la vida de Jesús, de su Madre y de los santos. La Iglesia realza estas fiestas periódicas equiparándolas al día del Señor y obligándonos bajo pena de pecado mortal a oír Misa y abstenernos del trabajo cotidiano en la medida en que nos sea posible.
El calendario de la Iglesia señala diez de estos días, que son reservados en la mayoría de los países católicos. En algunos países no oficialmente católicos -en que el calendario laboral no reconoce estas fiestas-, estos días se reducen a seis. Estas diez fiestas son: Navidad (25 de diciembre), en que celebramos el nacimiento de Nuestro Señor; el octavo día de Navidad (1 de enero), fiesta de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, que conmemora el dogma de la Maternidad de María, fuente de todos sus privilegios; la fiesta de la Epifanía o Manifestación (6 de enero), que conmemora las primicias de nuestra vocación a la fe en la vocación de los Magos, los primeros gentiles llamados al conocimiento de Jesucristo; la festividad de San José (19 de marzo), en que honramos al glorioso patriarca, esposo de la Virgen María, padre legal de Jesús y patrono de la Iglesia universal; el jueves de la Ascensión (40 días después de Pascua de Resurrección), que conmemora la subida gloriosa de Jesús a los cielos; el día del Corpus Christi (jueves siguiente al domingo de la Santísima Trinidad), en que la Iglesia celebra la institución de la Sagrada Eucaristía; la fiesta de San Pedro y San Pablo (29 de junio), dedicada a la solemnidad de los príncipe de los Apóstoles, y, especialmente, de San Pedro, escogido cabeza de toda la Iglesia y primero de los Romanos Pontífices; la Asunción de María (15 de agosto), en que nos gozamos con la entrada de nuestra Madre en la gloria en cuerpo y alma; Todos los Santos (1 de noviembre), cuando honramos a todos los santos del cielo, incluidos nuestros seres queridos; y la Inmaculada Concepción de María (8 de diciembre), que celebra la creación del alma de María libre de pecado original, el primero de los pasos de nuestra redención.
Además de estas fiestas, hay otros días de relevancia especial para los católicos: son los días de ayuno y los días de abstinencia. Al leer los Evangelios habremos notado la frecuencia con que Nuestro Señor recomienda que hagamos penitencia. Y nosotros podemos preguntarnos: «Sí, pero, ¿cómo?». La Iglesia, cumpliendo su obligación de ser guía y maestra, ha fijado un mínimo para todos, una penitencia que todos -con ciertos límites- debemos hacer. Este mínimo establece unos días de abstinencia (en que no podemos comer carne), y otros de ayuno y abstinencia (en que debemos abstenernos de carne y tomar sólo una comida completa).
Como Nuestro Salvador murió en viernes, la Iglesia ha señalado ese día como día semanal de penitencia. El precepto general obliga a abstenerse de carne los viernes que no coincidan en fiesta de precepto, y obliga todos los viernes de Cuaresma. Los demás viernes del año son también días de penitencia, pero la abstinencia de carne, impuesta por ley general, puede sustituirse, según la libre voluntad de cada uno de los fieles, por cualquiera de las varias formas de penitencia recomendadas por la Iglesia, como son: ejercicios de piedad y oración, mortificaciones corporales y obras de caridad.
Tomar carne o caldo de carne deliberadamente en un día de abstinencia es pecado grave si implica desprecio y la cantidad tomada es considerable. Incluso una cantidad pequeña tomada con deliberación sería pecado venial.
Los días de ayuno y abstinencia son el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. En esos días sólo se puede hacer una comida completa, pudiendo tomarse alimento dos veces más al día siempre que, juntas, no formen una comida completa. Ninguna de estas comidas puede incluir carne.
Los enfermos que necesitan alimento, los ocupados en trabajos agotadores o aquellos que comen lo que pueden o cuando pueden (los muy pobres) están dispensados de las leyes de ayuno y abstinencia. Aquellos para los que ayunar o abstenerse de carne pueda constituir un problema serio, pueden obtener dispensa de su párroco. La ley de la abstinencia obliga a los que hayan cumplido catorce años, y dura toda la vida; la obligación de ayunar comienza al cumplir los veintiún años y termina al incoar los sesenta.
La ley relativa a la confesión anual significa que todo aquel que deba confesar explícitamente un pecado mortal se hace reo de un nuevo pecado mortal si deja transcurrir más de un año sin recibir otra vez el sacramento de la Penitencia. Evidentemente, la Iglesia no trata de decirnos con eso que una confesión al año basta para los católicos practicantes. El sacramento de la Penitencia refuerza nuestra resistencia a la tentación y nos hace crecer en virtud si lo recibimos a menudo. Es un sacramento tanto para santos como para pecadores.
Sin embargo, la Iglesia quiere asegurar que nadie viva indefinidamente en estado de pecado mortal, con peligro para su salvación eterna. De ahí que exija de todos aquellos conscientes de haber cometido un pecado mortal que explícitamente lo confiesen (aunque este pecado haya sido ya remitido por un acto de contrición perfecta), recibiendo el sacramento de la Penitencia dentro del año. De igual modo, su preocupación por las almas hace que la Iglesia establezca un mínimo absoluto de una vez al año para recibir la Sagrada Eucaristía. Jesús mismo dijo: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (lo. 6,54), y lo dijo sin paliativos: o los miembros del Cuerpo Místico de Cristo recibimos la Sagrada Comunión, o no iremos al cielo. Naturalmente, uno se pregunta a continuación: «¿Con qué frecuencia tengo que ir a comulgar?», y Cristo, por medio de su Iglesia nos contesta: «Con la frecuencia que puedas; semanal o diariamente. Pero, la obligación absoluta es recibir la Comunión una vez al año, y en Pascua.» Si fallamos en dar a Jesús ese mínimo amor, nos hacemos culpables de pecado mortal.
Contribuir al sostenimiento de la Iglesia es otra de nuestras obligaciones que surge de la misma naturaleza de miembros del Cuerpo Místico de Cristo. En el Bautismo, y de nuevo en la Confirmación, Jesús nos asocia a su tarea de salvar almas. No seríamos verdaderamente de Cristo si no tratáramos con sinceridad de ayudarle -con medios económicos tanto como con nuestras obras y oraciones- a llevar a cabo su misión. Normalmente, descargamos esta obligación de ayudar materialmente con nuestra aportación a las diversas colectas que organiza nuestra parroquia o nuestra diócesis, con la generosidad que nuestros medios permitan. Y no sólo a nuestra diócesis o parroquia, sino también al Papa para que atienda a las necesidades de la Iglesia universal, en misiones y obras de beneficencia. Si nos preguntáramos: «¿Cuánto debo dar?», no hay más respuesta que recordar que Dios jamás se deja ganar en generosidad.
Jesús, para poder permanecer siempre con nosotros con la fuerza de su gracia, nos entregó los siete sacramentos, cuya guarda confió a la Iglesia, y a quien ha dado la autoridad y el poder de dictar las leyes necesarias para regular la recepción y concesión de los sacramentos. El Matrimonio es uno de ellos. Es importante que nos demos cuenta que las leyes de la Iglesia que gobiernan la recepción del sacramento del Matrimonio no son leyes meramente humanas: son preceptos del mismo Cristo, dados por su Iglesia.
La ley básica que gobierna el sacramento del Matrimonio es que debe recibirse en presencia de un sacerdote autorizado y de dos testigos. Por sacerdote «autorizado» entendemos el rector de la parroquia en que se celebren las bodas, o el sacerdote en quien él o el obispo de la diócesis deleguen. Un sacerdote cualquiera no puede oficiar en una boda católica. El matrimonio es un compromiso demasiado serio para que pueda contraerse llamando a la puerta de cualquier rectoría. El sacramento del Matrimonio se acompaña normalmente de la Misa y bendición nupciales, que no están permitidas en los tiempos penitenciales de Adviento y Cuaresma. El sacramento del Matrimonio puede recibirse en estos tiempos litúrgicos, pero la mayoría de los católicos tienen interés en comenzar su vida matrimonial con toda la gracia posible. De ahí que sea raro que soliciten la recepción de este sacramento en Cuaresma o Adviento.
Para la recepción válida del sacramento del Matrimonio, el esposo debe contar al menos dieciséis años de edad, y la esposa catorce. Sin embargo, si las leyes civiles establecen una edad superior, la Iglesia - aunque no esté estrictamente obligada- las respeta. La preparación de los jóvenes que vayan a asumir la responsabilidad de una familia importa tanto civil como espiritualmente.
En materia matrimonial, cuando se trate de sus efectos civiles, la Iglesia reconoce el derecho del Estado a establecer la necesaria legislación.
Además de contar con edad suficiente, los futuros esposos no deben estar emparentados con lazos de sangre más acá de primos terceros. Sin embargo, por graves razones, la Iglesia concede dispensa para que primos hermanos o primos segundos puedan contraer matrimonio. La Iglesia también dispensa por razón suficiente de los impedimentos que el Bautismo establece (el padrino o la madrina con la ahijada o el ahijado) o el Matrimonio (un viudo con su cuñada o la viuda con el cuñado).
La Iglesia legisla también que un católico espose a una católica, aunque concede dispensa para que un católico se case con una acatólica. En estos casos, los contrayentes deben seguir las leyes de la Iglesia relativas a los matrimonios mixtos. El contrayente católico debe comprometerse a dar, llevando una vida ejemplarmente católica, buen ejemplo a su esposo no católico. El contrayente católico debe estar absolutamente dispuesto a poner todos los medios para que la prole sea educada en la fe católica. Desgraciadamente, los matrimonios mixtos conducen con cierta frecuencia a un debilitamiento o a la pérdida de la fe en el esposo católico; a la pérdida de la fe en los hijos, que ven a sus padres divi didos en materia religiosa; o a la falta de completa felicidad en el matrimonio por carecer de un ingrediente básico: la unidad de fe. La Iglesia se muestra reacia a la concesión de estas dispensas por la triste experiencia de una Madre que cuenta con veinte siglos de vida.
Pero lo esencial es recordar que no hay verdadero matrimonio entre católicos si no se celebra ante un sacerdote autorizado. El católico que se casara por lo civil o ante un ministro protestante no está casado en modo algo ante los ojos de Dios, que es el único que realmente cuenta. Sin embargo, dado que la Iglesia es la Presencia visible de Cristo en el mundo y su portavoz, puede modificar las leyes que gobiernan el matrimonio. Aquí se han mencionado según rigen en el momento en que esto se escribe.
¿Es verdad que acabó convirtiéndose al cristianismo?
Ni Julio César, ni Augusto, ni Nerón... La figura del Imperio Romano más evocada en la Historia es la de Poncio Pilato. Millones de cristianos recitan en el Credodesde época muy temprana -al menos desde el s.II- que Cristo «padeció bajo el poder» de este prefecto romano, subrayando así que la muerte de Jesús de Nazareth fue un hecho histórico.
Poco podía imaginar este gobernador de Judea que iba a ser recordado por aquel proceso. Ni que el gesto delavarse las manosque relata San Mateo en su evangelio para expresar que Jesús fue condenado injustamente asociaría para siempre su recuerdo con el de una persona que pretende descargarse de una responsabilidad. «Pilato se ha convertido en un símbolo tradicional de la vileza y de la sumisión a los bajos intereses de la política», señalaba José Antonio Pérez-Rioja en su «Diccionario de Símbolos y Mitos».
Piedra hallada en Cesarea en 1961 con una dedicatoria a Tiberio de Poncio Pilato -wikipedia
Del quinto prefecto de Judea, designado por Tiberio, no se sabe con seguridad ni dónde nació ni cómo fue su vida antes de llegar a esta provincia romana que gobernó desde el año 26 al 36 d.C.. El periodista italiano Vittorio Messori, en su investigación sobre la Pasión y Muerte de Jesús titulada «¿Padeció bajo Poncio Pilato?», señala que era de la noble familia de los Poncios, originaria probablemente del territorio samnita próximo a Benevento (Italia). Pertenecía al orden ecuestre, no a la clase senatorial más aristocrática, por lo que a ojos de sus superiores era «un hombre obligado a "hacer carrera"», según el teólogo José Antonio Pagola («Jesús, aproximación histórica»).
Cuando recibió a Jesús aquella víspera de la Pascua del año 784 de la fundación de Roma, llevaba siete años al frente de esta conflictiva provincia romana cuya capital eraCesarea Marítima, a unos 100 kilómetros de Jerusalén, donde contaba con cerca de 3.000 soldados. Pilato solo acudía a la ciudad sagrada de los judíos en las fiestas y entonces se alojaba en el palacio-fortaleza construido por Herodes el Grande. En la ciudad tenía dos cohortes auxiliares de guarnición, con cuartel en la Torre Antonia.
Una piedra del anfiteatro de Cesarea hallada en 1961 por arqueólogos italianos con una dedicatoria de Pilato al emperador Tiberio confirmó el cargo de prefecto de este personaje histórico del que ya daba cuenta Tácito en los Anales, así como Flavio Josefo en sus «Antigüedades judías».
Tanto este último historiador nacido en Roma 37 años después de Cristo, como Filón de Alejandría, coetáneo de Jesús, describen a Pilatos como una persona cruel. Filón señala incluso que se caracterizaba por «su venalidad, su violencia, sus robos, sus asaltos, su conducta abusiva, sus frecuentes ejecuciones de prisioneros que no habían sido juzgados, y su ferocidad sin límite» («De legatione ad Gaium», 302).
Flavio Josefo narra que Pilato introdujo en Jerusalén unos estandartes con el busto de Tiberio, que originaron un gran revuelo hasta que Pilato acabó cediendo y las retiró. Relata también que utilizó dinero del Templo para construir un acueducto. En esta ocasión, sin embargo, las iras judías fueron duramente reprimidas. Hacia el año 35 también reprimió con violencia a los samaritanos en el monte Garizim y ejecutó a sus dirigentes, acción por la que Vitelio, legado de Siria, le ordenó que volviera a Roma para dar cuenta al emperador. Cuando llegó, en la primavera del 37, Tiberio había muerto no hacía mucho. «Según una tradición recogida por Eusebio, cayó en desgracia bajo el imperio de Calígula y acabó suicidándose», señala Juan Chapa, profesor de Teología de la Universidad de Navarra. Lo cierto es que tampoco se sabe con seguridad cómo y dónde murió Poncio Pilato. Una leyenda cuenta que Pilatos se mató con su propio cuchillo y su cuerpo fue después atado a una rueda de molino y arrojado al Tíber, pero se perturbaron las aguas, por lo que fue llevado a Vienne y hundido en el Ródano. Como volvió a ocurrir lo mismo, se llevó hasta un lago de una montaña cercana a Lucerna (Suiza), aún hoy llamada Pilato. Otros creen que Pilato fue cesado y desterrado a la Galia donde murió. «Probablemente no fue un hombre tan sangriento y malvado como lo describe Filón, pero ciertamente fue un gobernador que no dudaba en recurrir a métodos brutales y expeditivos para resolver los conflictos», estima Pagola en su aproximación histórica a los hechos.
«Pilato es un tipo de hombre mundano, conocedor del derecho y ansioso de cumplirlo en la medida que pudiera ser hecho sin sacrificio personal de ninguna clase, pero cediendo fácilmente a la presión de aquellos cuyo interés era que él actuase de manera diferente. Él hubiera gustosamente absuelto a Cristo, y hasta hizo serios esfuerzos en esa dirección, pero cedió a la presión de inmediato cuando su propia posición fue amenazada», señala la Enciclopedia Católica.
Tertuliano y Justino Mártir hablan de unas actas hoy desaparecidas sobre el juicio y la crucifixión de Jesús que supuestamente Pilato envió al emperador Tiberio y que dio pie a la creencia de que el gobernador de Judea acabó convirtiéndose al cristianismo, como también lo haría su mujer Claudia Prócula, la misma que según San Mateo le advirtió: «No te mezcles en el asunto de este justo, porque hoy, por su causa, tuve un sueño que me hizo sufrir mucho». A Prócula se la venera como santa en la Iglesia Ortodoxa griega y en la etíope.
Más sorprendente resulta comprobar que el mismo Poncio Pilato, que tuvo en sus manos la vida y la muerte de Jesús, es considerado santo por la iglesia etíope y la copta egipcia. Algunos textos apócrifos le llegan a asignar incluso un final de mártir.