Bendito el que viene en nombre del Señor, Dios de Israel

San Andrés de Creta (660-740), monje y obispo Sermón para el día de Ramos; PG 97, 1002

«Bendito el que viene en nombre del Señor, Dios de Israel» (Jn 12,13)

Ten ánimo, hija de Sión, no temas: «He aquí que viene a ti tu rey: justo y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna». Viene, el que está presente en todo y llena el universo, viene a ti para realizar en ti la salvación para todos. Viene el que «no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan», para hacer salir del pecado a los que se han extraviado. No temas pues: «Dios está en medio de ti, eres inquebrantable». Levantando las manos acoge al que con sus manos ha dibujado tus murallas. Acoge al que ha asumido en sí mismo todo lo que es nuestro, excepto el pecado, para allegarnos hasta él... Alégrate, hija de Jerusalén, canta y danza de alegría... «Resplandece, porque viene tu luz, y la gloria del Señor se levanta sobre ti»

¿Cuál es esta luz? «La que ilumina a todo hombre que viene al mundo»: la luz eterna... aparecida en el tiempo; luz manifestada en la carne y escondida por su naturaleza; luz que envuelve a los pastores y conduce a los magos; luz que estaba en el mundo desde el principio, por quien el mundo se hizo y que el mundo no ha reconocido; luz que vino a los suyos y los suyos no la recibieron.

Y ¿cuál es la gloria del Señor? Sin ninguna duda es la cruz sobre la cual Cristo ha sido glorificado, él, el esplendor de la gloria del Padre. Él mismo lo dijo al acercarse su pasión: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él y le glorificará pronto». La gloria de la que habla aquí, es su subida a la cruz. Sí, la cruz es la gloria de Cristo y su exaltación. Dijo: «Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí».

Referencias bíblicas: Za 9,9; Lc 5,32; Ps 45,6; Is 60,1; Jn 1,9-11; He 1,3; Jn 13,31-32; Jn 12,32)

San Dimas, el buen ladrón

Sólo poseemos noticias ciertas acerca de su muerte y de su solemne  canonización -por parte del mismo Jesucristo-, no repetida en la  historia de la Santidad. En Marcos 15, 27s. y Lucas 23, 39-43 podemos  leer:

"Y con Él crucificaron dos ladrones, uno a la derecha y  otro a la izquierda de Él. Y fue cumplida la Escritura que dice: Y fue  contado entre los inicuos. Uno de los malhechores le insultaba diciendo: ¿No eres Tú el Mesías?  Sálvate a Ti mismo y a nosotros. Mas el otro, respondiendo, le reconvenía diciendo: ¿Ni siquiera temes tú  a Dios estando en el mismo suplicio? Nosotros, la verdad, lo estamos  justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos; mas Éste  nada ha hecho; y decía a Jesús Acuérdate de mí cuando vinieres en la  gloria de tu realeza.

Díjole: En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el Paraíso". Como hemos indicado al principio, nada más sabemos de San Dimas con  certeza histórica, pues son unas actas, aunque muy antiguas, apócrifas  las que iniciaron la leyenda sobre el mismo, que todos hemos oído  relatar alguna vez.

La Sagrada Familia, según nos narra la Biblia, se vio obligada a huir a  Egipto, debido al peligro que corría la vida de Jesús, por la  persecución de los niños menores de dos años que Herodes el Grande había  decretado.

En cierta ocasión en que los soldados del rey -y empieza aquí la  narración apócrifa- estaban sobre la pista de la Familia Santa, y cuando  ya les andaban muy cerca, José y María encontraron una casa en la que  fácilmente se podrían esconder, si les dejaban entrar. Esta casa era la que habitaba Dimas con los suyos. José les pide que  los escondan, pues los soldados del rey con sus caballos, mucho más  veloces que el sencillo borrico que montan, ya casi les dan alcance.  Pero los habitantes de aquella casa se niegan a elloEn este momento sale el joven Dimas, que seguramente por su carácter y  decisión gozaba entre sus camaradas de gran autoridad, y dispone que se  queden y les esconde en un lugar tan oculto que la policía romana no  consigue descubrirlos, ni puede detenerlos. Jesús promete a Dimas,  agradecido, que su acto no quedará sin recompensa, y le anuncia que  volverán a verse en otra ocasión y aún en peores condiciones, y entonces  será Él, Cristo, quien ayudará a su benigno protector. De este modo terminan su narración las actas apócrifas. Explicación  suficiente, sin embargo, para observar en ella una diferencia total  entre las leyendas atribuidas a Jesús, y la sobriedad evangélica, aun en  los momentos más sublimes en que para confirmar su doctrina, Jesucristo  obra algunos de sus milagros. Por esta razón nos ceñiremos a  continuación al relato evangélico, Palabra Viva, que nos conduce a  importantes enseñanzas. ¿A qué fue debida la conversión de Dimas, un ladrón, un malhechor,  que seguramente en toda su vida no había visto a Jesús, aunque hubiera  oído hablar de Él, como de alguien grande, misteriosamente poderoso y  enigmático para muchos?

Porque en la cruz, Dimas se nos presenta ya convertido, como creyente  en la divinidad de Cristo: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el  mismo suplicio?».

Un autor moderno atribuye la conversión de Dimas a la mirada de  Jesucristo, la mirada clara de Cristo; en su cara abofeteada, escupida y  demacrada, la mirada que había obrado tantos prodigios y que convertía  al que se adentraba en ella con corazón limpio, en seguidor y discípulo...

Y el corazón de Dimas debía ser limpio, a pesar de todos sus delitos.  Inclinado al robo quizá por circunstancias externas, circunstancias tal  vez de tipo social, había sabido conservar, empero, cierto cariño a los  que le rodeaban, y un respeto sincero a sus padres y a las vidas de los  demás.

Y Dios, por la Sangre de su Hijo que estaba a punto de derramarse, le  premiaba lo bueno que había hecho y le perdonaba lo malo. Y en su Amor  insondable -Dios es Amor- le había concedido las gracias suficientes y  necesarias para aquel acto profundo de fe. Y a continuación el gran acto de sometimiento a la Voluntad de Dios y  a la justicia de los hombres: «Nosotros, la verdad, lo estamos  justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos»; y después,  en aquellos momentos solemnes, alrededor de los cuales gira toda la  Historia, quiera el hombre reconocerlo o no, la petición confiada,  anhelante a su Dios, que por él, con él y también por nosotros moría en  una cruz: «Acuérdate de mí, cuando vinieres en la gloria de tu realeza». Y de labios del mismo Cristo oye Dimas las palabras santificadoras:  «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso». He aquí un Santo original: hasta poco antes de morir, un ladrón, un  malhechor, de familia seguramente innoble, sin ningún milagro en su  haber, que puede ser, para nosotros, un magnífico tema de profunda  meditación. En la Iglesia Ortodoxa Rusa, tanto las cruces como los crucifijos se  representan con tres barras horizontales, la más alta es el titulus crucis (la inscripción que Poncio Pilatos mandó poner sobre la  cabeza de Cristo en latín, griego y hebreo: "Jesús de Nazaret, Rey de  los Judíos"), la segunda más larga representa el madero sobre el que  fueron clavados las manos de Jesús y la más baja, oblicua, señala hacia  arriba al Buen Ladrón y hacia abajo al Mal Ladrón.

Oremos

Oh Padre del cielo, en memoria de San Dimas el buen ladrón, que en su  último momento despertó la consciencia del valor que tienen los bienes  del cielo, y que rechazó su vida pasada en el final de su vida, te  encomendamos con nuestra más sincera suplica, que fortalezcas nuestro  corazón, para reconocer el valor que tiene el seguir tu mensaje de  Salvación, y despiertes nuestra mente al reconocimiento de las cosas mas  valiosas, que són las que tu nos dejaste como herencia. Por Nuestro  Señor Jesucristo que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu  Santo. Amé 

Calendario  de Fiestas Marianas: Solemnidad de la Anunciación

Identificado con las víctimas

Ni el poder de Roma ni las autoridades del Templo pudieron soportar la novedad de Jesús. Su manera de entender y de vivir a Dios era peligrosa. No defendía el Imperio de Tiberio, llamaba a todos a buscar el reino de Dios y su justicia. No le importaba romper la ley del sábado ni las tradiciones religiosas, solo le preocupaba aliviar el sufrimiento de las gentes enfermas y desnutridas de Galilea.

No se lo perdonaron. Se identificaba demasiado con las víctimas inocentes del Imperio y con los olvidados por la religión del Templo. Ejecutado sin piedad en una cruz, en él se nos revela ahora Dios, identificado para siempre con todas las víctimas inocentes de la historia. Al grito de todos ellos se une ahora el grito de dolor del mismo Dios.

En ese rostro desfigurado del Crucificado se nos revela un Dios sorprendente, que rompe nuestras imágenes convencionales de Dios y pone en cuestión toda práctica religiosa que pretenda darle culto olvidando el drama de un mundo donde se sigue crucificando a los más débiles e indefensos.

Si Dios ha muerto identificado con las víctimas, su crucifixión se convierte en un desafío inquietante para los seguidores de Jesús. No podemos separar a Dios del sufrimiento de los inocentes. No podemos adorar al Crucificado y vivir de espaldas al sufrimiento de tantos seres humanos destruidos por el hambre, las guerras o la miseria.

Dios nos sigue interpelando desde los crucificados de nuestros días. No nos está permitido seguir viviendo como espectadores de ese sufrimiento inmenso alimentando una ingenua ilusión de inocencia. Hemos de rebelarnos contra esa cultura del olvido que nos permite aislarnos de los crucificados, desplazando el sufrimiento injusto que hay en el mundo hacia una «lejanía» donde desaparece todo clamor, gemido o llanto.

No podemos encerrarnos en nuestra «sociedad del bienestar», ignorando a esa otra «sociedad del malestar» en la que millones de seres humanos nacen solo para extinguirse a los pocos años de una vida que solo ha sido sufrimiento. No es humano ni cristiano instalarnos en la seguridad olvidando a quienes solo conocen una vida insegura y amenazada.

Cuando los cristianos levantamos nuestros ojos hasta el rostro del Crucificado, contemplamos el amor insondable de Dios, entregado hasta la muerte por nuestra salvación. Si la miramos más detenidamente, pronto descubrimos en ese rostro el de tantos otros crucificados que, lejos o cerca de nosotros, están reclamando nuestro amor solidario y compasivo.

DOMINGO DE RAMOS
(Mt 21, 1-10; Is 50, 4-7; Sal 21; Flp 2, 6-11; Mc 14, 1-15,47)

COMENTARIO
A la hora de meditar hoy las lecturas que nos ofrece la Liturgia, me fijo en la escena de la entrada de Jesús en Jerusalén, aclamado por la multitud como Rey, y Bendito porque viene en el nombre del Señor. Al inicio de la celebración de la Eucaristía de este domingo, es tradición y expresión litúrgica la procesión con ramos. Desde esta ceremonia hago mi reflexión.
Los ramos que hoy se portan son de árboles de hoja perenne, árboles que han soportado los rigores del invierno y son testigos recios por haber resistido el hielo y el frío. Evocan a los que están plantados junto a la corriente, que no temen la sequía, y son figura de quienes confían en el Señor.

Históricamente, los que aclamaron a Jesús tomaron los ramos del Monte de los Olivos. Recordando la Escritura, nos viene a la memoria el relato en el que una paloma llevó una rama de olivo al arca de Noé, señal de que la tierra ya estaba seca y habitable. El olivo se ha convertido en emblema de paz, de vida, de convivencia, y se refiere a la tierra de la promesa, a la bendición divina, por lo que simboliza su fruto.

En este sentido, ¿qué significa manifestarse con un ramo de olivo, o de otro árbol de hoja perenne, como es la palma? A los mártires se los representa con una palma en la mano. ¿Quiere decir que quienes se manifiestan con palmas o ramos de olivo desean seguir al Maestro, que sube a Jerusalén a dar su vida?

En las manifestaciones se suelen llevar pancartas o signos que llaman la atención para proclamar la reivindicación de forma más visible. El vidente del Apocalipsis describe la procesión de los que siguen al Cordero, y lo hacen llevando palmas porque han compartido su entrega. ¿Acaso quienes llevan en sus vidas las señales de la Pasión son auténticos manifestantes que se unen a Jesús, camino del Calvario, y sus palmas son sus heridas?

Con esta posible interpretación, quizá no importa tanto llevar palmas, o ramos de olivo, cuanto transformar el propio sufrimiento en trofeo de paz, de amor, de entrega… Y me surge un cántico al olivo: “Ramo de olivo, testigo bendecido, augurio de vida, anticipo de paz, señal de fortaleza, profecía de entrega, de tierra remecida de abundancia, signo del desierto florecido, del huerto hecho almazara, soto de amistad, lugar de plegaria, encendidas las lámparas con el aceite, fruto del olivar”.

Olivar, herencia prometida, que junto al trigo y al mosto eres despensa en la mesa de la familia, del pueblo asentado en tierra propia, que rinde el aceite copioso para encender la lámpara de la oración y ungir al que, enamorado, entra como príncipe real y exhala perfume de heredero.

Quien lleve en sus manos las señales de compartir la ofrenda de la vida se vincula para siempre al triunfo del Nazareno, y el cántico del Hosanna anticipa el himno que entonan los que suben vestidos de blanco a la cima del trono sagrado del Rey de reyes.

"HACER CALLAR A LOS JÓVENES ES UNA TENTACIÓN QUE SIEMPRE HA EXISTIDO"
El Papa, en el domingo de Ramos, invita a los jóvenes a gritar "antes de que griten las piedras

"Francisco denuncia que "intrigas y calumnias conducen a condenas sin escrúpulos"

José Manuel Vidal, 25 de marzo de 2018 a las 11:39

El Papa celebra el Domingo de Ramos

¡Qué dificil es comprender la alegría de la fiesta de la misericordia de Dios para el que busca justificarse a sí mismo!

(José M. Vidal).- "Christus vincit, Christus regnat, Christus, Christus imperat". Bajo este célebre frase latina, grabada en el obelisco, bendice los ramos el Papa Francisco. En su homilía, el Papa denuncia a los que quieren "suprimir la compasión, debilidad de Cristo" y llama a los jóvenes a que no dejen ahogar su voz y que griten "antes de que griten las piedras".

En la procesión del Domingo e Ramos, el Papa Francisco luce una capa pluvial especial, porque le ha sido confeccionada expresamente para él por los refugiados paquistaníes. ¡Todo un signo!

En el centro de la plaza, al pié del obelisco, el Papa incia el rito de la bendición de los ramos. Tras lo cual, el diácono proclama el capítulo 11 del Evangelio según San Marcos.

La procesión, desde el obelisco al altar, de cientos de fieles, sacerdotes, obispos y carenales. Con palmas y ramos de olivo. El Papa y los carenales llevan pequeñas palmas amarillas.

Al llegar al latar, cambia la capa pluvial por la casulla. A un lado del altar, la imagen de la Virgen. Al otro, un olivo y las grandes columnas recubiertas con palmas.

La primera lectura del profeta Isaías. El salmo responsorial: "Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado". Lectura del Evangelio de Marcos, con tres intérpretes: cronista, pueblo y Cristo.

Texto íntegro de la homilía del Papa

Jesús entra en Jerusalén. La liturgia nos invitó a hacernos partícipes y tomar parte de la alegría y fiesta del pueblo que es capaz de gritar y alabar a su Señor; alegría que se empaña y deja un sabor amargo y doloroso al terminar de escuchar el relato de la Pasión. Pareciera que en esta celebración se entrecruzan historias de alegría y sufrimiento, de errores y aciertos que forman parte de nuestro vivir cotidiano como discípulos, ya que logra desnudar los sentimientos contradictorios que también hoy, hombres y mujeres de este tiempo, solemos tener: capaces de amar mucho… y también de odiar ―y mucho―; capaces de entregas valerosas y también de saber «lavarnos las manos» en el momento oportuno; capaces de fidelidades pero también de grandes abandonos y traiciones.

Y se ve claro en todo el relato evangélico que la alegría que Jesús despierta es motivo de enojo e irritación en manos de algunos.

Jesús entra en la ciudad rodeado de su pueblo, rodeado por cantos y gritos de algarabía. Podemos imaginar que es la voz del hijo perdonado, del leproso sanado o el balar de la oveja perdida que resuena con fuerza en ese ingreso. Es el canto del publicano y del impuro; es el grito del que vivía en los márgenes de la ciudad. Es el grito de hombres y mujeres que lo han seguido porque experimentaron su compasión ante su dolor y su miseria… Es el canto y la alegría espontánea de tantos postergados que tocados por Jesús pueden gritar: «Bendito el que llega en nombre del Señor». ¿Cómo no alabar a Aquel que les había devuelto la dignidad y la esperanza? Es la alegría de tantos pecadores perdonados que volvieron a confiar y a esperar.

Esta alegría y alabanza resulta incómoda y se transforma en sinrazón escandalosa para aquellos que se consideran a sí mismos justos y «fieles» a la ley y a los preceptos rituales.[1] Alegría insoportable para quienes han bloqueado la sensibilidad ante el dolor, el sufrimiento y la miseria. Alegría intolerable para quienes perdieron la memoria y se olvidaron de tantas oportunidades recibidas. ¡Qué difícil es comprender la alegría y la fiesta de la misericordia de Dios para quien quiere justificarse a sí mismo y acomodarse! ¡Qué difícil es poder compartir esta alegría para quienes solo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros![2]

Así nace el grito del que no le tiembla la voz para gritar: «¡Crucifícalo!». No es un grito espontáneo, sino el grito armado, producido, que se forma con el desprestigio, la calumnia, cuando se levanta falso testimonio. Es la voz de quien manipula la realidad y crea un relato a su conveniencia y no tiene problema en «manchar» a otros para acomodarse. El grito del que no tiene problema en buscar los medios para hacerse más fuerte y silenciar las voces disonantes. Es el grito que nace de «trucar» la realidad y pintarla de manera tal que termina desfigurando el rostro de Jesús y lo convierte en un «malhechor». Es la voz del que quiere defender la propia posición desacreditando especialmente a quien no puede defenderse. Es el grito fabricado por la «tramoya» de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que afirma sin problemas: «Crucifícalo, crucifícalo».

Y así se termina silenciando la fiesta del pueblo, derribando la esperanza, matando los sueños, suprimiendo la alegría; así se termina blindando el corazón, enfriando la caridad. Es el grito del «sálvate a ti mismo» que quiere adormecer la solidaridad, apagar los ideales, insensibilizar la mirada… el grito que quiere borrar la compasión.

Frente a todos estos titulares, el mejor antídoto es mirar la cruz de Cristo y dejarnos interpelar por su último grito. Cristo murió gritando su amor por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y pecadores, amor a los de su tiempo y a los de nuestro tiempo. En su cruz hemos sido salvados para que nadie apague la alegría del evangelio; para que nadie, en la situación que se encuentre, quede lejos de la mirada misericordiosa del Padre. Mirar la cruz es dejarse interpelar en nuestras prioridades, opciones y acciones. Es dejar cuestionar nuestra sensibilidad ante el que está pasando o viviendo un momento de dificultad. ¿Qué mira nuestro corazón? ¿Jesucristo sigue siendo motivo de alegría y alabanza en nuestro corazón o nos avergüenzan sus prioridades hacia los pecadores, los últimos y olvidados?

Queridos jóvenes, la alegría que Jesús despierta en ustedes es motivo de enojo e irritación en manos de algunos, ya que un joven alegre es difícil de manipular.

Pero existe en este día la posibilidad de un tercer grito: «Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos» y él responde: «Yo les digo que, si éstos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,39-40).

Hacer callar a los jóvenes es una tentación que siempre ha existido. Los mismos fariseos increpan a Jesús y le piden que los calme y silencie.

Hay muchas formas de silenciar y de volver invisibles a los jóvenes. Muchas formas de anestesiarlos y adormecerlos para que no hagan «ruido», para que no se pregunten y cuestionen. Hay muchas formas de tranquilizarlos para que no se involucren y sus sueños pierdan vuelo y se vuelvan ensoñaciones rastreras, pequeñas, tristes.
En este Domingo de ramos, festejando la Jornada Mundial de la Juventud, nos hace bien escuchar la respuesta de Jesús a los fariseos de ayer y de todos los tiempos: «Si ellos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40).

Queridos jóvenes: Está en ustedes la decisión de gritar, está en ustedes decidirse por el Hosanna del domingo para no caer en el «crucifícalo» del viernes... Y está en ustedes no quedarse callados. Si los demás callan, si nosotros los mayores y los dirigentes callamos, si el mundo calla y pierde alegría, les pregunto: ¿Ustedes gritarán?

Por favor, decídanse antes de que griten las piedras.

Tras la homilía, un numeroso grupo de jóvenes que participaron en la sesiones del Presínodo lleva las ofrendas al altar.

Al final de la eucaristía y antes de la bendición, lo jóvenes entregan al Papa el documento de las conclusiones de su reunión presinodal, en el que, entre otras cosas, piden a la Iglesia más valentía y más transparencia y menos condenas y menos rigidez.

Ser un don para los demás

Los tres senderos que nos propone la Iglesia durante la Cuaresma para adentrarnos en el misterio pascual son: la oración, el ayuno y la limosna. En domingos anteriores os he escrito sobre la oración y el ayuno. Me gustaría ahora deciros unas palabras sobre la limosna: ser un don para los demás.

Limosna es caridad. Y vivir en la caridad es vivir el mandato del Señor: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13, 34). Hoy os propongo la lectura de este relato que leí hace un tiempo y que creo que nos puede ayudar a mirar nuestra vida bajo la mirada atenta y amorosa de Dios.

«Una mujer alemana va a mediodía a almorzar a un autoservicio. Toma un plato de sopa y se dirige a una de esas mesas en las que se come de pie. Deja el plato y cuelga el bolso debajo de la mesa. Entonces cae en la cuenta de que ha olvidado la cuchara. Vuelve, pues, al mostrador, toma una cuchara y, de paso, una servilleta, que también ha olvidado.

Regresa a su mesa y ve con gran sorpresa que un hombre se está comiendo su sopa. No es alemán, no es rubio ni tiene los ojos azules, sino moreno, quizá italiano, griego o tal vez turco. Al momento se pone de manifiesto que el hombre no habla alemán, por lo que la mujer no puede entenderse con él. ¡Pero se está comiendo su sopa! En un primer momento, la mujer permanece atónita, incapaz de pronunciar palabra. ¡Esto es inconcebible! La mujer está furiosa. Pero al cabo de diez segundos ya se ha dominado y se ha puesto a pensar: “Este hombre es realmente un desvergonzado, pero yo también”. Con la cuchara en la mano, la mujer se dirige al otro lado de la mesa y empieza a comer del mismo plato. Alguien pensará que en este momento el desconocido se va a disculpar. ¡Ni mucho menos! Sigue comiendo tranquilamente y sonríe -ésta es su arma; sonríe y se muestra amable, pero no afectado. Y ahora viene lo más grande: le da a ella la mitad de su salchicha. Así termina la comida en común. Al final, él le da la mano, y ella, que mientras tanto se ha calmado, se la estrecha.

»El hombre se va, y ella se dispone a recoger su bolso, pero ha desaparecido. Desde el primer momento se lo había imaginado: este individuo es un maleante, un caradura y un ladrón; y además le ha robado el bolso. La mujer corre hacia la puerta, pero él se ha esfumado. La cosa parece realmente grave, pues en el bolso tiene el carné de conducir, dinero, la tarjeta de crédito, etcétera. Todo ha desaparecido. Al cabo de un rato, la mujer repasa la escena. En la mesa contigua hay un plato de sopa. Ahora está fría. ¡Debajo de ella cuelga su bolso! No se le había pasado en ningún momento por la imaginación que era ella, y no él, quien se había equivocado. Sencillamente no se le había ocurrido». (Piet van Breemen, Lo que importa es el Amor, Sal Terrae, 1999, pág. 110)

¿No nos pasan habitualmente algunas situaciones parecidas a la escena descrita? Vale la pena reírnos un rato de nosotros mismos. Vale la pena reconocer que somos limitados. La limosna parte de un reconocerse frágil y limitado. Y es este reconocimiento de nuestra miseria el que nos acerca a la necesidad del otro y hace posible una auténtica limosna.

Os invito a regalar una mirada libre de prejuicios al que se acerca a nosotros; a percibir al prójimo no como una amenaza y un rival, sino como una oportunidad de encuentro. La limosna, hecha con amor, humaniza a quien la da y a quien la recibe. Y no olvidemos que lo más grande que podemos dar es a nosotros mismos, nuestro tiempo.

En Jesús hallamos un ejemplo perfecto de cómo vivir el amor, la caridad: en Él todo es don, limosna de sí, entrega generosa:

Nos ha entregado el amor del Padre. Nos ha hecho hijos en Él. Todo lo que le ha revelado el Padre nos lo ha dado a conocer ( Jn 15, 16). Nos ha dado a su propio Padre y a su propia madre, la Virgen María.

Nos ha entregado sin medida su Espíritu Santo, no excluye a nadie de su amistad: “Ya no os llamo siervos: a vosotros os llamo amigos” (Jn 15, 15).

Nos entrega siempre el perdón sin humillarnos, lo excusa todo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34).
Ha dado su vida por nosotros.

Queridos hermanos, ojalá esta Cuaresma sea oportunidad para avanzar en el camino de imitación de Cristo. † Cardenal Juan José Omella Arzobispo de Barcelona

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