Joven, a ti te digo: Levántate

San José Cupertino

Celebrado el 18 de septiembre

San José de Cupertino, religioso presbítero

En Osimo, en el Piceno, san José de Cupertino, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores Conventuales, célebre, en circunstancias difíciles, por su pobreza, humildad y caridad para con los necesitados de Dios.

Jose Desa nació el 17 de junio de 1603 en Cupertino, pequeña población situada entre Brindisi y Otranto. Sus padres eran pobres, y el infortunio se había ensañado contra ellos. José vino al mundo en un miserable cobertizo en la parte posterior de la casa, porque en aquellos momentos sr procedía al embargo del inmueble, ya que su padre, un carpintero, no había podido pagar sus deudas. En aquellas circunstancias, la niñez de José tuvo que ser muy desdichada. Su madre, al quedar viuda, vio a su hijo como una molestia y una carga más para su miseria y lo trataba con extremada dureza, por lo que el niño creció débil, con marcada tendencia a la distracción y la inercia. Llegaba a olvidarse incluso de comer y, si alguien se preocupaba por recordárselo, respondía simplemente: «me olvidé». Acostumbraba a vagar por la ciudad, a paso lento y desganado, y mirar a todas partes con la boca abierta, de manera que se ganó el sobrenombre de «Boccaperta». Nadie le quería bien, a causa de su aire de simpleza y su mal genio; sin embargo, en lo tocante a sus deberes religiosos, los cumplía con una extraordinaria fidelidad y gran fervor. Al llegar a la edad en que debía ganarse el pan, José entró como aprendiz de zapatero y se esforzó por aprender el oficio, sin lograrlo. Al cumplir los diecisiete años, se presentó en el convento de los franciscanos para solicitar su ingreso, pero fue rechazado. Entonces, hizo su solicitud ante los capuchinos, que lo tomaron como hermano lego, pero, al cabo de ocho meses, fue despedido por incapacidad para desempeñar los deberes que imponía la orden.

Su torpeza y su despreocupación le incapacitaban para cualquier trabajo, como lo había probado en el convento, donde dejaba caer de continuo los platos y las tazas en el suelo del refectorio, se olvidaba de hacer lo que se le había ordenado y no se podía confiar en él ni siquiera para encender el fuego del horno. Al verse desamparado, José buscó refugio en la casa de un tío suyo muy rico, que se negó rotundamente a ayudar a un «bueno para nada», por muy pariente cercano que fuese, y el joven José se vio obligado a regresar a la miseria y el desprecio de su casa. Por supuesto que su madre no tuvo el menor placer en verlo regresar y, para deshacerse de él lo más pronto posible, rogó y suplicó a su hermano, un fraile franciscano, que admitieran a José en el convento, con tanta insistencia que, al fin, logró sus propósitos, y el joven ingresó como criado al monasterio franciscano de Grottella. Se le dio un hábito de terciario y se le puso a trabajar en los establos. Al parecer, fue entonces cuando se produjo un cambio radical en José: desempeñó con notable destreza los deberes que se le encomendaban y, con su humildad, su dulzura, su amor por la mortificación y la penitencia, se granjeó tanto afecto y respeto por parte de sus hermanos que, en 1625, la comunidad en pleno resolvió que debía ser admitido entre los religiosos del coro y quedar así calificado como aspirante a recibir las órdenes sagradas.

De esta manera, inició José su noviciado y no tardaron sus virtudes en convertirlo en un objeto de admiración, pero al mismo tiempo, se advirtió que no hacía grandes progresos en los estudios. Por mucho que se esforzara, su capacidad intelectual no le daba más que para leer mal y escribir peor. Carecía . de la facultad de expresarse y, del único texto sobre el que pudo decir algo fue: «¡Bendito el vientre que te concibió!» Cuando se le examinaba para el diaconado, el obispo abrió el libro de los Evangelios a la ventura y, quién sabe por qué casualidad, sus ojos cayeron precisamente sobre aquella frase; de manera que el prelado examinador pidió al hermano José que disertara sobre ella, lo que el joven hizo bien y con presteza. Cuando llegó el momento del examen para el sacerdocio, los primeros candidatos respondieron a las preguntas en forma tan completa y satisfactoria, que los restantes, entre los que se encontraba José, fueron aprobados sin haber pasado por el examen. Tras de haber recibido las órdenes sacerdotales, en 1628, pasó cinco años sin probar el pan o el vino, y las hierbas que comía los viernes, eran tan amargas o desabridas, que sólo él las podía tragar. Sus rigurosos ayunos cuaresmales le privaban absolutamente de todo alimento durante todos los días, a excepción de los jueves y domingos, y pasaba sus horas entregado a los trabajos manuales domésticos y de rutina que eran, bien lo sabía él, los únicos que podía desempeñar.

Desde el momento de su ordenación, la existencia de san José fue una serie ininterrumpida de éxtasis, curaciones milagrosas y sucesos sobrenaturales, en una escala que no tiene paralelo en ninguno otro de los santos. Todo lo que de cualquier manera se refiriese particularmente a Dios o a los misterios de la religión, podía arrebatarle los sentidos y tomarle insensible a lo que sucedía a su alrededor; las distracciones y olvidos de su niñez y su juventud tuvieron ahora un fin y un propósito claro y definido. A la vista de un cordero en el jardín de los capuchinos en Fossombrone, quedó arrobado en la contemplación del inmaculado Cordero de Dios, y se afirma que en aquella ocasión, se elevó por los aires con el animalillo en los brazos. En todo momento tuvo un dominio especial sobre las bestias, semejante al que tenía san Francisco; se dice que las ovejas se reunían en torno suyo y escuchaban atentas sus plegarias; una golondrina del convento le seguía por todas partes e iba volando a donde él le mandaba. Particularmente durante la misa o el rezo de los oficios, tenía raptos que le elevaban del suelo. Durante los diecisiete años que pasó en Grottella se registraron setenta casos de levitación, y el más extraordinario de todos ellos ocurrió cuando los frailes construían un calvario. Faltaba por colocar la cruz del medio que tenía una altura de casi diez metros y era pesadísima, de manera que ni los esfuerzos de diez hombres podían levantarla hasta su sitio.

Se afirma que entonces se asomó el hermano José por la puerta del convento, voló los setenta y ocho metros que le separaban del lugar donde se hallaban los otros frailes, tomó la pesada cruz en sus brazos, «como si fuera de paja» y la levantó para dejarla en su lugar, sobre el simulado montículo del Calvario. Fueron varios los testigos que dieron cuenta de este sorprendente suceso, aunque lo mismo que ocurrió con muchas otras de las maravillas obradas por el santo, sólo se dieron a conocer y se registraron después de la muerte de José, cuando ya había transcurrido el tiempo necesario para que no se exagerasen los acontecimientos y se fabricasen las leyendas en base a ellos. Pero cualquiera que haya sido la naturaleza y la realidad de aquellos sucesos, no cabe duda de que la vida diaria de san José estuvo rodeada por tantos fenómenos perturbadores y extraños que, por lo menos durante treinta y cinco años, sus superiores le prohibieron oficiar la misa en público, tomar parte en el coro, comer a la mesa con los hermanos y asistir a las procesiones y otras ceremonias públicas. Algunas veces, cuando se hallaba en rapto y sin sentido, los frailes trataron de volverlo en sí con golpes, quemaduras y pinchazos con agujas, pero nada de eso le producía efecto alguno y sólo despertaba, según se dice, al oír la voz de su superior. Al recuperar los sentidos, sonreía a todos dulcemente y les pedía perdón por lo que él llamaba «su ataque de mareos».

La levitación (nombre que se da a la elevación del cuerpo humano desde el suelo que pisa, sin que intervenga ninguna fuerza física) en una forma u otra, se registró en unos doscientos santos y beatos (y en otros muchos que no lo fueron) y, en sus casos, semejante fenómeno se ha interpretado como una marca especial del favor de Dios, por el cual pone de manifiesto, aun para los sentidos físicos, que la plegaria es una elevación de la mente y el corazón hacia Dios. Tanto por la extensión como por el número de esas experiencias, san José de Cupertino nos ofrece los ejemplos clásicos de levitación, porque si bien algunos de los fenómenos que le ocurrieron en su juventud podrían ponerse en tela de juicio, los que se registraron en sus últimos años estuvieron bien atestiguados. Por ejemplo, uno de sus biógrafos declara: «En 1645, el embajador de España en la corte pontificia, el Gran Almirante de Castilla, pasó por ahí (por Asís) y visitó a José de Cupertino en su celda.

Luego de conversar con él un buen rato, bajó a la iglesia y dijo a su esposa: 'Vengo de ver y de hablar con otro san Francisco'. La señora manifestó entonces su gran deseo de gozar de un privilegio igual y el padre guardián mandó decir a José que bajase a la iglesia para hablar con Su Excelencia. El hermano respondió: 'Obedeceré, pero no puedo decir si podré hablar con la dama'. En efecto, momentos después apareció en la puerta de la iglesia, pero en el mismo instante clavó los ojos en una imagen de la Virgen María que se hallaba en el altar y, de pronto, se elevó del suelo y voló unos doce pasos por encima de las cabezas de los que estaban en la nave, hasta quedar parado a los pies de la estatua. Permaneció ahí un momento y oró en homenaje a la Señora y, luego de emitir su grito peculiar, voló de nuevo hasta la puerta de la iglesia y regresó de prisa a su celda, mientras el almirante, su esposa y todos los miembros de su séquito que presenciaron la escena, permanecían inmóviles en su sitio, como paralizados por el asombro». Ese suceso que se relata en dos de las biografías del santo, se presentó apoyado por numerosas referencias de los testigos oculares durante las deposiciones en el proceso de canonización. «Es todavía más digna de confianza», dice el padre Thurston en «The Month» de mayo de 1919, «la evidencia de la levitación del santo suministrada en Osimo, donde pasó los últimos seis años de su vida. Ahí le vieron sus hermanos en religión elevarse por los aires hasta una altura de tres metros y medio a cuatro metros para besar la frente del Niño Dios que se hallaba en brazos de una imagen de la Virgen, muy por encima del altar, y no se limitó a eso, sino que alzó de los brazos de la Virgen la imagen del Niño, que estaba hecha de cera y, como si la arrullara, voló con ella en sus brazos hasta su celda donde continuó suspendido en los aires en todas las actitudes y posturas imaginables. En otra ocasión, durante aquellos últimos años de su vida, levantó a otro de los frailes y lo transportó en su vuelo alrededor de una habitación y se afirma que ya había hecho lo mismo en varias oportunidades previas. Durante la última misa que celebró, el día de la Asunción de 1663, un mes antes de su muerte, tuvo un rapto que le levantó más largo tiempo que todos los anteriores. Y para todos estos sucesos contamos con la evidencia de numerosos testigos oculares que hicieron sus deposiciones bajo juramento, como de costumbre, unos cuatro o cinco años más tarde solamente. Sería irrazonable suponer que aquellos testigos se engañaron en cuanto al hecho preciso de que el santo flotaba en los aires, puesto que todos estaban convencidos de haberlo visto así bajo todas las condiciones y circunstancias posibles». Próspero Lambertini, el que después fue el Papa Benedicto XIV, suprema autoridad en las evidencias y procedimientos de las causas de canonización, estudió personalmente, todos los pormenores en el caso de san José de Cupertino. El escritor dice más adelante: «Cuando la causa se presentó a discusión ante la Congregación de Ritos, (Lambertini) era 'promotor Fidei' (el personaje que vulgarmente se conoce con el nombre de 'Ahogado del Diablo') y es cosa sabida que su animadversión hacia las pruebas que se habían sometido a su consideración era firme y exigente. Sin embargo, debemos creer que aquellos escrúpulos quedaron completamente satisfechos, puesto que no sólo fue el propio Lambertini quien, instalado ya en el trono de San Pedro, emitió el decreto de beatificación en 1753, sino que en su obra magna, 'De Servorum Dei Beatificatione', dice lo que sigue: 'Mientras yo desempeñaba el cargo de promotor de la Fe, se sometió a la consideración de la Sacra Congregación de Ritos, la causa del venerable siervo de Dios, José de Cupertino, causa ésta que, después de mi retiro, fue llevada a una conclusión favorable. En el curso del proceso, los testigos oculares de indiscutible integridad suministraron evidencias sobre las famosas levitaciones o levantamientos desde el suelo y vuelos prolongados del mencionado siervo de Dios cuando se hallaba arrebatado en éxtasis'. No cabe la menor duda de que Benedicto XIV, un crítico apegado a normas estrictas que conocía el valor de las evidencias y que había estudiado las deposiciones originales con más detenimiento que cualquier otro de los miembros del tribunal, creía a pie juntillas que los testigos de las levitaciones de san José habían observado realmente lo que aseguraban haber visto».

Por supuesto, no faltaron las personas para quienes aquellas manifestaciones eran piedra de escándalo. Cuando san José recorría la provincia de Bari y atraía a las multitudes, las autoridades eclesiásticas le denunciaron como a «uno que anda por los caminos de estas provincias y que, como un nuevo Mesías, arrastra a las muchedumbres en pos suya, a causa de ciertos prodigios realizados ante unas cuantas de aquellas gentes ignorantes que están dispuestas a creer cualquier cosa». El vicario general presentó la queja al inquisidor de Nápoles y se hizo comparecer a José. Al examinarse los pormenores de las acusaciones, no hallaron los inquisidores nada digno de censura, pero no por eso levantaron los cargos al acusado, sino que le enviaron a Roma para que se presentara ante el ministro general de su orden. Este le recibió al principio con dureza, pero muy pronto quedó impresionado por la evidente inocencia y el porte humilde de José y acabó por llevarle consigo a ver al Papa Urbano VIII. A la vista del Vicario de Cristo, el santo entró en éxtasis, y dijo el Pontífice Urbano que si José moría antes que él, no dejaría de dar testimonio sobre el milagro que acababa de presenciar. En Roma se decidió enviar a José de regreso a Asís, donde nuevamente sus superiores le trataron con una notable severidad y, por lo menos, fingieron que le consideraban como un hipócrita. Llegó a Asís en 1639 y permaneció ahí trece años. Al principio debió sufrir muy duras pruebas, tanto internas como externas. Hubo temporadas en las que le pareció que Dios le había abandonado; a sus ejercicios religiosos les acompañaba una sequedad espiritual que le afligía en extremo, al tiempo que las más terribles tentaciones le hundían en una melancolía tan profunda, que apenas si levantaba los ojos del suelo. Al ser informado de esto el ministro general, mandó llamar a José a Roma y, tras de retenerlo ahí tres semanas, lo devolvió a Asís. Durante su viaje a Roma, el santo experimentó un retorno de aquellos consuelos divinos que le habían sido retirados temporalmente. Las noticias sobre la santidad y los milagros de José sobrepasaron las fronteras de Italia, y personajes tan distinguidos corno el almirante de Castilla, a quien ya mencionamos, se detenían en Asís para visitarlo. Entre estas personalidades se hallaba también John Frederick, duque de Brunswick y Hanover. Aquel noble señor, que era luterano, se conmovió tanto por lo que presenció, que ahí mismo abrazó la religión católica. El santo solía decir a ciertas personas escrupulosas que acudían a consultarle: «No me gustan los escrúpulos ni la melancolía: si tus intenciones son buenas, no tienes nada que temer». Siempre instaba a la plegaria. «Orad», decía. «Si os turban la aridez o las distracciones, decid un Padre Nuestro y eso basta, porque entonces habréis hecho oración vocal y mental». Cuando el cardenal Lauria le preguntó lo que veían las almas en éxtasis durante sus raptos, repuso: «Se sienten como transportadas dentro de una galería maravillosa, resplandeciente con una belleza interminable y ahí, con una sola mirada en un espejo, comprenden las visiones maravillosas que Dios se complace en mostrarles». En el ir y venir de la vida diaria andaba siempre tan preocupado por las cosas celestiales, que si se cruzaba una mujer en su camino, él suponía, auténticamente y con toda sinceridad, que veía pasar a Nuestra Señora, a Santa Catalina o a Santa Clara y, si era un hombre desconocido el que se atravesaba, lo confundía con alguno de los Apóstoles y muchas veces, al encontrarse con otro fraile compañero suyo, creyó estar ante san Antonio o ante el propio san Francisco.

Por razones que desconocemos, en 1653, la Inquisición de Perugia recibió instrucciones para sacar a José de la comunidad de su orden y ponerlo a cargo de los capuchinos en calidad de fraile solitario en las colinas de Pietrarosa donde debía vivir en estricta reclusión. «¿Será necesario que vaya prisionero?», inquirió, y partió sin tardanza, con tanta prisa, que dejó su sombrero, su capa, su breviario y sus anteojos. Y en efecto, había ido a una prisión. No se le permitía abandonar la clausura del convento, hablar con alguien fuera de los frailes, escribir o recibir cartas; quedó completamente aislado del mundo exterior. Pero sin duda que, aparte de la inquietud y la tristeza que necesariamente experimentaba al verse separado de los otros conventuales y tratado como un criminal, aquella vida debe haber resultado particularmente satisfactoria para san José. Por otra parte, no duró mucho su aislamiento, porque no tardaron las gentes en descubrir el escondite y los peregrinos poblaron el lugar antes desierto. Entonces se le llevó subrepticiamente a otra reclusión igual en la casa de los capuchinos en Fossombrone. Y así pasó el resto de su vida. En 1665 el capítulo general de los franciscanos conventuales pidió que les fuera devuelto su santo a Asís, pero el Papa Alejandro VII respondió que con un san Francisco de Asís había bastante. En 1657, se le permitió residir en la casa de los conventuales en Osimo; sin embargo, ahí fue más estricta su reclusión y sólo a muy contados religiosos se les autorizaba a visitarle en su celda. En medio de todo aquel rigor y hasta el fin de sus días, tuvo el consuelo cotidiano de las manifestaciones sobrenaturales y se puede decir que, si bien los hombres le abandonaron, Dios se estrechaba cada vez más íntimamente con él. El 10 de agosto de 1663, se sintó enfermo y supo que su fin estaba próximo: murió cinco semanas después, a la edad de sesenta años. Fue canonizado en 1767.

Se halla impreso un summarium preparado por la Congregación de Ritos en 1688, con los datos principales de las deposiciones de los testigos en el proceso de beatificación. Debe observarse, sin embargo, que actualmente no existen más que dos copias de ese resumen y que, al parecer, los bolandistas no tuvieron acceso a él. Por lo tanto, se contentaron con imprimir en el Acta Sanctorum sept. vol. V, los datos obtenidos en biografías publicadas anteriormente, como las de Pastrovicchi (1753) y Bernino (1722). La bula de canonización, un extenso documento que contiene abundantes datos biográficos, se halla impresa en las biografías italianas posteriores, así como en la traducción al francés de la obre de Bernino (1856) . En ese mismo libro se relata destacadamente y con lujo de detalles, la historia de las levitaciones y vuelos de san José. Cf. H. Thurston, en The Physical Phenomena of Mysticism (1952).

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

No llores

Santo Evangelio según San Lucas 7, 11-17. Martes XXIV de Tiempo Ordinario.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Jesús, fuente de vida y de amor, haz que en cada momento de este día sea un auténtico testigo de tu amor y servicio a los demás. Que ese testimonio anime a otras personas a vivir el amor.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

El Señor nos da una muestra de su humanidad, nos demuestra que también Él se conmueve. Otras traducciones, más que lástima, dicen que Jesús se compadeció de la mujer, no se quedó indiferente al sufrimiento que tenía. Jesús sabía la situación de aquella mujer, sabía perfectamente que ése era el único hijo de su ya difunto esposo, conocía la desgracia a la que estaba atada esta pobre mujer; ya no tenía esperanza. Jesús es quien se acerca a darle la fuerza y a devolverle la alegría.

El texto en latín traduciría que se movió de compasión por ella, tuvo misericordia de ella, desde el interior de su corazón. Dios mismo sale a comprobar, a vivir, a sufrir, a padecer y a gozar con nosotros; no es un Dios extraño que está a la expectativa de cualquier error que cometamos para castigarnos.

Dios es un Padre, un padre que se hace hombre para entendernos, para acompañarnos, para ser nuestro hermano en las fatigas, en las luchas, en los fracasos. Dios conoce y sabe perfectamente por qué lloro, qué pérdida he tenido. Todos y cada uno deberíamos ver que Dios está con nosotros, Él es quien cada mañana nos dice con una sonrisa: no llores.

¿Qué cosas aquejan mi corazón? ¿Cómo es que Jesús me dice hoy que no llore?

Viéndola, el señor fue preso de una gran compasión por ella. La compasión es un sentimiento que fascina, es un sentimiento del corazón, de las vísceras, compromete todo. No es lo mismo que decir ¡qué pena, pobre gente! La compasión implica "ir con". Alguno podría objetar: Pero si tienes toda una multitud aquí, ¿por qué no hablas a la multitud? Déjalo... la vida es así... hay tragedias que suceden, ocurren... No. Para Jesús eran más importantes aquella viuda y aquel huérfano muerto que la multitud a la que estaba hablando y que lo seguía. El Señor, con su compasión, se había implicado en este caso. Tuvo compasión. Hay una segunda palabra a notar: Jesús se acercó. La compasión lo empujó a acercarse. Acercarse es una señal de compasión. Yo puedo ver tantas cosas pero no acercarme. Igual siento un dolor... pobre gente... Y sin embargo acercarse es otra cosa. El Evangelio añade un detalle: Jesús dijo no llores a la mujer. A mí me gusta pensar que el Señor, cuando decía esto a aquella mujer, la acariciaba; Él tocó a la mujer y tocó el ataúd. Es necesario acercarse y tocar la realidad. Tocar. No mirarla desde lejos. (Homilía de S.S. Francisco, 19 de abril de 2018, en santa Marta).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Hoy buscaré llevar a Jesús a aquellos que sufren por algún mal e intentaré confortarlos.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
¡Cristo, Rey nuestro! ¡Venga tu Reino! Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia. Ruega por nosotros. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Acompañar al que sufre

Ante el dolor, creo que una de las actitudes más provechosas es “callar” y acompañar 

Quizás una de las cosas que más cueste en el mundo actual, sea el de acompañar, dar un consuelo a quien sufre. Poder consolar a quien está padeciendo un gran sufrimiento, me parece que es lo más difícil que existe. Y quizás no sea para tanto. Me parece que por allí se nos hace muy dificultoso, porque estamos pendientes de qué palabra justa podemos decir, si con nuestra opinión somos capaces de “corregir” ese dolor. Y tal vez ese sea uno de los principales inconvenientes: pensar que nosotros vamos a darle solución a aquel que esté sufriendo.

Ante ciertos dolores, pruebas, cruces, ¿qué podemos decir? Generalmente nuestras palabras se vuelven inútiles, muchas veces hasta ridículas, y sin sentido. Ante el dolor, creo que una de las actitudes más provechosas es “callar” y acompañar. Podemos decir una cantidad de palabras, que seguramente podrán ser las más justas, las mejores, pero no cambia la realidad de quien está pasando por un momento muy difícil, y es entonces allí donde debemos con total humildad, callar y estar compartiendo al lado de quien sufre. Ante el dolor todo puede sonar distinto, todo lo que pueda decir, por válido que sea, en cambio es diferente el estar “al lado”, acompañando y quizás hasta sufriendo nosotros mismos interiormente. Sólo Dios puede “consolar” plenamente, porque es el “Dios de todo consuelo”, y si bien es cierto que para comprender totalmente esto debo tener una gran fe, no es menos cierto que es en esos momentos en los cuales el mismo Dios obre en la vida de las personas que están pasando por momentos de mucha dificultad. Tal vez con nuestro “acompañar” podamos ser de alguna forma trasmisores del consuelo de Dios, que seguramente siempre hará que lo doloroso se transforme en algo fructífero, positivo, pero que “mientras tanto” hará que quien está padeciendo pueda llegar incluso hasta a dudar.
Quizás por una especie de soberbia que tenemos tan incorporada, pensamos que siempre que estamos cerca de quien está pasando un mal momento, o cada vez que alguien se acerque con su problema, con su dolor, sea “yo” quien deba darle los argumentos justos, la palabra certera o la solución exacta a lo que le pasa, y, sabemos que la mayoría de las veces no lo logramos. Y lo más probable es que también quien está pasando un momento doloroso, sepa que no soy yo quien pueda darle la solución o logre hacerle superar “mágicamente” ese momento, sino que en realidad lo que está buscando es sentirse acompañado por alguien que quizás no pueda hacer más que “estar allí”, pero en realidad, está haciendo “todo” lo que en ese momento necesita quien está sufriendo.

¿Es necesario creer en los sacerdotes?

Creer en los sacerdotes significa creer en el sacerdocio: en la necesidad del sacerdote como mediador entre Dios y los hombres

Pregunta:

Estimado Padre:

Me parece que mi problema es el de muchos católicos: me cuesta creer en los sacerdotes. He tenido muchas malas experiencias conociendo sacerdotes muy poco dignos de su misión: poco preocupados de los fieles, o inquietos sólo por sus propios intereses, o simplemente «mundanos». Esto me ha producido el efecto de que no pueda mirarlos sin desconfianza. ¿Qué puedo hacer?

Respuesta:

Estimado:

En las Memorias de Don Bosco se relata que él acostumbraba a decir a sus salesianos: «El sacerdote siempre es sacerdote y debe manifestarse así en todas sus palabras. Ser sacerdote quiere decir tener continuamente la obligación de mirar por los intereses de Dios y la salvación de las almas. Un sacerdote no ha de permitir nunca que quien se acerque a él se aleje, sin haber oído una palabra que manifieste el deseo de la salvación eterna de su alma»[1].

Pero el mismo Don Bosco, cuando oía hablar de defecciones o de escándalos públicos de personas importantes o sacerdotes, también decía a sus discípulos: «No debéis sorprenderos de nada; donde hay hombres, hay miserias»[2].

Me parece que en estas dos referencias se contiene el justo equilibrio para juzgar al sacerdote y para regular nuestra relación con el mismo.

El sacerdote está llamado, por su vocación, a una gran santidad; pero sigue siendo un hombre, y en cuanto tal, frágil y rodeado de flaqueza. Entre los apóstoles del mismo Cristo, uno lo traicionó (Judas), otro lo negó (Pedro), y los demás lo abandonaron durante su Pasión. Pero esto no los hizo menos sacerdotes; y a ellos dio poder de consagrar su Cuerpo y su Sangre (Haced esto en memoria mía: Lc 22,19), y de perdonar los pecados en su nombre (cf. Jn 20,23).

Debemos orar por nuestros sacerdotes, para que sean santos y para que sean fiel reflejo del Sumo y Eterno Sacerdote, que es Jesucristo. Pero debemos mirar al sacerdote como a un «sacramento» de Cristo; es decir, que mientras vemos a un hombre, con defectos y miserias, la fe nos debe hacer «descubrir» al mismo Cristo. Por eso preguntaba San Agustín: «¿Es Pedro el que bautiza? ¿Es Judas el que bautiza? Es Cristo quien bautiza». Es Cristo quien consagra para nosotros en el altar, y es Cristo quien nos perdona los pecados. La eficacia viene de Cristo; no del ministro. Las palabras de Cristo (Haced esto en memoria mía; A quienes perdonéis los pecados..) conservan siempre toda su lozanía y eficacia, a pesar de que el ministro que las pronuncia sea un pecador empedernido. Por eso Inocencio III condenó a quienes afirmaban que el sacerdote que administra los sacramentos en pecado mortal obraba inválidamente[3]; y lo mismo repitió el Concilio de Trento[4].

A todo esto se suma algo que tal vez no sea el caso que Usted me plantea, pero que se da con cierta frecuencia, y es el hecho de que gran parte de los que dicen: yo no creo en los sacerdotes, o: yo no creo en los curas…, ocultan con esta acusación algún problema personal de fondo. Más que no creer su problema es que no quieren creer. Y no quieren porque no viven limpiamente su noviazgo, o su matrimonio, o sus negocios. Y el problema que tienen es que creer en los sacerdotes significa creer en el sacerdocio: en la necesidad del sacerdote como mediador entre Dios y los hombres; en la necesidad de recurrir a él para que nos perdone los pecados, en la necesidad de asistir a la Misa dominical, en la necesidad de cumplir los mandamientos. Creer en el sacerdocio implica aceptar todas estas cosas como una obligación personal, independientemente de si esos sacerdotes que celebran Misa y perdonan los pecados son o no son ellos mismos santos.

Cuando los diez leprosos se acercaron a Jesús para pedirle curación, el Señor les dijo: Id y presentaros a los sacerdotes, como prescribía la ley (Lc 17,14), aunque sabía que aquellos sacerdotes dejaban mucho que desear, como lo demostró la oposición que los mismos hicieron a Cristo.

Jesucristo nos pedirá cuenta a cada uno de nosotros, por lo que nosotros hayamos hecho, según los mandamientos que nos dio a cada uno de nosotros. No nos juzgará por los pecados de nuestros sacerdotes o la santidad de los mismos.

Nos queda siempre la obligación de rezar por nuestros pastores, para que tengan un corazón como el del Divino Pastor.

Bibliografía para profundizar:

Buela, Carlos, Sacerdotes para siempre, Ed. del Verbo Encarnado, San Rafael 2000.
Nicolau, Miguel, Ministros de Cristo. Sacerdocio y Sacramento del Orden, BAC, Madrid.
Chevrier, Antonio, El sacerdote según el Evangelio, Desclée de Brouwer, Pamplona 1963.
[1] Memorias Biográficas, vol 3, p. 68 (edición española).
[2] Memorias Biográficas, vol 7, p. 158 (edición española).
[3] Cf. Denzinger-Hünermann, n. 793.
[4] Cf. ibid., n. 1612.

Mira a tu cónyuge a través de los ojos de Dios

Si hubiera visto a cónyuge como alguien que Dios creó especialmente para mí, nunca la habría faltado al respeto tan a menudo como lo hice

Por: Jimmy Evans | Fuente: Marriage Today // Píldoras de Fe 

Hace muchos años, Karen y yo estuvimos una al lado del otro frente al altar del Señor, prometiendo amarnos y honrarnos el uno al otro "hasta que la muerte nos separe". Les aseguro que yo no tenía ni idea de en qué me estaba metiendo.

Había hecho (y roto) promesas antes, y debo admitirlo: esos votos eran poco más que las palabras que tenía que decir si quería casarme. Estaba repitiendo lo que debía repetir en el altar. Mi mente estaba centrada solo en la parte divertida de la boda que estaba por venir. El beso y la luna de miel...

No es que tuviera la intención de tomar mis votos a la ligera. Comprendí que el matrimonio era algo sagrado y tenía la intención de mantener mi parte del trato. Después de todo, yo estaba enamorado de Karen hasta lo más profundo.

Pero el concepto de Dios uniendo sobrenaturalmente nuestros corazones y almas en alianza, les confieso que fue extraño para mí.

Dios fue quien nos unió en matrimonio

Por mucho que nos amamos, nunca se me ocurrió que Dios fue quien nos unió. A los ojos de Dios, nuestra historia fue mucho más significativa que dos niños pequeños que se enamoraron y decidieron engancharse.

La Escritura nos enseña que Dios está íntimamente involucrado en nuestras vidas. La historia de Adán y Eva nos muestra que nuestro compañero es alguien creado por Dios específicamente con nosotros en mente.

Dios formó a Adán y Eva para construir una relación de amor para toda la vida, caminar juntos de la mano en el jardín, mantenerse mutuamente abrigados por la noche, resolver problemas cuando no estaban de acuerdo, crecer en amor y aprender a navegar la vida juntos como una pareja casada.

Dios trajo a Karen a mi vida con el mismo propósito. Ella fue creada para mí. Yo fui creado para ella. Dios nos imaginó como una pareja mucho antes de que nos conociéramos.

Dios sabía exactamente lo que yo necesitaba en una compañera de vida. Él creó a Karen con los dones, talentos y atributos que yo más necesitaba en una esposa. Él me creó a mí además para satisfacer las necesidades de ella también y entregarme por ella.

Dios nos unió y empujó nuestra relación para lograr las metas que ninguno de nosotros estaba preparado para lograr por nuestra cuenta. Cuando nos paramos ante Él en el altar, Él unió de manera sobrenatural nuestros corazones y nuestras vidas en la sagrada alianza del matrimonio.

Ahora puedo verlo con mayotr claridad. Pero mirando hacia atrás, veo lo poco preparados que estábamos, lo inmaduros que éramos y lo poco que entendíamos sobre lo que nos estábamos metiendo. Apenas sobrevivimos esos primeros años.

Mira a tu cónyuge a través de los ojos de Dios

Pero esto es lo que sé: si hubiera visto a Karen como alguien que Dios creó especialmente para mí, nunca la habría faltado al respeto tan a menudo como lo hice en nuestros primeros años juntos. Nunca la hubiera tomado por sentado. La habría amado más, la habría tratado mejor y habría sido más paciente, considerado y tierno.

Hubiera escuchado mejor y hubiera trabajado más para satisfacer sus anhelos necesidades. La habría apreciado, nutrido, alentado, atesorado y ayudado a convertirme en lo que Dios quería que fuera.

Si hubiera visto nuestra relación desde la perspectiva de Dios, la diferencia habría sido asombrosa.

Hoy, te desafío a mirar a tu pareja a través de los ojos del Dios que te unió por una razón.

PAXTV.ORG