Yo les aseguro a ustedes que Elías ha venido ya
- 15 Diciembre 2018
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Dios es amor y por eso es Trinidad
Ahora proseguimos nuestra reflexión sobre el Dios Viviente. A quién nos dirigimos, nosotros cristianos, cuando pronunciamos la palabra «Dios», sin otra especificación? ¿A quién se refiere ese «tú», cuando, con las palabras del salmo, decimos: «Oh Dios, tú eres mi Dios» (Sal 63,2)? ¿Quién responde a ello, por así decirlo, al otro lado del cable? Ese «tú» no es simplemente Dios Padre, la primera persona divina, como si hubiera existido o fuera pensable, un solo instante, sin las otras dos. Tampoco es la esencia divina indeterminada, como si existiera una esencia divina que sólo en un segundo momento se especifica en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
El único Dios, aquel que en la Biblia dice: «¡Yo Soy!», es el Padre que engendra al Hijo y que, con él, espira el Espíritu, comunicándoles toda su divinidad. Es el Dios comunión de amor, en el que unidad y trinidad proceden de la misma raíz y del mismo acto y forman una Tri-unidad, en la que ninguna de las dos cosas —unidad y pluralidad— precede a la otra, o existe sin la otra, ninguno de los dos niveles es superior al otro o más «profundo» que el otro.
Ese «tú» al que nos dirigimos en oración, según los casos y la gracia de cada uno, puede ser una de las tres divinas personas en particular: el Padre, el Hijo Jesucristo, o el Espíritu Santo, sin que se pierda el todo. Por la comunión trinitaria, en efecto, en cada persona divina están presentes las otras dos. La Trinidad es como uno de esos triángulos musicales que por cualquier lado que se toque vibra todo y da el mismo sonido.
El Dios vivo de los cristianos no es otra cosa, en conclusión, que la Trinidad viviente. La doctrina de la Trinidad está contenida, como en germen, en la revelación de Dios como amor. Decir: «Dios es amor» (1 Jn 4,8) es decir: Dios es Trinidad. Todo amor implica un amante, un amado y un amor que los une. Todo amor es amor de alguien o de algo; no se da un amor «vacío», sin objeto. Ahora bien, ¿quién ama a Dios, para ser definido amor? ¿El hombre? Pero entonces es amor solo desde hace algún centenar de millones de años. ¿Ama el universo? Pero entonces es amor solo desde hace algunos mil millones de años. Y antes, ¿a quién amaba Dios para ser el amor?
Los pensadores griegos y, en general, las filosofías religiosas de todos los tiempos, al concebir a Dios, sobre todo como «pensamiento», podían responder: Dios se pensaba a sí mismo; era «puro pensamiento», «pensamiento de pensamiento». Pero esto no es posible, desde el momento en que se dice que Dios es ante todo amor, porque el «puro amor de sí mismo» sería puro egoísmo, que no es la exaltación máxima del amor, sino su total negación. Y he aquí la respuesta de la revelación, expuesta por la Iglesia. Dios es amor desde siempre, ab aeterno, porque antes de que existiera un objeto fuera de sí para ser amado, tenía en sí mismo al Verbo, el Hijo que amaba con amor infinito, es decir, «en el Espíritu Santo».
Esto no explica «cómo» la unidad pueda ser simultáneamente Trinidad; esto es un misterio incognoscible por nosotros porque ocurre sólo en Dios. Sin embargo, nos ayuda a intuir «por qué», en Dios, la unidad debe ser también pluralidad: porque ¡«Dios es amor»! Un Dios que fuera puro conocimiento o pura ley, o puro poder, ciertamente no tendría ninguna necesidad de ser trino. Más aún, este hecho complicaría las cosas y de hecho ¡ningún «triunvirato» ha durado largamente en la historia! No así con un Dios que es ante todo amor, porque «no puede haber amor entre menos de dos». «Es necesario —escribió Henri de Lubac— que el mundo lo sepa: la revelación de Dios como amor desconcierta todo lo que él había concebido anteriormente sobre la divinidad»[1]. Los cristianos creemos «en un solo Dios», ¡no en un Dios solitario!
Contemplar la Trinidad para vencer la odiosa división del mundo[2]
Ningún tratado sobre la Trinidad es capaz de hacernos entrar en contacto vivo con ella como la contemplación del icono de la Trinidad de Rublev, del que vemos una reproducción en el mosaico que tenemos ante nosotros, en la cima de la pared de enfrente.
Pintado en 1425 para la Iglesia de San Sergio, el icono fue declarado, por el «concilio de los cien capítulos» de 1551, modelo de todas las representaciones de la Trinidad.
Una cosa se debe notar inmediatamente sobre esta imagen. No quiere representar directamente la Trinidad, que, por definición, es invisible e inefable. Esto habría sido contrario a todos los cánones de la iconografía bizantina. Directamente, representa la escena de los tres ángeles aparecidos a Abraham en el encinar de Mambré (Gén 18,1-15); lo demuestra claramente el hecho de que en otras pinturas del mismo tema, antes y después de Rublev, en el icono aparecen también Abraham, Sara, el becerro y, en el trasfondo, la encina. Sin embargo, esta escena, a la luz de la tradición patrística, se lee como una prefiguración de la Trinidad. El icono es una de las formas que asume la lectura espiritual de la Biblia, es decir, la interpretación de un hecho del Antiguo Testamento a la luz del Nuevo.
El dogma de la unidad y trinidad de Dios se expresa en el icono de Rublev por el hecho de que las figuras presentes son tres y muy distintas, pero muy semejantes entre sí. Están contenidas idealmente dentro de un círculo que destaca su unidad, mientras que el diverso movimiento, especialmente de la cabeza, proclama su distinción. Las tres visten, en el original, una túnica de color azul, signo de la naturaleza divina que tienen en común; pero encima, o debajo, de ella cada una tiene un color que la distingue de la otra. El Padre (identificado en género con el ángel de la izquierda hacia el cual las otras dos personas inclinan la cabeza), tiene una túnica de colores indefinibles, hecha casi de pura luz, signo de su invisibilidad e inaccesibilidad; el Hijo, en el centro, viste una túnica oscura, signo de la humanidad con la que se ha revestido; el Espíritu Santo, el ángel de la derecha, un manto verde, signo de la vida, por ser él quien «da la vida».
Una cosa impacta sobre todo al contemplar el icono de Rublev: la paz profunda y la unidad que emana del conjunto. Del icono se desprende un silencioso grito: «Sed una sola cosa, como nosotros somos una sola cosa». San Sergio de Radoneż, para cuyo monasterio fue pintado el icono, se había distinguido en la historia rusa por haber traído la unidad entre los jefes en discordia mutua y haber hecho así posible la liberación de Rusia de los tártaros. Su lema era: «Contemplando la Santísima Trinidad, vencer la odiosa discordia de este mundo». Rublev quiso recoger la herencia espiritual del gran santo que había hecho de la Trinidad la fuente inspiradora de su vida y de su labor.
De esta visión de la Trinidad recogemos, pues, sobre todo el llamamiento a la unidad. Todos queremos la unidad. Después de la palabra felicidad, no hay ninguna otra que responda a una necesidad tan apremiante del corazón humano como la palabra unidad. Nosotros somos «seres finitos, capaces de infinito» y esto quiere decir que somos criaturas limitadas que aspiramos a superar nuestro límite, para ser «todo de alguna manera», quodammodo omnia, como se dice en filosofía. No nos resignamos a ser sólo lo que somos. ¿Quién no recuerda, en los años juveniles, algún momento de ansiosa necesidad de unidad, cuando hubiera querido que todo el universo fuera encerrado en un punto y él estar, con todos los demás, en ese único punto, mientras el sentido de separación y de soledad en el mundo se hacía sentir con sufrimiento? Santo Tomás de Aquino explica todo esto diciendo: «Ya que la unidad (unum) es un principio del ser como la bondad (bonum), resulta de ello que cada uno desea naturalmente la unidad, como desea el bien. Por ello, como el amor o el deseo del bien causa sufrimiento, así actúa también el amor o el deseo de unidad»[3] .
Todos, pues, queremos la unidad, todos la deseamos desde lo profundo del corazón. ¿Por qué entonces es tan difícil hacer unidad, si todos la deseamos tan ardientemente? Es que nosotros queremos que se haga la unidad, pero… en torno a nuestro punto de vista. Nos parece tan obvio, tan razonable, que nos sorprendemos cómo los demás no se den cuenta e insistan en cambio en su punto de vista. Trazamos incluso delicadamente a los demás el camino para llegar donde estamos nosotros y alcanzarnos en nuestro centro. El inconveniente es que el otro está haciendo exactamente lo mismo conmigo. Por esta vía no se alcanzará nunca ninguna unidad. Se hace el camino inverso.
La Trinidad nos indica el verdadero camino hacia la unidad. Partiendo de las personas divinas, en lugar del concepto de naturaleza, los orientales han encontrado que tenían que asegurar de otro modo la unidad divina. Lo han hecho elaborando la doctrina de la perijóresis. Aplicada a la Trinidad, perijóresis (literalmente, mutua compenetración) expresa la unión de las tres personas en la única esencia[4]. Gracias a ella las tres Personas están unidas, sin confundirse; cada persona se «identifica» en la otra, se da a la otra y hace ser a la otra. El concepto se basa en las palabras de Cristo: «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí».
Jesús amplió este principio a la relación que existe entre él y nosotros: «Yo estoy en el Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,20); «Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad» (Jn 17,23). La vía hacia la verdadera unidad está en imitar entre nosotros, en la Iglesia, la perijóresis divina. San Pablo indica su fundamento cuando dice que «somos miembros los unos de los otros» (Rom 12,5). En Dios la perijóresis se basa en la unidad de la naturaleza, en nosotros sobre el hecho de que somos «un solo cuerpo y un solo Espíritu».
El Apóstol nos ayuda a comprender qué significa, en la práctica, vivir entre nosotros la perijóresis o mutua compenetración: «Si un miembro sufre, todos los miembros sufren juntos; y si un miembro es honrado, todos los miembros se alegran con él» (1 Cor 12,26); «Llevad el peso los unos de los otros, así cumpliréis la ley de Cristo» (Gál 6,2). Los «pesos» de los demás son las enfermedades, los límites, los disgustos, y también los defectos y los pecados. Vivir la perijóresis significa «identificarse» con el otro, ponerse, como suele decirse, en su pellejo, intentar comprender, antes que juzgar.
Las tres personas divinas están siempre comprometidas en glorificarse mutuamente. El Padre glorifica al Hijo; el Hijo glorifica al Padre (Jn 17,4); el Paráclito glorificará al Hijo (Jn 16,14). Cada persona se da a conocer haciendo conocer a la otra. El Hijo enseña a clamar ¡Abba!; el Espíritu Santo enseña a gritar: «¡Jesús es el Señor!» y «Ven, Señor» Maranatha. No enseñan a pronunciar el nombre propio, sino el de las otras personas. Hay un solo «lugar» en el universo donde la regla «ama a tu prójimo como a ti mismo» es puesta en práctica, en sentido absoluto, ¡y es en la Trinidad! Cada persona divina ama a la otra exactamente como a sí misma.
¡Qué distinta es la atmósfera que se respira cuando y en un cuerpo social nos esforzamos por vivir con estos ideales sublimes ante los ojos! Pensemos en una familia en la que el marido defiende y exalta a la propia esposa ante los hijos y ante los extraños, y lo mismo hace la mujer respecto al marido; pensamos en una comunidad en que uno se esfuerza por poner en práctica la recomendación de Santiago: «No murmuréis los unos de los otros, hermanos» (Sant 4,11), o la de san Pablo: «Amaos cordialmente con amor fraterno» (Rom 12,10). De este paso, uno podría incluso llegar a alegrarse del nombramiento de otra persona que se estima en un determinado puesto de honor (por ejemplo al cardenalato), como si hubiera sido nombrado él mismo.
Pero dejemos decir estas cosas a los santos, los únicos que tienen el derecho de hacerlo, porque las ponen en práctica. En una de sus admoniciones san Francisco de Asís dice: «Bienaventurado aquel siervo que no se enorgullece por el bien que el Señor dice y obra por medio de él, más que por el bien que dice y obra por medio de otro»[5]. San Agustín decía al pueblo:
«Si amas la unidad, todo lo que en ella es poseído por alguien, ¡lo posees tú también! Destierra la envidia y será tuyo lo que es mío, y si yo destierro la envidia, es mío lo que tú posees. La envidia separa, la caridad une… Solo la mano actúa en el cuerpo; pero ésta no actúa solo para sí, actúa también para el ojo. Si está a punto de recibir un golpe que no está dirigido a la mano, sino al rostro, ¿dice quizás la mano: “No me muevo, porque el golpe no está dirigido a mí”?»[6].
Quería decir: si tú te esfuerzas por poner el bien de la comunidad por encima de tu afirmación personal, todo carisma y todo honor presente en ella será tuyo, igual que en una familia unida el éxito de un miembro hace felices a todos los demás. Por eso, la caridad es «la mejor vía de todas» (1 Cor 12, 31): ella multiplica los carismas, hace del carisma de uno el carisma de todos. Son cosas, me doy cuenta, fáciles de decir, pero difíciles de poner en práctica; en cambio, es bonito saber que, con la gracia de Dios, son posibles y algunas almas, las han realizado y las realizan también para nosotros en la Iglesia.
Contemplar la Trinidad ayuda realmente a vencer «la odiosa discordia del mundo». El primer milagro que el Espíritu obró en Pentecostés fue hacer a los discípulos «concordes» (Hch 1,14), «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32). Él está siempre dispuesto a repetir este milagro, a transformar cada vez la dis-cordia en con-cordia. Se puede estar divididos en la mente, en lo que cada uno piensa acerca de cuestiones doctrinales o pastorales legítimamente debatidas en la Iglesia, pero nunca divididos en el corazón: In dubiis libertas, in omnibus vero caritas. Esto significa, propiamente, imitar la unidad de la Trinidad; ella es, en efecto, «unidad en la diversidad».
Entrar en la Trinidad
Hay algo todavía más dichoso que podemos hacer respecto a la Trinidad que contemplarla e imitarla, y es ¡entrar en ella! Nosotros no podemos abrazar el océano, pero podemos entrar en él; no podemos abrazar el misterio de la Trinidad con nuestra mente, pero ¡podemos entrar en él! Cristo nos ha dejado un medio concreto para hacerlo, la Eucaristía. En el icono de Rublev, los tres ángeles están dispuestos en círculo en torno a una mesa; sobre esa mesa hay una copa y dentro de la copa, se vislumbra un cordero. No se podía decir de forma más sencilla y eficaz que la Trinidad nos da cita cada día en la Eucaristía. El banquete de Abraham en el encinar de Mambré es figura de este banquete. La visita de los tres a Abraham se renueva para nosotros cada vez que nos acercamos a la Comunión.
También aquí, es decir, a propósito de la Eucaristía, es iluminadora la doctrina de la perijóresis trinitaria. Ella nos dice que donde hay una persona de la Trinidad, allí están también las otras dos, inseparablemente unidas. En el momento de la Comunión se realiza en sentido estricto la palabra de Cristo: «Yo en ellos y tú en mí». «Quien me ve a mí, ve al Padre», quien me recibe a mí recibe al Padre. No llegaremos nunca a valorar plenamente la gracia que se nos ofrece. ¡Comensales de la Trinidad!
San Cirilo de Alejandría formuló con el habitual rigor teológico, esta verdad que une indisolublemente Trinidad y Eucaristía. Dice: «Somos consumados en la unidad con Dios Padre por medio de Cristo. Recibiendo, en efecto, en nosotros corporal y espiritualmente, lo que el Hijo es por naturaleza, nos hacemos partícipes y consortes de toda la naturaleza suprema»[7]. La misma persona de la que he referido el testimonio al principio, me confió, en otra ocasión, una experiencia suya de la Trinidad. Me permito compartir también esta porque nos ayuda a entender que la Iglesia no es solamente lo que la gente ve o piensa de ella. Decía:
«La otra noche, el Espíritu me introdujo en el misterio del amor trinitario. El intercambio extasiante de dar y recibir se obró también a través de mí: de Cristo, a quien yo estaba unida, hacia el Padre y del Padre hacia el Hijo. Pero, ¿cómo expresar lo inefable? No veía nada, pero era mucho más que ver, y mis palabras son impotentes para traducir este intercambio en el júbilo, que se respondía, se lanzaba, recibía y daba. Y de ese intercambio fluía una vida intensa de Uno a Otro, como una leche tibia que fluye desde el seno de la madre a la boca del niño agarrado a este bienestar. Y era yo aquel niño, era toda la creación que participa en la vida, en el reino, en la gloria, habiendo sido regenerada por Cristo. ¡Oh, Trinidad santa y viviente! Quedé como fuera de mí, durante dos o tres días, y todavía hoy esta experiencia permanece fuertemente grabada en mí». La Trinidad no es sólo un misterio y un artículo de nuestra fe, es una realidad viva y palpitante. Como decía al principio, el Dios vivo de la Biblia al que estamos buscando no es otro que la Trinidad viviente. Que el Espíritu nos introduzca también a nosotros en ella y nos haga gustar su dulce compañía.
María de la Rosa, Santa
Virgen y Fundadora, 15 de diciembre
Martirologio Romano: En Brescia, de la Lombardía, Italia, santa María Crucificada de Rosa, virgen, que gastó sus riquezas, y se entregó ella misma, por la salud de las almas y de los cuerpos del prójimo, para lo cual también fundó el Instituto de Esclavas de la Caridad († 1855).
Fecha de beatificación: 26 de mayo de 1940 por el Papa Pío XII Fecha de canonización: 12 de junio de 1954 por el Papa Pío XII
Breve Biografía
Nació en Brescia (Italia) en 1813. Quedó huérfana de madre cuando apenas tenía 11 años.
Cuando ella tenía 17 años, su padre le presentó un joven diciéndole que había decidido que él fuera su esposo. La muchacha se asustó y corrió donde el párroco, que era un santo varón de Dios, a comunicarle que se había propuesto permanecer siempre soltera y dedicarse totalmente a obras de caridad. El sacerdote fue donde el papá de la joven y le contó la determinación de su hija. El señor De la Rosa aceptó casi inmediatamente la decisión de María, y la apoyó más tarde en la realización de sus obras de caridad, aunque muchas veces le parecían exageradas o demasiado atrevidas.
El padre de María tenía unas fábricas de tejidos y la joven organizó a las obreras que allí trabajaban y con ellas fundó una asociación destinada a ayudarse unas a otras y a ejercitarse en obras de piedad y de caridad.
En la finca de sus padres fundó también con las campesinas de los alrededores una asociación religiosa que las enfervorizó muchísimo.
En su parroquia organizó retiros y misiones especiales para las mujeres, y el cambio y la transformación entre ellas fue tan admirable que al párroco le parecía que esas mujeres se habían transformado en otras. ¡Así de cambiadas estaban en lo espiritual!.
En 1836 llegó la peste del cólera a Brescia, y María con permiso de su padre (que se lo concedió con gran temor) se fue a los hospitales a atender a los millares de contagiados. Luego se asoció con una viuda que tenía mucha experiencia en esas labores de enfermería, y entre las dos dieron tales muestras de heroísmo en atender a los apestados, que la gente de la ciudad se quedó admirada.
Después de la peste, como habían quedado tantas niñas huérfanas, el municipio formó unos talleres artesanales y los confió a la dirección de María de la Rosa que apenas tenía 24 años, pero ya era estimada en toda la ciudad. Ella desempeñó ese cargo con gran eficacia durante dos años, pero luego viendo que en las obras oficiales se tropieza con muchas trabas que quitan la libertad de acción, dispuso organizar su propia obra y abrió por su cuenta un internado para las niñas huérfanas o muy pobres. Poco después abrió también un instituto para niñas sordomudas. Todo esto es admirable en una joven que todavía no cumplía los 30 años y que era de salud sumamente débil. Pero la gracia de Dios concede inmensa fortaleza.
La gente se admiraba al ver en esta joven apóstol unas cualidades excepcionales. Así por ejemplo un día en que unos caballos se desbocaron y amenazaban con enviar a un precipicio a los pasajeros de una carroza, ella se lanzó hacia el puesto del conductor y logró dominar los enloquecidos caballos y detenerlos. En ciertos casos muy difíciles se escuchaban de sus labios unas respuestas tan llenas de inteligencia que proporcionaban la solución a los problemas que parecían imposibles de arreglar. En los ratos libres se dedicaba a leer libros de religión y llegó a poseer tan fuertes conocimientos teológicos que los sacerdotes se admiraban al escucharla. Poseía una memoria feliz que le permitía recordar con pasmosa precisión los nombres de las personas que habían hablado con ella, y los problemas que le habían consultado; y esto le fue muy útil en su apostolado.
En 1840 fue fundada en Brescia por Monseñor Pinzoni una asociación piadosa de mujeres para atender a los enfermos de los hospitales. Como superiora fue nombrada María de la Rosa. Las socias se llamaban Esclavas de la Caridad. Al principio sólo eran cuatro jóvenes, pero a los tres meses ya eran 32.
Muchas personas admiraban la obra que las Esclavas de la Caridad hacían en los hospitales, atendiendo a los más abandonados y repugnantes enfermos, pero otros se dedicaron a criticarlas y a tratar de echarlas de allí para que no lograran llevar el mensaje de la religión a los moribundos. La santa comentando esto, escribía: "Espero que no sea esta la última contradicción. Francamente me habría dado pena que no hubiéramos sido perseguidas".
Fueron luego llamadas a ayudar en el hospital militar pero los médicos y algunos militares empezaron a pedir que las echaran de allí porque con estas religiosas no podían tener los atrevimientos que tenían con las otras enfermeras. Pero las gentes pedían que se quedaran porque su caridad era admirable con todos los enfermos.
Un día unos soldados atrevidos quisieron entrar al sitio donde estaban las religiosas y las enfermeras a irrespetarlas. Santa María de la Rosa tomó un crucifijo en sus manos y acompañada por seis religiosas que llevaban cirios encendidos se les enfrentó prohibiéndoles en nombre de Dios penetrar en aquellas habitaciones. Los 12 soldados vacilaron un momento, se detuvieron y se alejaron rápidamente. El crucifijo fue guardado después con gran respeto como una reliquia, y muchos enfermos lo besaban con gran devoción.
En la comunidad se cambió su nombre de María de la Rosa por el de María del Crucificado. Y a sus religiosas les insistía frecuentemente en que no se dejaran llevar por el "activismo", que consiste en dedicarse todo el día a trabajar y atender a las gentes, sin consagrarle el tiempo suficiente a la oración, al silencio y a la meditación. En 1850 se fue a Roma y obtuvo que el Sumo Pontífice Pío Nono aprobara su consagración. La gente se admiraba de que hubiera logrado en tan poco tiempo lo que otras comunidades no consiguen sino en bastantes años. Pero ella era sumamente ágil en buscar soluciones.
Solía decir: "No puedo ir a acostarme con la conciencia tranquila los días en que he perdido la oportunidad, por pequeña que esta sea, de impedir algún mal o de hacer el bien". Esta era su especialidad: día y noche estaba pronta a acudir en auxilio de los enfermos, a asistir a algún pecador moribundo, a intervenir para poner paz entre los que peleaban, a consolar a quien sufría alguna pena.
Por eso Monseñor Pinzoni exclamaba: "La vida de esta mujer es un milagro que asombra a todos. Con una salud tan débil hace labores como de tres personas robustas".
Aunque apenas tenía 42 años, sus fuerzas ya estaban totalmente agotadas de tanto trabajar por pobres y enfermos. El viernes santo de 1855 recobró su salud como por milagro y pudo trabajar varios meses más.
Pero al final del año sufrió un ataque y el 15 de diciembre de ese año de 1855 pasó a la eternidad a recibir el premio de sus buenas obras.
Si Cristo prometió que quien obsequie aunque sea un vaso de agua a un discípulo suyo, no quedará sin recompensa, ¿qué tan grande será el premio que habrá recibido quien dedicó su vida entera a ayudar a los discípulos más pobres de Jesús?
Almenos tu acógeme
Santo Evangelio según San Mateo 17, 10-13. Sábado II de Adviento.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor mío, gracias por ayudarme en cada momento de mi vida. Te pido que toques mi corazón para saber escuchar lo que quieres de mí.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Mateo 17, 10-13
En aquel tiempo, los discípulos le preguntaron a Jesús: "¿Por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías?".
Él les respondió: “Ciertamente Elías ha de venir y lo pondrá todo en orden. Es más, yo les aseguro a ustedes que Elías ha venido ya, pero no lo reconocieron e hicieron con él cuanto les vino en gana. Del mismo modo, el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos".
Entonces entendieron los discípulos que les hablaba de Juan el Bautista.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Jesús nos toca el corazón nuevamente con sus palabras y nos dice que a Elías lo rechazaron, que no quisieron aceptarlo como un mensajero de Dios. Cuántas veces te pasa a ti y a mí que no sabemos acoger a esos mensajeros que Dios nos envía, a veces para animarnos, para consolarnos, y otras para corregir algunas cosas que estamos haciendo mal.
Te invito a ponerte las gafas de la fe y ver lo que Dios Padre quiere para ti. ¿Soy consciente de que Dios me habla a través de las personas que están en mi entorno? ¿Me molesta cuando alguien me intenta ayudar en los momentos de dificultad? Si es así no te preocupes, hoy tienes la oportunidad de acoger esos mensajes que Dios te envía.
Es necesario dejar que actúe el Espíritu Santo en tu vida, déjalo entrar en tu corazón no tengas miedo y verás como todo cambia en tu vida.
Al ruido exterior, que a veces domina nuestras ciudades y nuestros barrios, corresponde a menudo una dispersión y confusión interior, que no nos permite detenernos, saborear el gusto de la contemplación, reflexionar con serenidad sobre los acontecimientos de nuestra vida y llevar a cabo un fecundo discernimiento, confiados en el diligente designio de Dios para nosotros. Como sabemos, el Reino de Dios llega sin hacer ruido y sin llamar la atención, y sólo podemos percibir sus signos cuando, al igual que el profeta Elías, sabemos entrar en las profundidades de nuestro espíritu, dejando que se abra al imperceptible soplo de la brisa divina. (Mensaje de S.S. Francisco, 3 de diciembre de 2017).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Poner especial atención a las personas que están a mi lado y hacer pequeñas invocaciones al Espírito Santo.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Acoger el Amor de Dios
¿Empezamos a creer gracias a un camino personal o porque acogemos un don que viene de Dios?
¿El cristianismo nace desde nosotros o desde Dios? En otras palabras, ¿empezamos a creer gracias a un camino personal o porque acogemos un don que viene de Dios?
Entender que Cristo es Dios, que tenemos un Padre en los cielos que nos ama, que el Espíritu Santo habita en nuestros corazones, sólo es posible desde una actitud de acogida.
Es cierto que nadie nos puede obligar a creer o amar. Como también es cierto que el camino más fácil, más directo, más decisivo para aceptar el Evangelio consiste en acoger el Amor de Dios al darnos cuenta de la gran verdad: Él me amó primero.
De modo más radical, sorprende descubrir que el amor llegó a nosotros precisamente cuando estábamos lejos, cuando el pecado nos había herido, cuando no lo merecíamos. Yo curaré sus extravíos, los amaré sin que lo merezcan... dice el Señor por medio del profeta Oseas (cf. Os 14,5).
San Pablo lo recordará con palabras bañadas en el fuego del Espíritu: En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos -en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir-; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros (Rm 5,6-8).
A partir de esa certeza, convertida en experiencia, arranca mi condición cristiana, en la que se unen el amor a Dios y el amor al prójimo: Nosotros amemos, porque Él nos amó primero (1Jn 4,19).
Sí, soy cristiano desde su Amor y para amar. Soy cristiano porque me abro, cada mañana, cada minuto, a la certeza de su cercanía y su misericordia. Soy cristiano cuando empiezo a acoger, con gozo y esperanza, a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María.
Los orígenes de la celebración de la Navidad
Es bastante difundida la versión de que ese día se celebraba en Roma la victoria de la luz sobre la oscuridad
Los cristianos de la primera generación, es decir, aquellos que escucharon directamente la predicación de los Apóstoles,conocían bien y meditaban con frecuencia la vida de Jesús. Especialmente los momentos decisivos: su pasión, muerte redentora y resurrección gloriosa.
También recordaban sus milagros, sus parábolas y muchos detalles de su predicación. Era lo que habían oído contar a aquellos que habían seguido al Maestro durante su vida pública, que habían sido testigos directos de todos aquellos acontecimientos.
Acerca de su infancia sólo conocían algunos detalles que tal vez narrara el propio Jesús o su Madre, aunque la mayor parte de ellos María los conservaba en su corazón.
Cuando se escriben los evangelios sólo se deja constancia en ellos de lo más significativo acerca del nacimiento de Jesús. Desde perspectivas diferentes, Mateo y Lucas recuerdan los mismos hechos esenciales: que Jesús nació en Belén de Judá, de la Virgen María, desposada con José, pero sin que Ella hubiese conocido varón. Además, hacia el final de los relatos sobre la infancia de Jesús, ambos señalan que después fueron a vivir a Nazaret.
Mateo subraya que Jesús es el Mesías descendiente de David, el Salvador en el que se han cumplido las promesas de Dios al antiguo pueblo de Israel. Por eso, como la pertenencia de Jesús al linaje de David viene dada por ser hijo legal de José, Mateo narra los hechos fijándose especialmente en el cometido del Santo Patriarca.
Por su parte, Lucas, centrándose en la Virgen -que representa también a la humanidad fiel a Dios-, enseña que el Niño que nace en Belén es el Salvador prometido, el Mesías y Señor, que ha venido al mundo para salvar a todos los hombres.
En el siglo II el deseo de saber más sobre el nacimiento de Jesús y su infancia hizo que algunas personas piadosas, pero sin una información histórica precisa, inventaran relatos fantásticos y llenos de imaginación. Se conocen algunos a través de los evangelios apócrifos. Uno de los relatos más desarrollados sobre el nacimiento de Jesús contenido en los apócrifos es el que se presenta en el llamado Protoevangelio de Santiago, según otros manuscritos, Natividad de María, escrito a mediados del siglo II.
En las primeras generaciones de cristianos la fiesta por excelencia era la Pascua, conmemoración de la Resurrección del Señor. Todos sabían bien en qué fechas había sido crucificado Jesús y cuándo había resucitado: en los días centrales de la celebración de la fiesta judía de la Pascua, en torno al día 15 de Nisán, es decir, el día de luna llena del primer mes de primavera.
Sin embargo, posiblemente no conocían con la misma certeza el momento de su nacimiento. No formaba parte de las costumbres de los primeros cristianos la celebración del cumpleaños, y no se había instituido una fiesta particular para conmemorar el cumpleaños de Jesús.
¿Por qué se celebra el 25 de diciembre?
Hasta el siglo III no tenemos noticias sobre el día del nacimiento de Jesús. Los primeros testimonios de Padres y escritores eclesiásticos señalan diversas fechas. El primer testimonio indirecto de que la natividad de Cristo fuese el 25 de diciembre lo ofrece Sexto Julio Africano el año 221. La primera referencia directa de su celebración es la del calendario litúrgico filocaliano del año 354 (MGH, IX,I, 13-196): VIII kal. Ian. natus Christus in Betleem Iudeae ("el 25 de diciembre nació Cristo en Belén de Judea"). A partir del siglo IV los testimonios de este día como fecha del nacimiento de Cristo son comunes en la tradición occidental, mientras que en la oriental prevalece la fecha del 6 de enero.
Una explicación bastante difundida es que los cristianos optaron por ese día porque, a partir del año 274, el 25 de diciembre se celebraba en Roma el dies natalis Solis invicti, el día del nacimiento del Sol invicto, la victoria de la luz sobre la noche más larga del año.
Esta explicación se apoya en que la liturgia de Navidad y los Padres de la época establecen un paralelismo entre el nacimiento de Jesucristo y expresiones bíblicas como "sol de justicia" (Ma 4,2) y "luz del mundo" (Jn 1,4ss.).
Sin embargo, no hay pruebas de que esto fuera así y parece difícil imaginarse que los cristianos de aquel entonces quisieran adaptar fiestas paganas al calendario litúrgico, especialmente cuando acababan de experimentar la persecución.
Otra explicación más plausible hace depender la fecha del nacimiento de Jesús de la fecha de su encarnación, que a su vez se relacionaba con la fecha de su muerte. En un tratado anónimo sobre solsticios y equinoccios se afirma que "nuestro Señor fue concebido el 8 de las kalendas de Abril en el mes de marzo (25 de marzo), que es el día de la pasión del Señor y de su concepción, pues fue concebido el mismo día que murió" (B. Botte, Les Origenes de la Noël et de l’Epiphanie, Louvain 1932, l. 230-33). En la tradición oriental, apoyándose en otro calendario, la pasión y la encarnación del Señor se celebraban el 6 de abril, fecha que concuerda con la celebración de la Navidad el 6 de enero.
La relación entre pasión y encarnación es una idea que está en consonancia con la mentalidad antigua y medieval, que admiraba la perfección del universo como un todo, donde las grandes intervenciones de Dios estaban vinculadas entre sí.
Se trata de una concepción que también encuentra sus raíces en el judaísmo, donde creación y salvación se relacionaban con el mes de Nisán.
El arte cristiano ha reflejado esta misma idea a lo largo de la historia al pintar en la Anunciación de la Virgen al niño Jesús descendiendo del cielo con una cruz.
Así pues, es posible que los cristianos vincularan la redención obrada por Cristo con su concepción, y ésta determinara la fecha del nacimiento. "Lo más decisivo fue la relación existente entre la creación y la cruz, entre la creación y la concepción de Cristo" (J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, 131).
La difusión de la celebración litúrgica de la Navidad fue rápida. En la segunda mitad del siglo IV se va extendiendo por todo el mundo cristiano: por el norte de Africa (año 360), por Constantinopla (año 380), por España (año 384) o por Antioquía (año 386). En el siglo V la Navidad es una fiesta casi universal.