El Reino de Dios es de los que son como niños


Inés de Bohemia (de Praga), Santa

Abadesa, 2 de marzo

Martirologio Romano: En Praga, de Bohemia, santa Inés, abadesa, hija del rey Otokar, que, tras haber renunciado a nupcias reales y deseosa de desposarse con Jesucristo, abrazó la Regla de santa Clara en el monasterio edificado por ella misma, donde quiso observar la pobreza conforme a la regla († c. 1282).

Etimológicamente: Inés = Aquella que se mantiene pura, es de origen latino

Fecha de canonización: 12 de noviembre de 1989 por el Papa Juan Pablo II.

Breve Biografía

Inés, hija de Premisl Otakar I, rey de Bohemia y de la reina Constancia, hermana de Andrés I, rey de Hungría, nació en Praga en el año 1211. En 1220, prometida en matrimonio a Enrique VII, hijo del emperador Federico II, fue llevada a la corte del duque de Austria, donde vivió hasta el año 1225, manteniéndose siempre fiel a los deberes de la vida cristiana. Rescindido el pacto de matrimonio, volvió a Praga, donde se dedicó a una vida de oración más intensa y a obras de caridad; después de madura reflexión decidió consagrar a Dios su virginidad.

A través de los franciscanos, que iban a Praga como predicadores itinerantes, conoció la vida espiritual que llevaba en Asís la virgen Clara, según el espíritu de San Francisco. Quedó fascinada y decidió seguir su ejemplo. Con sus propios bienes fundó en Praga entre 1232 y 1233 el hospital de San Francisco y el instituto de los Crucíferos para que los dirigieran. Al mismo tiempo fundó el monasterio de San Francisco para las “Hermanas Pobres o Damianitas”, donde ella misma ingreso el día de Pentecostés del año 1234. Profesó los votos de castidad, pobreza y obediencia, plenamente consciente del valor eterno de estos consejos evangélicos, y se dedicó a practicarlos con fervorosa fidelidad, durante toda su vida.

La virginidad por el Reino de los cielos siguió siendo siempre el elemento fundamental de su espiritualidad, implicando toda la profunda afectividad de su persona en la consagración del amor indiviso y esponsal a Cristo. El espíritu de pobreza, que ya la había inducido a distribuir sus bienes a los pobres, la llevó a renunciar totalmente a la propiedad de los bienes de la tierra para seguir a Cristo pobre en la Orden de las “Hermanas Pobres”. El espíritu de obediencia la condujo a conformar siempre su voluntad con la de Dios, que descubría en el Evangelio del Señor y en la regla de vida que la Iglesia le había dado. Trabajó junto con santa Clara para obtener la aprobación de una Regla nueva y propia que, después de confiada espera, recibió y profesó con absoluta fidelidad. Constituida, poco después de la profesión, abadesa del monasterio, conservó esta función durante toda la vida y la ejerció con humildad, sabiduría y celo, considerándose siempre como “la hermana mayor”.

Amó a la Iglesia, implorando para sus hijos los dones de la perseverancia en la fe y la solidaridad cristiana. Se hizo colaboradora de los Romanos Pontífices, que para el bien de la Iglesia solicitaban sus oraciones y su mediación ante los reyes de Bohemia, sus familiares. Amó a su patria, a la que benefició con las obras de caridad individuales y sociales y con la sabiduría de sus consejos, encaminados siempre a evitar conflictos y a promover la fidelidad a la religión cristiana de los padres. En los últimos años soportó inalterable los dolores que la afligieron a ella, a la familia real, al monasterio y a la patria.

Murió santamente en su monasterio el 2 de marzo de 1282. El culto tributado desde su muerte y a lo largo de los siglos a la venerable Inés de Bohemia, tuvo el reconocimiento apostólico (confirmación de culto) con el decreto aprobado por el Papa Pío IX el 28 de noviembre de 1874.
 
Aceptar el reino de Dios como un niño para entrar en él

Santo Evangelio según San Marcos 10, 13-16. Sábado VII del tiempo ordinario


En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.



Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!



Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)



Señor Jesús, gracias por el don de tu amistad. Quiero que seas parte de mi vida, que compartas mis alegrías y tristezas. Dame la fortaleza y la sencillez para descubrirte, en todo momento, lo que llevo en mi corazón.



Evangelio del día (para orientar tu meditación)


Del santo Evangelio según san Marcos 10, 13-16



En aquel tiempo, la gente le llevó a Jesús unos niños para que los tocara, pero los discípulos trataban de impedirlo.

Al ver aquello, Jesús se disgustó y les dijo: “Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios es de los que son como ellos. Les aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él”.

Después tomó en brazos a los niños y los bendijo imponiéndoles las manos.



Palabra del Señor.




Medita lo que Dios te dice en el Evangelio



En este Evangelio, el Señor nos pide que seamos como los niños. Pero ¿qué quiere decir con esto? ¿Acaso nos pide que nos comportemos como ellos? Ya hemos crecido: pensamos diferente, sentimos diferente y queremos diferente. ¿Qué significa, entonces, este ser como niños?

En la medida en que crecemos, nos enfrentamos a momentos buenos y malos que nos hacen tomar diversas posturas ante lo que sucede a nuestro alrededor. Comenzamos a desconfiar de las otras personas ya que nos damos cuenta de que no todos tienen las mejores intenciones. Descubrimos que sabemos, o creemos que sabemos, cosas que otros ignoran y nos llenamos de orgullo. Se nos nubla la mirada y dejamos de ver lo bello que es vivir para los demás.

Jesús se da cuenta de todo esto y nos invita a mirar a los niños. Los niños confían pues saben que su padre no dejará que les suceda algo malo; desean aprender, preguntan, pues se dan cuenta de que les falta mucho por aprender; se compadecen y desean ayudar, ya que ellos mismo se descubren necesitados. Jesús quiere que seamos como niños, no que nos comportemos como ellos. Nos quiere sencillos, humildes y sinceros. Que cuando estemos felices, se lo digamos. Que cuando nos enojemos, se lo digamos. Que cuando no entendamos algo, se lo digamos. Él quiere ser realmente el amigo del alma en quien podamos confiar en todo momento.



«La Escritura nos habla de la persona humana creada por Dios a imagen suya. ¿Qué otra afirmación más rotunda se puede hacer sobre su dignidad? El Evangelio nos habla del afecto con el que Jesús acogía a los niños, tomándolos en sus brazos y bendiciéndolos, porque “de los que son como ellos es el reino de los cielos”. Y las palabras más fuertes de Jesús son precisamente para el que escandaliza a los más pequeños: “Más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar”. Por lo tanto, debemos dedicarnos a proteger la dignidad de los niños con ternura, pero también con gran determinación, luchando con todas las fuerzas contra esa cultura de descarte que hoy se manifiesta de muchas maneras en detrimento sobre todo de los más débiles y vulnerables, como son precisamente los menores.»
(Discurso de S.S. Francisco, 6 de octubre de 2017).



Diálogo con Cristo



Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.



Propósito



Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Haré una visita al Santísimo para preguntarme: ¿Qué me impide ser como niño?



Despedida



Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.



¡Cristo, Rey nuestro! ¡Venga tu Reino!



Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.


Ruega por nosotros.



En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Con el corazón de niño

Es una gracia que Jesús nos mire como niños.


Había una pequeña capilla a la que solía acudir cuando vivía en Colón. Quedaba enfrente de mi casa.



Me encantaba porque celebraban misa a las seis de la mañana y podía asistir antes de ir al colegio.



Cruzaba la calle simplemente, y la felicidad inundaba mi alma de niño.



Sabía con certeza que Jesús estaba allí. Esto era algo que sobrecogía el alma. Una de las cosas que más me gustaban, además de esto, era que estaba seguro de que María también se encontraba en la capilla. Y que al visitar a Jesús, podía también visitar a su madre.



Disfrutaba mucho pensando en ello. Recuerdo la banca donde me sentaba y desde allí me maravillaba ante estos misterios.



Hace poco he vuelto a Colón y visité la capilla. Entré como un hombre, pero a medida que caminaba, me hacía otra vez un niño. Y me senté en la misma banca, como el niño Claudio que solía ir a visitar a Jesús.



Es una gracia que Jesús nos mire como niños, pensé. Por eso le dije, "Déjame tener nuevamente el corazón puro, del niño aquél que se sentaba en esta banca y cuya alegría mayor era estar contigo. Jesús, cuando me mires, mírame como a un niño".



Fue una hermosa experiencia. Volver a estar ante Jesús sin complicaciones, hablarnos con ternura, tener la certeza de que me escuchaba, que estaba allí, esperándome a través de los años.



Tengo la costumbre de salir de paseo con mis hijos. Han crecido. Hace apenas unas semanas que lo comprendí. Cuando vamos a salir de algún lugar suelo decirles, "vamos niños". Pero la última vez que lo hice, los miré y pensé, ya no son niños. Y asombrado me dije, "desde hoy tendré que decirles, "vamos muchachos". Pero para mí siguen siendo niños.



Sólo niños…



Hoy encontré una reflexión del Cardenal Roger Etchegaray. Me encantó porque revivió mi experiencia. Nunca dejamos de ser niños a los ojos de nuestra madre.



"Quién es el más grande en el reino de los cielos? Llamando a un niño, Jesús lo puso entre ellos y dijo: ‘El que se haga pequeño como este niño, ese será el más grande en el reino de los cielos’" (Mateo 18,1-5) Así, cuando le preguntan por lo grande, Jesús responde con lo pequeño.



Pero, ¿quién puede ayudarnos a hacernos como niños, si no es María, madre de Dios y madre de los hombres? Sea cual sea nuestra edad, ante nuestra madre nos hacemos, o más bien, nunca dejamos de ser pequeños"
 
¿Cómo rezar bien el Padre Nuestro? Cinco actitudes

En la oración, más importantes que las palabras, son las actitudes.




Por: P. Evaristo Sada LC | 


Cuando ves a una persona que está realmente conectada con Dios, en comunión de amor con Él, su testimonio nos atrae y decimos: yo quiero rezar como él.

Es una buena práctica rezar el Padre Nuestro varias veces al día y rezarlo bien, como Cristo y con Cristo. Las primeras comunidades del cristianismo rezaban el Padre Nuestro tres veces al día (Didaché 8, 3). El día del Corpus Christi llegué a Cancún para impartir un taller de oración al que me invitaron, celebré misa en la Parroquia de Cristo Rey y en la primera banca estaba una joven que me dio una gran lección de cómo dirigirse a Dios Padre. Cuando llegó la hora del Padre Nuestro en la misa, lo hizo de tal forma que al final me fui a buscarla para darle las gracias. Al verla entendí lo que significa amar y rezar “con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas” Lc 10,27; cf. Dt 6, 4-8)

Los discípulos veían rezar a Jesús, escuchaban las palabras con que se dirigía a Su Padre y el tono de voz con que lo hacía. Percibían el amor, la ternura, la confianza, la inmediatez, la reverencia, la sumisión filial con que le hablaba. Observaban sus gestos corporales y su mirada. Cautivados por esa forma de rezar, un día le dijeron: “Maestro, enséñanos a orar”» (Lc 11, 1).

En Cristo tenemos nuestro Modelo de cómo debemos rezar. Con el “Padre Nuestro” Jesús nos enseñó, por medio de su oración, lo que debemos desear y pedir y el orden en que conviene hacerlo, pero sobre todo nos enseñó la actitud y la carga afectiva con que debemos dirigirnos a Dios.

Quisiera centrarme ahora en lo que a mí más me ayuda, me refiero a la primera palabra de la Oración del Señor: “Padre”. Procuro meditar con frecuencia en la paternidad de Dios y contemplarlo como Padre. Muchas veces mi meditación diaria consiste en quedarme repitiendo con tranquilidad la palabra “Padre” y gustando interiormente el don de Su Paternidad.


¿Cómo rezar el Padre Nuestro?

En la oración, más importantes que las palabras, son las actitudes. De Jesucristo aprendemos estas actitudes:

1. Rezar con la certeza de ser amado. La verdad de Dios que Jesucristo nos ha revelado es que es un Padre generoso, bondadoso, rico en misericordia, paciente, compasivo, interesado en el bien de cada uno de sus hijos. Dios es amor, es un Padre amoroso que me crea por amor y que quiere compartir su vida conmigo en un clima de intimidad familiar. Cuando rezo, es a ese Dios al que tengo delante. No es lo mismo tener una cita con una persona déspota, autoritaria, humillante, hiriente, impaciente, ofensiva… que estar con Alguien que es todo amor, bondad, ternura y compasión.

«Es necesario contemplar continuamente la belleza del Padre e impregnar de ella nuestra alma» (San Gregorio de Nisa, Homiliae in Orationem dominicam, 2).

En este sentido, el catecismo afronta con mucho realismo que nuestro concepto y experiencia de la paternidad terrena podría viciar nuestra relación con Dios Padre: “La purificación del corazón concierne a imágenes paternales o maternales, correspondientes a nuestra historia personal y cultural, y que impregnan nuestra relación con Dios. Dios nuestro Padre transciende las categorías del mundo creado.” (CIC 2779)

2. Rezar con actitud de hijo, con una conciencia filial. Cristo nos revela no sólo que Dios es Padre sino que somos sus hijos. Por el bautismo hemos sido incorporados y adoptados como hijos de Dios. «El hombre nuevo, que ha renacido y vuelto a su Dios por la gracia, dice primero: “¡Padre!”, porque ha sido hecho hijo» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 9)

Dios espera que con Él seamos como niños (cf Mt 18, 3) y nos asegura que Él se revela a “los pequeños” (cf Mt 11, 25). Es normal que surja la pregunta: ¿Y podemos hacerlo? Claro que podemos dirigirnos a Dios como Padre, porque el Padre «ha enviado [...] a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: “¡Abbá, Padre!'”» (Ga 4, 6). El Espíritu Santo nos enseña a hablar con Dios Padre, más aún, lo hace Él mismo desde dentro de nosotros. Y nos enseña a hacerlo con términos de ternura filial: Abbá, Padre querido.

Ayer dirigí un taller de oración sobre el Padre Nuestro y al terminar, uno de los participantes me dijo: “Conocer el Plan de Dios sobre el hombre es bellísimo pero muy comprometedor”. Efectivamente: «Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios “Padre nuestro”, de que debemos comportarnos como hijos de Dios» (San Cipriano de Cartago, De Dominica oratione, 11).

3. Rezar acompañado, junto a Cristo y mis hermanos. Jesús nos enseñó a decir “Padre Nuestro”.«El Señor nos enseña a orar en común por todos nuestros hermanos. Porque Él no dice “Padre mío” que estás en el cielo, sino “Padre nuestro”, a fin de que nuestra oración sea de una sola alma para todo el Cuerpo de la Iglesia« (San Juan Crisóstomo, In Matthaeum, homilia 19, 4).

Al rezarlo, hemos de tomar conciencia de que no estamos solos, sino que estamos junto a Cristo y junto a toda la comunidad eclesial y con ellos rezarmos juntamente a nuestro Padre del cielo.

4. Rezar con actitud de bendición y alabanza. Antes de dirigirnos a Dios para pedirle, hemos de alabarle simplemente porque merece ser alabado. Es lo que corresponde a una creatura en relación con su Creador. Al iniciar el “Padre Nuestro” lo primero que hacemos es dar gracias a Dios “por habernos revelado su Nombre, por habernos concedido creer en Él y por haber sido habitados por su presencia.” (Catecismo 2781)

5. Rezar con audacia humilde. Conscientes de nuestra pequeñez y miseria, se requiere audacia para dirigirnos a Dios Todopoderoso. Audacia, sí, pero una audacia humilde. La audacia del hijo que reconoce su indigencia y se dirige a su padre con plena confianza y con la certeza de saberse amado y protegido.

«La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo, no nos empujasen a proferir este grito: “Abbá, Padre” (Rm 8, 15) ... ¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del hombre está animado por el Poder de lo alto?» (San Pedro Crisólogo, Sermón 71, 3).

La audacia humilde y confiada en nuestras relaciones con Dios va creciendo a medida que rezamos el Padre Nuestro con mayor fe. «Padre nuestro: este nombre suscita en nosotros todo a la vez, el amor, el gusto en la oración [...] y también la esperanza de obtener lo que vamos a pedir [...] ¿Qué puede Él, en efecto, negar a la oración de sus hijos, cuando ya previamente les ha permitido ser sus hijos?» (San Agustín, De sermone Domini in monte, 2, 4, 16).

Ojalá que después de leer este artículo recemos el Padre Nuestro con mayor sentido. Ojalá que al pronunciar la primera palabra de la Oración del Señor con estas actitudes, vibre nuestro corazón por todas las resonancias que evoca su paternidad.

«Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos». El les dijo: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación». (Lc 11, 1-4)


Los valores se aprenden en casa

Los padres somos los primeros y principales educadores de nuestros hijos, es nuestra responsabilidad.


Los valores nos ayudan a ser mejores personas y, en consecuencia, a tener una mejor sociedad.Promovámoslos desde la familia.

Es muy común escuchar la frase: “La educación se aprende en casa”, y nada más cierto que esto. La manera en la que nos comportamos con los demás está relacionada con la forma en la cual fuimos tratados en nuestro hogar. Los padres somos los primeros y principales educadores de nuestros hijos y en la familia es donde se aprende a resolver conflictos, a manifestar amor y a obedecer las reglas.

Es a través de la convivencia en familia como se transmiten los valores, normas y actitudes; es ahí donde nuestros hijos aprenden a tener confianza en sí mismos, a sentirse queridos y valorados. La educación en la familia no se genera de manera automática, para llegar a ella se debe hacer uso de los valores, que son el medio y el fin del acto educativo.

Pero para poder educar en valores es necesario saber qué son los valores. Son cualidades que las personas vamos adquiriendo y que nos hacen ser mejores seres humanos; además, reflejan la personalidad del individuo.
Para que los valores existan debe de haber tres condiciones básicas:

La vida, que no es un valor sino una condición importante, sin ella simplemente no se existe.

La libertad, que es una condición para que los valores puedan ser ejercidos por la voluntad de un ser humano.

El amor, que es una condición superior a la de los valores ya que sin él no tenemos la posibilidad de cuidar a los demás o de desear aplicar un valor a beneficio propio o de otro.

Hay una gran cantidad de acciones positivas que están relacionadas a tres valores fundamentales para una adecuada educación y formación de los hijos:   

Respeto,
 

responsabilidad,
  

honestidad.

Pero… ¿cómo promovemos que nuestros hijos crezcan con valores? Recordemos que la educación inicia en casa, la escuela solo es un complemento muy fuerte para la educación, pero la responsabilidad es de los padres.

En Red Familia te damos algunas sugerencias que te ayudarán a educar en valores:

1.- Habla con tus hijos sobre la importancia de compartir sus pertenencias.
2.- En ocasiones premia su obediencia: el sentir que aportan algo cuando son obedientes les hará sentir responsables en la colaboración.
3.- Asígnales obligaciones y responsabilidades, esto les ayudará a procesar esfuerzos y límites de participación.
4.- Busca que asuman la consecuencia de sus decisiones y sus actos.
5.-Fomenta la generosidad en ellos, desprendiéndose de cosas que ya no utilizan y que pueden servirle a otros.
6.-Evita darles todo lo que quieren de manera inmediata, es necesario que sufran pequeñas frustraciones para aprender a esperar y ser tolerantes.

Los valores nos ayudan a ser mejores personas y, en consecuencia, a tener una mejor sociedad. Y recuerda, ¡en la formación con valores y en la familia está la solución!

¿Trabajas mucho y no tienes tiempo de rezar? El Papa te aconseja

Papa Francisco: Para oír y aceptar la llamada de Dios, y preparar una casa para Jesús, deben ser capaces de descansar en el Señor

Muchos somos los que día a día, en aras de llevar adelante nuestra familia (me incluyo), nos atiborramos de tareas y actividades en la que parece que nunca nos alcanza el tiempo para hacer uno que otra cosa. Nos sumergimos tanto en nuestras labores que nos olvidamos de hacer una pausa, respirar, y hasta algunas veces, orar.

El Papa Francisco, durante el encuentro de familias que se llevó a cabo en el Mall of Asia Arena de Manila en Filipinas, ha invitado a todo el pueblo católico a no dejarse llevar por los ajetreos de la vida laboral y descansar en la oración para conocer la voluntad de Dios en sus vidas. Sería bueno que muchos de nosotros, prestáramos atención a su mensaje y nos pongamos en práctica antes de que las labores hagan que nuevamente nos olvidemos de esto que es esencial y necesario para nuestra vida, sobre todo, para nuestro crecimiento espiritual

El Santo Padre, luego de escuchar los testimonios de algunas familias que asistieron al encuentro, realizó la siguiente afirmación:

"Para oír y aceptar la llamada de Dios, y preparar una casa para Jesús, deben ser capaces de descansar en el Señor. Deben dedicar tiempo cada día a la oración”.

Es posible que algunos me digan: Santo Padre, yo quiero orar, pero tengo mucho trabajo. Tengo que cuidar de mis hijos; además están las tareas del hogar; estoy muy cansado incluso para dormir bien. Y seguramente es así, pero si no oramos, no conoceremos la cosa más importante de todas: la voluntad de Dios sobre nosotros. Y a pesar de toda nuestra actividad y ajetreo, sin la oración, lograremos muy poco.

El Papa Francisco hizo énfasis luego que descansar en la oración es especialmente importante para las familias. Donde primero aprendemos a orar es en la familia. Allí conseguimos conocer a Dios, crecer como hombres y mujeres de fe, vernos como miembros de la gran familia de Dios, la Iglesia.

"En la familia aprendemos a amar, a perdonar, a ser generosos y abiertos, no cerrados y egoístas”.

De este modo, aprendemos a ir más allá de nuestras propias necesidades, para encontrar a los demás y compartir nuestras vidas con ellos. Por eso es tan importante rezar en familia. Por eso las familias son tan importantes en el plan de Dios sobre la Iglesia.

 

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