Amad a vuestros enemigos
- 18 Junio 2019
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Gregorio Barbarigo, Santo
Obispo, 18 de junio
Martirologio Romano: En Padua, en el territorio de Venecia, san Gregorio Barbarigo, obispo, que instituyó un seminario para clérigos, enseñó el catecismo a los niños en su propio dialecto, celebró un sínodo, mantuvo coloquios con su clero y abrió muchas escuelas, mostrándose liberal con todos y exigente consigo mismo.(† 1697)
Fecha de beatificaciòn: 20 de septiembre de 1761 por el Papa Clemente XIII
Fecha de canonización: 26 de mayo de 1960 por el Papa San Juan XXIII
Breve Biografía
Este simpático santo nació en Venecia (Italia) en 1632, de familia rica e influyente. La madre murió de peste de tifus, cuando el niño tenía solamente dos años. Pero supadre, un excelente católico, se propuso darle la mejor formación posible.
El papá lo instruyó en el arte de la guerra y en las ciencias, y lo hizo recibir un curso de diplomacia, pero al joven Gregorio lo que le llamaba la atención era todo lo que tuviera relación con Dios y con la salvación de las almas.
Estudiando astronomía admiraba cada día más el gran poder de Dios, al contemplar tan admirables astros y estrellas en el firmamento.
Deseaba ser religioso, pero su director espiritual le aconsejó que más bien se hiciera sacerdote de una diócesis, porque tenía especiales cualidades para párroco. Y a los 30 años fue ordenado sacerdote.
Un amigo suyo y de su familia, el Cardenal Chigi, había sido elegido Sumo Pontífice con el nombre de Alejandro VII, y lo mandó llamar a Roma. Allá le concedió un nombramiento en el Palacio Pontificio y le confió varios cargos de especial responsabilidad.
Y en ese tiempo llegó a Roma la terrible peste de tifo negro (la que había causado la muerte a su santa madre) y el Santo Padre, conociendo la gran caridad de Gregorio, lo nombró presidente de la comisión encargada de atender a los enfermos de tifo. Desde ese momento Gregorio se dedica por muchas horas cada día a visitar enfermos, enterrar muertos, ayudar viudas y huérfanos y a consolar hogares que habrían quedado en la orfandad.
Acabada la peste, el Sumo Pontífice le ofrece nombrarlo obispo de una diócesis muy importante, Bérgamo. El Padre Gregorio le pide que lo deje antes celebrar una misa para saber si Dios quiere que acepte ese cargo. Durante la misa oye un mensaje celestial que le aconseja aceptar el nombramiento. Y le comunica su aceptación al Santo Padre.
Llega a Bérgamo como un sencillo caminante, y a los que proponen hacerle una gran fiesta de recibimiento, les dice que eso que se iba a gastar en fiestas, hay que emplearlo en ayudar a los pobres. Luego él mismo vende todos sus bienes y los reparte entre los necesitados y se propone imitar en todo al gran arzobispo San Carlos Borromeo que vivía dedicado a las almas y a las gentes más abandonadas. En Bérgamo jamás deja de ayudar a quien le pide, y los pobres saben que su generosidad es inmensa.
Propaga libros religiosos entre el pueblo y recomienda mucho los escritos de San Francisco de Sales. En sus viajes misioneros se hospeda en casas de gente muy pobre y come con ellos, sin despreciar a nadie. Después de pasar el día enseñando catecismo y atendiendo gentes muy necesitadas, pasa largas horas de la noche en oración.
El portero del palacio tiene orden de llamarlo a cualquier hora de la noche, si algún enfermo lo necesita. Y aun entre lluvias y lodazales, a altas horas de la noche se va a atender moribundos que lo mandan llamar. Y es obispo.
El médico le aconseja que no se desgaste tanto visitando enfermos, pero él le responde: "ese es mi deber, y ¡no puedo obrar de otra manera!".
El Sumo Pontífice lo nombra obispo de una ciudad que está necesitando mucho un obispo santo. Es Padua. Los habitantes de Bérgamo decían: "Los de Milán tuvieron un obispo santo, que fue San Carlos Borromeo. Nosotros también tuvimos un obispo muy santo, Don Gregorio. Que gran lástima que se lo lleven de aquí".
En Padua se encuentra con que los muchachos no saben el catecismo y los mayores no van a Misa los domingos. Se dedica él personalmente a organizar las clases de catecismo y a invitar a todos a la S. Misa. Recorrió personalmente las 320 parroquias de la diócesis. Organizó a los párrocos y formó gran número de catequistas. Aun a las regiones más difíciles de llegar, las visitó, con grandes sacrificios y peligros. En pocos años la diócesis de Padua era otra totalmente distinta. La había transformado su santo obispo.
El nuevo Pontífice Inocencio XI nombró Cardenal a Monseñor Gregorio Barbarigo, como premio a sus incansables labores de apostolado. El siguió trabajando como si fuera un sencillo sacerdote.
Fundó imprentas para propagar los libros religiosos, y se esmeró con todas sus fuerzas por formar lo mejor posible a los seminaristas para que llegaran a ser excelentes sacerdotes.
Todos estaban de acuerdo en que su conducta era ejemplar en todos los aspectos y en que su generosidad con los pobres era no sólo generosa sino casi exagerada. La gente decía: "Monseñor es misericordioso con todos. Con el único con el cual es severo es consigo mismo". Su seminario llegó a tener fama de ser uno de los mejores de Europa, y su imprenta divulgó por todas partes las publicaciones religiosas. El andaba repitiendo: "para el cuerpo basta poco alimento y ordinario, pero para el alma son necesarias muchas lecturas y que sean bien espirituales".
San Gregorio Barbarigo murió el 18 de junio de 1697 y fue beatificado en 1761 y canonizado por S.S. Juan XXIII, el 26 de mayo de 1959.
Santo Evangelio según San Mateo 5, 43-48. Martes XI del tiempo ordinario
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Cristo, enciende en mí el fuego de tu amor.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Mateo 5, 43-48
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Han oído ustedes que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Yo, en cambio, les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos.
Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen eso mismo los publicanos? Y si saludan tan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen eso mismo los paganos? Ustedes, pues, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto”.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
El amor es difícil, pero es el camino que nos lleva a la felicidad plena que no se acaba y se puede palpar aun en los momentos de lucha, por esto vale la pena adentrarse en esta vía. La misión del cristiano en el mundo es el amor, y podríamos decir que, especialmente, el perdón, que es un tipo de amor incondicional, es una llamada a ir más profundo y a no conformarse con lo que toda la gente hace, sino ponerse en una senda de donación a los demás de la mano de María, nuestra madre. Eso es hacer la voluntad del Padre que ve en todos nosotros a sus hijos amados.
El perdón es un elemento esencial de este evangelio porque sobrepasa un amor fácil o correspondido; el perdón nos pide un nivel más profundo de amor ya que es recordar un mal que nos han hecho y olvidarlo como si no hubiera pasado. Es algo imposible para los hombres, pero para Dios nada es imposible, con su ayuda sabemos que podemos perdonar porque Él nos da las fuerzas.
«El amor que se ha manifestado en la cruz de Cristo y que Él nos llama a vivir es la única fuerza que transforma nuestro corazón de piedra en corazón de carne; la única fuerza capaz de transformar nuestro corazón es el amor de Jesús, si nosotros también amamos con este amor. Y este amor nos hace capaces de amar a los enemigos y perdonar a quien nos ha ofendido. Yo os haré una pregunta, que cada uno de vosotros responda en su corazón. ¿Yo soy capaz de amar a mis enemigos? Todos tenemos gente, no sé si enemigos, pero que no están de acuerdo con nosotros, que están “del otro lado”; o alguno tiene gente que le ha hecho daño… ¿Yo soy capaz de amar a esta gente? Ese hombre, esa mujer que me ha hecho mal, que me ha ofendido. ¿Soy capaz de perdonarlo? Que cada uno responda en su corazón. El amor de Jesús nos hace ver al otro como miembro actual o futuro de la comunidad de los amigos de Jesús; nos estimula al diálogo y nos ayuda a escucharnos y conocernos recíprocamente. El amor nos abre al otro, convirtiéndose en la base de las relaciones humanas. Hace capaces de superar las barreras de las propias debilidades y de los propios prejuicios. El amor de Jesús en nosotros crea puentes, enseña nuevos caminos, produce el dinamismo de la fraternidad.»
(Regina coeli de S.S. Francisco, 19 de mayo de 2019).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Perdonar a una persona a quien no haya perdonado.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
¡Cristo, Rey nuestro! ¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia. Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
En la historia humana nadie ha conseguido ser libre gracias al odio
El quinto mandamiento de la Ley de Dios, -no matarás- ordena no hacer daño a la propia vida o a la de otros con palabras, obras o deseos (odio); es decir, querer bien a todos y perdonar a nuestros enemigos. El desear la muerte a sí mismo o a otro, es pecado grave si se hace por odio o desesperación rebelde. El odio es incapaz de liberar a nadie. Sólo sirve para fomentarlo más y en la historia humana nadie ha conseguido ser libre gracias al odio.
El odio nunca está justificado para un cristiano.
Las riñas, los insultos, las injurias, etc., pueden, a veces, llegar a ser pecado grave si se desea en serio un mal grave a otro, si se falta gravemente a la caridad y si son la exteriorización del odio. Pero de ordinario no lo son, ya sea por inadvertencia, ya porque no se les dé importancia, etc. Cuando dos riñen, de ordinario cada uno tiene la mitad de la razón y la mitad de la culpa; pero cada cual mira la parte que él tiene de razón y la que el otro tiene de culpa. Por eso no se ponen de acuerdo.
Las riñas empiezan generalmente por pequeñeces, pero con el calor de la discusión se van desorbitando hasta terminar en enemistades profundas..., y, a veces, en crímenes. Lo mejor en las riñas es cortarlas desde el principio sin permitir que adquieran grandes proporciones. Y si uno se encuentra de mal humor, seguir el consejo de aquel inglés que contaba hasta diez antes de contestar. Con calma y con sensatez se evitarían muchos rencores nacidos generalmente por pequeñeces.
La venganza personal no está permitida en ningún sentido.
Cristo la prohibió. Si fuese permitida, no se podría vivir en el mundo, todos nos creeríamos con derecho a vengarnos de alguien. No: hay que perdonar a los enemigos, y dejar que Dios los castigue en la otra vida, y la Autoridad Pública en este mundo. Como dice San Pablo, hay que saber «vencer al mal con el bien».
Es necesario saber perdonar a las personas que nos hayan ofendido.
Es, desde luego, indispensable estar dispuestos a conceder el perdón si nos lo piden, quedándonos satisfechos con una moderada reparación. Quien niega el perdón a su hermano, es inútil que espere el perdón de Dios. En el «Padrenuestro» tiene su sentencia: como él no perdona, tampoco Dios le perdonará. Lo dijo Jesucristo.
Y no seamos fáciles en echar al otro toda la culpa.
Ordinariamente la culpa hay que repartirla entre los dos. Uno fue el que empezó, pero el otro contestó con ofensa más grave. Si los dos están esperando a que sea el otro el que se adelante a pedir perdón, la cosa no se arreglará nunca. El que sea más generoso con Dios es el que debe tomar la iniciativa.
Cristo habla de poner la otra mejilla. Es una fórmula oriental hiperbólica para dar a entender que debemos estar dispuestos al perdón; pero no es para que lo entendamos al pie de la letra. El mismo Cristo al ser abofeteado no puso la otra mejilla, sino que respondió con toda energía, verdad y dominio propio: «Si he respondido mal, muestra en qué; mas si bien, ¿por qué me hieres?».
Si la culpa ha sido nuestra tenemos obligación de pedir perdón de alguna manera, pero incluso, aunque sea claro que toda la culpa es del otro, da una muestra de virtud el que se adelanta a otorgar el perdón, por ejemplo, dirigiéndole amablemente la palabra, ofreciendo un servicio, reanudando el saludo, etc. Durante un tiempo puede manifestarse el disgusto, por ejemplo, con una actitud más seria y distanciada; pero esto no debe durar indefinidamente.
Salvo en algunos casos excepcionales de ofensas gravísimas, es muy de aconsejar que al cabo de cierto tiempo se reanuden los saludos ordinarios entre gente educada. Negar el saludo no es cristiano. Si el otro no contesta allá él; pero que la cosa no quede por tu parte.
Cuando han fracasado ya varios intentos de reconciliación, o el otro se niega obstinadamente a devolver el saludo, o si parece cierto que nuestro esfuerzo por la reconciliación puede ahondar la mala voluntad del otro, será mejor esperar otra ocasión. Pero no abandonar el deseo de reconciliación, ni escudarse en esta dificultad para no reconciliarse, por no desearlo. Nuestra voluntad de reconciliación debe ser sincera. Si el otro no quiere saludarnos o hablarnos, nosotros debemos estar dispuestos a hablarle cuando él lo desee, y saludar cuando él nos salude. A veces puede facilitar la reconciliación la ayuda de una tercera persona.
Distingue, con todo, entre el rencor admitido y un cierto distanciamiento para evitar el chocar de nuevo. Y también entre el sentimiento de la ofensa y el resentimiento admitido voluntariamente. Aunque la ofensa recibida nos duela, no podemos desear mal a nadie. Esta voluntad de perdonar puede unirse a un sentimiento inevitable de la ofensa recibida. Muchos se refieren a este sentimiento cuando dicen que no pueden perdonar.
Es posible que la serenidad de espíritu, después de la ofensa, requiera un tiempo mínimo para sobreponerse al dolor. Una prueba de esta sincera buena voluntad sería orar por el ofensor, nunca hablar mal de él y pedir a Dios la gracia de saber perdonar. Cuando tengas antipatía por una persona, pide por ella. Y cuando tengas ganas de desearle algo malo, reza por ella un «Padrenuestro». Dice Jesucristo: «rogad por los que os persiguen».
Y si el que consideramos nuestro enemigo estuviera en una necesidad grave y no pudiera salir de ella sin nuestro especial auxilio, tenemos obligación de ayudarle, porque en estos casos hay obligación de atender al prójimo aunque sea enemigo.
No es odio a una persona odiar lo que hay de malo en ella o el mal que nos causa injustamente a nosotros o a otros. El amor a nuestros enemigos que pide el Evangelio no obliga a la amistad con ellos, sino que prohíbe el odio y la venganza o el desearles algún mal y manda tener un deseo de reconciliación.
«El ofendido está obligado siempre a perdonar al ofensor que le pide perdón, en forma directa o indirecta. Si se niega a hacerlo, comete un grave pecado contra la caridad, y regularmente no podrá ser absuelto mientras continúe en su obstinación».
Por supuesto que es lícito exigir una reparación del daño recibido, pero no por odio ni por venganza, sino por deseo de justicia. La buena voluntad de perdonar de corazón a los que nos han ofendido no excluye utilizar todos los medios justos para que se haga justicia.
Es verdad que hay personas que son indignas de nuestro perdón; pero nosotros no perdonamos porque ellas lo merezcan, sino porque lo merece Jesucristo, que es quien nos lo pide. Para eso nos dio Él su ejemplo: fue mucho más ofendido que nosotros y sin embargo perdonó. No sólo en su corazón, sino que lo manifestó exteriormente. El perdón de Cristo en la cruz es el modelo que debemos imitar. Las almas generosas tienen en esto un inmenso campo de perfección y santificación.
El mundo de los hombres no puede hacerse cada vez más humano si no introducimos el perdón -que es esencial en el Evangelio- en las relaciones de unos con otros.
Prediquen la paz y contengan la hemorragia del abandono
El Papa a los miembros del Capítulo General de la Orden de los Frailes Menores Conventuales
Este mediodía el Pontífice se ha reunido con los miembros de la Orden de los Frailes Menores Conventuales en la Sala Clementina del Vaticano, quienes renovaron el pasado año sus Constituciones y ahora están discutiendo los nuevos Estatutos Generales que abordan elementos esenciales de su vida fraterna y misionera, como la formación, la interculturalidad, el intercambio y la transparencia en la gestión económica. “Es un trabajo fatigoso, ¡pero es una fatiga bien gastada!” les ha expresado el Papa, señalándoles además que las Constituciones “son el instrumento necesario para proteger el patrimonio carismático de un Instituto y asegurar su transmisión futura”. De hecho – ha continuado el Papa – “expresan la manera concreta de seguir a Cristo propuesta por el Evangelio, la regla de vida absoluta para todas las personas consagradas y, en particular, para los seguidores de San Francisco de Asís, quienes, en su profesión, se comprometen a vivir de acuerdo con la forma del Santo Evangelio”. Durante el discurso del Papa a los miembros de la Orden, Francisco también les ha recordado que la vida franciscana en todas sus manifestaciones “nace de la escucha del Santo Evangelio”, tal y como lo muestra el Pobrecillo en la Porciúncula cuando, después de escuchar la historia del discipulado, exclama: "¡Esto quiero, esto pido, este anhelo de hacer con todo mi corazón!”. Y en este sentido, el Papa les recuerda que el Evangelio debe ser para ellos "regla y vida" y su misión “ser un evangelio viviente”: “Escúchenlo siempre con cuidado; recen con él y en el ejemplo de María, mediten asiduamente”.
La Orden se caracteriza por la fraternidad
Hablando de su forma de discipulado, el Papa marca como una de sus principales características la fraternidad: “La fraternidad es un regalo para ser recibido con gratitud. Es una realidad que siempre está "en movimiento", en construcción, y por lo tanto solicita la contribución de todos, sin que nadie sea excluido; en el que no hay "consumidores" sino constructores. Una realidad en la que podemos vivir caminos de aprendizaje continuo, de apertura al otro, de intercambio mutuo; una realidad acogedora, dispuesta y disponible a acompañar; una realidad en la que es posible tomar un descanso en la vida cotidiana, cultivar el silencio y la mirada contemplativa y reconocer así la huella de Dios en ella; una realidad en la que todos ustedes se consideran hermanos, tanto ministros como miembros de la fraternidad; una experiencia en la que todos están llamados a amar y cuidar a su hermano, como la madre ama y cuida a su propio hijo”. Y tras describir en qué consiste esta fraternidad, el Santo Padre les exhorta a “alimentarla con el Espíritu de la Santa Oración y devoción”, así como a “seguir el ejemplo de San Francisco en una relación de amor y obediencia con los pastores”.
Jesús les pide ser menores y siervos
El Papa señala como segunda característica de su forma de vida “ser minoría”, una elección “difícil” – dice el Papa – porque se opone a la lógica del mundo que busca el éxito a cualquier costo y desea ocupar los primeros lugares, y les recuerda que San Francisco les pide “que sean menores, siguiendo el ejemplo de Jesús que no vino para ser servido sino para servir”. “Que esta sea su única ambición” – les exhorta el Papa – “ser siervos, servir los unos a los otros” porque viviendo así, su existencia será “una profecía en este mundo donde la ambición de poder es una gran tentación”.
El Papa les pide predicar la paz
“Prediquen la paz” – les ha pedido Francisco – que podemos traducir como reconciliación: “reconciliación con uno mismo, con Dios, con los demás y con las criaturas”. El Papa explica a los frailes menores que la reconciliación “es el preludio de la paz que Jesús nos dejó, una paz que no es la ausencia de problemas, sino que viene con la presencia de Dios en nosotros mismos y se manifiesta en todo lo que somos, hacemos y decimos”. Además, les exhorta a ser “mensajeros de paz” primero con “la vida” y luego con “palabras”, así como “instrumentos de perdón y misericordia en todo momento” porque no hay paz sin reconciliación, sin perdón, y sin misericordia. “Solo aquellos que tienen un corazón reconciliado – recuerda – pueden ser "ministros" de misericordia y constructores de paz”. Necesaria formación adecuada para contener la hemorragia del abandono Por último el Papa Francisco les ha explicado que para todo esto se requiere de formadores sólidos y experimentados en la escucha y en las formas que conducen a Dios, capaces de acompañar a otros en este camino y conocedores del arte del discernimiento para poder contener “la hemorragia del abandono” que afecta a la vida sacerdotal y consagrada. Y esa formación – concluye el Papa – debe ser integral, personalizada, permanente, de corazón y de fidelidad, es decir, “consciente de que hoy vivimos en la cultura de lo provisional, en la que el "para siempre" es muy difícil y en la que las opciones definitivas no están de moda”.
Eucaristía y transubstanciación: presencia real de Dios
La eucaristía nos une a Dios de manera peculiar, pues en ella se nos da Dios mismo en el cuerpo y la sangre de Cristo
El día de Corpus Christi fue instituido en 1264 como festividad del cuerpo y la sangre de Cristo en el sacramento de la Eucaristía. Muchos son los signos de alegría y veneración popular en esta fiesta. Sin embargo, surgen entre los fieles algunas inquietudes sobre este sacramento. Por ejemplo, no se sabe con claridad cómo está presente Cristo en el pan y el vino. Tampoco hay seguridad sobre la verdadera conversión del pan en el cuerpo de Cristo.
Es verdad que no se puede amar lo que no se conoce. Y si nos acercamos a la eucaristía sin tener una firme convicción, basada en razones que armonicen con la fe y ayuden a su comprensión, no se puede gozar de la plenitud en Cristo. Trataremos sobre tres interrogantes principales. Primero, si la eucaristía es una realidad o sólo un signo. Después, el modo en que Cristo está presente en el sacramento, y finalmente, el poder que convierte el pan en el cuerpo de Cristo.
Eucaristía: ¿Realidad o sólo un signo?
La eucaristía es sacramento porque es un signo sensible que nos une a la vida divina. Sin embargo, a diferencia de los otros sacramentos, nos une a Dios de manera peculiar, pues en ella se nos da Dios mismo en el cuerpo y la sangre de Cristo bajo las especies de pan y vino.
Es del común conocimiento de los cristianos la presencia real de Cristo, de su cuerpo, alma y divinidad en la eucaristía. Pero las explicaciones de esta presencia no son claras, pues: Si en verdad está presente el cuerpo de Cristo en el sacramento ¿No debiéramos notar esta presencia con toda la naturaleza que un cuerpo humano implica? Es decir, ¿No debiera estar presente un cuerpo orgánico con verdadera sangre y verdadera carne? Se podría pensar que, si no hay tales manifestaciones de un cuerpo vivo, la eucaristía es sólo un signo, pero no la presencia real de Cristo.
Contra esto, sabemos por fe que Jesucristo hace del pan, su carne y del vino su sangre. En este sacramento está el verdadero cuerpo de Cristo y su sangre, no lo pueden verificar los sentidos, sino la sola fe, que se funda en la autoridad divina. En breve podemos decir que Cristo ha querido permanecer con nosotros para fortalecer amorosamente nuestro proceso de optimación. Ha querido permanecer como sacramento para que recurramos constantemente a él, y en él nos perfeccionemos. Cristo, con autoridad, instituyó este sacramento con palabras claras: “Esto es mi cuerpo”, “Este es el cáliz de mi sangre”. Entonces, creemos por la fe basada en la autoridad, que en la eucaristía está realmente presente Cristo.
¿Cómo está Cristo realmente presente en el sacramento?
Lo que inmediatamente podemos preguntarnos es ¿Cómo es que está presente? Algunos dicen: “Yo no lo veo”, y dicen bien, pues no podemos ver a Cristo en el sacramento porque nuestros sentidos no lo perciben. En cambio, por fe sabemos que está presente, y por razón, conocemos que toda la substancia de Cristo está ahí. El modo en que la Iglesia ha tradicionalmente explicitado la presencia de Cristo en el sacramento es la transubstanciación.
Substancia es lo que es por sí mismo. O sea, lo que no necesita de otro para ser ni está en otra cosa. Ahora bien, transubstanciación significa cambiar de substancia, el cambio de una naturaleza determinada por otra. Cristo, al ser un hombre resucitado, está en algún lugar. Y para hacerse presente en sacramento no deja el lugar en donde está, pues no vemos que su cuerpo caiga del cielo o que entre por la puerta. Por tanto, el cambio de pan y vino a cuerpo y sangre de Cristo no ocurre como el cambio de lugar entre dos cosas, sino por cambio substancial. Es decir, el pan deja de ser propiamente pan y se convierte en carne. El vino deja de ser propiamente vino y se convierte en sangre. Es obvio que en la Eucaristía no comemos propiamente carne ni bebemos sangre, pero es verdad que las consumimos, sólo que bajo las especies y accidentes del pan y del vino.
En la transubstanciación no queda nada de la substancia del pan y del vino. Sí en cambio, queda toda la substancia de Cristo, pero no sus propiedades particulares, pues la substancia se entiende, no se ve. Si se nos permite esta expresión digamos que no vemos ni las manos ni los pies de Cristo, pero sabemos, por fe en la autoridad de Jesús, que él mismo está presente en el sacramento.
Bien entonces podríamos pensar que la transubstanciación es un mero juego de palabras, con las que atribuimos a alguna cosa una naturaleza que no le pertenece. Mencionemos a colación que, usando esta falacia, un artista “cambió” un vaso de vidrio a ser un roble.
El poder agente: la caridad divina
La transubstanciación necesita un poder agente. No sólo por atribuir una naturaleza a una cosa, se dará el hecho en la realidad, pues se necesita una mediación a través de un poder. El poder que acciona el cambio de pan a carne y de vino a sangre no es otro sino el de Dios. Cristo, siendo Dios, instituyó el sacramento y lo encomendó a los discípulos. Sin embargo, no son las fuerzas del sacerdote las que convierten los dones eucarísticos en el cuerpo y la sangre de Cristo, sino el poder mismo de Dios, presente por las palabras de consagración que se hace in persona Christi, a nombre de Cristo.
Pero ¿cuál es el poder agente que convierte el pan y vino en cuerpo y sangre de Cristo? Para responder esta pregunta basta recordar que la eucaristía es sacramentum caritatis, sacramento y misterio del amor. Sacramento se puede entender como misterio, pues misterio es lo que une con Dios, y es su misma caridad benevolente la que une a los cristianos en el cuerpo de la Iglesia. El amor de Dios es el poder agente que convierte nuestros dones en el cuerpo y la sangre de Cristo, pues por su amor Dios desea estar entre nosotros para hacernos plenos y participarnos de su vida inmortal.
Finalicemos con una frase de San Cirilo usada por Santo Tomás de Aquino, en cuya doctrina nos hemos basado para aclarar las cuestiones vistas: No dudes de que esto sea verdad, sino recibe con fe las palabras del Salvador, ya que, siendo la verdad, no miente.
15 padres que son ejemplos de santidad
Una pequeña selección de varones, que amando a Dios, a sus hijos y al prójimo, alcanzaron la santidad
A lo largo de la historia de la Iglesia se han sucedido ejemplos numerosos de padres cristianos que han ayudado a recorrer con su abnegación personal, los primeros pasos de la entrega de sus hijos. Su paternidad se ha abierto hacia horizontes insospechados y han buscado "lo mejor para Dios", lo mejor para sus hijos, aunque fuese lo más duro para ellos, aunque tuviera que estar amasado con su sacrificio personal.
No hay que remontarse a los primeros siglos del cristianismo, cuando la entereza con que los padres cristianos afrontaban el martirio era el mayor acicate para sus hijos: los testimonios de padres que han preparado con generosidad la entrega de sus hijos recorren todo el arco de la historia, en la que se suceden testimonios emocionantes de desprendimiento y generosidad. Te aseguro -escribía Santo Tomás Moro a su hija Margarita- que antes que por descuido mío se echen a perder mis hijos, capaz soy de gastar toda mi fortuna y despedirme de negocios y ocupaciones para dedicarme por entero a vosotros..."
Recordemos ahora a algunos de ellos, padres que fueron ejemplos de santidad para sus hijos y para la humanidad entera.
San José, esposo de la bienaventurada Virgen María, varón justo, nacido de la estirpe de David, que hizo las veces de padre al Hijo de Dios, Cristo Jesús, el cual quiso ser llamado hijo de José y le estuvo sujeto como un hijo a su padre († s.I).
San Vital de Ravena, mártir del siglo II, que defendió tenazmente la fe, padre de los Santos Gervasio y Protasio.
San Vicente Madelgario, que, con el consentimiento de su esposa santa Valtrudis, abrazó la vida monástica y, según cuenta la tradición, fundó dos monasterios († c.677).
San Esteban rey de Hungría, veló por la propagación de la fe de Cristo entre los húngaros y puso en orden la Iglesia en su reino, dotándola de bienes y monasterios. Justo y pacífico en el gobierno de sus súbditos, murió en Alba Real (Székesfehérvár), en Hungría, el día de la Asunción, entrando su alma en el cielo († 1038).
San Isidro Labrador, que juntamente con su mujer, santa María de la Cabeza o Toribia, llevó una dura vida de trabajo, recogiendo con más paciencia los frutos del cielo que los de la tierra, y de este modo se convirtió en un verdadero modelo del honrado y piadoso agricultor cristiano. († 1130)
San Luis IX, rey de Francia, que, tanto en tiempo de paz como durante la guerra para defensa de los cristianos, se distinguió por su fe activa, su justicia en el gobierno, el amor a los pobres y la paciencia en las situaciones adversas. Tuvo once hijos en su matrimonio, a los que educó de una manera inmejorable y piadosa, y gastó sus bienes, fuerzas y su misma vida en la adoración de la Cruz, la Corona y el sepulcro del Señor, hasta que, contagiado de peste, murió en el campamento de Túnez, en la costa de África del Norte († 1270).
Santo Tomás Moro, padre de familia de vida integérrima y presidente del consejo real, por mantenerse fiel a la Iglesia católica y haberse opuesto al rey Enrique VIII en la controversia sobre su matrimonio y sobre la primacía del Romano Pontífice, fue encarcelados en la Torre de Londres, en Inglaterra, y finalmente ejecutado el día 6 de julio de 1535.
San Felipe Howard, padre de familia y conde de Arundel, perdió gracia ante la reina Isabel I por haber abrazado la religión católica, a causa de lo cual fue encarcelado, y llevó una vida de oración y penitencia, en la pobreza y en las pruebas, hasta alcanzar la corona del martirio el 19 de octubre de 1595.
Beato Devasahayam (Lázaro) Pillai, en Aral Kurusady, India, Beato Devasahayam (Lázaro) Pillai, laico asesinado por convertirse del hinduismo al catolicismo. († 1752)
Beato Federico Ozanam, hombre esclarecido en erudición y piedad, defendió y propugnó con su eminente doctrina las verdades de la fe, prestó asidua caridad a los pobres en la Sociedad del San Vicente de Paúl y, como excelente padre de familia, hizo de su hogar una iglesia doméstica († 1853).
San Luis Martin, esposo de santa Celia Guerín y padre de Santa Teresita del Niño Jesús, canonizado conjuntamente con su esposa, él llevó una vida tan ordenada que sus amigos decián : «Luis es un santo».
San Manuel Morales, esposo fiel, padre cariñoso con sus tres pequeños hijos, trabajador cumplido, laico comprometido en el apostolado de su parroquia y mártir († 1926)
Beato Carlos I de Habsburgo, emperador y rey, que tenía un gran amor a la Eucaristía y al Corazón de Jesús, quien vio en su corona la oportunidad de seguir a Cristo y cuidar del pueblo que le era encomendado († 1922).
Beato Ezequiel Huerta Gutiérrez, esposo y padre ejemplar de numerosa familia, muy devoto de la sagrada Eucaristía, comulgaba con frecuencia. Muy caritativo, compartía sus bienes entre los necesitados († 1927)
Beato Franz Jägerstätter, padre de 4 hijas, la primera de ellas siendo aún soltero y antes de su conversión, fue un campesino austríaco, que murió guillotinado por negarse, en obediencia al Evangelio, a servir militarmente a un régimen contrario a la dignidad humana († 1943).