¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?
- 15 Abril 2020
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Damián de Molokai, Santo
Sacerdote, 15 de abril
Apóstol de los leprosos
Martirologio Romano: En Kalawao, de la isla de Molokay, en Oceanía, San Damián de Veuster, presbítero de la Congregación de Misioneros de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, quien, entregado a la asistencia de los leprosos, terminó él mismo contagiado de esta enfermedad († 1889).
Etimológicamente: Damián = Aquel que doma su cuerpo, es de origen griego.
Fecha de canonización: 11 de Octubre de 2009 por el Papa Benedicto XVI.
Breve Biografía
El Padre Damián nació el 3 de enero de 1840, en Tremeloo, Bélgica.
De pequeño en la escuela ya gozaba haciendo como obras manuales, casitas como la de los misioneros en las selvas. Tenía ese deseo interior de ir un día a lejanas tierras a misionar.
De joven fue arrollado por una carroza, y se levantó sin ninguna herida. El médico que lo revisó exclamó: "Este muchacho tiene energías para emprender trabajos muy grandes".
Un día siendo apenas de ocho años dispuso irse con su hermanita a vivir como ermitaños en un bosque solitario, a dedicarse a la oración. El susto de la familia fue grande cuando notó su desaparición. Afortunadamente unos campesinos los encontraron por allá y los devolvieron a casa. La mamá se preguntaba: ¿qué será lo que a este niño le espera en el futuro?
De joven tuvo que trabajar muy duro en el campo para ayudar a sus padres que eran muy pobres. Esto le dio una gran fortaleza y lo hizo práctico en muchos trabajos de construcción, de albañilería y de cultivo de tierras, lo cual le iba a ser muy útil en la isla lejana donde más tarde iba a misionar.
A los 18 años lo enviaron a Bruselas (la capital) a estudiar, pero los compañeros se le burlaban por sus modos acampesinados que tenía de hablar y de comportarse. Al principio aguantó con paciencia, pero un día, cuando las burlas llegaron a extremos, agarró por los hombros a uno de los peores burladores y con él derribó a otros cuatro. Todos rieron, pero en adelante ya le tuvieron respeto y, pronto, con su amabilidad se ganó las simpatías de sus compañeros.
Religioso. A los 20 años escribió a sus padres pidiéndoles permiso para entrar de religioso en la comunidad de los sagrados Corazones. Su hermano Jorge se burlaba de él diciéndole que era mejor ganar dinero que dedicarse a ganar almas (el tal hermano perdió la fe más tarde).
Una gracia pedida y concedida. Muchas veces se arrodillaba ante la imagen del gran misionero, San Francisco Javier y le decía al santo: "Por favor alcánzame de Dios la gracia de ser un misionero, como tú". Y sucedió que a otro religioso de la comunidad le correspondía irse a misionar a las islas Hawai, pero se enfermó, y los superiores le pidieron a Damián que se fuera él de misionero. Eso era lo que más deseaba.
Su primera conquista. En 1863 zarpó hacia su lejana misión en el viaje se hizo sumamente amigo del capitán del barco, el cual le dijo: "yo nunca me confieso. soy mal católico, pero le digo que con usted si me confesaría". Damián le respondió: "Todavía no soy sacerdote pero espero un día, cuando ya sea sacerdote, tener el gusto de absolverle todos sus pecados". Años mas tarde esto se cumplirá de manera formidable.
Empieza su misión. Poco después de llegar a Honolulú, fue ordenado sacerdote y enviado a una pequeña isla de Hawai. las Primeras noches las pasó debajo de una palmera, porque no tenía casa para vivir. Casi todos los habitantes de la isla eran protestantes. Con la ayuda de unos pocos campesinos católicos construyó una capilla con techo de paja; y allí empezó a celebrar y a catequizar. Luego se dedicó con tanto cariño a todas las gentes, que los protestantes se fueron pasando casi todos al catolicismo.
Fue visitando uno a uno todos los ranchos de la isla y acabando con muchas creencias supersticiosas de esas pobres gentes y reemplazándolas por las verdaderas creencias. Llevaba medicinas y lograba la curación de numerosos enfermos. Pero había por allí unos que eran incurables: eran los leprosos.
Molokai, la isla maldita. Como en las islas Hawai había muchos leprosos, los vecinos obtuvieron del gobierno que a todo enfermo de lepra lo desterraran a la isla de Molokai. Esta isla se convirtió en un infierno de dolor sin esperanza. Los pobres enfermos, perseguidos en cacerías humanas, eran olvidados allí y dejados sin auxilios ni ayudas. Para olvidar sus penas se dedicaban los hombres al alcoholismo y los vicios y las mujeres a toda clase de supersticiones.
Enterrado vivo. Al saber estas noticias el Padre Damián le pidió al Sr. Obispo que le permitiera irse a vivir con los leprosos de Molokai. Al Monseñor le parecía casi increíble esta petición, pero le concedió el permiso, y allá se fue.
En 1873 llego a la isla de los leprosos. Antes de partir había dicho : "Sé que voy a un perpetuo destierro, y que tarde o temprano me contagiaré de la lepra. Pero ningún sacrificio es demasiado grande si se hace por Cristo".
Los leprosos lo recibieron con inmensa alegría. La primera noche tuvo que dormir también debajo de una palmera, porque no había habitación preparada para él. Luego se dedicó a visitar a los enfermos. Morían muchos y los demás se hallaban desesperados.
Trabajo y distracción. El Padre Damián empezó a crear fuentes de trabajo para que los leprosos estuvieran distraídos. Luego organizó una banda de música. Fue recogiendo a los enfermos mas abandonados, y él mismo los atendía como abnegado enfermero. Enseñaba reglas de higiene y poco a poco transformó la isla convirtiéndola en un sitio agradable para vivir.
Pidiendo al extranjero. Empezó a escribir al extranjero, especialmente a Alemania, y de allá le llegaban buenos donativos. Varios barcos desembarcaban alimentos en las costas, los cuales el misionero repartía de manera equitativa. Y también le enviaban medicinas, y dinero para ayudar a los más pobres. Hasta los protestantes se conmovían con sus cartas y le enviaban donativos para sus leprosos.
Confesión a larga distancia. Pero como la gente creía que la lepra era contagiosa, el gobierno prohibió al Padre Damián salir de la isla y tratar con los que pasaban por allí en los barcos. Y el sacerdote llevaba años sin poder confesarse. Entonces un día, al acercarse un barco que llevaba provisiones para los leprosos, el santo sacerdote se subió a una lancha y casi pegado al barco pidió a un sacerdote que allí viajaba, que lo confesara. Y a grito entero hizo desde allí su única y última confesión, y recibió la absolución de sus faltas.
Haciendo de todo. Como esas gentes no tenían casi dedos, ni manos, el Padre Damián les hacía él mismo el ataúd a los muertos, les cavaba la sepultura y fabricaba luego como un buen carpintero la cruz para sus tumbas. Preparaba sanas diversiones para alejar el aburrimiento, y cuando llegaban los huracanes y destruían los pobres ranchos, él en persona iba a ayudar a reconstruirlos.
Leproso para siempre. El santo para no demostrar desprecio a sus queridos leprosos, aceptaba fumar en la pipa que ellos habían usado. Los saludaba dándoles la mano. Compartía con ellos en todas las acciones del día. Y sucedió lo que tenía que suceder: que se contagió de la lepra. Y vino a saberlo de manera inesperada.
La señal fatal. Un día metió el pie en un una vasija que tenía agua sumamente caliente, y él no sintió nada. Entonces se dió cuenta de que estaba leproso. Enseguida se arrodilló ante un crucifijo y exclamó: "Señor. por amor a Ti y por la salvación de estos hijos tuyos, acepté esta terrible realidad. La enfermedad me ira carcomiendo el cuerpo, pero me alegra el pensar que cada día en que me encuentre más enfermo en la tierra, estaré más cerca de Ti para el cielo".
La enfermedad se fue extendiendo prontamente por su cuerpo. Los enfermos comentaban: "Qué elegante era el Padre Damián cuando llegó a vivir con nosotros, y que deforme lo ha puesto la enfermedad". Pero él añadía: "No importa que el cuerpo se vaya volviendo deforme y feo, si el alma se va volviendo hermosa y agradable a Dios".
Sorpresa final. Poco antes de que el gran sacerdote muriera, llegó a Molokai un barco. Era el del capitán que lo había traído cuando llegó de misionero. En aquél viaje le había dicho que con el único sacerdote con el cual se confesaría sería con él. Y ahora, el capitán venía expresamente a confesarse con el Padre Damián. Desde entonces la vida de este hombre de mar cambió y mejoró notablemente. También un hombre que había escrito calumniando al santo sacerdote llegó a pedirle perdón y se convirtió al catolicismo.
Y el 15 de abril de 1889 "el leproso voluntario", el Apóstol de los Leprosos, voló al cielo a recibir el premio tan merecido por su admirable caridad.
En 1994 el Papa Juan Pablo II, después de haber comprobado milagros obtenidos por la intercesión de este gran misionero, lo declaró beato, y patrono de los que trabajan entre los enfermos de lepra.
Santo Evangelio según san Lucas 24, 13-35. Miércoles de Pascua
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, ayúdame a verte siempre a mi lado.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Lucas 24, 13-35
El mismo día de la resurrección, iban dos de los discípulos hacia un pueblo llamado Emaús, situado a unos once kilómetros de Jerusalén, y comentaban todo lo que había sucedido.
Mientras conversaban y discutían, Jesús se les acercó y comenzó a caminar con ellos; pero los ojos de los dos discípulos estaban velados y no lo reconocieron. Él les preguntó: "¿De qué cosas vienen hablando, tan llenos de tristeza?".
Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: "¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha sucedido estos días en Jerusalén?". Él les preguntó: "¿Qué cosa?".
Ellos les respondieron: "Lo de Jesús el Nazareno, que era un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo. Cómo los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel, y sin embargo, han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron. Es cierto que algunas mujeres de nuestro grupo nos han desconcertado, pues fueron de madrugada al sepulcro, no encontraron el cuerpo y llegaron contando que se les habían aparecido unos ángeles, que les dijeron que estaba vivo. Algunos de nuestros compañeros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las mujeres, pero a Él no lo vieron".
Entonces Jesús les dijo: "¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón para creer todo lo anunciado por los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera todo esto y así entrara en su gloria?". Y comenzando por Moisés y siguiendo con todos los profetas, les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a él.
Ya cerca del pueblo a donde se dirigían, él hizo como que iba más lejos; pero ellos le insistieron, diciendo: "Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer". Y entró para quedarse con ellos. Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció. Y ellos se decían el uno al otro: "¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!".
Se levantaron inmediatamente y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, los cuales les dijeron: "De veras ha resucitado el Señor y se le ha aparecido a Simón". Entonces ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
En ocasiones la tristeza y el desconcierto pueden impedirnos ver cómo Dios actúa en nuestras vidas. Cuando le pedimos algo al Señor y no sucede como nosotros lo esperábamos, puede suceder que nos olvidemos que Él conoce el mejor modo de hacer las cosas y aquello que realmente necesitamos.
La pasión y muerte de cruz de nuestro Señor, ciertamente no fue algo agradable para los discípulos. Sin embargo, de este acontecimiento, contra toda expectativa de los apóstoles, el Señor se sirvió para demostrarnos su amor incondicional, sin límites.
Con su resurrección, el Señor nos enseña que más fuerte que el odio, el sufrimiento y la muerte es su amor por nosotros. Sólo Él es el que tiene la última palabra en nuestras vidas. No permitamos que la tristeza y la incertidumbre nos ciegue de ver a Dios presente siempre a nuestro lado. ¡Que nuestro corazón siempre arda por su amor y que ninguna dificultad nos haga dudar de Él! Sagrado Corazón de Jesús, herido de amor por mí, inflama mi corazón de amor por ti.
«La fragilidad de los vínculos, que termina aislando a las personas, afecta en particular a la célula fundamental de la sociedad, la familia, y nos pide el esfuerzo de salir e ir en ayuda de las dificultades de nuestros hermanos y hermanas, especialmente de los más jóvenes, no con desaliento y nostalgia, como los discípulos de Emaús, sino con el deseo de comunicar a Jesús resucitado, corazón de la esperanza. Necesitamos renovar con el hermano la escucha de las palabras del Señor para que el corazón arda al unísono y el anuncio no se debilite. Necesitamos dejarnos inflamar el corazón con la fuerza del Espíritu Santo. El camino llega a su destino, como en Emaús, a través de la oración insistente, para que el Señor se quede con nosotros. Él, que se revela al partir el pan, llama a la caridad, a servir juntos; a “dar a Dios” antes de “decir Dios”; a no ser pasivos en el bien, sino prontos para alzarse y caminar, activos y colaboradores».
(Discurso de SS Francisco, 31 de mayo de 2019).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Hacer memoria de cuándo he sentido muy cerca la presencia de Dios en mi vida y agradécele.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra.
Debemos a San Lucas el conocimiento amplio de lo sucedido el mismo día de la Resurrección a Cleofás y su compañero en el camino de Emaús. Andan entristecidos por una esperanza perdida. Cuando Jesús resucitado se hace el encontradizo con ellos, no salen de su asombro ante la pregunta del Señor sobre la conversación que traen. Al tratar de explicar lo sucedido al que se ha sumado como compañero de viaje, ellos mismos confiesan su desesperanza: "nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el tercer día desde que han pasado estas cosas".
Esperábamos, afirman en un pasado que suena a fiasco. Tal vez no esperaban nada, o no esperaban rectamente porque su idea de la redención de Israel era muy otra. No nos extraña porque, en demasiadas ocasiones y a demasiados cristianos, nos viene a suceder lo mismo cuando pensamos que Dios no está a nuestro lado, o no nos escucha o, si nos escucha, no atiende a nuestras necesidades. No tenemos en cuenta aquello de San Pablo a los Romanos: "el Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza: porque no sabemos lo que debemos pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables". Nuestra oración ha de ser guiada por el mismo Dios, porque no siempre pedimos bien.
Y esto hace Jesús con aquellos dos desesperanzados, también impacientes y poco comprensivos con los tiempos de Dios porque se van a Emaús cuando ya tienen bastantes rumores acerca de la Resurrección o, mejor dicho, más que rumores tienen el testimonio de las mujeres y de alguno de los suyos, pero como a Él no lo han visto, no les basta. Una vez más nos encontramos pensando con criterios exclusivamente humanos y, seguramente por eso, de vuelo corto.
Por fortuna -como a aquellos dos caminantes desalentados- Jesús se nos acerca mucho más de lo pensamos y de variadísimas maneras. Con Cleofás y su amigo empleó la misma paciencia que con nosotros. En su caso, para explicarles desde Moisés a los Profetas a fin de que comprendieran que todo había sucedido como estaba previsto.
En nuestras situaciones hará también cuanto necesitemos para calentar nuestro corazón o dar luz a nuestra mente. La luz es enseñarnos a ver nuestra vida y lo que nos sucede con los ojos de la fe, tan distintos de nuestras miradas cortas. Estamos habituados a razonar de modo que comprendamos todo con silogismos bien construidos, pero con frecuencia nos olvidamos de la premisa mayor: Dios, que ve las cosas de otro modo, sub especie aeternitatis, con la vista puesta en la eternidad. Las cosas son como las ve Dios. Y nos caldeará el corazón, como hizo con aquellos dos hombres de modo casi imperceptible, porque acaban de darse cuenta al final: "¿no es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?".
Hemos de tener el oído atento para escuchar al Señor, que nos habla también a través de las Escrituras, en la Eucaristía, a través de un amigo, en el acompañamiento o dirección espiritual, en una homilía u otros medios de formación, en un rato de oración ante el Señor sacramentado o en otro lugar cuando no es posible acercarse a un sagrario, en las incidencias de la vida corriente o siendo nosotros ese cristiano que "debe hacer presente a Cristo entre los hombres, debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi (Cfr. 2 Cor II, 15), el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro". Así lo afirmaba San Josemaría Escrivá, comentando este pasaje de Lucas en la homilía Cristo presente en los cristianos.
Así, un camino de ida para quienes parecen "estar de vuelta" se convirtió, por la misericordia de Jesús, en el camino del encuentro, un sendero en el que, por obra de Dios, el desaliento se convierte en luz y calor.
A pesar de nuestras debilidades, todos tenemos la posibilidad de ser el amable compañero de viaje que haga pronunciar a nuestros familiares, amigos, compañeros, vecinos... las mismas palabras de los discípulos de Emaús que, como se lee en Camino, "debían salir espontáneas, si eres apóstol, de labios de tus compañeros de profesión, después de encontrarte a ti en el camino de la vida".
Esa vía de ida, que facilita el camino de vuelta a nuestro sitio, a la casa del Padre, está en nuestra manos para cada uno de nosotros y para los demás. Antes cité algunos medios. Quiero ir finalizando recordando algo capital: la confesión sacramental, el sacramento de la misericordia y el perdón, que quita nuestras costras y durezas para que la voz del Espíritu resuene más clara en nuestra conciencia, ese sagrario de nuestra intimidad en el que escuchamos la voz de Dios siempre que nuestras auto-disculpas no la conviertan en el sonido de la propia subjetividad.
Se levantaron de la mesa que habían compartido con el Señor y regresaron a Jerusalén, volvieron a su sitio, al redil de Dios, donde encontraron reunidos a los once y a los que estaban con ellos. Volvieron para ser cada uno apóstol de apóstoles. Termino con otras palabras de San Josemaría tremendamente animantes: "Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de dulzura este nombre. Y Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra" (Amigos de Dios, 314).
El Papa reza para que en las dificultades estemos unidos superando las divisiones
Homilía del Papa Francisco en Santa Marta. 14 de abril de 2020
Francisco presidió la misa en la Casa Santa Marta el octavo martes de Pascua. En la introducción, Francisco reza por la unidad:
Oremos para que el Señor nos dé la gracia de la unidad entre nosotros. Que las dificultades de esta época nos hagan descubrir la comunión entre nosotros, la unidad que siempre es superior a cualquier división.
En su homilía, Francisco comenta la primera lectura, un pasaje tomado de los Hechos de los Apóstoles (Hechos 2, 36-41), en el que Pedro anuncia abiertamente a los judíos que Dios ha hecho Señor y Cristo a Jesús, que ellos han crucificado: ante estas palabras muchos sienten sus corazones traspasados y convertidos. Convertirse", dice, "es volver a ser fiel, una actitud humana que no es tan común en nuestras vidas: fidelidad en los buenos y en los malos tiempos. La fidelidad también en la inseguridad. Nuestras certezas no son las que nos da el Señor, nuestras certezas son ídolos y nos hacen ser infieles. Nuestra vida y la historia de la Iglesia están llenas de infidelidad. El Papa termina su homilía con el Evangelio de hoy (Jn 20, 11-18) en el que Jesús resucitado se aparece a María de Magdala, llorando cerca del sepulcro. Una mujer débil pero fiel, fiel incluso frente a la tumba, frente al colapso de las ilusiones, se convirtió en "apóstol de los apóstoles". Pidamos a Dios -concluyó- que nos proteja en la fidelidad.
A continuación, el texto de la homilía según una transcripción nuestra:
La predicación de Pedro, el día de Pentecostés, atravesó los corazones de la gente: "Lo que has crucificado ha resucitado". "Cuando escucharon estas cosas sintieron que sus corazones se traspasaban y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: '¿Qué haremos?'". Y Pedro es claro: "Conviértanse. Conviértanse. Cambien sus vidas. Vosotros que habéis recibido la promesa de Dios y vosotros que os habéis apartado de la Ley de Dios, de muchas cosas tuyas, entre ídolos, muchas cosas... convertíos. Vuelve a la fidelidad. Convertirse es esto: volver a ser fiel. Fidelidad, esa actitud humana que no es tan común en la vida de las personas, en nuestras vidas. Siempre hay ilusiones que atraen la atención y muchas veces queremos ir detrás de estas ilusiones. Fidelidad, en los buenos y en los malos tiempos.
Hay un pasaje del Segundo Libro de Crónicas que me llama mucho la atención. Está en el capítulo XII, al principio. "Cuando el reino se consolidó", dice, "el rey Roboam se sintió seguro y se apartó de la ley del Señor y todo Israel le siguió. Eso dice la Biblia. Es un hecho histórico, pero es un hecho universal. Muchas veces, cuando nos sentimos seguros empezamos a hacer nuestros planes y nos alejamos lentamente del Señor, no permanecemos fieles. Y mi seguridad no es lo que el Señor me da. Es un ídolo. Esto es lo que le pasó a Roboam y al pueblo de Israel. Se sintió seguro - un reino consolidado - se apartó de la ley y comenzó a adorar ídolos. Sí, podemos decir: "Padre, no me arrodillo ante los ídolos. No, quizás no te arrodilles, pero que los busques y tantas veces en tu corazón adores ídolos, es verdad. Muchas veces. La propia seguridad abre la puerta a los ídolos.
Pero, ¿está mal la propia seguridad? No, es una gracia. Para estar seguro, pero también para estar seguro de que el Señor está conmigo. Pero cuando hay seguridad y estoy en el centro, me alejo del Señor, como el Rey Roboam, me vuelvo infiel. Es tan difícil mantener la lealtad. Toda la historia de Israel, y luego toda la historia de la Iglesia, está llena de infidelidad. Llena. Llena de egoísmo, de sus propias certezas que hacen que el pueblo de Dios se aleje del Señor, pierda esa fidelidad, la gracia de la fidelidad. E incluso entre nosotros, entre la gente, la fidelidad no es una virtud barata, ciertamente. Uno no es fiel al otro, al otro... "Arrepiéntanse, vuelvan a ser fieles al Señor".
Y en el Evangelio, el icono de la fidelidad: esa mujer fiel que nunca ha olvidado todo lo que el Señor ha hecho por ella. Ella estaba allí, fiel, frente a lo imposible, frente a la tragedia, una fidelidad que también le hace pensar que es capaz de llevar el cuerpo... Una mujer débil pero fiel. El icono de la fidelidad de esta María de Magdala, apóstol de los apóstoles.
Pidamos hoy al Señor la gracia de la fidelidad, de dar gracias cuando nos da certezas, pero nunca pensemos que son "mis" certezas y siempre, miremos más allá de las propias certezas; la gracia de ser fieles incluso ante las tumbas, ante el derrumbe de tantas ilusiones. Fidelidad, que siempre permanece, pero no es fácil de mantener. Que Él, el Señor, sea quien lo guarde.
El Papa terminó la celebración con la adoración y la bendición eucarística, invitándonos a hacer la comunión espiritual. Aquí sigue la oración recitada por el Papa:
A tus pies, oh Jesús mío, me postro y te ofrezco el arrepentimiento de mi corazón contrito que se abandona en su nada a tu santa presencia. Te adoro en el sacramento de tu amor, la inefable Eucaristía. Deseo recibirte en la pobre morada que mi corazón te ofrece; esperando la felicidad de la comunión sacramental, quiero poseerte en espíritu. Ven a mí, oh Jesús mío, que yo vengo a Ti. Que tu amor inflame todo mi ser para la vida y la muerte. Creo en ti, espero en ti, te amo. Que así sea.
Antes de salir de la capilla dedicada al Espíritu Santo, se cantaba la antífona mariana "Regina caeli" en tiempo de Pascua:
Regína caeli laetáre, allelúia.
Quia quem merúisti portáre, allelúia.
Resurréxit, sicut dixit, allelúia.
Ora pro nobis Deum, allelúia.
Reina del Cielo, regocíjate, aleluya.
Cristo, a quien llevaste en tu vientre, aleluya,
se ha levantado, como prometió, aleluya.
Reza al Señor por nosotros, aleluya).
¿Nos creemos lo que rezamos en Misa?
Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme...
En no pocas ocasiones participamos de la Misa, yo el primero, sin poner demasiada atención a lo que dice el sacerdote y a lo que respondemos nosotros. Convertimos la mayor fuente de gracia en un ritual cansino, en el que no ponemos toda el alma. Y sin embargo, es la Santa Misa, la liturgia, el lugar donde todos manifestamos la fe que profesamos, tanto a nivel personal como comunitario.
Vayamos por partes. Tras la antífona de entrada, llega el acto penitencial. Dice el sacerdote:
Hermanos: Para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados.
Paremos un momento. ¿Somos conscientes de que no celebraremos dignamente la Misa si no reconocemos nuestra condición pecadora? Incluso aunque por gracia estemos libres de pecado mortal, y salvo que acabemos de confesarnos, es seguro que acarreamos pecados veniales que dificultan nuestra plena comunión con Dios. Y si en ese momento concreto no es así, lo será en muchas otras ocasiones.
A los fieles nos toca confesar lo siguiente:
Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión.
¿Y bien? ¿eso lo decimos por decir o porque de verdad lo creemos? No decimos “he cometido algún pecadillo sin importancia“, no. Decimos “he pecado MUCHO” de las diferentes formas en que he podido pecar. Sigue:
Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.
No por la culpa de la esposa, los hijos, la familia, los amigos, las circunstancias sociales, personales o lo que sea. No, pecamos por nuestra culpa. Y no cualquier culpa. Es una GRAN culpa. ¿Por qué es una gran culpa? Porque bien sabemos, o deberíamos saber, que:
No os ha sobrevenido ninguna tentación que supere lo humano, y fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación, os dará también el modo de poder soportarla con éxito.
1ª Cor 10,13
Por tanto, no hay excusa que valga. No hay culpa ajena. Seguimos diciendo:
Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros, hermanos, que intercedáis por mí ante Dios nuestro Señor.
Gran cosa, gran gracia es la comunión de los santos. Sí, nos reconocemos pecadores, pero pedimos la intercesión de todos nuestros hermanos en la fe, empezando por nuestra Madre y la corte celestial. Y lo hacemos sabiendo que esa intercesión está fundamentada y tiene su eficace en la única mediación de Jesucristo ante Dios Padre.
Entonces el sacerdote dice:
Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna.
Y nosotros respondemos:
Amén.
Si hemos pedido perdón de verdad, si hemos pedido la intercesión de los santos, si hemos rogado que Dios nos lleve a la vida eterna, ¿ignorará Dios nuestra petición? Quien envió a su Hijo unigénito para dar su vida por nosotros, ¿nos negará esa vida si de verdad le imploramos el perdón? Pero ha de ser de verdad, no como quien repite la tabla de multiplicar. Y bien sabemos que esa confesión como comunidad no nos exime de la confesión particular ante un sacerdote. Pero lo que como pueblo de Dios confesamos es preludio de nuestra confesión comom miembros de ese pueblo y como hijos en el Hijo.
Llega el Kyrie:
Señor ten piedad.
- Señor ten piedad.
Cristo ten piedad.
- Cristo ten piedad.
Señor ten piedad.
- Señor ten piedad.
Recordemos el pasaje del evangelio en el que Cristo ponía como ejemplo a seguir no el del fariseo que presumía de su justicia sino el publicano que reconocía su pecado y pedía piedad al Señor:
Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador».
Luc 18,13
Ese es el espíritu en el que debemos implorar la piedad divina. Nuevamente en la certeza de que Dios oye nuestro clamor.
Cuando en las Misas de los domingos y fiestas de precepto rezamos el gloria, volvemos a pedir piedad.
Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre; tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros; tú que quitas el pecado del mundo, atiende nuestra súplica; tú que estás sentado a la derecha del Padre, ten piedad de nosotros;
Si reconocemos que Cristo quita el pecado del mundo, ¿no creeremos que es capaz de quitar el pecado de nuestras vidas? Y si no empieza por quitarlo de nuestras vidas, ¿cómo lo va a quitar del mundo? El pecado no se quita solo mediante el perdón, que en realidad lo que hace es anular el pago que merece dicho pecado, sino librando al hombre redimido de estar esclavizado de todo aquello que le aleja de Dios. Ten piedad, Señor, atiende nuestras súplicas Señor y libéranos por el perdón y la santificación del poder del pecado en nuestras almas.
Llega la lectura de la Palabra. Cuando toca la hora de anunciar el evangelio, el sacerdote -o en su caso el diácono- deben pronunciar en voz baja ante el altar las siguientes palabras:
Purifica mi corazón y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente tu Evangelio.
Bien sabe el sacerdote que es pecador como los fieles que asisten a Misa. Por eso pide que Dios purifique su corazón y sus labios. De esa manera reconoce dos cosas: su condición personal y la capacidad del Señor de hacerle digno de anunciar su palabra. Bien haríamos los fieles en rogar en silencio a Dios que purifique nuestros corazones y nuestro oídos para que el evangelio encuentre un campo bien abonado en nuestras almas para asi producir buen fruto.
Cuando llega la presentación de las ofrendas antes de la consagración, todos sabemos lo que el sacerdote dice públicamente y nuestra respuesta. Pero es que además, también ocurre lo siguiente
El sacerdote, inclinado, dice en secreto:
Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro.
Mientras el sacerdote se lava las manos, dice en secreto:
Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado.
¿Nos damos cuenta que todo gira alrededor de nuestra condición pecadora y la petición de misericordia, perdón y purificacón a Dios? Si el sacerdote pide que el Señor acepte nuestro corazón contrito, habremos de estar contritos de verdad, y no meramente de palabra. He ahí nuestro sacrificio, he ahí nuestra alabanza. Porque alaba a Dios el alma que reconoce la necesidad del perdón y la autoridad divina para apiadarse de ella.
Una vez que hemos hecho todo eso bien, y una vez que proclamamos que Dios es santo, santo, santo, podemos en verdad decir que tenemos nuestro corazón levantado ante el Señor, al cual damos gracias porque es justo y necesario, es nuestro deber y salvación. Y es así como asistimos al milagro de nuestra redención mediante la consagración y la actualización del sacrificio de Cristo en la cruz. Hemos preparado el alma para el perdón, hemos implorado la misercordia y ahora asistimos, por la acción del Espíritu Santo y las palabras del sacerdote que obra en la persona de Cristo, a la ofrenda al Padre de la víctima propiciatoria que nos salva.
Las plegarias eucarísticas, a cual más bella, podrían ser objeto de un post cada una de ellas. Una vez consumado el sacrifico eucarístico, rezamos el padrenuestro, en el que nuevamente pedimos perdón a Dios así como nos mostramos dispuestos a perdonar. Y además, le rogamos que nos nos deje caer en la tentación. Es decir, no se trata solo de que nos limpie de pecado pasados sino de que también nos libere de cometer otros en el futuro. Sí, sabemos que mientras estemos en esta vida seguiremos pecando, pero por eso mismo debemos implorar la gracia del Señor para que cada vez pequemos menos.
De hecho, ¿qué, sino eso, es lo que pide a continuación el sacerdote?
Líbranos de todos los males, Señor y concédenos la paz en nuestros días, para que ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo.
Ayudados por la misericordia de Dios viviremos libres de pecado. ¿Se entiende por qué se equivocan aquellos que pretenden que la misericordia de Dios no tiene como uno de sus mejores frutos la conversión del que la recibe? ¿o acaso lo que dicen los sacerdotes en Misa es un simple desideratum que no se corresponde con la realidad?
Tras adorar todos al Señor atribuyéndole el poder y la gloria, llega el rito de la paz. ¿Y qué vuelve a decir el sacerdote?
Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: ‘La paz os dejo, mi paz os doy’, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia. Otra vez imploramos la misericordia divina y apelamos a la fe que Dios nos ha regalado. Y de nuevo volvemos a dirigirnos a aquel que quita el pecado del mundo:
- Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.
- Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.
- Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz.
No nos engañemos. No habrá paz si previamente no hemos dejado por gracia que el Señor nos libre de los pecados. Ni la habrá en el mundo ni la habrá en nuestras vidas. Es condición indispensable nuestra purificación y santificación para alcazar la verdadera paz con Dios y nuestros hermanos.
A continuaciòn el sacerdote reza en secreto la oración para la comunión:
Señor Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre no sea para mí un motivo de juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa de alma y cuerpo y como remedio saludable.
O bien:
Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, líbrame, por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permita que me separe de ti.
Si todos los fieles en general estamos llamados a la santidad, ¿qué no decir de los sacerdotes en particular? Observemos, por otra parte, que en esa oración del sacerdote ya se advierte la posibilidad de que la comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo sea motivo de condenación en vez de salvación. Ya lo dijo san Pablo:
Así pues, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, por tanto, cada uno a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz; porque el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación.
1ª Cor 11,27-29
No nos acerquemos, pues, a comulgar, estando en pecado mortal. No nos salvaremos. Nos condenaremos aún más.
Llega el el momento de la comunión. El sacerdote dice:
- Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor.
Y, juntamente con el pueblo, añade:
- Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.
No, no somos dignos de recibir a Cristo en nuestra alma, pero Él nos hace dignos. Él nos sana. Él nos hace libres. Él llama a la puerta porque quiere entrar y cenar con nosotros. Él nos ama. Él quiere quedarse con nosotros. Él quiere darnos a sí mismo, el verdadero maná que alimenta nuestro ser.
Lo que ocurre después de comulgar, estimado hermano, es ya cosa entre tú y el Señor.
Paz y bien,
Ocho consejos para lograr un matrimonio “a prueba de infidelidades”:
El matrimonio es nuestro medio de santificación y nuestro camino al Cielo, por lo tanto, ¡merece ser cuidado siempre!
En términos generales y debido al frenético ritmo de vida de hoy en día, el marido y/o la esposa pasan menos tiempo en casa a causa de sus horarios de trabajo. Además, la sociedad actual vive un nivel de hipersexualización a todos los niveles nunca antes vistos. Estos hechos suponen un reto para los matrimonios ante las numerosas tentaciones que se van presentando para ser infiel o para simplemente tirar por la borda el matrimonio.
A todo ello, se suma la convivencia dentro del matrimonio y los roces normales que se producen en el día a día. De este modo, es indispensable reforzar el matrimonio y poner cimientos fuertes para cuando llegue la tempestad. Y la fe es un pilar central así como el esfuerzo de cada uno de los cónyuges para cuidar al otro.
En Catholic Link, Andrés D´Angelo, miembro del Movimiento Apostólico de Schoenstatt y experto en temas de familia, da ocho consejos para logar un matrimonio “a prueba de infidelidades”:
1. Antes de conocernos
¿Cómo voy a cuidar algo que todavía no existe? ¿Cómo se hace para ser fiel a alguien que todavía no conozco? En primer lugar, mediante la oración.¿Rezas a Nuestra Señora la Purísima para que cuide a tu futuro cónyuge? ¿Rezas para poder reconocerlo o reconocerla cuando se encuentren? ¿Cuidas tus amistades y compañías? ¿Te cuidas tú de tener un comportamiento casto? Todo esto redundará luego en beneficio de nuestra futura relación.
2. El Enamoramiento
¡Desde el primer momento debemos construir una relación fuerte a prueba de infidelidades! Desde la etapa de enamorados o durante el noviazgo. ¿Cómo? Principalmentesiendo castos. Esta continencia inicial nos cuidará para amar y para ser amados.Si la relación se vuelve “física” durante esta etapa, lo más probable es que sea solamente eso: una relación física, donde el amor nunca va a poder crecer. Si en cambio dedicamos este tiempo a conocernos en profundidad y a forjar una gran amistad. ¡El matrimonio será una gran aventura juntos!
3. El diálogo
Desde el principio, pero especialmente una vez que comienza la vida conyugal, el diálogo tiene que ser fluido, constante, siempre presente. Y el diálogo no es solamente comunicación, o “pase de información”. El diálogo significa compenetrarse de la realidad del otro, saber qué le gusta, cómo se siente, cómo está, qué necesita, y una vez averiguado todo eso. ¡Ponerlo en práctica! Para dialogar, tiene que haber un encuentro de corazones, y es encuentro tiene que ser radicalmente profundo. Que después de cada diálogo conyugal salgamos siendo mejores que antes.
4. La vida de fe
¿No debería ser el primer punto este? Es que los tres están intrínsecamente ligados. Estamos enamorados, pero deberíamos estarlo en Dios. Dialogamos, pero dialogamos de las cosas de Dios.Cada acto de nuestra vida conyugal está abierto a la trascendencia. En el génesis, cuando Dios crea a la humanidad, dice: «A Imagen de Dios los creó, varón y mujer los creó…». Nuestra vida conyugal tiene que estar fundada sobre la roca, que es Cristo y tener un cemento de unión en una vida de fe profunda. La oración y la frecuencia en los sacramentos son piezas claves de un matrimonio a prueba de infidelidades.
5. La castidad conyugal
La castidad no es solo “aguantar hasta que nos casamos”, durante nuestra vida conyugal las relaciones deben regirse por la castidad conyugal. ¿En qué consiste la castidad conyugal? Dejo la palabra al Papa Francisco: «… Es un amor que no usa al otro por el placer, que hace la vida de la otra persona sacra.“Yo te respeto, no quiero usarte”». En la castidad conyugal, cuidamos del otro como de nosotros mismos y como dice San Pablo: «El lecho conyugal sea inmaculado» (Hb 13,4).
Cuidemos de la pureza de nuestras relaciones. No veamos pornografía, cuidemos las miradas a otras personas, tengamos un lenguaje delicado entre nosotros. La sexualidad conyugal no tiene que ser un modo de satisfacer mis deseos, sino de darle a mi cónyuge lo que él o ella necesita.
6- Renovar las promesas
Cada vez que vayamos a una boda, o después de participar juntos de la Eucaristía, ¡tomémonos unos minutos para renovar nuestros votos! Hagamos de la renovación diaria una oración, como recomienda el Papa Francisco. No necesitas tener una ceremonia especial para renovar tu matrimonio (si quieres puedes hacerlo, no tiene nada de malo) pero la idea es que cada acto de sacrificio y amor en el matrimonio, sea ocasión para que en tu interior renueves el deseo de serle fiel a tu esposa/o.
7. La sexualidad
¡Por supuesto que la vida sexual de la pareja previene infidelidades! San Pablo lo dice en la primera carta a los Corintios: «No se nieguen el uno al otro, a no ser de común acuerdo y por algún tiempo, a fin de poder dedicarse con más intensidad a la oración; después vuelvan a vivir como antes, para que Satanás no se aproveche de la incontinencia de ustedes y los tiente» (1 Co, 7, 5).
La sexualidad en el matrimonio no solo está permitida, ¡está recomendada! Santo Tomás de Aquino dice que en la unión sexual de los esposos no hay «ni sombra de pecado». Parafraseando a Chesterton, diría que el secreto para no desear la mujer del prójimo, es desear a nuestra propia esposa. La sexualidad conyugal contribuye a la unión conyugal como ninguna otra cosa en esta tierra lo hace.
8.El perdón
Nuestra relación puede tener sus altibajos. Podremos, en un mal día, tratarnos mal, aun cuando nos amemos muchísimo. Como dije al principio,la convivencia puede hacernos perder el respeto. Entonces tendremos que perdonarnos. Y pedirnos perdón.En ese orden: estar siempre dispuestos a perdonar primero, y pedirnos perdón en cuanto podamos. Porque un buen matrimonio es la unión de dos buenos perdonadores. Y luego, cuando nos hayamos reconciliado, como hemos ofendido a la hija o el hijo favorito de Dios, ir a pedirle perdón a él de rodillas en el confesionario.
Nuestro matrimonio, ya sea actual o futuro, es lo mejor que vamos a hacer en nuestra vida si estamos llamados a la vocación conyugal. Es nuestro medio de santificación y nuestro camino al Cielo, por lo tanto, ¡merece ser cuidado siempre! Desde antes de comenzarlo hasta que «la muerte nos separe» podremos hacerlo siempre a prueba de infidelidades.
Para evaluar juntos nuestra relación:
¿Renovamos el propósito todos los días? ¿Rezamos por nuestro cónyuge, actual o futuro? ¿Cuidamos ambos la castidad conyugal y la pureza del lecho nupcial? ¿Recibimos la Eucaristía frecuentemente? ¿Pedimos perdón? ¿Nos perdonamos? ¿Rezamos en Familia? Todos estos ingredientes nos va a ayudar a tener siempre un matrimonio fuerte y a prueba de infidelidades.
La tristeza, un enemigo oscuro y sórdido que corroe, de manera taimada, lo mejor que hay en el hombre
A poco que uno entre en contacto con la Pascua, aparece como rasgo distintivo, como santo y seña de este tiempo, la cuestión de la alegría. Y aparece también, por contraste, su contrario, la tristeza, a la cual me ha parecido conveniente dedicar alguna reflexión.
Recuerdo que hace ya muchos años llamó mucho mi atención un artículo del sacerdote y escritor José Luis Martín Descalzo titulado “El pecado de la tristeza” y recuerdo también que la primera reacción fue una cierta sensación de incomodidad ante el título, una mezcla de extrañeza y enfado a la vez. Me sentí molesto solo con el título porque a mi parecer la expresión por sí sola encerraba injusticia.
- “Pues es lo que le falta a quien está triste, que encima le digan que está pecando -pensé-. Como si no tuviera bastante con su propia aflicción”.
Tras el desconcierto inicial del título, la lectura del artículo iba despejando dudas a medida que el autor se explicaba con su claridad y sensatez acostumbradas. Traigo a colación esta cuestión de la tristeza porque me parece que conviene volver sobre ella una y otra vez, me parece que es de lo más actual y considero muy útil hablar de ello.
He llegado al convencimiento de que tenemos en la tristeza un tóxico generalizado y escurridizo, un enemigo oscuro y sórdido que corroe, de manera taimada, lo mejor que hay en el hombre; una especie de carcoma del corazón y a la vez, un elemento de disgregación social. Así habla de ella la Vulgata: “Como la polilla al vestido y la carcoma a la madera, así la tristeza daña el corazón del hombre” (Prov 25, 20).
Aunque la tristeza es un fenómeno tan común y tan corriente que no necesitamos definirlo, sí me ha parecido oportuno ponerlo al lado de su contrario, la alegría, para entenderlo en sus verdaderas dimensiones. En nuestra mejor tradición se define a la alegría como “la complacencia en el bien poseído o esperado”. La idea de alegría está necesariamente unida al bien. La alegría no es otra cosa que la respuesta global de la persona humana ante un bien. No hay alegría, ni posibilidad de ella, si el bien no entra en escena. Esta es la cuestión: el bien. Aquí está la clave para encarar el problema de la tristeza.
Es evidente que el mal está muy extendido. El mal es amplio, abundante y campa a sus anchas, ciertamente. Y me atrevería a decir más: el mal es mucho más abundante y está mucho más extendido de lo que podemos llegar a captar. Yo barrunto que no tenemos capacidad para hacernos una idea cabal de la extensión del mal que hay en el mundo. Ni de su extensión ni de su “intensión” (perdónese el neologismo). Aunque tengamos noticia de muchas manifestaciones del mal, al mal no lo vemos, lo que vemos son sus expresiones concretas. Si son muchas las que nos llegan es porque hay muchas más.
Cada noticiario no es sino una apretada dosis de las más llamativas desgracias y perversidades acaecidas en cualquier lugar del mundo cada día. Si de manera tan resumida es mucho el mal del que se nos informa, eso significa que hay mucho más todavía. Todo esto es cierto, pero no es casual, no es así por azar porque en los grandes medios de comunicación nada ocurre al azar, nada hay fuera de control. Cabe concluir, por tanto, que la divulgación de la maldad humana responde a una estrategia diseñada y puesta en práctica con toda intención. Y cabe concluir también que detrás de la propagación del mal no puede estar de manera interesada sino el propio mal.
Pues bien: no podemos hacer el juego a esta estrategia. No podemos tener ojos solo para el mal. No podemos poner el acento, solo ni preferiblemente, en lo mal que está todo porque cada vez que lo hacemos nos convertimos en peones y colaboradores de esa estrategia perversa. Quien ve mal por todas partes no tiene ninguna posibilidad de complacerse en nada. La cosa tiene más gravedad de lo que pudiera parecer, porque es un asunto que nos atañe no solo de manera individual, y aunque tiene un componente afectivo importante, no es principalmente una cuestión afectiva. El mal engendra tristeza, la tristeza conduce al odio y el odio recae siempre sobre los demás. El odio, como el amor, necesita siempre de otro; el odio como el amor, exige siempre alteridad porque nadie se odia a sí mismo. Uno puede reconocer cosas que le gustan de sí mismo, pero no puede odiarse porque nadie de carne y hueso puede odiarse a sí mismo. “Nadie odia su propia carne” (Ef 5, 29). Cuando esta cadena maléfica (mal-tristeza-odio) echa raíces en el alma, el hombre entra en una espiral de opacidad y de negrura más que peligrosa. Lo diré con mayor claridad y contundencia: La tristeza puede prender en el alma, pero quien no la afronta con decisión para erradicarla, se deja deslizar por una rampa que acaba en el infierno. Quizá ahora podamos entender el mandato bíblico que escribió San Pablo: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres” (Flp 4,4). Y quizá ahora podamos entender por qué los autores espirituales han hablado de la tristeza como pecado.
¿Qué clase de pecado? Una variante de la pereza que consiste en la modorra y el torpor para salir de la oscuridad de uno mismo. Porque este es uno de los grandes efectos demoledores de la tristeza: que mete al hombre en sí mismo y lo incapacita para salir de sus angustias. Lo encierra en sí mismo, lo ofusca y lo va asfixiando cada vez más, lo recuece en su propio jugo y lo paraliza; impide ver las necesidades ajenas (bastante tiene con las propias) y obstaculiza la apertura a los demás.
Pensando en ti, lector querido, se me ocurre que tal vez me hagas la siguiente objeción: todo lo dicho está muy bien, pero solemos ver el mal concreto como en un tablero de ajedrez, vemos sus causas y sus consecuencias, sus agentes y sus responsables y vemos también qué se podría hacer para evitarlo. Dicho de otro modo, tenemos razón. Pues bien, este es el segundo rasgo hacia el que deseo fijar tu atención: el hecho de tener razón. ¡Cuánto nos gusta y de qué poco sirve! ¡Tenemos tantas razones para abonar la tristeza, tantas para instalarnos en ella! Este es el gran problema, que nadamos en aguas de tristeza y de abatimiento cargados de razón. Le llamo problema porque lo es. Tener razón es quizá el mayor ejercicio de inmanencia al que estamos acostumbrados porque tener razón es algo que no trasciende, no escapa de nosotros mismos ya que surge en nuestro interior y en nuestro interior se queda. Y por eso precisamente nos vuelve hacia nosotros, nos enroca metiéndonos en nosotros mismos, nos empuja a dar vueltas a nuestro propio yo una y otra vez. Si te das cuenta, lector, esto es justamente lo contrario de lo que hace en nosotros el amor, que es sacarnos de nuestras fronteras acercándonos a los demás, hacer que nos preocupemos de cómo les van las cosas a los otros, volcarnos hacia afuera.
El tener razón nos ensimisma, el amar nos lleva a dedicarnos a los problemas del prójimo. Lo primero nos constriñe, lo segundo nos dilata; aquello nos empequeñece, esto otro nos hace grandes; la tristeza generada por la búsqueda de tener razón nos “egoistiza”, la alegría que procede del amor nos lleva a darnos. ¿Ves por qué no se nos ha dicho que busquemos tener razón y en cambio sí se nos ha mandado -como único precepto- amar a los demás?
Por ser enemiga del bien, mala es la tristeza, y peor aún si se ayunta con el tener razón. Cosa bien distinta es el dolor. También conviene dejarlo claro, porque el dolor sí es compatible con el bien. Y no solo compatible, sino fuente de él.