Sal por los caminos y senderos, e insísteles hasta que entren y se llene la casa
- 03 Noviembre 2015
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Evangelio según San Lucas 14,15-24.
En aquel tiempo: Uno de los invitados le dijo: "¡Feliz el que se siente a la mesa en el Reino de Dios!". Jesús le respondió: "Un hombre preparó un gran banquete y convidó a mucha gente. A la hora de cenar, mandó a su sirviente que dijera a los invitados: 'Vengan, todo está preparado'. Pero todos, sin excepción, empezaron a excusarse. El primero le dijo: 'Acabo de comprar un campo y tengo que ir a verlo. Te ruego me disculpes'. El segundo dijo: 'He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos. Te ruego me disculpes'. Y un tercero respondió: 'Acabo de casarme y por esa razón no puedo ir'. A su regreso, el sirviente contó todo esto al dueño de casa, y este, irritado, le dijo: 'Recorre en seguida las plazas y las calles de la ciudad, y trae aquí a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los paralíticos'. Volvió el sirviente y dijo: 'Señor, tus órdenes se han cumplido y aún sobra lugar'. El señor le respondió: 'Ve a los caminos y a lo largo de los cercos, e insiste a la gente para que entre, de manera que se llene mi casa. Porque les aseguro que ninguno de los que antes fueron invitados ha de probar mi cena'".
San Martín de Porres
San Martín de Porres, religioso
San Martín de Porres, religioso de la Orden de Predicadores, hijo de un español y de una mujer de raza negra, quien, ya desde niño, a pesar de las limitaciones provenientes de su condición de hijo ilegítimo y mulato, aprendió la medicina que, después, siendo religioso, ejerció generosamente en Lima, ciudad del Perú, a favor de los pobres. Entregado al ayuno, a la penitencia y a la oración, vivió una existencia austera y humilde, pero irradiante de caridad.
San Martín de Porres fue un mulato, nacido en Lima, capital del Perú, en 1579. Era hijo natural del caballero español Juan de Porres (o Porras según algunos) y de una india panameña libre, llamada Ana Velázquez. Martín heredó los rasgos y el color de la piel de su madre, lo cual vio don Juan de Porres como una humillación. Pero más tarde, tuvo el mérito de reconocer a Martín y a una hermana suya como hijos propios. A Martín lo dejó al cuidado de su madre, y el niño, que era despierto e inteligente, aprendió la profesión de barbero y adquirió conocimientos de medicina, mediante el trato con un cirujano. Durante algún tiempo, ejerció esta doble carrera, pero, sintiendo grandes deseos de perfección, pidió ser admitido como donado en el convento de los dominicos que había en Lima. Su misma madre apoyó la petición del santo y éste consiguió lo que deseaba cuando tenía unos quince años de edad.
En el convento su vida de heroica virtud fue pronto conocida de muchos, y su humildad era tan ejemplar, que se alegraba de las injurias que recibía, incluso alguna vez de parte de otros religiosos dominicos, como uno que, enfermo e irritado, lo trató de perro mulato. Otra vez, cuando el convento estaba en situación económica muy apurada, Fray Martín espontáneamente se ofreció al P. Prior para ser vendido como esclavo, ya que era mulato, a fin de remediar la situación.
Advirtiendo los superiores de Fray Martín su índole mansa y su mucha caridad, le confiaron, junto con otros oficios, el de enfermero, en una comunidad que solía contar con doscientos religiosos, sin tomar en consideración a los criados del convento ni a los religiosos de otras casas que, informados de la habilidad del hermano, acudían a curarse a Lima. Bastante trabajo tenía el joven hermano, pero no por eso limitaba su compasión a los de su orden, sino que atendía muchos enfermos pobres de la ciudad. El día 2 de junio de 1603, después de nueve años de servir a la orden como donado, le fue concedida la profesión religiosa y pronunció los votos de pobreza, obediencia y castidad.
Juntaba a su abnegada vida una penitencia austerísima: se llagaba con disciplinas crueles o se maltrataba con dormir debajo de una escalera unas cuantas horas y con apenas comer lo indispensable. Añadía a esto un espíritu de oración y unión con Dios que lo asemejaba a otros grandes contemplativos. Se le vio repetidas veces en éxtasis y, alguna levantado en el aire muy cerca de un gran crucifijo que había en el convento.
Se sabe que Fray Martín y santa Rosa de Lima, terciaria dominica, se conocieron y trataron algunas veces, aunque no se tienen detalles históricamente comprobados de sus entrevistas. Si es famoso el santo por sus virtudes, tal vez lo sea más por sus milagros y por la forma en que los hacía. Unas veces eran curaciones instantáneas, como la del novicio Fray Luis Gutiérrez, que se había cortado un dedo casi hasta desprendérselo; a los tres días tenía hinchados la mano y el brazo, por lo que acudió al hermano Martín, quien le puso unas hierbas machacadas en la herida. Al día siguiente, el dedo estaba unido de nuevo y el brazo enteramente sano. En cierta ocasión, el arzobispo Feliciano Vega, que iba a tomar posesión de la sede de México, enfermó de algo que parece haber sido pulmonía, y mandó llamar a Fray Martín. Al llegar éste a la presencia del prelado enfermo, se arrodilló, mas él le dijo: «levántese y ponga su mano aquí, donde me duele». «¿Para qué quiere un príncipe la mano de un pobre mulato?», preguntó el santo. Sin embargo, durante un buen rato puso la mano donde lo indicó el enfermo y, poco después, el arzobispo estaba curado. Otras veces, a la curación añadía la prontitud con que acudía al enfermo, pues bastaba que éste tuviera deseo de que el santo llegara, para que éste se presentase a cualquier hora. Muchas veces, entraba por las puertas cerradas con llave, como pudo comprobarlo el maestro de novicios, quien personalmente guardaba la llave del noviciado, pues, habiendo estado Fray Martín atendiendo a un enfermo, salió del noviciado y volvió a entrar sin abrir las puertas. El asombrado maestro comprobó que estaban perfectamente cerradas. Alguien le preguntó: «¿Cómo ha podido entrar?» El santo respondió: «Yo tengo modo de entrar y salir».
Enfermero al mismo tiempo que hortelano herbolario, cultivaba las plantas medicinales de que se valía para sus obras de caridad y también desempeñaba el oficio de distribuidor de las limosnas que algunas veces recogía, en cantidades asombrosas, parte para socorrer a sus propios hermanos en religión y parte para los menesterosos de toda clase que había en la ciudad. Su amabilidad se extendía hasta los animales; hay en su biografía escenas semejantes a las que se narran de san Francisco y de san Antonio de Padua. Por ejemplo, cuando después de disciplinarse, los mosquitos lo atormentaban con sus picaduras, y fue a que Juan Vázquez lo curase, éste le dijo: «Vámonos a nuestro convento, que allí no hay mosquitos».
Y Fray Martín respondió: «¿Cómo hemos de merecer, si no damos de comer al hambriento?» «¡Pero hermano, estos son mosquitos y no gentes!» «Sin embargo, se les debe dar de comer, que son criaturas de Dios», respondió el humilde fraile. Es típico el caso de los ratones que infestaban la ropería y dañaban el vestuario. El remedio no fue ponerles trampas, sino decirles: «Hermanos, idos a la huerta, que allí hallaréis comida». Los ratones obedecieron puntualmente, y Fray Martín cuidaba de echarles los desperdicios de la comida. Y sí alguno volvía a la ropería, el santo lo tomaba por la cola y lo echaba a la huerta, diciendo: «Vete adonde no hagas mal».
Sus conocimientos no eran pocos para su época y, cuando asistía a los enfermos, solía decirles: «Yo te curo y Dios te sana». A los sesenta años, después de haber pasado cuarenta y cinco en religión, Fray Martín se sintió enfermo y claramente dijo que de esa enfermedad moriría. La conmoción en Lima fue general y el mismo virrey, conde de Chinchón, se acercó al pobre lecho para besar la mano de aquél que se llamaba a sí mismo perro mulato. Mientras se le rezaba el Credo, Fray Martín, al oír las palabras «Et homo factus est», besando el crucifijo expiró plácidamente. Fue canonizado el 6 de mayo de 1962 por el Papa Juan XXIII, quien profesaba gran devoción por el santo.
El P. Van Ortroy empleó en el caso de Martín de Porres un método sin precedentes en Acta Sanctorum, ya que publicó su artículo, que es bastante completo, en idioma vernáculo, en vez de en latín: El P. B. de Medina testificó sobre Martín de Porres ante la comisión apostólica en 1683; su testimonio fue traducido al italiano para que pudiese usarse en la C.R.S. de Roma y, el P. Van Ortroy reprodujo esa traducción. Véase también With Bd. Martin (1945), pp. 132-168; Fifteenth Anniversary Book (1950), pp. 130-158 (publicaciones del «Blessed Martín Guild» de Nueva York, editadas por el P. Norbert Georges), donde se encontrará la traducción de las deposiciones de diez testigos en el proceso apostólico. San Martín es, en los Estados Unidos y en otros países, el patrono de las obras que promueven la armonía entre las razas y la justicia interracial; por ello existen varias biografías de tipo popular, como la de J. C. Kearns (1950).
fuente: Web de la Orden de Predicadores
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San Martín de Porres es muy popular en toda América. No sólo ejerce el atractivo que han ejercido siempre los sencillos cuando el Señor ha querido glorificarlos, sino que su misma persona constituye todo un símbolo.
Nacido en Lima (Perú) como hijo natural de un caballero español y de una mulata en 1579, representa entre los santos a los «coloured men» del Nuevo Mundo, a ese pueblo de gentes de color que se ven dolorosamente humillados por su condición de negros.
Era Martín enfermero cuando entró como terciario laico en el convento de Dominicos de Lima, en el que fue recibido a la profesión (1603) siguió ejerciendo su profesión dentro del convento para con sus hermanos. El cuidado que ponía por los enfermos se extendía aun a los animales: perros, gatos, pavos, y aun ratones, eran objeto de su solicitud.
A Martín le agradaba el ayuno y la oración: sobre todo el orar de noche, a ejemplo de Jesús. En la oración obtenía grandes luces que hacían maravillosas sus lecciones de catecismo.
Su vida entera, oculta y radiante a un mismo tiempo se desarrolló dentro de un mundo lleno de ángeles y demonios en el que Martín conservó siempre una perfecta serenidad. Murió en 1639.
Oremos. Señor, Dios nuestro, que llevaste a San Martín de Porres a la gloria celestial, por medio de una vida escondida y humilde, concédenos seguir de tal manera sus ejemplos, que merezcamos, como él, ser llevados al cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
Los invitados que se excusan
Lucas 14, 15-24. Tiempo Ordinario. A veces parece que Cristo necesita mendigar para que los hombres acepten el amor que les ofrece.
Oración introductoria
Señor, creo en Ti, espero y te amo. No soy digno de acercarme a Ti porque te he fallado, pero confío en tu misericordia. Quiero responder con prontitud a tu invitación, participando con toda mi mente y mi corazón en el banquete de la oración.
Petición
Jesús, que en mi vida seas Tú lo primero y lo más importante.
Meditación del Papa Francisco
Es la Iglesia de los invitados, estamos invitados a participar en una comunidad con todos. Pero en la parábola narrada por Jesús leemos que los invitados, uno tras otro, empiezan a encontrar excusas para no ir a la fiesta.
¡No aceptan la invitación! Dicen que sí, pero no lo hacen. Ellos son los cristianos que se conforman sólo con estar en la lista de los invitados: cristianos enumerados. Pero esto no es suficiente, porque si no se entra en la fiesta no se es cristiano. ¡Tú estarás en la lista, pero esto no sirve para tu salvación! Entrar en la Iglesia es una gracia; entrar en la Iglesia es una invitación. Y este derecho, no se puede comprar. Entrar en la Iglesia es hacer comunidad, comunidad de la Iglesia; entrar en la Iglesia es participar de todo aquello que tenemos, de las virtudes, de las cualidades que el Señor nos ha dado, en el servicio del uno para el otro. Además entrar en la Iglesia significa estar disponible para aquello que el Señor Jesús nos pide. En definitiva entrar en la Iglesia es entrar en este Pueblo de Dios, que camina hacia la eternidad. Ninguno es protagonista en la Iglesia: pero tenemos Uno que ha hecho todo. ¡Dios es el protagonista! Todos nosotros vamos detrás de Él y quien no va detrás de Él, es uno que se excusa y no va a la fiesta. (Cf. S.S. Francisco, 5 de noviembre de 2013, homilía en Santa Marta).
Reflexión
La gratitud es una flor exótica que cada día resulta más difícil encontrar. Quizás esta florecilla no abundó nunca en la historia de la humanidad.
Hoy Jesucristo nos presenta la parábola de los invitados que rechazan acudir a la boda. ¿Por qué estas personas rechazan la invitación? Era una gran cena; el que la organizaba seguro que no habrá escatimado nada en su preparación.
Seguramente habría platos exquisitos, y además, siendo un señor de importancia, habría invitado a personas distinguidas de la sociedad de entonces. ¿porqué se rechaza la invitación? Yo no tengo la respuesta, pero tengo otra pregunta.
Cristo se encarnó. Dios hecho hombre por nosotros. Nos suena “de toda la vida” esta frase, sobre todo repetida en los días de Navidad que se están acercando, pero de tanto repetirla, quizás no caemos en la cuenta de que ahí cometimos la mayor ingratitud que se ha cometido en la historia de la humanidad: "los suyos no le recibieron". Porque si la gratitud es el reconocimiento por un don que se recibe, para un cristiano la gratitud nace de la fe en Cristo. Y a veces parece que Cristo necesita mendigar para que los hombres acepten el amor que les ofrece, cuando somos nosotros los que deberíamos esforzarnos por mostrarle nuestro amor.
Está en nuestras manos hacer del mundo un inmenso jardín en el que la gratitud no sea una flor exótica, sino que sea la flor de cada hogar, de cada familia, de cada sociedad.
Propósito
Como muestra de agradecimiento por el don de la Eucaristía, llegar siempre puntual y correctamente vestido a la celebración de la Eucaristía.
Diálogo con Cristo
Señor, ¿quién soy yo para que Tú, Dios omnipotente y dueño del universo, me busque y me invite a participar en la oración, en la Eucaristía? Respetas mi libertad cuando me hago sordo e indiferente. Me acoges cuando me acerco, porque nunca me dejas solo en la lucha por mi santificación. Gracias, Señor, por tanto amor y por estar siempre a mi lado. Contigo lo tengo todo y por Ti quiero darlo todo.
Dios nos permite ser sus hijos Partes de la Misa: Acto Penitencial.
Es un momento en el que podemos recibir de Dios su amor de Padre. Es necesario tener las mismas actitudes que tuvo Cristo como Hijo
Durante este mes de Noviembre, los martes y jueves, reflexionaremos en las partes de la Misa y así lograremos un acercamiento experiencial a la celebración litúrgica de la Eucaristía.
A través de un diálogo sencillo, descubriremos algunas actitudes que nos pueden ayudar a hacer de la Misa un encuentro personal con Dios.
Recorreremos las partes de la Misa más importantes, describiendo el modo en que podamos vivir ese momento en particular.
Cada reflexión está ilustrada por un cuadro pintado por la autora, que resume el contenido del mismo. A través de estas imágenes, podremos visualizar y hacer nuestra la experiencia transmitida por la autora:
ACTO PENITENCIAL
El encuentro con la misericordia de Dios
Al inicio de la Misa tenemos la posibilidad de encontrarnos con el Dios de la misericordia. Cuando el sacerdote nos invita a celebrar “dignamente” los sagrados misterios nos preguntamos: ¿somos realmente dignos de celebrar la Eucaristía?, ¿qué es aquello que nos dignifica? Inmediatamente decimos juntos el “Yo confieso” con un gesto precioso: nos golpeamos en el pecho tres veces reconociéndonos pecadores. Entonces nos preguntamos: “¿Somos dignos porque somos pecadores?”
La dignidad del Hijo
El mensaje que revoluciona al mundo con la venida de Cristo, Hijo de Dios, que nace pobre en Belén es la respuesta a nuestra pregunta (Lc. 2, 7). Cristo se vacía de sí mismo, de su condición de Dios, se anonada para tener nuestra misma condición de hombres débiles (Fil. 2, 5-8). Nace pobre, sin bienes, sin reconocimiento público, totalmente dependiente, desnudo, solo. “Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne.” (Rom. 8, 3). Sin embargo, Cristo no pierde su dignidad. Su dignidad se encuentra en ser hijo del Padre celestial.
El amor de un hijo a su padre tiene como característica el ser un amor pasivo, sin protagonismo. El hijo no da nada, al contrario, recibe todo de sus padres. Esta característica del amor se ve más clara en un recién nacido. Cuando un bebé nace, depende totalmente de su madre. Es frágil, vulnerable y pequeño. La madre no pretende lo contrario. Sabe que su hijo necesita de ella y por eso, se vuelca totalmente perdiendo incluso su vida en él. Desaparece en su hijo para darle continuamente vida, lo alimenta, lo arropa, lo limpia, le da todo lo que necesita. Todo esto lo hace porque lo ama. Una madre se da totalmente. Sin embargo, el hijo no responde a su madre con el mismo modo de amar. La respuesta a su amor es una actitud de acogida. El hijo se sabe necesitado, se sabe dependiente, sin nada, sin fuerzas. Es por eso que se deja amar y dejándose amar es como ama.
La dignidad del hijo
Dios, nuestro Padre, quiere amarnos así. Quiere volcarse en nosotros y darnos vida.“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.” Jn. 3, 16. Quiere alimentarnos, arroparnos, limpiarnos, nos quiere dignificar.
El acto penitencial es un momento en el que nosotros podemos recibir de Dios su amor de Padre. Para eso, es necesario que adoptemos esas mismas actitudes que tuvo Cristo como Hijo (Heb. 3, 6). Nuestra libertad tiene que decidir abrirse al Amor. Nuestra libertad tiene que elegir mantenerse en una actitud de acogida. Tenemos que estar vacíos de nosotros mismos para poder ser llenados por la gracia. Tenemos que amar y reconocer que somos pequeños, niños, pobres, pecadores. En definitiva tenemos que vivir en nuestra verdad. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.” Rom. 5, 20.
Somos limitados y pequeños
Deseamos ser hijos pero “¿cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?»” Jn 3, 4. Nosotros ya no somos niños. Hemos crecido y hemos adoptado actitudes de hombres independientes, autónomos, capaces de llevar adelante la vida sin necesidad de los demás, incluso sin necesidad de nuestros padres. Sin embargo, a pesar de que nos sentimos seguros así, es común que en el día a día advertimos nuestros propios límites.
Todos los días experimentamos nuestra limitación de una forma o de otra.Deseamos ser buenos padres de familia y nos impacientamos, anhelamos ser mejores esposos y nos buscamos a nosotros mismos, queremos ser grandes profesionistas y nos equivocamos, pretendemos ayudar a nuestros amigos en necesidad y no tenemos el tiempo, ansiamos ser buenos pastores, sacerdotes de Dios y nos encontramos pecadores, deseamos ser religiosos ejemplares y constatamos que nuestra limitación es grande.
Además de experimentar nuestra limitación, Dios Nuestro Señor permite acontecimientos en nuestra vida que nos hacen tocar nuestra miseria y pequeñez: una enfermedad, la muerte de un ser querido, un accidente, una dificultad psicológica, la ancianidad. Todo esto nos lleva a tocar la verdad del ser humano que es criatura limitada y pecadora.
Postrarse ante el Señor
Estos acontecimientos son el punto de encuentro con la misericordia de Dios. Sin embargo, pueden llegar a ser también el punto que nos separe de Él si no sabemos presentarnos con humildad ante el Padre celestial pidiéndole ayuda y misericordia.
El acto penitencial es el momento perfecto para que el Espíritu Santo pueda ir realizando su obra en nosotros. Es recomendable que durante el acto penitencial postres tu alma ante el Señor. No quieras tener otra fuerza más que la suya. “La necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres.”(1Cor. 1, 25)
Es tu oportunidad de abandonarte totalmente en su misericordia. Descansa en Él. Déjale todo en el altar: pecados, caídas, preocupaciones, disgustos, tentaciones, debilidades, etc. Abre el corazón y extiende tus manos. Dios ve lo que hay ahí, no se lo tienes ni que decir. No necesita explicaciones o justificaciones. Te quiere a ti, su hijo, y eso le basta, quiere llenarte de su amor misericordioso que funde todas tus miserias en el fuego de su amor, quiere ser el protagonista de tu vida, quiere ser tu Dios, tu Salvador, tu Padre.
Puedes decirle esta oración:
Señor tú conoces mi pequeñez y mi miseria. Tú sabes cuánto busco ser el dueño y señor de mi vida. Mira que lo he intentado una y otra vez y no puedo. No soy capaz de abrirme a tu gracia. Sé quien abra mi corazón. No puedo darte nada, no poseo nada. Lo único que te puedo dar, es darme a mí mismo. Recíbeme pequeño, pobre, débil, pecador en el seno de tu misericordia. Déjame descansar en ti y ser una sola cosa contigo. En ti me siento seguro. Manda tu Espíritu y hazme capaz de vivir en mi verdad de hijo, de criatura, de pecador. Sal a mi encuentro y acepta mi humilde súplica.
Ahora sí, después de haber adoptado la actitud de postrarte ante Dios abandonado en su misericordia y abierto a su gracia eres “digno” de continuar con la celebración Eucarística. Nuestra dignidad se encuentra en habernos reconocido pecadores, sin embargo el reconocer nuestra miseria no nos ha hundido, sino que nos ha elevado a la condición de hijos en el Hijo Jesucristo. “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, también heredero por voluntad de Dios.” (Gal. 4, 4.5.7).
Cuestión de justicia y solidaridad
"Asumir nuestra vocación a la santidad"
Un Proyecto Espiritual: Misión Justicia y Paz
"Es una vida cristiana con una espiritualidad y mística profunda"
Agustín Ortega, 02 de noviembre de 2015 a las 09:51
El protagonismo de los pobres en su promoción liberadora e integral. La defensa de la dignidad del trabajo y de los trabajadores, de los derechos humanos y del desarrollo (humano, ecológico e integral)
(Agustín Ortega).- En este día que celebramos la fiesta de todos los santos. Y como respuesta a los tiempos difíciles que vivimos en el mundo e iglesia, queremos presentar una propuesta de renovación para la humanidad y para la iglesia a la que ella misma, como nos manifiesta actualmente el Papa Francisco, nos está llamando.
En la línea que nos marcara el Concilio Vaticano II, se trata de asumir nuestra vocación a la santidad que, en este sentido por el mismo bautismo, nos ha sido regalada por Dios. La santidad que no es ni más ni menos que desde el Don de Dios, en un proceso de conversión permanente, ir buscando la plenitud del amor fraterno en la pobreza solidaria, en la responsabilidad por el bien común y compromiso por la justicia liberadora con los pobres de la tierra. Es el conocimiento y experiencia de los santos en el seguimiento de Jesús con su Espíritu que, en su iglesia, nos hace asumir y actualizar todo este legado de la santidad en la realidad histórica actual.
Como nos enseña la iglesia y nos transmitiera Pablo VI, esta santidad en el amor se realiza en el compromiso por la paz y la justicia en el mundo, que supone un conocimiento y análisis de la realidad social e histórica de nuestro mundo actual. Y tiene como clave constitutiva la formación y praxis en el carácter social de la Biblia y del Evangelio, en el pensamiento social cristiano y en la conocida como doctrina social de la iglesia. Toda esta imprescindible enseñanza social de la fe, que supone e implica la lucha por la paz y la justicia con los pobres, es esencial para la misión de la iglesia. La evangelización de la iglesia tiene como elementos constitutivos toda esta realización de la paz y de la justicia social-global. El protagonismo de los pobres en su promoción liberadora e integral. La defensa de la dignidad del trabajo y de los trabajadores, de los derechos humanos y del desarrollo (humano, ecológico e integral). Está en la entraña de la misión evangelizadora defender y promover la civilización del amor, la vida digna de las personas, la dignidad y vida de los pobres, de los excluídos y todas las víctimas. Lo cual realiza la vocación profética de la iglesia: en el anuncio del Evangelio del Reino de la paz y la justicia liberadora que Dios nos regala; y, asimismo, en la denuncia de todo aquello que vaya en contra de la vida y dignidad de las personas, de toda injusticia, mal y pecado que oprime e impide el bien común. Es la encarnación e inculturación del Evangelio y de la fe que transforma todas las relaciones inhumanas, las culturas y las estructuras sociales de pecado, los sistemas políticos y económicos injustos.
Una santidad que desde la vocación y misión específica de la santidad bautismal del laicado se realiza, de forma más directa e inmediata, en la caridad política que busca transformar toda la realidad en el bien y en la justicia con los pobres. El carisma e identidad peculiar del laicado en la iglesia es esta gestión y renovación que, más inmediata y directamente, va ajustando al Reino de Dios y su justicia toda esta realidad personal y social, cultural, económica, política e histórica.
Creemos que todo ello, por tanto, es lo que más necesita el mundo, la fe e iglesia. Todo este carisma y misión que personal y comunitariamente, en la santidad del amor y de la pobreza solidaria, en comunidades solidarias y eclesiales: anuncia y promueve el Evangelio de la paz y justicia liberadora con los pobres de la tierra; impulsa el conocimiento y formación del pensamiento social de la fe e iglesia para ponerlo en práctica en la realidad histórica, y que se vaya realizando la civilización del amor; promociona una laicado formado y maduro que realiza su vocación específica en la caridad política, para la búsqueda del bien común, en la gestión y renovación de un mundo más justo y fraterno como Dios quiere. Es una vida cristiana con una espiritualidad y mística profunda. Una experiencia honda y de encuentro personal con el Dios revelado en Jesús, que lleva a la realización y felicidad humana, espiritual y trascedente que culmina en la vida plena, eterna.