En busca de la oveja perdida

Evangelio según San Lucas 15,1-10. 

Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos". Jesús les dijo entonces esta parábola: "Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido". Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse". Y les dijo también: "Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido". Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte". 

Santos Zacarías e  Isabel

En la alborada de la Era Cristiana se encuentran personajes históricos que, viviendo intensamente las esperanzas mesiánicas, se transformaron e lazo de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Entre éstos aparecen los padres de la Virgen María, Joaquín y Ana; los ancianos Simeón y Ana, que recibieron en sus brazos al Niño Jesús en la presentación al Templo y el glorioso matrimonio Zacarías e Isabel, padres de San Juan Bautista, de los cuales el Martirologio Romano hace hoy memoria.    Los dos cónyuges ancianos eran descendientes de la tribu sacerdotal de Levì y contrajeron matrimonio dentro de la misma tribu.

Vivian en una pequeña aldea de Ain Karim, situada a pocos kilómetros de Jerusalén. El hecho de no tener hijos era una humillación, casi un castigo de Dios. Esta condición debió haber llevado a Zacarías e Isabel a intensificar sus oraciones  a Dios.    Cuando toda esperanza humana de tener hijos había desaparecido, el ángel Gabriel se le aparece a Zacarías en el ejercicio de sus funciones sacerdotales en el Templo y le dice. « No temas, Zacarías, porque tu petición ha sido escuchada; Isabel, tu mujer, dará a luz un hijo, a quién pondrás por nombre Juan; será para ti gozo y alegría, y muchos se gozarán en su nacimiento» (Lc 1,13–14).   Isabel quedó embarazada y se retiró al silencio y a la oración, aguardando el nacimiento de Juan, María, prima de Isabel estaba embarazada.

Partiò entonces con prontitud y fue al encuentro del santo matrimonio con el fin de congratularse con su prima y ayudarla en  los delicados preparativos del parto.   La Virgen María se quedó con Zacarías más o menos tres meses, hasta el nacimiento de Juan Bautista.   El Evangelista San Lucas no dice nada sobre el futuro de Zacarías e Isabel.

La tradición de la Iglesia Romana y Oriental siempre tributó a los padres de San Juan Bautista la veneración que merecen por el propio elogio del Evangelio que dice: « ... los dos eran justos ante Dios, y caminaban sin tacha en todos los mandamientos y preceptos de Señor» (Lc 1,6)

Oremos
Confesamos, Señor, que sólo tú eres santo y que sin ti nadie es bueno, y humildemente te pedimos que la intercesión de Zacarías é Isabel venga en nuestra ayuda para que de tal forma vivamos en el mundo que merezcamos llegar a la contemplación de tu gloria. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

San Juan Casiano (c. 360-435), fundador de la Abadía de Marsella. Conferencias 3, 6-7; CSEL 13/2, 73-75

Renunciar a todos sus bienes

La tradición unánime de los Padres se junta a la autoridad de las Escrituras para mostrar, en efecto, que las renuncias son tres... La primera consiste en despreciar todas las riquezas y bienes de este mundo. Por la segunda renunciamos a nuestra vida pasada, a nuestros vicios y a nuestras afecciones del espíritu y de la carne. La tercera tiene por objeto apartar nuestra mente de las cosas presentes y visibles, para contemplar únicamente las cosas futuras y no desear más que las invisibles. Que es menester cumplir con los tres, es el mandamiento que el Señor hizo ya a Abraham, cuando le dijo: «Sal de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre» (Gn 12,1).

En primer lugar ha dicho: «Sal de tu patria», es decir, de los bienes de este mundo y de las riquezas de esta tierra. En segundo lugar: «Abandona a tu parentela», esto es, la vida y las costumbres de antaño, tan estrechamente unidas a nosotros desde nuestro nacimiento, que hemos contraído con ellas como una especie de afinidad y parentesco natural, cual si fuera nuestra propia sangre. En tercer lugar: «Aléjate de la casa de tu padre», o sea, aparta tus ojos del recuerdo del mundo presente...

Contemplemos, tal como lo dice el apóstol Pablo, «no las cosas visibles sino las invisibles; pues las visibles son temporales y las invisibles, eternas» (2Co 4,18)...; «somos ya ciudadanos del cielo» (Flp 3,20)... Abandonaremos, así, la morada de nuestro primer padre, él que fue nuestro padre, como sabemos, según el hombre viejo, desde nuestro nacimiento, cuando «éramos por naturaleza hijos de ira, como el resto de los hombres» (Ef 2,3). Entonces, despojados de este afecto, nuestra mirada se concentrará únicamente en el cielo... entonces nuestra alma se elevará hasta el mundo invisible por la meditación constante de las cosas de Dios y la contemplación espiritual.

¡Prepárate para la fiesta del Rey del universo! Fiesta de Cristo Rey
22 de noviembre 2015, último domingo del año litúrgico

Cristo es el Rey del universo y de cada uno de nosotros.

Es una de las fiestas más importantes del calendario litúrgico, porque celebramos que Cristo es el Rey del universo. Su Reino es el Reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, del amor y la paz.

Un poco de historia

La fiesta de Cristo Rey fue instaurada por el Papa Pío XI el 11 de Marzo de 1925.
El Papa quiso motivar a los católicos a reconocer en público que el mandatario de la Iglesia es Cristo Rey.

Posteriormente se movió la fecha de la celebración dándole un nuevo sentido. Al cerrar el año litúrgico con esta fiesta se quiso resaltar la importancia de Cristo como centro de toda la historia universal. Es el alfa y el omega, el principio y el fin. Cristo reina en las personas con su mensaje de amor, justicia y servicio. El Reino de Cristo es eterno y universal, es decir, para siempre y para todos los hombres.

Con la fiesta de Cristo Rey se concluye el año litúrgico. Esta fiesta tiene un sentido escatólogico pues celebramos a Cristo como Rey de todo el universo. Sabemos que el Reino de Cristo ya ha comenzado, pues se hizo presente en la tierra a partir de su venida al mundo hace casi dos mil años, pero Cristo no reinará definitivamente sobre todos los hombres hasta que vuelva al mundo con toda su gloria al final de los tiempos, en la Parusía.

Si quieres conocer lo que Jesús nos anticipó de ese gran día, puedes leer el Evangelio de Mateo 25,31-46.

En la fiesta de Cristo Rey celebramos que Cristo puede empezar a reinar en nuestros corazones en el momento en que nosotros se lo permitamos, y así el Reino de Dios puede hacerse presente en nuestra vida. De esta forma vamos instaurando desde ahora el Reino de Cristo en nosotros mismos y en nuestros hogares, empresas y ambiente.

Jesús nos habla de las características de su Reino a través de varias parábolas en el capítulo 13 de Mateo:

“es semejante a un grano de mostaza que uno toma y arroja en su huerto y crece y se convierte en un árbol, y las aves del cielo anidan en sus ramas”; “es semejante al fermento que una mujer toma y echa en tres medidas de harina hasta que fermenta toda”; “es semejante a un tesoro escondido en un campo, que quien lo encuentra lo oculta, y lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel campo”; “es semejante a un mercader que busca perlas preciosas, y hallando una de gran precio, va, vende todo cuanto tiene y la compra”.

En ellas, Jesús nos hace ver claramente que vale la pena buscarlo y encontrarlo, que vivir el Reino de Dios vale más que todos los tesoros de la tierra y que su crecimiento será discreto, sin que nadie sepa cómo ni cuándo, pero eficaz.

La Iglesia tiene el encargo de predicar y extender el reinado de Jesucristo entre los hombres. Su predicación y extensión debe ser el centro de nuestro afán vida como miembros de la Iglesia. Se trata de lograr que Jesucristo reine en el corazón de los hombres, en el seno de los hogares, en las sociedades y en los pueblos. Con esto conseguiremos alcanzar un mundo nuevo en el que reine el amor, la paz y la justicia y la salvación eterna de todos los hombres.

Para lograr que Jesús reine en nuestra vida, en primer lugar debemos conocer a Cristo. La lectura y reflexión del Evangelio, la oración personal y los sacramentos son medios para conocerlo y de los que se reciben gracias que van abriendo nuestros corazones a su amor. Se trata de conocer a Cristo de una manera experiencial y no sólo teológica.

Acerquémonos a la Eucaristía, Dios mismo, para recibir de su abundancia. Oremos con profundidad escuchando a Cristo que nos habla.

Al conocer a Cristo empezaremos a amarlo de manera espontánea, por que Él es toda bondad. Y cuando uno está enamorado se le nota.

El tercer paso es imitar a Jesucristo. El amor nos llevará casi sin darnos cuenta a pensar como Cristo, querer como Cristo y a sentir como Cristo, viviendo una vida de verdadera caridad y autenticidad cristiana. Cuando imitamos a Cristo conociéndolo y amándolo, entonces podemos experimentar que el Reino de Cristo ha comenzado para nosotros.

Por último, vendrá el compromiso apostólico que consiste en llevar nuestro amor a la acción de extender el Reino de Cristo a todas las almas mediante obras concretas de apostolado. No nos podremos detener. Nuestro amor comenzará a desbordarse.

Dedicar nuestra vida a la extensión del Reino de Cristo en la tierra es lo mejor que podemos hacer, pues Cristo nos premiará con una alegría y una paz profundas e imperturbables en todas las circunstancias de la vida.

A lo largo de la historia hay innumerables testimonios de cristianos que han dado la vida por Cristo como el Rey de sus vidas. Un ejemplo son los mártires de la guerra cristera en México en los años 20’s, quienes por defender su fe, fueron perseguidos y todos ellos murieron gritando “¡Viva Cristo Rey!”.

La fiesta de Cristo Rey, al finalizar el año litúrgico es una oportunidad de imitar a estos mártires promulgando públicamente que Cristo es el Rey de nuestras vidas, el Rey de reyes, el Principio y el Fin de todo el Universo.

QUE VIVA MI CRISTO

Que viva mi Cristo, que viva mi Rey
que impere doquiera triunfante su ley,
que impere doquiera triunfante su ley.
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Cristo Rey!

Mexicanos un Padre tenemos
que nos dio de la patria la unión
a ese Padre gozosos cantemos,
empuñando con fe su pendón.

Él formó con voz hacedora
cuanto existe debajo del sol;
de la inercia y la nada incolora
formó luz en candente arrebol.

Nuestra Patria, la Patria querida,
que arrulló nuestra cuna al nacer
a Él le debe cuanto es en la vida
sobretodo el que sepa creer.

Del Anáhuac inculto y sangriento,
en arranque sublime de amor,
formó un pueblo, al calor de su aliento
que lo aclama con fe y con valor.
Su realeza proclame doquiera
este pueblo que en el Tepeyac,
tiene enhiesta su blanca bandera,
a sus padres la rica heredad.

Es vano que cruel enemigo
Nuestro Cristo pretenda humillar.
De este Rey llevarán el castigo
Los que intenten su nombre ultrajar.

 

He hallado la oveja que se me había perdido
Lucas 15, 1-10. Tiempo Ordinario. Cristo no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores...a nosotros. 

Oración introductoria
Dios mío, gracias por cuidar de mí. Porque no eres un Dios lejano, para quien mi vida no cuenta casi nada. Te pido que medite en estos momentos, lo mucho que me amas como Buen Pastor a su oveja.

Petición
Jesús, que en mi vida seas Tú lo primero y lo más importante.

Meditación del Papa Francisco
Algunos cristianos parecen ser devotos de la diosa lamentación. El mundo es el mundo, el mismo que hace cinco siglos atrás y es necesario dar testimonio fuerte, ir adelante pero también soportar las cosas que aún no se pueden cambiar. Con coraje y paciencia a salir de nosotros mismos, hacia la comunidad para invitarlos.

Sean por todas partes portadores de la palabra de vida, en nuestros barrios, dónde haya personas. Queridos hermanos, tenemos una oveja y nos faltan 99, salgamos a buscarlas, pidamos la gracia de salir a anunciar el evangelio. Porque es más fácil quedarse en casa con una sola oveja, peinarla, acariciarla, pero a todos nosotros el Señor nos quiere pastores y no peinadores.

Dios nos dio esta gracia gratuitamente, debemos darla gratuitamente. (Cf. S.S. Francisco, 17 de junio de 2013, homilía en Santa Marta).

Reflexión
La predicación del Señor atraía por su sencillez y por sus exigencias de entrega y amor. Los fariseos le tenían envidia porque la gente se iba tras Él. Esa actitud farisaica puede repetirse entre los cristianos: una dureza de juicio tal que no acepte que un pecador pueda convertirse y ser santo; o una ceguera de mente que impida reconocer el bien que hacen los demás y alegrarse de ello.

Prostitutas, enfermos, mendigos, maleantes, pecadores. Cristo no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores, y por eso, fue signo de contradicción. Llegó rompiendo esquemas, escandalizando, amando hasta el extremo. Jesús se rodeaba de los sedientos de Dios, de los que estaban perdidos y buscaban al Buen Pastor. Esto no significa que el Señor no estime la perseverancia de los justos, sino que aquí se destaca el gozo de Dios y de los bienaventurados ante el pecador que se convierte, que se había perdido y vuelve al hogar. Es una clara llamada al arrepentimiento ya . Otra caída... y ¡qué caída!... No te desesperes, no: humíllate y acude, por María, al Amor Misericordioso de Jesús. ¡Arriba ese corazón! A comenzar de nuevo.

Propósito. Repetiré la oración que me pide el Papa: Dios me conoce, se preocupa de mí. Para que este pensamiento me llene de alegría y penetre intensamente en mi interior.

Diálogo con Cristo. Gracias, Padre mío, por darme a tu Hijo Jesucristo como pastor y guía de mi vida. No quiero tener otro ideal que alcanzar la santidad para gozar plenamente de Ti por toda la eternidad. Confío en tu misericordia, y en el auxilio de la gracia de tu Espíritu Santo, para purificarme y renovarme en el amor.

Nuestra Madre, con su "sí", abrió el cielo en la tierra

Fecha: 05 de Noviembre de 2015

«Nuestra Madre, con su "sí", abrió el cielo en la tierra» es el título de la nueva carta semanal del arzobispo de Madrid, Mons. Carlos Osoro Sierra, quien habla de nuestra Madre la Virgen y, particularmente, de la Virgen de la Almudena. A continuación, publicamos el texto íntegro de la misma:

Hay una palabra que llena siempre el corazón de todos los hombres, esta es madre. A través de mi vida me he encontrado con muchas personas con ideas, planteamientos, creencias, culturas, geografías e historias personales muy diferentes, pero en todas pude ver el contenido profundo que tenía para sus vidas la palabra madre. Para nosotros los cristianos, esta palabra adquiere unas dimensiones nuevas desde el día en que Jesucristo Nuestro Señor, en el momento culminante en que da la vida por los hombres, dice al discípulo al que tanto quería, y en él a todos los hombres: «Ahí tienes a tu Madre». A María la dijo: «Mujer, ahí tienes a tu Hijo». Fue una conversación breve, pero llena de amor y pasión por los hombres. Necesitamos tener a quien, desde el momento de la Encarnación, dijo con todas sus fuerzas: «Me felicitarán todas las generaciones». La felicidad llega a esta tierra, no la van a dar los hombres, es Dios mismo quien la va a entregar.

¿Por qué nosotros seguimos diciendo que la felicitarán todas las generaciones? La felicitamos porque está unida a Dios, porque vive con Dios y en Dios, porque trae a Dios del cielo a la tierra. La felicitamos porque es precisamente a esta mujer única y excepcional a la que Dios eligió desde siempre para que le diese rostro humano. Él nos la entregó como Madre que acompaña y aconseja, que da la mano y hace de este edificio que es la Iglesia, formada también por Ella, un hogar, una casa de familia, donde su corazón latía durante nueve meses al unísono con el de Jesús. El deseo de Nuestro Señor, al entregárnosla como Madre, es que nuestro corazón dé los latidos que el de Ella daba junto a Jesús cuando estaba en su vientre: latidos de amor con las medidas del amor mismo de Dios, que no tiene medidas, tal y como el Señor nos lo muestra, precisamente en la Cruz, cuando da la vida por los hombres.

¡Qué belleza adquiere la vida de nuestra Madre a la luz de la despedida de Jesús de sus discípulos de este mundo! Baste recordar las palabras de Jesús: «Voy a prepararos una gran morada en la gran casa del Padre. Porque en la casa de mi Padre hay muchas moradas» (Jn 14, 2). Él ha venido para prepararnos la morada del cielo, pero quiso pasar como uno de tantos por esta tierra. Es necesario recordar también las palabras de María en el momento en que Dios le pide que preste su vida para hacerse presente en esta tierra y Ella dice con todas las consecuencias: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Con esta afirmación de confianza y entrega preparó aquí, en la tierra, la morada de Dios. Con esta decisión hemos podido ver a Dios hecho Hombre. El cuerpo y el alma de María se transformaron en morada de Dios y así Ella abrió la tierra al cielo. Con esta disponibilidad, con este «sí», comienza una nueva era de la historia.

María nos invita permanentemente a hacer el cielo en la tierra, a ser morada de Dios para los hombres; a hacer de nuestras vidas hogar donde la experiencia de empaparnos del amor de Dios sea transparente, familia que engendra vida definida por la entrega, el servicio, el perdón, el poner por delante al otro, o el servir al que más lo necesita. En las vísperas de una de sus múltiples fiestas y advocaciones, como es Santa María la Real de la Almudena, vamos a felicitar a María; digamos feliz y bienaventurada a quien quiso estar siempre junto a nosotros, «oculta en los muros de este querido Madrid», para acompañarnos y decirnos que es nuestra Madre. La felicitamos porque Ella nos recuerda y nos aconseja siempre que confiemos, que escuchemos y pongamos por obra lo que nos pida su Hijo. Por eso, ya desde el primer momento de la vida pública de Jesús, en las bodas de Caná, nos invita a que siempre y en todos los lugares resuenen estas palabras: «Haced lo que Él os diga».

Acerquémonos a María para comprender a Dios. Hay unas palabras en el Evangelio que nos invitan a hacer esta cercanía: «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19). Es la Virgen quien, en el silencio, puede escuchar todo y con más facilidad percibir lo que Dios quiere de Ella. María silenciosa, oculta, pero abierta con todos los sentidos y en escucha constante a la Palabra de Dios. Ella vive de y en la Palabra de Dios. Conserva en su corazón todas las palabras que vienen de Dios y las une, haciendo un mosaico maravilloso, que le llevan a entender todo lo que sucede en la tierra desde la luz y la escucha de lo que llega del cielo.

¡Qué bien escuchó María al ángel! ¡Qué impresión más grande cuando en su saludo el ángel la dijo: «No temas, María»! Había motivos suficientes para temer, pues tenía que tomar la decisión de llevar el peso del mundo sobre sí, ser la Madre de Dios, del Redentor, del Hijo de Dios, del Rey del universo. Pero aquellas palabras –«No temas»– penetraron hasta el fondo de su corazón porque sabía de quién se fiaba y quién le pedía confianza. Por eso dijo: «aquí estoy», «aquí me tienes», «haz en mí casa lo que deseas». María queda transformada, pues Dios envió a su Hijo, nacido de mujer; es aquí donde se concentra la verdad fundamental sobre Jesús como Persona divina que asumió plenamente nuestra naturaleza humana.

Acerquémonos a María, sintamos el gozo inmenso de la mujer que hace silencio, que oye, que escucha a quien siempre nos habla y nos dice lo mejor para nosotros; a la mujer que en las bodas de Caná, cuando aquella familia y los encargados de preparar la fiesta estaban apurados, se acerca y comparte su experiencia para salir de todo apuro: «Haced lo que Él os diga». Es una llamada a la escucha. Solamente Dios toma rostro en nuestra vida cuando lo escuchamos. Un «sí» para abrir las puertas del cielo a la tierra.

A través de mi vida he conocido y cultivado muchas advocaciones de la Virgen, que me hicieron arraigarme a la tierra en la que vivía y, al mismo tiempo, descubrir aspectos nuevos de nuestra Madre: Bien Aparecida, Santa María Madre, Virgen de los Milagros, Virgen de Covadonga –Santina–, Virgen de los Desamparados y Santa María la Real de la Almudena. A través de estas advocaciones aprendí siempre algo nuevo de nuestra Madre la Virgen. Hoy, el Señor ha querido que la invoque y llame Santa María la Real de la Almudena. Ella, que permaneció mucho tiempo oculta en los muros, nunca quiere imponerse; la Almudena es la que no se impone, la que no tiene pretensiones, la que quiere estar cerca de nosotros los hombres, la que se hace presente con la sencillez, nobleza y cortesía que simplemente nos ofrece a Jesús, el Rey del universo. Aquí reside su realeza, ofrece lo más noble para ser humano, con el humanismo verdadero. Y este no es otro que Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

María, con su «sí», da el «sí» de todos los hombres. Su «sí» es la puerta por la que Dios pudo entrar al mundo. Y con tu «sí» a

Ella, das la belleza más grande a esta tierra, pues te enseña a «hacer lo que Él te diga». En la Escuela de María: 1. Conoce el rostro de Dios por la maestra que primero lo conoció; 2. Contempla ese rostro con detención y profundidad, y 3. Presta la vida para mostrar a través de ella ese rostro. Con gran afecto, os bendice:+ Carlos, arzobispo de Madrid

El Papa en Sta. Marta: 'La exclusión está en la raíz de todas las guerras'

Fecha: 05 de Noviembre de 2015

En la Carta a los Romanos, san Pablo exhorta a no juzgar y a no despreciar al hermano, porque esto lleva a excluirlo de “nuestro grupito” y ser “selectivos y esto no es cristiano”. Así lo ha explicado el santo padre Francisco en la homilía de Santa Marta este jueves por la mañana.

Además, ha recordado que Cristo “con su sacrificio en el calvario” une e incluye a “todos los hombres en la salvación”. En el Evangelio, ha recordado el Santo Padre, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores, “es decir, los excluidos, todos los que estaban fuera” y mientras, “los fariseos y los escribas murmuraban”.

De este modo, el Pontífice ha indicado que “la actitud de los escribas y de los fariseos es la misma, excluye" porque decían: ‘Nosotros somos perfectos, nosotros seguimos la ley. Estos son pecadores, son publicanos’. En cambio la actitud de Jesús es incluir. A propósito, ha asegurado que hay dos caminos en la vida: el camino de la exclusión de las personas de nuestra comunidad y el camino de la inclusión.

De este modo ha advertido que el primero de estos caminos es la raíz de todas las guerras: todas las guerras, comienzan con una exclusión. “Se excluye de la comunidad internacional pero también de las familias, entre amigos, cuántas peleas… Y el camino que nos hace ver Jesús y nos enseña Jesús es otro, es el contrario: incluir”, ha subrayado el Papa.

Por otro lado, el Santo Padre ha reconocido que “no es fácil incluir a la gente porque hay resistencia, hay esa actitud selectiva”. Por eso, ha observado, Jesús contaba dos parábolas: la oveja perdida y la mujer que pierde una moneda. Tanto el pastor como la mujer hacen de todo para encontrar lo que han perdido. Y cuando lo encuentran se llenan de alegría.

Francisco lo ha explicado así: “se llenan de alegría porque han encontrado lo que estaba perdido y van donde los vecinos, donde los amigos, porque están felices: ‘he encontrado, he incluido’. Este es el incluir de Dios, contra la exclusión del que juzga, que echa a la gente: ‘no, esto no, esto no, esto no…’, y se hace un pequeño círculo de amigos que es su ambiente. Es la dialéctica entre la exclusión y la inclusión”. Asimismo, el Santo Padre ha exclamado que “¡Dios nos ha incluido a todos en la salvación, a todos!”

Y este es el inicio. “Nosotros con nuestras debilidades, con nuestros pecados, con nuestras envidias, celos, siempre tenemos esta actitud de excluir que --como he dicho-- puede terminar en las guerras”, ha recordado.
Además, ha subrayado que Jesús hace como el Padre que lo ha enviado para salvarnos, “nos busca para incluirnos”, “para ser una familia”.

Finalmente, Francisco ha invitado a “pensar un poco” y al menos “no juzgar nunca”, y decir: “Dios sabe: es su vida, pero yo no lo excluyo de mi corazón, de mi oración, de mi saludo, de mi sonrisa, y si tengo ocasión de decirle una palabra bonita. Nunca excluir, ‘no tenemos el derecho’”.

Y a este punto ha recordado cómo termina la lectura de Pablo: “Todos vamos a comparecer ante el tribunal de Dios. En resumen, cada uno de nosotros tendrá que dar cuenta de sí mismo a Dios”.

Por eso, el Santo Padre ha invitado a pedir la gracia de ser hombres y mujeres que incluyan siempre, en la medida de la sana prudencia, pero siempre. “No cerrar las puertas a ninguno, siempre con el corazón abierto: ‘me gusta, no me gusta”, pero el corazón está abierto”, ha concluido.

¿Y después de la muerte, qué? Reflexiones dolor y la muerte
Con lo que yo hago ahora, decido lo que va a ser mi existencia en la eternidad. Decido mi infierno o mi cielo.

Pasamos ya la conmemoración de los Fieles Difuntos, rezamos por ellos, por nosotros, pero nos queda siempre presente la misma pregunta:

¿Y después de la muerte, qué?
Las respuestas pueden ser muchas. Si las intentamos reducir a lo esencial, nos encontramos con tres respuestas fundamentales.

La primera: después de la muerte no hay nada. Tú, yo, todos, nos vamos a desintegrar, desaparecemos. Nuestras partículas, olvidadas de lo que fueron, irán a parar a mil lugares distintos. Algunos serán recordados, pero la fama de los grandes hombres no les permite disfrutar un minuto de alegría después de atravesar la frontera del “no retorno”. Tampoco habrá justicia: el criminal, el ladrón, el traidor, se habrán ido, quizá sin haber sido castigados por la justicia humana. Una vez muertos, nadie podrá pedirles cuentas de sus fechorías...

La segunda: después de la muerte empieza una nueva vida terrena, o incluso sigue una serie de vidas (dos, tres, cinco, ¿mil?). Es decir, quizá nos reencarnemos. Nuestra alma volará y tomará otro cuerpo, tendrá una nueva existencia. Quizá seremos una mariposa, o un cangrejo, o un perro que persigue conejos en praderas interminables. Se inicia así una “segunda oportunidad”. Y esto nos llena de un cierto alivio: si lo hicimos todo mal en la vida anterior, quizá en la nueva podremos portarnos bien y merecer, en la siguiente reencarnación, un cuerpo un poco mejor del que nos haya tocado ahora.

La teoría de la reencarnación presenta muchas variantes según la respuesta que se dé a estas preguntas. ¿Cada uno escoge su nuevo tipo de vida? ¿Cuántas veces uno se puede reencarnar? ¿Y después? ¿Hay algún Dios que juzga y que decide el cuerpo que nos va a tocar? Lo extraño es que ninguno (al menos, de los que yo conozco) recuerda que tuvo una vida anterior a la que ahora tiene. Ni hemos visto a un perro o a un gato contarnos lo que hicieron cuando estaban al lado de Napoleón en la batalla de Waterloo... Pero la idea de una segunda oportunidad nos tienta de un modo extraño, y, tal vez, nos hace valorar poco la existencia que ahora tenemos. Y eso puede ser muy peligroso.

La tercera respuesta: después de la muerte, hay un juicio, y unos van al cielo y otros van al infierno. Sin más: no existe una “segunda oportunidad” en una eventual futura reencarnación... Cristianos, musulmanes y bastantes autores del judaísmo aceptan esta respuesta, si bien difieren en lo que sea el cielo o el infierno, o en el modo en el cual procederá el juicio.

Desde este último punto de vista, la vida actual, esta única vida antes del juicio, adquiere un valor enorme. Lo que yo hago ahora no se perderá en el universo (como se piensa en la primera respuesta), ni tendré una nueva ocasión de actuar mejor gracias a una reencarnación (segunda respuesta). Ahora determino y decido lo que va a ser, eternamente, mi existencia en la otra vida. Decido mi cielo o mi infierno.

Delante de la frontera de la muerte, la ciencia se detiene. Nos dice cuándo uno ya dejó de vivir la existencia que tuvo entre nosotros. Nos explica la descomposición del cuerpo, la destrucción total del cerebro, pero no lo que pasa al espíritu. Lo que hay al otro lado escapa al microscopio más perfecto. El mundo del espíritu es invisible, y la ciencia, menos mal, no puede tocarlo. Lo triste es vivir con un corazón eterno como si fuésemos un pedazo de materia orgánica obtenida por la casualidad evolutiva, sin esperanza ni amor.

Nos entusiasma poder amar y vivir en esta tierra. Nos llena de alegría acariciar a un niño o contemplar una estrella. Nos conmueve la ternura de un anciano y la mirada serena y tranquila de algunos “locos” que nos penetran con sus ojos entre compasivos y alegres. Pero, lo creemos de verdad, no somos capaces de intuir lo que nos espera más allá de la muerte.

Esta vida vale tanto que Dios quiso vivirla con nosotros. Cristo, el Hijo de Dios, dejó abierto el camino hacia el cielo. Nos reveló que hay un juicio, que el amor es todo, que el peligro del infierno acecha tras la muerte. Vale mucho nuestra vida, valen mucho nuestros actos. Pero no estamos solos. Desde una Cruz Jesús, el Resucitado, nos acompaña en nuestros dolores y fatigas. Y nos espera, para siempre, en la casa del Padre.

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