“He aquí que viene a ti tu rey.”
- 20 Marzo 2016
- 20 Marzo 2016
- 20 Marzo 2016
Jueves Santo Textos: Ex 12, 1-8. 11-14; 1 Co 11, 23-26; Jn 13, 1-15
Idea principal: Gracias, Señor, por los tres dones que hoy nos das: la Eucaristía, el Sacerdocio y el Mandamiento de la caridad.
Síntesis del mensaje: Aunque la celebración principal de estos días, y por tanto de todo el año, es la Eucaristía de la Vigilia Pascual, la de hoy es también entrañable para el pueblo cristiano: recuerda la institución de la Eucaristía, sublime sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo para nuestra salvación y alimento en el camino; el mandamiento del amor fraterno –con el gesto simbólico del lavatorio de los pies- para que tengamos el “tatuaje” de discípulos de Cristo impreso en los ojos, en la boca, en las manos y en el corazón; y finalmente, la institución del ministerio sacerdotal, donde hombres de carne y hueso son investidos y revestidos con la dignidad de Cristo sacerdote, pastor y cabeza.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, gracias, Señor, por el don de la Eucaristía. En este sacramento Cristo se hace presente bajo las especies del pan y vino, que en el momento de las palabras de la consagración se convierten en el Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad de Cristo glorioso y resucitado –¡misterio de fe!-. En este sacramento se actualiza el sacrificio de Cristo en la cruz, y quedamos una vez vivificados, purificados, realizándose en nuestra alma una auténtica “diálisis espiritual” donde las escorias del pecado son disueltas, expiadas y destruidas al contacto con la sangre de Cristo.Este sacramento se convierte en Banquete sacrifical, donde comulgamos a Cristo, entramos en común unión con Él y nos hace partícipes de su vida divina y resucitada. En cada Eucaristía, nos incorporamos primero a Cristo, aumentando la gracia y el perdón de los pecados veniales; segundo, nos unimos a la Iglesia, pues la Eucaristía simboliza la unidad de la Iglesia, como nos dice san Agustín; y tercero, recibimos en prenda la gloria futura, es decir, la Eucaristía es banquete del Reino celestial, instaurado por Cristo y que se consumará de forma definitiva en el cielo. Dicho en otras palabras, la comunión es el germen y remedio de inmortalidad y de nuestra resurrección y anticipación de la vida eterna, como diría san Ignacio de Antioquía.
En segundo lugar, gracias, Señor, por el don del Sacerdocio. ¿Quién es el sacerdote? Primero, es un hombre elegido; por ser hombre, estará sujeto a flaquezas y miserias del humano linaje, para que conociéndolas, incluso por experiencia, sea capaz de condolerse con los hombres y orientarlos hacia Dios con mayor eficacia. Si el sacerdote en vez de ser hombre fuera un ángel, un espíritu puro, independiente de la materia, difícilmente sería capaz de calibrar las limitaciones de los hombres, y por lo mismo, difícilmente podría condolerse y comprender a los demás. Segundo, es un consagrado, ungido para el cargo que va a ocupar. Consagrado, es decir, apartado de las cosas profanas, para que en adelante pueda dedicarse al servicio exclusivo de Dios y de sus hermanos, los hombres. Unido, por una parte, al Dios que lo ha “tomado” o elegido , deberá asimismo estar en comunión con los hombres a favor de los cuales ha sido ungido. Por eso, todo sacerdote tiene algo de “pontífice”, palabra que en su sentido original significa “hacedor de puentes”. En su persona deberán unirse dos riberas, distantes entre sí, la ribera de Dios y la ribera de los hombres. El sacerdote es así un mediador. Y tercero, para ofrecer un sacrificio, que es el acto por excelencia de la virtud de religión. Así lo dice el texto de la carta a los Hebreos. El sacrificio es un acto externo y social por el cual el sacerdote ofrece a Dios, en nombre de la inmensa familia humana, una víctima inmolada, para simbolizar así su reconocimiento del supremo dominio de Dios, su deseo de reparar las ofensas cometidas contra su majestad, de darle gracias por sus beneficios y solicitarle las gracias que los hombres necesitan.
Finalmente, gracias, Señor, por el don del Mandamiento de la caridad. La caridad será la señal por la que reconocerán al cristiano. Nuestro trato con el Señor se manifiesta inmediatamente en el trato con los demás. Por eso la caridad se alimenta principalmente en el trato personal con Jesucristo. No serviremos ni lavaremos los pies de nuestros hermanos si primero no nos hemos encontrado íntimamente con Cristo siervo humilde que tomó la palangana y la toalla y se arrodilló para lavar los pies de sus apóstoles.
La caridad pide además exigencias prácticas, además de sentir compasión interior, como podemos ver en la parábola del buen samaritano (Lc 10, 33-35): vendar las heridas, derramar en ellas aceite y vino, poner a disposición la propia cabalgadura y montar al hermano necesitado, conducirle al mesón, pagar al mesonero. ¡Cuántos gestos de caridad! La caridad se demuestra en obras.
Dios nos pone al prójimo con sus necesidades en el camino y en las periferias de la vida, y la caridad hace lo que el momento y la hora exigen. No siempre son actos heroicos o difíciles; muchas veces son cosas sencillas de la vida ordinaria y con los más cercanos o enfermos, preocupándonos por su salud, por su descanso, por su alegría.
En este año de la misericordia no olvidemos las obras de misericordia, modo práctico de vivir la caridad.
Para reflexionar: ¿Cómo estoy viviendo el sacramento de la Eucaristía o santa misa? ¿Soy amigo de Cristo Eucaristía y le hago alguna visita al día con calma y con cariño? ¿Cómo trato a los sacerdotes: con veneración, respeto? ¿Colaboro con ellos en la parroquia y en los diversos grupos y movimientos? ¿Soy buen samaritano con mis hermanos más necesitados? ¿Tengo las manos dispuestas siempre para lavar los pies de mis hermanos?
Para rezar: Señor, adoro tu Eucaristía. Señor, venero y rezo por la fidelidad y fervor de los sacerdotes. Señor, ensancha mi corazón para que ame a mis hermanos como Tú los amas.
El llamado de Dios
Si queremos realizarnos en nuestra vida, si queremos darle pleno sentido a nuestro ser y a nuestro existir, debemos vivir intensamente y en plenitud la vocación a la que hemos sido llamados.
Para el cristiano que se ha iniciado en el crecimiento de la vida espiritual de un camino de santidad le queda muy clara la siguiente expresión: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad”.
Pero esta salvación de Dios y este conocimiento de la verdad tienen un fin, un motor muy importante: el deseo de Dios de que el hombre alcance la plena felicidad en esta vida y en la futura y para lograr este fin es necesario que el hombre descubra su camino, su lugar en este mundo.
Dice el apóstol San Pablo que “el tiempo apremia y que la vida es corta”, por eso tenemos que aprovechar todo, absolutamente todo lo que Dios nos ofrece para crecer en ese conocimiento y sobre todo para crecer en este Amor de Dios.
Recordemos que la vida es el tiempo que Dios nos concede para entrar en esa vivencia del Amor, para que podamos vivir en Él, que es nuestra felicidad. La felicidad es don, pero también es tarea. Es don, porque Dios nos la ofrece, nos la concede; es tarea porque cada uno de nosotros tenemos que luchar por conservarla y acrecentarla, depende también de nuestro esfuerzo y nuestro trabajo el que la felicidad sea plena. La felicidad es única para todos, porque es Dios mismo.
Si queremos realizarnos en nuestra vida, si queremos darle pleno sentido a nuestro ser y a nuestro existir, debemos vivir intensamente y en plenitud la vocación a la que hemos sido llamados. Hemos de mostrar al mundo que lo que hemos recibido de parte de nuestro buen Dios es algo muy especial. Yo te puedo decir que el llamado de Dios en verdad sacude el corazón, Jesús me abrió sus brazos y me invitó a seguirle.
Me ha ofrecido de comer y de beber, bebida y alimento que no he encontrado en ningún otro lugar, ni con nadie, es una persona íntegra de la que no se cuándo terminaré de aprender, pero su cercanía me da confianza, sus palabras son sencillas pero profundas, mi memoria a veces me traiciona, son demasiadas cosas que he experimentado a lo largo de 29 años, lo que sí se, es que amo a Jesús como a nadie he amado.
Mi experiencia de Dios es la de un Padre que me ama tiernamente y que por su gran misericordia me ha hecho participar de la vida de Jesús en la vida consagrada como “Oblata de Jesús Sacerdote”.
Cada día renuevo mi consagración y trato de participar con María en los sentimientos sacerdotales del Corazón de Cristo y me llena de alegría el poder ayudar espiritual y materialmente a los sacerdotes y a quienes se preparan a continuar la obra de Jesús, Salvador de los hombres.
Este tiempo que vivo actualmente es un momento de gracia especial por encontrarme en mi tierra natal y que el Señor lo había pensando y preparado para mí desde toda la eternidad.
Aquí en el Seminario todo me habla de Dios, me deja entrever esa “Mirada del Padre” que está sobre mí y cuida hasta el más mínimo detalle.
Le doy gracias a Dios por todo y pido sinceramente por nuestro Seminario. En PAX
Todos y todas los que hemos sido llamados no nos cansemos en hacer partícipes a los demás de la gran alegría que experimenta el que lo ha dado todo por seguir a Jesús, el Buen Pastor, Dador de todo bien. Que Dios nos bendiga a todos y nos conceda abundantes vocaciones para nuestro Seminario de Yucatán.— Nuestra Señora del Rosario ruega por nosotros y por nuestro Seminario.
La Eucaristía es el sacramento del amor
Dios en el hombre, el hombre en Dios, gracias a la Eucaristía.
Por: Juan Pablo II
¡Queridas hermanas!
La Eucaristía es el principio de una nueva humanidad y del mundo renovado, cuya plena manifestación tendrá lugar al final de la historia. Sin embargo, ya desde ahora, crece como semilla y levadura del Reino de Dios.
Carácter distintivo de la nueva humanidad redimida por Cristo es la plenitud del amor fraterno. En realidad, la Eucaristía es el Sacramento del amor por excelencia, entendido como don de sí. Sin el alimento espiritual que proviene del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, el amor humano queda siempre contaminado por el egoísmo. La comunión con el Pan del cielo, por el contrario, convierte los corazones e infunde en ellos la capacidad de amar como nos ha amado Jesús.
«Comunión»: esta palabra con la que con frecuencia nos referimos a la Eucaristía es, en este sentido, sumamente significativa. Quien recibe con fe el Cuerpo de Cristo se une íntimamente a Él, y en Él, a Dios Padre, en el amor del Espíritu Santo. Dios en el hombre, el hombre en Dios. Y esto se convierte en el auténtico fundamento de la comunión en la Iglesia. Como escribe el apóstol Pablo a los Corintios: «Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Cor 10,17).
Jesús, Pan de vida eterna, ha bajado del cielo gracias a la fe de María Santísima. Después de haberle llevado en su seno con inefable amor, siguió fielmente al Verbo encarnado hasta la cruz y la resurrección.
Pidamos a María que nos ayude a redescubrir el carácter central de la Eucaristía, especialmente en el día del Señor, para vivir en plenitud la comunión fraterna. Pidámosle a ella, además, que nos conduzca hacia la unidad.
Texto completo de la quinta predicación de cuaresma del padre Raniero Cantalamessa
El camino hacia la unidad de los cristianos Reflexión sobre la “Unitatis Redintegratio”
18 MARZO 2016
CTV
Raniero Cantalamessa, ofmcap
Quinta Predicación de Cuaresma
EL CAMINO HACIA LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS
Reflexión sobre la “Unitatis Redintegratio”
El camino ecuménico después del Vaticano II
La moderna ciencia hermenéutica ha vuelto familiar el principio de Gadamer de la “historia de los efectos” (Wirkungsgeschichte). Según este método, para entender un texto es necesario tener en cuenta los efectos que este ha producido en la historia, pasando a formar parte de la historia y dialogando con ella [1] .
Este principio resulta de gran utilidad aplicado a la interpretación de la Escritura. Nos dice que no se puede entender completamente el Antiguo Testamento, si no es a la luz del cumplimiento del Nuevo y no se puede entender el Nuevo Testamento si no es a la luz de los frutos que ha producido en la vida de la Iglesia. No basta por tanto el habitual estudio histórico-filológico de las “fuentes”, es decir de las influencias sufridas por un texto; es necesario tener en cuenta también las influencias ejercidas por este mismo. Es la regla que Jesús había formulado mucho tiempo antes, diciendo que cada árbol se conoce por sus frutos (cf. Lc 6, 44).
En la debida proporción, este principio –lo hemos visto en las meditaciones precedentes– se aplica también a los textos del Vaticano II. Hoy quisiera mostrar cómo esto se aplica en particular al decreto del ecumenismo, Unitatis redintegratio, que es el tema de esta meditación. Cincuenta años de camino y de progresos en el ecumenismo demuestran la virtualidad encerrada en ese texto. Después de haber recordado las razones profundas que inducen a los cristianos a buscar la unidad entre ellos, y después de tomar nota del difundirse entre los creyentes de las distintas Iglesias de una nueva actitud al respecto, los Padres conciliares así expresan el intento del documento:
“Considerando, pues, este Sacrosanto Concilio con grato ánimo todos estos problemas, una vez expuesta la doctrina sobre la Iglesia, impulsado por el deseo de restablecer la unidad entre todos los discípulos de Cristo, quiere proponer a todos los católicos los medios, los caminos y las formas por las que puedan responder a este divina vocación y gracia” [2] . Las relaciones, o los frutos, de este documento han sido de dos formas. En el plano doctrinal e institucional, ha sido constituido el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos; iniciaron otros diálogos bilaterales con casi todas las confesiones cristianas, con el fin de promover un mejor conocimiento recíproco, un debate de las posiciones y la superación de prejuicios”.
Las realizaciones y los frutos de este documento han sido de dos especies. En el plano doctrinal y institucional ha sido creado el Pontificio consejo para la unidad de los cristianos y se han iniciados diálogos bilaterales para con la mayoría de las iglesias cristianas afín de promover un mejor conocimiento recíproco y superar los prejuicios.
Junto a este ecumenismo oficial y doctrinal, se ha desarrollado desde el principio un ecumenismo del encuentro y de la reconciliación de los corazones. En este ámbito destacan algunos encuentros célebres que han marcado el camino del ecumenismo en estos 50 años: el de Pablo VI con el Patriarca Atenágoras, los innumerables encuentros de Juan Pablo II y de Benedicto XVI con los jefes de distintas iglesias cristianas, del papa Francisco con el patriarca Bartolomé en el 2004, y, por último, con el Patriarca de Moscú Kirill en Cuba que ha abierto un horizonte nuevo en el camino ecuménico.
A este mismo ecumenismo espiritual, pertenecen también las muchas iniciativas en las cuales los creyentes de distintas Iglesias se encuentran para rezar y proclamar juntos el Evangelio, sin intenciones de proselitismo y en plena fidelidad cada uno a su propia Iglesia. He tenido la gracia de participar en muchos de estos encuentros. Uno de ellos permanece particularmente vivo en mi memoria porque fue como una profecía visual de resultado al qué debería llevarnos al movimiento ecuménico.
En 2009 se celebró en Estocolmo una gran manifestación de denominada “Jesus manifestation”, “Una manifestación por Jesús”. En el último día, los creyentes de las distintas Iglesias, cada uno por una calle diferente, caminaban en procesión hacia el centro de la ciudad. También el pequeño grupo de católicos, con el obispo local a la cabeza, íbamos por nuestro camino rezando. Al llegar al centro, las filas se rompían y era una única multitud la que proclamaba el señorío de Cristo frente a una multitud de 18 mil jóvenes y de transeúntes atónitos. La que pretendía ser una manifestación “por” Jesús, se convirtió en una poderosa manifestación “de” Jesús. Su presencia se podía casi tocar con la mano en un país que no está acostumbrado a manifestaciones religiosas de este tipo.
También estos desarrollos del documento sobre ecumenismo son un fruto del Espíritu Santo, un signo del invocado nuevo Pentecostés. ¿Cómo hizo el Resucitado para convencer a los apóstoles a abrirse a los gentiles y a recibirles también a ellos en la comunidad cristiana? Condujo a Pedro en la casa del centurión Cornelio, le hizo asistir a la venida del Espíritu sobre los presentes, con las mismas manifestaciones que los apóstoles habían experimentado en Pentecostés: hablar en lenguas, glorificar a Dios en voz alta. A Pedro no le quedó otra opción que llegar a la conclusión: “Si Dios les dio a ellos la misma gracia que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿cómo podía yo oponerme a Dios?” (Hch 11, 17).
El Señor resucitado está haciendo lo mismo hoy. Envía su Espíritu y sus carismas sobre los creyentes de las distintas Iglesias, también de las que creíamos más distantes de nosotros, a menudo con idénticas manifestaciones visibles. ¿Cómo no ver en eso un signo que nos empuja a aceptarnos y reconocernos recíprocamente como hermanos, aunque aún en el camino hacia una unidad más plena en el plano visible?
Fue en todo caso lo que me ha convertido a mi a tener amor a la unidad de los cristianos, acostumbrado por mis estudios preconciliares a ver a los ortodoxos y protestantes solo como “adversarios” para confutar en nuestras tesis de teología.
A un año del V Centenario de la reforma protestante (1517)
En la Cuaresma del año pasado, traté de mostrar los resultados a los que ha llegado, a nivel teológico, el diálogo ecuménico con el oriente ortodoxo. Al libro que recoge tales meditaciones di el título “Dos pulmones, una única respiración” el cual dice por sí solo a lo que tendemos y que en gran parte ya se ha realizado[3] .
En esta ocasión quisiera dirigir la atención a las relaciones con el otro gran interlocutor del diálogo ecuménico que es el mundo protestante, sin entrar en cuestiones históricas y doctrinales, pero para mostrar cómo todo nos empuja a ir adelante en el esfuerzo de recomponer la unidad del occidente cristiano.
Una circunstancia hace este esfuerzo particularmente actual. El mundo cristiano nos prepara a celebrar el quinto centenario de la Reforma en el 2017. Es vital para el futuro de la Iglesia no perder esta ocasión, permaneciendo prisioneros del pasado, o limitándose a usar un tono más conciliador en el establecimiento de los aciertos y errores en ambos lados. Es el momento de hacer, creo, un salto de calidad, como cuando una barca llega a la compuerta de un río o de un canal que le permite proseguir la navegación a un nivel superior.
La situación ha cambiado profundamente en estos quinientos años, pero como siempre, es difícil tomar pronto conciencia de lo que es nuevo. Las cuestiones que provocaron la separación entre la Iglesia de Roma y la Reforma en el siglo XVI fueron sobre todo las indulgencias y la forma en la que sucede la justificación del pecador.
Pero ¿podemos decir que estos son problemas con los cuales se mantiene o cae la fe del hombre de hoy? En una conferencia celebrada en el Centro “Pro unione” de Roma, el cardenal Walter Kasper explicaba que mientras para Lutero el problema existencial número uno era cómo superar el sentido de la culpa y obtener un Dios benévolo, hoy el problema es más bien el contrario: como dar de nuevo al hombre de hoy el verdadero sentido del pecado que se ha perdido del todo.
Creo que todas las discusiones seculares entre católicos y protestantes acerca de la fe y las obras han terminado por hacer perder de vista el punto principal del mensaje paulino. Lo que el apóstol quiere afirmar, sobre todo en Romanos 3, no es que somos justificados por la fe, sino que somos justificados por la fe en Cristo; no es tanto que somos justificados por la gracia, sino que somos justificados por la gracia de Cristo. La persona de Cristo es el corazón del mensaje, incluso antes de la gracia y la fe.
Después de haber presentado a la humanidad en su estado universal de pecado y de perdición en los dos capítulos anteriores de la Carta, el apóstol tiene el increíble valor de proclamar que esta situación ha cambiado radicalmente, “en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús”, “por la obediencia de uno solo”(Rm 3, 24; 5, 19).
La afirmación de que esta salvación se recibe por fe, y no por obras, está presente en el texto y era lo más urgente donde arrojar luz en los tiempos de Lutero, cuando era claro, al menos en Europa, que se trataba de la fe en Cristo y de la gracia de Cristo. Pero esa viene en segundo lugar, no en el primero. Cometimos el error de reducir a un problema de escuelas, a lo interior del cristianismo, lo que era para el apóstol una afirmación mucho más amplia y universal. Hoy estamos llamados a redescubrir y proclamar juntos el fondo del mensaje paulino.
En la descripción de las batallas medievales siempre hay un momento en el que, superados los arqueros, caballería y todo lo demás, la lucha se concentraba alrededor del rey. Allí se decidía el éxito final de la batalla. También para nosotros la batalla de hoy está alrededor del rey… La persona de Jesucristo es el verdadero juego. Tenemos que volver, desde el punto de vista de la evangelización, al tiempo de los apóstoles. Hay una similitud entre nuestro tiempo y el de ellos. Ellos estaban frente a un mundo pre-cristiano; en Occidente, nosotros tenemos delante un mundo en gran parte post-cristiano.
Cuando el apóstol Pablo quiere resumir en una frase la esencia del mensaje cristiano no dice: “Anunciamos esta o esa doctrina”; dice: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Cor 1, 23), y otra vez: “Nosotros predicamos a Cristo Jesús el Señor” (2 Cor 4, 5). Esto es el verdadero “articulus stantis cadentis et Ecclesiae”, el artículo por el cual la Iglesia se mantiene o cae.
Esto no significa ignorar todo lo que la Reforma protestante produjo de nuevo y válido, tanto en la teología y como en la de la espiritualidad, especialmente con la reafirmación de la primacía de la Palabra de Dios. Significa más bien permitir que toda la Iglesia se beneficie de sus logros positivos, una vez liberados de ciertos excesos y refuerzos debidos a la atmósfera recalentada del momento, a la interferencia de la política y a las controversias posteriores.
Un paso importante en este sentido fue la “Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación”, firmada el 31 de de octubre de 1999, entre la Iglesia católica y la Federación Mundial de Iglesias Luteranas” [4] . En su conclusión, que dice:
“La comprensión de la doctrina de la justificación expuesta en esta Declaración muestra la existencia de un consenso entre luteranos y católicos sobre los puntos fundamentales de la doctrina de la justificación. A la luz de este acuerdo son aceptables las diferencias que existen con respecto al lenguaje, los desarrollos teológicos, y los énfasis particulares que ha tomado la comprensión de la justificación. […] Por esta razón, la elaboración luterana y la católica de la fe en la justificación , en sus diferencias, están abiertas la una a la otra de tal forma que no invalida de nuevo el consenso alcanzado sobre verdades fundamentales” [5] .
Yo estaba presente cuando el acuerdo fue proclamado en San Pedro durante unas vísperas solemnes presididas por el Papa Juan Pablo II y el arzobispo de Uppsala, Bertil Werkström. Me impresionó una observación que el Papa hizo en la homilía. Expresaba, si no recuerdo mal, este pensamiento: ha llegado el momento de dejar de hacer de esta doctrina de la justificación por la fe un tema de lucha y disputas entre los teólogos, y tratar, en cambio, de ayudar a todos los bautizados a hacer, de esta verdad, una la experiencia personal y libertadora. Desde ese día, no he parado, cada vez que he tenido la oportunidad en mi predicación, de exhortar a los hermanos a tener esta experiencia.
La justificación mediante la fe en Cristo debería ser predicada por toda la Iglesia y con mayor vigor que nunca. Ya no, sin embargo, en contraposición a las “buenas obras”, que es un asunto superado y resuelto, sino en oposición, en todo caso, a la pretensión del mundo secularizado de poder salvarse solo, con su ciencia, la tecnología o las técnicas espirituales de su invención. Estoy convencido de que si estuvieran vivos hoy en día, esta sería la forma en la que Lutero, Calvino y otros reformadores ¡predicarían la justificación gratuita mediante por la fe!
“Las sociedades modernas – leemos en un libro que ha hecho historia – son construidas sobre la ciencia. Le deben su riqueza, su poder y la certeza de que una riquezas y poderes aún mayores serán accesibles al hombre el día de mañana si él quiere […]. Provistos de todo el poder, con todas las riquezas que la ciencia les ofrece, nuestras sociedades todavía tratan de vivir y enseñar sistemas de valores, ya socavados en la base por esta misma ciencia” [6] .
Los “sistemas de valores obsoletos” son, por supuesto, para el autor, los sistemas religiosos. Jean-Paul Sartre llega a la misma conclusión desde un punto de vista filosófico. Él hace decir a uno de sus personajes: “Yo mismo hoy me acuso y solo yo me puedo absolver también, yo el hombre. Si Dios existe, el hombre no es nada”[7] .
Es a este tipo de desafíos lanzados por el cientificismo ateo y el secularismo que deben responder los cristianos de hoy en día con la doctrina de que “el hombre no es justificado por las obras de la Ley, sino por la fe en Jesucristo” (cf. Gal 2, 16).
Más allá de las fórmulas
Estoy convencido de que en el diálogo ecuménico con las Iglesias protestantes pesa mucho el rol de frenado de las fórmulas. Me explico. Las formulaciones doctrinales y dogmáticas, que en sus inicios fueron el resultado de procesos vitales y reflejaban el camino coral de la comunidad y la verdad alcanzada con fatiga, con el paso del tiempo tienden a endurecerse para convertirse en “consignas”, etiquetas que indican una pertenencia. La fe ya no termina en la realidad de la cosa, sino en su formulación. Estamos en las antípodas de lo que debería ser, según la famosa afirmación de Tomás de Aquino: “Fides non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem”: la fe no termina en su formulación, sino la cosa en sí misma [8] .
Es el fenómeno del formalismo ya en la antigüedad, una vez terminada la fase creativa de los grandes dogmas [9] . Sólo recientemente se dieron cuenta, por ejemplo, que las divisiones dentro del Oriente cristiano, entre Iglesias calcedonianas y las llamadas monifisistas o nestorianas, estaban basados, en muchos casos, en fórmulas y el sentido diferente dado, en ellas a los términos ousia y hypostasis, que no tocaban la sustancia de la doctrina. Se ha podido restablecer, así, la comunión entre y con diferentes Iglesias orientales.
Este obstáculo es particularmente visible en las relaciones con las Iglesias de la Reforma. Fe y obras, Escritura y tradición: son contraposiciones comprensibles y en parte justificadas en su nacimiento, pero llevan al engaño si son repetidas y mantenidas en pie, como si nada hubiera cambiado en quinientos años de vida.
Tomemos la contraposición entre fe y obras. Esta tiene sentido si por buenas obras se entiende principalmente (como lamentablemente sucedía en la época de Lutero) indulgencias, peregrinaciones, ayunos, limosnas, velas votivas, y todo lo demás. En cambio lleva fuera del camino si por buenas obras se entiende las obras de caridad y de misericordia. Jesús en el Evangelio reprende que sin esas no se entra en el Reino de los Cielos y Él se verá obligado a decir: “Lejos de mí”. No se es justificado por las buenas obras, pero no nos salvamos sin las buenas obras. La justificación es sin condiciones de la parte de Dios, pero no es sin consecuencias. Esto lo creemos todos, católicos y protestantes y lo decía ya el Concilio de Trento.
Lo mismo hay que decir de la contraposición entre Escritura y tradición. Esta surge apenas se toca el problema de la revelación, como si los protestantes tuvieran solamente la Escritura y los católicos la Escritura y la tradición juntas. Cuando en realidad todas las Iglesia tienen una propia tradición. ¿Qué es lo que explica la existencia de tantas denominaciones diversas dentro del protestantismo, si no el modo diverso que tiene cada una de interpretar las Escrituras? ¿Y qué es la tradición en su contenido más verdadero si no justamente, la Escritura leída en la Iglesia y por la Iglesia?
Ni siquiera la fórmula luterana “Simul iustus et peccator”, “justo y pecador al mismo tiempo”, es un obstáculo insuperable a la comunión. Forma parte de la tradición católica desde el tiempo de los Padres, la definición de la Iglesia como “casta meretriz” (casta meretrix), como santa y que siempre necesita ser reformada” [10] . Lo que se dice de la Iglesia en su conjunto como cuerpo de Cristo, ¿no se debería aplicar también a cada uno de sus miembros?
Lo que puede ser objeto de una explicación diversa y complementaria es el modo con el cual se entiende esta presencia simultánea de santidad y de pecado en el hombre redimido. En el adjunto a la Declaración conjunta sobre la justificación hay una explicación de la fórmula “simul iustus et peccator” que no es incompatible con la doctrina católica. Se afirma que la justificación opera una renovación real en la vida del bautizado, incluso si esto no se vuelve nunca una posesión adquirida, sobre la cual el hombre pueda apoyarse delante a Dios, mas que queda siempre dependiente de la acción del Espíritu Santo.
En 1974 hubo una noticia que asombró y divirtió al mundo entero. Un soldado japonés, enviado durante la última Guerra Mundial a una isla de Filipinas para infiltrarse entre el enemigo y recoger información, había vivido treinta años escondiéndose en la jungla y alimentándose de raíces, frutos y alguna presa, convencido de que aún había guerra y él seguía en su misión. Cuando lo encontraron fue difícil convencerlo de que la guerra había terminado y que podía volver a su país.
Yo creo que sucede algo similar entre los cristianos. Hay cristianos a los que es necesario convencerles, en ambas formaciones, que la guerra ha terminado, las guerras de religión entre católicos y protestantes han terminado. ¡Tenemos otras cosas que hacer que la guerra uno al otro! El mundo ha olvidado o no ha conocido nunca a su Salvador, a aquel que es la luz del mundo, el camino, la verdad y la vida ¿Y perdemos el tiempo discutiendo entre nosotros?
4- Unidad en la caridad
Sin embargo, no es suficiente este motivo práctico para realizar la unidad de los cristianos. No es suficiente encontrarse unidos en el frente de la evangelización y de la acción caritativa. Este es un camino que el movimiento ecuménico ha experimentado en sus inicios con el movimiento ‘Vida y acción’ (Life and Work), pero que se ha revelado insuficiente. Si la unidad de los discípulos tiene que ser un reflejo de la unidad entre el Padre y el Hijo, esta tiene que ser en primer lugar una unidad de amor, porque tal es la unidad que reina en la Trinidad. Las tres divinas personas no están unidas por el hecho de que realizan conjuntamente la creación y todas las otras obras ad extra; los son en su mismo ser. La Escritura nos exhorta a “hacer la verdad en la caridad – veritatem facientes in caritate”(Ef 4, 15). Y san Agustín afirma que “no se entra en la verdad si no a través de la caridad – non intratur in veritatem nisi per caritatem» [11] .
La cosa extraordinaria, sobre este camino hacia la unidad basada en el amor, es que esta se encuentra ya enteramente abierta delante de nosotros. No podemos “quemar las etapas” sobre la doctrina, porque las diferencias son y se resuelven con paciencia en los lugares correspondientes. Podemos en cambio quemar las etapas en la caridad, y estar plenamente unidos desde ahora. El signo verdadero y seguro de la venida del Espíritu no es, escribe nuevamente san Agustín, el hablar en lenguas, sino el amor por la unidad: “Sepan que tendrán el Espíritu Santo cuando consientan que vuestro corazón adhiera a la unidad a través de una sincera caridad” [12] .
Releemos el himno a la caridad de san Pablo. Cada una de sus frases toma un significado actual y nuevo, si se aplica al amor entre los miembros de las diversas Iglesias.
“La caridad es paciente…
La caridad no es envidiosa…
No busca solo su interés (o solo el interés de la propia Iglesia).
No toma en cuenta el mal recibido (sino más bien el mal hecho a los demás).
No goza de la injusticia, sino que se complace por la verdad (no goza de las dificultades de las otras Iglesias, sino que se alegra de sus éxitos espirituales).
Todo cree y todo soporta” (1 Cor 13,4 ss).
“Amarse” se ha dicho “no significa mirarse uno al otro, sino mirar hacia la misma dirección”. También entre los cristianos, amarse significa mirar juntos hacia la misma dirección que es Cristo. “Él es nuestra paz” (Ef 2, 14). Si nos convertiremos a Cristo e iremos juntos hacia Él, nosotros cristianos nos acercaremos también entre nosotros, hasta volvernos, como él ha querido, “una sola cosa con él y con el Padre” (cf. Jn 17, 21). Sucede como con los radios de una rueda. Parten desde puntos distantes de una circunferencia, pero a medida que se acercan al centro se acercan también entre ellos, hasta formar un punto solo. Sucede como aquel día en Estocolmo…
Nos preparamos a celebrar la Pascua. En la Cruz, Jesús “ha abatido el muro de separación que existía entre nosotros, o sea la enemistad (…). Por medio del Él podemos presentarnos, los unos a los otros al Padre en un solo Espíritu” (Ef 2, 14.18). No dejemos de hacerlo para la alegría del Corazón de Cristo y para el bien del mundo.
Traducción de Zenit
[1] Cf H.G. Gadamer, Wahrheit und Methode, Tübingen 1960.
[2] UR, 1.
[3] Due polmoni, un unico respiro. Oriente e Occidente di fronte ai grandi misteri della fede. Libreria Editrice Vaticana 2015.
[4] El texto de la Declaración se encuentra en el Enchiridion Vaticanum (EV) 17,744-817.
[5] Ib, nr. 40.
[6] J. Monod, Il caso e la necessità, Mondadori, Milano 1970, 136s.
[7] J.-P. Sartre, Il diavolo e il buon Dio, X, 4, Gallimard, Parigi 1951, p. 267 s.
[8] S.Tommaso d’Aquino, Somma teologica, II-IIae , q. 1,a.2,ad 2.
[9] G. L. Prestige, God in Patristic Thought, London 1952, chap. XIII; ed. Italiana Dio nel pensiero dei Padri, Bologna, Il Mulino, 1969, pp. 273 ss. (El triunfo del formalismo).
[10] Cf. H.U. von Balthasar, “Casta meretrix, in Sponsa Chnristi, Morcelliana, Brescia, 1969.
[11] Agostino, Contra Faustum, 32, 18 (CCL 321, p. 779).
[12] Agostino, Discursos, 269, 3-4 (PL 38, 1236 s).
¿Qué hace Dios en una cruz?
Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado sobre la colina del Gólgota se burlaban de él y, riéndose de su impotencia, le decían: «Si eres Hijo de Dios, bájate de la cruz». Jesús no responde a la provocación. Su respuesta es un silencio cargado de misterio. Precisamente porque es Hijo de Dios permanecerá en la cruz hasta su muerte.
Las preguntas son inevitables: ¿Cómo es posible creer en un Dios crucificado por los hombres? ¿Nos damos cuenta de lo que estamos diciendo? ¿Qué hace Dios en una cruz? ¿Cómo puede subsistir una religión fundada en una concepción tan absurda de Dios?
Un «Dios crucificado» constituye una revolución y un escándalo que nos obliga a cuestionar todas las ideas que los humanos nos hacemos de un Dios al que supuestamente conocemos. El Crucificado no tiene el rostro ni los rasgos que las religiones atribuyen al Ser Supremo.
El «Dios crucificado» no es un ser omnipotente y majestuoso, inmutable y feliz, ajeno al sufrimiento de los humanos, sino un Dios impotente y humillado que sufre con nosotros el dolor, la angustia y hasta la misma muerte. Con la Cruz, o termina nuestra fe en Dios, o nos abrimos a una comprensión nueva y sorprendente de un Dios que, encarnado en nuestro sufrimiento, nos ama de manera increíble.
Ante el Crucificado empezamos a intuir que Dios, en su último misterio, es alguien que sufre con nosotros. Nuestra miseria le afecta.
Nuestro sufrimiento le salpica. No existe un Dios cuya vida transcurre, por decirlo así, al margen de nuestras penas, lágrimas y desgracias. Él está en todos los Calvarios de nuestro mundo.
Este «Dios crucificado» no permite una fe frívola y egoísta en un Dios omnipotente al servicio de nuestros caprichos y pretensiones. Este Dios nos pone mirando hacia el sufrimiento, el abandono y el desamparo de tantas víctimas de la injusticia y de las desgracias. Con este Dios nos encontramos cuando nos acercamos al sufrimiento de cualquier crucificado.
Los cristianos seguimos dando toda clase de rodeos para no toparnos con el «Dios crucificado». Hemos aprendido, incluso, a levantar nuestra mirada hacia la Cruz del Señor, desviándola de los crucificados que están ante nuestros ojos. Sin embargo, la manera más auténtica de celebrar la Pasión del Señor es reavivar nuestra compasión. Sin esto, se diluye nuestra fe en el «Dios crucificado» y se abre la puerta a toda clase de manipulaciones. Que nuestro beso al Crucificado nos ponga siempre mirando hacia quienes, cerca o lejos de nosotros, viven sufriendo.
PREGÓN DE SEMANA SANTA
Alza tu voz, tierra bendecida, aplaudan los árboles del bosque la llegada de su Creador, entonen los hijos de los hombres el Hosanna, y los prados alfombren la calzada para nuestro Dios, para Aquél que llega humilde y cabalgando sobre un borrico.
Olivares de Jerusalén, prestadnos vuestros ramos para rendir homenaje a quien se aproxima a dar su vida voluntariamente, a derramar su amor como aceite que cura, que unge, que perfuma, y consagra a todos los hijos de los hombres.
Jesús de Nazaret ha decidido venir a ti, ciudad santa, para cumplir un proyecto divino, manifestar la misericordia de Dios, y ofrecer a todos los hombres el testimonio de hacerse uno de tantos, para salvar a todos.
Huerto de Getsemaní, hoy eres testigo del paso de tu Señor. Muy pronto quedarás consagrado con el sudor y la sangre de quien sentirá el escalofrío de la mentira, la traición y el abandono; pero tú seguirás siendo fiel, e intentarás cubrir con tus sombras la intemperie más amarga del Nazareno.
Cómo quisiera tener la certeza de que no aplaudo hoy en falso, de que mi canto no es hueco cuando entono: “¡Bendito el que vine en el nombre del Señor!”
Falda del Monte de los Olivos, escabel del Monte sobre el que ascendió el Señor a lo más alto del cielo, rinde tu homenaje al Salvador y Mesías, no escondas alacranes ni víboras que envenenan y matan, como fueron el testimonio falso, la intriga y la violencia de los poderosos contra quien pasó haciendo el bien.
Pórtico de los días santos, de la Semana Mayor, del Misterio Pascual, Domingo de Ramos, no hay tiempo que perder, todo se precipita, es urgente disponerse a los acontecimientos y estar prevenido, para no perecer por inadvertencia.
Señor Jesús, estos días te retiraste a Betania, volviste al recinto amigo, al lugar franco, donde te dejaste amar, ungir, besar, gestos que me gustaría que fueran los míos, pero me duele reconocerme en tus discípulos que se quedaron paralizados por el miedo, se durmieron en la hora terrible, y huyeron espantados por la presencia de los que te prendieron en medio del Huerto de los Olivos.
Que tu Pasión no sea inútil, que no me justifique en mi debilidad para no dejarme mirar por ti; que aunque sea de lejos, te siga, y que en algún momento tus ojos me devuelvan la seguridad de que es mejor volver, comenzar de nuevo, que rendirse.
Señor, acepta mi deseo, un tanto avergonzado, porque tantas otras veces te he expresado sentimientos nobles, como Pedro, y como él, también he perecido negándote. Que los ramos del olivar te aplaudan, te consuelen, te rindan homenaje, y a mi concédeme siempre tu mirada, la que te pido que extiendas sobre todos los humanos.
¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!
Homilía para el Domingo de Ramos – C Is 50, 4-7; Fil 2, 6-11; Lc 22, 14-23, 52
Nexo entre las lecturas
¡El dolor! Realidad histórica y designio de Dios. Aquí está el centro del mensaje del Domingo de Ramos. El Siervo de Yahvéh (primera lectura) sufre golpes, insultos y salivazos, pero el Señor le ayuda y le enseña el sentido del dolor. San Pablo, en el himno cristológico de la carta a los filipenses (segunda lectura), canta a Cristo que "se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo". En la narración de la Pasión según san Lucas, Jesús afronta sufrimientos indecibles e incontables, a la manera de un esclavo, pero sabe que todo está dispuesto por el Padre y por ello confía al Padre su espíritu.
Mensaje doctrinal
1. Cristo, varón de dolores. El sufrimiento de Cristo puede medirse cuantitativamente, y ya así es enorme. El valor supremo del dolor de Cristo radica sobre todo en su cualidad. Cualidad que se basa sobre tres pilares: Jesús es el hombre perfecto, que experimenta y vive el sufrimiento con perfección; Jesús es el Hijo de Dios, y por tanto es Dios mismo quien sufre en Él; Jesús es el Redentor del mundo y del hombre, que asume el dolor inyectando en él la potencia salvífica de Dios.
Por eso, en la vida de Cristo, sobre todo en los acontecimientos de su pasión y muerte, el dolor es una realidad histórica, pero también mística, es solidaridad con el hombre, y a la vez juicio y justificación del hombre pecador, o sea, misterio de salvación. El relato de la pasión según san Lucas nos lleva como de la mano a la contemplación orante de Cristo en los diversos episodios de este misterio de dolor: Contemplamos el dolor contenido, discretamente manifestado, de Jesús en el Cenáculo ante la traición de Judas (Lc 22, 22) o frente a la discusión inoportuna de los discípulos sobre rangos y primeros puestos (Lc 22, 24ss). Vemos el dolor intenso, extenuante y extremo en Getsemaní, hasta el punto de derramar gotas de sangre a causa de la soledad, del abandono de los hombres y de su mismo Padre, el peso del pecado del mundo. Repasamos interiormente el dolor inefable del amor renegado por Pedro, el dolor dignísimo del amor burlado por la soldadesca entre blasfemias y bajezas, el dolor noble del inocente condenado por los jefes del pueblo y por el poder dominante, el dolor sagrado y puro por la deshonra que le ha sido infligida al ser pospuesto a un criminal, el dolor físico de los clavos traspasando sus manos y sus pies, y el último dolor de la agonía. Cristo "varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento". Cristo que recoge en su cuerpo y en su alma, como en un cuenco, todo dolor y toda pena.
2. Cristo no está solo en su dolor. Ya el Siervo de Yahvéh, figura de Cristo, tiene la seguridad de que, en medio de sus dolores, "el Señor le ayuda" (primera lectura). En Getsemaní el Padre le envía un ángel, no para librarle del dolor, sino para confortarlo (cf. Lc 22,43). Camino del Calvario le acompaña un grupo de mujeres, "que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él" (Lc 23, 27). Crucificado a la derecha de Jesús está el buen ladrón, que reprende a su compañero de crímenes y proclama la inocencia de Jesús: "Éste no ha hecho nada malo". A lo largo de la pasión Jesús ha sentido sea el abandono del Padre sea su íntima e inefable compañía y proximidad, y por eso puede exclamar antes de expirar: "Padre, a tus manos confío mi espíritu". La glorificación del dolor de Cristo -y la consiguiente solidaridad con Él- la señala san Lucas después de su muerte mediante la confesión del centurión: "verdaderamente este hombre era justo", mediante el arrepentimiento de la multitud que "volvía a la ciudad golpeándose el pecho" y sobre todo mediante el anuncio a las mujeres que han acudido al sepulcro: "No está aquí. Ha resucitado". La segunda lectura subraya la cercanía de Dios a Cristo obediente hasta la muerte con términos de exaltación: "Le dio el nombre por encima de todo nombre". Ni Dios ni el hombre dejaron a Cristo solo en el dolor. Esta afirmación es válida para todo hombre. El hombre, al igual que Jesús, encontrará en los hombres la causa de su dolor, y en ellos hallará también la presencia amiga y el consuelo solidario.
Sugerencias pastorales
1. El dolor, un tesoro escondido. El hombre actual tiene miedo del dolor. Quisiera eliminarlo, arrancarlo de la vida humana, e incluso de la vida animal. Parece como si el dolor fuera solo mal, un mal abominable, un agujero negro en el gran universo humano que devora todo lo que entra en su campo de acción.
Parece como si la gran batalla de la historia actual fuera contra el dolor en lugar de por el hombre. Hay que reflexionar sobre esto, porque a veces resulta que logramos destruir el dolor, pero de tal manera que destruimos también algo del hombre. Los padres, para que sus hijos no sufran, no les niegan nada, les dejan hacer todos sus caprichos, pero... ¿no están de esta manera perjudicándolos a largo plazo? A los ancianos, a los enfermos terminales se les amortiguan los dolores con medicinas que les hacen perder en gran parte la conciencia. ¿No se les hace perder así libertad y nobleza de espíritu ante el dolor? No abogo por el sufrimiento en sí, es necesario aliviarlo lo más posible, abogo por la asunción humana del sufrimiento. No son infrecuentes los casos de jóvenes y adultos que ante el fracaso escolar o profesional, ante una decepción amorosa, ante un escándalo de corrupción, prefieren acabar con la vida, a enfrentarse con el rostro doloroso de la situación. ¿Por qué? No se conoce, no se ha descubierto el tesoro escondido en el dolor. Para el hombre es un tesoro escondido de humanización. Para el cristiano es un tesoro escondido de asimilación del estilo de Cristo, de valor redentor. Juan Pablo II ha tenido la osadía de hablar del Evangelio del sufrimiento, ciertamente del sufrimiento de Cristo, pero, junto con Él, del sufrimiento del cristiano. Estamos llamados a vivir este Evangelio en las pequeñas penas de la vida, estamos llamados a predicarlo con sinceridad y con amor.
2. Consuelo en el dolor. La medicina en nuestros días está descubriendo que la presencia amiga junto al lecho del enfermo puede aliviar el dolor más que una inyección de morfina. Hay una relación estrecha entre el alma y el cuerpo, y el consuelo espiritual de una cercanía suaviza los más terribles sufrimientos. Las obras de misericordia espirituales (instruir, consolar, confortar, sufrir con paciencia...) y corporales (dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos...), son formas tradicionales de ayudar al hombre en su dolor. Son formas que continúan siendo válidas e indispensables. Junto a ellas surgen y surgirán nuevas formas según las necesidades de nuestro tiempo. Lo que importa es tener conciencia de que como cristianos hemos de acompañar a los hombres en su dolor, hemos de ser solidarios con sus penas, hemos de aliviar con nuestra cercanía y nuestro consuelo sus sufrimientos. ¿No es una buena forma de alivio el enseñar a los que sufren a dar sentido y valor a sus sufrimientos?
El Papa, en domingo de Ramos
"Sólo Jesús nos salva del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza"
El Papa denuncia que "nadie quiere asumir la responsabilidad del destino de los refugiados"
"Les invito a que estos días miremos al crucifijo, que es la cátedra de Dios"
José Manuel Vidal, 20 de marzo de 2016 a las 10:55
Jesús siente sobre su piel incluso la indiferencia: nadie quiere asumir la responsabilidad de su destino
(José M. Vidal).- Solemne misa de Ramos en la Plaza de San Pedro. El Papa Francisco, acompañado por los cardenales, procesiona y, después, preside la solemne eucaristía. En la homilía, pide a los creyentes que estos días miren al crucifijo, "la cátedra de Dios", al tiempoq ue denuncia que "nadie quiere asumir la responsabilidad dle destino de lso refugiados". Lo mismo que le pasó a Jesús.
Los cardenales, con casullas rojas, lucen sus palmas blancas y trenzadas, en una larga procesión desde el obelisco al latar de la plaza de San Pedro, que cierra el Papa.
Algunas de las frases de la homilía del Papa
"Si éstos callasen, gritarán las piedras"
"La auténtica alegría permanece y da la paz"
"Sólo Jesús nos salva del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza"
"El Señor no nos salvó mediante potentes milagros"
"Jesús renunció a la gloria de hijo de Dios"
"Vivió entre nosotros como siervo y, por eso, se humilló"
"Una humillación que parece no tener fin"
"El Señor se abaja"
"No podemos amar sin hacernos primero amar por Él"
"El amor auténtico consiste en el servicio concreto"
"La humillación de Jesús se fa extrema en la pasión"
"Vendido por 30 denarios y traicionado por un discípulo, al que había elegido y había llamado amigo"
"Pedro lo niega tres veces"
"Sufre violencias atroces"
"Sufre la condena indigna de las autoridades religiosas y políticas"
"Jesús siente sobre su piel incluso la indiferencia: nadie quiere asumir la responsabilidad de su destino"
"Pienso en tantos marginados y prófugos y refugiados, de los que nadie quiere asumir la responsabilidad de su destino"
"Muerte de cruz, más dolorosa e infamante, reservada a los criminales"
"En la cruz experimenta también el misterioso abandono del Padre"
"Jesús revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia"
"Estamos llamadoa a seguir su vía: la via del servicio y del don"
"Estos días miremos al crucifijo, que es la cátedra de Dios"
"Les invito a mirar a menudo esta cátedra de Dios, para aprender el amor humilde que salva y da la vida"
"Pidamos la gracia de entender al menos algo de este misterio"
"En silencio, contemplemos el misterio de esta semana"
Texto completo de la homilía del Papa
«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba la muchedumbre de Jerusalén acogiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un simple pollino, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y ante la protesta de los fariseos para que haga callar a quien lo aclama, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40).
Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza. Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado.
Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo. El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no puede ser de otra manera, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto. Pero esto es solamente el inicio.
La humillación que sufre Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto.
Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta también la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio. Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil olvidarnos un poco de nosotros mismos.
Él renunció a sí mismo por nosotros; ¡Cuánto nos cuesta a nosotros renunciar a alguna cosa por él y por los otros! Pero si queremos seguir al Maestro, más que alegrarnos porque el viene a salvarnos, estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos aprender este camino deteniéndonos en estos días a mirar el Crucifijo, la "catedra de Dios", para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Estamos atraídos por las miles vanas ilusiones del aparentar, olvidándonos de que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (Gaudium et spes, 35); con su humillación, Jesús nos invita a purificar nuestra vida. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender algo de su anonadación por nosotros; reconozcámoslo Señor de nuestra vida y respondamos a su amor infinito con un poco de amor