“Recibir al que yo envío, es recibirme a mí; y recibirme a mí, es recibir al que me ha enviado”

Evangelio según San Juan 13,16-20. 

Después de haber lavado los pies a los discípulos, Jesús les dijo: "Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía. Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican. 
No lo digo por todos ustedes; yo conozco a los que he elegido. Pero es necesario que se cumpla la Escritura que dice: El que comparte mi pan se volvió contra mí. Les digo esto desde ahora, antes que suceda, para que cuando suceda, crean que Yo Soy. Les aseguro que el que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió". 

San Conrado  Birndorfer

San Conrado (Juan Evangelista) Birndorfer de Parzham

El testimonio de vida de este humilde capuchino nuevamente pone de relieve que la santidad se alcanza en cualquier misión por sencilla que sea. El dintel del convento y la campanilla que avisaba de la presencia de alguien era el escenario cotidiano de Conrado. Ante todo recién llegado al claustro de la ciudad bávara de Altötting con su cálida sonrisa y sencillez dibujaba seductoras expectativas aventurando las bendiciones que podían derramarse sobre ellos en el religioso recinto. Para un santo las contrariedades son vehículos de insólita potencia que les conducen a la unión con la Santísima Trinidad. Él sobrenaturalizó lo ordinario en circunstancias hostiles. Y conquistó la santidad. No hicieron falta levitaciones, milagros, ni hechos extraordinarios, sino el escrupuloso cumplimiento diario de su labor realizada por amor a Cristo. En la portería que tuvo a su cargo durante más de cuatro décadas no olvidó que franqueaba el acceso a su Divino Hermano, especialmente cuando los pobres llegaban a él y les atendía con ejemplar caridad. Con virtudes como la amabilidad, caridad y paciencia, fruto de su recogimiento, forjaba su eterna corona en el cielo, aunque ni sus propios hermanos de comunidad podían sospecharlo.

Nació en Venushof, Parzham, Alemania el 22 de diciembre de 1818 en el seno de una acomodada familia de labradores que tuvieron diez hijos, de los cuales fue el penúltimo. Estos generosos progenitores, con sus prácticas piadosas diarias realizadas en familia, le enseñaron a amar a Cristo, a María y a conocer la Biblia. No era extraño que con ese caldo de cultivo siendo niño le agradase tanto orar y sentirse feliz al hablar de Dios. Su madre advertía en el pequeño una chispa especial cuando narraban las historias sagradas, y le preguntaba: «Juan, ¿quieres amar a Dios?». La respuesta no se hacía esperar: «Mamá, enséñeme usted cómo debo amarle con todas mis fuerzas». Creció aborreciendo las blasfemias y el pecado. Poco a poco se vislumbraba su amor por la oración. A esta edad fue manifiesta su inclinación por el espíritu franciscano. A los 14 años perdió a sus padres y se convirtió en punto de referencia para sus hermanos. Todos siguieron ejercitando las prácticas que ellos les enseñaron. Juan, en particular, aprovechaba la noche para rezar y realizar penitencias que muchas veces solían durar hasta el alba.

En 1837 inició su formación con los benedictinos de Metten, Deggendorf. Pero se ve que lo suyo no era el estudio. En una visita que efectuó al santuario de Altötting tuvo la impresión de que María le invitaba a quedarse allí. Sin embargo, en 1841 se vinculó a la Orden Tercera de Penitencia (Orden franciscana seglar). Dios le puso otras cotas que no supo interpretar y las expuso a un confesor después de haber orado ante la Virgen de Altötting.

El sacerdote le dijo: «Dios te quiere capuchino». Repartió sus cuantiosos bienes entre los pobres y la parroquia para ingresar en el convento de Laufen en 1851. Tenía 33 años. Allí tomo el nombre de Conrado. Su noviciado estuvo plagado de pruebas y públicas humillaciones que, pese a ser de indudable dureza, aún le parecían nimias para lo que juzgaba merecía: «¿Qué pensabas? –se decía–, ¿creías que ibas a recibir caricias como los niños?». En esos días escribió esta nota: «Adquiriré la costumbre de estar siempre en la presencia de Dios. Observaré riguroso silencio en cuanto me sea posible. Así me preservaré de muchos defectos, para entretenerme mejor en coloquios con mi Dios». Tras la profesión fue destinado a la portería del convento de Santa Ana de Altötting, noticia que le llenó de alegría. Era un lugar donde la afluencia de peregrinos exigía la atención de una persona exquisita como él. En aquel pequeño reducto se santificó durante cuarenta y tres años, viviendo el recogimiento en medio de la algarabía creada por el constante ajetreo de los peregrinos. «Estoy siempre feliz y contento en Dios. Acojo con gratitud todo lo que viene del amado Padre celestial, bien sean penas o alegrías. Él conoce muy bien lo que es mejor para nosotros […]. Me esfuerzo en amarlo mucho. ìAh!, este es muy frecuentemente mi único desasosiego, que yo lo ame tan poco. Sí, quisiera ser precisamente un serafín de amor, quisiera invitar a todas las criaturas a que me ayuden a amar a mi Dios».

Un día advirtió una celdilla casi oculta debajo de la escalera. Tenía una pequeña ventana que daba a la Iglesia. Y su corazón palpitó de gozo: ¡desde allí podía ver el Sagrario! Era un lugar oscuro y reducido. A fuerza de insistencia consiguió que le dejaran habitarla y en esa morada siguió cultivando su amor a Cristo crucificado y a María. Ayudaba a la sacristía y en las primeras misas en el santuario. Sus superiores le autorizaron a comulgar diariamente, algo excepcional en esa época. Nadie le oyó quejarse ni lamentarse. Trataba con auténtica caridad a todos, especialmente a las personas que intentaban incomodarle y socavar su admirable y heroica paciencia. Nunca perdió la mansedumbre. «La Cruz es mi libro, una mirada a ella me enseña cómo debo actuar en cada circunstancia». Fue un gran apóstol en la portería, el hombre del silencio evangélico: «Esforcémonos mucho en llevar una vida verdaderamente íntima y escondida en Dios, porque es algo muy hermoso detenerse con el buen Dios: si nosotros estamos verdaderamente recogidos, nada nos será obstáculo, incluso en medio de las ocupaciones que nuestra vocación conlleva; y amaremos mucho el silencio porque un alma que habla mucho no llegará jamás a una vida verdaderamente interior». Logró convertir a personas de baja calaña, hombres y mujeres, que después se entregaron a Dios en la vida religiosa. En sus apuntes espirituales se lee: «Mi vida consiste en amar y padecer […]. El amor no conoce límites». Sintiéndose morir, tocó la puerta del padre guardián, diciéndole: «Padre, ya no puedo más». Tres días más tarde, el 21 de abril de 1894, falleció. Pío XI lo beatificó el 15 de junio de 1930, y lo canonizó el 20 de mayo de 1934.

oración:
Señor Dios, que has concedido a tu obispo san Anselmo el don de investigar y enseñar las profundidades de tu sabiduría, haz que nuestra fe ayude de tal modo a nuestro entendimiento, que lleguen a ser dulces a nuestro corazón las cosas que nos mandas creer. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén

Santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), carmelita descalza, doctora de la Iglesia 
Manuscrito autobiográfico B, 2vº-3vº

“Recibir al que yo envío, es recibirme a mí; y recibirme a mí, es recibir al que me ha enviado”

Ser tu esposa, oh Jesús, ser carmelita, ser por mi unión contigo la madre de las almas, me debería ser suficiente. Pero no es así. Sin duda alguna que estos tres privilegios son mi vocación –carmelita, esposa y madre- y sin embargo siento dentro de mí otras vocaciones… Siento la necesidad, el deseo de llevar a cabo por ti, Jesús, todas las obras más heroicas…. A pesar de mi pequeñez, quisiera iluminar las almas como lo han hecho los profetas, los doctores; tengo la vocación de ser apóstol. Quisiera recorrer la tierra, predicar tu nombre y plantar, sobre la tierra de los infieles, tu Cruz gloriosa, pero, oh amado mío, una sola misión no me bastaría, quisiera al mismo tiempo anunciar el Evangelio en las cinco partes del mundo y hasta las islas más alejadas. Quisiera ser misionera no solamente por algunos años, sino que quisiera haberlo sido desde la creación del mundo y serlo hasta la consumación de los siglos… 

¡Oh Jesús mío! ¿qué vas a responder a todos mis delirios? ¿Acaso hay un alma más pequeña, más débil que la mía? Y sin embargo, a causa de mi misma pequeñez tú has querido, Señor, colmar mis pequeños deseos infantiles, y quieres hoy colmar mis otros deseos más grandes que el universo… He comprendido que el amor encierra en sí todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que comprende todos los tiempos y lugares; en una palabra, que es eterno… Mi vocación, por fin la he encontrado, mi vocación, es el amor.

Si me conoces a mi conoces al Padre
Juan 13, 16-20. Pascua. Reconocer lo que soy y como soy, bendiciendo a Dios con el gozo profundo del alma. 


Oración introductoria
Gracias, Señor, por esta oportunidad que me das para hacer oración. Gracias, Dios mío, por el don de la vida, de mi familia y de tu amistad. Te pido que me des la gracia de permanecer fiel a tu amor y a tu palabra. Tú, Jesús mío, conoces mi fragilidad y por eso te suplico que me ayudes a ser un cristiano auténtico. Yo quiero acogerte, Señor, en mi corazón y en mi vida para ser tu amigo fiel, sobre todo, en los momentos de dificultad.

Petición
Jesucristo, dame la gracia de ser fiel a tu amistad. No permitas que la cruz, el sufrimiento, los problemas, el mundo o mi egoísmo me separen de ti.

Meditación del Papa Francisco
Los Doce eligieron colaboradores, a quienes comunicaron el don del Espíritu que habían recibido de Cristo, por la imposición de las manos que confiere la plenitud del sacramento del Orden. De esta manera, a través de la sucesión continua de los obispos, en la tradición viva de la Iglesia se ha ido transmitiendo este tan importante ministerio, y permanece y se acrecienta hasta nuestros días la obra del Salvador.

En la persona del obispo, rodeado de sus presbíteros, está presente entre vosotros el mismo Jesucristo, Señor y Pontífice eterno. Él es quien, en el ministerio del obispo, sigue predicando el Evangelio de salvación y santificando a los creyentes mediante los sacramentos de la fe; es Cristo quien, por medio del ministerio paternal del obispo, agrega nuevos miembros a la Iglesia, su Cuerpo; es Cristo quien, valiéndose de la sabiduría y prudencia del obispo, guía al pueblo de Dios, a través de su peregrinar terreno, hasta la felicidad eterna.

Recibid, pues, con alegría y acción de gracias a nuestro hermano que, nosotros obispos, con la imposición de las manos, hoy agregamos al colegio episcopal. Debéis honrarlo como ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios, a él se ha confiado dar testimonio del Evangelio y administrar la vida del espíritu y la santidad. Recordad las palabras de Jesús a los Apóstoles: “Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado”. 

(Homilía de S.S. Francisco, 30 de mayo de 2014).

Es doloroso constatar cuando se cree que solo algunos tienen necesidad de ser lavados, purificados no asumiendo que su cansancio y su dolor, sus heridas, son también el cansancio y el dolor, las heridas de toda una sociedad. El Señor nos lo muestra claro por medio de un gesto: lavar los pies y volver a la mesa. Una mesa en la que Él quiere que nadie quede fuera. Una mesa que ha sido tendida para todos y a la que todos somos invitados. (Homilía de S.S. Francisco, 27 de septiembre de 2015).

Reflexión 
En este pasaje evangélico, el Maestro, nos invita entrañablemente a ser fieles a su amor, a no dejarle sólo, a no fallarle. Judas es aquél de quien el Señor dijo: «El que come mi pan ha alzado contra mí su talón». Ese apóstol no abrió su corazón a Jesús de par en par, no creyó en el Hijo de Dios y prefirió el camino del egoísmo y del amor propio. Ser fiel a Jesucristo significa creer en Él cuando la sombra de la cruz se acerca a las puertas de nuestra vida. Creer en el Señor es acoger a quienes Él envía.

Nos encontramos en la última cena. Un ambiente de familia e intimidad llena la sala del banquete. La luz vacilante de las velas nos invita al silencio y la contemplación.

Hace tan sólo unos instantes, el Maestro ha lavado los pies a sus discípulos. Grande lección de humildad y servicio. Los apóstoles no terminan de creérselo. Después de este acto de servicialidad Jesús les invita a servir a los demás como Él se los acaba de enseñar. Pero el Maestro aún no termina la lección y añade: “En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que le envía. Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís”.

¡Qué bien enseña Jesús! Nos enseña la verdadera humildad. Tan sencillo como ponerse en su sitio. La humildad no es ir todo tímido, hablando en voz baja, timorato, desconfiado. ¡Nada de eso! Muy bien decía santa Teresa de Jesús: "Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira". Es decir, ponerse en su puesto. Sé que soy una criatura débil, pues me pongo en mi lugar. Esto no quiere decir que no aceptemos las virtudes que tenemos, porque sería ofender al que nos las regaló.

La Santísima Virgen María lo supo intuir muy bien. Por eso, en el Magnificat, María reconoce las maravillas que ha obrado el Señor en Ella. Se reconoce como criatura que ha recibido unos dones de Dios especialísimos, sin dejar de vivir la humildad. Yo no me imagino a María timorata y desconfiada. Todo lo contrario, me la imagino más alegre que unas castañuelas, pero con la alegría profunda del alma. María tenía que ser alegre porque un santo triste es un triste santo.

Propósito
No ensordezcamos nuestro corazón cuando Él nos pide ser sus enviados.

Diálogo con Cristo
Ayúdame, Señor mío, a vivir cada momento de mi existencia de cara a ti. Si alguna vez te he fallado u ofendido quiero pedirte perdón a través del sacramento de la reconciliación. Estoy dispuesto a levantarme y a seguir luchando porque te amo y quiero que estés al centro de mi vida. Te reconozco, Dios mío, como mi Señor y Creador. Lejos de ti, Padre Santo, a dónde puedo ir. Apartado de tu gracias qué sentido y qué valor puede tener mi vida. Ayúdame a perseverar en la fe hasta el final.

Hoy es jueves, Señor, jueves y mes de los niños
Un niño es como un milagro que está ante nosotros y no lo sabemos ver. Por sus ojos se asoma Dios y a Dios lo vemos si nos asomamos a sus ojos.


Hoy es jueves, Señor.  Y mes donde recordamos a los niños en México y algunos paises. El niño...los niños. Tu los amaste con especial amor..."Dejad que los niños se acerquen a mí" y en otro momento....porque de los que son como estos es el Reino de los Cielos Mt 19.13-15.

Pues bien, HOY ES EL DÍA DEL NIÑO, pero como el día de la madre, del padre, del anciano, etcétera, no solo es por un día... siempre tiene que ser, todos los meses, todos los años, todos los días, todos los instantes... tienen que ser para esos seres que les tocó estar cerca de nosotros y ¡qué inútil será ! querer en un solo día rebosarlos de amor, rodearlos de caricias y mimos y en algunos casos, ¡qué triste!, querer restañar heridas que abrimos con desamor, querer endulzar veinticuatro horas, que antes y después son horas de agrios modos, de desatención y olvido.

Pero volviendo a que hoy es el día del niño, pensaremos en este día como un día de primavera. Eso son los niños: una hermosa primavera.

Los niños son como millares de esas florecillas que vemos tapizar los verdes campos de este planeta azul. Sus ojos son como estrellas y sus risas como el más bello sonido de campanitas de cristal. Y precisamente por esa delicada y tierna belleza nada puede ser más conmovedor y doloroso que un niño con ojos tristes, que el llanto silencioso o acongojado de un niño que en vez de risas sabe de lágrimas... de unas manitas que en vez de jugar, tiemblan o piden pan.

Un niño es como un milagro que está ante nosotros y no lo sabemos ver.

Un niño es candor, inocencia, ternura, gorjeo, canto, miel, luna, estrella, brisa, pureza, amanecer... Por sus ojos se asoma Dios y a Dios lo vemos si nos asomamos a sus ojos.

Todo eso y más es un niño y sin embargo... sabemos que muchas de esas florecillas en todas las partes del mundo se agostan en los hospitales con huesos rotos y aplastados por la furia demencial con que fueron golpeados, que hay Herodes modernos que matan a estos pequeños seres, precisamente porque son pequeños, porque no pueden defenderse y madres que algún día, sino es que siempre, en las largas horas de vigilia y remordimiento, estarán oyendo el llanto, el grito, en la oscuridad de sus entrañas, cuando matan al ser más inocente, su propio hijo...."¡No los mateís, dadmelos a mí!" - suplicaba la Madre Teresa de Calcuta.

Sin niños el mundo no tendría primavera y nuestra gran responsabilidad es que todos los niños tengan paz, alimento, ternura, aire limpio y amor para que en vez de llanto oigamos sus risas como campanitas de cristal.

Hoy Señor, ante Ti, en Tu presencia en el Sagrario, ayudamos a verte en los niños, amarlos como Tu los amas, y que aprendamos de ellos, la bondad y sencillez. Que encontremos en ellos Tu mirada, la esperanza que tienes en nosotros los hombres adultos... que no sabemos lo que hacemos.

El Papa en Santa Marta: “Hagamos memoria de cómo Dios nos ha salvado

“Dios camina con nosotros y no se asusta de nuestras maldades”, señala Francisco

(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- Recordarse de los modos y circunstancias en las que Dios se hizo presente en nuestras vidas, refuerza el camino de la fe. Es el pensamiento central del papa Francisco en la homilía de este jueves en la Casa Santa Marta. Porque la fe es un camino y a medida que lo transitamos hay que recordarse de lo que sucedió. De las cosas bellas que Dios ha realizado en nuestro camino y también de los obstáculos, los rechazos, porque “Dios camina con nosotros y no se asusta de nuestras maldades”.

Y citando la primera lectura, señala que Pablo entra en la sinagoga de Antioquía e inicia a anunciar el Evangelio, partiendo del pueblo elegido, pasando por Abraham y Moisés, Egipto y la Tierra Prometida, hasta llegar a Jesús. Es una predicación histórica la que adoptan los discípulos y es fundamental, porque permite recordar momentos importantes que son signos de la presencia de Dios en la vida del hombre.

Por ello el Santo Padre invitó a volver hacia atrás con el corazón y la mente “para ver como Dios nos ha salvado”. Y así como en el jueves y viernes santos, en la Cena Jesús al darnos su cuerpo y sangre nos dice: “hagan esto en memoria de mi”, debemos “hacer memoria de cómo Dios nos ha salvado”.

La Iglesia, explica Francisco, llama “memorial” al sacramento de la eucaristía, y en la biblia el Deuteronomio se llama “el Libro de la memoria de Israel”. Y también nosotros debemos recordar que “cada uno de nosotros ha hecho un camino, acompañado por Dios, cerca de Dios” o “alejándonos del Señor”.

“Hacer memoria con frecuencia, de las cosas bellas, para hacer nacer un ‘gracias’ de corazón a Jesús, que no deja nunca de caminar en nuestra historia. “Cuántas veces –señala Francisco– le hemos cerrado la puerta en la cara, cuántas veces hemos hecho como si no lo veíamos, cuántas veces no hemos creído que Él estaba con nosotros; cuántas veces hemos renegado a su salvación… Pero él estaba allí”. “Y les doy un consejo simple: hagan memoria. ¿Cómo ha sido mi vida, cómo ha sido hoy mi día o este último año? Memoria. ¿Cómo fueron mis relaciones con el Señor? Memoria de las cosas grandes y bellas que el Señor ha hecho en la vida de cada uno de nosotros”.

Papa Francisco: yoga jamás será capaz de darte la libertad
Una sesión de yoga jamás podrá enseñar a un corazón a sentir la paternidad de Dios

Sólo el Espíritu Santo vuelve el corazón dócil a Dios y a la libertad. Lo afirmó el Papa Francisco en su homilía de la Misa matutina celebrada en la Capilla de la Casa de Santa Marta. Y añadió que los dolores de la vida pueden hacer que una persona se encierre en sí misma, mientras el amor la hace libre. 

Una sesión de yoga jamás podrá enseñar a un corazón a “sentir” la paternidad de Dios, ni un curso de espiritualidad zen lo volverá más libre para amar. Este poder sólo lo tiene el Espíritu Santo. El Papa meditó sobre el episodio del Evangelio de Marcos – el que sigue a la multiplicación de los panes y de los peces en el que los Discípulos se asustan al ver a Jesús que camina hacia ellos sobre el agua – y que concluye con una consideración acerca del porqué de aquel susto: los Apóstoles no habían comprendido el milagro de los panes porque “su corazón estaba endurecido”. 

Vida dura y murallas de protección Un corazón puede ser de piedra por tantos motivos, observó Francisco. Por ejemplo, a causa de “experiencias dolorosas”. Sucede a los discípulos de Emaús, temerosos de hacerse ilusiones “otra vez”. Sucede a Tomás que rechaza creer en la Resurrección de Jesús. El Pontífice también indicó que “otro motivo que endurece el corazón es la cerrazón en sí mismo”: 

“Hacer un mundo en sí mismo, cerrado. En sí mismo, en su comunidad o en su parroquia, pero siempre cerrazón. Y la cerrazón puede girar en torno a tantas cosas: pensemos en el orgullo, en la suficiencia, pensar que yo soy mejor que los demás, también en la vanidad, ¿no? Existen el hombre y la mujer espejo, que están encerrados en sí mismos para verse a sí mismo continuamente, ¿no? Estos narcisistas religiosos, ¿no? Tienen el corazón duro, porque están cerrados, no están abiertos. Y tratan de defenderse con estos muros que crean a su alrededor”. 

La seguridad de la prisión También está quien se atrinchera detrás de la ley, aferrándose a la “letra” a lo que establecen los mandamientos. Aquí – afirmó el Papa – lo que endurece el corazón es un problema de “falta de seguridad”. Y quien busca solidez en lo que dicta la ley está seguro – añadió Francisco con un poco de ironía – como “un hombre o una mujer en la celda de una cárcel detrás de los barrotes: es una seguridad sin libertad”. Es decir, lo opuesto de lo que “vino a traernos Jesús, la libertad”: 

“El corazón, cuando se endurece, no es libre y si no es libre es porque no ama: así terminaba el Apóstol Juan en la primera Lectura. El amor perfecto disipa el temor: en el amor no hay temor, porque el temor supone un castigo y quien teme no es perfecto en el amor. No es libre. Siempre tiene temor de que suceda algo doloroso, triste. Que me vaya mal en la vida o que ponga en peligro mi salvación eterna… Tantas imaginaciones porque no ama. Quien no ama no es libre. Y su corazón estaba endurecido, porque aún no habían aprendido a amar”. 

El Espíritu vuelve libres y dóciles Entonces, se preguntó Francisco: “¿Quién nos enseña a amar? ¿Quién nos libera de esta dureza?”. Y su respuesta fue: 

“Tú puedes hacer mil cursos de catequesis, mil cursos de espiritualidad, mil cursos de yoga, zen y todas estas cosas. Pero todo esto jamás será capaz de darte la libertad de hijo. Es sólo el Espíritu Santo quien mueve tu corazón para decir ‘Padre’. Sólo el Espíritu Santo es capaz de disipar, de romper esta dureza del corazón y hacer un corazón… ¿blando?… No sé, no me gusta la palabra… “Dócil”. Dócil al Señor. Dócil a la libertad del amor”

La experiencia del mal y la idea de Dios

Reflexiones sobre un gran misterio

La experiencia del mal y la idea de Dios. Reflexiones sobre un gran misterio.

Si hay Dios, ¿porqué existe el mal y el sufrimiento?La historia de la humanidad es una interminable sucesión de sangre, sudor y lágrimas, de dolor, tristeza y miedo, de abandono, desesperación y muerte. Ante esa experiencia de sufrimiento es inevitable que el hombre se haya formulado desde antiguo esa pregunta. Es bien conocida la respuesta escéptica de Epicuro: o Dios quiere eliminar el mal, pero no puede, y entonces es impotente y no es Dios; o puede y no quiere, y entonces es malo, es el verdadero demonio; o ni quiere ni puede, lo que lleva a las dos conclusiones anteriores; o quiere y puede, pero entonces, ¿de dónde viene el mal? ¿Qué hemos de decir al respecto?

Como punto de partida, no debemos escandalizarnos por formular la pregunta con la que hemos comenzado esta reflexión: ésta ha sido planteada también por parte de la teología católica. Es el mismo Catecismo de la Iglesia Católica el que afirma en su número 272 que “la fe en Dios Padre Todopoderoso puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento” y que “a veces Dios puede parecer ausente e incapaz de impedir el mal”, llegando a plantearse en su número 310 la pregunta de “¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en el no pudiera existir ningún mal?”.

El teólogo y obispo católico Walter Kasper llega a señalar que “estas experiencias del sufrimiento inocente e injusto constituyen un argumento existencialmente mucho más fuerte contra la creencia en Dios que todos los argumentos basados en la teoría del conocimiento, en las ciencias, en la crítica de la religión y de la ideología y en cualquier tipo de razonamiento filosófico”.

El teólogo Hans Küng afirma que “el dolor es continua piedra de toque de la confianza en Dios”, tras lo que se pregunta “¿donde encuentra la confianza en Dios mayor desafío que en el dolor concreto?”.

Y nada menos que el propio Juan Pablo II, en su catequesis sobre el credo (audiencia general de 4 de junio de 1986), indica que la presencia del mal y del sufrimiento en el mundo “constituye para muchos la dificultad principal para aceptar la verdad de la Providencia Divina”, a lo que añade que “en algunos casos esta dificultad asume una forma radical, cuando incluso se acusa a Dios del mal y del sufrimiento presente en el mundo llegando hasta rechazar la verdad misma de Dios y de su existencia” , todo ello por “la dificultad de conciliar entre sí la verdad de la Providencia Divina, de la paterna solicitud de Dios hacia el mundo creado, y la realidad del mal y el sufrimiento”.

Para dar respuesta a esta inquietante pregunta, hemos de distinguir claramente entre el mal “en sentido físico” y el mal “en sentido moral”. El mal moral se distingue del físico, sobre todo, por comportar culpabilidad y por depender de la libre voluntad del hombre; en cambio, el que estamos denominando mal físico no depende directamente de la voluntad del hombre, sino que se deriva de la propia naturaleza limitada, contingente y finita del hombre y de la creación. Las calamidades provocadas por terremotos, inundaciones y otras catástrofes naturales, las epidemias, las enfermedades, así como la muerte, serían ejemplos de este mal que hemos denominado “físico”; los desastres producidos por la guerra, el terrorismo, el odio, la violencia de todo tipo que tiene por origen al hombre serían ejemplos de ese mal que hemos llamado “moral”. A partir de esta diferenciación, cabe señalar lo siguiente:

a.- El mal físico es inherente a la condición del hombre y de la creación. El hombre es un ser finito que está sujeto a la enfermedad y a la muerte; además, ha de vivir en un universo en el que se producen determinados fenómenos naturales productores de daño y de sufrimiento.

Las limitaciones y la caducidad propias de todas las criaturas es el origen último de este tipo de males, que son consustanciales a la propia estructura del hombre y del universo. En última instancia, puede decirse que este mal en el orden físico es permitido por Dios, como se señala en la catequesis de Juan Pablo II antes citada, “con miras al bien global del cosmos natural”,

b.- Algo bastante distinto sucede respecto al que hemos denominado mal moral. En palabras de Juan Pablo II, “este mal decidida y absolutamente Dios no lo quiere”. El mal moral es radicalmente contrario a la voluntad de Dios y su autor es exclusivamente el hombre, al haber hecho mal uso de su libertad. ¿Por qué tolera Dios este mal? Porque para Dios la existencia de unos seres libres es un valor más importante y fundamental que el hecho de que aquellos seres libres abusen de su propia libertad contra el propio Creador y que, por eso, la libertad pueda llevar al mal moral.

La anterior constituye la primera explicación que la teología nos ofrece de que la existencia del mal en el mundo no es incompatible con la idea de Dios. Pero esto no es todo. Debemos darle la vuelta al argumento que implícitamente se oculta detrás de la pregunta con la que se abre este artículo, para afirmar con Hans Küng que “sólo habiendo Dios es posible contemplar el infinito sufrimiento de este mundo”, que “sólo creyendo confiadamente en el Dios incomprensible y siempre mayor puede el hombre tener fundadas esperanzas de atravesar el ancho y hondo río del dolor de este mundo: consciente de que por encima del abismo, del dolor y del mal, una mano se extiende hacia él”.

El hombre moderno no puede por sí solo erradicar los múltiples sufrimientos de la humanidad, pese a los adelantos de la ciencia y de la técnica. El sufrimiento es inherente a la condición humana y solamente mediante la intervención redentora de Dios es posible que surja un hombre nuevo liberado de la muerte, del dolor y del sufrimiento. En concreto, es la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús la que implica la redención definitiva del dolor y del sufrimiento humano, la que transforma el dolor y la muerte en vida eterna.

Es desde la perspectiva del sufrimiento y de la muerte de Jesús como el dolor y el sufrimiento de cada hombre cobra un nuevo sentido. El sufrimiento, el dolor y la muerte siguen acompañando al hombre; pero en la pasión y en la resurrección de Jesús ese sufrimiento recibe un sentido.

En palabras de Kasper, “el interlocutor de una teología actual es el hombre doliente que tiene experiencia concreta de la situación de infelicidad y es consciente de la impotencia y la finitud de su condición humana”. La existencia del hombre, como señala Küng, “es un acontecimiento marcado por la cruz: dolor, angustia, sufrimiento y muerte”. La conciliación entre el mal y el sufrimiento en el mundo y la Providencia Divina no es posible sin hacer referencia a Cristo. Con la pasión, muerte y resurrección de Jesús se confirma que Dios está al lado del hombre en su sufrimiento. Y no sólo eso. Además, con Cristo el dolor, el sufrimiento y la muerte no tienen la última palabra, sino que son definitivamente vencidos mediante su resurrección que, como primicia de la de todos nosotros, supone una alegre promesa de vida eterna en la que no hay lugar para el dolor, ni para el sufrimiento y ni para la muerte.

Para conocer lo que el Beato Juan Pablo II nos enseñó sobre La Providencia y el mal en el mundo sigue este enlace
 

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