Pentecostés
- 15 Mayo 2016
- 15 Mayo 2016
- 15 Mayo 2016
El Espíritu Santo les recordará todo cuanto yo les he dicho
Juan 14, 15-16. 23-26. Pentecostés. El Espíritu Santo se derrama continuamente hoy sobre la Iglesia y sobre cada uno de nosotros.
Oración introductoria
Jesucristo, Señor y Dios mío, te amo, quiero cumplir siempre tu Palabra y mi corazón está abierto para que hagas en él tu morada. Permite que este rato de meditación esté centrado en Ti, que no consienta distracciones ni me cierre a escuchar lo que hoy me quieres decir.
Petición. Espíritu Santo, hazme sentir tu voz para permanecer en Ti y ser testigo de tu amor.
Meditación del Papa Francisco
El Espíritu Santo derramado en Pentecostés en el corazón de los discípulos es el inicio de una nueva época: la época del testimonio y de la fraternidad. Es un tiempo que viene de lo alto, de Dios, como las llamas de fuego que se posaron sobre la cabeza de cada discípulo. Era la llama del amor que quema cualquier aspereza; era el lenguaje del Evangelio que cruza las fronteras puestas por los hombres y toca los corazones de la multitud, sin distinción de lengua, raza o nacionalidad. Como ese día de Pentecostés, el Espíritu Santo se derrama continuamente hoy sobre la Iglesia y sobre cada uno de nosotros para que salgamos de nuestra mediocridad y de nuestras clausuras y comuniquemos al mundo entero el amor misericordioso del Señor. (Homilía de S.S. Francisco, 24 de mayo de 2015).
Reflexión
No como el mundo me la ofrece, me ofreces Tú la paz. Tu paz no proviene de un placer pasajero, sino de un amor duradero.
¿Puede haber fuente mayor de paz, que la de saberse amado por todo un Dios? Si alguna vez me olvidé de Ti, y desconfié de tu amor para conmigo, quisiera pedirte que coloques mi alma nuevamente en la certeza de tu amor.
Me mostraste, Señor, tu amor extremo al señalarme tu costado traspasado. Quisiera que mi corazón ardiera, se doliera y se tornara más sensible al contemplar tu amor consumado en tu muerte de cruz. ¿Es que acaso me he habituado a la realidad más estremesedora y sublime? En este mundo hubo una persona que logró traspasar el umbral de la muerte. En este mundo hubo una persona que me amó en la tortura de la cruz. En este mundo una persona fue flagelada, crucificada, y escarnecida por limpiar mis pecados. En este mundo Dios mismo, el Creador y la fuente misma de la vida, se hizo carne, se hizo hombre. En este mundo Dios vino a morir por mí. Y me mostró su costado tras haber traspasado el umbral de la muerte para ofrecerme su resurrección por el amor. Y además de todo lo anterior, no me dejas desamparado y envías al Espíritu Santo, mi defensor, mi ayuda y protector, por eso hoy me invitas a confiar en Él Propósito Quisiera detenerme a pensar cómo he correspondido a tu amor; reflexionar si he reconocido, aceptado y seguido las inspiraciones del Espíritu Santo, que habita en mí, que intercede por mí, que mi ilumina y que me recuerda tu Palabra.
Espíritu Santo, verdadero protagonista de la Iglesia
Las raíces de nuestro ser y de nuestro actuar están en el silencio sabio y providente de Dios.
En el día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió con potencia sobre los apóstoles; de este modo comenzó la misión de la Iglesia en el mundo. Jesús mismo había preparado a los once para esta misión al aparecérseles en varias ocasiones después de la resurrección (Cf. Hechos 1, 3). Antes de la ascensión al Cielo, «les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre» (Cf. Hechos 1, 4-5); es decir, les pidió que se quedaran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo, en espera de este acontecimiento prometido (Cf. Hechos 1, 14).
Permanecer juntos fue la condición que puso Jesús para acoger el don del Espíritu Santo; el presupuesto de su concordia fue la oración prolongada.
De este modo se nos ofrece una formidable lección para cada comunidad cristiana. A veces se piensa que la eficacia misionera depende principalmente de una programación atenta y de su sucesiva aplicación inteligente a través de un compromiso concreto. Ciertamente el Señor pide nuestra colaboración, pero antes de cualquier otra repuesta se necesita su iniciativa: su Espíritu es el verdadero protagonista de la Iglesia. Las raíces de nuestro ser y de nuestro actuar están en el silencio sabio y providente de Dios.
El Espíritu Santo, hace que los corazones sean capaces de comprender las lenguas de todos
El Pueblo de Dios, que había encontrado en el Sinaí su primera configuración, se amplia hoy hasta superar toda frontera de raza, cultura, espacio y tiempo. A diferencia de lo que sucedió con la torre de Babel, cuando los hombres que querían construir con sus manos un camino hacia el cielo habían acabado destruyendo su misma capacidad de comprenderse recíprocamente, en el Pentecostés del Espíritu, con el don de las lenguas, muestra que su presencia une y transforma la confusión en comunión. El orgullo y el egoísmo del hombre siempre crean divisiones, levantan muros de indiferencia, de odio y de violencia. El Espíritu Santo, por el contrario, hace que los corazones sean capaces de comprender las lenguas de todos, pues restablece el puente de la auténtica comunicación entre la Tierra y el Cielo. El Espíritu Santo es el Amor.
...no les dejará huérfanos
Pero, ¿cómo es posible entrar en el misterio del Espíritu Santo? ¿Cómo se puede comprender el secreto del Amor? El pasaje evangélico nos lleva hoy al Cenáculo, donde, terminada la última Cena, una experiencia de desconcierto entristece a los apóstoles.
El motivo es que las palabras de Jesús suscitan interrogantes inquietantes: habla del odio del mundo hacia Él y hacia los suyos, habla de una misteriosa partida suya y queda todavía mucho por decir, pero por el momento los apóstoles no son capaces de cargar con el peso (Cf. Juan 16, 12). Para consolarles les explica el significado de su partida: se irá, pero volverá, mientras tanto no les abandonará, no les dejará huérfanos. Enviará el Consolador, el Espíritu del Padre, y será el Espíritu quien les permita conocer que la obra de Cristo es obra de amor: amor de Él que se ha entregado, amor del Padre que le ha dado.
Este es el misterio de Pentecostés: el Espíritu Santo ilumina el espíritu humano y, al revelar a Cristo crucificado y resucitado, indica el camino para hacerse más semejantes a Él, es decir, ser «expresión e instrumento del amor que proviene de Él» («Deus caritas est», 33). Reunida junto a María, como en su nacimiento, la Iglesia hoy implora:
«Veni Sancte Spiritus!» - «¡Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos fel fuego de tu amor!». Amén.
Homilía de Benedicto XVI en la misa de Pentecostés, domingo, 4 junio 2006.
Pentecostés, fiesta grande para la Iglesia
Con el Espíritu Santo entramos en el mundo del amor. Gracias al Espíritu Santo cada bautizado es transformado en lo más profundo de su corazón.
Pentecostés fue un día único en la historia humana.
En la Creación del mundo, el Espíritu cubría las aguas, “trabajaba” para suscitar la vida.
En la historia del hombre, el Espíritu preparaba y enviaba mensajeros, patriarcas, profetas, hombres justos, que indicaban el camino de la justicia, de la verdad, de la belleza, del bien.
En la plenitud de los tiempos, el Espíritu descendió sobre la Virgen María, y el Verbo se hizo Hombre.
En el inicio de su vida pública, el Espíritu se manifestó sobre Cristo en el Jordán, y nos indicó ya presente al Mesías. Ese Espíritu descendió sobre los creyentes la mañana de Pentecostés. Mientras estaban reunidos en oración, junto a la Madre de Jesús, la
Promesa, el Abogado, el que Jesús prometió a sus discípulos en la Última Cena, irrumpió y se posó sobre cada uno de los discípulos en forma de lenguas de fuego (cf. Hch 2,1-13).
Desde ese momento empieza a existir la Iglesia. Por eso es fiesta grande, es nuestro “cumpleaños”.
Lo explicaba san Ireneo (siglo II) con estas hermosas palabras: “Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu (...) excluirse de la vida” (Adversus haereses III,24,1).
Con el Espíritu Santo tenemos el espíritu de Jesús y entramos en el mundo del amor. Gracias al Espíritu Santo cada bautizado es transformado en lo más profundo de su corazón, es enriquecido con una fuerza especial en el sacramento de la Confirmación, empieza a formar parte del mundo de Dios.
Benedicto XVI explicaba cómo en Pentecostés ocurrió algo totalmente opuesto a lo que había sucedido en Babel (Gen 11,1-9). En aquel oscuro momento del pasado, el egoísmo humano buscó caminos para llegar al cielo y cayó en divisiones profundas, en anarquías y odios. El día de Pentecostés fue, precisamente, lo contrario.
“El orgullo y el egoísmo del hombre siempre crean divisiones, levantan muros de indiferencia, de odio y de violencia. El Espíritu Santo, por el contrario, capacita a los corazones para comprender las lenguas de todos, porque reconstruye el puente de la auténtica comunicación entre la tierra y el cielo. El Espíritu Santo es el Amor” (Benedicto XVI, homilía del 4 de junio de 2006).
Por eso mismo Pentecostés es el día que confirma la vocación misionera de la Iglesia: los Apóstoles empiezan a predicar, a difundir la gran noticia, el Evangelio, que invita a la salvación a los hombres de todos los pueblos y de todas las épocas de la historia, desde el perdón de los pecados y desde la vida profunda de Dios en los corazones.
Pentecostés es fiesta grande para la Iglesia. Y es una llamada a abrir los corazones ante las muchas inspiraciones y luces que el Espíritu Santo no deja de susurrar, de gritar. Porque es Dios, porque es Amor, nos enseña a perdonar, a amar, a difundir el amor.
Podemos hacer nuestra la oración que compuso el Cardenal Jean Verdier (1864-1940) para pedir, sencillamente, luz y ayuda al Espíritu Santo en las mil situaciones de la vida ordinaria, o en aquellos momentos más especiales que podamos atravesar en nuestro caminar hacia el encuentro eterno con el Padre de las misericordias.
“Oh Espíritu Santo,
Amor del Padre, y del Hijo:
Inspírame siempre
lo que debo pensar,
lo que debo decir,
cómo debo decirlo,
lo que debo callar,
cómo debo actuar,
lo que debo hacer,
para gloria de Dios,
bien de las almas
y mi propia santificación.
Espíritu Santo,
dame agudeza para entender,
capacidad para retener,
método y facultad para aprender,
sutileza para interpretar,
gracia y eficacia para hablar.
Dame acierto al empezar,
dirección al progresar
y perfección al acabar.
Amén” (Cardenal Verdier).
Para toda la humanidad
Homilía en la Santa Misa de la Solemnidad de Pentecostés, en San Pedro
Papa: "El Espíritu Santo es cascada de gracia para toda la humanidad"
"También hoy Jesús nos sigue diciendo 'No les dejaré huérfanos'"
RV, 15 de mayo de 2016 a las 11:44
La dificultad de reconocer al otro como hermano es analfabetismo espiritual
(RV).- El Papa Francisco reiteró que la misión de Jesús, culminada con el don del Espíritu Santo, tenía la finalidad esencial de «restablecer nuestra relación con el Padre, destruida por el pecado; apartarnos de la condición de huérfanos y restituirnos a la de hijos». En su homilía, en la Santa Misa de la Solemnidad de Pentecostés, en la Basílica de San Pedro, el Papa señaló que también en nuestro tiempo hay signos de nuestra condición de huérfanos. Como cierta soledad interior, una supuesta independencia de Dios, un analfabetismo espiritual, una dificultad de reconocer al otro como hermano.
A todo esto, recordó el Obispo de Roma, se opone la condición de hijos, que es nuestro «ADN» más profundo que, sin embargo, fue destruido y se necesitó el sacrificio del Hijo Unigénito para que fuese restablecido. «Del inmenso don de amor, como la muerte de Jesús en la cruz, ha brotado para toda la humanidad la efusión del Espíritu Santo, como una inmensa cascada de gracia. Quien se sumerge con fe en este misterio de regeneración renace a la plenitud de la vida filial»
Confiemos a María a los cristianos que tienen más necesidad de la fuerza del Espíritu Defensor, libertad y paz. Texto completo de la homilía del Papa
Las palabras de Jesús: «No los dejaré huérfanos» (Jn 14,18), en la Solemnidad dePentecostés nos hacen pensar también en la presencia maternal de María en el Cenáculo, recordó el Papa Francisco, confiando a la intercesión de la Madre de Jesús y Madre de la Iglesia «de manera particular a todos los cristianos, a las familias y las comunidades, que en este momento tienen más necesidad de la fuerza del Espíritu Paráclito, Defensor y Consolador, Espíritu de verdad, de libertad y de paz».
La misión de Jesús, culminada con el don del Espíritu Santo, tenía esta finalidad esencial: restablecer nuestra relación con el Padre, destruida por el pecado; apartarnos de la condición de huérfanos y restituirnos a la de hijos.
El apóstol Pablo, escribiendo a los cristianos de Roma, dice: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Han recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba, Padre!» (Rm 8,14-15). He aquí la relación reestablecida: la paternidad de Dios se reaviva en nosotros a través de la obra redentora de Cristo y del don del Espíritu Santo.
El Espíritu es dado por el Padre y nos conduce al Padre. Toda la obra de la salvación es una obra que regenera, en la cual la paternidad de Dios, mediante el don del Hijo y del Espíritu, nos libra de la orfandad en la que hemos caído. También en nuestro tiempo se constatan diferentes signos de nuestra condición de huérfanos: Esa soledad interior que percibimos incluso en medio de la muchedumbre, y que a veces puede llegar a ser tristeza existencial; esa supuesta independencia de Dios, que se ve acompañada por una cierta nostalgia de su cercanía; ese difuso analfabetismo espiritual por el que nos sentimos incapaces de rezar; esa dificultad para experimentar verdadera y realmente la vida eterna, como plenitud de comunión que germina aquí y que florece después de la muerte; esa dificultad para reconocer al otro como hermano, en cuanto hijo del mismo Padre; y así otros signos semejantes.
A todo esto se opone la condición de hijos, que es nuestra vocación originaria, aquello para lo que estamos hechos, nuestro «ADN» más profundo que, sin embargo, fue destruido y se necesitó el sacrificio del Hijo Unigénito para que fuese restablecido. Del inmenso don de amor, como la muerte de Jesús en la cruz, ha brotado para toda la humanidad la efusión del Espíritu Santo, como una inmensa cascada de gracia. Quien se sumerge con fe en este misterio de regeneración renace a la plenitud de la vida filial.
«No los dejaré huérfanos». Hoy, fiesta de Pentecostés, estas palabras de Jesús nos hacen pensar también en la presencia maternal de María en el cenáculo. La Madre de Jesús está en medio de la comunidad de los discípulos, reunida en oración: es memoria viva del Hijo e invocación viva del Espíritu Santo. Es la Madre de la Iglesia. A su intercesión confiamos de manera particular a todos los cristianos, a las familias y las comunidades, que en este momento tienen más necesidad de la fuerza del Espíritu Paráclito, Defensor y Consolador, Espíritu de verdad, de libertad y de paz.
Como afirma también san Pablo, el Espíritu hace que nosotros pertenezcamos a Cristo: «El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo» (Rm 8,9). Y para consolidar nuestra relación de pertenencia al Señor Jesús, el Espíritu nos hace entrar en una nueva dinámica de fraternidad. Por medio del Hermano universal, Jesús, podemos relacionarnos con los demás de un modo nuevo, no como huérfanos, sino como hijos del mismo Padre bueno y misericordioso. Y esto hace que todo cambie. Podemos mirarnos como hermanos, y nuestras diferencias harán que se multiplique la alegría y la admiración de pertenecer a esta única paternidad y fraternidad.
El Papa: ‘La condición de hijos es nuestro ADN más profundo’ El Santo Padre, en la homilía de la misa de Pentecostés, recuerda que la paternidad de Dios se reaviva en nosotros a través de la obra redentora de Cristo y del don del Espíritu Santo. El Espíritu es dado por el Padre y nos conduce al Padre. Toda la obra de la salvación es una obra que regenera, en la cual la paternidad de Dios, mediante el don del Hijo y del Espíritu, nos libra de la orfandad en la que hemos caído. Así lo ha asegurado el papa Francisco, en la homilía de la misa de Pentecostés, celebrada en la Basílica de San Pedro. El Santo Padre ha recordado que la misión de Jesús, culminada con el don del Espíritu Santo, tenía esta finalidad esencial: “restablecer nuestra relación con el Padre, destruida por el pecado”; “apartarnos de la condición de huérfanos y restituirnos a la de hijos”. Y así, ha asegurado que “la paternidad de Dios se reaviva en nosotros a través de la obra redentora de Cristo y del don del Espíritu Santo”. .Francisco ha subrayado que la condición de hijos es nuestra vocación originaria, aquello para lo que estamos hechos, nuestro «ADN» más profundo, que fue destruido y se necesitó el sacrificio del Hijo Unigénito para que fuese restablecido. Así, de la muerte de Jesús en la cruz, “ha brotado para toda la humanidad la efusión del Espíritu Santo, como una inmensa cascada de gracia”. Quien se sumerge con fe en este misterio de regeneración –ha añadido– renace a la plenitud de la vida filial. Por otro lado, el Pontífice ha observado que en nuestro tiempo se constatan diferentes signos de nuestra condición de huérfanos. De este modo ha hablado de “la soledad interior que percibimos incluso en medio de la muchedumbre, y que a veces puede llegar a ser tristeza existencial”, “esa supuesta independencia de Dios, que se ve acompañada por una cierta nostalgia de su cercanía”, “ese difuso analfabetismo espiritual por el que nos sentimos incapaces de rezar”, “esa dificultad para experimentar verdadera y realmente la vida eterna, como plenitud de comunión que germina aquí y que florece después de la muerte” o “esa dificultad para reconocer al otro como hermano, en cuanto hijo del mismo Padre”. Las palabras de Jesús en la fiesta de Pentecostés, “no os dejaré huérfanos”, hacen pensar también en la presencia maternal de María en el cenáculo. Al respecto, el Papa ha indicado que “la Madre de Jesús está en medio de la comunidad de los discípulos, reunida en oración: es memoria viva del Hijo e invocación viva del Espíritu Santo.” Es la Madre de la Iglesia, ha recordado. Y para consolidar nuestra relación de pertenencia al Señor Jesús –ha explicado Francisco– el Espíritu nos hace entrar en una nueva dinámica de fraternidad. Por medio de Jesús “podemos relacionarnos con los demás de un modo nuevo, no como huérfanos, sino como hijos del mismo Padre bueno y misericordioso”. Y esto hace que todo cambie, ha asegurado.
Finalmente, el Santo Padre ha observado que “podemos mirarnos como hermanos”, y nuestras diferencias harán que “se multiplique la alegría y la admiración de pertenecer a esta única paternidad y fraternidad”.
Texto completo del Regina Coeli del papa Francisco – 15 de mayo de 2016
El Papa recuerda que el Espíritu Santo nos enseña a amar como ama Dios
En la Solemnidad de Pentecostés, el Santo Padre se ha asomado a la ventana del estudio del Palacio Apostólico, para rezar la oración del Regina Coeli con los fieles reunidos en la plaza.
Estas son las palabras del Papa para introducir la oración mariana del tiempo pascual:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy celebramos la gran fiesta de Pentecostés, que cierra el Tiempo Pascual, cincuenta días después de la Resurrección de Cristo. La liturgia nos invita a abrir nuestra mente y nuestro corazón al don del Espíritu Santo, que Jesús prometió varias veces a sus discípulos, el primer y principal don que Él nos ha dado con su Resurrección. Este don, Jesús mismo lo ha pedido al Padre, como indica el Evangelio de hoy, que está ambientado en la Última Cena. Jesús dice a sus discípulos: “Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14,15-16). Estas palabras nos recuerdan sobre todo que el amor por una persona, y también por el Señor, se demuestra no solo con las palabras, sino con los hechos; y también “cumplir los mandamientos” va entendido en sentido existencial, de forma que toda la vida esté implicada. De hecho, ser cristiano no significa principalmente pertenecer a una cierta cultura o adherirse a una cierta doctrina, sino más bien unir la propia vida, en cada aspecto, a la persona de Jesús, y a través de Él, al Padre. Con este fin, Jesús promete la efusión del Espíritu Santo a sus discípulos. Precisamente gracias al Espíritu Santo, Amor que une al Padre y al Hijo y procede de ellos, todos podemos vivir la vida misma de Jesús. El Espíritu, de hecho, nos enseña todas las cosas, y la única cosa indispensable: amar como ama Dios.
En el prometer el Espíritu Santo, Jesús lo define “otro Paráclito” (v. 16), que significa Consolador, Abogado, Intercesor, es decir Aquel que nos asiste, nos defiende, está a nuestro lado en el camino de la vida y en la lucha por el bien y contra el mal. Jesús dice “otro Paráclito” porque el primero es Él mismo, que se ha hecho carne precisamente para asumir sobre él nuestra condición humana y liberarla de la esclavitud del pecado.
Además, el Espíritu Santo ejercita una función de enseñanza y de memoria. Enseñanza y memoria. Nos lo ha dicho Jesús: “El Consolador, el Espíritu Santo, al cual el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todas las cosas que os he dicho” (v. 26). El Espíritu Santo no lleva una enseñanza diferente, pero hace vivo y operante la enseñanza de Jesús, para que el tiempo que pasa no lo cancele y no lo borre. El Espíritu Santo coloca esta enseñanza dentro de nuestro corazón, nos ayuda a interiorizarlo, haciéndolo ser parte de nosotros, carne de nuestra carne. Al mismo tiempo, prepara nuestro corazón para que sea capaz realmente de recibir las palabras y los ejemplos del Señor. Todas las veces que la palabra de Jesús es acogida con alegría en nuestro corazón, esto es obra del Espíritu Santo.
Rezamos ahora juntos el Regina Coeli –por última vez este año–, invocando la materna intercesión de la Virgen María. Ella nos dé la gracia de ser fuertemente animados por el Espíritu Santo, para testimoniar a Cristo con franqueza evangélica y abrirse cada vez más a la plenitud de su amor.
Después del Regina Coeli
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, en el contexto apropiado de Pentecostés, se publica mi Mensaje para la próxima Jornada Mundial de las Misiones que se celebra cada año el tercer domingo de octubre. El Espíritu dé fuerza a todos los misioneros ad gentes y sostenga la misión de la Iglesia en el mundo entero. El Espíritu Santo nos dé jóvenes, chicos y chicas, fuertes que tengan ganas de ir a anunciar el Evangelio. Pedimos esto hoy al Espíritu Santo.
Os saludo a todos vosotros, familias, grupos parroquiales, asociaciones, peregrinos procedentes de Italia y de tantas partes del mundo, en particular de Madrid, de Praga y de Tailandia; como también los miembros de la Comunidad católica coreana de Londres.
Saludo a los fieles de Casalbuttano, Cortona, Terni, Ragusa; los jóvenes de Romagnano de Massa; y la “Sacra Corale Jónica” de la Provincia de Taranto. Saludo de forma particular a todos los que participan en la Jornada de hoy de la Fiesta de los Pueblos, en el 25º aniversario, que se celebra en la plaza de San Juan de Letrán. Que esta fiesta, signo de unidad y de la diversidad el culturas,nos ayude a entender que el camino hacia la paz es este, hacer la unidad respetando las diversidades.
Dirijo un pensamiento especial a los Alpinos, reunidos en Asti para el Encuentro Nacional. Les exhorto a ser testigos de misericordia y de esperanza, imitando el ejemplo del beato Don Carlo Gnocchi, del beato Fratel Luigi Bordino y del venerable Teresio Olivelli, que honran el Cuerpo de los Alpinos con la santidad de su vida.
A todos os deseo una buena fiesta de Pentecostés, este domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!