«No es Dios de muertos sino de vivos»
- 01 Junio 2016
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Evangelio según San Marcos 12,18-27.
Se le acercaron unos saduceos, que son los que niegan la resurrección, y le propusieron este caso: "Maestro, Moisés nos ha ordenado lo siguiente: 'Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda'. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda y también murió sin tener hijos; lo mismo ocurrió con el tercero; y así ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos ellos, murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?". Jesús les dijo: "¿No será que ustedes están equivocados por no comprender las Escrituras ni el poder de Dios? Cuando resuciten los muertos, ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que serán como ángeles en el cielo. Y con respecto a la resurrección de los muertos, ¿no han leído en el Libro de Moisés, en el pasaje de la zarza, lo que Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? El no es un Dios de muertos, sino de vivientes. Ustedes están en un grave error".
San Aníbal María Di Francia
San Aníbal María Di Francia, presbítero y fundador
En Mesina, ciudad de Sicilia, de nuevo en Italia, san Aníbal María Di Francia, presbítero, que fundó la Congregación de Padres Rogacionistas del Corazón de Jesús y la de Hijas del Divino Celo, para rogar al Señor santos sacerdotes para su Iglesia y cuidar a huérfanos sin recursos.
Aníbal María Di Francia nació en Messina el 5 de julio de 1851 de la noble señora Anna Toscano y del caballero Francisco, marqués de S. Caterina dello Ionio, Vicecónsul Pontificio y Capitán Honorario de la Marina. Tercero de cuatro hijos, Aníbal quedó huérfano, tan sólo a los quince meses por la muerte prematura del padre. Esta amarga experiencia infundió en su ánimo la particular ternura y el especial amor a los huérfanos, que caracterizó su vida y su sistema educativo. Desarrolló un grande amor hacia la Eucaristía, tanto que recibió el permiso, excepcional para aquellos tiempos, de acercarse cotidianamente a la Santa Comunión. Jovencísimo, delante del Santísimo Sacramento solemnemente expuesto, recibió lo que se puede definir «inteligencia del Rogate»: es decir, descubrió la necesidad de la oración por las vocaciones, que, más tarde, encontró expresada en el versículo del Evangelio: «La mies es mucha pero los obreros son pocos. Rogad (Rogate) pues al dueño de la mies, para que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38: Lc 10, 2). Estas palabras del Evangelio constituyeron la intuición fundamental a la que dedicó toda su existencia. De ingenio alegre y de notables capacidades literarias, apenas sintió la llamada del Señor, respondió generosamente, adaptando estos talentos a su ministerio. Terminados los estudios, el 16 de marzo de 1878 fue ordenado sacerdote. Algún mes antes, un encuentro «providencial» con un mendigo casi ciego lo puso en contacto con la triste realidad social y moral del barrio periférico más pobre de Messina, las llamadas Casas de Avignone y le abrió el camino de aquel ilimitado amor hacia los pobres y los huérfanos, que llegará a ser una característica fundamental de su vida. Con el consentimiento de su Obispo, fue a habitar en aquel «gueto» y se comprometió con todas sus fuerzas en la redención de aquellos infelices, que, se presentaban, ante su vista, según la imagen evangélica, como «ovejas sin pastor». Fue una experiencia marcada por fuertes incomprensiones, dificultades y hostilidades de todo tipo, que él superó con grande fe, viendo en los humildes y marginados al mismo Jesucristo y realizando lo que definía: «Espíritu de doble caridad: la evangelización y la ayuda a los pobres».
En 1882 dio inicio a sus orfanatos, que fueron llamados antonianos porque estaban puestos bajo la protección de San Antonio de Padua. Su preocupación no sólo fue la de dar pan y trabajo, sino y, sobre todo, la de educar de forma integral a la persona teniendo en cuenta el aspecto moral y religioso, ofreciendo a los asistidos un verdadero clima de familia, que favorece el proceso formativo para hacerles descubrir y seguir el proyecto de Dios. Hubiera querido abrazar a los huérfanos y a los pobres de todo el mundo con espíritu misionero. Pero, ?cómo hacerlo? La palabra del Rogate le abría esta posibilidad.
Por eso escribió: « ¿Qué son estos pocos huérfanos que se salvan y estos pocos pobres que se evangelizan frente a millones que se pierden y están abandonados como rebaño sin pastor?... Buscaba un camino de salida y lo encontré amplio, inmenso en aquellas adorables palabras de nuestro Señor Jesucristo: Rogate ergo... Entonces me pareció haber hallado el secreto de todas las obras buenas y de la salvación de todas las almas». Aníbal había intuido que el Rogate no era una simple recomendación del Señor, sino un mandado explícito y un «remedio inefable». Motivo por el cual su carisma es de valorar como el principio animador de una fundación providencial en la Iglesia. Otro aspecto importante para hacer resaltar es que él precede a los tiempos en el considerar vocaciones también aquellas de los laicos comprometidos: padres, maestros y hasta buenos gobernantes. Para realizar en la Iglesia y en el mundo sus ideales apostólicos, fundó dos nuevas familias religiosas: en 1887 la Congregación de las Hijas del Divino Celo y diez años después la Congregación de los Rogacionistas. Quiso que los miembros de los dos Institutos, aprobados canónicamente el 6 de agosto de 1926, se comprometieran a vivir el Rogate con un cuarto voto. Tanto que el Di Francia escribió en una súplica del 1909 a S. Pío X: «Me he dedicado desde mi primera juventud a aquella santa Palabra del Evangelio: Rogate ergo. En mis mínimos Institutos de beneficencia se eleva una oración incesante, cotidiana de los huérfanos, de los pobres, de los sacerdotes, de las sagradas vírgenes, con la que se suplican a los Corazones Santísimos de Jesús y María, al Patriarca S. José y a los Santos Apóstoles para que quieran proveer abundantemente a la Iglesia de sacerdotes elegidos y santos, de obreros evangélicos de la mística mies de las almas». Para difundir la oración por las vocaciones promovió numerosas iniciativas, tuvo contactos epistolares y personales con los Sumos Pontífices de su tiempo; instituyó la Sagrada Alianza para el clero y la Pía Unión de la Rogación Evangélica para todos los fieles.
Creó el periódico con el significativo título «Dios y el Prójimo» para implicar a los fieles a vivir los mismos ideales. «Es toda la Iglesia -escribe- que oficialmente tiene que rezar por este fin, ya que la misión de la oración para obtener buenos obreros es tal que ha de interesar vivamente a cada fiel, a todo cristiano, que le preocupe el bien de todas las almas, pero en particular a los obispos, los pastores del místico rebaño, a los cuales fueron confiadas las almas y que son los apóstoles vivientes de Jesucristo». Grande fue el amor que tuvo por el sacerdocio, convencido que sólo mediante la obra de los sacerdotes numerosos y santos es posible salvar a la humanidad. Se comprometió fuertemente en la formación espiritual de los seminaristas, que el arzobispo de Messina confió a sus cuidados. A menudo repetía que sin una sólida formación espiritual, sin oración, «todos los esfuerzos de los obispos y de los rectores de los seminarios se reducen generalmente a una cultura artificial de sacerdotes...». Fue él mismo, el primero, en ser buen obrero del Evangelio y sacerdote según el corazón de Dios. Su caridad, definida «sin cálculos y sin límites», se manifestó con connotaciones particulares también hacia los sacerdotes en dificultad y las monjas de clausura. Ya durante su existencia terrenal fue acompañado por una clara y genuina fama de santidad, difundida a todos los niveles, tanto que cuando el 1 de junio de 1927 falleció en Messina, confortado por la presencia de María Santísima, que tanto había amado durante su vida terrenal, la gente decía: «Vamos a ver el santo que duerme». La santidad y la misión de Padre Aníbal, declarado «insigne apóstol de la oración por las vocaciones», son hoy profundamente apreciadas por quienes se han compenetrado de las necesidades vocacionales de la Iglesia. Fue beatificado por SS Juan Pablo II en 1990 y canonizado por el mismo pontífice el 16 de mayo de 2004.
fuente: Vaticano
Catecismo de la Iglesia Católica § 988-994
«No es Dios de muertos sino de vivos»
«Creo en la resurrección de la carne»: El Credo cristiano –profesión de nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora, salvadora y santificadora- culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna. Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Jesucristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que él los resucitará en el último día. Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad... El término «carne» designa al hombre en su condición de debilidad y mortalidad. La «resurrección de la carne» significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros «cuerpos mortales» (Rm 8,11) volverán a tener vida.
Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. «La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella» (Tertuliano)... La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquel que mantiene fielmente su alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección...
Los fariseos y muchos contemporáneos del Señor esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: «Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error». La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que «no es un Dios de muertos sino de vivos». Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en él, y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (Jn 6,40.54).
No es un Dios de muertos, sino de vivos
Tiempo Ordinario. No es un Dios de muertos, sino de vivos. El espíritu es quien da vida.
Oración introductoria
Dios Padre, hazme comprender que me llamas respetando mi libertad, aunque desgraciadamente a veces haga mal uso de ella. Por eso vengo a esta meditación buscando, la luz para no desviarme del camino y la fuerza para no doblegarme ante las dificultades.
Petición
Espíritu Santo, que no desconfíe del poder de Dios y sepa comprender su Palabra.
Meditación del Papa Francisco
En el Evangelio se encuentran dos signos reveladores de quien sabe lo que se debe creer pero no tiene fe. El primer signo es la casuística representada por aquellos que preguntaban a Jesús si era lícito pagar las tasas o cuál de los siete hermanos del marido debía casarse con la mujer que había quedado viuda. El segundo signo es laideología.
Los cristianos que piensan la fe como un sistema de ideas, ideológico. En aquel tiempo había gnósticos, pero había muchos... Y así, estos que caen en la casuística o estos que caen en la ideología son cristianos que conocen la doctrina pero sin fe, como los demonios. Con la diferencia que ellos tiemblan, estos no: viven tranquilos.
En el Evangelio hay también ejemplos de personas que no conocen la doctrina pero tienen mucha fe. En el episodio de la Cananea, con su fe logra la sanación de la hija víctima de una posesión, y la Samaritana que abre su corazón porque ha encontrado no verdades abstractas sino a Jesucristo. También el ciego curado por Jesús y que por esto es interrogado por fariseos y doctores de la ley, hasta que se arrodilla con sencillez y adora a quien lo ha sanado. Tres personas que demuestran como fe y testimonio son indisolubles. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 21 de febrero de 2014, en Santa Marta).
Reflexión
Estáis en un gran error, advierte Jesús. Pero para quien tiene fe, el poder de Dios y las Escrituras hablan desde otro punto de vista totalmente diferente. "El espíritu es quien da vida, la carne no sirve para nada" (Jn 6, 63). Y aquí la carne está representada por los pensamientos demasiado apegados a nuestra condición terrena. Por la falta de sentido trascendente, por el olvido de nuestra dimensión espiritual, del motor interior del amor y del deseo de Dios que laten en nuestro interior.
Cuando el mundo pregona los parabienes de sus placeres, las ventajas de su libertades y la felicidad de su estilo de vida, no es veraz en la mayoría de la ocasiones. No nos conviene apegarnos a este error materialista que oscurece la parte más bella de nuestra vida y esperanza futura. Aquella parte que nos convierte en seres unidos a Dios, a su trascendencia y a su felicidad. Quien comprende y pone en práctica la prioridad de su vida espiritual puede experimentar todo lo demás como secundario.
La clave por la que interpretamos el futuro, que tanto nos preocupa a veces, está en Dios, y sólo Él nos la puede revelar a cada uno como un secreto único e intransferible, lleno de plenitud y realización.
Propósito
Dedicar más y mejor tiempo para hacer un examen de conciencia, profundo, sobre los progresos y retrocesos en mi vida espiritual.
Diálogo con Cristo
Padre mío, me has creado con una naturaleza que busca trascender, porque me has dado la dignidad de ser tu hijo. Ilumina mi meditación para que confirme que nunca será en las personas, por más buenas que sean, y por mucho que las ame, donde podré saciar esta sed de trascendencia, porque todas las creaturas, fallamos y somos finitas. Permite que sepa comprender que la gran verdad de mi vida es que Tú me amas.
Me siento un náufrago espiritual
En este mar apático se nada y se nada, buscando una isla donde aferrarse, hasta que vemos a Dios a nuestro alrededor.
Si, a veces me siento como un náufrago nadando en un mar de incomprensión espiritual, tratando de encontrar aunque más no sea una isla pequeña donde descansar ¿A qué me refiero?
Rodeado de la vida mundana, no se advierte que los demás miren este mundo aunque no sea más que un poquito, con los ojos de Dios. Escucho hablar a la gente de cosas que suceden, y se advierte de inmediato la mano de Dios en ello. Pero, ¿cómo decirlo, si no hay peor sordo que el no quiere oír, ni peor ciego que el que no quiere ver? Miro a derecha, a izquierda, por delante y por detrás, y sólo veo gente que no tiene la más mínima voluntad de introducir a Dios en sus vidas. ¡Un verdadero mar de frialdad espiritual!. Miles de millones de almas viven totalmente ajenas a El. Mientras rezo en mi interior, y pienso en lo mal que se siente el Creador al ver semejante nivel de indiferencia, más y más me siento como un náufrago perdido en un mar de ignorancia y ceguera espiritual. Y ésta realidad me resulta visible en aquellos momentos en que, por Gracia de Dios, se abre mi corazón a ver la realidad con una mirada espiritual, porque el resto del tiempo entristezco al Señor con pensamientos y sentimientos del todo mundanos también.
En este mar apático se nada y se nada, buscando una isla donde aferrarse. Y esas islas aparecen, cuando cruzamos nuestro camino con alguien que ve a Dios en lo que ocurre a nuestro alrededor. ¡Y cómo nos aferramos a estas personas en esos momentos! Conversaciones vibrantes, plenas de amor a Dios, compartiendo tantas cosas que el mar-desierto espiritual que nos rodea ignora totalmente. Son momentos de descansar, de tomar fuerzas, de recordar que el Señor nunca nos deja desamparados. Y luego de gozar estos instantes de unión con esos hermanos en el amor a Jesús y María, a nadar nuevamente en el mar que nos rodea.
Creo que nuestra obligación, como hijos de Dios, es sobreponernos a éstas frustraciones del alma, y seguir luchando en medio de tan grande incomprensión. Debemos dar testimonio del amor por Dios, aunque nadie nos preste atención, a riesgo de que nos tomen por locos o aburridos, o pasados de moda, o el calificativo que sea. Imaginen que el pobre Jesús también nadó en este mar espiritual cuando vino a nosotros, y como siempre, la Palabra del Señor es el modelo de lo que debemos esperar de nuestras vidas, y también de cómo debemos reaccionar frente a la falta de amor del mundo.
Hoy nos sentimos náufragos, y también colaboramos con el naufragio general ante nuestra falta de amor por El. Pero, personalmente, creo que si cada uno de nosotros nada con fuerza en estas aguas, dando vigoroso testimonio del amor como único camino, se irán formando más y más islas a nuestro alrededor, hasta que se unan poco a poco.
Y esas islas, que son las almas de los que aman a Dios, unidas unas con otras formarán un continente espiritual, donde reine el Amor por nuestro Dios, donde se pueda pisar firme y confiado en tierras regadas por las lágrimas de quienes donaron sus vidas por el Salvador, a lo largo de los siglos.
La debilidad de los laicos
Hay una insuficiente e inadecuada presencia de los laicos católicos en la vida pública
La razón fundamental es que su condición católica queda diluida por las categorías del mundo secular, por sus marcos de referencia. Reducen la fe a una cuestión interior sin traducción encarnada en la vida colectiva, cuando precisamente el hecho católico es esencialmente encarnado y comunitario. La eucaristía es su centro. Entre las causas que motivan esta pobre actuación cristiana, que ha criticado el Papa Francisco, hay en ocasiones un déficit de valor para afrontar el mundo y las repercusiones negativas que comporta, en nuestro país y en gran parte de Europa, el profesar la fe y actuar en consecuencia en la vida pública. En la política ciertamente, pero también en los ámbitos profesionales y sociales hay mucho de una deficiente formación espiritual, teológica y doctrinal. Esta insuficiencia educativa no se explica si solo nos remitimos a los laicos, porque en la Iglesia este tipo de formación recae esencialmente en los pastores. Hay en consecuencia una insuficiente capacidad para dar una buena preparación espiritual, teológica y doctrinal por parte de sacerdotes y obispos, y este segundo problema nos remite más lejos y más hondo. Porque, si esto es así, quiere decir que los seminarios y otros medios educativos de la Iglesia no hacen del todo bien su papel.
El laico católico ha de ser capaz de hacerse presente en el mundo y presentarse en él con un relato hecho desde el marco de referencia cristiano. Esto quiere decir pensar en categorías de la Doctrina Social de la Iglesia, en aquello que es más específico de la vida pública, y, con carácter más general, pesar en términos catequéticos. Dicho breve y claro: tenemos un compendio de Doctrina Social y un Catecismo que deberían ser el fundamento, pero los tenemos olvidados. El laico ha de formarse sobre aquel fundamento, ha de evitar toda interpretación de la fe desde la ideología, ha de estar lejos de supeditarlo a un pretendido dogma económico o a toda sumisión al interés del partido o de la organización, sea cual sea. Y todo esto sin perder de vista algo que es importante y en cierta medida nuevo: las doctrinas expresadas por los partidos políticos tal y como llegan al siglo XXI están agotadas, son insuficientes, incapaces de resolver la acumulación de crisis generadas por la Modernidad y Postmodernidad. Es precisamente en el cristianismo, en la Doctrina Social de la Iglesia, donde pueden encontrarse las fuentes renovadoras capaces de aportar respuestas.
Hay otros factores de menor entidad que también debilitan la presencia del laicado cristiano. Una es la excesiva tendencia de demasiados movimientos y entidades católicas a aferrarse a sus propias iniciativas, evitando que una parte de su gente colabore con otros laicos en los asuntos públicos. Bien está lo propio, la especificidad, la escuela de espiritualidad, pero esto no puede significar nunca el ser un ente autoreferenciado en el seno de la propia Iglesia, sin participación activa en los asuntos comunes, uno de los cuales es precisamente el de la acción en la plaza pública.
Un segundo factor es el predominio de la reacción sobre la proposición, lo que significa que la posición inicial es siempre defensiva. Así es muy difícil ganar espacio.
Finalmente, el predominio del monocultivo. Muchas entidades se dedican a algunos temas irrenunciables, vida y familia, aunque generalmente entendidos de forma limitada. Pero a su lado, no en lugar de ellos, sino a su lado, repitámoslo, faltan misiones, presencias y propuestas en todos los otros órdenes del campo social, económico y cultural. Y sobre todo faltan propuestas que vayan a la raíz de la cosa, que se dirijan al conjunto de la polis, es decir, propuestas políticas, no en el sentido del partido político, sí en tanto en cuanto hacen referencia a cuestiones que nos afectan a todos.
El Papa, en la audiencia
"Hay que reencontrar el camino hacia nuestro corazón y recuperar la intimidad"
Papa: "El publicano es el icono del auténtico creyente; el fariseo, icono del hipócrita"
"Repitamos juntos tres veces la bella oración del publicano: ¡Oh Dios, ten piedad de mí, pecador!"
José Manuel Vidal, 01 de junio de 2016 a las 10:21
La humildad del pobre abre el corazón de Dios. Dios tiene debilidad por los humildes
(José M. Vidal).- En la audiencia del miércoles, el Papa Francisco explica cómo hay que orar, para llegar al corazón de Dios. La oración no debe ser como la engreída del fariseo, sino humilde como la del publicano. Este último es "el icono del auténtico creyente", mientras el fariseo es "icono del corrupto y del hipócrita". El Papa invita a "reencontrar el camino hacia el corazón" de los hermanos y de Dios, que "tiene debilidad por los humildes".
Lectura de la parábola del fariseo y del publicano de San Lucas: "Todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido".
Algunas frases de la catequesis del Papa
"Con otra parábola Jesús quiere enseñarnos cuál es la actitud justa para rezar. ¿Cómo se debe rezar?"
"No como el fariseo"
"Más que rezar el fariseo se complace en su propia observancia de los preceptos"
"Dios ama a todos y no desprecia a los pecadores"
"El fariseo que se considera justo no cumple el mandamiento más importante"
"No debemos preguntarnos cuánto rezamos, sino cómo rezamos"
"Hay que extirpar la arrogancia y la hipocresía"
"¿Se puede rezar con arrogancia y con hipocresía? No. Hay que rezar como somos"
"Hay que reencontrar el camino hacia nuestro corazón y recuperar la intimidad"
"Desde allí podemos encontrar a los demás y hablar con ellos"
"El publicano, en cambio, se presenta en el templo con ánimo humilde, arrepentido"
"Su oración es brevísima: 'Señor, ten piedad de mí, pecador"
"¡Bella oración! Digámosla todos juntos tres veces"
"Se es justo o pecador no por la propia pertenencia social, sino por la forma de relacionarse con Dios y con los hermanos"
"Su oración es esencial"
"El publicano mendiga la miseircordia de Dios. ¡Qué bello!"
"El publicano se convierte en un icono del auténtico creyente"
"El fariseo es el corrupto, es el icono del corrupto que hace como si rezase, pero sólo sabe pavonearse"
"El que se cree justo y juzga a los demás y los desprecia es un corrupto y un hipócrita"
"La soberbia aleja de Dios y de los demás"
"La humildad es condición necesaria para ser levantado por Él"
"La humildad del pobre abre el corazón de Dios. Dios tiene debilidad por los humildes"
"Repitamos, una vez más, la bella oración: ¡Oh Dios, ten piedad de mí, pecador"
Texto íntegro del saludo del Papa en español
Queridos hermanos y hermanas
En la parábola del fariseo y el publicano, que suben al templo para orar, Jesús nos enseña la actitud correcta para invocar la misericordia del Padre.
El fariseo hace una oración de agradecimiento en la que se complace de sí mismo por el cumplimiento de la ley, se siente irreprensible y desprecia a los demás. Su soberbia compromete toda obra buena, vacía la oración, y lo aleja de Dios y del prójimo.
Nosotros hoy, más que preguntarnos cuánto rezamos, podemos preguntarnos cómo lo hacemos, o mejor cómo es nuestro corazón para valorar los pensamientos y sentimientos, y eliminar toda arrogancia.
El publicano ora con humildad, arrepentido de sus pecados, mendiga la misericordia de Dios. Nos recuerda la condición necesaria para recibir el perdón del Señor y se convierte en imagen del verdadero creyente.
La oración del soberbio no alcanza el corazón de Dios, la oración humilde obtiene su misericordia.
***
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que la Virgen María, nuestra Madre, que proclama en el Magnificat la misericordia del Señor, nos ayude a orar siempre con un corazón semejante al suyo.
Texto completo de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El miércoles pasado hemos escuchado la parábola del juez y la viuda, sobre la necesidad de orar con perseverancia. Hoy, con otra parábola, Jesús quiere enseñarnos cuál es la actitud justa para orar e invocar la misericordia del Padre: cómo se debe orar. Una actitud justa para orar. Es la parábola del fariseo y del publicano (Cfr. Lc 19,9-14).
Ambos protagonistas suben al templo a orar, pero actúan de modos muy diferentes, obteniendo resultados opuestos. El fariseo ora «de pie» (v. 11), y usa muchas palabras. La suya, si, es una oración de agradecimiento dirigida a Dios, pero en realidad es un alarde de sus propios méritos, con sentido de superioridad hacia los «demás hombres», calificándolos como «ladrones, injustos y adúlteros», como, por ejemplo - y señala a aquel otro que estaba ahí - «como ese publicano» (v. 11). Pero precisamente aquí está el problema: aquel fariseo ora a Dios, pero en verdad mira a sí mismo. ¡Ora a si mismo! En vez de tener delante a sus ojos al Señor, tiene un espejo.
A pesar de encontrarse en el templo, no siente la necesidad de postrarse delante de la majestad de Dios; está de pie, se siente seguro, ¡casi fuera él, el dueño del templo! Él enumera las buenas obras cumplidas: es irreprensible, observante de la Ley más de lo debido, ayuna «dos veces por semana» y paga la "decima" parte de todo aquello que posee. En conclusión, más que orar, el fariseo se complace de la propia observancia de los preceptos. Y además, su actitud y sus palabras están lejos del modo de actuar y de hablar de Dios, quien ama a todos los hombres y no desprecia a los pecadores. Éste desprecia a los pecadores, también cuando señala al otro que está ahí. Aquel fariseo, que se considera justo, descuida el mandamiento más importante: el amor a Dios y al prójimo.
No basta pues preguntarnos cuánto oramos, debemos también examinarnos cómo oramos, o mejor, cómo es nuestro corazón: es importante examinarlo para evaluar los pensamientos, los sentimientos, y extirpar la arrogancia y la hipocresía. Pero, yo pregunto: ¿se puede orar con arrogancia? No. ¿Se puede orara con hipocresía? No. Solamente, debemos orar ante Dios como nosotros somos. Pero éste oraba con arrogancia e hipocresía. Estamos todos metidos en la agitación del ritmo cotidiano, muchas veces a merced de sensaciones, desorientadas, confusas. Es necesario aprender a encontrar el camino hacia nuestro corazón, recuperar el valor de la intimidad y del silencio, porque es ahí que Dios nos encuentra y nos habla. Solamente a partir de ahí podemos nosotros encontrar a los demás y hablar con ellos. El fariseo se ha encaminado hacia el templo, está seguro de sí, pero no se da cuenta de haber perdido el camino de su corazón.
El publicano en cambio se presenta en el templo con ánimo humilde y arrepentido: «manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho» (v. 13). Su oración es breve, no es tan larga como aquella del fariseo: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador». Nada más. "Oh Dios, ten piedad de mí pecador". Bella oración, ¿eh? Podemos decirla tres veces, todos juntos. Digámosla: "Oh Dios, ten piedad de mí pecador". "Oh Dios, ten piedad de mí pecador". "Oh Dios, ten piedad de mí pecador". De hecho, los cobradores de impuestos - llamados justamente, publicanos - eran considerados personas impuras, sometidas a los dominadores extranjeros, eran mal vistos por la gente y generalmente asociados a los "pecadores".
La parábola enseña que se es justo o pecador no por la propia pertenencia social, sino por el modo de relacionarse con Dios y por el modo de relacionarse con los hermanos. Los gestos de penitencia y las pocas y simples palabras del publicano testimonian su conciencia acerca de su mísera condición. Su oración es esencial. Actúa como un humilde, seguro solo de ser un pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no pedía nada porque tenía ya todo, el publicano puede solo mendigar la misericordia de Dios. Y esto es bello, ¿eh? Mendigar la misericordia de Dios. Presentándose "con las manos vacías", con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra a todos nosotros la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final justamente él, despreciado así, se convierte en icono del verdadero creyente.
Jesús concluye la parábola con una sentencia: «Les aseguro que este último - es decir, el publicano - volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado» (v. 14). De estos dos, ¿Quién es el corrupto? El fariseo. El fariseo es justamente el icono del corrupto que finge orar, pero solamente logra vanagloriarse de sí mismo delante de un espejo. Es un corrupto pero finge orar. Así, en la vida quien se cree justo y juzga a los demás y los desprecia, es un corrupto y un hipócrita. La soberbia compromete toda acción buena, vacía la oración, aleja a Dios y a los demás.
Si Dios prefiere la humildad no es para desanimarnos: la humildad es más bien la condición necesaria para ser ensalzados por Él, así poder experimentar la misericordia que viene a colmar nuestros vacíos. Si la oración del soberbio no alcanza el corazón de Dios, la humildad del miserable lo abre. Dios tiene una debilidad: la debilidad por los hombres. Delante a un corazón humilde, Dios abre su corazón totalmente. Es esta humildad que la Virgen María expresa en el cantico del Magníficat: «Ha mirado la humillación de su esclava. [...] Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen» (Lc 1,48.50). Que Ella nos ayude, nuestra Madre, a orar con un corazón humilde. Y nosotros, repitamos tres veces más, aquella bella oración: "Oh Dios, ten piedad de mí pecador". "Oh Dios, ten piedad de mí pecador". "Oh Dios, ten piedad de mí pecador". Gracias.