«En tierra buena, dieron fruto»

Evangelio según San Mateo 13,1-9. 

Aquel día, Jesús salió de la casa y se sentó a orillas del mar. Una gran multitud se reunió junto a él, de manera que debió subir a una barca y sentarse en ella, mientras la multitud permanecía en la costa. Entonces él les habló extensamente por medio de parábolas. Les decía: "El sembrador salió a sembrar. Al esparcir las semillas, algunas cayeron al borde del camino y los pájaros las comieron. Otras cayeron en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotaron en seguida, porque la tierra era poco profunda; pero cuando salió el sol, se quemaron y, por falta de raíz, se secaron. Otras cayeron entre espinas, y estas, al crecer, las ahogaron. Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta. ¡El que tenga oídos, que oiga!".

San Juan Crisóstomo (c. 345-407), presbítero en Antioquía, después obispo de Constantinopla, doctor de la Iglesia 
Homilías sobre Mt, 44

«En tierra buena, dieron fruto»

«Salió el sembrador a sembrar.» ¿De dónde salió el que está presente en todo, que lo llena todo? ¿Cómo ha salido? No de forma material, ciertamente, sino por una disposición de su providencia en favor nuestro: se acercó a nosotros revistiendo nuestra carne. Puesto que nosotros no podíamos llegarnos a él porque nos lo impedían nuestros pecados, es él quien vino a nosotros. Y ¿por qué salió? Para destruir la tierra en la que pululaban las espinas? ¿Para castigar a los agricultores? De ninguna manera. Viene a cultivar esta tierra, a ocuparse de ella y sembrar la palabra de santidad. Porque la simiente de la cual habla es, en efecto, su doctrina; el campo, el alma del hombre; el sembrador, él mismo... 

Habría razón para hacer reproches a un agricultor que sembrara con tanta largueza... Pero cuando se trata de las cosas del alma, la piedra puede ser transformada en una tierra fértil, el camino puede no ser pisoteado por todos los que circulan por él y llegar a ser un campo fecundo; las espinas pueden ser arrancadas y permitir que los granos crezcan tranquilamente. Si eso no fuera posible, el sembrador no hubiera derrochado su grano. Y si la transformación no tiene lugar, la culpa no es del sembrador, sino de aquellos que no han querido dejarse cambiar. El sembrador ha hecho su trabajo. Si su grano ha sido malgastado, no se pueden pedir responsabilidades al autor de un bien tan grande. 

Fíjate bien en que hay muchas maneras de perder la semilla... Una cosa es dejar secar la semilla de la palabra de Dios sin preocuparse ni poco ni mucho; otra cosa es verla perecer bajo el choque de las tentaciones... Para que no nos ocurra cosa semejante, grabemos profundamente y con ardor la palabra en nuestra memoria. El diablo querrá arrancar el bien alrededor nuestro, pero nosotros tendremos suficiente fuerza para que no pueda arrancar nada en nosotros.


Beato Luigi Novarese

Nació en Casale Monferrato, Italia, el 29 de Julio de 1914. No había cumplido 9 meses, cuando su padre murió a consecuencia de una neumonía que no se trató de forma adecuada. Teresa, su madre, tenía 30 años y nueve hijos que atender; Luigi era el benjamín. Los bienes que poseían poco a poco se fueron diezmando. La piedad y el espíritu mariano que presidía el hogar, alentado por Teresa, suscitaba en el pequeño un cúmulo de emociones que le instaron a recibir la Primera Comunión por su cuenta, haciendo creer al párroco del lugar que la había tomado mucho antes, cuando éste quiso asegurarse de que no era un neófito. La picaresca del niño, envuelta en un inocente anhelo de apresurarse a obtener esa gracia, causó gran disgusto a su madre cuando le vio en el altar. Pero el buen sacerdote, después de plantearle algunas cuestiones del catecismo, muy satisfecho de las respuestas tranquilizó a Teresa diciéndole: «Su hijo, señora, conoce mejor el catecismo que nosotros. Déjelo que de ahora en adelante comulgue».

El año 1923 una caída con funestas consecuencias dio un vuelco a su vida. Tenía 9 años, un crudo diagnóstico: coxitis tuberculosa con una larga veintena de abscesos abiertos y una pesada escayola que le mantuvo apresado en el lecho. Comenzaba a comprender una de las páginas de la vida que tarde o temprano llega a todos: el dolor. Mientras sus amigos jugaban, su escenario eran los hospitales, todos a los que su madre acudió negándose a aceptar lo que decían era irremediable. Así transcurrió su adolescencia y juventud. La oración, la Eucaristía y su devoción a María le convirtieron en un apóstol entre los hospitalizados de su edad. Siempre ejemplar, se esforzaba por enderezarles en la vía del bien y les enseñaba el catecismo. Los médicos no fueron capaces de cortar la infección que generaba casi un litro diario de emponzoñado líquido. Aconsejaban a Teresa que se rindiera; para qué proseguir con tanto gasto si Luigi iba a morir. Éste la ayudaba a costear tratamiento y hospitales cosiendo botones y ojales. Pero fue más lejos. Escribió al salesiano P. Rinaldi y se encomendó a sus oraciones.

Solicitaba una cadena engarzada con la fe de los muchos que suplicarían su curación a la Virgen. Y en mayo de 1931, cuando tenía 17 años, se produjo el milagro, aunque la pierna afectada quedó 15 cm. más corta que la sana. Él supo que se obraría la gracia que solicitó porque vio en sueños a María Auxiliadora. Ella le aseguró, siempre en ese estado de vigilia, que se restablecería en el mes dedicado a su celebración y que sería sacerdote, dando respuesta a estas dos preguntas que Luigi formuló. También quiso saber si iría al cielo, pero la Madre simplemente sonrió. Le prometió que dedicaría su vida entera a socorrer a las personas que sufrían y a evitar que los enfermos recibieran el trato deficiente que él mismo padeció. Don Bosco, Luís María Grignion de Monfort y José Cottolengo tuvieron gran peso en su vida.

En 1938 fue ordenado sacerdote. Pasó por varias parroquias y en 1942 dio el salto al ámbito diplomático de manos del futuro Pablo VI, que le introdujo en la Secretaria de Estado del Vaticano. Tenía tantas virtudes y cualidades que lo eligieron Camarero secreto supernumerario en 1952, y prelado domestico de Pío XII en 1957.

Antes, en 1943 creó la Liga Sacerdotal Mariana (LSM), y a partir de ese año inició el apostolado de los voluntarios del sufrimiento, impulsó la publicación «El áncora», emitió semanalmente a través de la radio Vaticana un programa infundiendo esperanza a los enfermos, y en 1950 creó los Silenciosos Operarios de la Cruz. Encabezó peregrinaciones con discapacitados y enfermos, congregó a varios miles recibidos en audiencia por Pío XII, abrió talleres, etc. En 1964 se ocupó de la oficina para asistencia espiritual hospitalaria de la Conferencia Episcopal Italiana. Ello le permitió conocer de primera mano la situación y necesidades de enfermos, sanatorios y hospitales que solía visitar. Su experiencia e implicación en la subsanación de las deficiencias influyó en la legislación italiana que tomó conciencia de los problemas. Paralelamente, impulsó acciones de gran calado dentro de la pastoral del sufrimiento.

Atendiendo al carácter integral de la persona ponía el acento no solo en el aspecto físico, sino en el espiritual. Sabía que sin este ámbito, que enseña a encontrar un sentido al sinsentido del dolor, no cabía esperar óptimos resultados. Fue consciente del potencial que tienen en su mano los enfermos que pueden poner a los pies de Cristo su sufrimiento. Luchó para que se restableciera su dignidad y logró que no se abandonara a los discapacitados. Quiso llevar a todos a Cristo y a María. Hacía notar: «Conocer, amar y servir a Jesús: conociendo bien a Jesús se ama más; amándolo más se sirve mejor; sirviendo mejor se lleva con mas impulso hacia los demás hermanos enfermos». Amaba la cruz y se propuso implicar a enfermos y discapacitados en un apostolado que sabía sería fecundísimo si se abrazaban a ella. Murió el 20 de julio de 1984 en Rocca Priora. El cardenal Bertone, como Delegado de Benedicto XVI, lo beatificó el 11 de mayo de 2013.

¿Qué es la virtud del ocultamiento?
El modelo por excelencia de dicha virtud es la Virgen María

Cuando leemos la vida y obra de varios santos; sobre todo, tratándose de los que fueron místicos, aparece frecuentemente una virtud, llamada “del ocultamiento”. Hoy día, es un término poco usado, pero que vale la pena recuperar, no tanto en cuanto a la palabra, sino sobre su significado. Antes de empezar, hay que aclarar varias cosas para evitar malas interpretaciones. Por “ocultamiento”, no se refiere al periodo del “Oscurantismo” o a la falta de transparencia. Todo lo contrario. Significa evitar aparecer más de la cuenta, algo así como “robar cámara”. Trasladándolo al día a día, hay que reconocer el riesgo de caer en la tentación de los aplausos, de figurar, de ser vistos y admirados. Justo a eso se refiere. Obviamente, hay que dar la cara, siendo asertivos. Por ejemplo, un rector no puede excusarse de subir al pódium a pronunciar un discurso, pero debe saber reconocer que hay otras personas que lo ayudan en la gestión universitaria. Aquí está la verdadera diferencia entre ser un jefe y actuar como líder. El segundo sabe incluir, medir hasta dónde conviene aparecer para que los otros no queden marginados. Claro que, tristemente, en nombre del “ocultamiento”, aparecen muchas formas y/o actitudes relacionadas con la evasión de responsabilidades, pero entendiéndolo como lo hacían los santos, no tendremos ningún problema.

Es decir, no se trata de delegar exageradamente, para quedarnos encerrados en una oficina, sino de lograr un punto medio entre figurar y absolutizar la propia imagen que sería el error a evitar en todo momento. Muchas veces, el que no hizo nada por el grupo juvenil, aparece en la entrega de reconocimientos o delante de la autoridad como alguien muy trabajador. Aquí estamos ante una variante de la hipocresía. De ahí la importancia de ser sinceros con Dios y con nosotros mismos. ¿Quién es el modelo por excelencia de dicha virtud? La Virgen María. Cuando tuvo que dar la cara, lo hizo. Así fue de las pocas que se mantuvo al pie de la cruz; sin embargo, no andaba por los caminos exagerando, con palabras y gestos para llamar la atención. La fe pasa por la sencillez. No hay que olvidarlo. Es triste cuando alguien confunde liderazgo con búsqueda de aplausos, de reconocimiento, en vez de preocuparse por la evangelización que no es otra cosa más que compartir lo que uno cree de forma coherente. María estaba presente, sin querer opacar o tomar un protagonismo fuera de lugar. Fue sencilla y eso la hizo un punto de referencia para todos. Pero, entonces, ¿hay que ocultar las habilidades y talentos? No, pero ponerlas a disposición con humildad; es decir, reconociendo los puntos fuertes, pero sabiendo que eso no nos hace autosuficientes. El ocultamiento, dentro de la tradición católica, puede entenderse también como evitar resultar pesado para los demás. Nuestras complicaciones, pueden ser un tipo de protagonismo negativo. En este sentido, hay que dejar que Dios lleve a cabo su obra, siendo disponibles y, al mismo tiempo, viviendo con naturalidad lo que él nos proponga.

Milagros que parecen leyendas
Los milagros del pobrecillo de Asís hacen que la iglesia católica, a finales de la época medieval, vuelva a recuperar la credibilidad 

Los milagros del pobrecillo de Asís hacen que la iglesia católica, a finales de la época medieval, vuelva a recuperar la credibilidad que tenía en los primeros siglos. San Francisco fue un joven que creció en una familia acomodada y que poco a poco se fue entregando a los placeres del mundo. Quiso recibir honores y ganar reconocimiento haciendo parte de los soldados de Asís. Pero en alguna de las guerras cayó prisionero, y el tiempo que estuvo en cautiverio le ayudó a reconocer lo que Dios quería para su vida. Fue así como Francisco empezó una vida de cristianismo radical, haciéndose pobre para el servicio de los pobres, tanto así que dos años después de su muerte fue declarado santo por la iglesia católica. San Francisco es uno de los santos insignes de la iglesia; sus milagros tanto en vida como después de su muerte son de inmensa cuantía. En los milagros de San Francisco sucede algo muy curioso, y es que parece que fuesen sacados de un libro de cuentos imaginarios. A continuación algunos milagros en vida: “san Francisco lavó la piel de un hombre con lepra. También rezó para que el demonio que lo atormentaba se alejara y dejara libre su alma. Entonces la piel del leproso comenzó a sanar, y su alma también. Cuando el hombre se dio cuenta de que estaba sanando, se arrepintió de sus pecados y comenzó a llorar. El hombre se curó completamente, en cuerpo y alma y se reconcilió con Dios.”

“Tres ladrones robaron comida y bebida del monasterio de san Francisco. Entonces san Francisco comenzó a rezar por ellos y envió a uno de los monjes a disculparse por haberlos tratado mal. Los ladrones se conmovieron tanto que se unieron a la orden franciscana y pasaron el resto de sus vidas sirviendo a los demás”.

Y están también los milagros después de su muerte, entre ellos encontramos: “una mujer, particularmente devota de San Francisco, murió en la ciudad de Montemarano. En la vigilia fúnebre se reunieron muchas personas para rezar, improvisadamente el cadáver se levanta y solicita al sacerdote que estaba allí, el poder confesar. Terminada la confesión, le confía al sacerdote: “Estaba a la espera de ser condenada a una dura pena, pero San Francisco, ha pedido y obtenido para mí, la gracia de volver a la vida, para arrepentirme y confesar todas mis culpas”. Después la mujer se encomendó al Señor.”

“En Castello di Cori, situado en la diócesis de Ostia, un hombre estaba desesperado porque tenía un tumor en la pierna. Apeló al pobrecillo de Asís para obtener socorro y no quedó desilusionado. Le aparece Francisco en compañía de otro fraile y con un bastón le tocó la parte enferma de la pierna. Súbito, y de forma increíble, recuperó el uso del miembro, de manera tan perfecta que podía caminar libremente. En recuerdo del prodigio, quedó impresa, en la parte tocada por San Francisco, el símbolo del Tau.”

Estos y muchos otros milagros aparecen en los escritos de san Buenaventura y de otros frailes franciscanos que dan testimonio de la maravillosa vida de santidad del inolvidable poverello de Asís.

Enseñar al que no sabe

Hace más de 50 años, cuando había todavía bastantes personas que no sabían leer ni escribir, una sirvienta acudía algunos días de la semana a una casa de un pueblo no lejano a realizar las tareas de limpieza doméstica, sobre todo quitar el polvo, entonces abundante, y fregar el suelo. El dueño de la casa, ya jubilado, al advertir que no sabía leer ni escribir, se ofreció a enseñarle, pero no al terminar de limpiar, sino en la última media hora de su trabajo. Dejaba entonces su escoba y su bayeta y tomaba el lápiz y la libreta. Pasado medio siglo, recuerda agradecida aquella iniciativa que le resultó tan provechosa.

Hace unas semanas leí que un periodista del Wall Street Journal, abandonó su codiciado puesto en el prestigioso periódico neoyorquino para dedicarse a educar a jóvenes del Bronx, el barrio de la ciudad en el que la criminalidad, la pobreza y las drogas se dan la mano.

Son dos hechos distintos en la geografía y en el tiempo, pero con un denominador común: enseñar al que no sabe, que es una de las obras de misericordia espirituales. Enseñar cultura general y actitudes ante la vida, en una mezcla maravillosa de gramática y honestidad, matemáticas y sinceridad… formación humana y espiritual.

La Iglesia, a lo largo de la historia, ha puesto en marcha miles de centros educativos y de acogida, desde orfanatos a universidades, y lo ha hecho sin tratar los campos educativos como si fueran incompatibles. La instrucción técnica y la educación en valores son dos caras de una misma moneda.

Cuando San José de Calasanz, el santo de Peralta de la Sal (Huesca), llegó a Roma y vio a tantos niños pobres vagando por las calle, se conmovió y se puso a trabajar para crear escuelas en las que pudieran formarse y salir de su situación. Escuelas gratuitas, desde luego, que fueron el origen de las Escuelas Pías. Y cito este ejemplo, entre muchísimos, que da testimonio de una tarea educativa desinteresada que procura remediar la ignorancia más primitiva y la ignorancia espiritual. Los cristianos sabemos que dar a conocer a Dios, el sentido de la vida, las virtudes, el Evangelio, representa una formidable ayuda para quienes quizá no han tenido la oportunidad de saborear estas realidades. Y esto es tarea de todos, aunque de modo específico de los profesores de centros, públicos o privados –esto es lo de menos– a quienes debemos gratitud por su trabajo vocacional impagable.

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