“Herodes trataba de ver a Jesús”
- 22 Septiembre 2016
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Evangelio según San Lucas 9,7-9.
El tetrarca Herodes se enteró de todo lo que pasaba, y estaba muy desconcertado porque algunos decían: "Es Juan, que ha resucitado". Otros decían: "Es Elías, que se ha aparecido", y otros: "Es uno de los antiguos profetas que ha resucitado". Pero Herodes decía: "A Juan lo hice decapitar. Entonces, ¿quién es este del que oigo decir semejantes cosas?". Y trataba de verlo.
San Ignacio de Santhià
San Ignacio de Santhià Belvisotti, religioso presbítero
En Turín, en la región del Piamonte, san Ignacio de Santhià (Lorenzo Mauricio) Belvisotti, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, asiduo en atender a penitentes y en ayudar a enfermos.
Nació en Santhia’, diócesis de Vercelli, Piamonte, el 5 de junio de 1686, hijo de Pier Paolo Belvisotti y María Isabel Balocco. En el bautismo le impusieron el nombre de Lorenzo Mauricio, que luego, al hacerse religioso, cambió por el de Ignacio.
Desde su niñez quedó huérfano de padre y fue educado cristianamente bajo la guía de un piadoso sacerdote. Pronto se distinguió por la integridad de costumbres, por su aprovechamiento en los estudios y por la predilección en el servicio litúrgico como seminarista de la colegiata.
Ordenado sacerdote fue nombrado canónigo de la iglesia colegiata de Santhia’. También le fue ofrecido el oficio de párroco, pero él, contra el parecer de sus parientes, que se prometían para él una brillante carrera eclesiástica, renunció. Poco después, anhelando mayor perfección, dijo adiós a todas las cosas terrenas venciendo toda clase de dificultades, ingresó en la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, donde en 1717 emitió sus votos religiosos.
Durante 25 años fue confesor asiduo y muy buscado por personas de toda clase, pasaba muchas horas del día en la dirección espiritual y abría a los pecadores los caminos misteriosos de la bondad de Dios.
Fue maestro de novicios en el convento del Monte de Turín, haciéndose modelo de todas las virtudes, supo dirigir a los jóvenes franciscanos hacia la perfección seráfica.
En 1743 estalló la guerra y él se distinguió ejemplarmente en la asistencia a los soldados hospitalizados, y en aquel período borrascoso supo ser consuelo y ayuda para cuantos recurrían a él. El resto de su vida lo pasó en la enseñanza del catecismo a los niños y a los adultos con una competencia, diligencia y aprovechamiento realmente singulares. Hizo cursos de ejercicios espirituales especialmente a religiosos, a quienes con la palabra y con el ejemplo supo llevar a la más alta espiritualidad cristiana y franciscana. De él nos quedan las “Meditaciones para un curso de ejercicios espirituales”, que fueron impresas en Roma por primera vez en 1912. A los 84 años, agotado por el intenso trabajo apostólico desempeñado con sencillez y humildad, deseaba retornar a Dios y el 22 de septiembre de 1770 su alma voló de la tierra al cielo.
Fue beatificado por Pablo VI en 1968 y canonizado en 2002 por Juan Pablo II.
Orígenes (c. 185-253), presbítero y teólogo Homilía sobre el Génesis, I 5-7; SC 7, pag 70-73
“Herodes trataba de ver a Jesús”
El sol y la luna iluminan nuestros cuerpos. Así, Cristo y la Iglesia iluminan nuestro espíritu. Por lo menos los iluminan si nosotros no somos unos ciegos en el espíritu. Porque así como el sol y la luna no dejan de irradiar su claridad sobre los ciegos que no ven la luz, así Cristo envía su luz a nuestro espíritu. Pero esta iluminación sólo será efectiva si nuestra ceguera no les ofrece obstáculo. Pues bien, por de pronto que los ciegos sigan a Cristo gritando: “¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!” (Mt 9,27) y cuando hayan recobrado la vista, gracias a Cristo, serán iluminados por el esplendor de su luz.
Pero no todos los que ven son iluminados de la misma manera por Cristo. Cada uno lo es según la medida de la que es capaz de recibir la luz (cf Lc 23,8ss)...No vamos todos a él por el mismo camino, sino cada uno va según sus propias posibilidades.(cf Mt 25,15)
El sí a Dios
En el cielo, en el mundo de lo eterno, el amor permanece como una estrella...
Dar un sí sin condiciones no es algo fácil ni frecuente. Dar un sí sin condiciones a Dios nos puede llenar de miedo o de sorpresas. Quizá alguno piense que Dios sea un poco despótico, y por eso muchos prefieren conservar su libertad a cualquier precio, tener entre sus manos el polvo de su historia antes que abandonarse para que Dios los conduzca hacia lo desconocido.
Pero es más fácil dar un sí incondicional a Dios si descubrimos que nos ama. La vida cristiana tiene dos momentos fundamentales. El segundo sin el primero está cojo de partida. ¿Cuál es el primer momento? Consiste en hacer una experiencia profunda, cordial, del Amor de Dios. Amor que inició con ese momento misterioso, inmenso, de nuestra concepción. Amor que continuó durante los meses de embarazo. Amor que nos ha mantenido hasta el día de hoy, a pesar de tantas enfermedades, accidentes, peligros, quizá hambres o abandonos. Seguimos en pie simplemente porque nos quiere, porque le importamos, porque somos para El hijos, aunque a veces un poco rebeldes o caprichosos.
Ese Amor de Dios creció de un modo misterioso y grande el día de nuestro bautismo. Tal vez sepamos por el catecismo que el bautismo es la puerta del cielo, que nos hace hijos de Dios, que nos permite ser parte de la Iglesia. Pero quizá no nos damos cuenta de lo que significa entrar en la familia del Dios que creó las montañas y el sol, el viento y las hormigas, las nubes y los maizales, la frescura del amor y la grandeza de la fidelidad. De ese Dios que conoce cada rincón de nuestros pulmones, cada válvula de nuestro corazón, cada cabello de nuestra cabeza, cada pensamiento de nuestra imaginación alocada. De ese Dios que escogió a Israel y que quiso llevar su amor a todos los hombres, los del sur y los del norte, los ricos y los pobres, los grandes y los pequeños, los generosos y los mezquinos...
Hay que imbuirse en el amor de Dios. Hay que mirarse al espejo para descubrir, más allá de nuestros ojos, la sonrisa de un Dios que nos ama locamente. Sólo desde esta experiencia se comprende la vida de un Francisco de Asís, un Ignacio de Loyola, un Juan Diego, una Madre Teresa de Calcuta o un Juan Pablo II.
Una vez que comprendemos lo mucho que Dios nos ama, entonces sí resulta fácil llegar al segundo momento de nuestra experiencia cristiana: dar un sí a Dios, entregar nuestros corazones a ese Cristo que nos quiere con locura. La vida cristiana empieza a ser verdaderamente cristiana cuando se imita el amor del Dios que nos perdona, que nos ama, que nos salva. Dios se nos da en Cristo, y en Cristo nos pide, simplemente, que amemos. No hay otra manera de ser católicos. No es posible ninguna entrega sin la experiencia del amor de Dios.
Por eso puede ser fácil dar un sí total a Dios. Lo saben los esposos que se aman cristianamente. Su sí es parte de su fe, su amor crece y se alimenta a partir del amor que Dios les da. Lo saben los diáconos, los sacerdotes y los obispos, que reciben con alegría la llamada de Dios para darse completamente a los demás. Lo saben los consagrados, hombres y mujeres de tantas órdenes y congregaciones religiosas, que siguen una vocación de amor en el corazón mismo de la Iglesia.
Una comunidad cristiana vive en plenitud su fe cuando en ella nacen entregas sin condiciones. Es hermoso ver cómo en una parroquia, de un pueblo o de una ciudad, surgen vocaciones, chicos y chicas que deciden dar sus vidas a Dios. Son personas normales, que saben lo que dejan, que quizá lloran por la incomprensión en la familia o entre los amigos, pero que miran con seguridad hacia adelante: si Dios llama, la única respuesta válida y alegre que podemos dar es la del sí por amor.
El tercer milenio sigue su camino. Mientras algunos se esfuerzan por construir un mundo sin Dios, los cristianos miramos a Cristo, y descubrimos en su Cruz y en su Resurrección el amor de Dios Padre. Nuestras vidas quieren ser una sinfonía de generosidad, de donación, sin límites. Querer guardar la vida es como querer atrapar vientos. Sólo vive en plenitud el que se da a Dios, como esposo o esposa, como sacerdote, como consagrado. Lo demás termina. En el cielo, en el mundo de lo eterno, el amor permanece, como una estrella que recoge su luz de la fuente inagotable del Dios que nos ama para siempre.
¿Quién es éste de quien oigo tales cosas?
Lucas 9, 7-9. Tiempo Ordinario. Nosotros también tenemos ganas de ver a Cristo, queremos conocerle y estar con El.
Oración Introductoria
Espíritu Santo, ven a mi encuentro, guía mi oración, para conocerte, no por curiosidad, sino porque quiero seguirte y amarte más. Ilumina mi mente y despierta en mí el deseo de vivir con entusiasmo y, sobre todo, con mucho amor.
Petición
Señor, purifica mi intención en este momento de oración y en todas las actividades de este día.
Meditación del Papa Francisco
En la ciudad santa, donde Jesús fue por última vez, hay mucha gente. Están los pequeños y los sencillos, que han acogido festivamente al profeta de Nazaret reconociendo en Él al Enviado del Señor. Están los sumos sacerdotes y los líderes del pueblo, que lo quieren eliminar porque lo consideran herético y peligroso. También hay personas, como esos “griegos”, que tienen curiosidad por verlo y por saber más acerca de su persona y de las obras realizadas por Él, la última de las cuales -la resurrección de Lázaro- causó mucha sensación.
“Queremos ver a Jesús”: estas palabras, al igual que muchas otras en los Evangelios, van más allá del episodio particular y expresan algo universal; revelan un deseo que atraviesa épocas y culturas, un deseo presente en el corazón de muchas personas que han oído hablar de Cristo, pero no lo han encontrado aún. “Yo deseo ver a Jesús”, así siente el corazón de esta gente.
Respondiendo indirectamente, de modo profético, a aquel pedido de poderlo ver, Jesús pronuncia una profecía que revela su identidad e indica el camino para conocerlo verdaderamente: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre”. ¡Es la hora de la Cruz! Es la hora de la derrota de Satanás, príncipe del mal, y del triunfo definitivo del amor misericordioso de Dios. […] La hora de la Cruz, la más oscura de la historia, es también la fuente de salvación para todos los que creen en Él. (Homilía de S.S. Francisco, 22 de marzo de 2015).
Reflexión
¿Quién es este hombre que congrega a las multitudes, este hombre que cura a los enfermos, este hombre que nos habla de un Reino nuevo y a quien el mar y el viento obedecen? ¿Es un reformador social? ¿Un nuevo profeta? ¿Un revolucionario? ¿O el hombre más genial de todos los tiempos?
Hoy nos surge también a nosotros el mismo deseo que a Herodes. Tenemos ganas de ver a Cristo. Queremos conocerle y estar con El.
Estamos contigo, Cristo. No podemos reprimir el decirte, como Pedro, "Tú eres el Hijo de Dios vivo". Gracias, Señor, por haber entrado en nuestras vidas. Por haber irrumpido en la historia de la humanidad. Por haber cambiado los destinos de los hombres.
Lo mismo que la historia se cuenta ahora a partir de tu nacimiento, queremos también que nuestras vidas se cuenten a partir de este encuentro contigo.
Ayúdanos a llevar esta Buena Noticia a los hombres, a cambiar la historia como Tú lo hiciste. Te buscamos, ven a encontrarte con nosotros y colma nuestros anhelos.
Herodes no sabía quién eras. Nosotros sabemos que Tú eres el Hijo de Dios, y que sólo Tú tienes palabras de vida eterna.
Propósito
En el lugar adecuado, darme el tiempo y el silencio necesarios para la oración. Queremos estar con Jesús, en este diálogo íntimo de hoy, en esta oración, en la que quiero ver Tu rostro para poder darlo a conocer a los nuestros.
Diálogo con Cristo
Gracias, Señor, por concederme la gracia, la confianza y el gran consuelo de poder dialogar contigo, porque por tu inmensa generosidad no sólo te conozco sino que tengo la seguridad que Tú siempre estás dispuesto a darme tu gracia y cercanía. Ayúdame a pasar este día haciendo el bien.
La perseverancia, un don especial
A veces se viene como un cansancio, una flojera, como una desgana espiritual y entonces tenemos que pedir este don.
Dice el refrán: "El que persevera alcanza". De nada nos sirve empezar con mucho afán algo que queremos lograr si no tenemos perseverancia. La mitad de los anhelos en nuestra vida se nos quedan en eso, en anhelos, en deseos, en sueños no realizados... y si analizamos bien el por qué no se hicieron realidad fue porque nos faltó perseverancia.
La perseverancia es la firmeza y constancia en la ejecución de los propósitos y en las resoluciones del ánimo. Cuanta cosa emprendemos en la vida tienen que tener perseverancia pues sin ella, todo lo emprendido se irá diluyendo como agua en nuestras manos, como humo en el azul del cielo. El ánimo resuelto ante una cosa que emprendemos y la voluntad firme nos llevará al éxito.
Cuando fracasamos no solemos reconocer que generalmente fueron la falta de esos factores, tan importantes y necesarios, lo que hizo que no llegáramos a obtener los resultados que esperábamos. Siempre encontramos otras causas para "echarle la culpa" a nuestras derrotas, a nuestras frustraciones. Nada podemos lograr sin disciplina y perseverancia, en lo físico, en lo intelectual como en lo espiritual.
Nadie logrará tener un cuerpo bien modelado o poderosamente musculoso sin hacer ejercicio día con día, no le va a bastar correr y sudar, o pasarse todo un día en el gimnasio si es tan solo por una sola vez.
No le va a bastar al que quiere cultivar su mente leer todo un día cuanto libro tenga a su alcance si no lo vuelve a repetir, si no impone una vida de constante lectura y estudio y no adelantaremos en nuestra vida espiritual sin tan solo nos dejamos llevar por arrebatos místicos, con promesas a Dios de rezar más, de amar más a nuestro prójimo y tener una vida más apegada a los sacramentos, de ir más a la iglesia si todo esto es como "llamarada de petate", como algo que empezamos con mucho ímpetu y ardor y enseguida nos cansamos y pronto olvidamos todo ese entusiasmo porque eso cuesta, porque nos está pidiendo un gran esfuerzo, porque esos proyectos nos piden disciplina y perseverancia.
En el aspecto espiritual tal vez haya personas que al mirar su vida pasada encuentren una trayectoria directa con Dios a pesar de las caídas y miserias naturales de la debilidad humana, pero... ¿y la perseverancia final?
A veces con los años se viene como un cansancio, como una flojera, como una desgana espiritual. Ya no hay el ardor juvenil, se fueron los días en que el alma ponía en juego toda su fuerza para los sacrificios y la voluntad estaba al servicio de la fogosidad del espíritu para agradar a Dios. Es el momento del peligro. Peligro de abandonar el estar en pie de lucha.
El enemigo, el demonio ha esperado mucho tiempo, muchos años ese momento, este atardecer de nuestra vida, este estado de pereza espiritual. Ha esperado y ya saborea su triunfo al vernos flaquear, al ver nuestra tibieza, como poco a poco vamos dejando a un lado el sentido de nuestra fe y llenándonos de dudas acabamos por permanecer indolentes a todo lo referente a nuestra vida espiritual.
Ante esta circunstancia, pidamos como un don especial, que acompañe hasta nuestro último día la perseverancia final.
El Papa en Sta. Marta: la vanidad es la osteoporosis del alma
En la misa matutina señala las tres raíces de todos los males: la codicia, la vanidad y el orgullo
22 SEPTIEMBRE 2016 REDACCIONEL PAPA FRANCISCO
(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El Santo Padre Francisco en la misa de este jueves en Santa Marta señaló que el Espíritu Santo nos da una santa inquietud, diversa de aquella que produce la conciencia sucia, y profundizó cómo la vanidad camufla la vida y se transforma en una osteoporosis del alma.
El Santo Padre explicita el tema de la inquietud partiendo del Evangelio de hoy, en el que el rey Herodes se agita porque después de haber asesinado a san Juan Bautista, se siente amenazado por Jesús. Y preocupado como su padre, Herodes el Grande, después de la visita de los Reyes Magos.
En nuestra alma, explica Francisco pueden nacer dos inquietudes: “la buena” que “la da el Espíritu Santo y que hace que el alma esté inquieta para realizar cosas buenas” y la mala, “que nace de una conciencia sucia”. Y los dos Herodes resolvían su inquietud asesinando, avanzaban “sobre los cadáveres de la gente”. Estos viven en un “prurito continuo, una urticaria que no les deja en paz”. Y el mal “tiene siempre la misma raíz: la avidez, la vanidad y el orgullo”, y estas tres no dejan a la conciencia en paz y no dejan entrar la sana inquietud del Espíritu, pero llevan a vivir con miedo.
El Santo Padre señala también la lectura del día, que habla de “la vanidad que nos hincha” y la ilustra “como una burbuja de jabón”. Y se interroga: “¿Qué ganancia obtiene el hombre por todo este esfuerzo con el que se agita?”, todo para para aparecer, fingir y parecerse a algo. “La vanidad es como una osteoporosis del alma: o sea desde afuera parecen buenas, pero adentro están todas arruinadas. La vanidad nos lleva al fraude”.
San Bernardo, recuerda el Papa, dice una frase fuerte sobre los vanidosos: ‘Piensa en lo que serás, comida de los gusanos. Y todo este maquillarse es una mentira, porque te comerán los gusanos y no serás nada”.
Entonces, ¿de dónde viene la fuerza de la vanidad? Del empuje de la soberbia y maldades: “No permitan que se vea una equivocación, escondan todo, todo se esconde”.
“Cuanta gente conocemos que parece… ¡Que buena persona!, va a misa todos los domingos…”. Incluso la vanidad “de aparecer con carita de santo y después la verdad es otra”.
Nuestro refugio ante todo esto “lo hemos leído en el salmo: ‘Señor tú eres nuestro refugio de generaciones en generaciones”. Y antes en el Evangelio hemos recordado: ‘Yo soy el camino, la verdad y la vía”. Esta es la verdad, no el maquillaje de la vanidad. Que el Señor nos libre de estas tres raíces de todos los males: la codicia, la vanidad y el orgullo. Pero sobre todo de la vanidad, que produce tanto mal”.
La misa explicada por San Pío de Pietrelcina
Testimonio del P. Derobert, hijo espiritual del Padre Pío.
El Padre Derobert, hijo espiritual del Padre Pío, explica el sentido que tenía la Misa para el Santo de Pietrelcina: “El me había explicado poco antes de mi ordenación sacerdotal que celebrando la misa había que poner el paralelo su cronología y la cronología de la Pasión de Cristo. Se trataba de comprender y de darse cuenta, en primer lugar, de que el sacerdote en el altar es Jesucristo. Y desde ese momento Jesús en su sacerdote revive indefinidamente su Pasión”.
Y este es el itinerario de la cronología y orden en paralelo de la Misa y de la Pasión:
1.- Desde la señal de la Cruz hasta el Ofertorio: Es el tiempo de encuentro con Jesús en Getsemaní, sufriendo con Él ante la marea negra del pecado. Unirse a Él en el dolor de ver que la Palabra del Padre, que Él había venido a traernos, no sería recibida o sería recibida muy mal por los hombres. Y desde esta óptica hay que escuchar las lecturas de la Misa que están dirigidas personalmente a mí y a nosotros.
2.- El Ofertorio: Evoca el arresto de Jesús. La Hora ha llegado…
3.- El Prefacio: Es el canto de alabanza, entrega y agradecimiento que Jesús dirige al Padre que le ha permitido llegar a esta Hora.
4.- Desde el comienzo de la plegaria eucarística hasta la consagración:Empezamos encontrándonos con Jesús en prisión para después hacer memoria y celebración de su atroz flagelación y coronación de espinas. Seguimos con su Vía Crucis, el camino de la cruz por las callejuelas de Jerusalén –imagen de todo el mundo y de toda la humanidad-, teniendo presentes en el “memento” a los que están allí, en la Misa, y a todos.
5.- La consagración: Se nos da el cuerpo de Cristo, entregado de nuevo ahora. Es místicamente la crucifixión del Señor, y por eso el Padre Pío sufría atrozmente en este momento de la Misa, durante la consagración.
6.- Las plegarias inmediatamente posteriores a la consagración: Nos unimos enseguida con Jesús en la Cruz y ofrecemos desde este instante al Padre el sacrificio redentor. Es el sentido de la oración litúrgica inmediatamente después de la consagración.
7.- La doxología final, “Por Cristo, con Él y en Él…”: Corresponde al grito de Jesús “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu…”. Desde este momento, el sacrificio es consumado y aceptado por el Padre. Los hombres desde ahora ya no están separados de Dios, se vuelven a encontrar unidos. Y esa la razón por la que a continuación de la doxología se reza el Padre Nuestro.
8.- La fracción del Pan: Marca la muerte de Jesucristo.
9.- La intinción y posterior comunión: La intinción es el momento en que el sacerdote, habiendo quebrado la sagrada hostia, símbolo de la muerte, deja caer una partícula del Cuerpo de Cristo en el cáliz de su preciosa sangre. Marca el momento de la resurrección, pues el Cuerpo y la Sangre se reúnen de nuevo y a Cristo crucificado y resucitado a quien vamos a recibir en la comunión.
10.- La bendición final de la Misa: Con ella el sacerdote marca a los fieles con la cruz de Cristo como signo distintivo y, a su vez, escudo protector contra las astucias del Maligno. Es también signo de envío y de misión como Jesucristo, tras su Pasión y ya resucitado, envío a sus apóstoles a hacer discípulos de todos los pueblos.