Marta y María
- 04 Octubre 2016
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- 04 Octubre 2016
Evangelio según San Lucas 10,38-42.
Jesús entró en un pueblo, y una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa. Tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra. Marta, que estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa, dijo a Jesús: "Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude". Pero el Señor le respondió: "Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada".
San Francisco de Asís, fundador
Memoria de san Francisco, el cual, después de una juventud despreocupada, se convirtió a la vida evangélica en Asís, localidad de Umbría, en Italia, y encontró a Cristo sobre todo en los pobres y necesitados, haciéndose pobre él mismo. Instituyó los Hermanos Menores y, viajando, predicó el amor de Dios a todos y llegó incluso a Tierra Santa. Con sus palabras y actitudes mostró siempre su deseo de seguir a Cristo, y escogió morir recostado sobre la nuda tierra.
Se ha dicho que san Francisco entró en la gloria desde antes de morir y que es el único santo a quien todas las generaciones hubiesen canonizado unánimemente. Estas exageraciones, que no carecen de fundamento, nos permiten afirmar con la misma verdad que san Francisco es el único santo de nuestros días a quien todos los no católicos estarían de acuerdo en canonizar. Ciertamente no existe ningún santo que sea tan popular como él entre los protestantes y aun entre los no cristianos.
San Francisco de Asís cautivó la imaginación de sus contemporáneos presentándoles la pobreza, la castidad y la obediencia en los términos que los trovadores empleaban para cantar al amor, y con su sencillez ha conquistado a nuestro mundo tan complicado. Los que sueñan en reformas sociales y religiosas acuden al ejemplo del Pobrecito de Asís para justificar sus aspiraciones, y los sentimentales no pueden resistir a su inmensa bondad. Pero los rasgos idílicos relacionados con su nombre -su matrimonio con la Pobreza, su amor por los pajarillos, la liebre acosada, el haIcón, el jilguero de la cueva, su pasión por la naturaleza (la naturaleza en el siglo XIII era todavía una cosa «natural»), sus hazañas y palabras románticas- todos esos rasgos no son, por decirlo así, más que chispazos de un alma que vivía sumergida en lo sobrenatural, que se nutría en el dogma cristiano y que se había entregado enteramente, no sólo a Cristo, sino a Cristo crucificado. Francisco nació en Asís, ciudad de Umbría, en 1181 o 1182. Su padre, Pedro Bernardone, era comerciante.
El nombre de su madre era Pica y algunos autores afirman que pertenecía a una noble familia de la Provenza. Tanto el padre como la madre de Francisco eran personas de gran probidad y ocupaban una situación desahogada. Pedro Bernardone comerciaba especialmente en Francia. Como se hallase en dicho país cuando nació su hijo, las gentes le apodaron «Francesco» (el francés), por más que en el bautismo recibió el nombre de Juan. En su juventud, Francisco era muy dado a las románticas tradiciones caballerescas que propagaban los trovadores. Disponía de dinero en abundancia y lo gastaba pródigamente, con ostentación. Ni los negocios de su padre, ni los estudios le interesaban lo más mínimo. Lo que le interesaba realmente era gozar de la vida.
Sin embargo, no era de costumbres licenciosas y jamás rehusaba una limosna a los mendigos que se la pedían por amor de Dios. Cuando Francisco tenía unos veinte años, estalló la discordia entre las ciudades de Perugia y Asís y el joven cayó prisionero de los peruginos. La prisión duró un año, y Francisco la soportó alegremente. Sin embargo, cuando recobró la libertad, cayó gravemente enfermo. La enfermedad, en la que el joven probó una vez más su paciencia, fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se sintió con fuerzas suficientes, determinó ir a combatir en el ejército de Galterio y Briena en el sur de Italia. Con ese fin, se compró una costosa armadura y un hermoso manto. Pero un día en que paseaba ataviado con su nuevo atuendo, se topó con un caballero mal vestido que había caído en la pobreza; movido a compasión ante aquel infortunio, Francisco cambió sus ricos vestidos por los del caballero pobre. Esa noche vio en sueños un espléndido palacio con salas colmadas de armas, sobre las cuales se hallaba grabado el signo de la cruz y le pareció oír una voz que le decía que esas armas le pertenecían a él y a sus soldados. Francisco partió a Apulia con el alma ligera y la seguridad de triunfar, pero nunca llegó al frente de batalla. En Espoleto cayó nuevamente enfermo y, durante la enfermedad, oyó una voz celestial que le exhortaba a «servir al amo y no al siervo». El joven obedeció. Al principio volvió a su antigua vida, aunque tomándola menos a la ligera. Las gentes, al verle ensimismado, le decían que estaba enamorado. «Sí -replicaba Francisco- voy a casarme con una joven más bella y más noble que todas las que conocéis». Poco a poco, con la mucha oración, fue concibiendo el deseo de vender todos sus bienes y comprar la perla preciosa de la que habla el Evangelio.
Aunque ignoraba lo que tenía que hacer para ello, una serie de claras inspiraciones sobrenaturales le hizo comprender que la batalla espiritual empieza por la mortificación y la victoria sobre los instintos. Paseándose en cierta ocasión a caballo por la llanura de Asís, encontró a un leproso. Las llagas del mendigo aterrorizaron a Francisco; pero, en vez de huir, se acercó al leproso, que le tendía la mano para recibir una limosna y le dio un beso. A partir de entonces, comenzó a visitar y servir a los enfermos en los hospitales. Algunas veces regalaba a los pobres sus vestidos, otras, el dinero que llevaba. En cierta ocasión, mientras oraba en la iglesia de San Damián en las afueras de Asís, le pareció que el crucifijo le repetía tres veces: «Francisco, repara mi casa, pues ya ves que está en ruinas». El santo, viendo que la iglesia se hallaba en muy mal estado, creyó que el Señor quería que la reparase; así pues, partió inmediatamente, tomó una buena cantidad de vestidos de la tienda de su padre y los vendió junto con su caballo. En seguida llevó el dinero al pobre sacerdote que se encargaba de la iglesia de San Damián, y le pidió permiso de quedarse a vivir con él. El buen sacerdote consintió en que Francisco se quedase con él, pero se negó a aceptar el dinero. El joven lo depositó en el alféizar de la ventana. Pedro Bernardone, al enterarse de lo que había hecho su hijo, se dirigió indignado a San Damián. Pero Francisco había tenido buen cuidado de ocultarse. Al cabo de algunos días pasados en oración y ayuno, Francisco volvió a entrar en la población, pero estaba tan desfigurado y mal vestido, que las gentes se burlaban de él como si fuese un loco. Pedro Bernardone, muy desconcertado por la conducta de su hijo, le condujo a su casa, le golpeó furiosamente (Francisco tenía entonces veinticinco años), le puso grillos en los pies y le encerró en una habitación. La madre de Francisco se encargó de ponerle en libertad cuando su marido se hallaba ausente y el joven retornó a San Damián. Su padre fue de nuevo a buscarle ahí, le golpeó en la cabeza y le conminó a volver inmediatamente a su casa o a renunciar a su herencia y pagarle el precio de los vestidos que le había robado. Francisco no tuvo dificultad alguna en renunciar a la herencia, pero dijo a su padre que el dinero de los vestidos pertenecía a Dios y a los pobres. Su padre le obligó a comparecer ante el obispo Guido de Asís, quien exhortó al joven a devolver el dinero y a tener confianza en Dios: «Dios no desea que su Iglesia goce de bienes injustamente adquiridos».
Francisco obedeció a la letra la orden del obispo y añadió: «Los vestidos que llevo puestos pertenecen también a mi padre, de suerte que tengo que devolvérselos». Acto seguido se desnudó y entregó sus vestidos a su padre, diciéndole alegremente: «Hasta ahora tú has sido mi padre en la tierra. Pero en adelante podré decir: 'Padre nuestro, que estás en los cielos'». Pedro Bernardone abandonó el palacio episcopal «temblando de indignación y profundamente lastimado». El obispo regaló a Francisco un viejo vestido de labrador, que pertenecía a uno de sus siervos. Francisco recibió la primera limosna de su vida con gran agradecimiento, trazó la señal de la cruz sobre el vestido con un trozo de tiza y se lo puso.
En seguida partió en busca de un sitio conveniente para establecerse. Iba cantando alegremente las alabanzas divinas por el camino real, cuando se topó con unos bandoleros que le preguntaron quién era. El respondió: «Soy el heraldo del Gran Rey». Los bandoleros le golpearon y le arrojaron en un foso cubierto de nieve. Francisco prosiguió su camino cantando las divinas alabanzas. En un monasterio obtuvo limosna y trabajo como si fuese un mendigo. Cuando llegó a Gubbio, una persona que le conocía, le llevó a su casa y le regaló una túnica, un cinturón y unas sandalias de peregrino. El atuendo era muy pobre pero decente. Francisco lo usó dos años, al cabo de los cuales volvió a San Damián. Para reparar la iglesia, fue a pedir limosna en Asís, donde todos le habían conocido rico y, naturalmente, hubo de soportar las burlas y el desprecio de más de un mal intencionado. El mismo se encargó de transportar las piedras que hacían falta para reparar la iglesia y ayudó en el trabajo a los albañiles. Una vez terminadas las reparaciones en la iglesia de San Damián, Francisco emprendió un trabajo semejante en la antigua iglesia de San Pedro. Después, se trasladó a una capillita llamada Porciúncula, que pertenecía a la abadía benedictina de Monte Subasio. Probablemente el nombre de la capillita aludía al hecho de que estaba construida en una reducida parcela de tierra. La Porciúncula se hallaba en una llanura, a unos cuatro kilómetros de Asís y, en aquella época, estaba abandonada y casi en ruinas.
La tranquilidad del sitio agradó a Francisco tanto como el título de Nuestra Señora de los Ángeles, en cuyo honor había sido erigida la capilla. Francisco la reparó y fijó en ella su residencia. Ahí le mostró finalmente el cielo lo que esperaba de él, el día de la fiesta de san Matías del año 1209. En aquella época, el evangelio de la misa de la fiesta decía: «Id a predicar, diciendo: El Reino de Dios ha llegado ... Dad gratuitamente lo que habéis recibido gratuitamente ... No poseáis oro ... ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo ... He aquí que os envío como corderos en medio de los lobos ...» (Mt 10,7-19). Estas palabras penetraron hasta lo más profundo en el corazón de Francisco y éste, aplicándolas literalmente, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón y se quedó solamente con la pobre túnica ceñida con un cordón. Tal fue el hábito que dio a sus hermanos un año más tarde: la túnica de lana burda de los pastores y campesinos de la región. Vestido en esa forma, empezó a exhortar a la penitencia con tal energía, que sus palabras hendían los corazones de sus oyentes. Cuando se topaba con alguien en el camino, le saludaba con estas palabras: «La paz del Señor sea contigo». Dios le había concedido ya el don de profecía y el don de milagros. Cuando pedía limosna para reparar la iglesia de San Damián, acostumbraba decir: «Ayudadme a terminar esta iglesia. Un día habrá ahí un convento de religiosas en cuyo buen nombre se glorificarán el Señor y la universal Iglesia». La profecía se verificó cinco años más tarde en santa Clara y sus religiosas. Un habitante de Espoleto sufría de un cáncer que le había desfigurado horriblemente el rostro. En cierta ocasión, al cruzarse con San Francisco, el hombre intentó arrojarse a sus pies, pero el santo se lo impidió y le besó en el rostro. El enfermo quedó instantáneamente curado. San Buenaventura comentaba a este propósito: «No sé si hay que admirar más el beso o el milagro».
Francisco tuvo pronto numerosos seguidores y algunos querían hacerse discípulos suyos. El primer discípulo fue Bernardo de Quintavalle, un rico comerciante de Asís. Al principio Bernardo veía con curiosidad la evolución de Francisco y con frecuencia le invitaba a su casa, donde le tenía siempre preparado un lecho próximo al suyo. Bernardo se fingía dormido para observar cómo el siervo de Dios se levantaba calladamente y pasaba largo tiempo en oración, repitiendo estas palabras: «Deus meus et omnia» (Mi Dios y mi todo). Al fin, comprendió que Francisco era «verdaderamente un hombre de Dios» y en seguida le suplicó que le admitiese como discípulo. Desde entonces, juntos asistían a misa y estudiaban la Sagrada Escritura para conocer la voluntad de Dios.
Como las indicaciones de la Biblia concordaban con sus propósitos, Bernardo vendió cuanto tenía y repartió el producto entre los pobres. Pedro de Cattaneo, canónigo de la catedral de Asís, pidió también a Francisco que le admitiese como discípulo y el santo les «concedió el hábito» a los dos juntos, el 16 de abril de 1209. El tercer compañero de san Francisco fue el hermano Gil, famoso por su gran sencillez y sabiduría espiritual. Cuando el grupo contaba ya con unos doce miembros, Francisco redactó una regla breve e informal, que consistía principalmente en los consejos evangélicos para alcanzar la perfección. En 1210, fue a Roma a presentar su regla a la aprobación del Sumo Pontífice. Inocencio III se mostró adverso al principio. Por otra parte, muchos cardenales opinaban que las órdenes religiosas ya existentes necesitaban de reforma, no de multiplicación y que la nueva manera de concebir la pobreza era impracticable. El cardenal Juan Colonna alegó en favor de Francisco que su regla expresaba los mismos consejos con los que el Evangelio exhortaba a la prefección. Más tarde, el Papa relató a su sobrino, quien a su vez lo comunicó a san Buenaventura, que había visto en sueños una palmera que crecía rápidamente y después, había visto a Francisco sosteniendo con su cuerpo la basílica de Letrán que estaba a punto de derrumbarse. Cinco años después, el mismo Pontífice tendría un sueño semejante a propósito de santo Domingo. Inocencio III mandó, pues, llamar a Francisco y aprobó verbalmente su regla; en seguida le impuso la tonsura, así como a sus compañeros y les dio por misión predicar la penitencia.
San Francisco y sus compañeros se trasladaron provisionalmente a una cabaña de Rivo Torto, en las afueras de Asís, de donde salían a predicar por toda la región. Poco después, tuvieron dificultades con un campesino que reclamaba la cabaña para emplearla como establo de su asno. Francisco respondió: «Dios no nos ha llamado a preparar establos para los asnos», y acto seguido abandonó el lugar y partió a ver al abad de Monte Subasio. En 1212, el abad regaló a Francisco la capilla de la Porciúncula, a condición de que la conservase siempre como la iglesia principal de la nueva orden.
El santo se negó a aceptar la propiedad de la capillita y sólo la admitió prestada. En prueba de que la Porciúncula continuaba como propiedad de los benedictinos, Francisco les enviaba cada año, a manera de recompensa por el préstamo, una cesta de pescados cogidos en el riachuelo vecino. Por su parte, los benedictinos correspondían enviándole un tonel de aceite. Tal costumbre existe todavía entre los franciscanos de Santa María de los Ángeles y los benedictinos de San Pedro de Asís.
Alrededor de la Porciúncula, los frailes construyeron varias cabañas primitivas, porque san Francisco no permitía que la orden en general y los conventos en particular, poseyesen bienes temporales. Había hecho de la pobreza el fundamento de su orden y su amor a la pobreza se manifestaba en su manera de vestirse, en los utensilios que empleaba y en cada uno de sus actos. Acostumbraba llamar a su cuerpo «el hermano asno», porque lo consideraba como hecho para transportar carga, para recibir golpes y para comer poco y mal. Cuando veía ocioso a algún fraile, le llamaba «hermano mosca» porque en vez de cooperar con los demás echaba a perder el trabajo de los otros y les resultaba molesto. Poco antes de morir, considerando que el hombre está obligado a tratar con caridad a su cuerpo, Francisco pidió perdón al suyo por haberlo tratado tal vez con demasiado rigor. El santo se había opuesto siempre a las austeridades indiscretas y exageradas. En cierta ocasión, viendo que un fraile había perdido el sueño a causa del excesivo ayuno, Francisco le llevó alimento y comió con él para que se sintiese menos mortificado.
Al principio de su conversión, viéndose atacado de violentas tentaciones de impureza, solía revolcarse desnudo sobre la nieve. Cierta vez en que la tentación fue todavía más violenta que de ordinario, el santo se disciplinó furiosamente; como ello no bastase para alejarla, acabó por revolcarse sobre las zarzas y los abrojos. Su humildad no consistía simplemente en un desprecio sentimental de sí mismo, sino en la convicción de que «ante los ojos de Dios el hombre vale por lo que es y no más». Considerándose indigno del sacerdocio, Francisco sólo llegó a recibir el diaconado. Detestaba de todo corazón las singularidades. Así, cuando le contaron que uno de los frailes era tan amante del silencio que sólo se confesaba por señas, respondió disgustado: «Eso no procede del Espíritu de Dios sino del demonio; es una tentación y no un acto de virtud». Dios iluminaba la inteligencia de su siervo con una luz de sabiduría que no se encuentra en los libros. Cuando cierto fraile le pidió permiso de estudiar, Francisco le contestó que, si repetía con devoción el «Gloria Patri», llegaría a ser sabio a los ojos de Dios y él mismo era el mejor ejemplo de la sabiduría adquirida en esa forma. Sus contemporáneos hablan con frecuencia del cariño de Francisco por los animales y del poder que tenía sobre ellos. Por ejemplo, es famosa la reprensión que dirigió a las golondrinas cuando iba a predicar en Alviano: «Hermanas golondrinas: ahora me toca hablar a mí; vosotras ya habéis parloteado bastante». Famosas también son las anécdotas de los pajarillos que venían a escucharle cuando cantaba las grandezas del Creador, del conejillo que no quería separarse de él en el Lago Trasimeno y del lobo de Gubbio amansado por el santo. Algunos autores consideran tales anécdotas como simples alegorías, en tanto que otros les atribuyen valor histórico.
Los primeros años de la orden en Santa María de los Ángeles fueron un período de entrenamiento en la pobreza y la caridad fraternas. Los frailes trabajaban en sus oficios y en los campos vecinos para ganarse el pan de cada día. Cuando no había trabajó suficiente, solían pedir limosna de puerta en puerta; pero el fundador les había prohibido que aceptasen dinero. Estaban siempre prontos a servir a todo el mundo, particularmente a los leprosos y menesterosos. San Francisco insistía en que llamasen a los leprosos «mis hermanos cristianos» y los enfermos no dejaban de apreciar esta profunda delicadeza. El número de los compañeros del santo continuaba en aumento; entre ellos se contaba el famoso «juglar de Dios», fray Junípero; a causa de la sencillez del hermanito, Francisco solía repetir: «Quisiera tener todo un bosque de tales juníperos». En cierta ocasión en que el pueblo de Roma se había reunido para recibir a fray Junípero, sus compañeros le hallaron jugando apaciblemente con los niños fuera de las murallas de la ciudad. Santa Clara acostumbraba llamarle «el juguete de Dios».
Clara había partido de Asís para seguir a Francisco, en la primavera de 1212, después de oírle predicar. El santo consiguió establecer a Clara y sus compañeras en San Damián, y la comunidad de religiosas llegó pronto a ser, para los franciscanos, lo que las monjas de Prouille habían de ser para los dominicos: una muralla de fuerza femenina, un vergel escondido de oración que hacía fecundo el trabajo de los frailes. En el otoño de ese año, Francisco, no contento con todo lo que había sufrido y trabajado por las almas en Italia, resolvió ir a evangelizar a los mahometanos. Así pues, se embarcó en Ancona con un compañero rumbo a Siria; pero una tempestad hizo naufragar la nave en la costa de Dalmacia. Como los frailes no tenían dinero para proseguir el viaje se vieron obligados a esconderse furtivamente en un navío para volver a Ancona. Después de predicar un año en el centro de Italia (el señor de Chiusi puso entonces a la disposición de los frailes un sitio de retiro en Monte Alvernia, en los Apeninos de Toscana), san Francisco decidió partir nuevamente a predicar a los mahometanos en Marruecos. Pero Dios tenía dispuesto que no llegase nunca a su destino: el santo cayó enfermo en España y, después, tuvo que retornar a Italia. Ahí se consagró apasionadamente a predicar el Evangelio a los cristianos.
San Francisco dio a su orden el nombre de «Frailes Menores» por humildad, pues quería que sus hermanos fuesen los siervos de todos y buscasen siempre los sitios más humildes. Con frecuencia exhortaba a sus compañeros al trabajo manual y, si bien les permitía pedir limosna, les tenía prohibido que aceptasen dinero. Pedir limosna no constituía para él una vergüenza, ya que era una manera de imitar la pobreza de Cristo. El santo no permitía que sus hermanos predicasen en una diócesis sin permiso expreso del obispo. Entre otras cosas, dispuso que «si alguno de los frailes se apartaba de la fe católica en obras o palabras y no se corregía, debería ser expulsado de la hermandad». Todas las ciudades querían tener el privilegio de albergar a los nuevos frailes, y las comunidades se multiplicaron en Umbría, Toscana, Lombardía y Ancona. Se cuenta que en 1216, Francisco solicitó del Papa Honorio III la indulgencia de la Porciúncula o «perdón de Asís». Según la tradición, Jesucristo se apareció a san Francisco en la capillita de la Porciúncula. A causa de la aparición, Honorio III concedió indulgencia plenaria a quienes visitasen la capilla en un día determinado del año (actualmente el 2 de agosto). Se ha discutido mucho si tal indulgencia fue concedida en la época de San Francisco, pero lo cierto es que entonces no se empleaba el método de salir de la capilla y volver a entrar para ganar una nueva indulgencia. Como escribía Nicolás de Lyra, «eso es más bien ridículo que devoto». Y otros teólogos de la Edad Media opinaban como él. El año siguiente, conoció en Roma a santo Domingo, quien había predicado la fe y la penitencia en el sur de Francia en la época en que Francisco era «un gentilhombre de Asís». San Francisco tenía también la intención de ir a predicar en Francia. Pero, como el cardenal Ugolino (quien fue más tarde Papa con el nombre de Gregorio IX) le disuadiese de ello, envió en su lugar a los hermanos Pacífico y Agnelo. Este último había de introducir más tarde la orden de los frailes menores en Inglaterra. El sabio y bondadoso cardenal Ugolino ejerció una gran influencia en el desarrollo de la orden. Los compañeros de san Francisco eran ya tan numerosos, que se imponía forzosamente cierta forma de organización sistemática y de disciplina común. Así pues, se procedió a dividir a la orden en provincias, al frente de cada una de las cuales se puso a un ministro, «encargado del bien espiritual dé los hermanos; si alguno de ellos llegaba a perderse por el mal ejemplo del ministro, éste tendría que responder de él ante Jesucristo». Los frailes habían cruzado ya los Alpes y tenían misiones en España, Alemania y Hungría.
El primer capítulo general se reunió en la Porciúncula, en Pentecostés del año de 1217. En 1219, tuvo lugar el capítulo «de las esteras», así llamado por las cabañas que debieron construirse precipitadamente con esteras para albergar a los delegados. Se cuenta que se reunieron entonces cinco mil frailes. Nada tiene de extraño que en una comunidad tan numerosa, el espíritu del fundador se hubiese diluido un tanto. Los delegados encontraban que san Francisco se entregaba excesivamente a la ventura, es decir, con demasiada confianza en Dios, y exigían un espíritu más práctico. El santo se indignó profundamente y replicó: «Hermanos míos, el Señor me llamó por el camino de la sencillez y la humildad y por ese camino persiste en conducirme, no sólo a mí sino a todos los que estén dispuestos a seguirme ... El Señor me dijo que deberíamos ser pobres y locos en este mundo y que ése y no otro sería el camino por el que nos llevaría.
Quiera Dios confundir vuestra sabiduría y vuestra ciencia y haceros volver a vuestra primitiva vocación, aunque sea contra vuestra voluntad, y aunque la encontréis tan defectuosa». A quienes le propusieron que pidiese al Papa permiso para que los frailes pudiesen predicar en todas partes sin autorización del obispo, Francisco repuso: «Cuando los obispos vean que vivís santamente y que no tenéis intenciones de atentar contra su autoridad, serán los primeros en rogaros que trabajéis por el bien de las almas que les han sido confiadas. Considerad como el mayor de los privilegios el no gozar de privilegio alguno ...» Al terminar el capítulo, san Francisco envió a algunos frailes a la primera misión entre los infieles de Túnez y Marruecos y se reservó para sí la misión entre los sarracenos de Egipto y Siria. En 1215, durante el Concilio de Letrán, el papa Inocencio III había predicado una nueva cruzada, pero tal cruzada se había reducido simplemente a reforzar el Reino Latino de Oriente. Francisco quería blandir la espada de Dios.
En junio de 1219, se embarcó en Ancona con doce frailes. La nave los condujo a Damieta, en la desembocadura del Nilo. Los cruzados habían puesto sitio a la ciudad, y Francisco sufrió mucho al ver el egoísmo y las costumbres disolutas de los soldados de la cruz. Consumido por el celo de la salvación de los sarracenos, decidió pasar al campo del enemigo, por más que los cruzados le dijeron que la cabeza de los cristianos estaba puesta a precio. Habiendo conseguido la autorización del legado pontificio, Francisco y el hermano Iluminado se aproximaron al campo enemigo, gritando: «¡Sultán, sultán!» Cuando los condujeron a la presencia de Malek-al-Kamil, Francisco declaró osadamente: «No son los hombres quienes me han enviado, sino Dios todopoderoso. Vengo a mostrarles, a ti y a tu pueblo, el camino de la salvación; vengo a anunciarles las verdades del Evangelio». El sultán quedó impresionado y rogó a Francisco que permaneciese con él. El santo replicó: «Si tú y tu pueblo estáis dispuestos a oír la palabra de Dios, con gusto me quedaré con vosotros. Y si todavía vaciláis entre Cristo y Mahoma, manda encender una hoguera; yo entraré en ella con vuestros sacerdotes y así veréis cuál es la verdadera fe». El sultán contestó que probablemente ninguno de los sacerdotes querría meterse en la hoguera y que no podía someterlos a esa prueba para no soliviantar al pueblo. Pocos días más tarde, Malek-al-Kamil mandó a Francisco que volviese al campo de los cristianos. Desalentado al ver el reducido éxito de su predicación entre los sarracenos y entre los cristianos, el santo pasó a visitar los Santos Lugares. Ahí recibió una carta en la que sus hermanos le pedían urgentemente que retornase a Italia.
Durante la ausencia de Francisco, sus dos vicarios, Mateo de Narni y Gregorio de Nápoles, habían introducido ciertas inovaciones que tendían a uniformar a los frailes menores con las otras órdenes religiosas y a encuadrar el espíritu franciscano en el rígido esquema de la observancia monástica y de las reglas ascéticas. Las religiosas de San Damián tenían ya una constitución propia, redactada por el cardenal Ugolino sobre la base de la regla de San Benito. Al llegar a Bolonia, Francisco tuvo la desagradable sorpresa de encontrar a sus hermanos hospedados en un espléndido convento. El santo se negó a poner los pies en él y vivió con los frailes predicadores. En seguida mandó llamar al guardián del convento franciscano, le reprendió severamente y le ordenó que los frailes abandonasen la casa. Tales acontecimientos tenían a los ojos del santo las proporciones de una verdadera traición: se trataba de una crisis de la que tendría que salir la orden sublimada o destruida. San Francisco se trasladó a Roma donde consiguió que Honorio III nombrase al cardenal Ugolino protector y consejero de los franciscanos, ya que el purpurado había depositado una fe ciega en el fundador y poseía una gran experiencia en los asuntos de la Iglesia. Al mismo tiempo, Francisco se entregó ardientemente a la tarea de revisar la regla, para lo que convocó a un nuevo capítulo general que se reunió en la Porciúncula en 1221. El santo presentó a los delegados la regla revisada. Lo que se refería a la pobreza, la humildad y la libertad evangélica, características de la orden, quedaba intacto. Ello constituía una especie de reto del fundador a los disidentes y legalistas que, por debajo del agua, tramaban una verdadera revolución del espíritu franciscano. El jefe de la oposición era el hermano Elías de Cortona. El fundador había renunciado a la dirección de la orden, de suerte que su vicario, fray Elías, era prácticamente el ministro general. Sin embargo, no se atrevió a oponerse al fundador, a quien respetaba sinceramente. En realidad, la orden era ya demasiado grande, como lo dijo el propio San Francisco: «Si hubiese menos frailes menores, el mundo los vería menos y desearía que fuesen más». Al cabo de dos años, durante los cuales hubo de luchar contra la corriente cada vez más fuerte que tendía a desarrollar la orden en una dirección que él no había previsto y que le parecía comprometer el espíritu franciscano, el santo emprendió una nueva revisión de la regla. Después la comunicó al hermano Elías para que éste la pasase a los ministros, pero el documento se extravió y el santo hubo de dictar nuevamente la revisión al hermano León, en medio del clamor de los frailes que afirmaban que la prohibición de poseer bienes en común era impracticable. La regla, tal como fue aprobada por Honorio III en 1223, representaba sustancialmente el espíritu y el modo de vida por el que había luchado san Francisco desde el momento en que se despojó de sus ricos vestidos ante el obispo de Asís. Unos dos años antes san Francisco y el cardenal Ugolino habían redactado una regla para la cofradía de laicos que se habían asociado a los frailes menores y que correspondía a lo que actualmente llamamos tercera orden, fincada en el espirito de la «Carta a todos los cristianos», que Francisco había escrito en los primeros años de su conversión. La cofradía, formada por laicos entregados a la penitencia, que llevaban una vida muy diferente de la que se acostumbraba entonces, llegó a ser una gran fuerza religiosa en la Edad Media.
San Francisco pasó la Navidad de 1223 en Grecchio, en el valle de Rieti. Con tal ocasión, había dicho a su amigo, Juan da Vellita: «Quisiera hacer una especie de representación viviente del nacimiento de Jesús en Belén, para presenciar, por decirlo así, con los ojos del cuerpo la humildad de la Encarnación y verle recostado en el pesebre entre el buey y el asno». En efecto, el santo construyó entonces en la ermita una especie de cueva y los campesinos de los alrededores asistieron a la misa de media noche, en la que Francisco actuó como diácono y predicó sobre el misterio de la Natividad. Probablemente ya existía para entonces la costumbre del «belén» o «nacimiento», pero el hecho de que el santo la hubiese practicado contribuyó indudablemente a popularizarla. San Francisco permaneció varios meses en el retiro de Grecchio, consagrado a la oración, pero ocultó celosamente a los ojos de los hombres las gracias especialísimas que Dios le comunicó en la contemplación. El hermano León, que era su secretario y confesor, afirmó que le había visto varias veces durante la oración elevarse tan alto sobre el suelo, que apenas podía alcanzarle los pies y, en ciertas ocasiones, ni siquiera eso. Alrededor de la fiesta de la Asunción de 1224, el santo se retiró a Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. Llevó consigo al hermano León, pero prohibió que fuese alguien a visitarle hasta después de la fiesta de san Miguel. Ahí fue donde tuvo lugar, alrededor del día de la Santa Cruz de 1224, el milagro de la estigmatización del santo, que la Orden celebra cada año el 17 de septiembre. Francisco trató de ocultar a los ojos de los hombres las señales de la Pasión del Señor que tenía impresas en el cuerpo; por ello, a partir de entonces llevaba siempre las manos dentro de las mangas del hábito y usaba calcetines y zapatos. Sin embargo, deseando el consejo de sus hermanos, comunicó lo sucedido al hermano Iluminado y algunos otros, pero añadió que le habían sido reveladas ciertas cosas que jamás descubriría a hombre alguno sobre la tierra. En cierta ocasión en que se hallaba enfermo, alguien propuso que se le leyese un libro para distraerle. El santo respondió: «Nada me consuela tanto como la contemplación de la vida y Pasión del Señor. Aunque hubiese de vivir hasta el fin del mundo, con ese solo libro me bastaría». Francisco se había enamorado de la santa pobreza mientras contemplaba a Cristo crucificado y meditaba en la nueva crucifixión que sufría en la persona de los pobres. El santo no despreciaba la ciencia, pero no la deseaba para sus discípulos. Los estudios sólo tenían razón de ser como medios para un fin y sólo aprovecharían a los frailes menores si no les impedían consagrar a la oración un tiempo todavía más largo, y si les enseñaban más bien a predicarse a sí mismos que a hablar a otros. Francisco aborrecía los estudios que alimentaban más la vanidad que la piedad, porque entibiaban la caridad y secaban el corazón. Sobre todo, temía que la señora Ciencia se convirtiese en rival de la dama Pobreza. Viendo con cuánta ansiedad acudían a las escuelas y buscaban los libros sus hermanos, Francisco exclamó en cierta ocasión: «Impulsados por el mal espíritu, mis pobres hermanos acabarán por abandonar el camino de la sencillez y de la pobreza». Antes de salir de Monte Alvernia, el santo compuso el «Himno de alabanza al Altísimo». Poco después de la fiesta de san Miguel, bajó finalmente al valle, marcado por los estigmas de la Pasión y curó a los enfermos que le salieron al paso.
Los dos años que le quedaban de vida fueron un período de sufrimiento tan intenso como su gozo espiritual. Su salud iba empeorando, los estigmas le hacían sufrir y le debilitaban y casi había perdido la vista. En el verano de 1225 estuvo tan enfermo, que el cardenal Ugolino y el hermano Elías le obligaron a ponerse en manos del médico del Papa en Rieti. El santo obedeció con sencillez. De camino a Rieti fue a visitar a santa Clara en el convento de San Damián. Ahí, en medio de los más agudos sufrimientos físicos, escribió el «Cántico del hermano Sol» y lo adaptó a una tonada popular para que sus hermanos pudiesen cantarlo. Después se trasladó a Monte Rainerio, donde se sometió al tratamiento brutal que el médico le había prescrito, pero la mejoría que ello le produjo fue sólo momentánea. Sus hermanos le llevaron entonces a Siena a consultar a otros médicos, pero para entonces el santo estaba moribundo. En el testamento que dictó para sus frailes, les recomendaba la caridad fraterna, los exhortaba a amar y observar la santa pobreza y a amar y honrar a la Iglesia. Poco antes de su muerte, dictó un nuevo testamento para recomendar a sus hermanos que observasen fielmente la regla y trabajasen manualmente, no por el deseo de lucro, sino para evitar la ociosidad y dar buen ejemplo. «Si no nos pagan nuestro trabajo, acudamos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta». Cuando Francisco volvió a Asís, el obispo le hospedó en su propia casa. Francisco rogó a los médicos que le dijesen la verdad, y éstos confesaron que sólo le quedaban unas cuantas semanas de vida. «¡Bienvenida, hermana Muerte!», exclamó el santo y acto seguido, pidió que le trasportasen a la Porciúncula. Por el camino, cuando la comitiva se hallaba en la cumbre de una colina, desde la que se dominaba el panorama de Asís, pidió a los que portaban la camilla que se detuviesen un momento y entonces volvió sus ojos ciegos en dirección a la ciudad e imploró las bendiciones de Dios para ella y sus habitantes. Después mandó a los camilleros que se apresurasen a llevarle a la Porciúncula. Cuando sintió que la muerte se aproximaba, Francisco envió a un mensajero a Roma para llamar a la noble dama Giacoma di Settesoli, que había sido su protectora, para rogarle que trajese consigo algunos cirios y un sayal para amortajarle, así como una porción de un pastel que le gustaba mucho. Felizmente, la dama llegó a la Porciúncula antes de que el mensajero partiese. Francisco exclamó: «¡Bendito sea Dios que nos ha enviado a nuestra hermana Giacoma! La regla que prohibe la entrada a las mujeres no afecta a nuestra hermana Giacoma. Decidle que entre».
El santo envió un último mensaje a santa Clara y a sus religiosas y pidió a sus hermanos que entonasen los versos del «Cántico del Hermano Sol» en los que alaba a la muerte. En seguida rogó que le trajesen un pan y lo repartió entre los presentes en señal de paz y de amor fraternal diciendo: «Yo he hecho cuanto estaba de mi parte, que Cristo os enseñe a hacer lo que está de la vuestra». Sus hermanos le tendieron por tierra y le cubrieron con un viejo hábito que el guardián le había prestado. Francisco exhortó a sus hermanos al amor de Dios, de la pobreza y del Evangelio, «por encima de todas las reglas», y bendijo a todos sus discípulos, tanto a los presentes como a los ausentes. Murió el 3 de octubre de 1226, después de escuchar la lectura de la Pasión del Señor según San Juan. El 16 de julio de 1228, menos de dos años después de su muerte, Gregorio IX canoniza a Francisco en Asís. Nótese que hubo muchos casos de santos en los que el culto popular comenzó de manera inmediata, y, por así decirlo, «por aclamación», sin embargo son escasísimos (si no es acaso el único), en que la canonización regular, es decir, la proclamación oficial y explícita de un nuevo santo, llega tan rápidamente.
Francisco había pedido que le sepultasen en el cementerio de los criminales de Colle d'Inferno. En vez de hacerlo así, sus hermanos llevaron al día siguiente el cadáver en solemne procesión a la iglesia de San Jorge, en Asís. Ahí estuvo depositado hasta dos años después de la canonización. En 1230, fue secretamente trasladado a la gran basílica construida por el hermano Elías. El cadáver desapareció de la vista de los hombres durante seis siglos, hasta que en 1818, tras cincuenta y dos días de búsqueda, fue descubierto bajo el altar mayor, a varios metros de profundidad. El santo no tenía más que cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años al morir. No podemos relatar aquí, ni siquiera en resumen, la azarosa y brillante historia de la orden que fundó. Digamos simplemente que sus tres ramas -la de los frailes menores, la de los frailes menores capuchinos y la de los frailes menores conventuales- forman el instituto religioso más numeroso que existe actualmente en la Iglesia. Y, según la opinión del historiador David Knowles, al fundar ese instituto, san Francisco «contribuyó más que nadie a salvar a la Iglesia de la decadencia y el desorden en que había caído durante la Edad Media».
La literatura relacionada con san Francisco es tan vasta y los problemas que presentan algunas de las fuentes son tan complicados, que sería imposible entrar en detalles en el espacio de que disponemos. Digamos en primer lugar que se conservan algunos breves escritos ascéticos del santo, de los que hay, naturalmente, ediciones críticas. En segundo lugar, existe toda una serie de «legendae» (la palabra no indica aquí que se trate de relatos fabulosos), es decir, las biografías primitivas. Las más importantes, desde el punto de vista histórico, son la Vita prima, que se atribuye a Tomás de Celano, escrita antes de 1229; la Vita secunda, escrita entre 1244 y 1247, que completa la anterior y los Miracula, que datan aproximadamente de 1257. Hay que citar además la biografía oficial, escrita por san Buenaventura hacia 1263. La Legenda minor, destinada al uso litúrgico, se basa en la biografía escrita por san Buenaventura, quien la compuso con miras a pacificar los ánimos: en efecto, en aquella época había estallado una violenta controversia entre los frailes «zelanti» o «espirituales» y los partidarios de la observancia mitigada. Los miembros del primer partido se basaban en los dichos y hechos del fundador, tal como se conservaban en las primeras biografías. San Buenaventura suprimió muchos incidentes de la vida del fundador para evitar las ocasiones de discordia, y los superiores de la orden mandaron destruir las «legendae» primitivas. Por ello, los manuscritos de tales leyendas son por hoy muy raros y algunos de ellos sólo han llegado a ver la luz gracias a los esfuerzos de los investigadores. Está fuera de duda que el hermano León, confidente íntimo de san Francisco, escribió unas «cedule» o «rotuli» sobre el fundador de la orden. Otro de los textos primitivos más importantes es el «Sacrum commercium» (las conversaciones de Francisco y sus hijos con la santa Pobreza), escrito probablemente por Juan Parenti hacia 1227. Existen la «Legenda triza sociorum», la «Legenda Juliani de Spira» y otras obras por el estilo, así como los «Actas beati Francisci»; esta última obra, con el nombre italiano de Fioretti (Florecillas), ha sido traducida a todas las lenguas.
Directorio Franciscano, donde se encontrará escritos de toda clase: las obras atribuidas al fundador, las diversas legendae, hagiografías sobre san Francisco, santa Clara y los principales hermanos de la época fundacional, historias de la Orden, estudios críticos, no sólo mencionados sino reproducidos, etc. Destacables son, allí mismo, las Obras de san Francisco (tanto en latín como en castellano), la Enciclopedia franciscana, la edición de las Florecillas, y mucho más material que el lector seguramente encontrará a gusto navegar. fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Oremos. Señor Dios, que en el pobre y humilde Francisco de Asís has dado a tu Iglesia una imagen viva de Jesucristo, haz que nosotros, siguiendo su ejemplo, imitemos a tu Hijo y vivamos, como este santo, unidos a ti en el gozo del amor. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
San Elredo de Rieval (1110-1167), monje cisterciense Sermón en la Asunción
Marta y María
“Una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Tenía Marta una hermana llamada María.” Si nuestro corazón es el lugar donde reside Dios, es justo que estas dos mujeres también estén allí: una, sentada a los pies de Jesús para escucharlo, la otra ocupada en darle de comer. Mientras Cristo esté en la tierra, pobre, hambriento, sediento, tentado, será necesario que estas dos mujeres habiten en la misma casa, que en un mismo corazón residan estas dos actividades...
Así, pues, durante esta vida de miseria y trabajos es necesario que Marta habite en vuestra casa... Mientras tengamos necesidad de comer y de beber, tendremos también necesidad de dominar nuestras pasiones, nuestro cuerpo por los desvelos, del ayuno y del trabajo. Esta es la parte de Marta. Pero también hace falte que esté presente en nosotros María, la actividad espiritual, ya que no nos debemos entregar sin cesar a los ejercicios corporales, también nos hace falta descansar, gustar cuán bueno y cuán suave es el Señor, sentarnos alos pies de Jesús y escuchar su Palabra.
Francisco de Asís, Santo Memoria Litúrgica, 4 de octubre
Fundador de la Orden de los Franciscanos
Martirologio Romano: Memoria de san Francisco, el cual, después de una juventud despreocupada, se convirtió a la vida evangélica en Asís, localidad de Umbría, en Italia, y encontró a Cristo sobre todo en los pobres y necesitados, haciéndose pobre él mismo. Instituyó los Hermanos Menores y, viajando, predicó el amor de Dios a todos y llegó incluso a Tierra Santa. Con sus palabras y actitudes mostró siempre su deseo de seguir a Cristo, y escogió morir recostado sobre la nuda tierra († 1226).
Breve Biografía
San Francisco fue un santo que vivió tiempos difíciles de la Iglesia y la ayudó mucho. Renunció a su herencia dándole más importancia en su vida a los bienes espirituales que a los materiales.
Francisco nació en Asís, Italia en 1181 ó 1182. Su padre era comerciante y su madre pertenecía a una familia noble. Tenían una situación económica muy desahogada. Su padre comerciaba mucho con Francia y cuando nació su hijo estaba fuera del país. Las gentes apodaron al niño “francesco” (el francés) aunque éste había recibido en su bautismo el nombre de “Juan”.
En su juventud no se interesó ni por los negocios de su padre ni por los estudios. Se dedicó a gozar de la vida sanamente, sin malas costumbres ni vicios. Gastaba mucho dinero pero siempre daba limosnas a los pobres. Le gustaban las románticas tradiciones caballerescas que propagaban los trovadores.
Cuando Francisco tenía como unos veinte años, hubo pleitos y discordia entre las ciudades de Perugia y Asís. Francisco fue prisionero un año y lo soportó con alegría. Cuando recobró la libertad cayó gravemente enfermo. La enfermedad fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se recuperó, decidió ir a combatir en el ejército. Se compró una costosa armadura y un manto que regaló a un caballero mal vestido y pobre. Dejó de combatir y volvió a su antigua vida pero sin tomarla tan a la ligera. Se dedicó a la oración y después de un tiempo tuvo la inspiración de vender todos sus bienes y comprar la perla preciosa de la que habla el Evangelio. Se dio cuenta que la batalla espiritual empieza por la mortificación y la victoria sobre los instintos. Un día se encontró con un leproso que le pedía una limosna y le dio un beso.
Visitaba y servía a los enfermos en los hospitales. Siempre, regalaba a los pobres sus vestidos, o el dinero que llevaba. Un día, una imagen de Jesucristo crucificado le habló y le pidió que reparara su Iglesia que estaba en ruinas. Decidió ir y vender su caballo y unas ropas de la tienda de su padre para tener dinero para arreglar la Iglesia de San Damián. Llegó ahí y le ofreció al padre su dinero y le pidió permiso para quedarse a vivir con él. El sacerdote le dijo que sí se podía quedar ahí, pero que no podía aceptar su dinero. El papá de San Francisco, al enterarse de lo sucedido, fue a la Iglesia de San Damián pero su hijo se escondió. Pasó algunos días en oración y ayuno. Regresó a su pueblo y estaba tan desfigurado y mal vestido que las gentes se burlaban de él como si fuese un loco. Su padre lo llevó a su casa y lo golpeó furiosamente, le puso grilletes en los pies y lo encerró en una habitación (Francisco tenía entonces 25 años). Su madre se encargó de ponerle en libertad y él se fue a San Damián. Su padre fue a buscarlo ahí y lo golpeó y le dijo que volviera a su casa o que renunciara a su herencia y le pagara el precio de los vestidos que había vendido de su tienda. San Francisco no tuvo problema en renunciar a la herencia y del dinero de los vestidos pero dijo que pertenecía a Dios y a los pobres. Su padre le obligó a ir con el obispo de Asís quien le sugirió devolver el dinero y tener confianza en Dios. San Francisco devolvió en ese momento la ropa que traía puesta para dársela a su padre ya que a él le pertenecía. El padre se fue muy lastimado y el obispo regaló a San Francisco un viejo vestido de labrador que tenía al que San Francisco le puso una cruz con un trozo de tiza y se lo puso.
San Francisco partió buscando un lugar para establecerse. En un monasterio obtuvo limosna y trabajo como si fuera un mendigo. Unas personas le regalaron una túnica, un cinturón y unas sandalias que usó durante dos años.
Luego regresó a San Damián y fue a Asís para pedir limosna para reparar la Iglesia. Ahí soportó las burlas y el desprecio. Una vez hechas las reparaciones de San Damián hizo lo mismo con la antigua Iglesia de San Pedro. Después se trasladó a una capillita llamada Porciúncula, de los benedictinos, que estaba en una llanura cerca de Asís. Era un sitio muy tranquilo que gustó mucho a San Francisco. Al oir las palabras del Evangelio “...No lleven oro....ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo..”, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón y se quedó solamente con su túnica sujetada con un cordón. Comenzó a hablar a sus oyentes acerca de la penitencia. Sus palabras llegaban a los corazones de sus oyentes. Al saludar a alguien, le decía “La paz del Señor sea contigo”. Dios le había concedido ya el don de profecía y el don de milagros.
San Francisco tuvo muchos seguidores y algunos querían hacerse discípulos suyos. Su primer discípulo fue Bernardo de Quintavalle que era un rico comerciante de Asís que vendió todo lo que tenía para darlo a los pobres. Su segundo discípulo fue Pedro de Cattaneo. San Francisco les concedió hábitos a los dos en abril de 1209.
Cuando ya eran doce discípulos, San Francisco redactó una regla breve e informal que eran principalmente consejos evangélicos para alcanzar la perfección. Después de varios años se autorizó por el Papa Inocencio III la regla y les dio por misión predicar la penitencia.
San Francisco y sus compañeros se trasladaron a una cabaña que luego tuvieron que desalojar. En 1212, el abad regaló a San Francisco la capilla de Porciúncula con la condición de que la conservase siempre como la iglesia principal de la nueva orden. Él la aceptó pero sólo prestada sabiendo que pertenecía a los benedictinos. Alrededor de la Porciúncula construyeron cabañas muy sencillas. La pobreza era el fundamento de su orden. San Francisco sólo llegó a recibir el diaconado porque se consideraba indigno del sacerdocio. Los primeros años de la orden fueron un período de entrenamiento en la pobreza y en la caridad fraterna. Los frailes trabajaban en sus oficios y en los campos vecinos para ganarse el pan de cada día. Cuando no había trabajo suficiente, solían pedir limosna de puerta en puerta. El fundador les había prohibido aceptar dinero. Se distinguían por su gran capacidad de servicio a los demás, especialmente a los leprosos a quienes llamaban “hermanos cristianos”. Debían siempre obedecer al obispo del lugar donde se encontraran. El número de compañeros del santo iba en aumento.
Santa Clara oyó predicar a San Francisco y decidió seguirlo en 1212. San Francisco consiguió que Santa Clara y sus compañeras se establecieran en San Damián. La oración de éstas hacía fecundo el trabajo de los franciscanos.
San Francisco dio a su orden el nombre de “Frailes Menores” ya que quería que fueran humildes. La orden creció tanto que necesitaba de una organización sistemática y de disciplina común. La orden se dividió en provincias y al frente de cada una se puso a un ministro encargado “del bien espiritual de los hermanos”. El orden de fraile creció más alla de los Alpes y tenían misiones en España, Hungría y Alemania. En la orden habían quienes querían hacer unas reformas a las reglas, pero su fundador no estuvo de acuerdo con éstas. Surgieron algunos problemas por esto porque algunos frailes decían que no era posible el no poseer ningún bien. San Francisco decía que éste era precisamente el espíritu y modo de vida de su orden.
San Francisco conoció en Roma a Santo Domingo que había predicado la fe y la penitencia en el sur de Francia.
En la Navidad de 1223 San Francisco construyó una especie de cueva en la que se representó el nacimiento de Cristo y se celebró Misa.
En 1224 se retiró al Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. La única persona que lo acompañó fue el hermano León y no quiso tener visitas. Es aquí donde sucedió el milagro de las estigmas en el cual quedaron impresas las señales de la pasión de Cristo en el cuerpo de Francisco. A partir de entonces llevaba las manos dentro de las mangas del hábito y llevaba medias y zapatos. Dijo que le habían sido reveladas cosas que jamás diría a hombre alguno. Un tiempo después bajo del Monte y curó a muchos enfermos.
San Francisco no quería que el estudio quitara el espíritu de su orden. Decía que sí podían estudiar si el estudio no les quitaba tiempo de su oración y si no lo hacían por vanidad. Temía que la ciencia se convirtiera en enemiga de la pobreza.
La salud de San Francisco se fue deteriorando, los estigmas le hacían sufrir y le debilitaron y ya casi había perdido la vista. En el verano de 1225 lo llevaron con varios doctores porque ya estaba muy enfermo. Poco antes de morir dictó un testamento en el que les recomendaba a los hermanos observar la regla y trabajar manualmente para evitar la ociosidad y dar buen ejemplo. Al enterarse que le quedaban pocas semanas de vida, dijo “¡Bienvenida, hermana muerte!”y pidió que lo llevaran a Porciúncula. Murió el 3 de octubre de 1226 después de escuchar la pasión de Cristo según San Juan. Tenía 44 años de edad. Lo sepultaron en la Iglesia de San Jorge en Asís.
Son famosas las anécdotas de los pajarillos que venían a escucharle cuando cantaba las grandezas del Señor, del conejillo que no quería separarse de él y del lobo amansado por el santo. Algunos dicen que estas son leyenda, otros no.
San Francisco contribuyó mucho a la renovación de la Iglesia de la decadencia y el desorden en que había caído durante la Edad Media. El ayudó a la Iglesia que vivía momentos difíciles.
¿Qué nos enseña la vida de San Francisco?
Nos enseña a vivir la virtud de la humildad. San Francisco tuvo un corazón alegre y humilde. Supo dejar no sólo el dinero de su padre sino que también supo aceptar la voluntad de Dios en su vida. Fue capaz de ver la grandeza de Dios y la pequeñez del hombre. Veía la grandeza de Dios en la naturaleza.
Nos enseña a saber contagiar ese entusiasmo por Cristo a los demás. Predicar a Dios con el ejemplo y con la palabra. San Francisco lo hizo con Santa Clara y con sus seguidores dando buen ejemplo de la libertad que da la pobreza.
Nos enseña el valor del sacrificio. San Francisco vivió su vida ofreciendo sacrificios a Dios.
Nos enseña a vivir con sencillez y con mucho amor a Dios. Lo más importante para él era estar cerca de Dios. Su vida de oración fue muy profunda y era lo primordial en su vida.
Fue fiel a la Iglesia y al Papa. Fundó la orden de los franciscanos de acuerdo con los requisitos de la Iglesia y les pedía a los frailes obedecer a los obispos.
Nos enseña a vivir cerca de Dios y no de las cosas materiales. Saber encontrar en la pobreza la alegría, ya que para amar a Dios no se necesita nada material.
Nos enseña lo importante que es sentirnos parte de la Iglesia y ayudarla siempre pero especialmente en momentos de dificultad.
Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas
Tiempo Ordinario. Cristo nos pone en guardia ante el mucho hacer y el poco meditar.
Oración introductoria
Jesús, yo quiero la mejor parte. Creo y espero en Ti y, porque te amo, quiero tener un diálogo contigo en esta oración, ¡ven a mi corazón! Con tu gracia podré dejar de lado todas las distracciones, preocupaciones e ideas que me pueden separar de Ti.
Petición
Jesús, guía mi mente y mi corazón para saber escoger siempre la mejor parte, que es la oración.
Meditación del Papa Francisco
¿Qué quiere decir Jesús? ¿Cuál es esa cosa sola que necesitamos? Ante todo es importante comprender que no se trata de la contraposición entre dos actitudes: la escucha de la Palabra del Señor, la contemplación, y el servicio concreto al prójimo. No son dos actitudes contrapuestas, sino, al contrario, son dos aspectos, ambos esenciales para nuestra vida cristiana; aspectos que nunca se han de separar, sino vivir en profunda unidad y armonía. Pero entonces, ¿por qué Marta recibe la reprensión, si bien hecha con dulzura? Porque consideró esencial sólo lo que estaba haciendo, es decir, estaba demasiado absorbida y preocupada por las cosas que había que “hacer”. En un cristiano, las obras de servicio y de caridad nunca están separadas de la fuente principal de cada acción nuestra: es decir, la escucha de la Palabra del Señor, el estar —como María— a los pies de Jesús, con la actitud del discípulo. Y por esto es que se reprende a Marta. (S.S. Francisco, 21 de julio 2013)
Reflexión
Hoy tengo que terminar el trabajo de trigonometría, que es para mañana, también tengo que ir de compras con mi madre; luego ver mi programa favorito, más tarde salir con mi novia, la música está a todo volumen...
Nos preocupamos por muchas cosas, nos quejamos de que hay poco tiempo para aquello que nos gusta, pero no nos damos cuenta de que solo una cosa es necesaria, escuchar al Señor en nuestro interior.
El evangelio de hoy nos presenta a una mujer atareada con los quehaceres de la casa, metida en muchos problemas, sin importarle quién está dentro de ella. Se pierde la dicha de vivir unos momentos increíbles al lado del Maestro de las gentes, pero no se da cuenta de la importancia que tiene el escuchar.
Cristo nos pone en guardia ante el mucho hacer y el poco meditar. Es necesario vivir más de cerca del evangelio. Con ello podemos ser hombres contemplativos y en el campo del apostolado hacer más y mejor, porque se cuenta con el apoyo de Cristo mismo.
Propósito
Ante la tentación de la actividad excesiva, no renunciar a mi tiempo de oración. No dejar la "mejor parte"
Diálogo con Cristo
Jesús, cuántas veces he dejado a un lado mi oración para darle vuelo a mi imaginación: programando, planeando los grandes proyectos que podría llevar a cabo, pero olvidando que lo único que puede garantizar el éxito apostólico es que Tú seas la parte central de cualquier esfuerzo. Permite que nunca olvide que mi misión proviene de tu inspiración, que inicia y se sostiene sólo con tu gracia, que desde el principio y hasta el final todo debe ser por Ti y para Ti.
San Francisco de Asís, el perdón y el arrepentimiento.
Con su ejemplo, nuestro santo nos enseña que la misericordia de Dios es infinita
Un día fueron al convento donde estaban Francisco y sus hermanos tres ladrones, y pidieron al guardián, el hermano Ángel, que les diera de comer. El guardián les reprochó ásperamente por ser ladrones e ir a pedir de sus limosnas, y los despidió duramente, por lo que ellos se marcharon muy enojados. En esto regresó San Francisco que venía con la alforja del pan y con un recipiente de vino que había mendigado él y su compañero. El guardián le refirió cómo había despedido a aquella gente. Al oírle, San Francisco lo reprendió fuertemente, diciéndole que se había portado cruelmente, porque mejor se conduce a los pecadores a Dios con dulzura que con duros reproches; que Cristo, nuestro Maestro, cuyo Evangelio hemos prometido observar, dice que no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos, y que El no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, y que por esto Jesús comía muchas veces con ellos. Por lo tanto, terminó diciendo:
Ya que has obrado contra la caridad y contra el santo Evangelio, te mando, por santa obediencia, que, sin tardar, tomes esta alforja de pan que yo he mendigado y esta orza de vino y vayas buscándolos por montes y valles hasta dar con ellos; y les ofrecerás de mi parte todo este pan y este vino. Después te pondrás de rodillas ante ellos y confesarás humildemente tu culpa y tu dureza. Finalmente, les rogarás de mi parte que no hagan ningún daño en adelante, que honren a Dios y no ofendan al prójimo; y les dirás que, si lo hacen así, yo me comprometo a proveerles de lo que necesiten y a darles siempre de comer y de beber. Una vez que les hayas dicho esto con toda humildad, vuelve aquí .
Mientras el guardián iba a cumplir el mandato, San Francisco se puso en oración, pidiendo a Dios que ablandase los corazones de los ladrones y los convirtiese a penitencia. Llegó el obediente guardián a donde estaban ellos, les ofreció el pan y el vino e hizo y dijo lo que San Francisco le había ordenado. Y quiso Dios que, mientras comían la limosna de San Francisco, comenzaran a decir entre sí:
¡Ay de nosotros, miserables desventurados! ¡Qué duras penas nos esperan en el infierno a nosotros, que no sólo andamos robando, maltratando, hiriendo, sino también dando muerte a nuestro prójimo; y, en medio de tantas maldades y crímenes, no tenemos remordimiento alguno de conciencia ni temor de Dios! En cambio, este santo hermano ha venido a buscarnos por unas palabras que nos dijo justamente reprochando nuestra maldad, se ha acusado de ello con humildad, y, encima de esto, nos ha traído el pan y el vino, junto con una promesa tan generosa del Padre santo. Estos sí que son siervos de Dios merecedores del paraíso, pero nosotros somos hijos de la eterna perdición y no sabemos si podremos hallar misericordia ante Dios por los pecados que hasta ahora hemos cometido.
Los tres, de común acuerdo, marcharon apresuradamente a San Francisco y le hablaron así:
Padre, nosotros hemos cometido muchos y abominables pecados; no creemos poder hallar misericordia ante Dios; pero, si tú tienes alguna esperanza de que Dios nos admita a misericordia, aquí nos tienes, prontos a hacer lo que tú nos digas y a vivir contigo en penitencia.
San Francisco los recibió con caridad y bondad, los animó con muchos ejemplos, les aseguró que la misericordia de Dios es infinita y les prometió con certeza que la obtendrían. Movidos de las palabras y obras de Francisco, los tres ladrones se convirtieron y entraron en la Orden.
LAS TÉMPORAS DE ACCIÓN DE GRACIAS Y DE PETICIÓN
«Las Témporas —dice el Misal— son días de acción de gracias y de petición que la comunidad cristiana ofrece a Dios, terminadas las vacaciones y la recolección de las cosechas, al reemprender la actividad habitual» (p.648). La celebración ha sido fijada en España para el día 5 de octubre, pues su localización en el calendario e incluso su duración dependen de las Conferencias Episcopales de cada país.
Las Témporas, y con ellas las Rogativas, son una antiquísima institución litúrgica ligada a las cuatro estaciones del año. Su finalidad consistía en reunir a la comunidad, para que, mediante el ayuno y la oración, se diese gracias a Dios por los frutos de la tierra y se invocase su bendición sobre el trabajo de los hombres. Las Témporas nacieron en Roma y se difundieron con la liturgia romana, al mismo tiempo que sus libros litúrgicos. Al principio tuvieron lugar en las estaciones del otoño, invierno y verano, exactamente, en los meses de septiembre, diciembre y junio. Pero muy pronto debió de añadirse la celebración correspondiente a la primavera, en plena Cuaresma. Por algunos sermones de San León Magno se concoce el significado de estas jornadas penitenciales, que comprendían la eucaristía, además del ayuno, los miércoles y los viernes de la semana en que tenían lugar. El sábado había una vigilia, que terminaba con la eucaristía también, bien entrada la noche, de forma que ésa era la celebración eucarística del domingo.
La proximidad con algunas grandes solemnidades, como Navidad y Pentecostés, y la coincidencia con algún tiempo litúrgico, proporcionaban un colorido especial a la celebración de las respectivas Témporas. Pretender relacionarlas con cultos naturalistas precristianos es pura imaginación, aunque es evidente su relación con la vida agraria y campesina, la vida propia de aquellos tiempos. En el fondo, las Témporas son un acercamiento mutuo de la liturgia y la vida humana, en el afán de encontrar en Dios la fuente de todo don y la santificación de la tarea de los hombres.
Por eso, hoy, considerada la extensión de la Iglesia y su presencia en los pueblos más diversos, se imponía una revisión y una adaptación de esta vieja celebración litúrgica, que ya no tiene por qué ser agraria ni campesina únicamente, sino que puede ser muy bien urbana y cercana a las preocupaciones del hombre del cemento y del reloj de cuarzo. Lo importante es que en un día, o en tres, según la duración elegida, se viva y se celebre la obra de Dios en el hombre y con la ayuda del hombre; con un espíritu de fe y de acción de gracias propios del creyente, que sabe que lo temporal tiene su propia autonomía, pero sin romper con Dios y sin ir en contra de su voluntad salvadora: «Todo es vuestro; pero vosotros sois de Cristo, y Cristo, de Dios» (1 Cor 3,22-23).
2. TÉMPORAS Y ROGATIVAS
El año litúrgico celebra fundamentalmente el «recuerdo sagrado de la obra de la salvación realizada por Cristo» (Normas universales sobre el Año litúrgico, núm. 1). Pero junto a este aspecto fundamental el ciclo eclesial incluye también, aunque sea de modo más secundario, otras celebraciones. La memoria, por ejemplo, de aquellos fieles que reprodujeron en su vida, de modo eminente, el misterio pascual de Cristo (Cf.Sacr. Conc. 104), las diversas etapas de la vida de los fieles (Bautismo, Profesión religiosa, exequias) e incluso algunos otros acontecimientos o avatares de la vida humana de los cristianos (inicio del año civil, súplicas en tiempo de elecciones) interesándose y orando por su feliz desarrollo e iluminándolos y transformándolos a la luz del misterio pascual de Jesucristo.
En este último ámbito precisamente -el de interesarse por los acontecimientos de la vida humana- nacieron, ya en la antigüedad, dos tipos de celebraciones, cercanas entre sí pero no idénticas, que hoy quisiéramos subrayar y que la reforma litúrgica del Vaticano II por su parte quiso se adaptaran mejor a la situación actual: las Rogativas y las Témporas.
El significado de estas dos celebraciones, pensamos, que quizá no ha sido suficientemente captado después de la reforma litúrgica. Y ello a pesar de que la importancia de estas celebraciones continúa siendo grande -quizá mayor incluso que la que tuviera en otros tiempos-y de que posiblemente su correcta celebración tendría dos frutos importantes: el de restituir al domingo su carácter de fiesta primordial, purificándolo de adherencias que lo ofuscan y el de subrayar algunos aspectos importantes de la identidad cristiana que hoy con, demasiada frecuencia, pasan desapercibidos ante muchos fieles.
Las Témporas son y han sido siempre unos días consagrados a la santificación de las diversas etapas de la vida de los hombres. Tal como figuraban en el antiguo misal de San Pío V eran una herencia del como se vivía el quehacer cotidiano en el antiguo mundo rural. Históricamente nacieron como unos días de oración y ayuno para santificar las tres cosechas que constituían la base del trabajo más común del mundo agrícola antiguo: la del trigo en verano, la de la vendimia al comienzo de otoño y la del aceite en diciembre. A estas tres Témporas más tarde se añadieron unas cuartas témporas en marzo -que de hecho constituyeron como un doblaje penitencial pues coincidían con el tiempo también penitencial de Cuaresma- y empezó a hablarse de las «Cuatro Témporas» que correspondían a la santificación del inicio de las cuatro estaciones del año.
Las Rogativas tuvieron otro origen: nacieron ante necesidades singulares de alguna comunidad y luego, por diversas razones que no podemos explicar aquí, se fueron extendiendo por las diversas Iglesias. El Misal de San Pío V conservó dos de los antiguos días de rogativas: las llamadas «Rogativas mayores» que se celebraban el día de San Marcos y las «Rogativas menores» que tenían lugar los tres días anteriores a la Ascención del Señor.
Las Normas Universales del Año litúrgico promulgadas con el «Motu proprio» «Mysterii Paschalis» de Pablo VI determinó que las Conferencias Episcopales adaptaran a las necesidades de los diversos lugares -que hoy ya no viven al ritmo de las cosechas agrícolas- tanto las Témporas como las Rogativas y determinaran el tiempo y la manera de celebrarlas teniendo en cuenta las necedidades locales.
Por lo que se refiere a España en concreto la Conferencia Episcopal en un primer tiempo determinó que las cuatro antiguas Témporas se redujeran a una sola época -el comienzo de la actividades del curso, terminadas las vacaciones-y situó estas Témporas en la semana del 5 de octubre con la posibilidad de su celebración en uno o en tres días. La fecha, teóricamente por lo menos, parece oportuna. Hoy, en efecto, el ritmo de la actividad humana no se rige ya entre nosotros por las cosechas agrícolas y, en cambio, queda muy marcado por el período vacacional.y el inicio del curso escolar. No obstante hay que decir que, en la práctica, la celebración de estas Témporas no parece haber calado demasiado en las comunidades y que de hecho las nuevas Témporas pasan desapercibidas en casi todas partes.
Despues de unos años de experimentación cabría pues preguntarse si esta celebración, colocada una sola vez al año, marca de una manera suficiente el ritmo de la vida. O si por el contrario el paso de las tres -o cuatro- Témporas antiguas a un solo día hace incluso más difícil su celebración. ¿No sería más eficaz colocar diversas «Témporas», con una identidad verdadera y muy propia, en diversos períodos, al inicio, por ejemplo, del curso -las del 5 de octubre- otras al inicio de las vacaciones de Navidad como conclusión del primer trimestre, antes de las fiestas de Navidad o quizá mejor al inicio del segundo, pasadas ya las fiestas? En todo caso seguramente sería más eficaz que el Calendario general de España sugiriera únicamente una fecha aproximativa situada en las diversas épocas, dejando el día más concreto de la celebración para cada comunidad o por lo menos para cada diócesis para que se «tuviera más en cuenta las necesidades -y posibilidades- locales» (Normas Universales del Año litúrgico, núm. 46).
Pero si el Calendario para las iglesias de España en su primer momento redujo las cuatro Témporas a una sola celebración, esta reducción se proyectó sólo como primer paso, dejando para más adelante cuáles y cuándo debían celebrarse otras posibles Témporas y el conjunto de las Rogativas -el que suscribe este Editorial participó muy activamente en su proyecto y por ello puede afirmar estos extremos-. La cosa quedó después olvidada y por ello es oportuno insistir en este aspecto.
Si las antiguas comunidades tuvieron sus necesidades -pestes, terremotos, lucha contra determinadas supersticiones populares o contra la pervivencia de fiestas paganas-y para ello instituyeron diversos días de «Rogativas», pensamos que las actuales Iglesias no dejan de tener las suyas, y a veces, más imperiosas incluso que las de los tiempos pasados. Además con demasida frecuencia estas necesidades -desproveídas hoy de días de «Rogativas»- por una parte cubren y desvalorizan la celebración del domingo con el nacimiento de los «Dias» (del Seminario, de las misiones, del hambre, etc.) y por otra no quedan suficientemente subrayadas ni vividas pues se limitan a solo una colecta y un subrayado del problema que hace desaparecer la homilía y no deja espacio a la oración por la necesidad.
Determinar cuáles y cuándo deben ser las «Rogativas» en cada nación es competencia de la Conferencia Episcopal (Normas Universales del año litúrgico, núm. 46). Pero preparar el ambiente y señalar posibilidades -de momento con prácticas de carácter más privado- con días consagrados a la oración por las necesidades que parecen más urgentes y generales puede ser iniciativa de las comunidades concretas y ayuda incluso para que en un mañana cercano se instituyan diversos días de «rogativas» oficiales.
En esta línea nos parece interesante que las comunidades -las contemplativas en primer lugar, como grupos cuya vocación primordial es la plegaria, pero también las parroquiales y religiosas- hagan como un elenco de las principales necesidades de la Iglesia y de sociedad civil de nuestros días. Y dediquen a ellas unos días de oración que en el domingo anterior o posterior podrían tener su eco (sin que desfiguraran con ello la primordialidad del domingo). Con ello se realizaría tambien el voto del Ceremonial de los Obispos (núm. 229) de que los temas y días no cubran la liturgia del domingo.
Estas rogativas -que como hemos dicho podrían extenderse uno o varios días según se trate de comunidades contemplativas, religiosas o parroquiales-de cara a las necesidades de la Iglesia podrían ser entre otros: «Por las vocaciones», «Por la unidad de la Iglesia», «Por la evangelización de los pueblos», «Por el Papa», «Por el Obispo y la Iglesia local». Frente a las necesidades de la sociedad civil podría pensarse en instituir unos días de «Rogativas» por ejemplo «Por la paz y el progreso de los pueblos» «Por los que padecen hambre en el mundo», «Por la nación o autonomía». Para todas estas «Rogativas» hay formularios propios de misas y pueden prepararse oportunamente otras preces y textos a la manera como lo hacemos en este número de Oración de las horas en vistas a unas «Rogativas» por la evangelización de los pueblos a celebrar durante la semana anterioro posterior al DOMUND para ambientar la plegaria y el interés por esta urgente necesidad eclesial.
3. Según la tradición de la Iglesia, la primera semana de Cuaresma es lasemana de las Cuatro Témporas de primavera. Las Cuatro Témporas representan una tradición peculiar de la Iglesia de Roma; sus raíces se encuentran, por una parte, en el Antiguo Testamento -donde, por ejemplo, el profeta Zacarías habla de cuatro tiempos de ayuno a lo largo del año-, y por otra, en la tradición de la Roma pagana, cuyas fiestas de la siembra y de la recolección han dejado su huella en estos días. Se nos ofrece así una hermosa síntesis de creación y de historia bíblica, síntesis que es un signo de la verdadera catolicidad. Al celebrar estos días, recibimos el año de manos del Señor; recibimos nuestro tiempo del Creador y Redentor, y confiamos a su bondad siembras y cosechas, dándole gracias por el fruto de la tierra y de nuestro trabajo. La celebración de las Cuatro Témporas refleja el hecho de que «la expectación ansiosa de la creación está esperando la manifestación de los hijos de Dios» (Rom 8,19). A través de nuestra plegaria, la creación entra en la Eucaristía, contribuye a la glorificación de Dios.
Las Cuatro Témporas recibieron en el siglo V una nueva dimensión significativa; pasaron a ser fiestas de la recolección espiritual de la Iglesia, celebración de las ordenaciones sagradas. Tiene un sentido profundo el orden de las estaciones correspondientes a estos tres días: miércoles, Santa María la Mayor; viernes, Los doce Apóstoles; sábado, San Pedro. En el primer día, la Iglesia presenta los ordenandos a la Virgen, a la Iglesia en persona. Al meditar en este gesto, nos viene a la memoria la plegaria mariana del siglo III: «Sub tuum praesidium confugimus». La Iglesia confía sus ministros a la Madre: «He ahí a tu madre». Estas palabras del Crucificado nos animan a buscar refugio junto a la Madre. Bajo el manto de la Virgen estamos seguros. En todas nuestras dificultades podemos acudir siempre, con una confianza sin límites, a nuestra Madre. Este gesto del miércoles de las Cuatro Témporas se refiere a nosotros. Como ministros de la Iglesia, somoS «asumidos» en virtud de este ofrecimiento que representa el verdadero principio de nuestra ordenación. Confiando en la Madre, nos atrevemos a abrazar nuestro servicio.
El viernes es el día de los Apóstoles. En calidad de «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» somos «edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas» (Ef 2,19-20). Sólo hay verdadero sacerdocio, sólo podemos construir el templo vivo de Dios en el contexto de la sucesión apostólica, de la fe apostólica y de la estructura apostólica. Las ordenaciones mismas tienen lugar en la noche del sábado hasta la mañana del domingo en la basílica de San Pedro. Así expresa la Iglesia la unidad del sacerdocio en la unidad con Pedro, del mismo modo que Jesús, al principio de su vida pública, llama a Pedro y a sus «socios» (Lc 5,10), luego de haber predicado desde la barca de Simón. La primera semana de Cuaresma es la semana de la siembra. Confiamos a la bondad de Dios los frutos de la tierra y el trabajo de los hombres, para que todos reciban el pan cotidiano y la tierra se vea libre del azote del hambre. Confiamos también a la bondad de Dios la siembra de la palabra, para que reviva en nosotros el don de Dios, que hemos recibido por la imposición de las manos del obispo (2 Tim 1,6) en la sucesión de los Apóstoles, en la unidad con Pedro. Damos gracias a Dios porque nos ha protegido siempre en las tentaciones y dificultades, y le pedimos, con las palabras de la oración de la comunión, que nos otorgue su favor, es decir, su amor eterno, Él mismo, el don del Espíritu Santo, y que nos conceda también el consuelo temporal que nuestra frágil naturaleza necesita:
«Perpetuo, Domine, favore prosequere, quos reficis divino mysterio, et quos imbuisti caelestibus institutis, salutaribus comitare solaciis».
Oramos «por Cristo nuestro Señor». Oramos bajo el manto de la Madre. Oramos con la confianza de los hijos. Permanecen vigentes las palabras del Redentor: «Confiad; yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
JOSEPH RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL
4.TEMPORAS:
La iglesia celebra una vez al año el día de la acción de gracias. Es un día al final del verano y pretende agradecer los frutos de las cosechas. Pero no en la sociedad agrícola ni en la industrial se puede limitar esta gesto elemental a un día determinado. En cada día y en cada momento hay motivos para dar gracias a Dios, entre otros por el don de la vida. Dar gracias es un rasgo fundamentalmente cristiano y humano. La dialéctica humana funciona en términos de "doy para que me des", pero la dialéctica divina se cambia por estos otros: "Me has dado mucho y por eso te doy gracias". Dar gracias cuesta muy poco, pero si sale del corazón es quizá la más noble expresión de un sentimiento humano.
El agradecimiento es a veces lo único que podemos dar. Si es sincero, eso basta. Quien da otras cosas sin agradecimiento, hará intercambio o comercio. El que no es agradecido es sumamente pobre. ¿Qué tiene en realidad? Quien no da gracias a Dios es porque en el fondo no está convencido de deberle nada. Pero a Dios se le debe todo, quizá sin saberlo. Un rabino daba gracias a Dios "por todo".
-"¡Pero si no tienes nada!", le replicó otro que le oía. A lo que respondió: "Yo necesitaba precisamente la pobreza y Dios me la ha dado".
ALABANZA/ORACION:Puede suceder que uno necesite la enfermedad como medicina del espíritu y entonces hay que dar gracias también por la enfermedad. Pensándolo bien, lo único que el hombre puede dar a Dios es su agradecimiento. La oración de alabanza es, indudablemente, la más excelsa. Pero el agradecimiento no puede imponerse, como tampoco el amor. Tiene que salir del corazón como expresión de la persona. Eso es lo que agrada a Dios. De eso se quejó Jesús en el caso del evangelio. En el caso de los diez leprosos, nueve de ellos obedecieron y quedaron curados, el décimo creyó y fue salvado. Es el dato más esencial del relato. Porque no es lo mismo curar que salvar. Curar alude a lo exterior, mientras que salvar afecta a la totalidad de la persona. Uno de los diez leprosos se mostró agradecido y en ese gesto encontró la fe y la salvación. Los nueve restantes sólo encontraron la curación.
5. ALABANZA/EU:
El leproso que vuelve para agradecer la curación lo hace, dice el evangelio, "alabando a Dios a grandes gritos". Se ha dado cuenta de que aquel gran favor que Jesús le ha hecho es, en el fondo una señal de cómo Dios actúa misericordiosamente con los hombres, y por eso se volvió alabando y ensalzando al Dios salvador, al Dios que actúa de tantas y tantas maneras en la vida de los hombres.
Es el Dios que ha hecho nacer, de su bondad, la creación entera; el Dios que se ha escogido un pueblo y lo ha liberado de la esclavitud en Egipto; el Dios que, para dar la vida a todo hombre, ha venido a compartir la condición humana y así nos ha abierto a todos caminos de salvación y de amor pleno.
Por eso, en todo lo que vivimos, en toda realidad de amor, de vida, de esperanza, podemos descubrir esta presencia salvadora y misericordiosa de Dios. Por eso vale la pena que siempre, como aquel leproso, seamos capaces de "alabar a Dios" por sus dones. De hecho, cuando cada domingo nos reunimos aquí en la iglesia, nuestra reunión recibe precisamente este nombre: "Eucaristía", quiere decir "Acción de gracias". Y ahora, cuando dentro de unos instantes empezaremos el momento central de nuestro encuentro, lo haremos levantando nuestro corazón hacia Dios y diciendo que "en verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno". Damos gracias a Dios por todos sus dones, y damos gracias sobre todo por su don definitivo: la vida nueva de JC, su Espíritu que está con nosotros.
Las Témporas
5 de octubre, días de acción de gracias y de petición que la comunidad cristiana ofrece a Dios
«Las Témporas -dice el Misal- son días de acción de gracias y de petición que la comunidad cristiana ofrece a Dios, terminadas las vacaciones y la recolección de las cosechas, al reemprender la actividad habitual». La celebración ha sido fijada en España para el día 5 de octubre, pues su localización en el calendario e incluso su duración dependen de las Conferencias Episcopales de cada país, dada la disparidad de las estaciones. Nos estamos quejando de la sequía, aquí, en otros lugares de inundaciones, en otros de huracanes y catástrofes en transportes aéreos, etc. Nos urge, pues la oración, la invocación a la protección de los Santos con sus letanías, ¿por qué no acudimos a Dios para que libre a la humanidad de tanta calamidad? El día de las Témporas es un día propicio para esta oración colectiva. Y esto es lo que se propone este Reportaje. Hacer ver la importancia de este día y de esta plegaria.
Institución Antiquísima
Las Témporas, y las Rogativas, son una antiquísima institución litúrgica vinculada a las cuatro estaciones del año, para reunir a la comunidad, instando al ayuno y a la oración, para dar gracias a Dios por los frutos de la tierra y pedir su bendición sobre el trabajo de los hombres. Nacieron en Roma y se difundieron con la liturgia romana. Al principio se celebraban en otoño, invierno y verano, en los meses de septiembre, diciembre y junio. Por los sermones de San León Magno se conoce el significado de estas jornadas penitenciales. .
Léxicamente la palabra témpora significa tiempo de ayuno en cada una de las estaciones del año. Litúrgicamente en la ordenación anterior a la reforma del Vaticano II se celebraban las témporas correspondientes al inicio del invierno, de la primavera, del verano y del invierno. Era el tiempo designado también, junto con las plegarias, rogativas y ayuno, para conferir las Órdenes sagradas. Yo recibí el Subdiaconado el 21 de septiembre, el Diaconado el 21 de diciembre y el Presbiterado el 31 de mayo, Vigilia de Pentecostés.
En la actual ordenación la iglesia celebra una sola vez al año el día de la acción de gracias. Es un día al final del verano en el que agradece los frutos de las cosechas, auque no se puede limitar este gesto elemental a un día determinado. En cada día y en cada momento hay motivos para dar gracias a Dios por el don de la vida. Dar gracias es un rasgo fundamentalmente cristiano y humano. La dialéctica humana funciona en términos de "doy para que me des", pero la dialéctica divina se cambia por estos otros: "Me has dado mucho y por eso te doy gracias". Dar gracias cuesta muy poco, pero si sale del corazón es la más noble expresión de un sentimiento humano.
Oración de alabanza
Dar gracias también por la enfermedad, ya que puede ocurrir que se necesite como medicina del espíritu y por eso hay que dar gracias también por la enfermedad. La oración de alabanza es la más excelsa, también la gratitud, debe salir del corazón. Eso agrada mucho a Dios, como lo demuestra en la queja de Jesús en el caso de los leprosos. De los diez leprosos, nueve de ellos quedaron curados, el décimo creyó y fue salvado. No es lo mismo curar que salvar. La curación se produce en el exterior. La salvación afecta a la totalidad de la persona. Uno de los diez leprosos se mostró agradecido y en ese gesto encontró la fe y la salvación. Los nueve restantes sólo encontraron la curación.
Nacieron en Roma
Las Témporas nacieron en Roma y se difundieron con la liturgia romana. Al principio tuvieron lugar en las estaciones del otoño, invierno y verano, en los meses de septiembre, diciembre y junio. Por algunos sermones de San León Magno se conoce el significado de estas jornadas penitenciales, que comprendían la eucaristía, además del ayuno. Pretender relacionarlas con cultos naturalistas pre-cristianos es pura imaginación, aunque es evidente su relación con la vida agraria, propia de aquellos tiempos. Las Témporas son un acercamiento mutuo de la liturgia y la vida humana, en el afán de encontrar en Dios la fuente de todo don y la santificación de la tarea de los hombres. Hoy, considerada la extensión de la Iglesia y su presencia en los pueblos más diversos, se imponía una revisión y una adaptación de esta vieja celebración litúrgica, que ya no tiene por qué ser agraria ni campesina únicamente, sino que puede ser muy bien urbana y cercana a las preocupaciones del hombre del cemento. Lo importante es que se viva y se celebre la obra de Dios en el hombre y con la ayuda del hombre; con un espíritu de fe y de acción de gracias del creyente, que sabe que lo temporal tiene su propia autonomía, pero sin romper con Dios y sin ir en contra de su voluntad salvadora: «Todo es vuestro; pero vosotros sois de Cristo, y Cristo, de Dios» (1 Cor 3,22).
Ciclo vital
La piedad popular está atenta al desarrollo del ciclo vital de la naturaleza: mientras se celebran las "témporas de invierno", las semillas se encuentran enterradas, en espera de que la luz y el calor del sol las haga germinar. Tiempo de súplica al Señor y de meditación sobre el significado del trabajo humano, colaboración con la obra creadora de Dios, realización de la persona, servicio al bien común, actualización del plan de la Redención. Coronarás el año con tus bienes, Señor, y serás la esperanza del confín de la tierra. Terminada la recolección de las cosechas y el periodo anual de descanso la Iglesia celebra las Témporas. Se convierte también en tiempo propicio para pedir ayuda al Señor para recomenzar de nuevo en las actividades del trabajo normal y en construcción de la vida interior de cada persona, su maduración en Cristo. Agradecer y pedir son dos modos de relacionarnos con Dios. Tenemos muchas necesidades, a la vez que hemos recibido mucho y lo debemos agradecer. Si no nos damos cuenta de lo que recibimos, no nos sentimos obligados a agradecer con amor.
La gratitud
Siempre podemos ofrecer nuestro agradecimiento que, si es sincero, basta. El que no es agradecido es sumamente pobre. Quien no da gracias a Dios es porque no está convencido de deberle nada. Pero a Dios se le debe todo. Un rabino daba gracias a Dios "por todo". - "¡Pero si no tienes nada!", le replicó otro que le oía. A lo que respondió: "Yo necesitaba la pobreza y Dios me la ha dado".
El camino de amor pasa por la gratitud: Lo recordaba al pueblo Moisés: “No te olvides del Señor. No sea que cuando comas hasta hartarte, cuando te edifiques casas hermosas y las habites, cuando críes tus reses y ovejas, aumentes tu plata y tu oro, y abundes de todo, te vuelvas engreído y te olvides del Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una gota de agua, que te saco agua de una roca de pedernal”. La vida de Jesus es una continua acción de gracias al Padre. Cuando va a resucitar a Lázaro, habla con su Padre: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado”. Antes de le multiplicación de los panes, Jesús tomo los panes y, dando gracias, dio a los que estaban recostados, e igualmente los peces... En la institución de la Eucaristía, antes de pronunciar las palabras sobre el pan y el vino, el Señor dio gracias. Por eso podemos decir, según Juan Pablo II -que su oración, y toda su existencia terrena, se convirtió en revelación de esta verdad fundamental enunciada por la Carta de Santiago: Todo don bueno y toda dadiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces... (Sant 1, 17)-. La acción de gracias es como una restitución, porque todo tiene en El su principio y su fuente. Demos gracias al Señor Nuestro Dios, decimos con la Iglesia en el centro de la liturgia eucarística. Nada hay más justo y necesario que dar gracias al Señor todos los días de nuestra vida, y el mayor agradecimiento a Dios es amar nuestra condición de hijos suyos. San Pablo dice a los paganos que, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias.
Motivos para dar gracias
Este año hemos recibido plenitud de dones del Señor: unos claros y visibles; otros, quizá más valiosos, han quedado ocultos: peligros del alma y del cuerpo de los que hemos sido librados; personas a las que hemos conocido y que tendrán una importancia decisiva en nuestra salvación; gracias y ayudas; acontecimientos que quizás hemos negativos, enfermedades, fracasos, veremos que han sido regalos de Dios. Nuestra vida entera es un bien inmerecido. Por eso las acciones de gracias deben ser continuas. En el Prefacio de la Misa, recordamos que es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo. ¡Dios mío, gracias! Y el alma se llena de paz, porque entiende que de aquello que parece poco grato o no deseable, Dios sacará mucho fruto. Este gracias es como el leño que Dios mostró a Moisés, que arrojado en las aguas amargas, las trocó en dulces (Ex 15, 25). Con la acción de gracias continua, la petición reiterada, porque son muchas las ayudas que necesitamos, sin las cuales no podremos seguir el camino del crecimiento.
Pedid y Recibireis
Aunque el Señor nos concede muchos dones sin que se los pidamos, ha dispuesto concedernos otros si se los pedimos con la fuerza de la oración. Es necesario que pidamos, es preciso orar siempre y no desfallecer con la seguridad de que nuestras oraciones serán siempre atendidas. Dios mismo es garante de que todo lo que pidamos se nos concederá. “Pedid y se os dará, buscad y encontrareis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre”. Cuanto mas pedimos, más nos acercamos a Dios, más crece nuestra amistad con El. En la tierra, cuando hay que pedir un favor a un poderoso se busca un lazo que nos una a el, el momento oportuno, en que se encuentre de buen animo... Dios siempre está dispuesto a escucharnos. “¿Acaso si alguno de vosotros, si un hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O si le pide un pez, le da una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto mas vuestro Padre celestial dará cosas buenas a los que se las pidan?.