La fe que purifica

El episodio es conocido. Jesús cura a diez leprosos enviándolos a los sacerdotes para que les autoricen a volver sanos a sus familias. El relato podía haber terminado aquí. Al evangelista, sin embargo, le interesa destacar la reacción de uno de ellos.

Una vez curados, los leprosos desaparecen de escena. Nada sabemos de ellos. Parece como si nada se hubiera producido en sus vidas. Sin embargo, uno de ellos «ve que está curado» y comprende que algo grande se le ha regalado: Dios está en el origen de aquella curación. Entusiasmado, vuelve «alabando a Dios a grandes gritos» y «dando gracias a Jesús».

Por lo general, los comentaristas interpretan su reacción en clave de agradecimiento: los nueve son unos desagradecidos; solo el que ha vuelto sabe agradecer. Ciertamente es lo que parece sugerir el relato. Sin embargo, Jesús no habla de agradecimiento. Dice que el samaritano ha vuelto «para dar gloria a Dios». Y dar gloria a Dios es mucho más que decir gracias.

Dentro de la pequeña historia de cada persona, probada por enfermedades, dolencias y aflicciones, la curación es una experiencia privilegiada para dar gloria a Dios como Salvador de nuestro ser. Así dice una célebre fórmula de san Ireneo de Lion: «Lo que a Dios le da gloria es un hombre lleno de vida». Ese cuerpo curado del leproso es un cuerpo que canta la gloria de Dios.

Creemos saberlo todo sobre el funcionamiento de nuestro organismo, pero la curación de una grave enfermedad no deja de sorprendernos. Siempre es un «misterio» experimentar en nosotros cómo se recupera la vida, cómo se reafirman nuestras fuerzas y cómo crece nuestra confianza y nuestra libertad.

Pocas experiencias podremos vivir tan radicales y básicas como la sanación, para experimentar la victoria frente al mal y el triunfo de la vida sobre la amenaza de la muerte. Por eso, al curarnos, se nos ofrece la posibilidad de acoger de forma renovada a Dios que viene a nosotros como fundamento de nuestro ser y fuente de vida nueva.

La medicina moderna permite hoy a muchas personas vivir el proceso de curación con más frecuencia que en tiempos pasados. Hemos de agradecer a quienes nos curan, pero la sanación puede ser, además, ocasión y estímulo para iniciar una nueva relación con Dios. Podemos pasar de la indiferencia a la fe, del rechazo a la acogida, de la duda a la confianza, del temor al amor.
Esta acogida sana de Dios nos puede curar de miedos, vacíos y heridas que nos hacen daño. Nos puede enraizar en la vida de manera más saludable y liberada. Nos puede sanar integralmente.

XXVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO EFECTO DE LA MISERICORDIA
(2Re 5, 14-17; Sal 97; 2Tim 2, 8-13; Lc 17, 11-19)

Entre las obras de misericordia corporales, una de las más habituales que podemos practicar es la de visitar a los enfermos y hacer todo lo posible por que sientan afecto, compañía y amistad. Las lecturas de este domingo se refieren principalmente a varias curaciones de enfermos de lepra, que en los tiempos bíblicos era una de las enfermedades más estigmatizadas, y que se relacionaba con la conducta moral de los que la padecían. Naamán el sirio y los diez leprosos del Evangelio, entre los que se cita a un samaritano, son los beneficiarios de la misericordia divina. Sin embargo, unos agradecen el favor que reciben y otros, no. Y sorprendentemente, los más agradecidos, según los textos, son los extranjeros, el leproso sirio y el samaritano. En el relato de ambas curaciones hay una referencia al movimiento corporal físico: Naamán baja de su carroza hasta el río, movimiento que significa obediencia, y el samaritano curado, se arroja a los pies del Señor, adorándolo y reconociéndolo, a lo que Jesús responde: “Levántate, tu fe te ha salvado”.

En una interpretación literal cabe, sin duda, admirarse del poder del Señor sobre aquellos leprosos, pero si aplicamos las lecturas a nuestra vida, la acción sanadora la podemos aplicar a nuestra conciencia, y al quedar perdonados, exultar de alegría y prorrumpir en alabanzas por las maravillas que hace el Señor. “Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad”.

La gran maravilla que Dios ha hecho es la de resucitar a su propio Hijo, y la memoria de este acontecimiento, como señala el apóstol Pablo, es la razón de nuestra esperanza, y por tanto de nuestra alegría interior, y sanación de nuestras heridas, fruto de la fe.

La referencia a la carne sana, como la de un niño, evoca un nuevo nacimiento. La curación de Naamán, al bañarse siete veces, profetiza el bautismo. La fe en Cristo resucitado nos adelanta nuestro destino glorioso, y nuestra carne nueva. Levantarse significa también resucitar.

Desde estas resonancias, las lecturas de hoy no solo nos describen hechos lejanos y referidos a otros, sino que interpelan nuestra fe. Desde ella cabe vivir en clave pascual, pues vamos a participar en el triunfo de Jesucristo, superada nuestra mortalidad.

El hombre que se dio cuenta.
Lc 17,11-19. Domingo XXVIII (C) del tiempo ordinario. ¿No quedaron limpios los diez leprosos?.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Gracias, Dios mío. Gracias por ser quien eres, por ser un Padre tan bueno. Gracias por llevarme por los caminos que más me convienen y por darme todo lo que necesito. Gracias por enviar a tu Hijo Jesucristo para salvarme. Bendito seas por ser tan bueno; ayúdame a reconocer y corresponder siempre a tu amor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.
Dar las gracias es una clara señal de buena educación. Pero es más que sólo eso. La gratitud es un tesoro que sale del fondo del corazón y nos hace más humanos, también de cara a Dios.

Agradecer es reconocer el bien que se recibe. Alguien nos cede el paso, o nos ayuda con una carga pesada, y decimos gracias porque apreciamos ese acto bueno hacia nosotros. Al terminar los estudios en la universidad agradecemos a los profesores que nos han ayudado en la carrera. O bien, el día de la madre agradecemos con un regalo todo lo que nuestra mamá ha hecho por nosotros… Y con una palabra tan corta, o con un gesto muy sencillo, expresamos que nos dimos cuenta, que apreciamos la persona que nos hizo el favor, a nuestro profesor o a nuestros papás…

Si la gratitud es algo que vale tanto entre nosotros, con mucha más razón debe valer con Dios. ¡Cuántas cosas buenas nos ha dado el Señor! De Él hemos recibido la vida, la salud, la comida, un mundo tan maravilloso en el que vivimos, la fe, una llamada personal en la fe y una misión en la Iglesia…

Cada día recibimos tanto, sólo hace falta un poco de atención para darnos cuenta, como el leproso que quedó curado, de que Alguien nos dio un regalo… Y cuando agradecemos, abrimos el corazón para recibir algo mucho más grande: la salvación.

"La gente seguía a Jesús por conveniencia, sin demasiada pureza en el corazón, quizá por el querer ser más buenos. En dos mil años el escenario no ha cambiado mucho. También hoy muchos escuchan a Jesús como esos nueve leprosos del Evangelio que, felices con su sanación, se olvidan que de Jesús les había devuelto la salud".

(Cf Homilía de S.S. Francisco, 23 de septiembre de 2014, en Santa Marta).

Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Antes de comer, daré las gracias con mi familia por todas las cosas buenas recibidas de Dios.

Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

San Luís Beltrán – 9 de octubre  

«Dominico español, consultor de santos. Nombrado por Alejandro VIII patrón de Colombia, donde evangelizó entre los indígenas y defendió sus derechos frente a la codicia y prepotencia de ciertos colonizadores»

(ZENIT – Madrid).-  Nació en Valencia, España, el 1 de enero de 1526 en el seno de una familia acomodada y virtuosa. Su abuela era sobrina de san Vicente Ferrer, y su padre Juan Beltrán, notario de gran prestigio, que ostentó el cargo de procurador perpetuo del reino. Éste, al enviudar de su primera esposa, se propuso ingresar en la cartuja y cuando se hallaba en camino, san Bruno y san Vicente Ferrer le hicieron volver sobre sus pasos sugiriéndole nuevo desposorio. La elegida fue Juana Angela Eixarch, madre de Luís Beltrán, primogénito de nueve hermanos. Vino al mundo en una era bendecida por Dios con santos de la talla de Francisco de Borja, Pascual Bailón, Tomás de Villanueva, Juan de Ribera y los beatos Nicolás Factor y Gaspar de Bono, entre otros. Teresa de Jesús tenía un año de vida cuando él nació. Luís fue precoz en su virtud. Queriendo emular las vidas de santos que leía, a sus 7 años oraba y se mortificaba durmiendo en el suelo, ejercicios a los que añadió siendo adolescente el rezo del Oficio parvo de la Virgen y la recepción diaria de la comunión. Pero llevado de su celo, un día dejó el hogar sin previo aviso para hacerse mendicante, tomando como modelo a san Alejo y a san Roque. En la ardorosa carta que dejó escrita a sus padres había justificado su decisión recurriendo a numerosas citas bíblicas. No llegó lejos porque un criado de su padre lo sorprendió en los alrededores de Buñol, mientras descansaba en una fuente. Pero más adelante, de nuevo trató de ingresar con los mínimos. En las dos ocasiones sintió que Cristo le conminaba haciéndole ver que ese no era el camino. A los 16 años peregrinó a Santiago de Compostela. Regresó con la resolución de hacerse dominico, pero sus padres no le dejaron, hasta que en 1544, teniendo 18 años y una delicada salud, tomó el hábito. En 1547 fue ordenado sacerdote. En 1549, dada su virtud, fue nombrado maestro de novicios y de estudiantes del convento de Valencia. Fue un formador excepcional, fidelísimo a la regla dominicana. Enseñó con firmeza y caridad las excelencias de la humildad y de la obediencia. Escrupuloso y tendente a un cierto desánimo acerca de la viabilidad de alcanzar la santidad que se proponía, muchas veces vivía apresado de la aflicción, y en algunas ocasiones lo hallaron llorando:«¿No tengo harto que llorar que no sé si me he de salvar?». 

En su corazón seguía bullendo el mismo anhelo de derramar su sangre por Cristo. Por eso cuando un indio –proveniente de Nueva Granada, actual Colombia, que se había convertido y abrazado al carisma dominico– visitó el convento y expuso prolijamente las difíciles experiencias que aguardaban a los misioneros que iban a evangelizar el país, no se inmutó. Estaba dispuesto a partir allí creyendo que la fiereza de los indígenas le ayudaría a obtener la palma del martirio. De nada le sirvió el ruego de los fieles que le tenían en alta estima y no querían desprenderse de él, ni el gesto de su superior que, al ver la situación que la noticia de su partida creaba en el entorno, le anunció que no le proporcionaría los medios para emprender el viaje. No hubo forma de detenerle. En 1562 partió a misiones con rumbo a Nueva Granada. Como apóstol no tuvo fronteras. No hubo en su vida algo que le espantase más que a ofender a Dios. El santo temor que le movía estaba por encima de todo, de modo que se enfrentó a las fieras que halló en la selva, a la violencia y hostilidad de los hombres, a brebajes tóxicos, mortales de necesidad, que bebió a sabiendas de lo que hacía con el fin de convertir a los indios, etc. Nada lo detenía: derribaba los ídolos y quemaba las chozas donde los adoraban. Ahuyentaba al demonio con la oración, la señal de la cruz y toda clase de penitencias. Así superó dudas y tentaciones diversas. Denunció los abusos de españoles sin escrúpulos, y pasó por encima de calumnias, sabiendo discernir las visiones celestiales de las malignas que trataron también de confundirle en no pocos momentos. «No todo se ha de llevar en esta vida por tela de justicia: algo se ha de padecer por amor de Dios», decía.

La oración y las disciplinas eran los antídotos contra su mala salud y la extenuación. Se cuidó lo justo, lo que exige la prudencia. Y las gracias se vertían a raudales. En pocos años los convertidos y bautizados eran incontables. Los antaño feroces indígenas le querían, respetaban y defendían. Habían aprendido a su lado el valor de la fe: «Confiemos en Dios; invoquemos a sus santos, oremos devotamente, pidiendo lo que habemos menester; y sin duda Él nos oirá», le habían oído decir, constatando las bendiciones que se derramaban. En 1568 lo nombraron prior del convento de Santa Fe de Bogotá, y no ocultó su pesar: «Yo no vine a las Indias a ser prior. Estimo más la conversión de un indio que cuantos honores tiene la Iglesia de Dios, pero es fuerza obedecer». En 1570, después de haber evangelizado por numerosos lugares del país, lo llamaron a Valencia donde siguió custodiando la regla con su ejemplo y palabra. En 1574 el capítulo general de Aragón lo designó predicador general. «No volváis atrás, por muchas dificultades que el demonio os ponga en el camino de Dios. Porque, donde vos faltareis, Dios suplirá», afirmaba animando a la gente, con un estilo sencillo, lejos de retóricas, buscando que todos lo entendieran «para que resplandezca la verdad, sin color ni afeite, sin ayuda de elocuencia y saber humano». Tuvo el don de discernimiento de espíritus, de lenguas y de milagros. Había sido un gran estudioso, una vez que Cristo le hizo ver que el estudio no era una distracción. Fue consultor de san Juan de Ribera y de santa Teresa de Jesús. Se le reveló la fecha de su muerte que anotó en una hoja guardándola bajo llave con la indicación de abrirla días más tarde de su deceso. Éste se produjo el 9 de octubre de 1581 en el palacio de su amigo, el arzobispo san Juan de Ribera. Pablo V lo beatificó el 19 de julio de 1608. Clemente X lo canonizó el 12 de abril de 1671. Alejandro VIII lo nombró patrón de Colombia.

Texto completo de la homilía del papa Francisco en el Jubileo Mariano

Francisco invitó a seguir el ejemplo de María que supo gradecer los dones de Dios y no darlos por descontados

9 OCTUBRE 2016 REDACCIONEL PAPA FRANCISCO

Homilía De Francisco En El Jubileo Mariano

(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El Jubileo de la Misericordia ha tenido hoy una nueva etapa con la celebración del Jubileo Mariano. Ante una plaza de San Pedro llena de peregrinos el Papa invitó a agradecer los dones de Dios y no darlos por descontados, y para ello como María, tener un corazón humilde.

A continuación el texto completo. El Evangelio de este domingo (cf. Lc 17,11-19) nos invita a reconocer con admiración y gratitud los dones de Dios. En el camino que lo lleva a la muerte y a la resurrección, Jesús encuentra a diez leprosos que salen a su encuentro, se paran a lo lejos y expresan a gritos su desgracia ante aquel hombre, en el que su fe ha intuido un posible salvador: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros» (v. 13). Están enfermos y buscan a alguien que los cure. Jesús les responde y les indica que vayan a presentarse a los sacerdotes que, según la Ley, tenían la misión de constatar una eventual curación. De este modo, no se limita a hacer una promesa, sino que pone a prueba su fe. De hecho, en ese momento ninguno de los diez ha sido curado todavía. Recobran la salud mientras van de camino, después de haber obedecido a la palabra de Jesús.

Entonces, llenos de alegría, se presentan a los sacerdotes, y luego cada uno se irá por su propio camino, olvidándose del Donador, es decir del Padre, que los ha curado a través de Jesús, su Hijo hecho hombre. Sólo uno es la excepción: un samaritano, un extranjero que vive en los márgenes del pueblo elegido, casi un pagano. Este hombre no se conforma con haber obtenido la salud a través de propia fe, sino que hace que su curación sea plena, regresando para manifestar su gratitud por el don recibido, reconociendo que Jesús es el verdadero Sacerdote que, después de haberlo levantado y salvado, puede ponerlo en camino y recibirlo entre sus discípulos. Saber agradecer, saber agradecer, saber alabar por todo lo que el Señor hace en nuestro favor. Qué importante es esto. Nos podemos preguntar: ¿Somos capaces de saber decir gracias? ¿Cuántas veces nos decimos gracias en familia, en la comunidad, en la Iglesia? ¿Cuántas veces damos gracias a quien nos ayuda, a quien está cerca de nosotros, a quien nos acompaña en la vida? Con frecuencia damos todo por descontado. Y lo mismo hacemos también con Dios.

Es fácil ir al Señor para pedirle algo, pero regresar a darle las gracias… Por eso Jesús remarca con fuerza la negligencia de los nueve leprosos desagradecidos: «¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?» (Lc 17,17-18). En esta jornada jubilar se nos propone un modelo, más aún, el modelo que debemos contemplar: María, nuestra Madre. Ella, después de haber recibido el anuncio del Ángel, dejó que brotara de su corazón un himno de alabanza y acción de gracias a Dios: «Proclama mi alma la grandeza del Señor…». Pidamos a la Virgen que nos ayude a comprender que todo es don de Dios, y a saber agradecer: entonces nuestra alegría será plena. Solamente aquel que sabe agradecer sube a la plenitud de la gloria Para saber agradecer se necesita también la humildad. En la primera lectura hemos escuchado el episodio singular de Naamán, comandante del ejército del rey de Aram (cf. 2 R 5,14- 17). Enfermo de lepra, acepta la sugerencia de una pobre esclava y se encomienda a los cuidados del profeta Eliseo para curarse, que para él es un enemigo. Sin embargo, Naamán está dispuesto a humillarse. Y Eliseo no pretende nada de él, sólo le ordena que se sumerja en las aguas del río Jordán. Esa indicación desconcierta a Naamán, más aún, lo decepciona: ¿Puede ser realmente Dios uno que pide cosas tan insignificantes? Quisiera irse, pero después acepta bañarse en el Jordán, e inmediatamente se curó. El corazón de María, más que ningún otro, es un corazón humilde y capaz de acoger los dones de Dios. Y Dios, para hacerse hombre, la eligió precisamente a ella, a una simple joven de Nazaret, que no vivía en los palacios del poder y de la riqueza, que no había hecho obras extraordinarias. Preguntémonos si estamos dispuestos a recibir los dones de Dios o si, por el contrario, preferimos encerrarnos en las seguridades materiales, en las seguridades intelectuales, en las seguridades de nuestros proyectos. Es significativo que Naamán y el samaritano sean dos extranjeros. Cuántos extranjeros, e incluso personas de otras religiones, nos dan ejemplo de valores que nosotros a veces olvidamos o descuidamos.

El que vive a nuestro lado, tal vez despreciado y discriminado por ser extranjero, puede en cambio enseñarnos cómo avanzar por el camino que el Señor quiere. También la Madre de Dios, con su esposo José, experimentó el estar lejos de su tierra. También ella fue extranjera en Egipto durante un largo tiempo, lejos de parientes y amigos. Su fe, sin embargo, fue capaz de superar las dificultades. Aferrémonos fuertemente a esta fe sencilla de la Santa Madre de Dios; pidámosle que nos enseñe a regresar siempre a Jesús y a darle gracias por los innumerables beneficios de su misericordia.

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