“Ser rico según la mirada de Dios”

Evangelio según San Lucas 12,13-21. 

En aquel tiempo: Uno de la multitud le dijo: "Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia".  Jesús le respondió: "Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?". Después les dijo: "Cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas". Les dijo entonces una parábola: "Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: '¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha'. Después pensó: 'Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida'. Pero Dios le dijo: 'Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?'. Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios". 

San Ignacio de Antioquía

San Ignacio de Antioquía, obispo y mártir

Memoria de san Ignacio, obispo y mártir, discípulo del apóstol san Juan y segundo sucesor de san Pedro en la sede de Antioquía, que en tiempo del emperador Trajano fue condenado al suplicio de las fieras y trasladado a Roma, donde consumó su glorioso martirio. Durante el viaje, mientras experimentaba la ferocidad de sus centinelas, semejante a la de los leopardos, escribió siete cartas dirigidas a diversas Iglesias, en las cuales exhortaba a los hermanos a servir a Dios unidos con el propio obispo, y a que no le impidiesen poder ser inmolado como víctima por Cristo.

San Ignacio, llamado Teóforo, «el que lleva a Dios», fue probablemente un converso, discípulo de san Juan Evangelista; los datos históricos fidedignos sobre sus primeros años son pocos. De acuerdo con algunos escritores antiguos, los apóstoles san Pedro y san Pablo ordenaron que sucediera a san Evodio como obispo de Antioquía, cargo que conservó por cuarenta años, y en el cual brilló como pastor ejemplar. El historiador eclesiástico Sócrates dice que introdujo o divulgó en su diócesis el canto de antífonas, hecho poco probable. La paz de que gozaron los cristianos al morir Domiciano (año 96), duró únicamente los quince meses del reinado de Nerva y bajo Trajano se reanudó lo persecución. En una interesante carta del emperador a Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, se establecía el principio de que los cristianos debían ser muertos, en caso de que existieran delaciones oficiales; y, en otros casos, no se les debía molestar. Trajano fue magnánimo y humanitario; pero la gratitud que lo vinculaba con sus dioses por las victorias sobre los dacios y escitas, lo llevó posteriormente a perseguir a los cristianos, que se negaban a reconocer estas divinidades. Desgraciadamente, no podemos confiar en la relación legendaria sobre el arresto de Ignacio y su entrevista personal con el emperador; sin embargo, desde época muy remota, se ha creído que el interrogatorio al que fue sometido el soldado de Cristo por Trajano, siguió aproximadamente este cauce: Trajano: ¿Quién eres tú, espíritu malvado, que osas desobedecer mis órdenes e incitas a otros a su perdición?

Ignacio: Nadie llama a Teóforo espíritu malvado.
Trajano: ¿Quién es Teóforo?
Ignacio: El que lleva a Cristo dentro de sí.
Trajano: ¿Quiere eso decir que nosotros no llevamos dentro a los dioses que nos ayudan contra nuestros enemigos?
Ignacio: Te equivocas cuando llamas dioses a los que no son sino diablos. Hay un sólo Dios que hizo el cielo, la tierra y todas las cosas; y un solo Jesucristo, en cuyo reino deseo ardientemente ser admitido.
Trajano: ¿Te refieres al que fue crucificado bajo Poncio Pilato?
Ignacio: Sí, a Aquél que con su muerte crucificó al pecado y a su autor, y que proclamó que toda malicia diabólica ha de ser hollada por quienes lo llevan en el corazón.
Trajano: ¿Entonces tú llevas a Cristo dentro de ti?
Ignacio: Sí, porque está escrito, viviré con ellos y caminaré con ellos.

Cuando Trajano mandó encadenar al obispo para que lo llevaran a Roma y ahí lo devoraran las fieras en las fiestas populares, el santo exclamó «te doy gracias, Señor, por haberme permitido darte esta prueba de amor perfecto y por dejar que me encadenen por Ti, como tu apóstol Pablo». Rezó por la Iglesia, la encomendó con lágrimas a Dios, y con gusto sometió sus miembros a los grillos; y lo hicieron salir apresuradamente los soldados para conducirlo a Roma.

En Seleucia, puerto de mar, situado a unos veinticinco kilómetros de Antioquía, se embarcaron en un navío que, por razones desconocidas, fue costeando por la ribera sur y occidental del Asia Menor, en lugar de dirigirse directamente a Italia. Algunos de sus amigos cristianos de Antioquía tomaron un camino más corto, llegaron a Roma antes que él, y allí esperaron su llegada. Durante la mayor parte del trayecto acompañaron a san Ignacio el diácono Filón y Agatopo, a quienes se considera autores de las actas de su martirio. Parece que el viaje fue sumamente cruel, pues san Ignacio iba vigilado día y noche por diez soldados tan bárbaros, que san Ignacio dice eran como «diez leopardos» y añade «iba yo luchando con fieras salvajes por tierra y mar, de día y noche» y «cuando se las trataba bondadosamente, se enfurecían mas».

Las numerosas paradas, dieron al santo oportunidad de confirmar en la fe a las iglesias cercanas a la costa de Asia Menor. Dondequiera que el barco atracaba, los cristianos enviaban sus obispos y presbíteros a saludarlo, y grandes multitudes se reunían para recibir la bendición de aquel mártir efectivo. Se designaron también delegaciones que lo escoltaron en el camino. En Esmirna tuvo la alegría de encontrar a su antiguo condiscípulo san Policarpo; allí se reunieron también el obispo Onésimo, quien iba a la cabeza de una delegación de Éfeso, el obispo Dámaso, con enviados de Magnesia, y el obispo Polibio de Tralles. Burrus, uno de los delegados, fue tan servicial con san Ignacio, que éste pidió a los efesios que le permitieran acompañarlo. Desde Esmirna, el santo escribió cuatro cartas.

La carta a los efesios comienza con un cálido elogio de esa iglesia. Los exhorta a permanecer en armonía con su obispo y con todo su clero, a que se reúnan con frecuencia para rezar públicamente, a ser mansos y humildes, a sufrir las injurias, sin murmurar. Los alaba por su celo contra la herejía y les recuerda que sus obras más ordinarias serían espiritualizadas, en la medida que las hicieran por Jesucristo. Los llama compañeros de viaje en su camino a Dios y les dice que llevan a Dios en su pecho. En sus cartas a las iglesias de Magnesia y Tralles habla en términos análogos y los pone sobre aviso contra el docetismo, doctrina que negaba la realidad del cuerpo de Cristo y su vida humana. En la carta a Tralles Ignacio dice a aquella comunidad que se guarden de la herejía, «lo que harán si permanecen unidos a Dios, y también a Jesucristo y al obispo y a los mandatos de los apóstoles. El que está dentro del altar está limpio, pero el que está fuera de él, o sea, quien se separa del obispo, de los presbíteros y diáconos, no está limpio». La cuarta carta, dirigida a los cristianos de Roma, es una súplica para que no le impidan ganar la corona del martirio; pensaba que había peligro de que los influyentes trataran de obtener una mitigación de la condena. Su alarma no era infundada. A esas fechas, el cristianismo ya había conseguido adeptos en sitios elevados. Había hombres como Flavio Clemente, primo del emperador, y los Acilios Glabrión que tenían amigos poderosos en la administración. Luciano, satirista pagano (c. 165 d.C.), quien seguramente conoció estas cartas de Ignacio, da testimonio de lo anterior.

«Temo que vuestro amor me perjudique» escribe el obispo, «a vosotros os es fácil hacer lo que os agrada; pero a mí me será difícil llegar a Dios, si vosotros no os cruzáis de brazos. Nunca tendré oportunidad como ésta para llegar a mi Señor... Por tanto, el mayor favor que pueden hacerme es permitir que yo sea derramado como libación a Dios mientras el altar está preparado; para que formando un coro de amor, puedan dar gracias al Padre por Jesucristo porque Dios se ha dignado traerme a mí, obispo sirio, del Oriente al Occidente para que pase de este mundo y resucite de nuevo con Él...

Sólo les suplico que rueguen a Dios que me dé gracia interna y externa, no sólo para decir esto, sino para desearlo, y para que no sólo me llame cristiano, sino para que lo sea efectivamente... Permitid que sirva de alimento a las bestias feroces para que por ellas pueda alcanzar a Dios. Soy trigo de Cristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan sabroso a mi Señor Jesucristo. Animad a las bestias para que sean mi sepulcro, para que no dejen nada de mi cuerpo, para que cuando esté muerto, no sea gravoso a nadie... No os lo ordeno, como Pedro y Pablo: ellos eran apóstoles, yo soy un reo condenado; ellos eran hombres libres, yo soy un esclavo. Pero si sufro, me convertiré en liberto de Jesucristo y en Él resucitaré libre. Me gozo de que me tengan ya preparadas las bestias y deseo de todo corazón que me devoren luego; aún más, las azuzaré para que me devoren inmediatamente y por completo y no me sirvan a mí como a otros, a quienes no se atrevieron a atacar. Si no quieren atacarme, yo las obligaré. Os pido perdón. Sé lo que me conviene. Ahora comienzo a ser discípulo. Que ninguna cosa visible o invisible me impida llegar a Jesucristo. Que venga contra mí fuego, cruz, cuchilladas, desgarrones, fracturas y mutilaciones; que mi cuerpo se deshaga en pedazos y que todos los tormentos del demonio abrumen mi cuerpo, con tal de que llegue a gozar de mi Jesús. El príncipe de este mundo trata de arrebatarme y de pervertir mis anhelos de Dios. Que ninguno de vosotros le ayude. Poneos de mi lado y del lado de Dios. No llevéis en vuestros labios el nombre de Jesucristo y deseos mundanos en el corazón. Aun cuando yo mismo, ya entre vosotros os implorara vuestra ayuda, no me escuchéis, sino creed lo que os digo por carta. Os escribo lleno de vida, pero con anhelos de morir.»

Los guardias se apresuraron a salir de Esmirna para llegar a Roma antes de que terminaran los juegos, pues las víctimas ilustres y de venerable aspecto, eran la gran atracción en el anfiteatro. El mismo Ignacio, gustosísimo, secundó sus prisas. En seguida se embarcaron para Troade, donde se enteraron de que la paz se había restablecido en la Iglesia de Antioquía. En Troade Ignacio escribió tres cartas más. Una a los fieles de Filadelfia, alabando a su obispo, cuyo nombre calla, y rogándoles que eviten la herejía. «Usad una sola Eucaristía; porque la carne de Jesucristo Nuestro Señor es una y uno el cáliz para unirnos a todos en su sangre. Hay un altar, así como un obispo, junto con el cuerpo de presbíteros y diáconos, mis hermanos siervos, para que todo lo que hiciereis vosotros lo hagáis de acuerdo con Dios.» En la carta a los de Esmirna encontramos otro aviso contra los docetistas, que negaban que Cristo hubiera tomado una naturaleza humana real y que la Eucaristía fuera realmente su cuerpo. Les prohíbe todo trato con esos falsos maestros y sólo les permite orar por ellos. La última carta es a san Policarpo, y consiste principalmente en consejos, como conviene a una persona mucho más joven que el escritor. Lo exhorta a trabajar por Cristo, a reprimir las falsas enseñanzas, a cuidar de las viudas, a tener servicios religiosos con frecuencia, y les recuerda que la medida de sus trabajos será la de su premio. San Ignacio no tuvo tiempo de escribir a otras Iglesias, ni dijo a san Policarpo que lo hiciera en su nombre.
De Troade navegaron hasta Nápoles de Macedonia. Después fueron a Filipos y, habiendo cruzado la Macedonia y el Epiro a pie, se volvieron a embarcar en Epidamno (el actual Durazzo, en Albania). Hay que confesar que estos detalles se basan únicamente en las llamadas «actas» del martirio, y no podemos tener ninguna confianza en la descripción de la escena final. Se dice que al aproximarse el santo a Roma, los fieles salieron a recibirlo y se regocijaron al verlo, pero lamentaron el tener que perderlo tan pronto. Como él lo había previsto, deseaban tomar medidas para liberarlo, pero les rogó que no le impidieran llegar al Señor. Entonces, arrodillándose con sus hermanos, rogó por la Iglesia, por el fin de la persecución, y por la caridad y concordia entre los fieles. De acuerdo con la misma leyenda, llegó a Roma el 20 de diciembre, último día de los juegos públicos, y fue conducido ante el prefecto de la ciudad, a quien se le entregó la carta del emperador. Después de los trámites acostumbrados, se le llevó apresuradamente al anfiteatro flaviano. Ahí le soltaron dos fieros leones, que inmediatamente lo devoraron, y sólo dejaron los huesos más grandes. Así fue escuchada su oración.

Parece haber suficiente fundamento para creer que los fragmentos que se pudieron reunir de los restos del mártir, fueron llevados a Antioquía y sin duda, fueron venerados al principio de un modo que no llamara demasiado la atención «en un cementerio fuera de la puerta de Dafnis».

Esto lo refiere san Jerónimo, escribiendo en el 392, y sabemos que él había visitado Antioquía. Por el antiguo martirologio sirio nos enteramos de que la fiesta del mártir se celebraba en esas regiones el 17 de octubre, y se puede suponer que el panegírico de san Ignacio, hecho por san Juan Crisóstomo, cuando éste era presbítero de Antioquía, fue pronunciado en ese día. San Juan hace resaltar el hecho de que el suelo de Roma había sido empapado con la sangre de la víctima, pero que Antioquía atesoraba para siempre sus reliquias. «Ustedes lo prestaron por una temporada», dijo al pueblo, «y lo recibieron con interés. Lo enviaron siendo obispo, y lo recobraron mártir. Lo despidieron con oraciones y lo trajeron a su tierra con laureles de victoria». Pero ya en tiempo del Crisóstomo la leyenda había comenzado a tejerse. El orador supone que Ignacio había sido nombrado por el mismo apóstol san Pedro para sucederlo en el obispado de Antioquía. No es de maravillar que en fechas posteriores se fabricara toda una correspondencia, incluso ciertas cartas entre el mártir y la Santísima Virgen, cuando vivía en la tierra, después de la ascensión de su Hijo. Tal vez el relato más candoroso de todas estas fábulas medievales es la historia que identifica a Ignacio con el niño a quien Nuestro Señor tomó en sus brazos y que le sirvió para dar una lección sobre la humildad (Marcos 9,36).

Hay un marcado contraste entre la oscuridad que rodea casi todos los detalles de la carrera de este gran mártir y la certeza con que los eruditos actuales afirman la autenticidad de las siete cartas a que nos hemos referido antes, como escritas por él, camino de Roma. No es este lugar para discutir las tres ediciones críticas de estas cartas, conocidas como la «Más Larga», la «Curetoniana» y la «Vossiana». Una controversia secular ha dado por resultado una abundante literatura, pero en la actualidad la disputa está prácticamente terminada. En todo caso, puede decirse que, con rarísimas excepciones, la actual generación de estudiantes de patrística está de acuerdo en admitir la autenticidad de la «Curetoniana», que fue la primera identificada por el arzobispo Ussher en 1644, y cuyo texto griego fue impreso por Isaac Voss y por Dom Ruinart, un poco más tarde.

No hay temor de exagerar la importancia que el testimonio de estas cartas aporta sobre las creencias y la organización interna de la iglesia cristiana, años después de la ascensión de Nuestro Señor. San Ignacio de Antioquía es el primer escritor, que, fuera del Nuevo Testamento, subraya el nacimiento virginal. A los de Éfeso, por ejemplo, les escribe, «y al príncipe de este mundo se le ocultó la virginidad de María y su parto y también la muerte del Señor». Se supone claramente conocido el misterio de la Trinidad, y se percibe un marcado enfoque cristológico, cuando leemos en la misma carta (c. 7), «hay un médico de carne y espíritu, engendrado y no engendrado, Dios en hombre, verdadera Vida en muerte, hijo de María e hijo de Dios, primero pasible y después impasible, Jesucristo Nuestro Señor». No menos notables son las frases usadas respecto a la Sagrada Eucaristía. Es «la carne de Cristo», «el don de Dios», «la medicina de inmortalidad», e Ignacio denuncia a los herejes «que no confiesan que la Eucaristía es la carne de Jesucristo nuestro Salvador, carne que sufrió por nuestros pecados y que en su amorosa bondad el Padre resucitó». Finalmente, en la carta a los de Esmirna, por vez primera en la literatura cristiana encontramos mencionada a «la Iglesia Católica». «Que doquier aparezca el obispo, allí esté el pueblo; lo mismo que donde quiera que Jesucristo está también está la Iglesia Católica». El santo habla severamente de las especulaciones heréticas -en particular las de los docetistas- que ya en su tiempo amenazaban con dañar la integridad de la fe cristiana. Ciertamente puede decirse que la nota clave de toda su instrucción fue la de insistir sobre la unidad de creencia y de espíritu entre los que pretendían seguir a Nuestro Señor. Pero a pesar de su temor a la herejía, recalcaba la necesidad de ser indulgentes con los que estaban en el error e insiste en la tolerancia y en el amor a la cruz. La exhortación a los efesios proporciona una lección a todos aquellos, para quienes su religión no es un título vacío:

«Rueguen incesantemente por el resto de los hombres, porque hay en ellos esperanza de arrepentimiento, para que lleguen a Dios. Por lo tanto, instrúyanlos con el ejemplo de sus obras. Cuando ellos estallen en ira, ustedes sean mansos; cuando se vanaglorien al hablar, sean ustedes humildes; cuando les injurien a ustedes, oren por ellos; si ellos están en el error, ustedes sean constantes en la fe; a vista de su furia, sean ustedes apacibles. No ansíen el desquite. Que nuestra indulgencia les muestre que somos sus hermanos. Procuremos ser imitadores del Señor, esforzándonos para ver quién puede sufrir peores injusticias, quién puede aguantar que lo defrauden, que lo rebajen a la nada; que no se encuentre en ustedes cizaña del diablo. Sino con toda pureza y sobriedad vivan en Cristo Jesús en carne y en espíritu».
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

Oremos
Dios todopoderoso y eterno, que has querido que el testimonio de los mártires sea el honor de todo el cuerpo de tu Iglesia, concédenos que el martirio de San Ignacio de Antioquía, que hoy conmemoramos, así como le mereció a él una gloria eterna, así también nos dé a nosotros valor en el combate de la fe. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia Sermón 34, sobre el salmo 149

“Ser rico según la mirada de Dios”

Hermanos, examinad con atención vuestras moradas interiores, abrid los ojos y considerad cual es vuestro mayor amor, y después aumentad la cantidad que habréis descubierto en vosotros mismos. Poned atención a este tesoro vuestro a fin de ser ricos interiormente. Decimos que son caros los bienes que tienen un gran precio y con razón… Pero ¿qué hay de más apreciado que el amor, hermanos míos? Según vuestro parecer ¿cuál es su precio?  Y, ¿cómo pagarlo? El precio de una tierra, el del trigo, es tu dinero; el precio de una perla, es tu oro; pero el precio de tu amor, eres tú mismo. Si quieres comprar un campo, una joya, un animal, buscas los fondos necesarios, miras alrededor tuyo. Pero si deseas poseer el amor, no busques más que a ti mismo, es preciso que te encuentres a ti mismo.

¿Qué es lo que temes dándote? ¿Perderte? Al contrario, es rechazando darte que te pierdes. El mismo Amor se expresa por boca de la Sabiduría y con una palabra apacigua el desasosiego en la que te mete esta palabra: “¡Date a ti mismo!” Si alguien quisiera venderte un terreno te diría: “Dame tu dinero” o para otra cosa: “Dame tu moneda”. Escucha lo que te dice el Amor por boca de la Sabiduría: “Hijo, dame tu corazón” (Pr 23,26). Tu corazón estaba mal cuando era tuyo; eras presa de tus futilezas, es decir, de las malas pasiones. ¡Quítalas de ahí! ¿Dónde llevarlas? ¡A quién ofrecérselas? “Hijo, ¡dame tu corazón!” dice la Sabiduría. Que sea mío, y no lo perderás… 

“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser” (Mt 22,37)… El que te creó te quiere todo entero.

Vivir de cara a la eternidad
Lucas 12, 13-21. Lunes XXIX de tiempo ordinario, Ciclo C, Cuidado con la avaricia.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Te amo Señor porque eres mi Dios y mi Salvador. Confío en Ti porque nunca me has fallado y no puedes mentirme ni engañarme. Creo en Ti porque te has revelado a mí. Reconozco, Señor, mi miseria y mi pecado y por ello acudo a Ti. Te entrego todo lo que soy y lo que tengo. Gracias por tu presencia en mi vida. Gracias por los dones que siempre, día tras día me das. Te pido me concedas la gracia de conocerte y amarte un poco más, para así poderte imitar y transmitir a los demás.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.
¡Qué buena lección me das hoy en este Evangelio! “La vida del hombre no depende de la abundancia de bienes que posea». El mundo actual a veces me presenta lo contrario a lo que me dices en este pasaje. Él a veces me define por la cantidad de dinero que poseo, la ropa que visto, las marcas de las cosas que uso, la clase social a la que pertenezco. Y Tú me dices que la vida del hombre va más allá.

Mi vida no depende de lo que tengo en mi bolsa o en mi cuenta bancaria, de la ropa que uso o el teléfono que dispongo. Mi vida depende de Ti, del amor con el que me amas y me mantienes en la existencia. Mi vida es el pensamiento constante de tu amor por mí. Hoy me enseñas que podría faltarme el dinero, el televisor, el celular, la moda, los viajes, etc…, y no por ello soy menos hombre. ¡Pero ay de mí sí me faltas Tú!

Al hombre no lo hace rico lo que posee materialmente. El hombre es rico en la medida en que te tiene a Ti.

Una segunda enseñanza está en la vida eterna. Tú me llamas a vivir para siempre. Por ello, todo en mi vida lo debo medir de cara a la eternidad. Disponer de las cosas que me das en la medida en la cual me ayudan a llegar a Ti y al cielo. Porque podría tener asegurado todo el adorno de mi vida… pero mi vida está en tus manos y depende de Ti mi existencia.

Ayúdame, Señor, a vivir mi vida de cara a la eternidad. Que no ponga mi confianza en los bienes materiales sino en Ti.

“Afrontar la vanidad cotidiana, el veneno del vacío que se insinúa en nuestras sociedades basadas en el beneficio y en el haber, que engañan a los jóvenes con el consumismo. El Evangelio nos llama la atención precisamente sobre lo absurdo de basar la propia felicidad en el haber […] La verdadera riqueza es el amor de Dios, compartido con los hermanos. Ese amor que viene de Dios y hace que lo compartamos y nos ayudamos entre nosotros. Quién experimenta esto no teme a la muerte, y recibe la paz del corazón”.
(Homilía de S.S. Francisco, 4 de agosto de 2013).

Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Hoy rezaré un padrenuestro por los moribundos para que Dios les conceda su misericordia y salvación.

Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro! ¡Venga tu Reino! Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Reflexión para aumentar mi fe en Dios
La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela

Algunas personas llegan a pensar que la fe es como la esperanza. Cierto es que la persona que tiene fe tiene esperanza, pero no necesariamente es la esperanza. El catecismo de la Iglesia católica dice: CIC 166: “La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de

Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros”. Es decir, todos en la medida de alimentar nuestra fe y compartirla nos enriquecemos. Dice la carta a los romanos 10, 17: Así pues, la fe nace al oír el mensaje, y el mensaje viene de la palabra de Cristo.

La fe es un don de Dios, es decir, se debe pedir a Dios. La fe se debe separar de la superstición, que es en lo que algunos pueden caer por falta de conocimiento en la religión. La carta a los Hebreos 11, 1, dice: “Tener fe es tener la plena seguridad de recibir lo que se espera; es estar convencidos de la realidad de cosas que no vemos”.

La fe se debe trabajar y en la medida que hay esfuerzo hay esperanza de alcanzar lo que se busca. Dentro del ámbito cristiano esperar algo ya no se reduce a cuestiones meramente egoístas, sino a beneficios para todos.

La madre Teresa de Calcuta dice: “del silencio nace la oración, de la oración nace la fe, de la fe nace el amor, del amor nace la entrega y de la entrega la paz”. Todo lleva un proceso, y para progresar en la fe hay que progresar en el silencio y en la oración y esto conllevará a más dones y virtudes que enriquecerán a la persona y por ende a los que le rodean.

La palabra fe viene del latín FIDES, y significa lealtad. De la misma palabra FIDES se desprende fiel y otras más. La lealtad se la debemos a Dios, en la medida que seamos fieles, es decir leales, podemos esperar como dice en la carta a los hebreos, aquellas cosas que ya hemos pedido, es decir tenemos esperanza en que Dios nos ayudará en lo que necesitamos y todo esto será para cumplir con la voluntad de Dios. Así como la Virgen maría que fue leal a lo que el Señor pedía pudo alcanzar la gloria que Dios Padre concede a todo obediente a su palabra. Los santos son santos por ser leales, por tener fe en que las promesas de Jesucristo se cumplirán en su momento, quizá no en el que pedimos nosotros pues Dios nos concede las cosas no cuando queremos, sino cuando ya estamos preparados.

Regresar al camino

El agradecimiento implica regresar al buen camino de la vida.

“Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó alabando a Dios en voz alta, se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias”.
Dice el refrán que “es de bien nacidos el ser agradecidos”. Sin embargo, el episodio de los diez leprosos que encontramos en el Evangelio, nos muestra y nos revela que la gratitud es, más bien, una virtud rara, una virtud exótica, algo parecido a esas flores curiosas que brotan en medio de la nieve o en los lugares más insospechados de la tierra.

Nos cuesta ser agradecidos. Pero ¿por qué? ¿Cuál puede ser la razón de esa dificultad? Tal vez porque en el fondo “dar las gracias” implica regresar un camino; algo que no siempre estamos dispuestos a hacer: “Mientras iban de camino, quedaron limpios de la lepra. Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó...”

Esos hombres, los diez, estaban desahuciados, eran unos muertos en vida, comidos por la enfermedad y por la soledad, señalados por la sociedad, proscritos, relegados, rotos por dentro y por fuera. Esos hombres pasaron en un instante a recuperar, de golpe, toda su dignidad, toda su salud, todo su cuerpo. Debió ser algo impresionante, inesperado, impactante. El único detalle en contra es que Jesús lo hizo gratis. A Jesús no le debían mil millones de dólares, ni una comisión, ni siquiera un regalo de agradecimiento. Lo único que les ataba a la persona que les había curado era su capacidad de agradecer; pero eso implicaba regresar por el mismo camino, tal vez perder un poco de tiempo, y reconocer el favor. Algo que sólo uno estuvo dispuesto a hacer.

“Regresar el camino” y dar las gracias no siempre y no todos estamos dispuestos a hacerlo. Somos mucho más agradecidos con el doctor, con el psicólogo o con el nutriólogo, que nos recibe en su consulta, reloj en mano, y nos receta un medicamento, una dieta o una terapia, que con el confesor que desde el confesionario nos absuelve, sin dinero de por medio, y nos limpia de la lepra del pecado. Somos más agradecidos con el funcionario o con el político que nos hace algún favor, a cambio de una significativa comisión, que con nuestros papás, que con esfuerzo y con sacrificio han gastado y han dado su vida para sacar adelante la nuestra.

¿Y con Dios? con Dios, más que agradecidos somos exigentes y muchas veces injustos. Le exigimos curaciones, le exigimos milagros, le exigimos que tengamos suerte, le exigimos que encontremos un buen trabajo, le exigimos que nos vaya siempre bien en la vida, le exigimos que no nos pase nada ni a nosotros ni a los nuestros, le exigimos que no nos falte el dinero, que nuestros hijos tengan éxito en la vida.... Exigimos, exigimos, exigimos y si no nos cumple renegamos, nos alejamos o dudamos de él haciéndolo culpable de todo lo que nos pasa.

Parece mentira, y es triste, que no nos hayamos dado cuenta de que Dios ya hizo el gran milagro, de que él ya cumplió con su parte. Él nos ha dado lo más importante: la existencia y su amor; su vida y su muerte; su cuerpo y su sangre; la resurrección y la vida eterna. A nosotros es a quienes nos corresponde, ahora, recorrer el camino. El problema es si estamos dispuestos a regresar, de vez en cuando, ese camino, para corresponder con nuestra capacidad de agradecer.

Diez leprosos fueron curados de su enfermedad. Los diez se beneficiaron del milagro, pero sólo uno regresó el camino para dar las gracias. Ese leproso, además del milagro de su curación corporal, escuchó palabras no menos misteriosas e impresionantes, que sin duda marcaron el resto de su existencia: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado”.

Cada domingo tenemos la oportunidad de “regresar el camino” para dar gracias a Dios. La palabra “Eucaristía”, significa “acción de gracias”. Sólo por ese motivo ya sería algo grande ir a Misa. Sorprende y entristece ver la facilidad con que dejamos de hacerlo, a veces por flojera, otras veces porque la prisa de la vida, que también se hace presente los fines de semana, nos hace ver ese “dar gracias” como una pérdida de tiempo. Con toda razón, el Papa Juan Pablo II advertía al inicio del tercer milenio a todos los creyentes que “la Eucaristía dominical, congregando semanalmente a los cristianos como familia de Dios en torno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida, es también el antídoto más natural contra la dispersión”. No hacerlo, no es sólo signo de ingratitud, sino también signo de despiste existencial. Ser agradecidos no cuesta dinero, es gratis; tal vez eso es lo malo, porque todo lo gratuito corre el riesgo de no ser valorado. Es cierto que no cuesta dinero en esta vida, pero tendrá su peso cuando en la otra oigamos: “¿No fueron diez los que quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve?”

¿Hay relación entre milagros y experiencias cercanas a la muerte?
El Patrick Theillier dirigió la oficina médica de Lourdes 11 años


A través de un milagro o de una ECM la persona vive un encuentro santo, fuera de los límites terrestres

El doctor Patrick Theillier, responsable del Departamento de Constataciones Médicas del Santuario de Lourdes de 1998 a 2009, relata en Experiencias cercanas a la muerte(Palabra)  numerosos testimonios que muestran, en su opinión, relaciones importantes entre las ECM (experiencias cercanas a la muerte) y las curaciones milagrosas. En ambos casos, considera, “son señales basadas en el testimonio de aquellos que los han vivido”.

Patrick Theillier habla de que las personas que regresan de una ECM, normalmente a causa de una muerte violenta, suelen vivir la experiencia como si se tratara de un milagro. Por lo general no se trata de un milagro en el sentido estricto del término: el médico advierte que muchos casos de "muerte clínica" pueden estar en una franja de incertidumbre técnica que los hace diferentes a los casos de muerte definitiva. 

A partir de sus investigaciones, Thellier constata que las ECM y los milagros tienen a Dios como elemento común. A menudo en las primeras se produce el encuentro con un Ser espiritual superior, que encaja bien con la idea que se tiene de Dios. Y también los milagros se atribuyen a una intervención de origen divino, a la que se ha invocado con la oración, rituales, peregrinación, etc...

El autor muestra, además, que ambas situaciones transforman a aquellos que las viven y causan profundas modificaciones en la forma de enetnder la vida y la muerte. Por lo general, tanto los que han vivido un milagro o curación en Lourdes (los que el doctor Thellier ha estudiado con más detallae) como los que han vivido una ECM pasan a ser más generosos, a estar más abiertos a las otras personas. En ambos casos este cambio procede del "encuentro" con ese "Ser espiritual".

Vivencias personales únicas
Las personas que experimentan un milagro testimonian un cambio total en su forma de ver la vida. Para todos ellos hay un antes y un después. Se trata de una vivencia personal única que debe descifrarse y autentificarse para garantizar su realidad.

Otros han vivido la experiencia cercana a la muerte como un psicoanálisis acelerado, en la medida en que durante la ECM la persona tiene acceso a informaciones que le permiten comprender el origen de un trauma muy antiguo, hasta entonces muy escondido y separarlo. Eso puede ser el origen de una sanación o reparación de un daño personal interior.

Las ECM como los milagros, no pueden explicarse por meras causas fisiológicas, psicológicas, culturales o religiosas. Son inexplicables desde el punto de vista médico. De hecho, no existen pruebas científicas estrictas que muestren lo experimentado subjetivamente, pues los métodos de la ciencia moderna no pueden adaptarse a estas experiencias humanas. Se trata, al final, de señales e indicios de algo que está Más Allá, con la particularidad de que siempre nos dejan la libertad de creer en ellas o no.

Desde el punto de vista de las creencias
En el contexto de la fe si uno cree que Dios ha intervenido para darle un conocimiento orientador o sanador se podría considerar como un milagro, aunque la curación sea sólo de carácter psicológico. Si no hay una explicación médica para una curación milagrosa que presenta características desconocidas para la medicina, en concreto la instantaneidad de la curación, sin convalecencia, así como su perfección no es posible comprender de qué se trata.

Los curados son personas normales. Tiene que haber un mecanismo interno que actúe en un espacio de tiempo muy corto en el interior de su organismo. ¿De dónde procede esta posibilidad? Si no procede ni del cuerpo ni de la mente, su origen no puede ser otro que el alma espiritual.

Una persona curada milagrosamente a la que Patrick Theillier ha seguido con detalle y ha conocido de cerca, Jean-Pierre Bély, decía que adquirió una fuerza espiritual desconocida en él cuando recibió los tres sacramentos de sanación de la Iglesia: la Reconciliación, la Eucaristía y la Unción de enfermos. Aseguraba que esta energía recibida se difuminó por todo su organismo provocando su curación instantánea. Se liberó en el acto de dolencias que sufría desde los 16 años.

Patrick Theillier insiste, por lo tanto, en que es en lo más profundo y sagrado de la persona, en el espíritu/corazón, se sea creyente o no, es donde tiene lugar el proceso curativo y transformador.

Y lo mismo ocurre con las ECM. Las personas que las han experimentado suelen decir que lo que han vivido tenía un carácter sagrado, más allá de los límites de lo terrenal.

Concluye Patrick que el Todopoderoso puede curarnos "siempre que lo considere oportuno, obviamente. Algunas personas han recuperado la vista después de su ECM y otras, no. Pues no somos nosotros los que sabemos qué es lo mejor para nuestro ser y para nuestro destino último". La libertad del Creador y su mayor sabiduría estarán siempre por encima de nuestra visión limitada.

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