«¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, pero no habéis querido!»

Evangelio según San Lucas 13,31-35. 

En ese momento se acercaron algunos fariseos que le dijeron: "Aléjate de aquí, porque Herodes quiere matarte". 

El les respondió: "Vayan a decir a ese zorro: hoy y mañana expulso a los demonios y realizo curaciones, y al tercer día habré terminado. Pero debo seguir mi camino hoy, mañana y pasado, porque no puede ser que un profeta muera fuera de Jerusalén. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne bajo sus alas a los pollitos, y tú no quisiste! Por eso, a ustedes la casa les quedará vacía. Les aseguro que ya no me verán más, hasta que llegue el día en que digan: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

San Gaudioso de Abitinia

San Gaudioso de Abitinia, monje y obispo

En Nápoles, de la Campania, sepultura de san Gaudioso, obispo, el cual, a causa de la persecución de los vándalos, pasó de Abitinia a Campania, y terminó sus días en la paz de un monasterio.

El núcleo de la historia es muy semejante a la del obispo, también africano, san Quodvultusdeus; no obstante, no sólo no parece que sea una mera repetición, sino que realmente son dos obispos distintos que pasaron por circunstancias de persecución parecida: Durante el episcopado de Nostriano en Nápoles, Gaudioso, perseguido por Genserico, rey arriano de los vándalos, llegó exiliado a esa ciudad en el 429, en un barca maltrecha, privado de todo.

Llegaron así a Nápoles muchas reliquias de santos, y tal vez la regla agustiniana para la vida monástica. Construyó en las afueras de Nápoles un monasterio que subsistió por siglos y tomó con el tiempo su propio nombre. Murió Gaudioso en ese monasterio, en el año 453 o 468, según surge de los restos de una lápida que, aunque mutilada, aun se conserva, y fue sepultado bajo el suelo de la iglesia. Vivió cerca de 70 años.

Juan Taulero (c. 1300-1361), dominico en Estrasburgo Sermón 21, 4º para la Ascensión

«¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, pero no habéis querido!»

Jerusalén era una ciudad de paz, y fue también una ciudad de tormento, porque en ella Jesús sufrió inmensamente y en ella murió dolorosamente. Es en esta ciudad que hemos de ser sus testigos, y no con palabras sino en verdad, con nuestra vida, imitándolo tanto como podamos. Muchos hombres habría que, gustosamente, serían testigos de Dios en la paz con tal que todo les fuera según su criterio. Gustosamente serían santos, con la condición de no encontrar nada amargo en los ejercicios y trabajos para llegara a serlo. Querrían gustar, desear y conocer las dulzuras divinas sin tener que pasar por ninguna clase de amargura, pena o desolación. En cuanto les sobrevienen fuertes tentaciones y tinieblas, en cuanto les deja el sentimiento y la conciencia de estar en Dios, en cuanto se sienten abandonados interior y exteriormente, entonces todo lo abandonan y así dejan de ser verdaderos testigos. 

Todos los hombres buscan la paz. Por todas partes, en sus obras y de todas maneras buscan la paz. ¡Ah! que podamos nosotros liberarnos de esta búsqueda y podamos buscar la paz en el tormento. Es tan sólo ahí que nace la verdadera paz, la que permanece, la que perdura...Busquemos la paz en el dolor, el gozo en la tristeza, la simplicidad en la multiplicidad, la consolación en la amargura; es así que llegaremos a ser en verdad los testigos de Dios.

Con ternura de Padre.
Lucas 13, 31-35. Jueves XXX tiempo ordinario, Ciclo C. Sal y vete de aquí, porque Herodes quiere matarte

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria

Gracias, Señor, por el don de mi vida. No sólo de la vida en general, sino de mi vida. Gracias por haber pensado en mí y llamado a la existencia con una misión. Gracias por tu amor y porque en esta oración me puedo encontrar contigo. Creo que eres mi Dios y mi Señor. Confío en Ti, pero dame la gracia de confiar un poco más. Te quiero y te agradezco todos los dones que día tras día no te cansas de concederme. Te pido perdón por mis pecados y mis fallos. Ayúdame a seguirte con disponibilidad y a estar atento a lo que quieres de mí hoy.

Meditación
Dos ideas me puedo detener a considerar en este rato de oración contigo. El primero es fijarme en la clara conciencia que tienes de tu misión. Conoces bien la Voluntad de tu Padre y ella es el motor de todas tus acciones. Tú también me has dado una misión en este mundo. Dame la gracia de descubrirla y vivir toda mi vida en torno a ella. Una misión que no es imposible, irrealizable, pesada e insoportable, sino que está hecha a mi medida y de acuerdo a mis posibilidades. ¡Tú nunca pides imposibles! Esos te los dejas para realizarlos Tú.

Y la segunda idea es contemplar tu ternura. Siempre has estado detrás de mí persiguiéndome con tu amor y tus dones... y yo que me resisto y huyo de Ti. No me doy cuenta de que de verdad estás enamorado de mí y me amas con locura. No hay imagen más tierna que aquella de la gallina que quiere tener a sus pollitos bajo sus alas, no para detenerlos y subyugarlos sino para protegerlos, calentarlos, amarlos. Los padres de familia comprenderán mejor que nadie esta idea. No se quiere tener a los hijos cerca para tener mano de obra en casa, para explotarlos, usarlos. No, sino para amarlos.

Ése eres Tú. Eres el Dios tierno que busca de una y mil maneras tenerme bajo tu cuidado... pero yo no he querido, éste es el reproche de este Evangelio. Dame la gracia de no rechazar tu amor. Quiero dejarme amar por Ti siempre, incondicionalmente.

“Dios el poderoso, el creador lo puede hacer todo; sin embargo Dios llora y en esas lágrimas está todo su amor. Dios llora por mí, cuando yo me alejo; llora por cada uno de nosotros; Dios llora por los malvados, los que hacen muchas cosas malas, mucho mal a la humanidad... Él, en efecto, espera, no condena, llora. ¿Por qué? ¡Porque ama!”

(Homilía de S.S. Francisco, 29 de octubre de 2015, en Santa Marta).

Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Hoy voy a manifestar a mi familia la ternura de Dios saludándolos o despidiéndolos con cariño.

Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Dios que me espera en la Comunión
Es pan que se ofrece en el altar y se transforma en un verdadero alimento en las manos de cada sacerdote.

El domingo, día del Señor, pude saborear y hasta tocar la grandeza de la Eucaristía. Claro, era más que un descubrimiento, era la presencia de Dios que se revela a pesar de ese estar tan cerca había estado celebrando sin haber caído en la cuenta. Perdonen, era automatismo, repetición, simple celebración. Ese valor eucarístico me cayó con tal fuerza que me hizo despertar y valorar. Era un Jesús, lleno de la luz de aquella cena con sus discípulos, que me estaba gritando: “Este es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre”

En ese momento, “Consagración” se abrió el postigo de la verdad en la presencia real de Cristo que se ofrece por todos, sin excepción. Era Él mismo y Único Jesús que tomaba el pan en sus manos y al tomarlo, no solamente se ofrecía, sino que se consagraba al mundo para ser alimento y sustento. Es una acción por todos donde nadie, sin excepción, queda fuera. Jesús se da todo porque lo tiene todo. El ama y al amar puede donarse, regalarse y darse para siempre.

En este momento, tan sublime, cuando las manos sacerdotales trazaban la cruz y ofrecían al mundo las ofrendas bañadas por las palabras de consagración, brotaba quizás saltaba la gracia de la presencia amorosa y silenciosa de Dios para la salvación de la humanidad. Se contempla un Dios que se ofrece sin tener en cuenta nuestra debilidad y lejanía.

Es la toma de conciencia la que me hace abrir o caer en la cuenta de la conciencia clara y fervorosa de la presencia augusta de Jesús en la Hostia Consagrada. Es algo que va creciendo, jamás disminuyendo. Es como si Dios en medio de la tragedia de la cruz se abraza más a ella para no soltarla y dejarse vencer por la tentación del abandono. La respuesta es cada día mayor y más fuerte, aunque esto suponga mucho sacrificio, incluso la propia muerte.

Se motiva la propia vida a esa pertenencia al Señor que ya no puede retroceder, sino aceptar, vivirla y darla a conocer. Ya no es simple pan que se ofrece por la mano del campesino o del vino sacrificio del mejor viñero, es la Iglesia, que como enviada, ofrece y hace posible para que se pueda contemplar la presencia de Jesús con toda su presencia, su amor y el poder de sanar a todo el que lo acepte como el Salvador y Señor de la historia.

Se nos impone con finura de tallador que a cortes delicados hace aparecer la verdad y la mejor figura. Es un acontecimiento milagroso que despierta, golpea y quita el sueño para que no se nos olvide que es Dios y no otro. Su presencia nos deja sin aliento, pero no mudos porque en palabras humanas se actualiza la presencia y el amor de los amores.

Es pues el sacerdote quien, debidamente ordenado, pronuncia aquellas palabras dichas por Jesús en la Cena con sus discípulos y al hacerlo, como regalo de amor, Jesús se ofrece y se da para bien de todos.

Cada sacerdote se hace instrumento ofrecido por Dios para entregar lo que Él había prometido.

Es hacerse, cada sacerdote, manos, ojos, presencia de Dios para alimentar y bendecir a la humanidad.

Ese pan que se ofrece en el altar se transforma en un verdadero alimento que en las manos de cada sacerdote se comparte y se entrega como sacramento de amor y sustento. Es la fuerza de la vida propia de Dios que penetra y hace mover la vida del sacerdote para que se convierta en dador de todo ese bien para la vida de la humanidad.

En cada sacerdote está la presencia de un Dios en la libertad de la aceptación y el compromiso a la llamada. Ya lo importante no es el puesto, la bolsa, la comida o la persecución, es y debe ser, la respuesta en el servicio desinteresado para llegar a todos. Por eso al vivir este acontecimiento “tan grande” los demás, se inspiran y viven, en su compañía, con la grandeza del amor que dentro de un altar que alimenta y da vida.

La experiencia del acontecimiento eucarístico despierta, al estilo los caminantes de Emaús, para caer en la cuenta que Jesús se revela y explica su verdadero amor. Caen las escamas de los ojos; los tapones de los oídos; la parálisis de las extremidades y el silencio del testimonio para lanzarse a la vivencia del Dios del pan y el sustento. Es un Dios que en la Sagrada Comunión se da y punto. Es un pan que es capaz de partirse para que alcance a todos. Todo porque ese compartir es la señal más hermosa y expresiva de todo cristiano. Ese partirse define a Dios.

Darse, entonces, es el acto más sublime y real que Jesús realiza permitiendo la mezcla de la pobreza de quien necesita y de la riqueza de quien se ofrece sin poder detenerse, pues esa es la esencia “natural” de Dios para con nosotros. Por eso comulgar es tan necesario y tanto para nosotros que ninguno puede negarse.
Por eso cuando alguien se da por enterado y lo vive ya no puede negarse, todo lo contrario, se une más porque lo hace parte de su camino. Todo caminante necesita de pan y sin ese pan no puede subsistir.

El Papa en Sta. Marta: “Dios llora frente a las calamidades y las guerras”

En la homilía de este jueves, el Santo Padre indica que “Dios se ha hecho hombre para poder llorar”

(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- Dios llora por la humanidad que no entiende “la paz que Él nos ofrece, la paz del amor”. Así lo ha indicado el Santo Padre en la homilía de la misa celebrada esta mañana en Santa Marta. Dios llora “frente a las calamidades naturales, a las guerras hechas por adorar al dios dinero, a los niños asesinados”.

En el Evangelio del día, ha recordado el Papa, Jesús define a Herodes como “zorro”, después de que algunos fariseos le dicen que quiere matarlo. Y dice lo que sucederá: “se prepara para morir”. Jesús se dirige a la “Jerusalén cerrada”, que mata a los profetas que le han enviado. Entonces cambia el torno y “comienza a hablar con ternura”, “la ternura de Dios”, ha explicado Francisco. Jesús “mira a su pueblo, mira a la ciudad de Jerusalén”. Y ese día “lloró sobre Jerusalén”. De este modo, el Santo Padre ha explicado que es Dios que llora aquí en la persona de Jesús. “¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo las alas!”.

Además, ha observado que “alguno ha dicho que Dios se ha hecho hombre para poder llorar, llorar lo que habían hecho sus hijos. El llanto delante de la tumba de Lázaro es el llanto del amigo. Este es el llanto del Padre”.

El Pontífice ha recordado al padre hijo pródigo, que no fue a lamentarse de lo sucedido con sus vecinos. Quizá –ha precisado– se fue a llorar solo a su habitación. “El padre continuamente subía a la terraza mirar el camino para ver si el hijo volvía”, ha indicado. Y un padre que hace esto es un padre que vive en el llanto, esperando que el hijo vuelve. “Este es el llanto de Dios Padre. Y con este es el llanto el Padre recrea en su Hijo toda la creación”, ha señalado Francisco.

Por otro lado, el Santo Padre ha explicado que en el momento en el que Jesús va con la cruz al calvario, Jesús le dice a las mujeres que lloraban, que no llorasen por Él, sino por sus hijos. Por lo tanto, “un llanto de padre y de madre que Dios también hoy continúa haciendo”.

También hoy –ha aseverado– delante de las calamidades, de las guerras que se hacen para adorar al dios dinero, a muchos inocentes asesinados por las bombas que lanzan los adoradores del ídolo dinero, también hoy el Padre llora. “Jerusalén, Jerusalén, ¿qué estás haciendo?”. El Padre dice también hoy esto “a las pobres víctimas y también a los traficantes de armas y a todos los que venden la vida de la gente”.

Finalmente ha asegurado que “nos hará bien” pensar que “nuestro Padre Dios se ha hecho hombre para poder llorar y nos hará bien pensar que nuestro Padre Dios hoy llora”. Llora “por esta humanidad que no termina de entender la paz que Él nos ofrece, la paz del amor”.

Castidad: Gran virtud

La castidad ayuda a vivir en libertad y a crecer en madurez personal.

Venga; léanos la cartilla.

Falta hace… Y luego no podrán decir, «es que nadie nos ha hablado de la castidad».

La castidad cristiana es una virtud sobrenatural que evangeliza en la caridad la tendencia sexual,tanto en lo afectivo como en lo físico. Ella suscita el pudor, «la prudencia de la castidad», como decía Pío XII: «El pudor advierte el peligro inminente, impide el exponerse a él e impone la fuga de aquellas ocasiones a las que se hallan expuestos los menos prudentes» y los menos castos (enc. Sacra virginitas 1954, 28). Varios artículos sobre el pudor pueden verse en este mismo blog: (10), (11), (12), (180-2), (180-3).

La sexología moderna apenas sirve de nada para el conocimiento de la castidad; digámoslo ya desde el principio. Pues cuando, por ejemplo, A. Kinsey, W. H. Masters-V. Johnson, G. Zwang, estudian el impulso sexual humano, consideran normal, o más aún natural, todo aquello que aparece como conducta mayoritaria entre los hombres observados. Las consecuencias a que llegan estos estudios son previsibles, si tenemos en cuenta que la mayoría de los individuos observados son hombres adámicos, carnales y pecadores.

No es la castidad la principal de las virtudes, por supuesto. Pertenece a la virtud de la templanza, que en la escala de las cuatro virtudes cardinales –prudencia, justicia, fortaleza y templanza– suele considerarse como el peldaño más bajo. Pero si es el más bajo de la escala, es el primero. Y si uno tropieza por la lujuria en ese primer escalón, se cierra a sí mismo la posibilidad de ascender por la escala de la perfección. Es fácil que el lujurioso, si no lucha contra su vicio, deje la oración –Dios no le sabe a nada–, se aleje de los sacramentos en su condición de pecador, ofenda la verdadera caridad fraterna, a veces muy gravemente, y destroce así su vida cristiana. 

Tampoco, por supuesto, es la lujuria el más grave pecado, pero sí es la más grave quiebra de la virtud de la templanza (STh II-II,151,4 ad 3m). Y es un vicio capital, esto es, cabeza de otros muchos males: egoísmo, avidez del mundo, olvido de Dios y de la esperanza del cielo, obscurecimiento del juicio, debilitación de la voluntad, inconstancia, vanidad, infidelidad, mentira, etc. (II-II,153,4-5; 53,6).

La lujuria, en cualquiera de sus pésimas modalidades, es rechazada con energía por la sagrada Escritura. «Ni fornicarios, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni sodomitas… herederán el reino de Dios» (1Cor 6,9-10). Los fornicarios, en efecto, son «idólatras»: dan culto a la criatura en lugar de al Creador (Ef 5,5; Col 3,5-6; Rm 1,25). La lujuria repugna en absoluto al que es miembro de Cristo y templo de la Trinidad divina (1Cor 6,12-20). Y se puede pecar contra la castidad con actos sólo internos. Cristo nos enseña que «todo el que mira a una mujer deseándola, ya en su corazón comete adulterio con ella» (Mt 5,28).

La lujuria es vicio capital, insisto en esto, porque de ella se siguen infidelidades, mentiras sin cuento, injusticias, crueldades absolutamente indignas (un artista, por ejemplo, que llegado al éxito, desecha la esposa que le apoyó treinta años en los tiempos duros, y adquiere una nueva, treinta años más joven). Y el mismo mundo que aprueba y no reprueba la lujuria, no reprueba sino que también aprueba sus consecuencias, y da noticia de ellas con benevolencia y admiración… ¡Ven, Señor Jesús! Ilumina, como Sol venido de lo alto, a los que están sentados en tinieblas y sombras de muerte.

La perfecta castidad es un amor perfecto al prójimo, es una gran veneración interpersonal; de modo que con el crecimiento de la caridad, crece la castidad, y viceversa. La castidad evangélica es mucho más que una sexualidad razonable y ordenada: es la alta calidad de la caridad en la relación sexual entre personas.

La perfecta castidad es también perfecta libertad. El lujurioso está cautivo de su adicción morbosa al sexo o a sus representaciones. No es en él el jinete quien conduce al caballo, sino el caballo el que lleva al jinete donde quiere. Entendimiento y voluntad no son capaces de dirigir la sensualidad, sino que ven arrastrado y llevado por ella tanto su pensamiento como su querer. La castidad, por el contrario, guarda a la persona en la «libertad propia de los hijos de Dios» (Rm 8,21), de tal modo que son los sentidos y sentimientos los que van integrándose cada vez más en el pensar del entendimiento y en el querer de la voluntad. Cuando la virtud de la castidad llega a estar perfecta, ya la persona no apetece sensualmente lo indecente, sino que le repugna.

La castidad ayuda a crecer en la madurez personal. La sexualidad del niño es incierta, quizá se orienta a él mismo, a otros niños –posiblemente del mismo sexo– o a los adultos más próximos. El adolescente sano desarrolla una inclinación claramente heterosexual, pero la inmadurez de su tendencia se manifiesta en que todavía es general, hacia las personas del otro sexo. –El adulto casado que ha alcanzado la madurez personal, centra su sexualidad en una sola persona, su esposa, y ese amor lo hace incapaz de enamorarse de otras; y viceversa. Por eso Gregorio Marañón, con otros autores, veía una clara inmadurez sexual en la figura de un «Don Juan», capaz de enamorarse de muy diversas mujeres. –El cristiano célibe, por su parte, de tal modo se enamora de Cristo, por especial gracia de Dios, que este amor le hace incapaz de enamorarse de una persona humana concreta, haciéndolo al mismo tiempo capaz de amar a todas las personas, con una admirable caridad universal y difusiva, oblativa, no posesiva.

El ejercicio de la sexualidad no es requisito necesario para el desarrollo personal del cristiano –ni de cualquier hombre–, como lo vemos en Cristo. Dios es amor interpersonal, y el hombre fue creado como imagen de Dios (Gen 1,26). Por eso lo que es imprescindible para la maduración personal es el crecimiento en el amor interpersonal, amor que, según las vocaciones, tendrá un ejercicio sexual (matrimonio) o carecerá de él (celibato). Lo que frusta a la persona hasta su fondo no es la falta de ejercicio de la sexualidad, sino el desamor. Una persona que no ama, que ama poco, que ama mal, apenas es hombre, porque el hombre es imagen de Dios, y «Dios es amor» (1Jn 4,8). Recuerden, por ejemplo, la caridad de un párroco o de una monjita que, destinados durante unos años aquí o allá, tienen siempre, dondequiera que Dios los envíe por medio de sus superiores, una impresionante capacidad de amor a las personas que les son confiadas.

Se da el nombre de «perfecta castidad», en la terminología tradicional cristiana, a la virginidad y el celibato (Sacra virginitas 1), porque, efectivamente, es más fácil lograr la perfecta castidad en ese estado de vida. Pero, obviamente, siempre la Iglesia ha sabido y enseñado que la perfecta castidad puede darse en todos los estados de la vida cristiana, como consta por la vida de los santos. En la Edad Media, concretamente, son laicos un 25% de los santos canonizados (1198-1304) o un 27% (1303-1431) (A. Vauchez, La sainteté en Occident aux derniers siècles du moyen âge, París 1981). Y la mayor parte de ellos estaban casados.

La castidad evangeliza en la caridad al hombre entero, en todos los planos de su personalidad, no solo en lo referente a la tendencia sexual. Al estudiar la santificación del hombre, vemos cómo el Espíritu de Jesús va impregnando al hombre entero, hasta los fondos menos conscientes. La gracia sana y perfecciona toda la naturaleza del hombre. Pues bien, la castidad cristiana ha de afectar no sólo al pensamiento o a los actos libres de la voluntad, sino también ha de perfeccionar imaginación, memoria, afectos y deseos, incluso hasta las agitaciones apenas controlables del subsconsciente. Y esto, sea cual fuere el pasado, quizá tormentoso, de la persona.

Quien lea, por ejemplo, las Confesiones de San Agustín, comprueba que la gracia no solamente le ha dado luz de fe y fuerza de caridad para quebrar sus vínculos con la lujuria, sino que le ha dado sobreabundamentemente lo que pide el Salmo 50: «lava del todo mi delito, limpia mi pecado; oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme». De tal modo ha encendido el Espíritu Santo el fuego del amor a Dios en el corazón enamorado de Agustín, que ha reducido a cenizas toda su mala vida pasada. Ni siquiera le quedan cicatrices en el corazón.

La espiritualidad cristiana siempre ha conocido esta fuerza universal que la castidad sobrenatural tiene para castificar (latín: castificare, hacer casto) todo el ser del hombre: pensamiento, memoria, voluntad, imaginación, cuerpo, subconsciente. Casiano, en este sentido, refiere una interesante enseñanza del abad Queremón. Según éste, yerran quienes estiman que la castidad es posible en la vigilia, mientras que no es posible guardar su integridad en el sueño. Mientras se permanece atraído por la voluptuosidad no se es casto, sino sólo continente. Por eso «la perfecta castidad se da en el monje que de día no se deja apresar por el placer malvado, y en el sueño no se ve turbado por ilusiones importunas». Esta doctrina tiene una lógica psicológica perfecta (Colaciones (12,8-16).

La castidad es una virtud, es por tanto una fuerza espiritual, una facilidad e inclinación hacia el bien honesto de la sexualidad, así como es al mismo tiempo una repugnancia hacia toda forma de sexualidad deshonesta. Cuando tal fuerza espiritual está suficientemente arraigada en la persona, afecta también, evidentemente, a las posibles perturbaciones imaginativas y somáticas subconscientes –dada la unidad de la persona humana–, pacificándolas en la santidad de Cristo Jesús, Salvador total del hombre.

La castidad evangélica es santa y hermosa en todos los estados de la vida cristiana. Es santa y hermosa la castidad en la virginidad, como en seguida veremos, pero también en todos los estados de la vida laical puede y debe, con la gracia de Cristo, alcanzar la perfección, una per¬fección que vamos a describir, pues algunos la desconocen y ni siquiera la imaginan.

El novio cristiano no sólo continente, sino perfectamente casto, ama a su novia con el amor de Cristo, sin relacionarla con mal alguno, ni en obra, ni en deseo o imaginación. Y por supuesto su amor, que todavía no tiene ejercicio sexual, es ciertamente profundo, verdadero y personal, libre y fiel.

El cristiano casado perfectamente casto ama a su esposa como Cristo ama a su Iglesia. Es incapaz de enamorarse de otra mujer, y toda su sexualidad es plenamente conyugal. De tal modo su sexualidad está integrada en la caridad, que el amor puede despertarla, y el amor puede dormirla, según convenga a las mismas exigencias del amor conyugal. Por eso los esposos cristianos –como antes, de novios– pueden abstenerse de la unión sexual, periódica o totalmente, sea por motivos de salud, de regulación de la natalidad o simplemente «por entregarse a la oración» (1Cor 7,5). Si ello implica cruz, ya el cristiano ha conocido desde la catequesis infantil que no es posible ser discípulo de Cristo sin tomar su cruz y seguirle.

Aquí comprobamos que el amor personal puede y debe ser mucho más fuerte que la mera inclinación sensual, y que ésta, en su ejercicio, debe ser siempre una manifestación elocuente del amor interpersonal. Qué diferencia tan inmensa entre la sexualidad cristiana –personal, libre y digna, siempre amorosa– y la sexualidad adámica –tantas veces egoísta, animal, compulsiva, apenas libre–.

Y sin embargo hay autores y editores «católicos» empeñados en adiestrar a los cristianos en los modos de sexualidad mundana y carnal. Pero también aquí hay que guardar el vino nuevo en odres nuevos (Mt 9,17). El espíritu y la carne, es evidente, inclinan en todo a obras diversas, también en el ejercicio de la sexualidad (Rm 8,4-13; Gál 5,16-25). Es un gran error pensar que dentro del matrimonio todo es lícito. «Todo me es lícito», dirá alguno, «pero no todo conviene», le responde el Apóstol (1Cor 6,12; 10,23; Rm 14,20-21).

Entre la mojigatería ridícula y el sensualismo perverso está el pudor de la castidad conyugal cristiana. El matrimonio cristiano no ha de tomar de los burdeles o del cine pornográfico el modelo de su vida sexual. Los casados cristianos poco tienen que aprender de aquellos idólatras «cuyo dios es el vientre» (Flp 3,19). Más bien el cónyuge, atendiendo a la enseñanza apostólica, «que cada uno de vosotros trate su propio cuerpo [su esposa, en algunas traducciones] con santidad y respeto, no dominado por la pasión, como hacen los paganos que no conocen a Dios» (1Tes 4,4).

El cristiano viudo ha de vivir también la perfecta paz de la castidad evangélica. La gracia de Cristo le sitúa providencialmente en un estado de vida singularmente abierto a los valores espirituales. En el Antiguo y el Nuevo Testamento se dibuja con veneración la fisonomía de la santa viudez (Jdt 8s; Mc 12,42; Lc 2,37; 1Cor 7,8; 1Tim 5,3-7). Y lo mismo hicieron los Padres en frecuentes cartas y pequeños tratados. La viuda –en vida de oración, penitencia y dedicación amorosa al Señor y a la comunidad– aparece en los Padres asimilada a la virgen. Dios le ha retirado el esposo a la esposa, es decir, le ha quitado la representación sensible y sacramental de Cristo Esposo; y así la viuda ha pasado del signo a la realidad, quedando a solas con Cristo Esposo. Y lo mismo el viudo. Ahora bien, ésta es la gracia propia de la virginidad.

Esto no implica que la relación entre los cónyuges cristianos se rompa o se debilite con la muerte de uno de ellos –al menos si murió «en el Señor»–, pues el influjo benéfico del difunto, por ejemplo, hacia la viuda y los hijos no disminuye desde el cielo, sino que aumenta. Pero la viuda cristiana no capta ya hacia el pasado su relación con el cónyuge, en evocaciones vanas que podrían a veces ser morbosas, sino en el presente y, sobre todo, hacia el futuro escatológico del Reino: «el tiempo es corto… Pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7,29.31). Y «cuando resuciten, ni los hombres se casarán ni las mujeres tomarán esposo; serán como ángeles en el cielo» (Mt 22,30).

La castidad es fácil para quien vive realmente la vida de la gracia. Extrañamente, a veces los pecadores y los santos coinciden en decir que la castidad es virtud muy difícil, claro que unos y otros hablan con fines contrarios. Los primeros lo afirman para excusar sus caídas; los segundos para exhortar a la oración y a la vigilancia. Fácil y difícil son términos muy relativos, cuya veracidad en cada caso dependerá del contexto.

La castidad es virtud bastante fácil, al menos si se compara con otras virtudes cristianas que han de vencer enemigos más poderosos y perdurables: soberbia, vanidad, avaricia, pereza, etc. Si el cristiano se libera, como es debido, de los hábitos mundanos erotizantes, y sigue una vida verdaderamente cristiana, con oración y sacramentos, virtudes, trabajo santo y santo ocio, la castidad es perfectamente posible. El mundo está muy malo, muy podrido de lujuria; pero Dios concede siempre a sus hijos, y de modo sobreabundante, la gracia que necesitan en cada circunstancia y época: «bien sabe vuestro Padre celestial –nos dice Cristo– que de todo eso tenéis necesidad» (Mt 6,32). Por el contrario, la castidad será imposible al cristiano que vive según el mundo, que asimila su modas y costumbres, y que no se alimenta habitualmente de Cristo en la palabra, la oración, los sacramentos y la vida virtuosa, y que no se aleja lo que sea preciso de las ocasiones próximas de pecado. Pero en estas condiciones cualquier virtud es muy difícil, es prácticamente imposible.

La castidad es una virtud, una fuerza espiritual, un hábito operativo, y como ocurre con todas las virtudes, a medida que va creciendo en la persona, va ejercitándose cada vez con más facilidad y perfección: inclina establemente hacia lo honesto, vence con más rapidez y seguridad la tentación, e incluso llega a repugnar sensiblemente de toda deshonestidad sexual. Cuando la virtud estaba formándose, había guerra entre el hombre espiritual y el carnal; crecida la virtud, se hizo la paz, porque fácilmente prevalecía el espíritu del hombre nuevo; y ya perfecta la virtud de la castidad, experimenta la persona la victoria y una gran libertad. Éstas son las fases normales en el crecimiento espiritual de un cristiano: guerra (principiantes), paz (adelantados), victoria y libertad (perfectos).

* * *

Algunos dicen que la sexualidad es una tendencia humana tan fuerte que es indomable,y que por tanto cualquier pretensión de conducirla o refrenarla es necesariamente insana y traumatizante. La falsedad de esta tesis es patente. Señalo únicamente dos argumentos, que son bastantes.

1º. Los autores que exigen vía libre para la «sexualidad» reclaman dominio y restricción eficaces para la «agresividad», otro de los impulsos que ellos mismos consideran fuertes y primarios en el hombre. ¿Por qué la agresividad puede y debe ser socializada sin traumas insanos, y en cambio la sexualidad debe ser abandonada a su propio impulso, so pena de dañar la persona? Según esto, por ejemplo, cuando dos novios riñen y se enfurecen al máximo, deben reprimir su agresividad y refrenar el impulso de darse bofetadas y arañarse; pero si esa misma pareja se ve fuertemente atraída por el deseo sexual, deben abandonarse a él, si quieren evitar malas consecuencias psicosomáticas. Esto es absurdo. El hombre debe tener dominio consciente y libre (dominus: señor; esto es, debe tener señorío) igualmente sobre la agresividad, sobre la sexualidad y sobre todos los impulsos e inclinaciones que hay en él por fuertes y persistentes que sean, si de verdad quiere ser hombre.

2º. La experiencia nos asegura ampliamente que, en igualdad de condiciones, es mucho mejor la salud psíquica y somática de los hombres y mujeres castos, que de quienes son lujuriosos. Los cónyuges que permanecen castos, fieles a su amor, tienen una vida total mucho más sana que la de aquellos que andan jugando con infidelidades y adulterios o son adictos a la pornografía. Por otra parte, los célibes no tienen peor salud psicosomática que los casados, y con frecuencia alcanzan una notable longevidad laboriosa: el santo Cura de Ars, metido 12 o 14 horas diarias en el confesonario; un Juan Pablo II, lúcido y activo hasta su muerte, etc. Pero siguamos con la misma analogía, aplicándola a sociedades y culturas.

La historia ha conocido sociedades agresivas y sociedades pacificadas por una cultura solidaria sujeta al derecho. Las primeras son frecuentes en duelos, invasiones, venganzas, odios hereditarios, y resuelven sus frecuentes litigios a estacazos o echando mano de la espada. Las segundas, pacíficas o incluso pacifistas, encauzan la agresividad primaria por vías positivas: trabajo, negociación, sujeción a leyes y jueces, actividades artísticas, atléticas, competiciones deportivas. En éstas, lo normal es la convivencia pacífica, y lo raro es la trifulca y la pelea criminal. Pues bien, aquellas sociedades que fueron o que todavía son agresivas nos parecen primitivas y lamentables, y estas otras, en las que la agresividad está socializada y dominada, las tenemos por civilizadas y mejores. Verdad es también que en una sociedad pacífica, donde millones de hombres pasan los años sin sentir vehementes deseos de matar a nadie, puede estallar, normalmente por iniciativa de políticos, ideólogos y militares, una guerra –discursos, artículos incendiarios, carteles, asambleas, canciones–, y en poco tiempo pue¬de lograrse que la gran mayoría de los ciudadanos, con raras excepciones, se haga capaz de brutalidades increíbles. ¿Qué pensaremos: que en la paz esa agresividad latente estaba reprimida y que en la guerra ha hallado su curso natural? No. En la paz la agresividad estaba felizmente pacificada, y en la guerra se ha visto criminalmente exacerbada por el ambiente.

También la historia conoce sociedades erotizadas, y otras castas. Las sociedades religiosa y culturalmente cristianas han sido y son castas; y algunas no cristianas, también, aunque no tanto. En una sociedad honesta la sexualidad está pacificada, no reprimida, en el sentido morboso de la palabra; y la gente, aun la que no es especialmente virtuosa, vive la castidad sin mayores problemas o con alguna falla esporádica. Pero en una sociedad corrompida –diarios y revistas, televisión y espectáculos, calles y playas, literatura y anuncios comerciales, aunque sean de lentejas, invasión generalizada de la pornografía– la sexualidad está constantemente exacerbada, y la mayoría de sus miembros, en un grado u otro, cae normalmente en la lujuria. Es patente que para los cristianos será muy difícil la castidad si asumen ampliamente ese ambiente corrompido. Y se harán absolutamente incapaces de evangelizar al mundo si consideran que su corrupción sexual es insuperable.

Hallamos hoy cristianos que excusan su lujuria por el ambiente condicionante. No se han enterado de que estamos en el mundo, pero que no debemos ser del mundo (Jn 15,19; 17,14-16; Rm 12,2; Stgo 4,4). Más aún, llegana veces a argüir piadosamente su derecho, más aún, su deber de asumir el mundo vigente, según la ley cristiana de la encarnación, y de seguir las costumbres modernas, por aquello de que los cristianos no deben marginarse del curso de la historia. Tienen el nous podrido completamente por el padre de la mentira. Y esto es un mal todavía más grave que el de la lujuria. Para ellos lo malo es bueno, y lo bueno, malo.

La verdad, felizmente, es otra. En las sociedades enfermas de agresividad, los cristianos podemos y debemos mantenernos, con la palabra y el ejemplo, en el perdón y la paz. Y en las culturas enfermas de lujuria, los cristianos, de palabra y de obra, podemos y debemos afirmar la castidad y el pudor. Así experimentaremos con gozo la gloria de Cristo Salvador, que por su gracia nos da ser «sal de la tierra y luz del mundo» (Mt 5,13-16).

Castidad en la virginidad 

Celibato y virginidad: su alcance, valor y frutos 

Castidad en el matrimonio 

La educación para el amor como don de sí mismo constituye también la premisa indispensable para los padres, llamados a ofrecer a los hijos una educación sexual clara y delicada. 

Castidad en la regulación de la fertilidad 

Son dignos de mención muy especial los esposos que de común acuerdo, bien meditado, aceptan con generosidad una prole más numerosa (GS 50). 

Castidad en la paternidad responsable 

Se expresa la doctrina de la Iglesia sobre la transmisión conyugal de la vida en el ejercicio de una paternidad responsable. Bien sabemos que la Iglesia siempre ha apreciado la familia numerosa como un inmenso don de Dios... 

Castidad en el matrimonio por los métodos naturales 

La Iglesia enseña que los esposos, en su altísima misión de colaborar con Dios en la transmisión de la vida humana, pueden y deben conocer en su vida sexual el ritmo biológico que pertenece al orden natural... 

Castidad en los novios 

Saben los novios cristianos que la castidad es una virtud (virtus, fuerza), y que cuanto más se desarrolla y afirma en la persona, con más facilidad y seguridad se ejercita.

Evaristo, Santo V Papa y Mártir, 27 de octubre

Quinto Papa de la Iglesia y Mártir

Martirologio Romano: En Roma, san Evaristo, papa, que fue el cuarto sucesor de san Pedro y rigió la Iglesia romana en tiempo del emperador Trajano.

Breve Biogrtafía

Nació por los años 60, de una familia judía asentada en tierras griegas. Recibió educación judía y aprendió en los liceos helénicos.

No se conocen datos de su conversión al cristianismo, pero se le ve ya en Roma como uno de los presbíteros muy estimados por los fieles que, lleno de celo, eleva el nivel de la comunidad de cristianos de la ciudad, entregándose por completo a mostrarle a Jesucristo. Amplio conocedor de la Sagrada Escritura, es docto en la predicación y humilde en el servicio.

Muerto mártir el Papa Anacleto, sucesor de Clemente, la atención se fija en Evaristo. Por humildad se resistió con todas las fuerzas posibles a asumir la dignidad que comportaba tan alto servicio. El día 27 de Julio del año 108 tuvo la Iglesia por Papa a Evaristo.

Atendió cuidadosamente las necesidades del rebaño: Defiende la verdadera fe contra los errores gnósticos.

Establece normas que afectan a la consagración y trabajo pastoral de los Obispos y de los diáconos. Manda la celebración pública de los matrimonios. Se ocupa de la vida de los fieles, esbozándose ya una cierta administración territorial, para su mejor atención y gobierno. También escribió cartas a los fieles de Africa y de Egipto. Murió mártir, siendo Trajano emperador, hacia el 117.

La iglesia del tiempo cada día crece en número, pero está perseguida por las leyes; es silenciosa y fuerte en la fe, oculta y limpia en las obras; vive dentro del Imperio en estado latente, desplegando poco a poco su potencialidad al soplo del Espíritu.

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