“Si en este día comprendieras tú también los caminos de la paz.”
- 17 Noviembre 2016
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Evangelio según San Lucas 19,41-44.
Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella, diciendo: "¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos. Vendrán días desastrosos para ti, en que tus enemigos te cercarán con empalizadas, te sitiarán y te atacarán por todas partes. Te arrasarán junto con tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has sabido reconocer el tiempo en que fuiste visitada por Dios".
San Gregorio de Tours
San Gregorio de Tours, obispo
En Tours, de Neustria, san Gregorio, obispo, sucesor de san Eufronio, que escribió en lenguaje claro y sencillo la historia de los francos.
El más conocido de los obispos de la antigua diócesis de Tours, después de san Martín, fue Jorge Florencio, quien más tarde tomó el nombre de Gregorio. Nació el año 538, en Clermont-Ferrand. Pertenecía a una distinguida familia de Auvernia, pues era biznieto de san Gregorio de Langres y sobrino de san Galo de Clermont, a cuyo cuidado se le confió cuando quedó huérfano de padre. Galo murió cuando Gregorio tenía diecisiete años.
El joven salió con bien de una peligrosa enfermedad y decidió consagrarse al servicio de Dios. Desde entonces, empezó a estudiar la Sagrada Escritura bajo la dirección de san Avito I, en Clermont, donde recibió la ordenación sacerdotal. El año 573, por deseo del rey Sigeberto I y de todo el pueblo de Tours, fue elegido para suceder en el gobierno de la sede a san Eufronio.
Era aquella una época muy turbulenta en toda la Galia y particularmente en Tours. Al cabo de tres años de guerra, a partir de la elección de san Gregorio, la ciudad cayó en manos del rey Chilperico, quien no tenía ninguna simpatía por el obispo, de manera que éste debió enfrentarse a un enemigo poderoso.
En abierta oposición al mandato de la madrastra de Meroveo, el hijo de Chilperico, san Gregorio le dio asilo en el santuario y, además, tuvo el valor de apoyar a san Pretextato de Rouen, a quien Chilperico convocó a juicio por haber bendecido el matrimonio de Meroveo con Brunilda, su tía política. Poco después, Gregorio intervino en la confiscación de las tierras del condado de Tours, que estaban en posesión de un hombre indigno llamado Leudastio. Éste le acusó de deslealtad política ante el rey, y de haber calumniado a la reina Fredegunda. San Gregorio compareció ante un concilio, pero la sinceridad con que juró que era inocente y la dignidad de su conducta, movieron a los obispos a ponerle en libertad y a castigar a Leudastio por su falso testimonio. Chilperico, como tantos otros monarcas de su tiempo, se creía teólogo. En este punto, san Gregorio tuvo también conflictos con él, porque no podía disimular que Chilperico era un mal teólogo y que la forma como expresaba sus ideas era aún peor. Chilperico murió el año 584. Tours cayó primero en manos de Guntramo de Borgoña y después en las de Childeberto II; ambos soberanos trataron amistosamente a Gregorio, quien pudo dedicarse tranquilamente a escribir y a administrar su diócesis.
Bajo el gobierno de san Gregorio, la fe y las buenas obras aumentaron en Tours. El santo reconstruyó su catedral, así como otras iglesias, y supo atraer a la fe y a la unidad a muchos herejes, a pesar de que no era un gran teólogo. San Odón de Cluny alaba su humildad, su celo por la religión y su caridad para con todos, especialmente para con sus enemigos. Se le atribuyeron en vida varios milagros, que él atribuía a su vez a la intercesión de san Martín y otros santos, cuyas reliquias llevaba siempre consigo.
Aunque san Gregorio fue uno de los obispos merovingios más activos, actualmente se le recuerda sobre todo como historiador y hagiógrafo. Su «Historia de los francos» es una de las fuentes principales de la historia primitiva de la monarquía francesa, que nos proporciona muchos datos sobre su autor. Menos valiosas desde el punto de vista histórico son otras obras suyas, como los tratados «Sobre la gloria de los mártires» y sobre otros santos, «Sobre la gloria de los confesores» y «Sobre las vidas de las Padres». Según la costumbre de su tiempo, el santo narra en extenso los milagros y otros hechos maravillosos y, sólo de vez en cuando, deja ver su espíritu crítico. En este sentido, el juicio de Alban Butler es muy moderado: «En sus nutridas colecciones de milagros, dice Butler, parece dar crédito a las leyendas populares con demasiada frecuencia».
san Gregorio (Migne, PL., vol. LXXI, cc. 115-128), pero data del siglo X y tiene poco valor por sí misma. Se ha escrito mucho sobre Gregorio de Tours, pero menos desde el punto de vista hagiográfico que del literario. Una de las obras más notables en este aspecto, es la de G. Kurth, Histoire poétique des Mérovíngiens (1893). Véase también Etudes Franques (1919) del mismo autor; Delehaye, Les Recueils des Miracles des Suints, en Analecta Bollandiana, vol. XLIII (1925), pp. 305-325. La mejor edición de las obras de Gregorio es la de Krusch y Levison, en Monumenta Germaniae Historica, Scriptores Merov, vol. I, pte. I (1937-51). Hay un interesante artículo de Harman Grisewood en Saints and Ourselves (1953), pp. 25-40. Puede leerse sobre san Gregorio, una breve introducción a su vida y una reseña de sus obras, incluyendo la mención de las dudosas, con bibliografía reciiente, en la Patrología de Quasten-Di Berardino, tomo IV, BAC, 2000, pág. 381-392.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Beato Pablo VI, papa 1963-1978 Discurso a la ONU, 4 octubre 1965
“Si en este día comprendieras tú también los caminos de la paz.”
¡Nunca más la guerra, nunca más la guerra! Es la paz, la paz la que debe guiar el destino de los pueblos y de toda la humanidad...
La paz, ustedes lo saben, no se construye únicamente por medio de la política y el equilibrio de les fuerzas y de los intereses. Se construye con el espíritu, las ideas, las obras de la paz. Ustedes trabajan en este gran empeño.
Pero ustedes están todavía en los comienzos de sus esfuerzos. ¿Llegará el mundo a convertirse de su mentalidad particularista y belicosa que, hasta el momento, ha tejido una enorme parte de su historia? Es difícil preverlo; pero es fácil afirmar que hay que ponerse resueltamente en camino hacia la nueva historia; la historia pacífica, aquella que será verdadera y plenamente humana, aquella que Dios ha prometido a los hombres de buena voluntad.
Oportunidades para demostrar mi amor.
Lucas 19, 41-44. Jueves XXXIII. Tiempo ordinario. Ciclo C. Jesús llora sobre Jerusalén
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, vengo ante Ti para adorarte, para darte el lugar que te mereces en mi día. Quiero responder a tu invitación y por ello quiero orar y estar contigo. No quiero dejarte solo jamás. Dame la gracia de ser fiel a tu amor. Creo que eres mi Dios y mi Señor. Te amo con todo mi ser y quiero corresponder a tu amor. Sé que Tú nunca me dejarás defraudado. Todo, Señor, lo espero de Ti.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.
En este Evangelio puedo contemplar un elemento de tu humanidad y por lo tanto un elemento que me asemeja a Ti. Tú, Dios, lloraste. Pareciera imposible creer algo así, pero es lo que sucede en este pasaje de hoy. Podría detenerme a imaginar esta escena en la cual, en la cima de una montaña, mientras observas Jerusalén, las lágrimas empañan tu vista, recorren tus mejillas y caen al piso.
¿Por qué lloras, Señor? Lloras ante un amor no correspondido. Habías amado tanto a Jerusalén, le habías demostrado con obras tu cariño, y sin embargo ella no se daba cuenta de ello y seguía en su pecado. Era como el enamorado que había estado detrás de aquella persona amada persiguiéndola con regalos, flores, chocolates e invitaciones pero la amada nunca supo valorar aquellos detalles.
Así también pasa en mi vida. Tú me amas demasiado y buscas conquistarme. Dame la gracia, Señor, de no hacerte llorar con mi vida. Yo quiero corresponder a tu amor y hacerte feliz. Quiero valorar los dones que me das y aceptarlos para vivir una vida feliz contigo.
«Porque no aprovechaste la oportunidad que Dios te daba». Son muchas las oportunidades que me das para corresponder a tu amor. No necesito de grandes actos de heroísmo para demostrar el amor. Ayúdame a descubrir esas oportunidades que pones en mi vida para corresponder a tu amor y aprovecharlas. Oportunidades sencillas como un acto de caridad, un buen rato de oración, una sonrisa al que la necesita, un abrazo a un familiar, un saludo a un compañero, un acto de cariño con el cónyuge, un poco de tiempo con los hijos, la buena realización de mi trabajo o estudio. Todas estas son oportunidades para demostrarte mi amor.
Gracias, Señor, por amarme como me amas. Dame la gracia de corresponder a tu amor.
«Él llora porque Jerusalén no había comprendido el camino de la paz y había elegido la senda de las enemistades, del odio, de la guerra. Hoy Jesús está en el cielo, nos miray vendrá entre nosotros, aquí sobre el altar. Pero también hoy Jesús llora, porque nosotros hemos preferido el camino de las guerras, la senda del odio, la senda de las enemistades. Todo esto se comprende aún más ahora que estamos cerca de la Navidad: habrá luces, habrá fiesta, árboles luminosos, también pesebres... todo apariencia: el mundo sigue declarando la guerra, declarando la guerra. El mundo no ha comprendido la senda de la paz.»
(Homilía de S.S. Francisco, 27 de noviembre de 2015, en Santa Marta).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Me acercaré a esa persona de la que me he distanciado con un acto de servicio, una sonrisa, lo que crea que pueda iniciar un proceso de reconciliación.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
La Eucaristía nos prepara para ir al cielo
Libro
Quien comulga tiene la fuerza divina para enfrentar todos los problemas y situaciones difíciles de aquí abajo.
El Cielo es nuestra patria.
En el día de la Ascensión, Cristo subió al Cielo para tomar posesión de su gloria y prepararnos un lugar. Con Él, la humanidad redimida podrá penetrar en el Cielo. Consciente de que el Cielo no nos está jamás cerrado, vivimos en la expectativa del día en que sus puertas se abrirán de para en par para que en él entremos. Esperanza esta que nos anima y por sí bastaría para obligarnos a llevar una vida cristiana digna y sobrellevar con paciencia todas las contrariedades con tal de alcanzar ese Cielo prometido.
Sin embargo, Cristo, como muestra de amor, para sostener esa esperanza del Cielo creó el lindo Cielo eucarístico, pues la Eucaristía es un Cielo anticipado. ¿Acaso en la Eucaristía no viene Jesús, bajando a la tierra y trayéndonos ese Cielo consigo? ¿Acaso donde está Jesús no está el Cielo? Si Jesús está sacramentalmente en la Eucaristía, trae consigo también el Cielo.
Su estado, aunque velado a nuestros sentidos exteriores, es un estado de gloria, de triunfo, de felicidad, exento de las miserias de la vida.
Al comulgar a Jesús en la Eucaristía, júbilo y gloria del Paraíso, recibimos igualmente el Cielo. Se nos da para mantener viva en nosotros el recuerdo de la verdadera patria y no desfallecer al pensar en ella. Se da y permanece corporalmente en nuestros corazones en cuanto subsisten las especies sacramentales. Una vez destruidas éstas, vuelve nuevamente al Cielo, pero permanece en nosotros por su gracia y por su presencia amorosa. Nos deja los efectos de su presencia: amor, pureza, fuerza, alegría y gozo.
¿Por qué es tan rápida su visita? Porque la condición indispensable a su presencia corporal resucitada está en la integridad de las Santas Especies.
Jesús, viniendo a nosotros en la Eucaristía, trae consigo los frutos y las flores del Paraíso. ¿Cuáles son éstas? Lo ignoro. No los podemos ver, pero sentimos su suave perfume.
¿Cuáles son los bienes celestes que nos vienen con Jesús, cuando lo recibimos en la Eucaristía?
En primer lugar, la gloria. Es verdad que la gloria de los Santos es una flor que sólo se abre ante el sol del Paraíso, gloria ésta que no nos es dada en la tierra. Pero recibimos el germen oculto, que la contiene toda entera, como la semilla que contiene la espiga. La Eucaristía deposita en nosotros el fermento de la resurrección, a causa de una gloria especial y más brillante que, sembrada en la carne corruptible, brotará sobre nuestro cuerpo resucitado e inmortal.
En segundo lugar, la felicidad. Nuestra alma, al entrar en el Cielo, se verá en plena posesión de la felicidad del propio Dios, sin miedo a perderla o de verla disminuir. ¿Y en la comunión no recibimos alguna parcelita de esa real felicidad? No nos es dada en su totalidad, pues entonces nos olvidaríamos del Cielo. Pero, ¡cuánta paz, cuánta dulce alegría no acompaña en la comunión! Cuanto más el alma se desapega de las afecciones terrenas, tanto más ha de disfrutar de esa felicidad al punto de que el mismo cuerpo se resiente y desea ya el Cielo. Es aquello de santa Teresa: “Muero porque no muero”.
En tercer lugar, el poder. Quien comulga tiene la fuerza divina para enfrentar todos los problemas y situaciones difíciles de aquí abajo. El águila para enseñar a sus crías a volar hasta las alturas les presenta la comida y se coloca arriba de ellos, elevándose siempre más y más a medida que sus crías se acercan, hasta hacerlos subir insensiblemente a los astros.
Así también hace Jesús, Águila divina. Viene a nuestro encuentro, trayéndonos el alimento que necesitamos. Y luego en seguida se eleva, invitándonos a seguir el vuelo. Nos llena de dulzura para hacernos desear la felicidad celestial y nos conquista con la idea del Cielo.
En la Comunión, por tanto, tenemos la preparación para el Cielo. ¡Qué grande será la gracia de morir después de haber recibido el Santo Viático! Poder partir bien reconfortados para este último viaje.
Pidamos muchas veces esta gracia para nosotros. El Santo Viático, recibido al morir, será la prenda de nuestra felicidad eterna. Llegaremos a los pies del Tron
En el día de la Ascensión, Cristo subió al Cielo para tomar posesión de su gloria y prepararnos un lugar. Con Él, la humanidad redimida podrá penetrar en el Cielo. Consciente de que el Cielo no nos está jamás cerrado, vivimos en la expectativa del día en que sus puertas se abrirán de para en par para que en él entremos. Esperanza esta que nos anima y por sí bastaría para obligarnos a llevar una vida cristiana digna y sobrellevar con paciencia todas las contrariedades con tal de alcanzar ese Cielo prometido.
Sin embargo, Cristo, como muestra de amor, para sostener esa esperanza del Cielo creó el lindo Cielo eucarístico, pues la Eucaristía es un Cielo anticipado. ¿Acaso en la Eucaristía no viene Jesús, bajando a la tierra y trayéndonos ese Cielo consigo? ¿Acaso donde está Jesús no está el Cielo? Si Jesús está sacramentalmente en la Eucaristía, trae consigo también el Cielo.
o de Dios. Y allí disfrutaremos eternamente de la presencia y del amor de Dios. Que eso es el Cielo.
El Papa en Sta. Marta: Dios siente un “amor loco” por su pueblo
En la homilía de este jueves, el Santo Padre invita a preguntarse “¿sé reconocer el tiempo en el cual me visita Dios?”
(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco ha reflexionado en la homilía de este jueves en Santa Marta sobre el “amor loco de Dios por su pueblo” y “nuestra infidelidad”. Un drama –ha explicado– que hace llorar a Jesús delante de Jerusalén que no ha reconocido el tiempo en el que ha sido visitada por Dios.
La homilía ha surgido de la imagen de “Jesús llora sobre Jerusalén”. Jesús llora porque recuerda la historia de “su pueblo”. Por un lado este “amor sin medidas” y por otro “la respuesta del pueblo egoísta, desconfiada, adúltera, idolátrica”. Amor loco de Dios por su pueblo, ha asegurado el Santo Padre.
En el Evangelio del día, Jesús lamenta también “porque no has reconocido el tiempo en el que has sido visitado”. Y esto “duele al corazón de Jesucristo, esta historia de infidelidad, esta historia de no reconocer la caricia de Dios, el amor de Dios, de un Dios enamorado que te busca, busca que también tú seas feliz”. Jesús vio en ese momento qué le esperaba como Hijo, y lloró. Y este drama no sucedió solo en la historia con Jesús, es un drama de todos los días. Por eso ha invitado a preguntarse: “¿sé reconocer el tiempo en el cual he sido visitado? ¿Me visita Dios?”
Por otro lado, el Papa subraya que el otro día la Liturgia reflexionaba sobre tres momentos de la visita de Dios: para corregir, para entrar en diálogo con nosotros, y para ser invitado a nuestra casa. Cuando Dios quiere corregir –ha asegurado el Papa– invita a cambiar de vida.
El Pontífice ha invitado a preguntarse cómo está nuestro corazón, “hacer un examen de conciencia”, “preguntarse si sé escuchar la palabra de Jesús” cuando llama “a mi puerta” y dice: “corrígete”.
Asimismo, el Papa ha precisado que cada uno de nosotros puede caer en el mismo pecado del pueblo de Israel, en el mismo pecado de Jerusalén: “no reconocer el tiempo en el que hemos sido visitados. Y “cada día”, “el Señor nos visita”, “cada día llama a nuestra puerta”, ha recordado. De este modo, el Papa ha pedido “aprender a reconocer esto para no terminar en esa situación tan dolorosa”.
Y ha planteado más preguntas: “¿Haces todos los días un examen de conciencia sobre esto? ¿Hoy el Señor me ha visitado? ¿He escuchado alguna invitación, alguna experiencia para seguirlo más de cerca, para hacer una obra de caridad, para rezar un poco más?”
Finalmente, el Santo Padre ha pedido que el Señor “nos dé a todos nosotros la gracia de reconocer el tiempo en el que hemos sido visitados, somos visitados y seremos visitados” para abrir la puerta a Jesús y así hacer que “nuestro corazón sea más amplio en el amor y sierva en el amor al Señor Jesús”.
Isabel de Hungría, Santa
Memoria Litúrgica, 17 de noviembre
Viuda
Martirologio Romano: Memoria de santa Isabel de Hungría, que siendo casi niña se casó con Luis, landgrave de Turingia, a quien dio tres hijos, y al quedar viuda, después de sufrir muchas calamidades y siempre inclinada a la meditación de las cosas celestiales, se retiró a Marburgo, en la actual Alemania, en un hospital que ella misma había fundado, donde, abrazándose a la pobreza, se dedicó al cuidado de los enfermos y de los pobres hasta el último suspiro de su vida, que fue a los veinticinco años de edad († 1231).
Breve Biografía
A los cuatro años había sido prometida en matrimonio, se casó a los catorce, fue madre a los quince y enviudó a los veinte. Isabel, princesa de Hungría y duquesa de Turingia, concluyó su vida terrena a los 24 años de edad, el I de noviembre de 1231. Cuatro años después el Papa Gregorio IX la elevaba a los altares. Vistas así, a vuelo de pájaro, las etapas de su vida parecen una fábula, pero si miramos más allá, descubrimos en esta santa las auténticas maravillas de la gracia y de las virtudes.
Su padre, el rey Andrés II de Hungría, primo del emperador de Alemania, la había prometido por esposa a Luis, hijo de los duques de Turingia, cuando sólo tenia 11 años. A pesar de que el matrimonio fue arreglado por los padres, fue un matrimonio vivido en el amor y una feliz conjunción entre la ascética cristiana y la felicidad humana, entre la diadema real y la aureola de santidad. La joven duquesa, con su austeridad característica, despertando el enojo de la suegra y de la cuñada al no querer acudir a la Iglesia adornada con los preciosos collares de su rango: “¿Cómo podría—dijo cándidamente—llevar una corona tan preciosa ante un Rey coronado de espinas?”. Sólo su esposo, tiernamente enamorado de ella, quiso demostrarse digno de una criatura tan bella en el rostro y en el alma y tomó por lema en su escudo, tres palabras que expresaron de modo concreto el programa de su vida pública: “Piedad, Pureza, Justicia”.
Juntos crecieron en la recíproca donación, animados y apoyados por la convicción de que su amor y la felicidad que resultaba de él eran un don sacramental: “Si yo amo tanto a una criatura mortal—le confiaba la joven duquesa a una de sus sirvientes y amiga—, ¿cómo debería amar al Señor inmortal, dueño de mi alma?”.
A los quince años Isabel tuvo a su primogénito, a los 17 una niña y a los 20 otra niña, cuando apenas hacía tres semanas había perdido a su esposo, muerto en una cruzada a la que se había unido con entusiasmo juvenil. Cuando quedó viuda, estallaron las animosidades reprimidas de sus cuñados que no soportaban su generosidad para con los pobres. Privada también de sus hijos, fue expulsada del castillo de Wartemburg. A partir de entonces pudo vivir totalmente el ideal franciscano de pobreza en la Tercera Orden, para dedicarse, en total obediencia a las directrices de un rígido e intransigente confesor, a las actividades asistenciales hasta su muerte, en 1231.