“Pusieron una inscripción encima de su cabeza: ‘Este es el rey’”

Cargar con la cruz

El relato de la crucifixión, proclamado en la fiesta de Cristo Rey, nos recuerda a los seguidores de Jesús que su reino no es un reino de gloria y de poder, sino de servicio, amor y entrega total para rescatar al ser humano del mal, el pecado y la muerte.

Habituados a proclamar la «victoria de la Cruz», corremos el riesgo de olvidar que el Crucificado nada tiene que ver con un falso triunfalismo que vacía de contenido el gesto más sublime de servicio humilde de Dios hacia sus criaturas. La Cruz no es una especie de trofeo que mostramos a otros con orgullo, sino el símbolo del amor crucificado de Dios que nos invita a seguir su ejemplo.

Cantamos, adoramos y besamos la Cruz de Cristo porque en lo más hondo de nuestro ser sentimos la necesidad de dar gracias a Dios por su amor insondable, pero sin olvidar que lo primero que nos pide Jesús de manera insistente no es besar la Cruz sino cargar con ella. Y esto consiste sencillamente en seguir sus pasos de manera responsable y comprometida, sabiendo que ese camino nos llevará tarde o temprano a compartir su destino doloroso.

No nos está permitido acercarnos al misterio de la Cruz de manera pasiva, sin intención alguna de cargar con ella. Por eso, hemos de cuidar mucho ciertas celebraciones que pueden crear en torno a la Cruz una atmósfera atractiva pero peligrosa, si nos distraen del seguimiento fiel al Crucificado haciéndonos vivir la ilusión de un cristianismo sin Cruz. Es precisamente al besar la Cruz cuando hemos de escuchar la llamada de Jesús: «Si alguno viene detrás de mí... que cargue con su cruz y me siga».

Para los seguidores de Jesús, reivindicar la Cruz es acercarse servicialmente a los crucificados; introducir justicia donde se abusa de los indefensos; reclamar compasión donde solo hay indiferencia ante los que sufren. Esto nos traerá conflictos, rechazo y sufrimiento. Será nuestra manera humilde de cargar con la Cruz de Cristo.

El teólogo católico Johann Baptist Metz viene insistiendo en el peligro de que la imagen del Crucificado nos esté ocultando el rostro de quienes viven hoy crucificados. En el cristianismo de los países del bienestar está ocurriendo, según él, un fenómeno muy grave: «La Cruz ya no intranquiliza a nadie, no tiene ningún aguijón; ha perdido la tensión del seguimiento a Jesús, no llama a ninguna responsabilidad, sino que descarga de ella».

¿No hemos de revisar todos cuál es nuestra verdadera actitud ante el Crucificado?¿No hemos de acercarnos a él de manera más responsable y comprometida?

Solemnidad de Cristo Rey - C
(Lucas 23,35-43)
20 de noviembre 2016

SOLEMNIDAD DE CRISTO REY HOMENAJE
(2Sam 5, 1-3; Sal 121; Col 1, 12-20; Lc 23, 35-43)

Todo se ha cumplido, todo ha llegado a su plenitud, se ha realizado el proyecto de Dios. Su Hijo, Jesucristo, ha llevado a término la voluntad de su Padre y le ha devuelto la creación redimida, y a los seres humanos convertidos en su propia carne, al haberse encarnado Él mismo. Por este motivo, cabe aplicar la expresión bíblica: “Hueso tuyo y carne tuya somos”. Hemos sido hechos hijos de Dios, pertenecemos al Señor, somos de su bandera, su triunfo es el nuestro, nos gloriamos de tener por Rey y Señor a Jesucristo.

Las profecías que se aplicaban al rey David se ven realizadas en Jesús: “El Señor te ha prometido: "Tú serás el pastor de mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel."”. Y Jesús va a decir de Sí mismo: “Yo soy el Buen Pastor”. Pastor y Rey; Profeta y Señor; Maestro y Mesías. “Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: «Éste es el rey de los judíos”.

Con san Pablo entonamos el himno de alabanza: “Damos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido”. Y resuena la acogida que oyó Jesús al entrar en Jerusalén: “Bendito el que viene en nombre del Señor. Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David”.

Acogida y cántico de los peregrinos, cuando se acercan a la ciudad santa: “Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor”.

Es día de rendir homenaje a Jesucristo, no con un sentimiento de triunfalismo populista, porque se enardecen nuestros labios y corazón por entusiasmo de masas o circunstancial. Sabemos que esta reacción puede cambiar de signo, pues los mismos que gritaron “Bendito el que viene en nombre del Señor”, también estaban vociferando. “¡Crucifícalo, crucifícalo!” Tenemos un Rey que se nos presenta en la Cruz para ofrecernos el camino de bendición y de bienaventuranza. La pertenencia al reino de Jesucristo nos la ofrece Él mismo, y el gozo de permanecer en Él nos lo da el compartir su entrega. Sabemos que al final de los tiempos los que han padecido con Él y por Él recibirán el título de herederos de su reino.

Hoy se nos invita a profetizar la alegría por sabernos destinados al reino de los cielos, al reino de Jesucristo, a la felicidad que anhelamos, viviendo el Evangelio.

Celebrar a Cristo Rey
¡Lo proclamamos nosotros a los cuatro vientos con humildad gozosa! Sobre todo, con la fidelidad diaria a nuestros deberes cristianos.

Último Domingo de Calendario Litúrgico, dedicado a celebrar la festividad de Jesucristo Rey.

Una solemnidad moderna que nos gusta mucho a los creyentes.

Instituida por la Iglesia precisamente en los tiempos de la democracia, para demostrar que la soberanía de Jesucristo no tiene condicionamientos humanos, ni es Jesucristo un Jefe elegido por votación popular, ni va a ser un día echado de su trono o suplantado por otro rival que le venga a privar de sus derechos.

Empezamos por escuchar al mismo Jesús, que reivindica su condición real ante una autoridad civil, la cual le puede hacer pagar caro su atrevimiento de proclamarse Rey.

Condenado ya como blasfemo por la Asamblea del pueblo judío, Jesús es llevado al tribunal de Roma, que no se va a meter en cuestiones religiosas sino en asuntos civiles.

Y empieza Pilato por la pregunta clave:

- ¿Tú eres el rey de los judíos?
Jesús sabe muy bien que esto no lo puede decir Pilato por cuenta suya, sino por otros que se los han ido a contar para prevenirlo en contra del acusado. Así que Jesús le pregunta a su vez:
- ¿Lo dices esto por ti mismo, o porque otros te lo han dicho de mí?
Pilato se molesta un poco, aunque le muestra a Jesús respeto y temor:

- ¿Acaso yo soy judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?
Jesús le contesta, porque la pregunta es sincera, y, además, se la hace la autoridad:

- Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuese de este mundo, mis vasallos hubiesen luchado por mí, para no ser entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí abajo.

Hay mucha dignidad en estas palabras de Jesús, de modo que Pilato, pagano y que nada sabe de la religión judía, sospecha algo misterioso. Por eso vuelve a la primera pregunta, haciéndosela más concreta:

- Entonces, ¿tú eres rey?
Jesús sigue el diálogo con Pilato en un plano de mucha seriedad y sinceridad:

- Sí; yo soy rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Quien es de la verdad, escucha mi palabra.

Pilato no entiende. Pero se da cuenta de que tiene delante de sí a una persona muy especial. De ahí sus esfuerzos por salvarlo de las iras y del griterío que le viene de la calle, azuzada como está la gente por los jefes del pueblo. Su pecado, como le insinuará después el mismo Jesús, es estar haciendo caso a los enemigos personales de este reo en vez de atender los gritos de su conciencia. Jesús le deja como palabra última a Pilato esta confesión:

- Yo soy rey. Aunque mi reino no es de este mundo.
Y Pilato, que quede tranquilo... Jesús no causará ningún problema a los romanos, desde el momento que le asegura que su reino no es político sino espiritual, no de este mundo sino del otro...


Juan escribe su Evangelio para los cristianos, y más que narrar con taquigrafía el dialogo de Jesús con Pilato, quiere hacer ver que aquella calumnia lanzada contra Jesús --de que había sido condenado por revoltoso contra Roma--, carecía de todo fundamento.

La Iglesia de nuestros días ha reflexionado mucho sobre este hecho de la realeza de Jesucristo. Y ha mantenido y mantiene una fiesta que para muchos es inoportuna.

El mundo -que se aleja de Dios con un laicismo y una secularización tan peligrosos, ha de saber que por encima de los acontecimientos humanos y sobre los gustos de la sociedad hay un Rey que reivindica los derechos de Dios. Ese mundo debe rendirse a Dios, y Jesucristo se proclama Rey para ser el primer testigo de la verdad. A su Iglesia la constituye signo visible de esta autoridad que Él mantiene sobre el Reino de Dios en el mundo, y le encarga transformar las estructuras sociales de un modo conforme con el querer de Dios.

Jesucristo es Rey, y por eso hace de nosotros los cristianos un pueblo real, libre de toda esclavitud.

En particular nosotros los seglares --instruidos por el Concilio--, sabemos que participamos de la realeza de Jesucristo; somos reconocidos como encargados de promocionar a la persona humana; y se nos encarga meter el Evangelio en la sociedad como el fermento en la masa, llenando del espíritu de Jesucristo todas las realidades sociales, ya que estamos metidos dentro de todas las vicisitudes del pueblo.

Esta nuestra vocación dentro del Pueblo de Dios es un testimonio de la realeza de Cristo.

Porque, si Jesucristo no fuera Rey y no tuviera el dominio y la soberanía sobre todos los hombres y sobre todas las cosas, ¿con qué derecho y autoridad, o con qué título legítimo, nos presentaríamos nosotros ante los demás para hacerles cambiar de opinión, para mudar sus estructuras y modos de ser, para transformar el mundo conforme a nuestro parecer y nuestros gustos?... Aunque este parecer y estos gustos no son nuestros --afortunadamente--, sino del mismo Jesucristo y de su Iglesia. ¡Jesucristo es Rey!

Lo proclamamos nosotros a los cuatro vientos con humildad gozosa. Lo proclamaron con valentía ante las balas muchos mártires modernos. Y esta fe que profesan nuestros labios, la queremos proclamar, sobre todo, con la fidelidad diaria a nuestros deberes cristianos..


¿Cómo es nuestro Cristo Rey?
En la fiesta de Cristo Rey, te pido la gracia que establezcas tu Reino de paz en mi corazón.

OBJETIVO
Renovar nuestra ilusión de trabajar por Cristo Rey, a fin de llevar su Reino a nuestro alrededor, a nuestra familia, a nuestros amigos.

PETICIÓN
Señor Jesucristo, Rey del Universo, te pido la gracia de que establezcas tu Reino de paz, de verdad, de amor, de esperanza y de pureza, en mi corazón, para que después me lance a llevar bien alta tu bandera, esa bandera cuyos colores me trazaste en las bienaventuranzas (Mateo 5, 1-8).

PUNTOS DE REFLEXIÓN
1. ¿Cómo es nuestro Cristo Rey? Cuando vino hace dos mil años, vino oculto en pañales, en la humildad, sencillez, pobreza, mansedumbre. No quiso imponerse, sino proponerse. No quiso ser temido, sino acogido y amado. No quiso hacer ruido, sino pasar desapercibido. Se dejó alimentar, enseñar, adoctrinar. Caminó, se cansó, tuvo sed, lloró. Fue amado por uno hasta la locura del martirio. Y odiado por otros, hasta llevarle a la muerte. Un Rey que guardó la espada de su justicia, para desplegar sólo la capa de su misericordia, que tendía a todos los que a Él se acercaban. Un Rey que salió a la conquista del mundo, no con un ejército de fieros guerreros, adiestrados en artes marciales o bélicas; sino con un minúsculo equipo de humildes pescadores, que sólo sabían el arte de pescar y remendar las redes. Un Rey que anunció su Reino maravilloso de paz, de humildad, de pobreza, de pureza, de verdad.

Un Rey que prefirió morir por sus súbditos, y así salvarnos. Pero un Rey que resucitó, se fue al Cielo, nos dejó su presencia viva en la Eucaristía y en los sacramentos. Y un Rey que vendrá Glorioso, al final de los tiempos para desplegar su Justicia y dar su premio a quienes lucharon con Él.

2. ¿Cuál es el objetivo de este Rey? El plan estratégico de Cristo Rey es llevar su Reino a todas partes, no por las armas, ni por la violencia, ni por el engaño, sino por la fuerza del amor. Llevar su Reino de justicia, que destruya toda injusticia. Su Reino de amor, que acabe con los odios y egoísmos. Su Reino de verdad, que aniquile la mentira y los errores doctrinales. Su Reino de paz, que suplante a la guerra. Su Reino de pureza, que limpie toda inmundicia.

Su Reino de vida, que termine con esa terrible cultura de la muerte (aborto, eutanasia, manipulación genética). Su Reino de luz, que desenmascare a las falsas antorchas del liberalismo, neomodernismo, tecnicismo que pretenden iluminar nuestra sociedad y lo único que están logrando es dejarnos bizcos y ciegos para las cosas espirituales y echar de un plumazo a Dios de la esfera política, económica y social. Su Reino de desprendimiento interior, que desate todas esas cadenas que nuestro mundo y del dinero nos pone, arrebatándonos la verdadera libertad interior. Su Reino de esperanza, que anime a los desalentados y desilusionados de la vida. Su Reino de verdadera alegría, que supla esa otra alegría postiza y ligera de los fáciles placeres. Su Reino de fe, que disipe el ateísmo, el agnosticismo y el indiferentismo religioso que cunden en nuestro mundo; y que acabe con esos movimiento pseudorreligiosos que intentan robar nuestra fe y mezclarla con elementos paganos.

3. ¿Cuáles son las exigencias de Cristo Rey? Son tres: negarse a sí mismo, tomar la cruz de cada día y seguir las huellas de este Rey, llevando en la mano y en el corazón su estandarte y su bandera. Negarse a sí mismo significa luchar para contrarrestar esas tendencias desordenadas que todos llevamos dentro desde el pecado original: la tendencia a la ambición, a los apegos, a la vida fácil, al egoísmo, al disfrute sin freno, a la vanidad, a la soberbia, a querer tener la razón, a imponerme. El medio para negarnos es la mortificación de nuestro cuerpo, de nuestros sentidos...y la búsqueda de cuanto me cuesta por amor a Cristo. Tomar la cruz cada día significa mirar la cruz de frente, no rehuir, ni acortarla, ni cubrirla de terciopelo para que no me moleste, agradecerla todos los días a Dios, llevarla con serenidad, paciencia y, si es posible, con alegría interna...Todos los días, no sólo cuando no me pesa. Seguir las huellas de Cristo significa que tengo que poner mi pie donde Jesús lo ha puesto, pues Él va delante marcando el camino. Llevando su bandera con orgullo, con amor y alegría y clavándola en mi casa, en mi trabajo, en todas partes donde vaya.

4. ¿Cuál es el premio a quienes luchen en su ejército y bajo su bandera? Aquí en la tierra: seguridad de éxito, alegría interior, paz del alma, certeza de la compañía de Jesús, realización en la vida. Y allá arriba, la vida eterna, el premio del cielo.

Francisco clausuró la Puerta Santa

"Como Dios cree en nosotros, estamos llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás"
El Papa clausura el Jubileo de la Misericordia invitando a "no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y del perdón"
"Dios no tiene memoria del pecado sino de nosotros; siempre es posible volver a comenzar, levantarse de nuevo"

Jesús Bastante, 20 de noviembre de 2016 a las 10:01

El Papa invita a "redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera"

(Jesús Bastante).- "Demos gracias a Dios por habernos concedido este tiempo extraordinario de gracia". Se clausura el Año Jubilar, pero las puertas de la misericordia siguen abiertas. El Papa Francisco cerró los goznes de la Puerta Santa de la basílica de San Pedro.

"Que el Jubileo de la Misericordia, que termina hoy, siga produciendo frutos en los corazones y en las obras de los creyentes", escribía Bergoglio. En su oración frente a la Puerta Santa, el Pontífice recordó a "Cristo salvador, puerta siempre abierta", antes de cerrar personalmente, de uno y otro lado, la Puerta Santa hasta el próximo Jubileo. A las 9,58 horas de esta mañana.

Posteriormente, y acompañado por el Colegio cardenalicio (en el que, desde ayer, se encuentra Carlos Osoro), la solemne procesión se dirigió hacia una abarrotada plaza de San Pedro para dar comienzo a la solemne Eucaristía de clausura. Más de 21 millones de peregrinos han acudido, a lo largo de este Año, a alguno de los actos del Jubileo de la Misericordia.

En su homilía, el Papa recordó que celebramos la solemnidad de Cristo Rey del Universo. Pero el Evangelio "presenta la realeza de Jesús al culmen de su obra de salvación, y lo hace de una manera sorprendente". ¿Cómo? "El Mesías de Dios, el Elegido, el Rey, se presenta sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor. Su realeza es paradójica: su trono es la cruz; su corona es de espinas; no tiene cetro, pero le ponen una caña en la mano; no viste suntuosamente, pero es privado de la túnica; no tiene anillos deslumbrantes en los dedos, sino sus manos están traspasadas por los clavos; no posee un tesoro, pero es vendido por treinta monedas".

Frente a la inmundicia, la grandeza del reino de Jesús "no es el poder, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas". Por ese amor Jesús fue capaz de abajarse, "vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos".

Jesús llegó "hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente. No nos ha condenado, ni siquiera conquistado, nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha abierto paso por medio del amor humilde que todo excusa, todo espera, todo soporta. Sólo este amor ha vencido y sigue venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte y el miedo", recalcó el Papa.

En el Evangelio, señaló Francisco, aparecen tres figuras, además de Jesús: el pueblo que mira, el grupo que se encuentra cerca de la cruz y un malhechor crucificado junto a Jesús. "En primer lugar, el pueblo: el Evangelio dice que «estaba mirando» (Lc 23,35): ninguno dice una palabra, ninguno se acerca. El pueblo esta lejos, observando qué sucede. Es el mismo pueblo que por sus propias necesidades se agolpaba entorno a Jesús, y ahora mantiene su distancia".

"Nosotros también podemos tener la tentación de tomar distancia de la realeza de Jesús, de no aceptar totalmente el escándalo de su amor humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda", asumió Bergoglio. Frente a eso, el Papa invitó a cada uno a preguntarse "¿Qué me pide el amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi vida?". 

El segundo grupo, el de los que "se burlaban de Jesús" y le dirigían la misma tentación, "Sálvate a ti mismo", "como lo hizo el diablo al comienzo del Evangelio". "Si es Dios, que demuestre poder y superioridad. Esta tentación es un ataque directo al amor (...) Es la tentación más terrible, la primera y la última del Evangelio. Pero ante este ataque al propio modo de ser, Jesús no habla, no reacciona. No se defiende, no trata de convencer, no hace una apología de su realeza. Más bien sigue amando, perdona, vive el momento de la prueba según la voluntad del Padre, consciente de que el amor dará su fruto".

"Cuántas veces hemos sido tentados a bajar de la cruz", recordó el Papa. En este punto, y recordando el Año de la Misericordia, Francisco invitó a "redescubrir el centro, a volver a lo esencial", a "redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera".

Finalmente, el tercer personaje, aquel que, también clavado a la cruz, le ruega: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino". "Esta persona -apuntó el Papa-, mirando simplemente a Jesús, creyó en su reino. Y no se encerró en sí mismo, sino que con sus errores, sus pecados y sus dificultades se dirigió a Jesús. Pidió ser recordado y experimentó la misericordia de Dios: «hoy estarás conmigo en el paraíso»".

Y es que "Dios, apenas le damos la oportunidad, se acuerda de nosotros. Él está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado, porque su memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no lleva cuenta de las ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del pecado, sino de nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados. Y cree que es siempre posible volver a comenzar, levantarse de nuevo".

"Pidamos -culminó el Santo Padre- también nosotros el don de esta memoria abierta y viva. Pidamos la gracia de no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y del perdón, sino de saber ir más allá del mal y de las divergencias, abriendo cualquier posible vía de esperanza. Como Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también nosotros estamos llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás. Porque, aunque se cierra la Puerta santa, permanece siempre abierta de par en par para nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón de Cristo. Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el fin de los tiempos la misericordia, la consolación y la esperanza". 

Homilía del Papa:

La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo corona el año litúrgico y este Año santo de la misericordia. El Evangelio presenta la realeza de Jesús al culmen de su obra de salvación, y lo hace de una manera sorprendente. «El Mesías de Dios, el Elegido, el Rey» (Lc 23,35.37) se presenta sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor. Su realeza es paradójica: su trono es la cruz; su corona es de espinas; no tiene cetro, pero le ponen una caña en la mano; no viste suntuosamente, pero es privado de la túnica; no tiene anillos deslumbrantes en los dedos, sino sus manos están traspasadas por los clavos; no posee un tesoro, pero es vendido por treinta monedas.

Verdaderamente el reino de Jesús no es de este mundo (cf. Jn 18,36); pero justamente es aquí -nos dice el Apóstol Pablo en la segunda lectura-, donde encontramos la redención y el perdón (cf. Col 1,13-14). Porque la grandeza de su reino no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas. Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente. No nos ha condenado, ni siquiera conquistado, nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha abierto paso por medio del amor humilde que todo excusa, todo espera, todo soporta (cf. 1 Co 13,7). Sólo este amor ha vencido y sigue venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte y el miedo.

Hoy queridos hermanos y hermanas, proclamamos está singular victoria, con la que Jesús se ha hecho el Rey de los siglos, el Señor de la historia: con la sola omnipotencia del amor, que es la naturaleza de Dios, su misma vida, y que no pasará nunca (cf. 1 Co 13,8). Compartimos con alegría la belleza de tener a Jesús como nuestro rey; su señorío de amor transforma el pecado en gracia, la muerte en resurrección, el miedo en confianza.

Pero sería poco creer que Jesús es Rey del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el Señor de nuestra vida: todo es vano si no lo acogemos personalmente y si no lo acogemos incluso en su modo de reinar. En esto nos ayudan los personajes que el Evangelio de hoy presenta. Además de Jesús, aparecen tres figuras: el pueblo que mira, el grupo que se encuentra cerca de la cruz y un malhechor crucificado junto a Jesús.

En primer lugar, el pueblo: el Evangelio dice que «estaba mirando» (Lc 23,35): ninguno dice una palabra, ninguno se acerca. El pueblo esta lejos, observando qué sucede. Es el mismo pueblo que por sus propias necesidades se agolpaba entorno a Jesús, y ahora mantiene su distancia. Frente a las circunstancias de la vida o ante nuestras expectativas no cumplidas, también podemos tener la tentación de tomar distancia de la realeza de Jesús, de no aceptar totalmente el escándalo de su amor humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda. Se prefiere permanecer en la ventana, estar a distancia, más bien que acercarse y hacerse próximo. Pero el pueblo santo, que tiene a Jesús como Rey, está llamado a seguir su camino de amor concreto; a preguntarse cada uno todos los días: «¿Qué me pide el amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi vida?».

Hay un segundo grupo, que incluye diversos personajes: los jefes del pueblo, los soldados y un malhechor. Todos ellos se burlaban de Jesús. Le dirigen la misma provocación: «Sálvate a ti mismo» (cf. Lc 23,35.37.39). Es una tentación peor que la del pueblo. Aquí tientan a Jesús, como lo hizo el diablo al comienzo del Evangelio (cf. Lc 4,1-13), para que renuncie a reinar a la manera de Dios, pero que lo haga según la lógica del mundo: baje de la cruz y derrote a los enemigos. Si es Dios, que demuestre poder y superioridad. Esta tentación es un ataque directo al amor: «Sálvate a ti mismo» (vv. 37. 39); no a los otros, sino a ti mismo. Prevalga el yo con su fuerza, con su gloria, con su éxito. Es la tentación más terrible, la primera y la última del Evangelio. Pero ante este ataque al propio modo de ser, Jesús no habla, no reacciona. No se defiende, no trata de convencer, no hace una apología de su realeza. Más bien sigue amando, perdona, vive el momento de la prueba según la voluntad del Padre, consciente de que el amor dará su fruto.

Para acoger la realeza de Jesús, estamos llamados a luchar contra esta tentación, a fijar la mirada en el Crucificado, para ser cada vez más fieles. Cuántas veces en cambio, incluso entre nosotros, se buscan las seguridades gratificantes que ofrece el mundo. Cuántas veces hemos sido tentados a bajar de la cruz. La fuerza de atracción del poder y del éxito se presenta como un camino fácil y rápido para difundir el Evangelio, olvidando rápidamente el reino de Dios como obra. Este Año de la misericordia nos ha invitado a redescubrir el centro, a volver a lo esencial. Este tiempo de misericordia nos llama a mirar al verdadero rostro de nuestro Rey, el que resplandece en la Pascua, y a redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera. La misericordia, al llevarnos al corazón del Evangelio, nos exhorta también a que renunciemos a los hábitos y costumbres que pueden obstaculizar el servicio al reino de Dios; a que nos dirijamos sólo a la perenne y humilde realeza de Jesús, no adecuándonos a las realezas precarias y poderes cambiantes de cada época.

En el Evangelio aparece otro personaje, más cercano a Jesús, el malhechor que le ruega diciendo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). Esta persona, mirando simplemente a Jesús, creyó en su reino. Y no se encerró en sí mismo, sino que con sus errores, sus pecados y sus dificultades se dirigió a Jesús. Pidió ser recordado y experimentó la misericordia de Dios: «hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Dios, a penas le damos la oportunidad, se acuerda de nosotros. Él está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado, porque su memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no lleva cuenta de las ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del pecado, sino de nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados. Y cree que es siempre posible volver a comenzar, levantarse de nuevo.

Pidamos también nosotros el don de esta memoria abierta y viva. Pidamos la gracia de no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y del perdón, sino de saber ir más allá del mal y de las divergencias, abriendo cualquier posible vía de esperanza. Como Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también nosotros estamos llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás. Porque, aunque se cierra la Puerta santa, permanece siempre abierta de par en par para nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón de Cristo. Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el fin de los tiempos la misericordia, la consolación y la esperanza.

Muchos peregrinos han cruzado la Puerta santa y lejos del ruido de las noticias has gustado la gran bondad del Señor. Damos gracias por esto y recordamos que hemos sido investidos de misericordia para revestirnos de sentimientos de misericordia, para ser también instrumentos de misericordia. Continuemos nuestro camino juntos. Nos acompaña la Virgen María, también ella estaba junto a la cruz, allí ella nos ha dado a luz como tierna Madre de la Iglesia que desea acoger a todos bajo su manto. Ella, junto a la cruz, vio al buen ladrón recibir el perdón y acogió al discípulo de Jesús como hijo suyo. Es la Madre de misericordia, a la que encomendamos: todas nuestras situaciones, todas nuestras súplicas, dirigidas a sus ojos misericordiosos, que no quedarán sin respuesta. 

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