“De pronto entrará en el santuario el Señor a quien buscáis”

Evangelio según San Lucas 2,22-40. 

Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él  y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: "Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido,  porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel". Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: "Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos". Estaba también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él. 

Fiesta de la Presentación del Señor

Fiesta de la Presentación del Señor, llamada Hypapante por los griegos: cuarenta días después de Navidad, Jesús fue llevado al Templo por María y José, y lo que pudo aparecer como cumplimiento de la ley mosaica se convirtió, en realidad, en su encuentro con el pueblo creyente y gozoso. Se manifestó, así, como luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo, Israel. La fiesta del 2 de febrero se celebra desde muy antiguo: el primer testimonio que tenemos es ya del siglo IV, en Jerusalén (por supuesto, nada impide que sea aun anterior). El «Itinerarium Egeriae» (la peregrinación de la monja hispana Egeria a los lugares santos, hacia el 384) nos dice, en su capítulo XXVI:

«A los cuarenta días de la Epifanía se celebra aquí una gran solemnidad. Ese día se hace procesión en la Anástasis, todos marchan y actúan con sumo regocijo, como si fuera pascua. Predican también todos los presbíteros y el obispo, siempre sobre lo que trata el evangelio de la fiesta, de cuando a los cuarenta días José y María llevaron al templo al Señor, y lo vieron Simeón y la profetisa Ana, hija de Fanuel, de las palabras que dijeron, al ver al Señor, o de la ofrenda que hicieron sus padres. Así se realiza todo por su orden y según costumbre, se hace la ofrenda y así finaliza la misa.»

La «Anástasis» era la sección del templo de Constantino en Jerusalén, que quedaba sobre el lugar donde se había producido la resurrección (anástasis) del Señor. Notemos que la fiesta es "40 días después de Epifanía", es decir, hacia el 24 de febrero, porque aun no era práctica en Oriente celebrar la Navidad el 25 de diciembre, costumbre que recién comenzaba en Occidente, y que llegará a Oriente hacia el siglo VI, así que la fiesta de la Epifanía del 6 de enero (como sigue siendo en las iglesias ortodoxas) conmemoraba todos los hechos vinculados a la manifestación (epifanía) en carne de nuestro Señor: el nacimiento, la adoración de los magos, el bautismo y el primer signo de su poder (las bodas de Caná); sólo después se van desglosando los distintos hechos en distintas fiestas.

Para el siglo VI la celebración se hacía ya el 2 de febrero también en Oriente, sin que disminuyera la gran solemnidad que ya nos comentaba Egeria, puesto que el propio emperador Justiniano (que gobernó entre el 527 y el 565) decreta ese día como festivo para todo el imperio de Oriente.

Egeria no dice cómo se llama esa celebración que se hace "con sumo regocijo, como si fuera Pascua", pero su contenido lo podemos deducir de lo que trataban las predicaciones de los presbíteros: de la subida al templo, del encuentro con Simeón y Ana, de la ofrenda... es decir, lo que corresponde a la narración de Lucas 2,22-39, se trata sin duda de lo mismo que conmemoramos hoy.

Sin embargo, ese texto evangélico es muy amplio y complejo, y cada época, y hasta variando con los lugares, ha hecho un énfasis distinto en lo que se quiere significar con la celebración. Así, en Oriente se celebra más bien el encuentro de Jesús con el Padre a través de las palabras proféticas de Simeón, y la fiesta recibe el nombre de "hypapante", que significa "encuentro". Pero cuando esta fiesta se trajo a Roma, hacia el siglo VII, más bien se puso el acento en la purificación de la Virgen después del parto, en relación, como veremos luego, con el rito señalado en el libro del Levítico.<

El papa Sergio I (687-701) instituye en esta fecha la procesión de candelas desde la iglesia de San Adrián hasta Santa María la Mayor; las candelas se pusieron en relación con la frase de Simeón «luz para alumbrar a las naciones», sin embargo, la procesión era penitencial, y no se corresponde muy bien con el sentido de ese texto, lo que hace pensar en la amalgama de alguna procesión o celebración preexistente.

San Beda, que fue contemporáneo, nos dice que esta celebración de las candelas reemplazaba a las Lupercalias romanas (una fiesta pagana por la fecundidad); sin embargo tal reemplazo se había producido ya dos siglos antes, a mediados del IV, por obra del papa Gelasio, y ocurría el 14 de febrero, fiesta del mártir san Valentín (que por ello queda asociado a las parejas de enamorados). Quizás la noticia de Beda significa que el 2 de febrero sustituye al 14 como procesión de candelas, y por tanto tiene su remoto origen en la fiesta pagana de las Lupercalias, que no se celebraban ya.

Lo cierto es que en Occidente el nombre de la fiesta fue doble: uno popular en alusión a la procesión con velas, "Candelaria", y otro el nombre litúrgico, "Purificación de la Virgen María"; a su vez "Candelaria" -que en principio sólo indicaba que en esta celebración tenían un papel destacado las velas- devino, con el tiempo, una advocación de la Virgen: Nuestra Señora de las Candelas, o de la Candelaria.

Con esto se perdió para la iglesia latina uno de los sentidos de la celebración, el más cristológico, centrado en el Hijo, más que en la Madre. La reforma litúrgica del Vaticano II quiso volver a centrar la fiesta en su aspecto cristológico, y le puso el nombre de «Presentación del Señor», relacionándola, a través de la explicación de la fiesta que hace el Martirologio, con la fiesta de Hypapante de la liturgia griega, poniendo explícitamente por encima de todo la proclamación de la profecía de Simeón, antes incluso que el "cumplimiento total de la ley", que es otro de los aspectos de esta fiesta.

Pero en definitiva, ¿por qué se produjo tanto cambio y embrollo? Porque el texto mismo de Lucas en el que se basa esta fiesta es complejo y tiene diversos matices y direcciones de lectura; sea cual sea el acento que cada época y lugar desea hacer, todos ellos están presentes en la celebración. Veámoslos en detalle:

Primero y segundo aspectos: purificación después del parto

«Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: 'Todo varón primogénito será consagrado al Señor' y para ofrecer en sacrificio 'un par de tórtolas o dos pichones', conforme a lo que se dice en la Ley del Señor.» (vv 22-24)

Este pasaje hace relación a dos leyes distintas del Antiguo Testamento, pero ninguna de ellas se corresponde con una celebración del templo que conozcamos por otros testimonios. De allí que la referencia sea vacilante y confusa, incluso en la transmisión posterior del texto. Efectivamente, vemos que dice "la purificación de ellos", que es la lectura más correcta, aunque no faltan manuscritos (Siríaco) que dicen "el tiempo de la purificación de ella" (es decir: la madre), o (Vetus Latina) "el tiempo de la purificación de él" (es decir, del hijo). La vacilación en los manuscritos suele ser indicio de una semejante vacilación en las tradiciones interpretativas, que no aciertan a dar con el centro de significado de una narración. De hecho, Lucas alude a dos ritos no relacionados entre sí: el del referido a la Madre ("un par de tórtolas", etc) y el del referido al Hijo ("todo varón primogénito", etc).
Purificación de la Madre

Posiblemente sea éste el aspecto más difícil de entender de la fiesta, pero eso se debe más a una cuestión de mentalidad nuestra, que a lo que surge de la lectura del texto de Lucas en sí mismo. Sabemos que la frase "ofrecer en sacrificio 'un par de tórtolas o dos pichones'" se refiere a la purificación de María, porque reproduce literalmente una ley del libro del Levítico, capítulo 12, que habla de la purificación de la madre cuando ha dado a luz.

Cuando vamos al texto de Lv 12, vemos que una de las tórtolas que se ofrecen es "en expiación por el pecado" (v 6 y 8), para que la madre quede de nuevo pura. Cuesta aplicar esta idea a la figura de la Virgen; de por sí el parto no implica, de hecho, ningún pecado, pero además, ¿qué clase de pecado podría expiar la Virgen? La confusión proviene de nuestra execrable moralización de la noción religiosa de pureza (y por tanto de pecado), que la hemos reducido a su relación con la ley, así sea la ley de Dios.

Para la Biblia -como en general para la mentalidad religiosa natural- la "pureza" o "impureza" es algo que se relaciona con la interacción entre la esfera profana, en la que vive el hombre, y la esfera sagrada, en la que vive Dios. Cuando un hombre viola la ley de Dios comete pecado, y por tanto queda impuro, pero no tanto por la violación en sí, sino por haber abajado a Dios hasta lo profano. Similarmente, cuando un hombre pone en contacto su mundo profano con el sagrado, incluso para una obra buena, incluso involuntariamente, también queda impuro: no puede volver a su ámbito cotidiano, profano, hasta que no haya sido "purificado". El parto es uno de esos momentos en los que la mujer quedó en contacto con lo más sagrado de Dios, porque tocó su acto creador, en ella ha obrado la mano de Dios creando una nueva vida, entonces, aunque el hecho no viola ninguna ley, incluso al contrario, y es festivo (¡cómo no lo sería, si la fecundidad es, para Israel, la mayor bendición!), sin embargo la mujer no puede volver sin más a la profanidad, debe "purificarse", debe "expiar" esta especie de convivencia con lo sagrado de Dios. Para el mundo bíblico, también la menstruación era un acontecimiento que hacía "impura" a la mujer, no porque implicara ninguna clase de violación de una ley moral, sino porque ponía su cuerpo en contacto con el manantial de la vida, identificada -como es habitual- con la sangre. También después de ello debía realizar un sacrificio de purificación para poder volver a su vida corriente.

Nos cuesta mucho a nosotros, con una mentalidad por un lado enteramente profana y por el otro sumamente legalista, entender esta categoría de "pureza" (y su correlato de "pecado") que va mucho más allá del cumplimiento o incumplimiento de ninguna ley, y de cualquier transgresión de tipo moral. Lo cierto es que la Virgen debe purificarse, como cualquier mujer que ha estado en contacto con las manos creadoras de Dios, y hasta, si lo miramos desde ese punto de vista, más todavía, porque no sólo la mano creadora de Dios ha obrado en su vientre, sino que ha obrado llenándolo todo de Dios.

Presentación del Hijo

La segunda parte de este aspecto de la purificación proviene de las prescripciones del Éxodo 13 (vv 2 y 12-15): se trata del "rescate del primogénito", que afectaba a todos los primeros nacidos ("lo que abre el vientre"), sea de hombres o de animales. Éxodo pone este antiquísimo rito religioso (posiblemente preexistente a Israel) en relación con la matanza de los primogénitos egipcios: Israel debía "comprarle" a Yaveh sus primogénitos rescatándolos con una ofrenda, en recuerdo de que Dios perdonó la vida de sus primogénitos, pero no los de Egipto. El libro de los Números (18,15-16) prescribe la cantidad que debía ser pagada en rescate (redención) por los primogénitos.

Sin embargo Lucas, aunque menciona la presentación del primogénito, no menciona que se pagara por Jesús ningún precio de rescate. posiblemente porque Lucas quiere acentuar desde el principio que Jesús propiamente no debe ser rescatado, ya que toda su vida no es sino la marcha hacia el Sacrificio de la Cruz.

Entonces, aunque se hable del tema del cumplimiento de la Ley, y de que Jesús cumple, con esta presentación en el templo, la Ley entera, no debería hacerse mucho énfasis en ese tema, que no es el central, tal como lo señala la noticia del Martirologio:
«...lo que podía aparecer como cumplimiento de la ley mosaica era realmente su encuentro con el pueblo creyente y gozoso...»

Podríamos decir que el centro de todos estos versículos están más bien puestos en Jerusalén, que es la gran protagonista: como "Madre de los pueblos" recibe a quien habrá de abrir el templo a todos. Quizás poniendo el centro allí, en la ida al templo más que en la purificación en sí, se entienda mejor por qué este capítulo 2 de Lucas termina con la ida de Jesús al templo de Jerusalén al finalizar la infancia, a hablar "de las cosas del Padre".

Tercer aspecto: Júbilo de Simeón

Relacionado con este encuentro entre Jesús y la Ciudad Santa debemos ubicar el tercer aspecto que emerge en esta fiesta, la figura de Simeón: «Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

"Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz;
porque han visto mis ojos tu salvación,
la que has preparado a la vista de todos los pueblos,
luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel."» (vv 25-32)

Lo que era un cierre del Antiguo Testamento se convierte, por inspiración del Espíritu Santo, como se encarga de resaltar (¡3 veces seguidas!), en manifestación de Jesús a todos los pueblos. Tenemos que tener en cuenta que san Lucas no tiene un relato de Epifanía a los gentiles como lo tiene Mateo con sus "magos de Oriente" (los pastores de Lucas no son gentiles sino "pobres de Dios", anawim), sin embargo, la tal epifanía no puede faltar, porque forma parte del mensaje central del Evangelio, así que acentuará en el encuentro con Simeón ese mismo aspecto que ya conocemos por Mateo: Jesús acaba con la división de Israel y los gentiles, y se constituye en el lugar donde se manifiesta el designio de Dios para todos los hombres, sin excepción.

El v 28 -que se suele traducir un poco neutramente como "tomó en brazos"- tiene en griego un singular énfasis: se nos dice que Simeón "recibió en sus brazos" (edéxato) a Jesús; el gesto es sacerdotal, no se trata de un viejito que pasaba por allí, pidió tener al niño y se lo dieron, sino que es a él a quien le es entregado como presentación a Dios. Toda la escena la dirige el Espíritu, moviendo a los distintos actores para que obren en dirección al designio de Dios de manifestar a su Hijo.

Se nos dice, precisamente, que Simeón "esperaba la consolación de Israel", es decir, el momento en que se cumplirían todas las promesas, con lo cual, para el mensaje que nos quiere transmitir san Lucas, nada más lógico que acabara aquí definitivamente el Antiguo Testamento, y Simeón pudiera "irse en paz".

Cuarto aspecto: profecías vinculadas al Hijo

«Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre:"Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones."

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.

Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.» (vv 33-40)

Se nos cuenta una única profecía: Jesús, signo de contradicción. Sin embargo, la mención de la profetisa Ana hace pensar en oráculos vinculados a la manifestación del Hijo, que posiblemente deban resumirse en esa única profecía que se nos comenta. La sección anterior podía dar la idea de que con la manifestación del Hijo, y la finalización del tiempo de espera en Israel ya está todo terminado, y el Hijo sólo debe implantar el Reino. La sección de profecías nos viene a mostrar que esta manifestación del Hijo, aunque implica el fin de toda la economía antigua, no hace sino poner la primera piedra, y nada más que eso, a la verdadera construcción del Reino que, como es lógico, no puede precindir de la cruz. Al igual que se aludía a ella, sin mencionarla, omitiendo el rescate del primogénito, así también ahora, sin nombrar la cruz, se alude a ella al profetizar sobre María que no han terminado con el parto sus dolores por el Hijo, sino que esos dolores continuarán, con más profundidad si cabe. Si Jerusalén es una de las protagonistas -como he mencionado- de toda esta secuencia, la mención de la Madre y sus dolores para implantar el Reino adquiere una resonancia todavía mayor, por la asociación simbólica entre la Madre y la Ciudad Santa.

Podemos entender por qué nos contaba Egeria que esta fiesta recibía tanta solemnidad y júbilo como la mismísima Pascua: es que en ella no se celebra sólo ni principalmente el recuerdo de alguna anécdota de la infancia de Jesús, sino un auténtico anticipo de su muerte redentora: el momento en el cual ya no hay vuelta atrás y la economía antigua, de la ley, la espera y la vacilación, ha terminado, y se ha instaurado una nueva economía, la economía del Hijo que, aun en medio de dolores y contradicciones, es el lugar cierto de la salvación.

San Bernardo (1091-1153), monje cisterciense y doctor de la Iglesia  1er sermón para la Purificación.

“De pronto entrará en el santuario el Señor a quien buscáis” (Ml 3,1)


Hoy, la Virgen Madre, introduce al Señor del templo en el templo del Señor. También José lleva al Señor ese hijo que no es suyo, sino que es el Hijo muy amado, mi predilecto (Mt 3,17). Simeón, el justo, reconoce en él al que esperaba; Ana, la viuda, le alaba. En este día estos cuatro personajes celebran una primera procesión; procesión que, más tarde, se celebraría con gozo en todo el universo... No os extrañéis de que esta procesión sea tan  pequeña, porque es también muy pequeño aquél a quien el templo recibe. En este lugar no hay pecadores: todos son justos, todos son santos, todos son perfectos. 


¿No vas tú a celebrar eso, Señor? Tu cuerpo crecerá, tu ternura también crecerá... Veo ahora una segunda procesión en la que multitudes preceden al Señor, en la que multitudes le siguen; ya no es la Virgen quien le lleva, sino un asnito. No desprecia, pues, a nadie..., que por lo menos no les falten esos vestidos de los apóstoles (Mt 21,7): su doctrina, sus costumbres, y la caridad que cubre multitud de pecados (1P 4,8).

Pero iré más lejos aún y diré que también a nosotros nos ha reservado un lugar en esta procesión... David, rey y profeta, se alegró de ver este día. “Saltaba de gozo pensando ver este día” (Jn 8, 56); si no fuera así ¿hubiera podido cantar: “Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo? (Sl 47,8). David recibió esta misericordia del Señor, Simeón la recibió, y también nosotros la recibimos, igual que todos los que están llamados a la vida, porque “Cristo es el mismo ayer, hoy y por siempre” (Heb 13,8)... 

Abracemos, pues, esta misericordia que hemos recibido en medio del templo, y como la bienaventurada Ana, no nos alejemos de él. Porque “el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros” dice el apóstol Pablo (1Co 3,17). Esta misericordia está cerca de vosotros; “la palabra de Dios está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón” (Rm 10,8). De hecho ¿no habita Cristo en vuestros corazones por la fe? (Ef 3,17). Éste es su templo, éste es su trono... Sí, en este mismo corazón que recibe la misericordia habita Cristo, en el corazón que susurra palabras de paz  a su pueblo, a sus santos, a todos los que regresan a su corazón.

Saber mirar con el corazón.
Lucas 2, 22-40. Fiesta Litúrgica. Presentación del Señor

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Jesús, gracias por darme este momento de intimidad contigo.

Te doy gracias, Jesús, porque crees en mí. Aunque sabías que muchas veces me iba a equivocar y otras tantas habría de ofenderte, aun así, me creaste, porque creías - y todavía crees- que, con tu gracia, podré llegar al cielo y ser eternamente feliz amándote. Crees en mí Jesús... ¡ayúdame a creer en Ti!

Confías en mí, Jesús. Has puesto en mis manos el don preciosísimo de la gracia que me hace ser tu hijo. Me has dado la libertad para poder elegir entre amarte o darte la espalda. ¡Qué muestra más grande de confianza! Me has dado el poder de alegrarte con mi sí o de herirte con mi no. ¡Confías en mí!… ¡Ayúdame a confiar en Ti!

Me amas, Jesús, con un amor eterno, tierno, inmenso. Te has hecho hombre por amor a mí. Has muerto en la cruz porque me amas. Has resucitado para demostrarme que tu amor por mí no tiene límites. Te has quedado conmigo en la Eucaristía para que yo pudiera encontrarte siempre. ¡Gracias, Jesús! ¡Ayúdame a amarte!

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.
Jesús, el Evangelio de hoy presenta a  dos personajes que, a pesar de su edad, saben ver y descubrir al Dios Omnipotente en un pequeño e indefenso niño.

Por una parte, veo a Simeón, un anciano que había recibido de Ti una promesa: no morirá sin ver al Mesías. Por otra parte, Ana, que de joven había fijado su mirada en su esposo; pero que, al enviudar, volvió todo su ser hacia Ti.

Dos personas. Sólo dos de entre una multitud que, probablemente, acudía al templo aquel día. Sólo dos ancianos saben mirar más allá de lo que ven sus cansados ojos. Sólo un hombre y una mujer descubrieron lo esencial de ese niño, que era el Mesías. Las personas del templo a los que estos dos venerables personajes referían su encuentro contigo, Jesús, seguramente no entendieron; quizá muchos los tomaron por locos o atribuyeron sus palabras a los achaques de la edad. Todos estaban ciegos ante Ti... Todos menos Ana y Simeón que todavía sabían ver con el corazón

¡Cuántas veces a mí me sucede lo mismo Jesús! Ya no sé ver con el corazón y por eso paso por alto lo esencial de la vida: amarte. Me preocupo tanto por lo pasajero y tan poco por lo perenne. Tantas veces presto más atención a lo que los demás piensan de mí que a lo que Tú sueñas para mí.

¡Ábreme los ojos del corazón, Jesús! Concédeme, como a Ana y a Simeón, saberte descubrir en las pequeñas cosas de mi vida cotidiana.
«Contemplamos el encuentro con el viejo Simeón, que representa la espera fiel de Israel y el júbilo del corazón por el cumplimiento de las antiguas promesas. Admiramos también el encuentro con la anciana profetisa Ana, que, al ver al Niño, exulta de alegría y alaba a Dios. Simeón y Ana son la espera y la profecía, Jesús es la novedad y el cumplimiento: Él se nos presenta como la perenne sorpresa de Dios; en este Niño nacido para todos se encuentran el pasado, hecho de memoria y de promesa, y el futuro, lleno de esperanza.»

(Homilía de S.S. Francisco, 2 de febrero de 2016).

Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Hoy voy a detenerme un momento antes de dormir y le agradeceré a Dios por todos los pequeños detalles que me ha regalado.

Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Presentación del Señor - Virgen de la Candelaria
Cristo estaba exento de la ley, como el Hijo de Dios. Sin embargo quería darnos ejemplo de humildad, obediencia y devoción al renovar públicamente la propia oblación al Padre.

Lucas 2,22-40: Mis ojos han visto a tu Salvador
Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.

Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías de Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo: "Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según me lo habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos, luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel"

El padre y la madre del niño estaban admirados de semejantes palabras. Simeón los bendijo, y a María, la madre de Jesús, le anunció: "Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma. Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De joven, había vivido siete años casada y tenía ya ochenta y cuatro años de edad. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Ana se acercó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él.

Reflexión
La Iglesia celebra hoy la fiesta de la presentación del Señor, o - como solemos decir nosotros – la Virgen de la Candelaria. El Evangelio de hoy que acabamos de escuchar sucede algunos días después del nacimiento de Jesús. Es cuando María y José van con el niño al templo de Jerusalén para cumplir con las obligaciones de la ley judía. Se trata de la purificación de María y la presentación de Jesús en el templo.
En esta fiesta se recuerdan algunos misterios en cuyo centro están Jesús y María:

1. El primer misterio: la purificación de María. La ley de Moisés decía que la mujer, después del parto, continuaba legalmente, en un estado que la ley llamada “impuro”. Ordenaba que durante ese periodo no debía mostrarse en público ni tocar nada consagrado a Dios.

Cuarenta días después del nacimiento de un hijo varón (80 de una hija), la madre debía purificarse en el templo y dejar allí su ofrenda. Debía dejar en el templo un cordero y una paloma: el cordero simbolizaba el reconocimiento de la soberanía de Dios y se ofrendaba en acción de gracias por el feliz nacimiento. El ave se ofrecía para purificación del pecado…

Consumado el sacrificio, la mujer quedaba limpia de la impureza legal. En el caso de la gente pobre, no se exigía el cordero, sino dos palomas o tórtolas.

Sabemos que Cristo fue concebido sin mancha de pecado y que sus Madre permanecía Virgen. Por eso, a ella evidentemente no le correspondía esta disposición de la ley. Sin embargo, a los ojos del mundo, le obligaba el mandato. Y entonces, con toda humildad, como María es obediente en todo al Dios de su pueblo, se somete a esta ceremonia tradicional y hace la ofrenda de los pobres: dos palomas.

2. Presentación de Jesús. Una segunda ley ordenaba ofrecerle a Dios al hijo varón primogénito. Desde la salida de Egipto, todo primogénito era propiedad de Dios. Y tenía que ser rescatado, mediante cierta suma de dinero. María cumplió también estrictamente con todas estas ordenanzas.

En la misma oportunidad, María presentó a Jesús en el templo, por manos del sacerdote, a su Padre Celestial, lo rescató con cinco “shekels”, monedas de plata y lo recibió de nuevo en sus brazos – hasta que el Padre volviera a reclamarlo. Pienso que Ella intuye un gran misterio en esta ceremonia. Sabe que, si todo primogénito es propiedad de Dios, este hijo suyo lo es más que ninguno. Siente que este hijo no será “suyo”, que será infinitamente más grande que ella.

Por supuesto, Cristo estaba exento de esa ley, ya que es el Hijo de Dios. Sin embargo quería darnos ejemplo de humildad, obediencia y devoción al renovar públicamente la propia oblación al Padre.

Y aquí podríamos preguntarnos: ¿en qué medida consideramos a nosotros mismos y a nuestros hijos regalos de Dios, personas que pertenecen a Dios, que son de Dios? ¿Y hasta qué punto actuamos y tratamos también a los demás como propiedad de Dios?

3. El encuentro con Simeón y Ana. Al realizar los ritos previstos en el templo, se encuentran con dos personas fuera de lo común: Simeón y Ana. Los dos son ancianos de años, pero jóvenes de alma. Son personas sabias y piadosas, llenas del Espíritu Santo - con otras palabras: profetas.

Forman parte del “resto de Israel”, es decir, del pequeño círculo de verdaderos israelitas que están aguardando los tiempos mesiánicos. Son los que siguen confiando con todo su corazón en las promesas sobre el Mesías y que por eso lo están esperando con ansias como el gran Salvador de su pueblo.

No es difícil imaginar el inmenso gozo de estos dos ancianos, que antes de morir pueden ver y tocar al Mesías.
El bendito Simeón recibió en sus brazos al anhelado y alabó a Dios por la felicidad de contemplar al Mesías. Predijo el dolor de María y anunció que se salvarían todos los que creyeran por medio de Cristo.
La profetisa Ana también compartió el privilegio de reconocer y adorar al recién nacido Redentor del mundo. Éste no podía ocultarse a los que lo buscaban con sencillez, humildad y fe ardiente.

Sus palabras proféticas le hacen comprender a María y a José el gran destino de este niño recién nacido. Ellos no sabían todo desde el comienzo. Paso a paso, Dios les revela todo lo que tienen que saber sobre Jesús. Sólo paulatinamente se les abren los ojos sobre el misterio de Él. Y Simeón y Ana son unos de los primeros instrumentos para ello.

4. ¿Cuál es el mensaje, la profecía que el anciano Simeón les entregaba? “Mis ojos han visto al Salvador”. Jesús es el Salvador, el Mesías esperado. Su misión será salvar a todos los hombres de la servidumbre del pecado.

Y entonces Simeón distingue dos clases de hombres, según la costumbre de aquel tiempo: los paganos y los judíos: Este niño va a ser “luz para alumbrar a los gentiles”, es decir, va a ser el Salvador no sólo de los judíos, sino también de los paganos. Decir esto y además en el templo mismo de los judíos, fue como un escándalo.

Y en segundo lugar, este niño será también “gloria del pueblo Israel”. Gloria, honor porque el Salvador de todos los pueblos proviene de Israel.

5. Después Simeón revela las consecuencias que trae la misión de ese niño, su misión de Salvador: “Será causa tanto de caída como de resurrección para muchos”, “será como una bandera discutida”. Muchos judíos esperan a un Mesías político que los libere de la opresión política de los Romanos. Por eso no podrán aceptar a un Salvador religioso que querrá liberarlos del pecado.

Jesús va a separar los espíritus en su propio pueblo. Va a ser causa de caída para los que no le creen, los que no quieren seguirle, los que no le hacen caso. Eso vale también para todos nosotros: también de cada uno de nosotros se exige una decisión a favor o en contra del Señor.

Para los que creen en Él, será causa de resurrección, de salvación y de felicidad eterna. Así en Cristo realmente se separan los espíritus, se dividen los hombres. Con el nacimiento del Mesías se acercan tiempos transcendentales, tiempos de decisión para Israel y todos los pueblos.

6. Finalmente agrega una palabra dirigida directamente a la Sma. Virgen: “A ti una espada te traspasará el alma”. Su destino estará unido íntimamente con el de su Hijo. Estará a su lado, como compañera y colaboradora de Jesús. Y llegará un momento culminante, en esa lucha de su Hijo por cumplir su gran misión: un momento que llenará su alma maternal de dolor y de sufrimiento, como una espada le atravesará.
Simeón le anuncia aquí la hora del Calvario que Ella sufrirá al pie de la cruz de su Hijo.

Pienso que después de este encuentro con los dos ancianos, María y José salieron del templo y habrán vuelto silenciosos, ensimismados y hasta preocupados. Al mirar al niño ya no ven sólo su rostro feliz, sino también su misión tan grande y pesada: será el Salvador no sólo de Israel, sino de todos los hombres y de todos los pueblos. Pero será también un signo de contradicción: salvación y resurrección para unos, ruina y condenación para otros. E intuyen también que ese destino lo llevará necesariamente a sufrir mucho por sus hermanos. Y se dan cuenta de que también ellos mismos han de sufrir con Él.

Y todo esto iba a ser como una espada en el alma de María. Veían la espada en el horizonte, una espada enorme y ensangrentada, segura como la maldad de los hombres, segura como la voluntad de Dios. Y con esos presentimientos vuelven a Nazaret.

El nacimiento del Mesías no sólo es alegría y gozo. Es también anuncio de lucha y muerte contra el enemigo de Dios, contra la debilidad y la resistencia del hombre. Y, finalmente el anuncio de la cruz, que, es humanamente un gran fracaso, pero en realidad se convertirá en la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado, el diablo y la muerte.

¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

La vida de Dios
La gracia es el favor, el auxilio gratuito de Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios 

La gracia, presencia de Dios
 Nos dice el Catecismo de la Iglesia Catolica que: la gracia es el favor, el auxilio gratuito de Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios (cf. Jn 1, 12-18), hijos adoptivos (cf. Rom 8, 14-17), paticipes de la naturaleza divina (cf. 2 Pe 1, 3-4), de la vida eterna (cf. Jn 17,3). La gracia es una participación de la vida de Dios (Catic nn. 1996-1997). La vida de la gracia es el don por el que el cristiano vive unido a Cristo como el sarmiento a la vid (Cf. Jn 15, 1-8), inicia con el Bautismo y se pierde con el pecado mortal, se recupera con el Sacramento de la Penitencia y se sostenien y acrecienta con los Sacramentos, la participación litúrgica y la oración. Dios es, por tanto, quien nos concede este don; Cristo Nuestro Señor quien nos lo ha merecido, destruyendo el pecado con su muerte en la cruz; la vida eterna; el fin al cual esta ordenado. Podemos decir que la vida de gracia es la vida misma de Dios latendo en nuestro ser; esta gracia nos convierte en hombres nuevos, en hijos de dios. Por la gracia experimentamos un camibio interior y una participación de la vida divina, ya que Dios habita en nosotros. Desde ese momento estamos llamados al Cielo, a la vida eterna junto a dios.

La necesidad de la gracias
Como ya hemos visto, la gracia es un don gratuito de Dios, es por esto que el hombre ha de estar dispuesto a recibirla a través de actos virtuosos pero sobre todo a través de un acto de fe. Las obras para que tengan valor de cara a la salvación, deben realizarse con la ayuda de la gracia. Recordemos que nos podemos alcanzar la santidad y salvanos contando única y exclusivamente con nuestras fuerzas, necesitamos la ayuda de Dios.
Decia San Francisco de Sales en Introduccion a la Vida Devota << En cualquier situación en que nos hallemos, debemos y podemos aspirar a la vida de el motor interior que genera una vida nueva en el cristiano, es el artífice de la santidad. El Espiritu Santo influye también sobre las cualidades del hombre, sobre su capacidad de entender, de decidir y de actuar a través de sus dones que, como ya hemos mencionado, son gracias especiales entregadas para bien de quien las recibe y para los demás. Los dones del Espiritu Santo los vamos a dividir en tres grandes bloques:

Dones para el entendiemiento:

  1. Sabiduria: Es la capacidad para discernir siempre del espíritu. Es similar a la virtud de la prudencia, pero en este caso es un don gratuito que permite ver todo con una nueva dimensión, la del espíritu. La sabiduría lleva a dar juicios prudentes y exactos sobre las realidades espirituales.
  2. Inteligencia: Es una capacidad especial que nos otorga el Espiritu Santo para comprender y penetrar la Palabra de Dios.
  3. Ciencia: Es el don que nos lleva a descubrir el obrar de Dios en la propia vida.

Dones para la voluntad:

  1. Consejo: es la capacidad para descubrir siempre con certeza la voluntad de Dios.
  2. Fortaleza: Es la capacidad para tomar decisiones difíciles en la fidelidad al plan de Dios sobre la propia vida, y llevarlas adelantes cueste lo que cueste.

Dones para el actuar:

  1. Piedad: Es la predisposición a actuar siempre como hijo de Dios. Es una actitud de vida profunda que influye en toda la personalidad
  2. Temor de Dios: Este don, generalmente lo entendemos como si fuera un miedo al poder de Dios. Relamente es un miedo, pero a perder a Dios por el pecado, la tibieza o la indiferencia en el amor. El recto temor de Dios convierte toda la vida en un continuo acto de amor y de fidelidad a Dios para no perderlo. Nos lleva a defender y acrecentar la vida de gracia en el alma y a cultivar la vida interior.

Podemos concluir diciendo que la gracia, siendo de orden sobrenatural escapa a nuestra experiencia y solo puede ser conocida por la fe, una fe plasmada en obras (ver Mt 7, 20). Ninguno diga: Yo no puedo, porque Cristo ha sido fiel por ti y para ti. El ha reparado de antemano todas tus flaquezas, con s fidelidad ha merecido para ti la fuerza, las gracias necesarias para que seas fiel. Su fidelidad es tu fidelidad.

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