“¡Quiero, queda limpio!”
- 15 Febrero 2015
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El santo de los enamorados, ¿existió?
San Valentín, el sacerdote que perdió la cabeza por amor
Fue decapitado tras ser descubierto casando soldados cristianos
Redacción, 14 de febrero de 2015 a las 08:47
Día de San Valentín
La Iglesia católica, con el papa Gelasio I, santificó a Valentín como un santo que se veneraría para el culto a la fertilidad. Pero en 1969, la propia institución dejó de celebrar al ex sacerdote
El Día de San Valentín es una de las fechas más famosas en el mundo. La celebración típica está rodeada de corazones rojos, regalos costosos, pedidos de matrimonio y cenas románticas. Pero pocos saben cómo nació esta festividad.
Como casi todas las costumbres del siglo XXI,nació en la Roma antigua y la religión jugaba un papel muy importante en ese momento, explicó el diario mexicano El Universal. En el año 270 (después de Cristo), los romanos identificaban a un dios para cada cosa: el dios del amor, el dios del vino, el dios de la lluvia; pero no al que se reconoce actualmente como Dios de todas las cosas. Y justo en el tránsito hacia el monoteísmo, surgieron grandes desavenencias.
Cuando el emperador Claudio II se dio cuenta de que los soldados que enviaba a la guerra se dividían en dos clases, comenzaron los problemas. Estaban los hombres solteros y los casados; los primeros no tenían conflicto para ir a combate, pero los otros siempre estaban a la espera de regresar a casa con su familia, situación que irritaba al dirigente.
Claudio se puso furioso cuando supo que había un sacerdote casando a los soldados bajo el ritual cristiano y ordenó que lo mataran. Para ello designó a Asterius, su lugarteniente más importante.
El clérigo era Valentín, quien oficiaba los casamientos escondiéndose del gobierno, sobre todo en las fechas del 15 de febrero, día en que se celebraba al dios Lupercus, amo de la fertilidad.
Asterius, que no creía en Dios, retó a Valentín para que curara a una de sus hijas, que sufría ceguera. Valentín dijo que haría el milagro investido con el poder del Señor y lo intentó, pero las cosas dieron un giro inesperado, y el sacerdote se enamoró de la chica.
Antes de pedir la ejecución, Claudio II quiso convertirse al cristianismo, pero su gabinete lo rechazó profundamente. Y ante la situación que se dio con la familia de Asterius, el emperador tuvo que encargarle el trabajo a otro soldado, quien decidió decapitarlo. Por eso, se dice que Valentín perdió la cabeza por amor. En la víspera de su muerte, el sacerdote mandó una nota de despedida para su enamorada y la firmó diciendo "Tu Valentín". De ahí surgen las cartas de amor que se envían en estas fechas. Siglos más tarde se sumaron las joyas y los chocolates. La Iglesia católica, con el papa Gelasio I, santificó a Valentín como un santo que se veneraría para el culto a la fertilidad. Pero en 1969, la propia institución dejó de celebrar al ex sacerdote, por considerar que no había pruebas para demostrar su existencia.
Dios acoge a los "impuros"
De forma inesperada, un leproso «se acerca a Jesús». Según la ley, no puede entrar en contacto con nadie. Es un «impuro» y ha de vivir aislado. Tampoco puede entrar en el templo. ¿Cómo va a acoger Dios en su presencia a un ser tan repugnante? Su destino es vivir excluido. Así lo establece la ley. A pesar de todo, este leproso desesperado se atreve a desafiar todas las normas. Sabe que está obrando mal. Por eso se pone de rodillas. No se arriesga a hablar con Jesús de frente. Desde el suelo, le hace esta súplica: «Si quieres, puedes limpiarme». Sabe que Jesús lo puede curar, pero ¿querrá limpiarlo?, ¿se atreverá a sacarlo de la exclusión a la que está sometido en nombre de Dios?
Sorprende la emoción que le produce a Jesús la cercanía del leproso. No se horroriza ni se echa atrás. Ante la situación de aquel pobre hombre, «se conmueve hasta las entrañas». La ternura lo desborda. ¿Cómo no va a querer limpiarlo él, que solo vive movido por la compasión de Dios hacia sus hijos e hijas más indefensos y despreciados?
Sin dudarlo, «extiende la mano» hacia aquel hombre y «toca» su piel despreciada por los puros. Sabe que está prohibido por la ley y que, con este gesto, está reafirmando la trasgresión iniciada por el leproso. Solo lo mueve la compasión: «Quiero: queda limpio».
Esto es lo que quiere el Dios encarnado en Jesús: limpiar el mundo de exclusiones que van contra su compasión de Padre. No es Dios quien excluye, sino nuestras leyes e instituciones. No es Dios quien margina, sino nosotros. En adelante, todos han de tener claro que a nadie se ha de excluir en nombre de Jesús.
Seguirle a él significa no horrorizarnos ante ningún impuro ni impura. No retirar a ningún «excluido» nuestra acogida. Para Jesús, lo primero es la persona que sufre y no la norma. Poner siempre por delante la norma es la mejor manera de ir perdiendo la sensibilidad de Jesús ante los despreciados y rechazados. La mejor manera de vivir sin compasión.
En pocos lugares es más reconocible el Espíritu de Jesús que en esas personas que ofrecen apoyo y amistad gratuita a prostitutas indefensas, que acompañan a enfermos de sida olvidados por todos, que defienden a homosexuales que no pueden vivir dignamente su condición... Ellos nos recuerdan que en el corazón de Dios caben todos.
José Antonio Pagola. 6 Tiempo Ordinario – B. (Marcos 1,40-45)
15 de febrero 2015
VI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO LIMPIOS, POR PERDONADOS
(Lev 13, 1-2.44-46; Sal 31; 1Cor 10, 31-11, 1; Mc 1, 40-45)
Es muy evidente la diferencia entre el trato que se les daba a los enfermos de lepra en el Antiguo Testamento, y el que les daba Jesús, según vemos en las lecturas de hoy. De acuerdo con la ley de Moisés, los que sufrían esta enfermedad debían vivir apartados de la comunidad, fuera del campamento, se les descartaba. “El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: "¡impuro, impuro!" Mientras le dure la afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento” (Lev 13,46).
El evangelio narra una de las escenas más reveladoras, en las que se descubre hasta dónde llegó Jesús en su amor al ser humano: hasta quedar contaminado, hasta verse desechado por haber tratado con enfermos contagiosos.
“Se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: -«Si quieres, puedes limpiarme.» Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: -«Quiero: queda limpio.» Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado” (Mc 1, 45). El Papa Francisco habla de salir a la intemperie, a los márgenes, y previene contra la cultura del descarte. Nos está enseñando constantemente su sensibilidad hacia los que viven en la periferia y se arriesga en su acogida a toda clase de personas, aun aquellas que podríamos calificar como casos de riesgo. Lo que nos mancha y enferma es el pecado, y lo que nos limpia es el perdón. Según el ejemplo que nos da Jesús, no hay circunstancia ni acción, por graves que sean, que hayan herido tanto el alma, que no tengan posibilidad, por el poder del Señor, de curación y de perdón. Para obtener la misericordia, al menos hay que solicitarla con humildad, como la pidió el enfermo a Jesús. Y en este caso tendrá realidad la expresión del salmista: “Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado” (Sal 31). San Pablo nos ofrece un principio axiomático: “No deis motivo de escándalo” (1 Cor 10, 32). Por el contrario, nos invita, poniéndose como testigo: “Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo” (1 Cor 11, 1).
Una doble consecuencia, al menos, se deriva de la contemplación de la Palabra que hoy se proclama en la liturgia. La primera, que debemos vivir reconciliados y limpios por el bien hacer y si es necesario, por el perdón. La segunda, que no debemos estigmatizar a nadie, ni marginar con nuestros prejuicios, pues en cualquier caso debemos respetar la dignidad de la persona.
Con este domingo se cierra la primera parte del Tiempo Ordinario. El próximo miércoles comienza la Cuaresma, tiempo de perdonanza, de oración y de fijar los ojos en Cristo.
Sexto domingo - Tiempo Ordinario Lv 13,1-2.45-46; 1C 10,31-11,1; Mc 1,40-45
Los últimos domingos antes de cuaresma estamos viendo la actuación apostólica de Jesús, con una música de fondo constante: todos le llevaba a los enfermos. "En todas partes donde llegaba, pueblos, villas o aldeas, ponían a los enfermos en la plaza y le pedían que les dejara tocar, ni que fuera el borde de su manto. Y todos los que le tocaban quedaban curados "Mc (6,56). Al contemplar estas escenas fácilmente nos animamos con Jesús, participamos de la admiración del pueblo, sentimos la alegría de los familiares, vemos el entusiasmo de los discípulos y nos identificamos con el enfermo curado. Quizás nos detenemos menos en la consideración del enfermo todavía enfermo! Justamente, el domingo pasado leíamos el clamor de desesperación de Job hecho una úlcera de pies a cabeza. Esta lectura introducía la comunidad cristiana en la piel de los infinitos enfermos que curaba Jesús según el texto del evangelio del día. La liturgia omitía piadosamente uno de los versículos más lacerantes y hirientes del lamento de Job: "Mi carne, llena de gusanos, es una costra terrosa. La piel se me agrieta y supura "(7,6). Ya antes había hecho constar el autor sagrado que Job, sentado en la ceniza, se rascaba con un trozo de barro (2,8). Ahora bien, a pesar de esta segunda prueba, Job no faltó a Dios. Incluso su mujer le instaba a maldecir a Dios y morir de una vez! (2,9). Los amigos aún le añadían otro dolor. La acusaban. Su mal era un castigo de Dios por haber pecado. En el evangelio de hoy Jesús cura a un leproso. En esta escena no es tocado sino que es él quien toca el enfermo. Una vez más actuará su infinita compasión y su apuesta por la dignidad. Pero, insistimos, el final feliz maravilloso no debe ocultar el penosísimo tiempo anterior de desazón y penumbra. Jesús enseña a los discípulos a mirar a la cara, junto el mal. (Nota: No será conveniente, tal vez, en la homilía, la descripción tan cruda de las enfermedades, pero sí convendría presentar el infierno físico, psíquico y espiritual que vive mucha gente enferma). La lepra hoy es controlada. Acaba de publicarse en Mensajero la incidencia de las religiosas franciscanas y de la Compañía de Jesús en la leprosería de Fontilles durante 100 años (1909/14). Uno de sus iniciadores, el P. Ferrís, concretaba su objetivo en 1.- Dignidad de vida del enfermo; 2.- atención médica y humana; 3.- consuelo espiritual y religioso; 4.- clima familiar y de trabajo. Tres años antes de la fundación de Fontilles, los americanos confinaban en la isla de Culión 4000 leprosos que pululaban por el archipiélago filipino. Un jesuita excepcional, nacido en Burriana, Joaquín Villalonga, tras ser superior provincial de Aragón, fue a atender la leprosería de Culion hasta su muerte a los 94 años. Los indígenas también consideraban la enfermedad un castigo divino y hacían unas terapias espantosas, enterrados hasta el cuello o mantenerlos en remojo días y días. En tiempos de Jesús la ignorancia y el miedo eran absolutas. El enfermo tenía que gritar: "Impuro! Impuro !. De otro modo también enfermedades actuales reclaman esta segregación. Pensamos en el Ébola, el Sida y otras enfermedades infecciosas. Ahora bien, con Jesús irrumpía el Reino. Cuando Juan envía discípulos a preguntar a Jesús si es el Mesías esperado, les contesta: "Anunciad a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan los pobres se les anuncia la buena nueva "(Mc 11,4-5).
Jesús hizo el milagro. Sus seguidores tienen, tenemos, el poder de hacer lo mismo: "En designó doce, a los que dio el nombre de apóstoles, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar demonios". (Mc 3 , 14-15). Cuando el Papa Francisco nos empuja a ir hacia la periferia, habla al rebufo de Jesús. En la segunda lectura San Pablo explica este rebufo: hacerse todo a todos, no escandalizar a nadie, complacer a todo el mundo ya sea judío, griego o cristiano. Invita por tanto a imitarlo como él imita Jesús.
Evangelio según San Marcos 1,40-45.
Se acercó a Jesús un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: "Si quieres, puedes purificarme". Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: "Lo quiero, queda purificado". En seguida la lepra desapareció y quedó purificado. Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente: "No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio".
Sin embargo, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos. Y acudían a él de todas partes.
San Pascasio Radbert (¿- c.849), monje benedictino
Comentario sobre el evangelio de San Mateo 5,8
“¡Quiero, queda limpio!” (Mc 1,41)
Cada día el Señor purifica el alma de quien se lo suplica, lo adora i proclama con fe estas palabras: “Señor, si quieres, me puedes purificar.” (Mc 1,40ss), sin mirar la cantidad de sus faltas. “Porque él que cree con todo corazón queda justificado”(cf Rm 10,10). Debemos dirigir a Dios nuestras peticiones con toda confianza, sin dudar para nada de su poder... Esta es la razón porque el Señor responde al instante a la petición del leproso que le suplica y le dice: “Quiero, queda limpio” (Mc 1,41). Porque, a poco que el pecador se ponga a orar con fe, la mano del Señor se pone a cuidar la lepra de su alma...
Este leproso nos da un buen consejo acerca de la manera de orar. No pone en duda la voluntad del Señor, como si rehusara creer en su bondad. Sino que, consciente de la gravedad de sus faltas, no quiere presumir de esta voluntad. Diciendo que si el Señor quiere purificarlo, afirma que este poder pertenece al Señor, al mismo tiempo que confiesa su fe... Si la fe es débil se tiene que fortalecer primero. Sólo entonces revelará todo su poder para obtener de Dios la curación del alma y del cuerpo.
El apóstol Pedro habla de esta fe, sin duda alguna, cuando dice: “Purificó sus corazones por medio de la fe” (Hch 15,9)... La fe pura, vivida en el amor, mantenida por la perseverancia, paciente en la espera, humilde en la confesión, firme en la confianza, respetuosa en la oración, llena de sabiduría en lo que pide, escuchará con certeza en toda circunstancia esta palabra del Señor: “Quiero.”
15 de febrero 2015 Domingo VI Lv 13, 1-2.45-46
El texto nos describe que la enfermedad de la lepra tenía como consecuencia el aislamiento social. Nos dice que los que tenían el dolor de la lepra tenían que ir «desmelenado, con los vestidos rasgados ... y tenían que gritar: impuro, impuro» Ante situaciones de aislamiento social, ¿cuál es tu actitud? Señor, que haga con los marginados lo que Tú hiciste.
San Claudio de La Colombière
San Claudio de La Colombière, religioso presbítero
En Paray-le-Monial, de Borgoña, en Francia, san Claudio La Colombière, presbítero de la Orden de la Compañía de Jesús, que, siendo hombre entregado a la oración, con sus consejos dirigió a muchos en su esfuerzo para amar a Dios.
San Claudio de la Colombiere, sacerdote jesuita, fue el primero en creer en las revelaciones místicas del Sagrado Corazón recibidas por Sta. Margarita en el convento de Paray le Monial, Francia.
Gracias a su apoyo la superiora de Margarita llegó también a creer y la devoción al Sagrado Corazón comenzó a propagarse. San Claudio no solo creyó sino que en adelante dedicó su vida a propagar la devoción siempre unido espiritualmente a Sta. Margarita en cuyo discernimiento confiaba plenamente.
Sacerdote santo y sabio que supo discernir muy bien la auténtica intervención divina en el alma de Sta. Margarita a pesar que hasta entonces todos los teólogos y las religiosas la despreciaban y hasta algunos la tenían por posesa. El santo Claudio nació en Saint-Symphorien d'Ozon, cerca de Lyón, en 1641. Su familia estaba bien relacionada, era piadosa y gozaba de buena posición. No poseemos ningún dato especial sobre su vida antes de ingresar en el colegio de la Compañía de Jesús de Lyón.
Aunque sentía gran repugnancia por la vida religiosa, logró vencerla y fue inmediatamente admitido en la Compañía. Hizo su noviciado en Aviñón y, a los dos años, pasó al colegio de dicha ciudad a completar sus estudios de filosofía.
Al terminarlos fue destinado a enseñar la gramática y las humanidades, de 1661 a 1666. Desde 1659, la ciudad de Aviñón había presenciado choques constantes entre los nobles y el pueblo En 1662, ocurrió en Roma el famoso encuentro entre la guardia pontificia y el séquito del embajador francés.
A raíz de ese incidente, las tropas de Luis XIV ocuparon Aviñón, que se hallaba en el territorio de los Papas. Sin embargo, esto no interrumpió las tareas del colegio, y el aumento del calvinismo no hizo más que redoblar el celo de los jesuitas, quienes se consagraron con mayor ahínco a los ministerios apostólicos en la ciudad y en los distritos circundantes. En 1673, el joven sacerdote fue nombrado predicador del colegio de Aviñón. Sus sermones, en los que trabajaba intensamente, son verdaderos modelos del género, tanto por la solidez de la doctrina como por la belleza del lenguaje.
El santo parece haber predicado más tarde los mismos sermones en Inglaterra, y el nombre de la duquesa de York (María de Módena, que fue después reina, cuando Jacobo II heredó el trono), en cuya capilla predicó Claudio, está ligado a las ediciones de dichos sermones. El santo, durante su estancia en París, había estudiado el Jansenismo con sus verdades a medias y sus calumnias, a fin de combatir, desde el púlpito sus errores, animado como estaba por el amor al Sagrado Corazón, cuya devoción sería el mejor antídoto contra el Jansenismo. A fines de 1674, el P. La Chaize, rector del santo, recibió del general de la Compañía la orden de admitirle a la profesión solemne, después de un mes de ejercicios espirituales en la llamada "tercera probación". Ese retiro fue de gran provecho espiritual para Claudio que se sintió, según confesaba, llamado a consagrarse al Sagrado Corazón.
El santo añadió a los votos solemnes de la profesión un voto de fidelidad absoluta a las reglas de la Compañía, hasta en sus menores detalles. Según anota en su diario, había ya vivido durante algún tiempo en esa fidelidad perfecta, y quería consagrar con un voto su conducta para hacerla más duradera. Tenía entonces treinta y tres años, la edad en la que Cristo murió, y eso le inspiró un gran deseo de morir completamente para el mundo y para sí mismo. Como escribió en su diario: "Me parece, Señor, que ya es tiempo de que empiece a vivir en Tí y sólo para Tí, pues a mi edad, Tú quisiste morir por mí en particular". El P. La Colombiére fue beatificado en 1929 y su Santidad Juan Pablo II lo declaró santo en 1992. La Iglesia Universal celebra su fiesta el día 15 de febrero.
Oración de San Claudio de la Colombiere S.J.
JESÚS, AMIGO ÚNICO Esta oración está sacada de la 39ª de las "Reflexiones cristianas" (O.C. V, pág. 39); a propósito de S. Juan Evangelista, nos propone que recemos a Jesús, único. y verdadero.
Amigo. Jesús, Tú eres el Amigo único y verdadero; no sólo compartes cada uno de mis padecimientos, sino que lo tomas sobre Ti y conoces el secreto de transformármelo en gozo. Me escuchas con bondad y, cuando te cuento mis amarguras, me las suavizas.
Te encuentro en todo lugar, jamás te alejas y, si me veo obligado a cambiar de residencia, te encuentro allí donde voy. Nunca te hartas de escucharme;, jamás te cansas de hacerme bien. Si te amo, estoy seguro de ser correspondido; no tienes necesidad de lo mío ni te empobreces al otorgarme tus dones. No obstante que soy un hombre pobre, nadie (sea noble, inteligente o santo) podrá robarme tu amistad.
La misma muerte que separa a los amigos todos, me reunirá contigo. Ninguna de las adversidades de la edad o del azar lograrán jamás alejarme de ti; más bien, por el contrario, nunca gozaré con tanta plenitud de tu presencia ni jamás me estarás tan cercano, cuanto en el momento en que todo parecerá conspirar contra mi. Sólo Tú aciertas a soportar mis defectos con extremada paciencia. Incluso mis infidelidades e ingratitudes, aunque te ofenden, no te impiden estar siempre dispuesto a concederme tu gracia y tu amor, si yo las deseo.
El Papa, en la misa a los cardenales
Francisco denuncia “el miedo de perder a los salvados” frente al “deseo de salvar a los perdidos”
“El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todos”
“La caridad no puede ser neutra, aséptica, indiferente, tibia o imparcial”
Jesús no tiene miedo a las personas obtusas, que se escandalizan de cualquier apertura, a cualquier paso que no entre en sus esquemas, a cualquier caricia que no corresponda a su forma de pensar y su pureza ritualista
(Jesús Bastante).- Misa con los nuevos cardenales en la basílica de San Pedro. Hoy, sin Benedicto XVI, quien ayer dio una nueva muestra de la reforma en continuidad con Francisco. El abrazo de los dos Papas frente a quienes postulan poco menos que un cisma acalló muchas bocas. Todas, excepto las de aquellos que anteponen "su" iglesia a la de Cristo, la observancia rigurosa a la misericordia. A todos ellos dedicó especialmente Bergoglio su homilía de esta mañana, una de las más hermosas que este cronista recuerda. "El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todos". Se vio a Bergoglio fatigado durante la procesión hacia el altar: han sido días intensos, con la celebración del consistorio de cardenales y las propuestas de reforma de la Curia, trabajos con el consejo de economía y un nuevo impulso a la lucha contra la pederastia clerical. No obstante, en su homilía, volvió a demostrar que la fuerza de su pontificado no es flor de un día. Tuvo la ceremonia de esta mañana, como el propio consistorio, una fuerte presencia multicolor, de distintos pueblos, de distintas razas. Incluso, de otras religiones. Se vio en San Pedro a budistas e hinduistas, acompañando a algunos de los cardenales de las periferias.
"Jesús, si quieres puedes limpiarme". "Quiero, queda limpio". Con estas frases del Evangelio arrancó Bergoglio su homilía, en el que destacó "la compasión de Jesús, ese 'padecer con'....". "Jesús se da completamente, se involucra en el dolor y en la necesidad de la gente. Simplemente porque Él sabe, y quiere padecer con, porque tiene un corazón que no se avergüenza de tener compasión", apuntó.
"Jesús no tiene miedo del riesgo que supone asumir el sufrimiento del otro, pero paga el precio con todas las consecuencias", añadió el Papa, quien insistió en que "Jesús reintegra al marginado, y estos son los tres conceptos clave que la Iglesia nos propone hoy: la compasión de Jesús, ante la marginación y su voluntad de integración"
Sobre la marginación, Francisco recordó cómo la ley de Moisés marginaba a los leprosos, y les declaraba impuros mientras durara su enfermedad. "Imaginad cuánto sufrimiento y vergüenza debía sentir un leproso: física, psíquica, espiritualmente. No sólo es víctima, sino que también se siente culpable, castigado por sus pecados. Es un muerto viviente, como si su padre le hubiera escupido en la cara. Además, el leproso difunde miedo, disgusto... y es abandonado por sus familiares, evitado por las personas, marginados por una sociedad que le expulsa. Lo excluye", declaró Bergoglio.
Ante esto, Jesús apuesta por la integración. "Jesús revoluciona y sacude fuertemente la mentalidad cerrada por el miedo y los prejuicios. Él no deroga la Ley de Moisés, sino que la lleva a plenitud, declarando la ineficacia de la ley del Talión, declarando que Dios no se complace del Sábado que desprecia al hombre, o cuando no condena a la mujer adúltera, sino la intransigencia de aquellos preparados para lapidarla sin piedad"
"La lógica del amor que no se basa en el miedo, sino en la libertad, en la caridad, en el sano celo y el deseo salvífico de Dios. Dios nuestro salvador, que quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de verdad", continuó, recordando el dicho evangélico: "Misericordia quiero, y no sacrificios".
"Jesús, nuevo Moisés, ha querido curar al leproso, ha querido tocarle, ha querido reintegrarle en la comunidad sin autolimitarse por los prejuicios, sin adecuarse al a mentalidad dominante sin preocuparse del contagio". Porque "Jesús responde a la súplica del leproso sin dilación, sin los consabidos aplazamientos para evaluar la situación. Para Jesús lo que cuenta es alcanzar y salvar a los lejanos, curar la heridas de los enfermos, reintegrar a todos al a familia de Dios. Y eso escandaliza a algunos".
Pero "Jesús no tiene miedo a estos escándalos. No tiene miedo a las personas obtusas, que se escandalizan de cualquier apertura, a cualquier paso que no entre en sus esquemas, a cualquier caricia que no corresponda a su forma de pensar y su pureza ritualista ha querido integrar a los marginados, salvar a los que están fuera del campamento".
Se trata, en definitiva, de "las dos lógicas de pensamiento y de fe" que siempre han estado pugnando en la Iglesia: "El miedo de perder a los salvados y el deseo de salvar a los perdidos. Hoy también sucede. Lo de los Doctores de la Ley, alejarse del peligro; y la lógica de Dios, que con su misericordia acoge, reintegrando y transfigurando el mal en bien, la condena en salvación, y la exclusión en anuncio. Estas dos lógicas recorren la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar".
Desde las primeras comunidades, cuando "San Pablo escandalizó y encontró una fuerte resistencia y gran hostilidad, sobre todo de parte de aquellos que exigían una incondicional observancia de la Ley mosaica. También San Pedro fue duramente criticado por la comunidad cuando entró en casa de Cornelio".
Pero Francisco quiso dejar claro que "el camino de la Iglesia es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y el de la integración. Esto no quiere decir menospreciar los peligros o hacer entrar los lobos en el rebaño, sino acoger al hijo pródigo, actuar decididamente, remangarse y no quedarse mirando pasivamente el sufrimiento del mundo".
"El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que lo piden con corazón sincero. Salir del propio recinto para buscar a los lejanos en las periferias de la exigencia, es de seguir al Maestro cuando dice 'No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores'", proclamó el Papa, recordando que "curando al leproso, Jesús no hace ningún daño al que no está enfermo. No le expone a un peligro, sino que le da un hermano. No desprecia la ley, sino que valora al hombre, para el que Dios ha dado la ley. Jesús libra a los sanos de la tentación del hermano mayor, y del peso de la envidia y la murmuración de los trabajadores que han soportado el peso de la jornada".
"La caridad no puede ser neutra, aséptica, indiferente, tibia o imparcial. La caridad contagia, apasiona, arriesga y compromete, porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita. La caridad es creativa en la búsqueda del lenguaje justo, para comunicar con aquellos considerados incurables y por lo tanto, intocables", insistió Bergoglio.
Dirigiéndose a los nuevos cardenales, Francisco les recordó que "ésta es la lógica de Jesús. Este es el camino de la Iglesia. No solo acoger e integrar, con valor evangélico, a aquellos que llaman a la puerta. Sino salir, ir a buscar, sin prejuicios y sin miedos a los lejanos, manifestándoles gratuitamente aquello que hemos recibido gratuitamente".
"Quien dice que permanece en Cristo debe caminar como él caminó. La total disponibilidad para caminar con los demás, es nuestro signo distintivo, nuestro único honor", incidió el Papa a los nuevos cardenales, a los que pidió "ver a señor en cada persona que sufre, que está desnuda, también en aquellos que han perdido la fe o se declaran ateos, al señor que está en la cárcel, que no tiene trabajo, despedido... Al discriminado. No descubrimos al Señor si no acogemos auténticamente al marginado".
Homilía del Santo Padre
«Señor, si quieres, puedes limpiarme...» Jesús, sintiendo lástima; extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio» (cf. Mc 1,40-41). La compasión de Jesús. Ese padecer con que lo acercaba a cada persona que sufre. Jesús, se da completamente, se involucra en el dolor y la necesidad de la gente... simplemente, porque Él sabe y quiere padecer con, porque tiene un corazón que no se avergüenza de tener compasión.
«No podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado» (Mc 1, 45). Esto significa que, además de curar al leproso, Jesús ha tomado sobre sí la marginación que la ley de Moisés imponía (cf. Lv 13,1-2. 45-46). Jesús no tiene miedo del riesgo que supone asumir el sufrimiento de otro, pero paga el precio con todas las consecuencias (cf. Is 53,4).
La compasión lleva a Jesús a actuar concretamente: a reintegrar al marginado. Éstos son los tres conceptos claves que la Iglesia nos propone hoy en la liturgia de la palabra: la compasión de Jesús ante la marginación y su voluntad de integración.
Marginación: Moisés, tratando jurídicamente la cuestión de los leprosos, pide que sean alejados y marginados por la comunidad, mientras dure su mal, y los declara: «Impuros» (cf. Lv 13,1-2. 45.46).
Imaginen cuánto sufrimiento y cuánta vergüenza debía sentir un leproso: físicamente, socialmente, psicológicamente y espiritualmente. No es sólo víctima de una enfermedad, sino que también se siente culpable, castigado por sus pecados. Es un muerto viviente, como «si su padre le hubiera escupido en la cara» (Nm 12,14).
Además, el leproso infunde miedo, desprecio, disgusto y por esto viene abandonado por los propios familiares, evitado por las otras personas, marginado por la sociedad, es más, la misma sociedad lo expulsa y lo fuerza a vivir en lugares alejados de los sanos, lo excluye. Y esto hasta el punto de que si un individuo sano se hubiese acercado a un leproso, habría sido severamente castigado y, muchas veces, tratado, a su vez, como un leproso.
La finalidad de esa norma de comportamiento era la de salvar a los sanos, proteger a los justos y, para salvaguardarlos de todo riesgo, marginar el peligro, tratando sin piedad al contagiado. De aquí, que el Sumo Sacerdote Caifás exclamase: «Conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera» (Jn 11,50).
Integración: Jesús revoluciona y sacude fuertemente aquella mentalidad cerrada por el miedo y recluida en los prejuicios. Él, sin embargo, no deroga la Ley de Moisés, sino que la lleva a plenitud (cf. Mt 5, 17), declarando, por ejemplo, la ineficacia contraproducente de la ley del talión; declarando que Dios no se complace en la observancia del Sábado que desprecia al hombre y lo condena; o cuando ante la mujer pecadora, no la condena, sino que la salva de la intransigencia de aquellos que estaban ya preparados para lapidarla sin piedad, pretendiendo aplicar la Ley de Moisés. Jesús revoluciona también las conciencias en el Discurso de la montaña (cf. Mt 5) abriendo nuevos horizontes para la humanidad y revelando plenamente la lógica de Dios. La lógica del amor que no se basa en el miedo sino en la libertad, en la caridad, en el sano celo y en el deseo salvífico de Dios, Nuestro Salvador, «que quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). «Misericordia quiero y no sacrifico» (Mt 12,7; Os 6,6).
Jesús, nuevo Moisés, ha querido curar al leproso, ha querido tocar, ha querido reintegrar en la comunidad, sin auto limitarse por los prejuicios; sin adecuarse a la mentalidad dominante de la gente; sin preocuparse para nada del contagio. Jesús responde a la súplica del leproso sin dilación y sin los consabidos aplazamientos para estudiar la situación y todas sus eventuales consecuencias. Para Jesús lo que cuenta, sobre todo, es alcanzar y salvar a los lejanos, curar las heridas de los enfermos, reintegrar a todos en la familia de Dios. Y eso escandaliza a algunos.
Jesús no tiene miedo de este tipo de escándalo. Él no piensa en las personas obtusas que se escandalizan incluso de una curación, que se escandalizan de cualquier apertura, a cualquier paso que no entre en sus esquemas mentales o espirituales, a cualquier caricia o ternura que no corresponda a su forma de pensar y a su pureza ritualista. Él ha querido integrar a los marginados, salvar a los que están fuera del campamento (cf. Jn 10).
Son dos lógicas de pensamiento y de fe: el miedo de perder a los salvados y el deseo de salvar a los perdidos. Hoy también nos encontramos en la encrucijada de estas dos lógicas: a veces, la de los doctores de la ley, o sea, alejarse del peligro apartándose de la persona contagiada, y la lógica de Dios que, con su misericordia, abraza y acoge reintegrando y transfigurando el mal en bien, la condena en salvación y la exclusión en anuncio.
Estas dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar. San Pablo, dando cumplimiento al mandamiento del Señor de llevar el anuncio del Evangelio hasta los extremos confines de la tierra (cf. Mt 28,19), escandalizó y encontró una fuerte resistencia y una gran hostilidad sobre todo de parte de aquellos que exigían una incondicional observancia de la Ley mosaica, incluso a los paganos convertidos. También san Pedro fue duramente criticado por la comunidad cuando entró en la casa de Cornelio, el centurión pagano (cf. Hch 10).
El camino de la Iglesia, desde el concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración. Esto no quiere decir menospreciar los peligros o hacer entrar los lobos en el rebaño, sino acoger al hijo pródigo arrepentido; sanar con determinación y valor las heridas del pecado; actuar decididamente y no quedarse mirando de forma pasiva el sufrimiento del mundo. El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero; el camino de la Iglesia es precisamente el de salir del propio recinto para ir a buscar a los lejanos en las "periferias" de la existencia; es el de adoptar integralmente la lógica de Dios; el de seguir al Maestro que dice: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan» (Lc 5,31-32).
Curando al leproso, Jesús no hace ningún daño al que está sano, es más, lo libra del miedo; no lo expone a un peligro sino que le da un hermano; no desprecia la Ley sino que valora al hombre, para el cual Dios ha inspirado la Ley. En efecto, Jesús libra a los sanos de la tentación del «hermano mayor» (cf. Lc 15,11-32) y del peso de la envidia y de la murmuración de los trabajadores que han soportado el peso de la jornada y el calor (cf. Mt 20,1-16).
En consecuencia: la caridad no puede ser neutra, indiferente, tibia o imparcial. La caridad contagia, apasiona, arriesga y compromete. Porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita (cf. 1Cor 13). La caridad es creativa en la búsqueda del lenguaje adecuado para comunicar con aquellos que son considerados incurables y, por lo tanto, intocables. El contacto es el auténtico lenguaje que transmite, fue el lenguaje afectivo, el que proporcionó la curación al leproso. ¡Cuántas curaciones podemos realizar y transmitir aprendiendo este lenguaje! Era un leproso y se hay convertido en mensajero del amor de Dios. Dice el Evangelio: «Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho» (Mc 1,45).
Queridos nuevos Cardenales, ésta es la lógica de Jesús, éste es el camino de la Iglesia: no sólo acoger y integrar, con valor evangélico, aquellos que llaman a la puerta, sino ir a buscar, sin prejuicios y sin miedos, a los lejanos, manifestándoles gratuitamente aquello que también nosotros hemos recibido gratuitamente. «Quien dice que permanece en Él debe caminar como Él caminó» (1Jn 2,6). ¡La disponibilidad total para servir a los demás es nuestro signo distintivo, es nuestro único título de honor!
En esta Eucaristía que nos reúne entorno al altar, invocamos la intercesión de María, Madre de la Iglesia, que sufrió en primera persona la marginación causada por las calumnias (cf. Jn 8,41) y el exilio (cf. Mt 2,13-23), para que nos conceda el ser siervos fieles de Dios. Ella, que es la Madre, nos enseñe a no tener miedo de acoger con ternura a los marginados; a no tener miedo de la ternura y de la compasión; nos revista de paciencia para acompañarlos en su camino, sin buscar los resultados del éxito mundano; nos muestre a Jesús y nos haga caminar como Él.
Queridos hermanos, mirando a Jesús y a nuestra Madre María, los exhorto a servir a la Iglesia, en modo tal que los cristianos - edificados por nuestro testimonio - no tengan la tentación de estar con Jesús sin querer estar con los marginados, aislándose en una casta que nada tiene de auténticamente eclesial. Los invito a servir a Jesús crucificado en toda persona marginada, por el motivo que sea; a ver al Señor en cada persona excluida que tiene hambre, que tiene sed, que está desnuda; al Señor que está presente también en aquellos que han perdido la fe, o que, alejados, no viven la propia fe; al Señor que está en la cárcel, que está enfermo, que no tiene trabajo, que es perseguido; al Señor que está en el leproso - de cuerpo o de alma -, que está discriminado. No descubrimos al Señor, si no acogemos auténticamente al marginado.
Recordemos siempre la imagen de san Francisco que no ha tenido miedo de abrazar al leproso y de acoger aquellos que sufren cualquier tipo de marginación. En realidad, sobre el evangelio de los marginados, se descubre y se revela nuestra credibilidad.
Otro enfermo hoy, ¿Y tú?
Marcos 1, 40-45. Tiempo Ordinario. Si sigo enfermo es porque no he querido acercarme a Dios con fe, no le he pedido que me cure.
Oración introductoria
Jesús, si Tú quieres puedes ayudarme a entender en esta meditación que mi vida interior no debe reducirse a unos momentos de oración, sino que esta oración me debe llevar a tenerte presente durante todo mi día y en todas las acciones.
Petición
Jesús, permite que comprenda la necesidad que tengo de crecer en mi vida interior, eliminando todo lo que me aleje de crecer en el amor.
Meditación del Papa Francisco
¡Dejémonos tocar y purificar por Cristo, y seamos misericordiosos con nuestros hermanos!
«El evangelio de este domingo nos muestra a Jesús en contacto con la forma de enfermedad considerada en aquel tiempo como la más grave, tanto que volvía a la persona “impura” y la excluía de las relaciones sociales: hablamos de la lepra. Una legislación especial reservaba a los sacerdotes la tarea de declarar a la persona leprosa, es decir, impura; y también correspondía al sacerdote constatar la curación y readmitir al enfermo sanado a la vida normal. Mientras Jesús estaba predicando por las aldeas de Galilea, un leproso se le acercó y le dijo: “Si quieres, puedes limpiarme”. Jesús no evita el contacto con este hombre; más aún, impulsado por una íntima participación en su condición, extiende su mano y lo toca —superando la prohibición legal—, y le dice: “Quiero, queda limpio”. En ese gesto y en esas palabras de Cristo está toda la historia de la salvación, está encarnada la voluntad de Dios de curarnos, de purificarnos del mal que nos desfigura y arruina nuestras relaciones. En aquel contacto entre la mano de Jesús y el leproso queda derribada toda barrera entre Dios y la impureza humana, entre lo sagrado y su opuesto, no para negar el mal y su fuerza negativa, sino para demostrar que el amor de Dios es más fuerte que cualquier mal, incluso más que el más contagioso y horrible. Jesús tomó sobre sí nuestras enfermedades, se convirtió en «leproso» para que nosotros fuéramos purificados.» (Ángelus de Benedicto XVI, el 12 de febrero de 2012).
Reflexión
Se cuenta que el famoso inventor norteamericano Thomas Alva Edison cayó un día enfermo. Pero, al igual que nuestro amigo y como era su costumbre habitual, no dio ninguna importancia a su enfermedad. Después de muchas insistencias de parte de sus familiares, por fin consintió en llamar a un médico. Llegó éste, escuchó al ilustre enfermo y, después de prescribirle una poción, se marchó. Edison enseguida mandó comprar la medicina. Y cuando la tuvo en su mano, con gran maravilla de todos los presentes, abrió la ventana y la tiró al jardín. Todos los parientes, extrañados, le preguntaron: –"Pero, ¿por qué has hecho eso?"–. A lo que Edison respondió sin inmutarse: – "Queridos míos, es necesario que los médicos vivan, y por eso llamé al médico y pagué su visita; luego mandé a comprar la medicina porque también los pobrecitos farmacéuticos deben vivir. Pero es necesario que viva también yo, y por eso he tirado la medicina por la ventana".
A este propósito, ¿sabes cuál es el número preferido de los médicos? Pues el 111: porque comienzan con uno, siguen con uno y terminan con uno. ¡Dicho sea esto con todo el respeto que nuestros buenos médicos nos merecen!...
Bueno, pero en el caso de nuestro Señor, nos encontramos con un Médico completamente diverso a todos los que conocemos. ¡Porque Él es Dios! Pero, además, porque Él sana todas las enfermedades, incluso aquellas que eran incurables para su tiempo; lo hace gratuitamente, con una sola palabra y enseguida; sin necesidad de medicinas ni de tratamientos; y, por si fuera poco, son absolutamente eficaces. ¡De verdad que Jesús es un médico único y diferente a todos los demás!
Pues en el Evangelio de este domingo vemos una vez más a Jesús curando enfermos. Y esta vez se trata de un leproso.
La lepra era una enfermedad abominable, no sólo porque no tenía cura en tiempos de nuestro Señor, sino también por lo desagradable de la enfermedad: al leproso se le van cayendo a pedazos la piel, las manos, los pies, la cara y todas las partes del cuerpo. Además, el que padecía la lepra estaba condenado a podrirse en vida, con unos hedores y dolores terribles. Y, por si fuera poco, los leprosos en Israel eran totalmente marginados de la sociedad porque se les consideraba seres “impuros” y maldecidos por Dios. Su lepra era una simple manifestación externa de su pecado y de su reprobación por parte de Dios. ¡Pobres hombres! Atormentados física y moralmente.
Pues Jesús rompe con todos esos tabúes de la sociedad de su tiempo. Él había venido a traernos vida, y vida abundante. Él se había encarnado para darnos la salvación temporal y eterna. Y su infinita compasión y misericordia, sobre todo hacia el que sufre física o espiritualmente, no lo iba a dejar con los brazos cruzados. Por eso acepta que el leproso se le acerque y le hable, cosa impensable para los judíos. –"Señor –le dice el leproso– si quieres, puedes curarme". Y Jesús, lleno de lástima y movido a piedad, le responde enseguida: –"Quiero. Queda limpio”–. Y enseguida, nos dice el Evangelio, se le quitó la lepra y quedó completamente limpio, con las carnes tersas de un niño, como en otro tiempo había sucedido también a Naamán, el sirio.
Aquí tenemos otro maravilloso prodigio de la bondad y del poder infinito de nuestro Señor. Lo único que hizo falta para que Jesús obrara el milagro fue la humildad del enfermo, su fe y su confianza en Él. ¿Nos convencemos de que "todo es posible para el que tiene fe" y de que estas virtudes arrancan a Dios los mayores prodigios? Ojalá que también nosotros hagamos lo mismo.
Propósito
Programar mi siguiente confesión y prepararla con un buen examen de conciencia.
Diálogo con Cristo
Padre Santo, sabiendo que todo en esta vida es relativo y efímero, no sé porque no crece mi empeño para aprovechar más y mejor todas las innumerables gracias con las que has enriquecido mi vida. La apatía, el desánimo es como una lepra que se me va metiendo sin darme mucho cuenta, por eso hoy quiero pedirte que sepa comprender y agradecer la gracia de tu amor, que me posibilita para poder crecer humana y espiritualmente.
Francisco durante el rezo del Angelus
El Papa reitera la necesidad de acoger a los que sufren “mirándoles a los ojos”
Francisco: “Dios no viene a darnos una lección sobre el dolor, sino a asumir nuestra condición humana”
“Si el mal es contagioso, lo es también el bien”, subraya Bergoglio en el Angelus
Jesús Bastante, 15 de febrero de 2015 a las 12:23
Si el mal es contagioso, lo es también el bien. Es necesario que abunde en nosotros cada vez más el bien. Dejémonos contagiar por el bien, y contagiemos el bien
(Jesús Bastante).- Una plaza de San Pedro absolutamente abarrotada volvió a escuchar las palabras del Papa Francisco en el Angelus, en el que Bergoglio volvió a reiterar el llamamiento a la misericordia lanzado ante los nuevos cardenales. "Dios no viene a darnos una lección sobre el dolor, sino a asumir nuestra condición humana", apuntó el Papa.
"Jesús es el que combate y vence el mal allá donde lo encuentre", comenzó Francisco ante decenas de miles de fieles, muchos de ellos llegados de todo el mundo para acompañar a los nuevos cardenales. Como a estos, el Papa recordó el "ejemplo emblemático" del encuentro de Jesús con el leproso.
"Una enfermedad contagiosa y sin piedad, que desfigura a la persona y que era símbolo de impureza. El leproso tenía que estar fuera de los centros habitados y hacer notoria su presencia a los viandantes. Era marginado de la comunidad civil y religiosa. Era un muerto ambulante". Frente a ello, Bergoglio subrayó la "respuesta de Jesús", que "reacciona con una actitud profunda de su alma: la compasión. Compasión es una palabra muy profunda, significa sufrir con el otro."
"Jesús se acerca a él, tocándolo. Esto es muy importante. Jesús tiende la mano, lo tocó, y la lepra desapareció de él, y fue purificado". Y es que "la misericordia de Dios supera toda barrera, y la mano de Jesús toca al leproso.El no se queda a una distancia de seguridad, y no actúa a través de intermediarios, se expone directamente al contagio del mal. Y así nuestro mal se convierte en el lugar de contacto".
"Jesús toma nuestra humanidad enferma, y nosotros tomamos de él su humanidad sana y resanadora. Esto sucede cada vez que recibimos los sacramentos. El Señor nos da su gracia. Pensemos especialmente en el sacramento de la reconciliación, que nos cura de la lepra del pecado", añadió el Pontífice.
Frente al mal, "Dios no viene a darnos una lección sobre el dolor, no viene siquiera a eliminar el sufrimiento del mundo o la muerte". Viene "a asumir el peso de nuestra condición humana hasta el fondo. Así Cristo combate los males y los sufrimientos del mundo, asumiéndolos y venciéndolos con la fuerza de la misericordia de Dios".
Por ello, concluyó el Papa, "si queremos ser verdaderos discípulos de Jesús estamos llamados a convertirnos, unidos a él, en instrumentos de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación. Para ser imitadores de Cristo frente a un pobre o enfermo, no debemos tener miedo de mirarlo a los ojos, y tocarlo, abrazarlo".
"A menudo he pedido a las personas que ayudan a los demás que lo hagan mirando a las personas, de no tener miedo de tocarlos. Que el gesto de ayuda también sea un gesto de comunicación. También nosotros tenemos necesidad de ser acogidos por ellos", añadió, preguntando a los fieles: "Vosotros, cuando ayudáis a los demás, ¿los miráis a los ojos? ¿Los acogéis sin miedo de tocarlos? ¿Los acogéis con ternura? Pensad en esto.
¿Cómo ayudáis, con ternura o cercanía?"
"Si el mal es contagioso, lo es también el bien. Es necesario que abunde en nosotros cada vez más el bien. Dejémonos contagiar por el bien, y contagiemos el bien", finalizó.
Palabras del Papa antes del rezo del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos dias!
En estos domingos el evangelista Marcos nos está contando la acción de Jesús contra todo tipo de mal, a favor de los sufrientes en el cuerpo y en el espíritu: endemoniados, enfermos, pecadores... Él se presenta como aquel que combate y vence el mal en cualquiera lo encuentre. En el Evangelio de hoy (cfr Mc 1,40-45) ésta su lucha enfrenta un caso emblemático, porque el enfermo es un leproso. La lepra es una enfermedad contagiosa y despiadada, que desfigura a la persona, y que era símbolo de impureza: el leproso tenía que estar fuera de los centros habitados y advertir de su presencia a los pasantes. Estaba marginado de las comunidades civil y religiosa. Era como un muerto ambulante.
El episodio de la curación del leproso se desarrolla en tres breves pasajes: la invocación del enfermo, la respuesta de Jesús, las consecuencias de la curación prodigiosa. El leproso suplica a Jesús «de rodillas» y le dice: «si quieres, puedes purificarme» (v. 40). Ante esta oración humilde y confiada, Jesús reacciona con una actitud profunda de su alma: la compasión, que significa "padecer-con-el otro".
El corazón de Cristo manifiesta la compasión paterna de Dios por aquel hombre, acercándose a él y tocándolo. Este detalle es muy importante. Jesús «extendió la mano y lo tocó ... y en seguida la lepra desapareció y quedó purificado» (v. 41).
La misericordia de Dios supera toda barrera y la mano de Jesús toca al leproso. Él no se coloca a una distancia de seguridad y no actúa por poder, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal; y así precisamente nuestro mal se convierte en el punto del contacto: Él, Jesús, toma de nosotros nuestra humanidad enferma y nosotros tomamos de Él su humanidad sana y sanadora. Esto ocurre cada vez que recibimos con fe un Sacramento: el Señor Jesús nos "toca" y nos dona su gracia. En este caso pensamos especialmente en el Sacramento de la Reconciliación, que nos cura de la lepra del pecado.
Una vez más el Evangelio nos muestra qué cosa hace Dios frente a nuestro mal: no viene a "dar una lección" sobre el dolor; tampoco viene a eliminar del mundo el sufrimiento y la muerte; viene más bien a cargar sobre sí el peso de nuestra condición humana, a llevarlo hasta el fondo, para librarnos de manera radical y definitiva. Así Cristo combate los males y los sufrimientos del mundo: haciéndose cargo de ellos y venciéndolos con la fuerza de la misericordia de Dios.
Hoy, a nosotros, el Evangelio de la curación del leproso nos dice que, si queremos ser verdaderos discípulos de Jesús, estamos llamados a convertirnos, unidos a Él, en instrumentos de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación. Para ser "imitadores de Cristo" (cfr 1 Cor 11,1) frente a un pobre o a un enfermo, no debemos tener miedo de mirarlo a los ojos y de acercarnos con ternura y compasión. Si el mal es contagioso, también lo es el bien. Por lo tanto, es necesario que abunde en nosotros, cada vez más, el bien. Dejémonos contagiar por el bien y ¡contagiemos el bien!
Saludos después del Ángelus dominical
Después de rezar el ángelus, el Papa Francisco dirigió ante todo su deseo de serenidad y paz a todos los hombres y mujeres de Extremo Oriente y de diversas partes del mundo que se preparan a celebrar el año nuevo lunar.
Como explicó el mismo Pontífice, estas festividades les ofrecen la feliz ocasión de redescubrir y de vivir de modo intenso la fraternidad, que es vínculo precioso de la vida familiar y cimiento de la vida social. Y manifestó su deseo de que este regreso anual a las raíces de la persona y de la familia ayude a esos pueblos a construir una sociedad en la que se entrelazan relaciones interpersonales orientadas al respeto, a la justicia y a la caridad.
Además, el Papa Bergoglio saludó a los fieles romanos y peregrinos, especialmente a quienes viajaron a Roma para asistir al Consistorio y para acompañar a los nuevos Cardenales y agradeció la presencia de las delegaciones oficiales de diversos países que han querido estar presentes en este evento.
De los demás grupos presentes en la Plaza de San Pedro que también recibieron el saludo del Santo Padre destacamos los peregrinos procedentes de San Sebastián, Campo de Criptana, Orense, Pontevedra e
Ferrol; los estudiantes de Campo Valongo y Oporto, en Portugal, y los procedentes de París, así como los miembros del Foro de las Instituciones Cristianas de Eslovaquia; los fieles holandeses de Buren; los militares estadounidenses procedentes de Alemania y las comunidades de venezolanos residentes en Italia.
Por último, al saludar a los jóvenes de diversas localidades italianas, muchos de ellos grupos escolares y de catequesis el Pontífice los animó a ser testigos gozosos y valerosos de Jesús en la vida de cada día.
Y tras desear a todos feliz domingo, el Santo Padre, como es costumbre, pidió a todos que por favor no se olviden de rezar por él, a lo que añadió su clásico "¡buen almuerzo y hasta la vista"!