«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón»

Evangelio según San Marcos 12,28-34. 

Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó: "¿Cuál es el primero de los mandamientos?". Jesús respondió: "El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos". El escriba le dijo: "Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios". Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: "Tú no estás lejos del Reino de Dios". Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas. 

San Bernardo (1091-1153), monje cisterciense y doctor de la Iglesia 
Tratado del amor de Dios, cps. 8-10

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón»

El primero y gran mandamiento es este: «Amarás al Señor tu Dios». Pero nuestra naturaleza es frágil; en nosotros el primer grado del amor es amarnos a nosotros mismos antes que a toda otra cosa, por nosotros mismos... Para impedir que nos deslicemos demasiado fácilmente por esta pendiente, Dios nos ha dado el precepto de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos... Ahora bien, constatamos constantemente que esto no nos es posible sin Dios, sin reconocer que todo nos viene de él y que sin él no podemos absolutamente nada. En este segundo grado, pues, el hombre se gira hacia Dios, pero no le ama más que para sí mismo y no por él...

Sin embargo, sería necesario tener un corazón de mármol o de bronce para no conmovernos con los auxilios que Dios nos da cuando, en las pruebas, nos volvemos hacia él. Durante las pruebas no es posible que no saboreemos cuán dulce él es (Salmo 33,9). Y pronto comenzamos a amarle a causa de la dulzura que encontramos en él, más que a causa de nuestro propio interés... Cuando nos encontramos en esta situación, no es difícil amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos... amamos a los demás en la medida en que somos amados, como Jesucristo nos ha amado. He aquí el amor de aquél que dice con el salmista: «Cantad las alabanzas del Señor, porque es bueno» (salmo 117,1). Alabar al Señor no sólo porque es bueno con nosotros, sino simplemente porque él es bueno, amar a Dios por Dios y no por nosotros mismos, es el tercer grado del amor.

Dichosos los que han podido subir hasta el cuarto grado del amor: no amarse más a sí mismo sino es por el amor de Dios... ¿Cuándo es que mi alma, se lanzará hacia Dios para perderse en él y no ser ya más que un solo espíritu con él? (1Co 6,17) ¿Cuándo podrá  gritar: «Mi corazón y mi carne se consumen de deseo, Dios de mi corazón, Dios mi porción por siempre» (salmo 72,26)? Santos y dichosos aquellos que han podido comprobar algo semejante durante esta vida mortal, aunque sea sólo raramente, aunque sea sólo una vez. Esto no es una felicidad humana, esto pertenece ya al cielo.

4 de junio 2015 Jueves IX Tb 6, 10-11; 7, 1.9-17

La narración, aunque la han acortado, es larga. Nos cuenta como Tobías, acompañado de Rafael, sale a buscar esposa, que no es otra que Sara que, como veíamos ayer, había tenido unas experiencias muy malas y que pedía ser liberada de su desgracia. Su vida en común comienza así: «Hermana, levántate! Rogamos y pedimos al Señor que tenga piedad y nos guarde. »¿A que, bien mirado, no cuesta mucho de orar así cuando empezamos a hacer una nueva vida? Pero no te olvides nunca de hacerla con quien convives, en común. Señor, que siempre me recuerde que debo saber compartir la oración con los que son mi prójimo.

Jueves de Corpus Christi

Fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, de la presencia de Jesucristo en la Eucaristía. 4 de junio 2015

Este día recordamos la institución de la Eucaristía que se llevó a cabo el Jueves Santo durante la Última Cena, al convertir Jesús el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre.

Es una fiesta muy importante porque la Eucaristía es el regalo más grande que Dios nos ha hecho, movido por su querer quedarse con nosotros después de la Ascensión.

Origen de la fiesta:

Dios utilizó a santa Juliana de Mont Cornillon para propiciar esta fiesta. La santa nace en Retines cerca de Liège, Bélgica en 1193. Quedó huérfana muy pequeña y fue educada por las monjas Agustinas en Mont Cornillon. Cuando creció, hizo su profesión religiosa y más tarde fue superiora de su comunidad. Por diferentes intrigas tuvo que irse del convento. Murió el 5 de abril de 1258, en la casa de las monjas Cistercienses en Fosses y fue enterrada en Villiers.

Juliana, desde joven, tuvo una gran veneración al Santísimo Sacramento. Y siempre añoraba que se tuviera una fiesta especial en su honor. Este deseo se dice haberse intensificado por una visión que ella tuvo de la Iglesia bajo la apariencia de luna llena con una mancha negra, que significaba la ausencia de esta solemnidad.

Ella le hizo conocer sus ideas a Roberto de Thorete, el entonces obispos de Liège, también al docto Dominico Hugh, más tarde cardenal legado de los Países Bajos; a Jacques Pantaleón, en ese tiempo archidiácono de Liège, después obispo de Verdun, Patriarca de Jerusalén y finalmente al Papa Urbano IV. El obispo Roberto se impresionó favorablemente y como en ese tiempo los obispos tenían el derecho de ordenar fiestas para sus diócesis, invocó un sínodo en 1246 y ordenó que la celebración se tuviera el año entrante; también el Papa ordenó, que un monje de nombre Juan debía escribir el oficio para esa ocasión. El decreto está preservado en Binterim (Denkwürdigkeiten, V.I. 276), junto con algunas partes del oficio.

El obispo Roberto no vivió para ver la realización de su orden, ya que murió el 16 de octubre de 1246, pero la fiesta se celebró por primera vez por los cánones de San Martín en Liège. Jacques Pantaleón llegó a ser Papa el 29 de agosto de 1261. La ermitaña Eva, con quien Juliana había pasado un tiempo y quien también era ferviente adoradora de la Santa Eucaristía, le insistió a Enrique de Guelders, obispo de Liège, que pidiera al Papa que extendiera la celebración al mundo entero.

Urbano IV, siempre siendo admirador de esta fiesta, publicó la bula “Transiturus” el 8 de septiembre de 1264, en la cual, después de haber ensalzado el amor de nuestro Salvador expresado en la Santa Eucaristía, ordenó que se celebrara la solemnidad de “Corpus Christi” en el día jueves después del domingo de la Santísima Trinidad, al mismo tiempo otorgando muchas indulgencias a todos los fieles que asistieran a la santa misa y al oficio. Este oficio, compuesto por el doctor angélico, Santo Tomás de Aquino, por petición del Papa, es uno de los más hermosos en el breviario Romano y ha sido admirado aun por Protestantes.

La muerte del Papa Urbano IV (el 2 de octubre de 1264), un poco después de la publicación del decreto, obstaculizó que se difundiera la fiesta. Pero el Papa Clemente V tomó el asunto en sus manos y en el concilio general de Viena (1311), ordenó una vez más la adopción de esta fiesta. Publicó un nuevo decreto incorporando el de Urbano IV. Juan XXII, sucesor de Clemente V, instó su observancia.

Ninguno de los decretos habla de la procesión con el Santísimo como un aspecto de la celebración. Sin embargo estas procesiones fueron dotadas de indulgencias por los Papas Martín V y Eugenio IV y se hicieron bastante comunes en a partir del siglo XIV.

La fiesta fue aceptada en Cologne en 1306; en Worms la adoptaron en 1315; en Strasburg en 1316. En Inglaterra fue introducida de Bélgica entre 1320 y 1325. En los Estados Unidos y en otros países la solemnidad se celebra el domingo después del domingo de la Santísima Trinidad.

En la Iglesia griega la fiesta de Corpus Christi es conocida en los calendarios de los sirios, armenios, coptos, melquitas y los rutinios de Galicia, Calabria y Sicilia.

El Concilio de Trento declara que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad, y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos. En esto los cristianos atestiguan su gratitud y recuerdo por tan inefable y verdaderamente divino beneficio, por el que se hace nuevamente presente la victoria y triunfo de la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

El milagro de Bolsena

               
En el siglo XIII, el sacerdote alemán, Pedro de Praga, se detuvo en la ciudad italiana de Bolsena, mientras realizaba una peregrinación a Roma. Era un sacerdote piadoso, pero dudaba en ese momento de la presencia real de Cristo en la Hostia consagrada. Cuando estaba celebrando la Misa junto a la tumba de Santa Cristina, al pronunciar las palabras de la Consagración, comenzó a salir sangre de la Hostia consagrada y salpicó sus manos, el altar y el corporal.

El sacerdote estaba confundido. Quiso esconder la sangre, pero no pudo. Interrumpió la Misa y fue a Orvieto, lugar donde residía el Papa Urbano IV.

El Papa escuchó al sacerdote y mandó a unos emisarios a hacer una investigación. Ante la certeza del acontecimiento, el Papa ordenó al obispo de la diócesis llevar a Orvieto la Hostia y el corporal con las gotas de sangre.

Se organizó una procesión con los arzobispos, cardenales y algunas autoridades de la Iglesia. A esta procesión, se unió el Papa y puso la Hostia en la Catedral. Actualmente, el corporal con las manchas de sangre se exhibe con reverencia en la Catedral de Orvieto.

A partir de entonces, miles de peregrinos y turistas visitan la Iglesia de Santa Cristina para conocer donde ocurrió el milagro.

En Agosto de 1964, setecientos años después de la institución de la fiesta de Corpus Christi, el Papa Paulo VI celebró Misa en el altar de la Catedral de Orvieto. Doce años después, el mismo Papa visitó Bolsena y habló en televisión para el Congreso Eucarístico Internacional. Dijo que la Eucaristía era “un maravilloso e inacabable misterio”.

Tradiciones mexicanas de Corpus Christi

Esta fiesta tradicional data del año 1526. Se acostumbra rendir culto al Santísimo Sacramento en la Catedral de México. El centro de la festividad era la celebración solemne de la Misa, seguida de una imponente procesión que partía del Zócalo, en la que la Sagrada Eucaristía, portada por el arzobispo bajo palio, era escoltada por autoridades virreinales, cabildo, cofradías, ejército, clero y pueblo. Había también representaciones teatrales alusivas, música y vendimia especial.

Los campesinos traían en sus mulas algunos frutos de sus cosechas para ofrecérselas a Dios como señal de agradecimiento. Esto dio origen a una gran feria que congregaba artesanos y comerciantes de distintos rumbos del país, que traían mercancías a lomo de mula (frutos de la temporada y artesanías que transportaban en guacales).

Cuentan que un hombre, llamado Ignacio, tenía dudas acerca de su vocación sacerdotal y un jueves de Corpus le pidió a Jesucristo que le enviara una señal. Al Pasar el Santísimo Sacramento frente a Ignacio en la procesión, Ignacio pensó: "Si ahí estuviera presente Dios, hasta las mulas se arrodillarían" y, en ese mismo instante, la mula del hombre se arrodilló. Ignacio interpretó esto como señal y entregó su vida a Dios en el sacerdocio y se dedicó para siempre a transmitir a los demás las riquezas de la Eucaristía.

Así fue como surgieron las mulitas elaboradas con hojas de plátano secas con pequeños guacales de dulces de coco o de frutas, de diversos tamaños.

Ponerse una mulita en la solapa o comprar una mulita para adornar la casa, significa que, al igual que la mula de Ignacio, nos arrodillamos ante la Eucaristía, reconociendo en ella la presencia de Dios.

Esta fiesta se celebra cada año el jueves después de la Santísima Trinidad. Se lleva a cabo en la Catedral y los niños se visten de inditos para agradecer la infinita ternura de Jesús. Se venden mulitas con gran colorido.

Diversas maneras de celebrar esta fiesta
Participar en la procesión con el Santísimo

La procesión con el Santísimo consiste en hacer un homenaje agradecido, público y multitudinario de la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Se acostumbra sacar en procesión al Santísimo Sacramento por las calles y las plazas o dentro de la parroquia o Iglesia, para afirmar el misterio del Dios con nosotros en la Eucaristía.

Esta costumbre ayuda a que los valores fundamentales de la fe católica se acentúen con la presencia real y personal de Cristo en la Eucaristía.

La Hora Santa

Es una manera práctica y muy bella de adorar a Jesús Sacramentado. El Papa Juan Pablo II la celebra, al igual que la mayoría de las Parroquias de todo el mundo, los jueves al anochecer, para demostrar a Cristo Eucaristía amor y agradecimiento y reparar las actitudes de indiferencia y las faltas de respeto que recibe de uno mismo y de los demás hombres.

Consiste en realizar una pequeña reflexión evangélica, en presencia de Jesús Sacramentado y, al final, se rezan unas letanías especiales para demostrarle a Jesús nuestro amor.

Se puede celebrar de manera formal con el Santísimo Sacramento solemnemente expuesto en la custodia, con incienso y con cantos, o de manera informal con la Hostia dentro del Sagrario. Cualquiera de las dos maneras agrada a Jesús.

Se inicia con la exposición del Santísimo Sacramento o, en su defecto, con una oración inicial a Jesucristo estando todos arrodillados frente al Sagrario.

A continuación, se procede a la lectura de un pasaje del Evangelio y al comentario del mismo por parte de alguno de los participantes.
Luego, se reflexiona adorando a Jesús, Rey del Universo, en la Eucaristía.

Se termina con las invocaciones y las letanías correspondientes y, en el caso de que la Hora Eucarística se haya hecho delante del

Santísimo solemnemente expuesto, el sacerdote da la bendición con el Santísimo; en caso contrario, se finaliza la Hora Santa con una plegaria conocida de agradecimiento.

Recordar en familia lo que es la Eucaristía
¿Qué es la Eucaristía?
La Eucaristía es uno de los siete Sacramentos. Nos recuerda el momento en el que el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo. Éste es el alimento del alma. Así como nuestro cuerpo necesita comer para vivir, nuestra alma necesita comulgar para estar sana. Cristo dijo: "El que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día."
 
¿En qué nos ayuda la Eucaristía?

Todos queremos ser buenos, ser santos y nos damos cuenta de que el camino de la santidad no es fácil, que no bastan nuestras fuerzas humanas para lograrlo. Necesitamos fuerza divina, de Jesús. Esto sólo será posible con la Eucaristía. Al comulgar, nos podemos sentir otros, ya que Cristo va a vivir en nosotros. Podremos decir, con San Pablo: "Vivo yo, pero ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí."
 
¿En qué parte de la Misa se realiza la Eucaristía?

Después de rezar el Credo, se llevan a cabo: el ofertorio, la consagración y la comunión.

Ofertorio: Es el momento en que el sacerdote ofrece a Dios el pan y el vino que serán convertidos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Nosotros podemos ofrecer, con mucho amor, toda nuestra vida a Dios en esta parte de la Misa.

Consagración: Es el momento de la Misa en que Dios, a través del sacerdote, convierte el pan y el vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo. En este momento nos arrodillamos como señal de amor y adoración a Jesús, Dios hecho hombre, que se hace presente en la Eucaristía.

Comunión: Es recibir a Cristo Eucaristía en nuestra alma, lo que produce ciertos efectos en nosotros: nos une a Cristo y a su Iglesia, une a los cristianos entre sí, alimenta nuestra alma, aumenta en nosotros la vida de gracia y la amistad con Dios, perdona los pecados veniales, nos fortalece para resistir la tentación y no cometer pecado mortal.

¿Qué condiciones pone la Iglesia para poder comulgar? La Iglesia nos pide dos condiciones para recibir la comunión:

Estar en gracia, con nuestra alma limpia todo pecado mortal.

Cumplir el ayuno eucarístico: no comer nada una hora antes de comulgar.

¿Cada cuánto puedo recibir la Comunión Sacramental?
La Iglesia recomienda recibir la Comunión siempre que vayamos a Misa. Es obligación recibir la Comunión, al menos, una vez al año en el tiempo de Pascua, que son los 50 días comprendidos entre el Domingo de Resurrección y el Domingo de Pentecostés.

¿Qué hacer después de comulgar?
Se recomienda aprovechar la oportunidad para platicarle a Dios, nuestro Señor, todo lo que queramos: lo que nos alegra, lo que nos preocupa; darle gracias por todo lo bueno que nos ha dado; decirle lo mucho que lo amamos y que queremos cumplir con su voluntad; pedirle que nos ayude a nosotros y a todos los hombres; ofrecerle cada acto que hagamos en nuestra vida.

¿Qué hacer cuando no se puede ir a comulgar?
Se puede llevar a cabo una comunión espiritual. Esto es recibir a Jesús en tu alma, rezando la siguiente oración:

"Creo, Jesús mío, que estás realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar.

Te amo sobre todas las cosas y deseo ardientemente recibirte dentro de mi alma, pero no pudiendo hacerlo sacramentalmente, ven al menos espiritualmente a mi corazón. Quédate conmigo y no permitas que me separe de ti. Amén"



San Francisco Caracciolo, presbítero y fundador

En Agnone, del Abruzosan Francisco Caracciolo, presbítero, fundador de la Orden de Clérigos Regulares Menores, que amó de modo admirable a Dios y al prójimo.

Francisco Caracciolo nació el 13 de octubre de 1563 en Villa Santa María, en los Abruzos. Su padre pertenecía a la rama de los Pisquizio, en el árbol genealógico de los príncipes napolitanos de Caracciolo. La familia de su madre podía ufanarse de su parentesco con Santo Tomás de Aquino. En la pila bautismal recibió el nombre de Ascanio. Bien educado por sus padres, respondió cabalmente a las esperanzas que tenían puestas en él y creció hasta convertirse en un joven modelo, devoto y caritativo. En otros aspectos, llevaba la existencia de los muchachos de la nobleza; era aficionado a los deportes, sobre todo a la caza. Al cumplir los veintiún años, padeció una enfermedad de la piel, parecida a la lepra, que rápidamente adquirió una virulencia tal, que su caso se consideraba perdido. Con la muerte frente a él, hizo el voto de dedicar su vida al servicio de Dios y del prójimo, si recuperaba la salud. Y desde ese momento comenzó a sanar con tanta prisa, que todos consideraron su curación como un milagro. Ansioso por cumplir su promesa, en cuanto estuvo bien, se fue a Nápoles a seguir la carrera del sacerdocio. Inmediatamente después de su ordenación, se unió a una hermandad llamada los "Bianchi della Giustizia", cuyos miembros se ocupaban de manera especial de cuidar a los presos y de preparar a los criminales condenados a muerte a recibirla santamente. Aquel era el preludio indicado para la carrera que iba a revelarse al joven sacerdote. 

En el año de 1588, Giovanni Agostino Adorno, un patricio genovés que había ingresado a las órdenes religiosas, quiso poner en práctica su idea de fundar una asociación de sacerdotes dispuestos a mezclar la vida contemplativa con la activa. Para ello consultó a Fabriccio Caracciolo, diácono de la iglesia colegiata de Santa María la Mayor, en Nápoles. Este envió una carta para pedir la colaboración de un tal Ascanio Caracciolo, pariente lejano, carta ésta que fue entregada, por equivocación, a nuestro santo (recordemos que Ascanio era, en realidad, su nombre de pila).

Sin embargo, las aspiraciones del decano Adorno coincidían de manera tan perfecta con las suyas, que el sacerdote reconoció la mano de Dios en aquel error aparente y se apresuró a asociarse con Adorno. A manera de preparativo, los nuevos socios hicieron un retiro de cuarenta días en el establecimiento de los camaldulenses de Nápoles y ahí, tras un riguroso ayuno y oración continua, esbozaron las reglas para la orden. Tan pronto como el grupo pudo contar con doce miembros, Caracciolo y Adorno partieron a Roma con el propósito de obtener la aprobación del Sumo Pontífice. El lº de junio de 1588, Sixto V ratificó solemnemente la nueva sociedad bajo el título de Clérigos Regulares Menores. El 9 de abril del año siguiente, los dos fundadores hicieron su profesión; Ascanio Caracciolo tomó el nombre de Francisco, por devoción al gran santo de Asís. Además de los tres votos acostumbrados, los miembros de la nueva sociedad hicieron otro: no procurar nunca algún puesto alto o dignidad, dentro o fuera de la orden. A fin de dejar asegurada la penitencia constante, se estableció que cada día un hermano debía ayunar a pan y agua, otro debería usar la disciplina y un tercero, la camisa de cerdas. De la misma manera, Francisco decretó, en aquel período de formación o cuando llegó a superior, que todos los clérigos debían pasar una hora al día en oración ante el Santísimo Sacramento. No habían acabado de acomodar a los hermanos en una casa situada en un suburbio de Nápoles, cuando los fundadores, Francisco y Adorno, partieron hacia España, en respuesta a un deseo expreso del Papa para que establecieran allá su orden, en vista de que Adorno estaba muy relacionado en aquel país. Sin embargo, no era aquel un momento oportuno: la corte de Madrid no les permitió hacer fundación alguna, y los dos tuvieron que regresar, sin haber logrado su objetivo. En el viaje de regreso tuvieron un naufragio; pero en cuanto llegaron a Nápoles, vieron recompensadas sus penurias con noticias muy gratas sobre su fundación. 

Durante su ausencia, la casita del suburbio había resultado insuficiente para albergar a todos los que querían ingresar en la orden, y se había invitado a los clérigos para que ocuparan Santa María la Mayor, ya que el superior de la iglesia colegiata, Fabriccio Caracciolo, también se había hecho miembro de la nueva sociedad. Los Clérigos Regulares Menores trabajaban sobre todo como misioneros, pero algunos de entre ellos desempeñaban su ministerio sacerdotal en prisiones y hospitales. También contaban con lugares apartados, que ellos llamaban ermitas, para que los ocuparan aquellos que se sintieran llamados a la soledad y la contemplación.

Francisco contrajo una grave enfermedad y, apenas se había restablecido, cuando sufrió la pena de perder a su amigo Adorno, quien murió a la edad de cuarenta años, a poco de haber regresado de un viaje a Roma, relacionado con los asuntos del instituto en el que era superior. Enteramente contra su voluntad, Francisco fue elegido para ocupar el puesto vacante; se creía indigno de tomar el cargo y, desde entonces, firmaba a menudo sus cartas como «Franciscus Peccator». Asimismo, insistió en conservar su turno para barrer los cuartos, tender las camas y lavar la loza en la cocina, lo mismo que los demás. Las pocas horas que concedía al sueño, las pasaba sobre una mesa o en las gradas del altar. Sus amados pobres sabían que todas las mañanas podían encontrar a su benefactor en el confesionario. Para socorrerlos, Francisco pedía limosna por las calles, con ellos compartía buena parte de su frugal comida y, algunas veces, en el invierno, se despojaba de sus ropas de abrigo para dárselas. Para el bien de su sociedad, hizo dos visitas más a España, en los años de 1595 y 1598, y consiguió fundar casas en Madrid, Valladolid y Alcalá. 

Francisco se vio obligado a desempeñar el cargo de superior general durante siete años, a pesar de que sus actividades le resultaban extremadamente fatigosas, no sólo por su salud delicada, sino, sobre todo, porque al establecer y extender la orden, tuvo que hacer frente a oposiciones, desprecios y, a veces, maliciosas calumnias. Cuando al fin obtuvo el permiso del Papa Clemente VIII para renunciar, se constituyó en prior y maestro de novicios en Santa María la Mayor. El trabajo apostólico lo desarrollaba en el confesionario y desde el pulpito; sus sermones, ardientes y conmovedores, versaban tan a menudo sobre la inmensidad de la misericordia divina hacia los hombres, que llegó a llamársele el «Predicador del Amor de Dios». También se afirma que, con el signo de la cruz, devolvió la salud a innumerables enfermos. 

En 1607 se le desligó de todas las obligaciones administrativas y se le permitió entregarse a la vida contemplativa, como una preparación para la muerte. Escogió su celda en un cuartucho, bajo la escalera de la vieja casa napolitana, y con frecuencia se le encontró ahí, tendido en el suelo, con los brazos extendidos y perdido en sus arrobamientos. Fue en vano que el Papa le ofreciese obispados; Francisco nunca había deseado las dignidades y menos entonces, cuando su mente y su corazón estaban puestos en el cielo. Sin embargo, no estaba destinado a morir en Nápoles. San Felipe Neri había ofrecido a los Clérigos Regulares Menores una casa en Agnone, en los Abruzos, para el noviciado, y se propuso que san Francisco fuese a vigilar los pasos iniciales de la nueva fundación. Durante su viaje se detuvo en Loreto, donde se le otorgó la gracia de pasar toda la noche en oración en la capilla de la Santa Casa. Cuando invocaba la ayuda de Nuestra Señora en favor de su grey, se le apareció Adorno, ya fuera en un sueño o en una visión, para anunciarle su próxima muerte. Llegó a Agnone aparentemente sano, pero en su fuero interno no se hacía ilusiones. El primer día de junio cayó postrado, presa de una fiebre que aumentó de continuo. Tuvo tiempo de dictar los términos fervorosos de una carta en la que pedía a los miembros de la sociedad que permanecieran fieles a la regla. Después pareció quedar absorto en la meditación, hasta el ocaso, cuando levantó la voz para clamar: «¡Vamonos! ¡Vamonos!» «¿A dónde quieres ir, hermano Francisco?», inquirió uno de los que le cuidaban. «¡Al Cielo, al Cielo!», repuso el santo con voz clara y acento triunfante. Apenas había pronunciado estas palabras, cuando su deseo se vio realizado, y Francisco Caracciolo, a la edad de cuarenta y cuatro años, pasó a recibir su recompensa en una vida mejor. San Francisco fue canonizado en 1807. Su orden de Clérigos Regulares Menores llegó a ser una institución floreciente, pero en la actualidad es casi desconocida fuera de Italia, donde se los llama «Caracciolini». 

En los siglos diecisiete y dieciocho, se publicó un número considerable de biografías de san Francisco Caracciolo, por ejemplo, las de Vives (1654), Pistelli (1701) y Cencelli (1769). En épocas más recientes, tenemos una biografía de Ferrante (1862) y, en 1908, G. Tagliatela publicó un libro titulado: Terzo Centenario di S. Francesco Caracciolo. Un relato acertado sobre la iniciación y el desarrollo de los Clérigos Regulares Menores, es el de M. Heimbucher en su libro, Orden und Kongregationen, tercera edición.

Este es mi Cuerpo y esta es mi Sangre

Marcos 14, 12-16. 22-26. Solemnidad de Corpus Christi. Recordamos la institución de la Eucaristía, durante la Última Cena al convertir Jesús el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre.

Del santo Evangelio según san Marcos 14, 12-16. 22-26

El primer día de los Azimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de Pascua?» Entonces, envía a dos de sus discípulos y les dice: «Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle y allí donde entre, decid al dueño de la casa: El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos? El os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada; haced allí los preparativos para nosotros.» Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron tal como les había dicho, y prepararon la Pascua. Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo: «Tomad, este es mi cuerpo.» Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella. Y les dijo: «Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos. Yo os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios.» Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos.

Oración introductoria
Señor, ayúdame a prepararme para poder tener este momento de oración. Permite que el meditar sobre tu Cuerpo y tu Sangre, que se me ofrece como fuente inagotable de gracia, me de la fuerza, la sabiduría, la confianza, para hacer tu voluntad hoy y siempre.

Petición
Jesucristo Eucaristía, aunque no soy digno, haz en mi tu morada.

Meditación del Papa Francisco
En la fiesta del Corpus Christi celebramos a Jesús "pan vivo que ha bajado del cielo", alimento para nuestra hambre de vida eterna, fuerza para nuestro camino. Doy gracias al Señor que hoy me concede celebrar el Corpus Christi con ustedes, hermanos y hermanas de esta Iglesia.

La fiesta de hoy es la fiesta en la que la Iglesia alaba al Señor por el don de la Eucaristía. Mientras que el Jueves Santo hacemos memoria de su institución en la última Cena, hoy predomina la acción de gracias y la adoración. Y, en efecto, es tradicional en este día la procesión con el Santísimo Sacramento. Adorar a Jesús Eucaristía y caminar con Él. Estos son los dos aspectos inseparables de la fiesta de hoy, dos aspectos que dan la impronta a toda la vida del pueblo cristiano: un pueblo que adora a Dios y un pueblo que camina: ¡que no está quieto, camina!

Ante todo, nosotros somos un pueblo que adora a Dios. Adoramos a Dios que es amor, que en Jesucristo se entregó a sí mismo por nosotros, se entregó en la cruz para expiar nuestros pecados y por el poder de este amor resucitó de la muerte y vive en su Iglesia. Nosotros no tenemos otro Dios fuera de este.» (Homilía de S.S. Francisco, 21 de junio de 2014).

Reflexión
Hoy celebramos la solemnidad del Corpus Christi. Antiguamente -y todavía hoy en muchos países católicos- se celebra esta fiesta con una procesión solemne, en la que se lleva expuesto al Santísimo Sacramento por las principales calles de la ciudad, acompañado con flores, cirios, oraciones, himnos y cánticos de los fieles. Sin duda todos hemos participado o presenciado alguna procesión del Corpus. Pero no estoy tan seguro de que todos conozcamos el origen y el significado de esta celebración.

Esta fiesta se celebra el jueves ya que nació como una prolongación del Jueves Santo, y cuyo fin era tributar un culto público y solemne de adoración, de veneración, de amor y gratitud a Jesús Eucaristía por el regalo maravilloso que nos dio aquel día de la Ultima Cena, cuando quiso quedarse con nosotros para siempre en el sacramento del altar.

La solemnidad del Corpus Christi se remonta al siglo XIII. Se cuenta, en efecto, que el año 1264 un sacerdote procedente de la Bohemia, un tal Pedro de Praga, dudoso sobre el misterio de la transustanciación del Cuerpo y de la Sangre de Cristo en la Hostia santa y en el vino consagrado, acudió en peregrinación a Roma para invocar sobre la tumba del apóstol san Pedro el robustecimiento de su fe. Al volver de la Ciudad Eterna, se detuvo en Bolsena y, mientras celebraba el santo Sacrificio de la Misa en la cripta de santa Cristina, la sagrada Hostia comenzó a destilar sangre hasta quedar el corporal completamente mojado. La noticia del prodigio se regó como pólvora, llegando hasta los oídos del Papa Urbano IV, que entonces se encontraba en Orvieto, una población cercana a Bolsena. Impresionado por la majestuosidad del acontecimiento, ordenó que el sagrado lino fuese transportado a Orvieto y, comprobado el milagro, instituyó enseguida la celebración de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo.

Al poco tiempo el mismo Papa Urbano IV encargó al insigne teólogo dominico, Tomás de Aquino, la preparación de un oficio litúrgico propio para esta fiesta y la creación de cantos e himnos para celebrar a Cristo Eucaristía. Fue él quien compuso, entre otros himnos, la bellísima secuencia "Lauda Sion" que se canta en la Misa del día, tan llena de unción, de alta teología y mística devoción.

El año 1290 el Papa Nicolás IV, a petición del clero y del pueblo, colocó la primera piedra de la nueva catedral que se erigiría en la ciudad de Orvieto para custodiar y venerar la sagrada reliquia. Yo personalmente he tenido la oportunidad de visitar varias veces -aquí en Italia- la basílica de Bolsena, lugar del milagro eucarístico, y el santo relicario de la catedral de Orvieto, en donde se palpa una grandísima espiritualidad.

Después de esta breve noticia histórica, parece obvio el porqué de esta celebración. La Iglesia entera –fieles y pastores, unidos en un solo corazón– quiere honrar solemnemente y tributar un especial culto de adoración a Jesucristo, realmente presente en el santísimo sacramento de la Eucaristía, memorial de su pasión, muerte y resurrección por amor a nosotros, banquete sacrificial y alimento de vida eterna.
La Iglesia siempre ha tenido en altísima estima y veneración este augusto sacramento, pues en él se contiene, real y verdaderamente, la Persona misma del Señor, con su Cuerpo santísimo, su Sangre preciosa, y toda su alma y divinidad. En los restantes sacramentos se encierra la gracia salvífica de Cristo; pero en éste hallamos al mismo Cristo, autor de nuestra salvación.

Desde aquel primer Jueves Santo, cada Misa que celebra el sacerdote en cualquier rincón de la tierra tiene un valor redentor y de salvación universal. No sólo "recordamos" la Pascua del Señor, sino que "revivimos" realmente los misterios sacrosantos de nuestra redención, por amor a nosotros. ¡Gracias a ellos, nosotros podemos tener vida eterna!

Propósito
Ojalá que, a partir de ahora, vivamos con mayor conciencia, fe, amor y gratitud cada Santa Misa y acudamos con más frecuencia a visitar a Jesucristo en el Sagrario, con una profunda actitud de adoración y veneración. Y, si de verdad lo amamos, hagamos que nuestro amor a El se convierta en obras de caridad y de auténtica vida cristiana. Sólo así seremos un verdadero testimonio de Cristo ante el mundo.

Diálogo con Cristo
Jesús, gracias por quedarte en la Eucaristía, eres quien me reconforta cuando caigo en el camino, quien me ayuda a quitar los obstáculos y las asperezas que me quieren alejar del camino a la santidad. Ayúdame a nunca «acostumbrarme» a este milagro de amor.


¡Gracias, Señor, por este maravilloso regalo de tu amor hacia mí!

Solemnidad del Corpus Christi. La Eucaristía es el sacramento por excelencia de la Iglesia, porque brotó del amor redentor de Jesucristo.

Hay, en Tierra Santa, un pueblecito llamado Tabga. Está situado junto a la ribera del lago Tiberíades, en el corazón de la Galilea. Y se halla a los pies del monte de las Bienaventuranzas. La Galilea es una región de una gran belleza natural, con sus verdes colinas, el lago de azul intenso y una fértil vegetación. Este rincón, que es como la puerta de entrada a Cafarnaúm, goza todo el año de un entorno exuberante. Es, precisamente en esta aldea, donde la tradición ubica el hecho histórico de la multiplicación de los panes realizada por Jesús.

Ya desde el siglo IV los cristianos construyeron aquí una iglesia y un santuario, y aun hoy en día se pueden contemplar diversos elementos de esa primera basílica y varios mosaicos que representan la multiplicación de los panes y de los peces.

Pero hay en la Escritura un dato interesante. Además de los relatos de la Pasión, éste es el único milagro que nos refieren unánimemente los cuatro evangelistas, y esto nos habla de la gran importancia que atribuyeron desde el inicio a este hecho. Más aún, Mateo y Marcos nos hablan incluso de dos multiplicaciones de los panes. Y los cuatro se esmeran en relatarnos los gestos empleados por Jesús en aquella ocasión: “Tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos –dio gracias, nos dice san Juan—, los partió y se los dio a los discípulos para que se los repartieran a la gente”.

Seguramente, los apóstoles descubrieron en estos gestos un acto simbólico y litúrgico de profunda significación teológica. Esto no lo advirtieron, por supuesto, en esos momentos, sino a la luz de la Última Cena y de la experiencia post-pascual, cuando el Señor resucitado, apareciéndose a sus discípulos, vuelve a repetir esos gestos como memorial de su Pasión, de su muerte y resurrección. Y, por tanto, también como el sacramento supremo de nuestra redención y de la vida de la Iglesia.

Año tras año, el Papa san Juan Pablo II escribió una carta pastoral dirigida a todos los sacerdotes del mundo con ocasión del Jueves Santo, día del sacerdocio y de la Eucaristía por antonomasia.

En la Encíclica Ecclesia de Eucharistia nos dice que "La Iglesia vive de la Eucaristía”. Así iniciaba el Papa su meditación. “Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia”. Y a continuación tratará de hacernos comprender, valorar y vivir esta afirmación inicial.

En efecto, la Eucaristía es el sacramento por excelencia de la Iglesia –y, por tanto, de cada uno de los bautizados— porque brotó del amor redentor de Jesucristo, la instituyó como sacramento y memorial de su Alianza con los hombres; alianza que es una auténtica redención, liberación de los pecados de cada uno de nosotros para darnos vida eterna, y que llevó a cabo con su santa Pasión y muerte en el Calvario. La sangre y el agua que brotaron del costado traspasado de Cristo sobre la cruz nos hablan de este mismo misterio.

El Sacrificio eucarístico es –recuerda el Papa, tomando las palabras del Vaticano II— “fuente y culmen de toda la vida cristiana”. Cristo en persona es nuestra Pascua, convertido en Pan de Vida, que da la vida eterna a los hombres por medio del Espíritu Santo.

San Juan Pablo II nos confesó que, durante el Gran Jubileo del año 2000, tuvo la grandísima dicha de poder celebrar la Eucaristía en el Cenáculo de Jerusalén, en el mismísimo lugar donde la tradición nos dice que fue realizada por Jesucristo mismo la primera vez en la historia. Y varias veces trajó el Papa a la memoria este momento de gracia tan singular. El Papa sí valoró profundamente lo que es la Eucaristía. En el Cenáculo –nos recuerda el Santo Padre— “Cristo tomó en sus manos el pan, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros” (Eccl. de Euch., nn. 1-2).

Estos gestos y palabras consacratorias son las mismas que empleó Jesús durante su vida pública, en el milagro de la multiplicación de los panes. Si Cristo tiene un poder absoluto sobre el pan y su naturaleza, entonces también podía convertir el pan en su propio Cuerpo, y el vino en su Sangre.

Y decimos que la Eucaristía es el “memorial” de nuestra redención porque –con palabras del mismo Santo Padre— “en ella está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca, sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos”. Esto, precisamente, significa la palabra “memorial”. No es un simple recuerdo histórico, sino un recuerdo que se actualiza, se repite y se hace realmente presente en el momento mismo de su celebración.
Por eso –continuó el Papa— la Eucaristía es “el don por excelencia, porque es el don de sí mismo (de Jesucristo), de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación.

Ésta no queda relegada al pasado, pues todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos… Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y se realiza la obra de nuestra redención” (Eccl. de Euch., n. 11).

Ojalá, pues, que en esta fiesta del Corpus Christi, que estamos celebrando hoy, todos valoremos un poco más la grandeza y sublimidad de este augusto sacramento que nos ha dejado nuestro Señor Jesucristo, la Eucaristía, el maravilloso don de su Cuerpo y de su Sangre preciosa para nuestra redención: “Éste es mi Cuerpo. Ésta es mi Sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por muchos, para el perdón de los pecados. Haced esto en memoria mía”.

Que a partir de hoy vivamos con una fe mucho más profunda e intensa, y con mayor conciencia, amor y veneración cada Eucaristía, cada Santa Misa: ¡Gracias mil, Señor, por este maravilloso regalo de tu amor hacia mí!

 

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