“Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre”

 

Una de las parejas a las que casó el Papa

"El matrimonio es un viaje difícil y, a veces, conflictivo, como la vida"
Papa a los novios: "Os deseo a todos vosotros un bello camino, un camino fecundo"
"Es normal que los esposos discutan. No terminéis nunca el día sin hacer las paces

José Manuel Vidal, 14 de septiembre de 2014 a las 09:50

Os deseo felicidad. Habrá cruces, pero siempre está el Señor allí, para ayudaros a segur adelante

(José M. Vidal).- Una madre soltera, novios que llevan años conviviendo sin haber pasado por el altar, jóvenes desempleados y todo tipo de contrayentes. Lo hace realmente especiales a esas 20 parejas que hoy domingo se convirtieron en marido y mujer es que los casó Francisco, en los primeros matrimonios que celebra desde que hace un año y medio fuera elegido Papa.
Bodas en la Basílica de San Pedro. Con novias radiantes y emocionadas. Se respira aire de fiesta y de novedad en el Vaticano. Donde siempre se han ordenado sacerdotes y obispos, hoy se casan parejas de novios.
Tras la procesión de entrada, el Papa da inicio a los ritos del matrimonio.

Primera lectura del libro de los Números.

Salmo responsorial 77: "No olvidéis las obras del Señor"
Segunda lectura de San Pablo a los Filipenses
El Evangelio de Juan: "Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo"

Algunas frases de la homilía del Papa

"Camino del pueblo en el desierto...Eran sobre todo familias. Hombres y mujeres de toda edad. Muchos niños..." "Este pueblo hace pensar a la Iglesia en camino en el desierto del mundo de hoy"
"Y nos hace pensar en nuestras familias"
"Es incalculable la carga de humanidad que hay en una familia"
"Las familias son el primer lugar en el que nos formamos como personas y los ladrillos para la construcción de la sociedad". "Es la tentación de volver atrás, de abandonar el camino"
"Pienso en las parejas de esposos que no soportan el viaje". "Pierden el gusto del matrimonio"
"La vida cotidiana se torna pesada"
"Dios no elimina las serpientes, pero ofrece un antídoto"
"Dios transmite su fuerza de curación y su misericordia más fuerte que el veneno del tentador"

"El amor de Cristo puede restituir a los esposos la alegría de caminar juntos"
"El matrimonio es el camino conjunto de un hombre y de una mujer"
"La obligación del hombre de ayudar a su mujer a ser más mujer y de la mujer al hombre a ser más hombre".
"Un viaje difícil y, a veces, conflictivo, como la vida"
"Un pequeño consejo: Es normal que los esposos discutan. Siempre se hace. No terminéis nunca el día sin hacer las paces. Es suficiente un pequeño gesto y, así, se continúa el camino"
"EL matrimonio es el sacramento del amor"
"Os deseo a todos vosotros un bello camino, un camino fecundo, que el amor crezca"
"Os deseo felicidad. Habrá cruces, pero siempre está el Señor allí, para ayudaros a segur adelante"
"Que el Señor os bendiga"

Texto de la Homilía del Santo Padre Francisco en la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, durante la Santa Misa celebrada en la Basílica de San Pedro con el rito del Matrimonio

La prima Lectura nos habla del camino del pueblo en el desierto. Pensemos en aquella gente en marcha, siguiendo a Moisés; eran sobre todo familias: padres, madres, hijos, abuelos; hombres y mujeres de todas las edades, muchos niños, con los ancianos que avanzaban con dificultad... Este pueblo nos lleva a pensar en la Iglesia en camino por el desierto del mundo actual, en el Pueblo de Dios, compuesto en su mayor parte por familias.

Y nos hace pensar también en las familias, nuestras familias, en camino por los derroteros de la vida, por las vicisitudes de cada día... Es incalculable la fuerza, la carga de humanidad que hay en una familia: la ayuda mutua, la educación de los hijos, las relaciones que maduran a medida que crecen las personas, las alegrías y las dificultades compartidas... Las familias son el primer lugar en que nos formamos como personas y, al mismo tiempo, son los "adobes" para la construcción de la sociedad.
Volvamos al texto bíblico. En un momento dado, «el pueblo estaba extenuado del camino» (Nm 21, 4). Estaban cansados, no tenían agua y comían sólo "maná", un alimento milagroso, dado por Dios, pero que, en aquel momento de crisis, les parecía demasiado poco. Y entonces se quejaron y protestaron contra Dios y contra Moisés: "¿Por qué nos habéis sacado...?" (Cf. Nm 21,5). Es la tentación de volver atrás, de abandonar el camino.

Esto me lleva a pensar en las parejas de esposos que "se sienten extenuadas del camino" de la vida conyugal y familiar. El cansancio del camino se convierte en agotamiento interior; pierden el gusto del Matrimonio, no encuentran ya en el Sacramento la fuente de agua. La vida cotidiana se hace pesada, "da náusea".

En ese momento de desorientación - dice la Biblia - llegaron serpientes venenosas que mordían a la gente, y muchos murieron. Esto provocó el arrepentimiento del pueblo, que pidió perdón a Moisés y le suplicó que rogase al Señor que apartase las serpientes. Moisés rezó al Señor y Él dio el remedio: una serpiente de bronce sobre un estandarte; quien la mire, quedará sano del veneno mortal de las serpientes.

¿Qué significa este símbolo? Dios no acaba con las serpientes, sino que da un "antídoto": mediante esa serpiente de bronce, hecha por Moisés, Dios comunica su fuerza de curación, que es su misericordia, más fuerte que el veneno del tentador.

Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, se identificó con este símbolo: el Padre, por amor, lo ha "entregado" a Él, el Hijo Unigénito, a los hombres para que tengan vida (Cf. Jn 3,13-17); y este amor inmenso del Padre lleva al Hijo a hacerse hombre, a hacerse siervo, a morir por nosotros y a morir en una cruz; por eso el Padre lo ha resucitado y le ha dado poder sobre todo el universo. Así se expresa el himno de la Carta de San Pablo a los Filipenses (2,6-11). Quien confía en Jesús crucificado recibe la misericordia de Dios que cura del veneno mortal del pecado. 

 

El remedio que Dios da al pueblo vale también, especialmente, para los esposos que, "extenuados del camino", sienten la tentación del desánimo, de la infidelidad, de mirar atrás, del abandono... También a ellos Dios Padre les entrega a su Hijo Jesús, no para condenarlos, sino para salvarlos: si confían en Él, los cura con el amor misericordioso que brota de su Cruz, con la fuerza de una gracia que regenera y encauza de nuevo la vida conyugal y familiar.

El amor de Jesús, que ha bendecido y consagrado la unión de los esposos, es capaz de mantener su amor y de renovarlo cuando humanamente se pierde, se hiere, se agota. El amor de Cristo puede devolver a los esposos la alegría de caminar juntos; porque eso es el matrimonio: un camino en común de un hombre y una mujer, en el que el hombre tiene la misión de ayudar a su mujer a ser mejor mujer, y la mujer tiene la misión de ayudar a su marido a ser mejor hombre. Es la reciprocidad de la diferencia. No es un camino llano, sin problemas, no, no sería humano. Es un viaje comprometido, a veces difícil, a veces complicado, pero así es la vida. El matrimonio es símbolo de la vida, de la vida real, no es una "novela". Es sacramento del amor de Cristo y de la Iglesia, un amor que encuentra en la Cruz su prueba y su garantía.

Evangelio según San Juan 19,25-27. 

Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: "Mujer, aquí tienes a tu hijo". Luego dijo al discípulo: "Aquí tienes a tu madre". Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa. 

San Juan Crisóstomo (345?-407), presbítero en Antioquía, después obispo de Constantinopla, doctor de la Iglesia 

Homilía sobre el cementerio y la cruz, 2; PG 49, 396 (trad. breviario - memoria de Santa María Virgen)

“Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre”

¿Te das cuenta, qué victoria tan admirable? ¿Te das cuenta de cuán esclarecidas son las obras de la cruz? ¿Puedo decirte algo más maravilloso todavía? Entérate cómo ha sido conseguida esta victoria, y te admirarás más aún. Pues Cristo venció al diablo valiéndose de aquello mismo con que el diablo había vencido antes, y lo derrotó con las mismas armas que él había antes utilizado. Escucha de qué modo. Una virgen, un madero y la muerte fueron el signo de nuestra derrota. Eva era virgen, porque aún no había conocido varón; el madero era un árbol; la muerte, el castigo de Adán. Mas he aquí que, de nuevo, una Virgen, un madero y la muerte, antes signo de derrota, se convierten ahora en signo de victoria. En lugar de Eva está María; en lugar del árbol de la ciencia del bien y del mal, el árbol de la cruz; en lugar de la muerte de Adán, la muerte de Cristo.

¿Te das cuenta de cómo el diablo es vencido en aquello mismo en que antes había triunfado? En un árbol el diablo hizo caer a Adán; en un árbol derrotó Cristo al diablo. Aquel árbol hacía descender a la región de los muertos; éste, en cambio, hace volver de este lugar a los que a él habían descendido. Otro árbol ocultó la desnudez del hombre, después de su caída; éste, en cambio, mostró a todos, elevado en alto, al vencedor, también desnudo. […]

Éstos son los admirables beneficios de la cruz en favor nuestro: la cruz es el trofeo erigido contra los demonios, la espada contra el pecado, la espada con la que Cristo atravesó a la serpiente; la cruz es la voluntad del Padre, la gloria de su Hijo único, el júbilo del Espíritu Santo, el ornato de los ángeles, la seguridad de la Iglesia, el motivo de gloriarse de Pablo (Ga 6,14), la protección de los santos, luz de todo el orbe.

Memoria de Nuestra Señora de los Dolores

Memoria de Nuestra Señora de los Dolores, que de pie junto a la cruz de Jesús, su Hijo, estuvo íntima y fielmente asociada a su pasión salvadora. Fue la nueva Eva, que por su admirable obediencia contribuyó a la vida, al contrario de lo que hizo la primera mujer, que por su desobediencia trajo la muerte.

El presente artículo del Butler-Guinea se refiere a la celebración de «Los siete dolores de la Virgen María», que era el nombre de esta fecha litúrgica en el calendario anterior a la última reforma. Pareció interesante conservar su contenido, para tener un acercamiento a la historia de la celebración, pero debe tenerse presente que en la liturgia actual tiene rango de memoria, y por tanto las antífonas ya no corresponden al contenido de la conmemoración, sino que son las que tocan en el día correspondiente; asimismo los textos que se refieren específicamente a los dolores de la Virgen, tanto en la misa como en el oficio del día, están centrados exclusivamente en la Pasión, mientras que la celebración los «siete dolores» tal como se los ordena aquí, ha permanecido sólo como devoción popular.

Por dos veces durante el año, la Iglesia de occidente conmemora los dolores de la Santísima Virgen María: el viernes de la semana de Pasión, llamado Viernes de Dolores, y también en el día de hoy, 15 de septiembre. La primera de estas conmemoraciones es la más antigua, puesto que se instituyó en Colonia y otras partes de Europa en el siglo XV. Por entonces, se la llamaba Memoria de los Sufrimientos y Penas de la Santísima Virgen María y se dedicaba especialmente a los sufrimientos de Nuestra Señora en el curso de la Pasión de su divino Hijo.

Cuando la festividad se extendió por toda la Iglesia occidental, en 1727, con el nombre de los Siete Dolores, se mantuvo la referencia original de la misa y del oficio de la Crucifixión del Señor y, la conmemoración se llama todavía en algunos calendarios «Compasión de Nuestra Señora», así como en muchos lugares, antes del siglo XVIII.

En la Edad Media había una devoción popular por los cinco gozos de María y, por la misma época se complementó esa devoción con otra fiesta en honor de sus cinco dolores, durante la Pasión. Más adelante, las penas de la Virgen se aumentaron a siete y no sólo comprendieron su marcha hacia el Calvario, sino su vida entera. A los frailes servitas, que desde su fundación tuvieron particular devoción por los sufrimientos de María, se les autorizó en 1668 para que celebraran una festividad en memoria de los Siete Dolores, el tercer domingo de septiembre. Esta festividad se implantó también en la Iglesia occidental en 1814. Durante largo tiempo, estos misterios se enumeraron de distinta manera, pero a partir de la composición del oficio litúrgico, se establecieron de acuerdo con los responsorios de los maitines, como sigue:

-La profecía de San Simeón. «Había un hombre llamado Simeón que era justo y piadoso; y le dijo a María: Una espada de dolor traspasará tu alma.»

-La Huída a Egipto. «Levántate, toma al Niño y a su Madre, huye hacia Egipto y quédate allí hasta que yo te lo diga.»

-El Niño Jesús perdido durante tres días. «Hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.»

-La dolorosa marcha hacia el Calvario. «Él avanzó cargado con la cruz. Y le seguía una gran multitud del pueblo y una mujer que lloraba y se lamentaba por Él.»

-La Crucifixión. «Y cuando llegaron al lugar que se llama Calvario, lo crucificaron allí. A los pies de la cruz de Jesús estaba su Madre."

-El descendimiento de la cruz. «José de Arimatea pidió el cuerpo de Jesús. Y al bajarlo de la cruz, lo depositó en los brazos de su Madre.»

-La Sepultura. «¡Qué gran tristeza pesaba sobre tu corazón, Madre de los dolores, cuando José lo envolvió en lienzos finos y lo dejó en el sepulcro.»

Mucho se ha escrito sobre la gradual evolución de estos siete dolores de Nuestra Señora, pero de ninguna manera, se ha agotado el tema. Una de las contribuciones más valiosas para esta historia es la de un artículo que aparece en la Analecta Bollandiana (vol. xu, 1893, pp. 333-352), bajo el título de La Vierge aux Sept Glaives, escrito para rebatir el absurdo intento del folklorista H. Gaidoz para relacionar la devoción con un rollo manuscrito que se encuentra en el Museo Británico. El rollo está ilustrado con una representación de la diosa asiria Istar, en torno a la cual hay una especie de panoplia en la que se ven siete armas. La coincidencia no tiene nada de extraordinario y no existe el menor indicio que sugiera un vínculo entre la diosa asiria y la devoción occidental de época muy posterior. Sabemos con certeza que en la Edad Media se reconocían los «cinco gozos» y poco tiempo después, se estableció el número de siete dolores específicos de Nuestra Señora. Además, antes de que se estableciera ese acuerdo, hubo devoción por «nueve gozos», «quince dolores», y hasta «veintisiete dolores».

Ver S. Beissel, Geschichte der Verehrung Marías in Deutschland, vol. I ( 1909), pp. 404-413; sobre la conmemoración litúrgica, ver el vol. II de la misma obra (1910), pp. 364-367. Pueden obtenerse otras informaciones sobre la manera como se observaba esta festividad en el pasado en la obra de Holweck, Calendarium Liturgicum Festorum (1925) . A pesar de que en la época de Benedicto XIV la celebración era muy nueva, una comisión de aquel Papa abogaba por la eliminación de esta fiesta del calendario.

Cuadro: Alberto Durero: los Siete Dolores de María, alrededor de 1496, en la Alte Pinakothek de Munich y en la Pinacoteca de Dresde.

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

Por dos veces durante el año, la Iglesia de occidente conmemora los dolores de la Santísima Virgen María: el viernes de la semana de Pasión, llamado Viernes de Dolores, y también en el día de hoy, 15 de septiembre. La primera de estas conmemoraciones es la más antigua, puesto que se instituyó en Colonia y otras partes de Europa en el siglo XV. Por entonces, se la llamaba Memoria de los Sufrimientos y Penas de la Santísima Virgen María y se dedicaba especialmente a los sufrimientos de Nuestra Señora en el curso de la Pasión de su divino Hijo. Cuando la festividad se extendió por toda la Iglesia occidental, en 1727, con el nombre de los Siete Dolores, se mantuvo la referencia original de la misa y del oficio de la Crucifixión del Señor y, la conmemoración se llama todavía en algunos calendarios «Compasión de Nuestra Señora», así como en muchos lugares, antes del siglo XVIII.

En la Edad Media había una devoción popular por los cinco gozos de María y, por la misma época se complementó esa devoción con otra fiesta en honor de sus cinco dolores, durante la Pasión. Más adelante, las penas de la Virgen se aumentaron a siete y no sólo comprendieron su marcha hacia el Calvario, sino su vida entera. A los frailes servitas, que desde su fundación tuvieron particular devoción por los sufrimientos de María, se les autorizó en 1668 para que celebraran una festividad en memoria de los Siete Dolores, el tercer domingo de septiembre. Esta festividad se implantó también en la Iglesia occidental en 1814. Durante largo tiempo, estos misterios se enumeraron de distinta manera, pero a partir de la composición del oficio litúrgico, se establecieron de acuerdo con los responsorios de los maitines, como sigue:

-La profecía de San Simeón. «Había un hombre llamado Simeón que era justo y piadoso; y le dijo a María: Una espada de dolor traspasará tu alma.»

-La Huída a Egipto. «Levántate, toma al Niño y a su Madre, huye hacia Egipto y quédate allí hasta que yo te lo diga.»

-El Niño Jesús perdido durante tres días. «Hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.»

-La dolorosa marcha hacia el Calvario. «Él avanzó cargado con la cruz. Y le seguía una gran multitud del pueblo y una mujer que lloraba y se lamentaba por Él.»

-La Crucifixión. «Y cuando llegaron al lugar que se llama Calvario, lo crucificaron allí. A los pies de la cruz de Jesús estaba su Madre."

-El descendimiento de la cruz. «José de Arimatea pidió el cuerpo de Jesús. Y al bajarlo de la cruz, lo depositó en los brazos de su Madre.»

-La Sepultura. «¡Qué gran tristeza pesaba sobre tu corazón, Madre de los dolores, cuando José lo envolvió en lienzos finos y lo dejó en el sepulcro.»

Mucho se ha escrito sobre la gradual evolución de estos siete dolores de Nuestra Señora, pero de ninguna manera, se ha agotado el tema. Una de las contribuciones más valiosas para esta historia es la de un artículo que aparece en la Analecta Bollandiana (vol. xu, 1893, pp. 333-352), bajo el título de La Vierge aux Sept Glaives, escrito para rebatir el absurdo intento del folklorista H. Gaidoz para relacionar la devoción con un rollo manuscrito que se encuentra en el Museo Británico. El rollo está ilustrado con una representación de la diosa asiria Istar, en torno a la cual hay una especie de panoplia en la que se ven siete armas. La coincidencia no tiene nada de extraordinario y no existe el menor indicio que sugiera un vínculo entre la diosa asiria y la devoción occidental de época muy posterior. Sabemos con certeza que en la Edad Media se reconocían los «cinco gozos» y poco tiempo después, se estableció el número de siete dolores específicos de Nuestra Señora. Además, antes de que se estableciera ese acuerdo, hubo devoción por «nueve gozos», «quince dolores», y hasta «veintisiete dolores». 

Ver S. Beissel, Geschichte der Verehrung Marías in Deutschland, vol. I ( 1909), pp. 404-413; sobre la conmemoración litúrgica, ver el vol. II de la misma obra (1910), pp. 364-367. Pueden obtenerse otras informaciones sobre la manera como se observaba esta festividad en el pasado en la obra de Holweck, Calendarium Liturgicum Festorum (1925) . A pesar de que en la época de Benedicto XIV la celebración era muy nueva, una comisión de aquel Papa abogaba por la eliminación de esta fiesta del calendario.

Cuadro: Alberto Durero: los Siete Dolores de María, alrededor de 1496, en la Alte Pinakothek de Munich y en la Pinacoteca de Dresde.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

¿CÓMO CAMBIAR LA MIRADA?

Hebreos 5, 7-9; Sal 30, 2-3a. 3b-4. 5-6. 15-16. 20; Juan 19, 25-27

Ayer contemplábamos la cruz, queríamos mirar a Cristo en la cruz esta semana de una manera especial. Pero mirar solo la cruz puede crear rechazo. Pedro, Santiago, Felipe, Bartolomé, Tomás …, el resto de los apóstoles no era que no quisieran al Señor, que se convirtieran de pronto en unos traidores, pero se escandalizaron de la cruz, les creó rechazó, les espantó. Sólo Juan supo dónde tenía que estar, junto a María y, por ello, junto al Señor.

“En aquel tiempo, junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: -«Mujer, ahí tienes a tu hijo.» Luego, dijo al discípulo: -«Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.” El Evangelio de hoy es breve e intenso. Para cambiar la mirada que dirigimos a la cruz hay que aferrarse a la mujer, a la madre, a María. Con nuestra Madre se ve a Cristo en la cruz como “autor de salvación eterna.” Se descubre que la muerte no es el final, que la enfermedad nos une a la Pasión gloriosa de Cristo, que el desgastarse por amor a los demás en la familia, en el trabajo, tiene un valor que se une a la redención de Cristo.

Mirar la cruz sin estar cerca de María nos llevará al rechazo o a pensar en nosotros mismos, a intentar esquivarla y dejarla lo más lejos posible. No es nada infrecuente que huyamos de la cruz, además es lo que haríamos todos si sólo descubrimos en ella una carga, un sufrimiento, una muerte. Pero con María, aún descubriendo la crudeza de la cruz y lo espantoso de nuestros pecados, descubrimos la fortaleza de la fe, nuestra mirada, como la suya, estará preñada de esperanza y se volverá hacia los demás llena de caridad. Tal vez no lleguemos a entender la cruz, incluso tengamos ganas de rebelarnos ante nuestras cruces, pero cuando intentemos darles la espalda encontraremos la mano de María que nos agarra, con los ojos anegados en lágrimas nos sonríe y, señalando a su Hijo, nos dirá en voz baja: “Ahí está la vida.”Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores, que no los huye sino que los asume y los pone en los brazos abiertos de Jesucristo. Su dolor es un dolor como de parto, de dar a luz en su nueva maternidad de toda la humanidad, a cada uno de nosotros , con nuestros pecados, nuestras flaquezas y nuestras traiciones. Pero con ella miraremos a la cruz con otros ojos y de nuestra cobardía nacerá la valentía del Espíritu Santo. No la dejemos sola que Ella no nos abandona.

María, una espada te atravesará el corazón

Lucas 2, 33-35. Nuestra Señora de los Dolores. Ella nos enseña la gallardía con que el cristiano debe sobrellevar el dolor.

Oración introductoria
Jesús, hoy no quiero pedirte nada, quiero ofrecerte más bien todo lo que soy y mi humilde esfuerzo de imitar a María, que ante el inmenso e inmerecido dolor que sufrió, supo guardar en su corazón todo lo que no logró comprender. Con mucha fe, confianza y amor te suplico, Madre santísima, que intercedas por mí ante tu amado Hijo.

Petición
María, acompáñame en mi camino de vida, como lo hiciste con tu Hijo Jesús.

Meditación del Papa Francisco

Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios porque "derribó de su trono a los poderosos" y "despidió vacíos a los ricos" es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia. Es también la que conserva cuidadosamente "todas las cosas meditándolas en su corazón". María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar a los demás "sin demora". 
Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su oración maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo. (S.S. Francisco, exhortación apostólica Evangelii gaudium n. 288) .

Reflexión

Cuando Dios había decidido venir a la tierra había pensado ya desde toda la eternidad en encarnarse por medio de la criatura más bella jamás creada. Su madre habría de ser la más hermosa de entre las hijas de esta tierra de dolor, embellecida con la altísima dignidad de su pureza inmaculada y virginal. Y así fue. Todos conocemos la grandeza de María.

Pero María no fue obligada a recibir al Hijo del Altísimo. Ella quiso libremente cooperar. Y sabía, además, que el precio del amor habría de ser muy caro. "Una espada de dolor atravesará tu alma" le profetizó el viejo Simeón. Pero, ¡cómo no dejar que el Verbo de Dios se entrañara en ella! Lo concibió, lo portó en su vientre, lo dio a luz en un pobre pesebre, lo cargó en sus brazos de huida a Egipto, lo educó con esmero en Nazaret, lo vio partir con lágrimas en los ojos a los 33 años, lo siguió silenciosa, como fue su vida, en su predicación apostólica...

Lo seguiría incondicionalmente. No se había arrepentido de haber dicho al ángel en la Anunciación: "Hágase". A pesar de los sufrimientos que habría de padecer. ¡Pero si el amor es donación total al amado! Ahora allí, fiel como siempre, a los pies de la cruz, dejaba que la espada de dolor le desencarnara el corazón tan sensible, tan puro de ella, su madre. A Jesús debieron estremecérsele todas las entrañas de ver a su Purísima Madre, tan delicada como la más bella rosa, con sus ojos desencajados de dolor. Los dos más inocentes de esta tierra. Aquella única inocente, a la que no cargaba sus pecados. La Virgen de los Dolores. La Corredentora.

Ella nos enseña la gallardía con que el cristiano debe sobrellevar el dolor. El dolor es el precio del amor a los demás. No es el castigo de un Dios que se regocija en hacer sufrir a sus criaturas, es el momento en que podemos ofrecer ese dolor por el bien espiritual de los demás, es la experiencia de la corredención, como María. Ella miró la cruz y a su Hijo y ofreció su dolor por todos nosotros. 

¿No podríamos hacer también lo mismo cuando sufrimos? Mirar la cruz. Salvar almas. La diferencia con Nuestra Madre es que en esa cruz el sufrir de nuestra vida está cargado en las carnes del Hijo de Dios. Él sufrió por nuestros pecados. Él nos redimió sufriendo. Ella simplemente miró y ayudó a su Hijo a redimirnos.

Propósito

Rezar el saludo a la Virgen (Ángelus), preferentemente en familia, o una oración dedicada a Ella, para acompañarla en su dolor.

Diálogo con Cristo 

Jesús, mi gran anhelo es tener muy cerca de mí a María, mi dulce Madre del cielo. Señor, gracias por este maravilloso don. En María tengo el mejor ejemplo del seguimiento fiel, amoroso y sacrificado que debo vivir. 

María, la Virgen dolorosa

Cuánto admiramos a la Virgen dolorosa por haber sufrido como sufrió, por haber amado como amó. ¡Cómo quisiéramos ser como Ella!

El dolor, desde que entró el pecado en el mundo, se ha aficionado a nosotros. Es compañero inseparable de nuestro peregrinar por esta vida terrena. Antes o después aparece por el camino de nuestra existencia y se pone a nuestro lado. Tarde o temprano toca a nuestras puertas. Y no nos pide permiso para pasar. Entra y sale como si fuese uno más de casa.
El sufrimiento parece que se aficiona a algunas personas de un modo especial. La vida de la Santísima Virgen estuvo profundamente marcada por el dolor. Dios quiso probar a su Madre, nuestra Madre, en el crisol del sacrificio. Y la probó como a pocos. María padeció mucho. Pero fue capaz de hacerlo con entereza y con amor. Ella es para nosotros un precioso ejemplo también ante el dolor. Sí, Ella es la Virgen dolorosa.

Asomémonos de nuevo a la vida de María. Descubramos y repasemos algunos de sus padecimientos. Y sobre todo, apreciemos detrás de cada sufrimiento el amor que le permitió vivirlos como lo hizo.

El dolor ante las palabras de Simeón.

El anciano profeta no le predijo grandes alegrías y consuelos a nivel humano. Al contrario: “este niño será puesto como signo de contradicción, -le aseguró-. Y a ti una espada de dolor te atravesará el alma”. 

María, a esas alturas, sabía de sobra que todo lo que se le dijese con relación a su Hijo iba muy en serio. Ya bastantes signos había tenido que admirar y no pocos acontecimientos asombrosos se habían verificado, como para tomarse a la ligera las palabras inspiradas del sabio Simeón.

Seguramente María tuvo esa sensación que nos asalta cuando se nos pronostica algo que nos va a costar horrores. Como cuando nos anuncian un sufrimiento, un dolor, una enfermedad terrible, o la muerte cercana... Algo similar debió sentir María ante semejantes presagios.

Pero en su corazón no acampó la desconfianza, el desasosiego, la desesperación. En lo profundo de su alma seguía reinando la paz y la confianza en Dios. Y en su interior volvería a resonar con fuerza y seguridad el fiat aquel lleno de amor de la anunciación.
Para nosotros Cristo mismo predijo no pocos males, dolores y sufrimientos. Cristo nos pidió como condición de su seguimiento el negarse a uno mismo y el tomar la propia cruz cada día. Nos prometió persecuciones por causa suya. Nos aseguró que seríamos objeto de todo género de mal por ser sus discípulos; que nos llevarían ante los tribunales; que nos insultarían y despreciarían; que nos darían muerte. ¡Qué importante es, ante estas exigencias, recordar el ejemplo de nuestra Madre! El verdadero cristiano, el buen hijo de María, no se amedrenta ni se echa atrás ante la cruz. Demuestra su amor acogiendo la voluntad de Dios con decisión y entereza, con amor.

El dolor ante la matanza de los inocentes por Herodes.

María debió sufrir mucho al enterarse de la barbarie perpetrada por el rey Herodes. La matanza de los inocentes. ¿Qué corazón con un mínimo de sensibilidad no sufriría ante esa monstruosidad? Ella también era madre. Y ¡qué Madre! ¡con qué corazón! ¡con qué sensibilidad! ¿Cómo no le iba a doler a María el asesinato de esos niños indefensos? Además, seguramente, María conocía a muchos de esos pequeñines. Conocía a sus madres... Sí, es muy diverso cuando te dicen que murieron X personas en un atentado en Medio Oriente, a cuando te comunican que han matado a uno o varios amigos y conocidos tuyos... Entonces la cosa cambia.

A lo mejor hasta María se sintió un poco culpable por lo ocurrido. Y eso agudizaría su dolor. Quizá comprendió que aún no había llegado el momento de ofrecer a su Jesús en rescate por aquellos pequeñines (Dios no lo dispuso así). Quizá también en la mente de María surgió la eterna pregunta: ¿por qué el mal, el sufrimiento, la muerte de los inocentes? Sabemos que en este caso la respuesta podría ser otra pregunta: ¿porqué la prepotencia, maldad y crueldad demoniaca de Herodes...?

Ciertamente rezaría por ellos y, sobre todo por sus inconsolables madres. Se unió a su sufrimiento, que no le era ajeno (eran quizá los primeros mártires de Cristo), e hizo así fecundo su propio padecer.
También nuestro corazón cristiano ha de mostrarse sensible al sufrimiento ajeno. Compadecerse. Socorrer. O al menos, consolar. Como alguien dijo -y con razón- “si podéis curar, curad; si no podéis curar, calmad; si no podéis calmar, consolad”. Siempre estaremos en grado de ofrecer un poco de consuelo y también de rezar por los que sufren.

El dolor de haber perdido al Niño.

¡Cómo sufre una madre cuando se le ha perdido su niño! Sufre angustiada por la incertidumbre. ¿Dónde estará? ¿cómo estará? ¿le habrá pasado algo? ¿estará en peligro? ¿le habrá atropellado un coche? ¿lo habrán raptado? ¿estará llorado desconsolado porque no nos encuentra? Todo eso pasaría por la mente de María. Y más cosas aún: ¿y si lo ha atrapado algún pariente de Herodes que lo buscaba para matarlo? Así son las madres y su amor por sus hijos...

Pues imaginemos a María. La más sensible de la madres, la más responsable, la más cuidadosa... Y resulta que no encuentra a su Hijo. Es motivo más que suficiente para angustiarla terriblemente. Aparte de que no era un hijo cualquiera. A María se le ha extraviado el Mesías. Se le ha perdido Dios... ¡Qué apuro el de María!

¡Qué tres días de angustiosa incertidumbre, de verdadera congoja! ¿Habrá dormido María esos días? Seguro que no. Desde luego que no durmió. ¿Cómo va a dormir una madre que tiene perdido a su hijo? Pero sí rezó y mucho. Sí confió en Dios. Sí ofreció su sufrimiento con amor porque era Dios el que permitía esa situación

No termina todo aquí. A todo esto siguió otro dolor, y quizá aún mayor que el anterior. La incompresible e inesperada respuesta de Jesús: “¿porqué me buscabais...?” ¡Qué efecto habrán causado esas palabras en el corazón de su Madre, María...!

Tratemos de meternos en el corazón de una madre o de un padre en esas circunstancias. Llevan tres días y tres noches buscando angustiados a su Hijo. Temiéndose lo peor. Y de repente, lo encuentran tan contento, sentadito en medio de la flor y nata intelectual de Jerusalén, dándoles unas lecciones de catecismo y de Sagrada Escritura... Y además, les responde de esa manera...

Es verdad, por una parte, sentirían un gran alivio: “¡ahí está! ¡está bien! ¡por fin lo hemos encontrado!” Pero, acto seguido, cuenta el evangelio, María tuvo la reacción normal de una madre: “Hijo, mío. ¿Por qué nos has hecho esto?” (se merecía una regañina, aunque fuera leve).Y por otra parte, asegura el evangelista que “ellos no comprendieron la respuesta que les dio”. El dolor de esa incomprensión calaría hondo en el alma de sus padres.

Y María, en vez de enfadarse con el crío (con perdón y todo respeto), no dijo nada. Lo sufrió todo en su corazón y lo llevó todo a la oración. Quién sabe si en la intimidad de su alma ya comenzaría a comprender que Cristo no iba a poder estar siempre con Ella. Que su misión requeriría un día la inevitable separación...

A veces en nuestra vida puede sucedernos algo parecido. De repente Cristo se nos esconde. “Desaparece”. Y entonces puede invadirnos la angustia y el desasosiego. Sí, a veces Dios nos prueba. Se nos pierde de vista. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo que María. Buscarlo sin descanso. Sufrir con paciencia y confianza. Orar. Actuar nuestra fe y amor. Esperar la hora de Dios. Él no falla, volverá a aparecer.

Otras veces el problema es que nosotros olvidamos con quién deberíamos ir. Dejamos de lado a Cristo. Nos escondemos de El. Nos sorprendemos buscándonos sólo a nosotros mismos y nuestras cosillas. Y, claro, nos perdemos. Incluso nos atrevemos a echárselo en cara a Cristo, teniendo nosotros la culpa. Aquí la solución es otra. Hay que salir de sí mismo. Volver a buscar a Cristo. Volver a mirarlo y ponerse a amarlo de nuevo.

El dolor de la separación y la primera soledad.

Llegó el día. Después de pasar treinta años juntos. Treinta años de experiencias inolvidables, vividos en ese ambiente tan increíblemente divino y a la vez tan increíblemente humano de Nazaret. Treinta años de silencio, trabajo, oración, alegría, entrega mutua, amor. Treinta años de familia unida y maravillosa.

¡Qué momento aquel! ¡Lástima de video para volver a verlo enterito ahora...! Fue temprano. Muy de mañana. En el pueblo, dormido aún, nadie se enteró de lo que estaba ocurriendo. Pocas palabras. Abundantes e intensos sentimientos. “Adiós, Hijo. Adiós, madre...” 

Todos hemos intuido lo que pasa por el corazón de una madre en una despedida así. Lo hemos visto quizá en los ojos de nuestra madre en alguna ocasión...

María volvió a casa con el corazón oprimiéndosele un poco a cada paso. Y al entrar, fue la primera vez que sintió que la casa estaba sola. Experimentó esa terrible sensación de saber que ya no se oirían en la casa otros pasos que suyos; que ningún objeto cambiaría de sitio, a menos que Ella misma lo moviese.

La soledad es una de las penas más profundas de los seres humanos, pues hemos nacido para vivir en compañía de los demás. ¡Qué dura fue la soledad de María, después de estar con quien estuvo y por tanto tiempo! Sí, la soledad de la Virgen comenzó mucho antes del Viernes Santo y duró mucho más...

María también supo vivir ese sufrimiento de la separación y de la soledad con amor, con fe, con serenidad interior. Adhiriéndose obediente a la voluntad de Dios. Ofreciéndolo por ese Hijo suyo que comenzaba su vida pública y que tanto iba a necesitar del sostén de sus oraciones y sacrificios.
Necesitamos, como María, ser fuertes en la soledad y en las despedidas. Fuertes por el amor que hace llevadero todo sacrificio y renuncia. Fuertes por la fe y la confianza en Dios. Fuertes por la oración y el ofrecimiento.

El dolor del vía crucis y la pasión junto a su Hijo.

La tradición del viacrucis recoge una escena sobrecogedora: Jesús camino del calvario, con la cruz a cuestas, se encuentra con su Madre. ¡Qué momento tan extraordinariamente duro para una madre! ¿Lo habremos meditado y contemplado lo suficiente?

¡Que fortaleza interior la de María! ¡Qué temple el de su delicada alma de mujer fuerte! ¡Qué locura de amor la suya! Sabía de lo duro que sería seguir de cerca a su Jesús camino del calvario (eso hubiera quebrado el ánimo a muchas madres). Pero decide hacerlo. Y lo hace. Su amor era más fuerte que el miedo al dolor atroz que le producía presenciar la suerte ignominiosa de Jesús. Ella tenía conciencia de que había llegado el momento en el que la espada de dolor se hendiría despiadada en su corazón. Era contemplar la pasión y muerte de su propio Hijo. No se esconde para no verlo. Ahí estaba. Muy cerca y en pie.

Contemplemos por un instante ese encuentro entre Hijo y Madre. Ese cruzarse silencioso de miradas. Ese vaivén intensísimo de dolor y amor mutuo. Qué insondables sentimientos inundarían esos dos corazones igualmente insondables. Ambos salieron confirmados en el querer de Dios con una confianza en Él tan infinita y profunda como su mismo dolor.

Nuestra vida a veces también es un duro viacrucis. No suframos sin sentido, con mera resignación. Busquemos, por la cuesta de nuestro calvario, esa mirada amorosa y confortante de María, nuestra Madre. Ahí estará Ella siempre que queramos encontrarla. Ahí estará acompañándonos y dispuesta a consolarnos y a compartir nuestros padecimientos. Mirémosla. “La suave Madre -afirma Luis M. Grignion de Montfort- nos consuela, transforma nuestra tristeza en alegría y nos fortalece para llevar cruces aún más pesadas y amargas”.

María en la pasión y junto a la cruz de su Hijo se sintió crucificar con Él. Así describe Atilano Alaiz los sentimientos de la Madre ante el Hijo: “Los latigazos que se abatían chasqueando sobre el cuerpo del Hijo flagelado, flagelaban en el mismo instante el alma de la Madre; los clavos que penetraban cruelmente en los pies y en las manos del Hijo, atravesaban al mismo tiempo el corazón de la Madre; las espinas de la corona que se enterraban en las sienes del Hijo, se clavaban también agudamente en las entrañas de la Madre. Los salivazos, los sarcasmos, el vinagre y la hiel atormentaban simultáneamente al Hijo y a la Madre”.

El dolor de la muerte de su Hijo.

Terrible episodio. Una madre que ve morir a su Hijo. Que lo ve morir de esa manera. Que lo ve morir en esas circunstancias...

Nunca podremos ni remotamente sospechar lo que significó de dolor para su corazón de Madre el contemplar, en silencio, la pasión y muerte de su Hijo. Ella, su Madre. Ella, que sabía perfectamente quién era Él. Ella que humanamente habría querido anunciar a voz en grito la nefanda tragedia de aquel gesto deicida, en un intento de arrancar a su Hijo de la manos de sus verdugos. Ella, que en último término habría preferido suplantar a su Jesús... Ella tuvo que callar, y sufrir, y obedecer. Esa era la voluntad de Dios. Y con el corazón sangrante y desgarrado, de pie ante la cruz, María repitió una vez más, sin palabras, en la más pura de las obediencias, “hágase tu voluntad”.

¡Hasta dónde tuvo que llegar María en su amor de Madre! ¿De verdad no habrá amor más grande que el de dar la propia vida? Alguien se ha atrevido a decir que sí; que sí hay un amor más grande. Casi como corrigiendo al mismo Cristo, alguien ha osado afirmar que sí lo hay y ha escrito esto:

“... porque el padecer, el morir, no son la cumbre del amor, porque no son el colmo del sacrificio. El colmo del sacrificio está en ver morir a los seres amados. La más alta cumbre del amor, cuando, por ejemplo, se trata de una madre, no está en dar la propia vida a Jesucristo, sino en darle la vida del hijo. Lo que una mujer, una madre debe padecer en un caso semejante, jamás lengua humana podrá decirlo; compréndese únicamente que, para recompensar sacrificios tales, no será demasiado darles una dicha eterna, con sus hijos en sus brazos” (Mons. Bougaud).

Son una y la misma la cumbre del amor y la cumbre del dolor. Y en lo alto de esa cumbre, el ejemplo de nuestra Madre brilla ahora más luminoso aún. ¡Qué pequeños somos a su lado! ¿Qué son nuestras ridículas cruces frente a ese colmo de su sacrificio? ¡Qué raquítico es tantas veces nuestro amor ante esa cima de su amor! ¡Quién supiera amar así!

Dolor ante el descendimiento de la cruz y la sepultura de Jesús.

Otra escena conmovedora. Jesús muerto en los brazos de su Madre que lloraba su muerte. No cabe duda, aunque cueste creerlo. Está muerto. Él, que era el Hijo del Altísimo. Él, que era el Salvador de Israel. Él, cuyo reino no tendría fin. Él, que era la Vida. Él está muerto.

Dura prueba para la fe de María. Su Hijo, el destinatario de todas esas promesas, yace ahora cadáver en su regazo. En el alma de María se irguió una oscura borrasca que amenazaba apagar la llama de su fe aún palpitante. Pero su fe no se extinguió. Siguió encendida y luminosa.

¡Qué fuerte es María! Es la única que ha sostenido en sus brazos todo el peso de un Dios vivo y todo el peso de un Dios muerto (que era su Hijo). Hemos de pedirle a Ella que aumenta nuestra fe. Que la proteja para que no sucumba ante las tempestades que nos asaltan en la vida amenazando aniquilarla.

El dolor de una nueva soledad.

¡Qué días también aquellos antes de la resurrección! Su Hijo entonces no estaba perdido. Estaba muerto ¡Qué soledad tan diversa de aquella, tras la despedida de Nazaret, hacía tres años! Es la soledad tremenda que deja la muerte del último ser querido que quedada a nuestro lado.
Así la describía Lope de Vega con gran realismo: “Sin esposo, porque estaba José / de la muerte preso; / sin Padre, porque se esconde; / sin Hijo, porque está muerto; / sin luz, porque llora el sol; / sin voz, porque muere el Verbo; / sin alma, ausente la suya; / sin cuerpo, enterrado el cuerpo; / sin tierra, que todo es sangre; / sin aire, que todo es fuego; / sin fuego, que todo es agua; / sin agua, que todo es hielo...”

Pero ni la fe, ni la confianza, ni el amor de María se vinieron abajo ante esa nueva manifestación incomprensible de la voluntad de Dios. Creyendo, confiando y amando Ella supo esperar la mayor alegría de su vida: recuperar a su Jesús para siempre tras la resurrección.
Aprendamos de María a llenar el vacío de la soledad que nos invade tras la muerte de nuestros seres queridos. Llenarlo con lo único que puede llenarlo: el amor, la fe y la esperanza de la vida futura.

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