El Hijo del hombre es señor del sábado

Evangelio según San Mateo 12,1-8. 

Jesús atravesaba unos sembrados y era un día sábado. Como sus discípulos sintieron hambre, comenzaron a arrancar y a comer las espigas.  Al ver esto, los fariseos le dijeron: "Mira que tus discípulos hacen lo que no está permitido en sábado". Pero él les respondió: "¿No han leído lo que hizo David, cuando él y sus compañeros tuvieron hambre, cómo entró en la Casa de Dios y comieron los panes de la ofrenda, que no les estaba permitido comer ni a él ni a sus compañeros, sino solamente a los sacerdotes? ¿Y no han leído también en la Ley, que los sacerdotes, en el Templo, violan el descanso del sábado, sin incurrir en falta? Ahora bien, yo les digo que aquí hay alguien más grande que el Templo. Si hubieran comprendido lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios, no condenarían a los inocentes. Porque el Hijo del hombre es dueño del sábado". 

Orígenes (c. 185-253), presbítero y teólogo Homilías sobre el libro de los Números, nº 23

«El Hijo del hombre es señor del sábado»

El 'sábado' ha sido instituido como un día sagrado. Todos los santos y todos los justos deben celebrar el 'sábado'... Veamos pues en qué consiste la observancia del 'sábado' para los cristianos: el día del 'sábado', no se debe realizar ninguna obra que pertenezca a este mundo; debemos abstenernos de todas las obras terrenas, no hacer nada que pertenezca a este mundo, sino darnos a obras espirituales, venir a la iglesia, estar atentos a la lectura de la Escritura y a las explicaciones que en ella se dan, pensar en las cosas del cielo, ocuparnos de la esperanza de la vida futura, tener delante los ojos el juicio que nos aguarda, meditar, no las realidades visibles y presentes, sino las realidades futuras e invisibles. 

También los judíos deben observar todo esto. E incluso entre ellos, los herreros, los albañiles, todos los que hacen trabajos manuales, no hacen nada el día del 'sábado'. Pero, en este día, los lectores que proclaman la Santa Escritura, los doctores que explican la Ley de Dios, no interrumpen sus funciones y, sin embargo no profanan el sábado. Mi Señor, él mismo lo reconoció: «¿No habéis leído, les dice, que los sacerdotes en el Templo no practican el descanso del 'sábado' y no cometen ninguna falta?» Así pues, el que se abstiene de las obras de este mundo y se dedica a actividades espirituales, éste es el que ofrece el sacrificio del 'sábado' y lo santifica como día de fiesta... 

Durante el 'sábado', cada uno se queda en su casa y no sale de ella. ¿Cuál es, pues, la casa del alma espiritual? Esta casa es la justicia, la verdad, la sensatez, la santidad; todo esto es Cristo, la casa del alma. De esta casa no se debe salir nunca, si es que queremos observar el verdadero 'sábado' y celebrar con sacrificios este día de fiesta, según la palabra del Señor: «El que permanece en mí, yo permanezco en él» (Jn 15,5).

San Lorenzo de Brindis, presbítero y doctor de la Iglesia

San Lorenzo de Brindis, presbítero y doctor de la Iglesia, de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, predicador incansable por las regiones de Europa, que, de carácter sencillo y humilde, cumplió fielmente todas las misiones que se le encomendaron, como defender la Iglesia contra los infieles, reconciliar a los príncipes enfrentados y llevar el gobierno de su Orden religiosa. Murió en Lisboa, en Portugal, el veintidós de julio de 1619.

Al día siguiente de nacer en Brindisi, Italia, el 22 de julio de 1559, Lorenzo fue bautizado con el nombre de Julio César. Tal vez sus padres intuían que él también sería grande, infinitamente más que el valiente emperador y líder romano, porque este niño estaba llamado a dar gloria a Cristo y a su Iglesia, de la que a su tiempo sería nombrado doctor. El pequeño era delicioso en su trato: afable, sencillo, dócil y humilde, virtudes que se acrecentarían con los años. De modo que cuando murió su padre cuando él tenía 7 años, y fue acogido en el convento entre los niños oblatos, su presencia en las aulas constituyó una bendición. Además de su excelente carácter, tenía inteligencia, y una memoria excepcional, lo cual hizo de él un alumno más que aventajado. Perdió a su madre en la adolescencia y fue enviado a Venecia junto a un tío sacerdote que estaba al frente de un centro docente privado. Allí tomó contacto con los padres capuchinos y decidió ingresar en la Orden. Entró sabiendo lo que significaba la vida de consagración, con sus renuncias y contrariedades. Pero cuando el superior le informaba, simplemente preguntó: «Padre, ¿en mi celda habrá un crucifijo?». Al recibir respuesta afirmativa, manifestó rotundo: «Pues eso me basta. Al mirar a Cristo crucificado tendré fuerzas para sufrir por amor a Él cualquier padecimiento».

Tomó el hábito en 1575 y el nombre de Lorenzo. Profesó en 1576 y se trasladó a Padua para cursar estudios de lógica, que completó después en Venecia con los de filosofía y teología. En esta etapa ya comenzó a atisbarse su extraordinaria capacidad para penetrar en problemas de índole antropológica y teológica. La Sagrada Escritura no tenía secretos para él. Tanto es así, que confidenció a un religioso que de perderse la Biblia podría recuperarse plenamente porque la tenía grabada en su mente. Fue autodidacta en el estudio de las lenguas bíblicas sorprendiendo hasta a los propios rabinos con su excepcional preparación y dominio de la literatura rabínica. La oración y el estudio eran los polos sobre los que gravitaba su vida; no podía decirse donde comenzaba la una o culminaba la otra, y viceversa. Aludía a la oración diciendo: «¡Oh, si tuviésemos en cuenta esta realidad! Es decir que Dios está de verdad presente ante nosotros cuando le hablamos rezando; que escucha verdaderamente nuestra oración, aunque si solo rezamos con el corazón y con la mente. Y no sólo está presente y nos escucha, sino que puede y desea contestar voluntariamente y con máximo placer nuestras preguntas».

Ordenado sacerdote en Venecia en 1582 se convirtió desde entonces en un ministro de la Palabra fuera de lo común. Poseía para ello unas dotes formidables a todos los niveles. La predicación la conceptuó como: «Misión grande, más que humana, angélica, mejor divina». Los fieles que le escuchaban quedaban subyugados porque hablaba «con tanto celo, espíritu y fervor, que parecía salirse fuera de sí, y, llorando él, conmovía también al pueblo hasta las lágrimas». Cuidaba sus sermones con oraciones que podían prolongarse varias horas, y penitencias. La celebración de la Santa Misa, usualmente de larga duración, junto a su meditación en los pasajes evangélicos de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo eran igualmente prioritarias en su quehacer. A la exigencia del carisma capuchino, añadía mortificaciones diversas aún a costa de su salud. Pero se preparaba para ser un santo sacerdote. Su «libro» era la Sagrada Escritura. Para dilucidar lo que debía decir se postraba a los pies de una imagen de María, tomando nota in situ de lo que le era inspirado. En Cuaresma su comida, que ya era frugal de por sí, se reducía a la mínima expresión.

Fue lector, guardián, maestro de novicios, vicario provincial, provincial, definidor general y general de la Orden. Fidelísimo y obediente cumplidor en todas las misiones, destacaba también por sus dotes diplomáticas; eran singulares. Así logró, entre otras, la reconciliación de gobernantes enemistados, y defendió a la Iglesia ante los turcos. Su dominio de lenguas, entre las que se hallaba la hebrea, le permitió llevar a cabo exitosamente la misión que el papa Clemente VIII le encomendó: la conversión de los judíos. Impulsó la fundación de la Orden en Praga superando toda clase de pruebas y dificultades, penurias y enfermedades, injurias y atropellos. La fecundidad apostólica que surgía tras su predicación le atraía no pocas hostilidades de los adversarios de la fe. Abrió otros conventos en Europa, entre ellos los de Viena y Graz. Cuando fue elegido general tenía 43 años y un vastísimo territorio que visitar; lo hizo a pie. Así recorrió gran parte de Italia y de Europa; pasó también por España. Nunca aceptó tratos de favor; quiso ser considerado como los demás y participó en todas las tareas domésticas con humildad y gozoso espíritu. Dejó escritas numerosas obras. Los grandes hombres, gobernantes y religiosos se rindieron a este santo que falleció en Lisboa el 22 de julio de 1619, cuando tenía 60 años. Había ido con la intención de entrevistarse allí con el rey de España, Felipe III, para mediar por los derechos de los ciudadanos napolitanos vulnerados por el gobierno local. Fue canonizado por León XIII el 8 de diciembre de 1881. En 1959 Juan XXIII lo declaró Doctor de la Iglesia, añadiendo el título de Doctor Evangélico.

Oremos  

Oh Dios, que para gloria de tu nombre y salvación de las almas otorgaste a san Lorenzo de Brindis espíritu de consejo y fortaleza, concédenos llegar a conocer, con ese mismo espíritu, las cosas que debemos realizar y la gracia de llevarlas a la práctica después de conocerlas. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).

Un corazón misericordioso
Santo Evangelio según San Mateo 12,1-8. XV Viernes de Tiempo Ordinario.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Jesús, una vez más me tienes aquí, en tu presencia. Te doy las gracias por el don de la fe que me has regalado el día de mi bautismo. Gracias porque me has obsequiado tu presencia en mi corazón. Soy tu hijo. Me amas. Tú siempre has cuidado de mí infinitamente más de lo que una madre cuida a su pequeño o de lo que yo mismo me cuido. Nunca me ha faltado ni tu amistad ni tu amor. A todos lados llega tu gracia y en todo momento me da la fuerza de seguir adelante. Gracias, Jesús, no permitas que en esta oración endurezca mi corazón. Dame la gracia de reconocer tu voz y la fuerza para seguirla.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.

Jesús, en este texto del evangelio invitas a los fariseos a comprender que Tú quieres misericordia y no sacrificios; los invitas a amar como Tú amas: misericordiosamente.

Jesús, a veces se me olvida que Tú amabas también a los fariseos. Tus reproches no tenían como fin fastidiarlos, sino despertarlos del funesto sopor de sentirse justos.

Muchas veces, Jesús, este peligro también se hace presente en mi vida. Puedo correr el riesgo de sentirme mejor que los demás precisamente porque reconozco mis pecados. Me he dado la libertad de ser juez de los jueces, de juzgar farisaicamente a los fariseos, de quejarme de lo malo que sucede a mi alrededor sin apenas mover un dedo para solucionarlo.

Es real el peligro de despreciar y tachar de intransigentes e inmisericordes a quienes denuncian los pecados ajenos, sin darme cuenta de que yo caigo en ese mismo error. Es como si la mujer adúltera, luego de ser perdonada por Ti, hubiera arengado a la multitud a apedrear a sus acusadores. No me parece que esa sea tu actitud.

Tú detestas el pecado… pero nunca rechazas a ningún pecador. Y si Tú no lo haces, ¿por qué yo tendría que hacerlo?

Ayúdame, Jesús, a experimentar profundamente en don de tu amor misericordioso de manera que yo pueda ser un reflejo de ese mismo amor.

Jesús, dame tu corazón y enséñame a amar a los demás como los amas Tú.

"La misión nos purifica del pensar que hay una Iglesia de los puros y una de los impuros: todos somos pecadores y todos necesitamos el anuncio de Cristo, y si yo cuando anuncio en la misión a Jesucristo no pienso, no siento que lo que digo a mí mismo, me separo de la persona y me creo -puedo creerme- puro y al otro como impuro que tiene necesidad. La misión nos afecta a todos como pueblo de Dios, nos transforma: nos cambia el modo de ir por la vida, de "turista" a comprometido, y nos quita de la cabeza esa idea de que hay grupos, que en la Iglesia hay puros e impuros: todos somos hijos de Dios. Todos pecadores y todos con el Espíritu Santo dentro que tiene la capacidad de hacernos santos."

(Discurso de S.S. Francisco, 27 de mayo de 2017).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Hoy voy a evitar hacer juicios negativos o condenatorios de las personas que me rodean.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!

Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Pecado y misericordia

Reconocer el pecado nos permite invocar, aceptar, celebrar la misericordia.

En algunos lugares es fácil encontrar a católicos que han perdido la idea del pecado. De ahí se deriva la desafección hacia el sacramento de la confesión y, en no pocos lugares, la costumbre de comulgar sin ninguna inquietud acerca de si uno posee o no posee las disposiciones suficientes para participar en la Mesa del Señor.

Otros llevan la pérdida del sentido del pecado mucho más lejos: dejan de comulgar, se alejan poco a poco de una Iglesia que “no les sirve”, apagan en su interior todo anhelo de transcendencia al dejarse invadir por las preocupaciones del mundo.

No es fácil reconocer que hemos “pecado”, que hemos ofendido a Dios, al prójimo, a nosotros mismos.

No es fácil especialmente en el mundo moderno, dominado por la ciencia, el racionalismo, las corrientes psicológicas, las “espiritualidades” tipo New Age. Un mundo en el que queda muy poco espacio para Dios, y casi nada para el pecado.

Muchos reducen la idea de pecado a complejos psicológicos o a fallos en la conducta que van contra las normas sociales. Desde niños nos educan a hacer ciertas cosas y a evitar otras. Cuando no actuamos según las indicaciones recibidas, vamos contra una regla, hacemos algo “malo”. Pero eso, técnicamente, no es pecado, sino infracción.

Otros justifican los fallos personales de mil maneras. Unos dicen que no tenemos culpa, porque estamos condicionados por mecanismos psíquicos más o menos inconscientes. Otros dicen que los fallos son simplemente fruto de la ignorancia: no teníamos una idea clara de lo que estábamos haciendo. Otros piensan que el así llamado “pecado” sería sólo algo que provoca en los demás un sentimiento negativo, pero que en sí no habría ningún acto intrínsecamente malo.

Hemos de superar este tipo de interpretaciones equivocadas e insuficientes. Para descubrir lo que es el pecado necesitamos reconocer que nuestra vida está íntimamente relacionada con Dios, que existimos como seres humanos desde un proyecto de amor maravilloso. Es entonces cuando nos damos cuenta de que Dios llama a cada uno de sus hijos a una vida feliz y plena en el servicio a los hermanos, y que nos pide, para ello, que vivamos los mandamientos.

Porque existe Dios, porque tiene un plan sobre nosotros, entonces sí que podemos comprender qué es el pecado, qué enorme tragedia se produce cada vez que optamos por seguir nuestros caprichos: nos apartamos del camino del amor.

Al mismo tiempo, si al mirar a Dios reconocemos que existe el pecado, también podemos descubrir que existe el perdón, la misericordia, especialmente a la luz del misterio de Cristo.

Lo dice de un modo sintético y profundo el “Compendio del Catecismo de la Iglesia católica”, en el n. 392: “El pecado es «una palabra, un acto o un deseo contrarios a la Ley eterna» (San Agustín). Es una ofensa a Dios, a quien desobedecemos en vez de responder a su amor. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Cristo, en su Pasión, revela plenamente la gravedad del pecado y lo vence con su misericordia”.

Es cierto que nos cuesta reconocer que hemos pecado. Pero hacerlo es propio de corazones honestos y valientes: llamamos a las cosas por su nombre, y reconocemos que nuestra vida está profundamente relacionada con Dios y con su Amor hacia nosotros.

Reconocer, por tanto, el pecado nos permite invocar, aceptar, celebrar la misericordia (según una hermosa fórmula del Papa Pablo VI). De lo contrario, nos quedaríamos a medias, como tantas personas que ven sus pecados con angustia, algunos incluso con desesperación, sin poder salir de graves estados de zozobra interior.

Es triste haber cometido tantas faltas, haberle fallado a Dios, haber herido al prójimo. Es doloroso reconocer que hemos incumplido buenos propósitos, que hemos cedido a la sensualidad o a la soberbia, que hemos preferido el egoísmo a la justicia, que hemos buscado mil veces la propia satisfacción y no la sana alegría de quienes viven a nuestro lado. Pero la mirada puesta en Cristo, el descubrimiento de la Redención, debería sacarnos de nosotros mismos, debería llevarnos a la confianza: la misericordia es mucho más fuerte que el pecado, el perdón es la palabra decisiva de la historia humana, de mi vida concreta y llena de heridas.

De este manera, podremos afrontar con ojos nuevos la realidad del pecado, de nuestro pecado y del pecado ajeno, con la seguridad de que hay un Padre que busca al hijo fugitivo: así lo explica Jesús en las parábolas de la misericordia (Lc 15), en todo su mensaje de Maestro bueno. Descubriremos que si ha sido muy grande el pecado, es mucho más poderosa la misericordia (cf. Rm 5). Estaremos seguros de que el amor lleva a Dios a buscar mil caminos para rescatar al hombre que llora desde lo profundo de su corazón cada una de sus faltas.

Juan Pablo II hizo presentes estas verdades en su encíclica “Dives in misericordia”, un texto que vale la pena leer y meditar con el corazón en la mano.

También el Papa Benedicto XVI, en su encíclica “Deus caritas est”, evidenció la grandeza y profundidad del perdón divino:

“El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor” (“Deus caritas est” n. 10).

Con los ojos puestos en el Crucificado, que también es el Resucitado, podemos descubrir la maldad del pecado y la fuerza de la misericordia. Desde el abrazo profundo de Dios Padre nacerá en nuestros corazones la fuerza que nos acerque al sacramento de la confesión, el arrepentimiento profundo que nos aparte del mal camino, la gratitud que nos haga amar mucho, porque mucho se nos ha perdonado (cf. Lc 7,37-50).

Advocaciones de Cristo

Divino Niño Jesús
Fiesta 20 de julio

La imagen se encuentra en el Santuario del barrio 20 de julio de Bogotá - Colombia

En el año 1935 llegó el Padre Salesiano Juan del Rizzo al barrio "20 de julio", al sur de Bogotá, una región muy solitaria y abandonada en aquellos tiempos. Le habían prohibido emplear la Imagen del Niño de Praga porque una asociación muy antigua reclamaba para ella el derecho exclusivo de propagar esa imagen. El Padre del Rizzo estaba convencido de que a Dios le agrada mucho que honremos la infancia de Jesús, pues así lo ha demostrado con innumerables y numerosos milagros. ¿Si otros niños son tan inocentes y tan dignos de ser amados, cuánto más lo será el niño Jesús? Además recordaba muy bien la promesa hecha por Nuestro Señor a una santa: " Todo lo que quieres pedir pídelo por los méritos de mi infancia y nada te será negado si te conviene conseguirlo". Así que no desistió de propagar la devoción al Divino Niño pero dispuso adquirir una nueva imagen.

Se fue a un almacén de arte religioso llamado "Vaticano"  propiedad de un artista italiano, y le encargó una imagen bien hermosa del Divino Niño. Le prestaron una imagen bellísima, el padre la llevó para sus solitarios, desérticos y abandonados campos del "20 de julio". Ahora empezaría una nueva era de milagros en esta región.

Esta es un de las imágenes más hermosas y agradables que han hecho de nuestro Señor. Con los brazos abiertos como queriendo recibir a todos. Con una sonrisa imborrable de eterna amistad. Atrae la atención y el cariño desde la primera vez que uno le contempla. Allí a su alrededor se han obrado y se siguen obrando maravillosos favores, para quien no conozca los prodigios que obtiene la fe parecerían fábulas o cuentos inventados por la imaginación, pero que son muy ciertos para quienes recuerdan la promesa de Jesús "Según sea tu fe así serán las cosas que te sucederán".

El Padre Juan comenzó a narrar a las gentes los milagros que hace el Divino Niño Jesús a quienes le rezan con fe y a quienes ayudan a los pobres, y empezaron a presenciarse prodigios admirables: enfermos que obtenían la salud, gentes que conseguían buenos empleos o estudio para los niños, o casa o éxito en los negocios. Familias que recobraban la paz. Pecadores que se convertían. Y cada persona que obtenía un favor del Divino Niño Jesús se encargaba de propagar su devoción entre amigos y conocidos.

Las Cuatro Condiciones

Las cuatro condiciones que recomendaba el Padre Juan, para obtener favores del Divino Niño Jesús.

1. Ofrecerle la Santa Misa Durante Nueve Domingos y confesarse y comulgar al menos en uno de ellos.

2. Dar una libra de chocolate (o equivalente en dinero o en comida) a los pobres.

3. Si la persona es pudiente dar un mercado para familias pobres (o su equivalente en dinero). No repartir en la calle porque se forma desorden.

4. Propagar la devoción al Divino Niño narrando a otros los milagros que Él hace a sus devotos y repartiendo novenas estampas, almanaques, etc. e invitando a otras personas a que hagan el ensayo de visitar al Niño Jesús y de pedirle lo que necesitan.

El Padre Juan recomendaba también:

1.  No dejar ningún domingo sin asistir a Misa. El que abandona a Dios, lo abandona Dios. El que no deja domingos sin asistir a Misa recibe favores que jamás había imaginado.

2. No vivir en pecado mortal. Si se vive en unión libre, o en matrimonio civil o robando o emborrachándose, u odiando, y si se admiten en casa parejas no casadas por lo católico, con todo eso se atraen maldiciones y castigos de Dios sobre el hogar. El Padre Juan repetía mucho esa frase de San Pablo: "los que viven en impureza, los borrachos los ladrones, no entrarán en el Reino de los cielos".

3. Que la limosna que se da sea costosa. Si solamente se da a los pobres y a Dios lo que sobra, lo que no vale nada, eso no le gusta a nuestro Señor. La sagrada Biblia dice que para Dios y para los pobres hay que dar la décima parte de lo que se gana (el Diezmo) y que Dios le devolverá a cada uno cien veces más de lo que haya dado, y le concederá después la vida eterna. ¿Qué regala usted? ¿Regala sólo para el cuerpo? (comidas, bebidas, ropas, joyas) Regale para el alma. Regale lo mejor, regale libros religiosos. Gánese premios para el cielo regalando buenos libros en la tierra.

Yo reinaré

La Historia del Rosario

¿Cuando surgió el rezo del Rosario?

¿Cuando surgió el rezo del Rosario? La pregunta no es fácil de responder. En general se considera que el "creador" del Rosario es santo Domingo de Guzmán (1170-1221), fundador de la Orden de Frailes Predicadores, los dominicos.

Un teólogo de su misma Orden, el padre Ennio Staid, uno de los máximos expertos en la materia, explica a Zenit que esta atribución no es desde el punto de vista histórico exacta.

El Salterio de María está documentado antes de que lo promoviera el santo español, ahora bien, santo Domingo y los dominicos fueron los grandes promotores.

Según las fuentes facilitadas a Zenit por el padre Staid, los momentos históricos del desarrollo del Rosario tuvieron lugar entre el siglo XII y el siglo XV.

Al inicio del siglo XII se difundió en Occidente la práctica del rezo del avemaría. El anuncio del Ángel a María, presentado en el Evangelio, constituía hasta el siglo VII la antífona del Ofertorio del cuarto domingo de Adviento, domingo que tenía un significado particularmente mariano.

Sin embargo, sólo se recitaba la parte del "avemaría" en la que se recuerda este pasaje y la bendición de Isabel. El nombre de Jesús y la segunda parte -el "santa María"- fueron introducidos hacia finales del siglo XV, en torno al año 1483.

En un primer momento, la recitación del saludo a María no implicaba la contemplación de los misterios de la vida de Cristo.

Entre 1410 y 1439 Domingo de Prusia, cartujo de Colonia, propuso a los fieles una forma de Salterio mariano, en el que sólo había 50 avemarías, pero cada uno de los avemarías era seguido por una alusión verbal a un pasaje evangélico, como una jaculatoria final.

El ejemplo del cartujo tuvo gran éxito y en el siglo XV, y de este modo proliferaron muchos salterios de este tipo. Las referencias al Evangelio finales fueron sumamente numerosas, hasta llegar a unas 300, según las regiones y las devociones más queridas.

El dominico Alano de la Roche (1428-1478) desempeñó una gran labor en la promoción del salterio mariano, que en ese período comenzó a llamarse "Rosario de la Bienaventurada Virgen María", en particular gracias a su predicación y a las confraternidades marianas que fundó.

El Rosario fue simplificado en 1521 por el dominico Alberto da Castello, que escogió 15 pasajes evangélicos de meditación en los que se hacía referencia en la jaculatoria al final de las avemarías.

El Papa Pío V (santo), cuyo pontificado tuvo lugar entre 1566 y 1572, instituyó con la bula "Consueyerunt romani Pontifices", la esencia de la configuración del Rosario.

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